Historias de vida o
muerte (I). El delator
Por Federico Bello
Landrove
Siempre me ha gustado hacer una crónica
sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores,
bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En
este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi
modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta
adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los
libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].
Tal vez, se
tratara de una madre soltera, o quizá -o también- de una chica sin
posibilidades de sobrevivir del menguado patrimonio agrícola de aquella familia
numerosa de la meseta lucense. El caso es que cogió a su pequeño, Eduardo, y se
fue a servir a La Coruña. No sería fácil compatibilizar ese trabajo con el
mínimo cuidado que precisaba su pequeño, mas no había otro remedio: Sus padres
no habían querido tenerlo consigo y no había ni que pensar en meterlo en el
hospicio. Ya se las arreglaría…
En efecto, se las arregló dejándolo durante el día
con una conocida del pueblo, a la que había arrendado una modesta habitación.
Por un poco más de dinero, Eduardo haría vida con los hijos de la patrona: iría
con ellos a la escuela y comería del mismo pote. Llegada la noche, Isabel se
liberaba del trabajo de cocinera en casa de los Valladares y podían disfrutar
de unos momentos de felicidad, a la que no era ajena la -para ellos- opípara
cena, con las sobras de los señores.
Eduardo crecía y, así mismo, las peticiones
para que su madre pernoctase con los Valladares, rindiéndoles atención
exclusiva durante toda la jornada. Así que, con su remango y los buenos
informes que le dieron, se colocó de limpiadora en la Residencia de oficiales
de uno de los regimientos de la guarnición -que no concretaré, para que no se
ofenda nadie-. Era un trabajo más duro, pero algo mejor pagado. Sobre todo,
quedaba liberada de la faena a media tarde, cuando su hijo concluía la jornada
escolar. Con esas ventajas e inconvenientes ya había contado Isabel al cambiar
de tarea, pero no con la vicisitud que cambió radicalmente su vida.
Si no hubiese sido
decisivo para esta historia, me abstendría de recordarlo, no tanto por lo
escabroso, como por ser escasos los
detalles que conozco. Lo único que me consta es que Isabel acabó completando su
escaso salario con los emolumentos que remuneraban la ocupación con los militares de la Residencia, que requerían de sus servicios. La joven era agradable y
discreta, por lo que no le faltaba clientela entre la mayoría de oficiales
solteros que se hospedaban en aquella dependencia. En cualquier caso, con esa
finalidad y base económica, Isabel abandonó la habitación con derecho a cocina
y alquiló un piso bajo, con patio y leñera, dos calles más arriba de su lugar
de trabajo.
Aquello había sido
cuando Eduardo tenía seis años; por tanto, el niño aún no daría en sospechar de
las entradas y salidas de los soldados,
como llamaba a los clientes de su madre. Pero el tiempo pasa, la malicia crece
y las gentes hablan. Quiero decir que Edu
acabó por descubrir la finalidad de las visitas nocturnas y concibió contra
ellas la inquina que era de suponer. De una cosa estoy seguro: su piedad filial
lo llevó a juzgar íntimamente que algo
habría -miseria, violencia,
desamparo- para que su madre hubiese llegado a esos extremos. Eran aquellos
oficiales fachendosos y otros tales los culpables de la situación. Dicho
francamente, a su madre la habían prostituido los militares.
No es de extrañar,
pues, que, nada más acabar la escolaridad, Eduardo se empleara en una
carbonería del barrio, como repartidor y chico de almacén. Ello significaba,
para él, aportar un pequeño jornal en casa, que sacara a su madre de apuros y,
para esta, dejar de pasar por la terrible vergüenza de su oficio nefando y de
las burlas y censuras de quienes lo conocían.
Hasta aquí, todo
corriente. Lo insólito fue que por los días en que abandonaba el comercio
sexual, un comandante de Capitanía, viudo reciente, requiriese de amores a
Isabel, aunque sin intención de matrimonio. El hombre era maduro, bien parecido
y generoso. Es posible que ella aceptase su proposición por verdadero afecto.
Acordaron verse todos los jueves, cenar y pasar la noche juntos. Aquello era
muy distinto de la promiscuidad anterior; incluso, las vecinas empezaron a
tenerle cierta envidia, al constatar numerosos signos externos de la
esplendidez del amigo. Ante Eduardo, este
tuvo el acierto de mostrar sin tapujos el respetuoso afecto que profesaba a su
madre, así como de charlar con él, si a mano venía, y hasta de premiarle con
buenas propinas y algún pitillo, cuando pasó a suministrarle el carbón y la
leña que precisaba. En fin, se decía Edu,
aquel era un verdadero señor, no el típico militar fanfarrón y rijoso. Era
lógico que su madre lo recibiera de buen grado y se dejara querer. Quizá, con
el tiempo …
***
Pasaron unos años,
sin alteraciones importantes. Eduardo seguía trabajando en el carbón, sin meterse en líos, como le aconsejaba el
ya teniente coronel Hoyos, es decir, al margen de sindicatos y organizaciones
políticas de cualquier signo. Su madre y aquel seguían como siempre, esperando
los jueves para encontrarse. No había signos de pasar por la vicaría, pero
tampoco era infrecuente verlos empezar la velada cenando en el reservado de un
restaurante o viendo alguna película de éxito. Y así habían cruzado el umbral
de 1936, año que sería nefasto para España, y que tampoco había empezado con
buen pie en casa de Isabel, al plantearse el tema del servicio militar de su
hijo.
Ella estaba
dispuesta a pagar la cuota precisa para reducir el mal trago poco menos que a
nada, pero a Hoyos se le ocurrió algo que Eduardo aceptó, como menos gravoso
para los ahorros:
- - Todavía
puedes sentar plaza como voluntario. Ello te permitirá, con mi recomendación,
quedarte en Coruña. Con el derecho de pernocta, incluso podrás trabajar por las
tardes, salvo que tengas guardia.
Así se hizo y,
durante unos meses, Edu se
familiarizó con la vida cuartelera y convivió, entre otros, con algunos de los
militares que antaño habían visitado a
su madre, incapaces de reconocerlo por ser entonces un niño. Fueran esos
prejuicios, los excesos que viera o los contubernios y actitudes levantiscas de
los oficiales contra la República, el caso es que el joven exacerbó sus
prístinos sentimientos de aversión hacia los militares. Incluso, don Valeriano
Hoyos le resultaba ya enfadoso y cargante, con sus frecuentes consejos de
prudencia y disciplina, cuando él veía a tenientes y capitanes despotricar de
sus superiores, conspirando de forma abierta contra el Gobierno. Para desbordar
el vaso, a primeros de julio se doblaron guardias y retenes y se suprimieron
casi todos los pases de pernocta. El día 16, jueves, Hoyos advirtió a Isabel,
con el compromiso de mantenerlo en secreto:
- - Las
cosas están muy tensas y, de un momento a otro, podrían estallar. Que Edu se quede en el cuartel y tú compra
todo lo necesario para no salir en unos días.
- - ¿Tampoco
a trabajar?
- - Mejor
sería que pusieses una disculpa. Ni yo mismo me siento seguro en Capitanía.
Entre el sábado
del día 18 y la mañana del siguiente lunes, hubo tantas noticias, rumores y cosas raras que, aunque acuartelados,
toda la tropa tuvo conocimiento de que se mascaba un levantamiento. Eduardo
entraba de guardia ese día 20 en que, hacia mediodía, se ordenó formar a la
fuerza y cerrar a cal y canto las puertas del cuartel. Él, que se encontraba de
puesto en una garita externa, desobedeció la orden de replegarse al interior y,
con fusil y todo el equipo, accedió a la avenida y tomó la dirección del centro
de la ciudad. Desde allí le llegaba el sonido distinto de disparos, en tanto
las sirenas de los barcos surtos en el puerto ululaban, desconcertadas y
estridentes.
Indudablemente,
había sido un pronto. De hecho, mientras avanzaba a largas zancadas, pegado a
las fachadas y eludiendo en lo posible la mirada atónita de los pocos
transeúntes, estuvo tentado de tirar armas, correaje y guerrera, y correr a su
casa o en busca de su madre. En esto que se cruzó con otro joven que, al verlo,
se figuró que formaba parte de una avanzadilla de su regimiento; se dirigió a
él y lo interceptó con el grito de ritual:
- - ¡Arriba
España! ¡Vamos, vamos, que los de Asalto se están fortificando el Gobierno
Civil!
Edu no contestó y siguió aún unos pasos.
Luego, se detuvo y entró en un portal. ¡La cosa iba en serio! ¿Qué demonios iba
a hacer él, solo, con un fusil y una bayoneta?
No tuvo mucho
tiempo para decidir. Carretera abajo, con fragor, bajaba ya una compañía de su
regimiento, a paso ligero, con el capitán García al frente, un mal bicho. No lo
pensó más. Salvo de unos saltos la distancia que lo separaba de la siguiente
bocacalle y, emboscado en la esquina, se arrodilló, encaró el arma hacia el
oficial y, a no menos de ochenta metros, disparó por dos veces. Su puntería era
excelente: García cayó como fulminado.
A toda carrera se
perdió en las callejuelas que llevaban hacia el puerto. De buena gana habría
arrojado el mosquetón para correr más desembarazado, pero podría delatarlo, si
lo encontraban. Tuvo suerte: aquella parte de los muelles estaba desierta.
Lanzó el arma al agua, lo más lejos que pudo. Luego, se escondió entre unos
fardos, echándose por encima una arpillera, y aguardó un largo rato, antes de
tomar el riesgo de recorrer uniformado la distancia que lo separaba de su casa.
Debía de ser su día de suerte: nadie le dio el alto, ni estaba su madre en
casa. Trocó el uniforme por ropa de paisano; escondió el caqui al fondo de la
leñera, protegido con una funda de hule; cogió algunos víveres y un poco de
dinero, y desapareció.
***
Los días sucesivos
fueron de confusión y miedo en la ciudad. Isabel siguió acudiendo a su trabajo
y no echó de menos la presencia de su hijo, ya que suponía que habría de estar
en el cuartel y con su pase cancelado. Por su parte, Hoyos faltó a la cita del
jueves siguiente, si bien le dejó una nota en la Residencia de Oficiales,
anunciándole que no podría verla en unos días, por razones estrictamente
profesionales. Entre tanto, Edu
pasaba las jornadas escondido o merodeando por los más variados andurriales,
sin saber qué hacer, hasta que la falta de seguridad y de comida le animó a ir
a ver a su madre, cual hijo pródigo.
Isabel y Eduardo
se fundieron -como suele decirse- en un prologado abrazo. Luego, este le
confesó que estaba prófugo, pero no su atentado contra el capitán. Ella, tras
muchas argumentaciones, le convenció de que lo mejor era pedir consejo y ayuda
a su amigo. Aunque con desconfianza, Edu aceptó, pero se negó en redondo a
permanecer escondido en casa, sino que, pertrechado de víveres, volvió a marcharse,
con el compromiso de regresar en unos días.
Casualmente, al
siguiente día reapareció el teniente coronel por su casa, lo que aprovechó
Isabel para plantearle lo más favorablemente que pudo el caso de su hijo.
Hoyos, aunque exasperado, procuró, ante los ruegos y lágrimas de su querida,
hallar una solución:
- - En
fin, tampoco es que haya sido el único. Por política o por miedo, bastantes
soldados y militares de mayor rango se escabulleron en los primeros momentos,
aprovechando la confusión y la salida de sus cuarteles. Desde luego, no tiene
otra solución que la de presentarse en su regimiento y poner cualquier disculpa
de tipo humano; no sé, que estaba preocupado por ti y luego no se atrevió a
regresar…; ¡qué sé yo! Mañana telefonearé a su cuartel y procuraré suavizar la
sanción que vayan a ponerle. Me llevo bien con su coronel: no creo que le pasa
nada malo. Ya te informaré.
Costó convencer a
Eduardo de que tenía que reintegrarse al ejército; él y nosotros sabemos el
porqué. Con todo, su inquietud era infundada. Nadie pensaba que fuera el autor
del tiroteo contra García. Más aún, mala hierba, nunca muere: el capitán no
había muerto y se hallaba a la sazón en curso de sanidad de sus graves heridas.
De modo que Hoyos no encontró muchas objeciones a su petición de lenidad para
Eduardo. Todo quedaría en un arresto de calabozo. Satisfecho, se lo transmitió
a Isabel, quien se las tuvo tiesas con su hijo. Al fin, a la tercera visita y
bajo amenaza de no darle ni un zato, el soldado agachó las orejas y fue a
entregarse a sus jefes, siéndole impuesto el consabido mes de arresto. A nadie
se le ocurrió preguntarle por el fusil desaparecido. O no hacían recuento de
armas, o los buenos oficios de Hoyos hacían milagros.
***
Unas semanas más
tarde, encontrándose en un café, Eduardo cogió el periódico del día y estuvo a
punto de darle un ataque. En la página de gacetillas de orden público, podía
leerse:
Ha sido condenado a muerte en consejo de
guerra celebrado ayer el individuo que atentó contra la vida del capitán …, el
pasado 20 de julio. Se trata de un sujeto afiliado a la F.A.I.[2],
que fue detenido días después en posesión
del arma empleada. La sentencia será ejecutada tan pronto la confirme la Autoridad militar.
Eduardo se hacía
de cruces. ¿Cómo podían confundirse los peritos armeros en algo tan elemental?
¿O es que el faísta habría sacado del
fondo del puerto el fusil que él arrojó? En cualquier caso, eso era ya agua
pasada. Si algo o alguien podía salvar la vida de aquel inocente era él,
confesando lo sucedido y su responsabilidad en ello. Con todo, si aquel sujeto era de la F.A.I., de seguro que
no sería un arcángel. A saber si no tenía otros crímenes en su haber. Y,
además, tratándose de un anarquista que iba armado, con capitán y sin capitán,
no le iba a salvar ni el Papa.
Así, mientras
caminaba hacia su casa, al terror y la desesperación iniciales iba sucediendo
una incipiente -e intermitente- tranquilidad. No era que otro pagase con su
vida lo que estúpidamente había hecho él. No se trataba de que otro muriera en
su lugar. Aquel tipo ya estaba sentenciado desde un principio y el muerto -el
herido- que le habían cargado iba a salvarle a él, pero no a agravar la condena
del otro. Por más que… ¿quién estaba seguro de que el fusil fuese el suyo? Y,
si lo era, ¿por qué había sido tan loco el anarquista de haberlo cogido y
portado, con los tiempos que corrían?
En todo caso, si
aquel entremetido se hubiese estado tranquilo en su casita, o hubiese escapado
en un pesquero a Portugal, como otros, ahora Eduardo estaría tan pancho, pues nadie había sido capaz de
descubrir su delito. Así que él iba a hacer lo que el otro no había sido capaz: dejar que las cosas siguieran su
marcha, que la juventud y la vida armonizaran, con natural y gozosa
coincidencia.
Pasaron cinco
días, suficientes para aliviar las tensiones y conciliar plácidamente el sueño.
Al cabo de ellos, la funesta noticia. Se la dio el sargento de su pelotón:
- - Eduardo,
mañana te toca formar parte de un piquete de ejecución.
Trató de
excusarse. El suboficial replicó:
- - Le
ha tocado a tu escuadra a suertes. Además, tenías que estar contento. Vais a
dar el pasaporte al que disparó contra el capitán García.
Obrando
automáticamente, casi sin saber lo que hacía, fue a ver al capitán de su
compañía y le pidió lo que al sargento. El oficial, con cara de pocos amigos,
preguntó:
- - ¿Por
qué tendría que exonerarte? ¿Acaso el reo es amigo tuyo?
Edu estuvo a punto de aseverarlo, pero
comprendió que la pregunta iba con segundas. Negó y balbuceó algo sobre
encontrarse mal de los nervios. El capitán saltó:
- - Mira,
Nogueira, todavía no sé por qué te libraste del consejo de guerra por
deserción. Así que no me vengas con pamplinas o te empaqueto y, esta vez, no te
salva ni la caridad… Retírate.
Pasó toda la noche
en el camastro dando vueltas e imaginando evasivas morales. Total, estaban en
las mismas. Fuera él u otro compañero, la condena ahí estaba y había cientos de
potenciales ejecutores. Sin ir más lejos, otros cuatro fusiles estarían
apuntando junto al suyo. ¡Claro! No hacía falta que tirase a matar, ni siquiera
que alcanzase al condenado. Haría como si… Eso que todos sabían que él tiraba
muy bien… Ya, pero comentaría antes que estaba muy nervioso y no había podido
dormir…
Llegaron las cinco
y el imaginaria llamó al cabo y los cuatro soldados de la escuadra ejecutora.
Un camión aguardaba en el patio de armas, con el conductor y, a su lado, el
teniente que iba a dirigir a la fuerza. Tomaron la dirección del Campo de la
Rata. Llegaron cuando apenas rompía la aurora. Los guardias civiles de la
anterior ejecución se estaban retirando temporalmente, mientras unos empleados
tiraban a una carreta el cadáver del ajusticiado.
- - Venga,
que ya viene el reo. Formad en línea a esta altura, dijo el teniente.
En efecto, un
individuo esposado avanzaba, flanqueado por dos agentes, seguido por un cura,
con el breviario en la mano. Eduardo no pudo más. Aquel no era un sujeto, ni un tipo, ni el otro, sino un hombre que iba a pagar por lo que él había hecho.
En su mente ya no había lugar para subterfugios:
- - Mi
teniente, un momento, por favor.
Lo dijo con tal
firmeza y apartándose de la hilera de compañeros, que el teniente mandó
descanso y se le acercó.
- - Mi
teniente -susurró-, este hombre no disparó al capitán García. Fui yo quien lo
hizo, con el fusil que tenía para la guardia.
El oficial,
boquiabierto, no sabía qué decir o hacer. Era la viva imagen de la perplejidad.
- - Soldado,
repite lo que has dicho.
- - Que
fui yo, señor. Le disparé dos veces y luego tiré el arma al mar.
El reo ya estaba
ante el paredón, solo, con ademán
tranquilo. El teniente decidió como creyó que debía hacerlo, cumpliendo las
órdenes y las Ordenanzas:
- - Mira,
chico, la sentencia es firme y tiene que cumplirse. Tú ponte en línea, apunta y
dispara. Que tires a dar o no, eso es cosa tuya.
Momentos después,
aquel inocente yacía exánime. Por si acaso, el oficial le dio el tiro de
gracia.
***
Podría creerse que
la justicia -injusticia- concluía así, pero no. El teniente cumplió
escrupulosamente con su deber de denunciar a Eduardo, fundándose en la
confesión que acababa de hacerle. Sobre esa base, habiéndose ratificado la auto
delación, la instrucción de la correspondiente causa duró apenas nada. Y así,
días después, se celebró contra Eduardo un nuevo consejo de guerra por atentado
con intención de matar y resultado de lesiones graves, en la persona del
capitán García. Naturalmente, la condena fue a pena de muerte: la coherencia no
permitía otra cosa. Cinco días después, dicha pena era ejecutada.
Me consta que no
fue la única vez que, durante nuestra Guerra Civil, se fusiló a dos o más
personas por el mismo crimen. Al fin y al cabo, para eso está la institución legal
de la coautoría. ¿O no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario