Historias de vida o
muerte (II). El loco fingido
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, Luis Vicente Mira Pascual (1947-2014)
Siempre me ha gustado hacer una crónica
sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo
esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos
que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado
por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría
haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con
plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí
las anécdotas que me han inspirado[1].
Era el segundo verano que, para pagarme los estudios de
Medicina, me empleaba como enfermero en el Manicomio de San Baudilio -o de Sant
Boi, si lo prefieren-, a unos diez quilómetros de Barcelona. El primer año, al
informarse de mis estudios y pobreza, el Director del Departamento de hombres
me había tomado bajo su tutela y protección. Así pues, en el segundo verano
-que resultó ser el del aciago 1936-, el bueno del doctor Rodríguez Arias me
siguió amparando, ahora con mayor motivo:
-
Las
cosas están muy complicadas en
Barcelona. Como alumno avanzado de la Facultad, voy a darte el nombramiento de
interno ayudante. Así podrás quedarte todo el tiempo en el Hospital y, si
pretenden movilizarte, alegar que trabajas para la Generalitat en un puesto esencial y muy sacrificado.
Ni que decir tiene
que acepté encantado. La guerra no era mi fuerte y no tenía unas convicciones
políticas tan extremas, como para liarme a matar a otros, en vez de intentar
curarlos.
Así las cosas, una
tarde de finales de julio nos trajeron al manicomio a un joven que, según los
loqueros, andaba por el Paseo de Gracia a cuatro patas y levantando una de las
traseras para mear junto a los árboles. Al echarle mano la guardia urbana, el
tipo había empezado a ladrar estentóreamente y se decía que había mordido a uno
de ellos en la pantorrilla. Intrigado por tan poco frecuente cuadro de
demencia, acompañé al médico interno titular para examinar al paciente y, en su
caso, acordar el ingreso. Mi sorpresa fue mayúscula, al reconocer en el
hombre-perro a un estudiante de Químicas, a quien yo tenía por sujeto de
familia adinerada e ideas de derechas. En mi opinión, también él se sobresaltó
un tanto al reconocerme, aunque lo hiciera a su modo, a saber, arrufando y
mostrando los dientes. El médico a quien yo acompañaba, se volvió hacia mí y
dijo con suficiencia:
-
Es
un caso claro de cinantropía, ya sabes, una monomanía, calificada de delirio
melancólico por los antiguos clínicos, que consiste en creerse perro y actuar
como tal. No es el primer caso que me he encontrado…
Estuve en un tris
de manifestarle mi perplejidad ante aquel episodio de locura, producido de
forma tan brusca en un sujeto lo suficientemente normal, como para estar
estudiando en la Universidad. Mas, comoquiera que no lo conocía bastante como
para despacharle marchamo de cordura, en contra de la evidencia y del
diagnóstico de un experto, me propuse actuar con prudencia. De modo que me
limité a preguntar:
-
¿A
qué sección piensa derivarlo?
-
Los
perros tienen comportamientos muy diversos -contestó-. Lo tendremos en
observación durante unos días.
Con unos mil
setecientos internos que teníamos entonces, entre hombres y mujeres, no es de
extrañar que perdiese de vista a Gervasi el ladrador durante unas semanas. Me
lo recordó el ilustre galeno especialista en cinantropía, una tarde que yo descansaba
en el patio central del Sanatorio, después de comer:
-
¿Te
acuerdas del tipo que se creía un perro, al que ingresamos hace dos meses?
-
Sí,
desde luego: casi me muerde. No lo he vuelto a ver.
-
Pues,
si lo vieses, no lo ibas a reconocer -agregó, pavoneándose-. He logrado con él
una mejoría asombrosa.
-
Cuente,
cuente. Estoy aquí para aprender.
El doctor Glorioso
-omitiré su verdadero apellido, por motivos obvios- me contó que, tras
denodados esfuerzos por conseguir que Gervasi comiese a la mesa, orinase en el
inodoro y anduviese a dos patas, el hombre-perro había recobrado casi todos los
hábitos de un ciudadano respetable. Tan solo se le había resistido en lo
tocante al habla, que seguía siendo reemplazada por aúllos y ladridos. Todo iba
estupendamente, pero…
-
Se
tuvo que meter por medio el doctor Mira[2],
a quien le habían comentado el caso. Fue a ver al paciente y ¿sabes con qué me
salió? … Pues con que una mejoría tan rápida era más propia de una dolencia fingida,
que no de una terapia acertada. Fíjate, pura envidia.
-
¿Quién
sabe?, dije yo, desde el fondo de mi subconsciente.
-
¿Cómo
que quien sabe? El hecho es que, desde que Mira examinó a mi hombre-perro, este empezó a mudar de costumbres y darle por los
árboles.
-
¿Por
los árboles? ¿Qué hace con ellos?
-
Entérate
por ti mismo.
Glorioso se
levantó del banco, me tomó del brazo y me condujo hasta el espléndido jardín
que bordeaba el conjunto del Manicomio, del lado del río. A la orilla del lago[3],
un individuo se abrazaba estrechamente a un olmo majestuoso. Era Gervasi.
***
Mientras nos acercábamos, el médico me explicó:
-
Fue
dejar los hábitos de perro y darle por la dendrofilia. Siempre la misma pauta:
Por la mañana, se agarra a un tilo de la Avenida del Parque; por las tardes, se
pasa -como ves- a un olmo de junto al Lago; finalmente, por las noches, abraza
una palmera de la Cueva Cascada[4].
Así, todos los días.
-
¿Y
no deja los árboles en ningún momento?, pregunté.
-
Nunca.
Hemos tenido que optar por traerle de comer al parque y dejarle un perico para
que haga en él sus necesidades.
-
Pues
en cuanto se meta el otoño -concluí-, las va a pasar canutas… Habría que pensar
algo.
Llegamos hasta él
y me pareció notar que exageraba la estrechez del abrazo al olmo, desviando la
mirada de nosotros. Tuve la intuición de que le desagradaba mi proximidad y
decidí desentenderme en delante de Gervasi y su probable superchería. A fin de
cuentas -me dije- tendrá sus razones. Con el crimen y la guerra en derredor, el
Sanatorio se había convertido en un refugio casi olvidado del exterior. Yo
mismo disfrutaba de su seguridad: ¿Con qué derecho, pues, iba a descalificar a
otros tales?
Pasaron varias
semanas y los fríos y lluvias otoñales hicieron su aparición. El mal tiempo me
traía el recuerdo de aquel estudiante de Químicas quien, como mucho, podría
guarecerse en la Gruta de Lourdes[5]
cuando las sombras de la noche dejasen desierto el parque. Pero no hice por
verlo, ni pregunté por él a nadie. Con todo, a mediados de diciembre, me tocaba
de guardia en el comedor y me lo encontré.
Estaba en la fila
de los que entraban, llevando penosamente entre sus brazos un tronco como de
metro y medio de largo y un grosor similar al del báculo de la farola de Canaletes[6]. Estaba parcialmente descortezado y
ambos extremos presentaban la perfecta regularidad de lo cortado a sierra.
Llegó a su plaza, posó a su lado el madero y comió tranquilamente, acariciando
a cada poco su complemento. Acabado el almuerzo, tornó a coger el pesado
cilindro, salió trabajosamente y lo perdí de vista.
-
Y
ese tipo, ¿qué diablos hace?, pregunté a uno de los enfermeros presentes.
-
¡Huy,
no lo suelta ni para dormir! Pero, gracias a ese embeleco, consiguió el doctor
Glorioso que diese de lado los árboles del parque.
El bueno de
Glorioso hacía unos días que había tenido que dejarnos, reclutado forzosamente
por la Sanidad militar. Yo mismo me encontraba en la cuerda floja, pues mi
valedor, el doctor Rodríguez Arias, había abandonado la dirección del Hospital
de Hombres, harto de las injerencias del Comité
de Control[7] y
del continuado saqueo de bienes del establecimiento, llevado a cabo por los
milicianos con el mayor descaro. El caso es que decidí ser yo quien, de una vez
por todas, resolviese el caso de la presunta impostura de Gervasi. De día
resultaba punto menos que imposible sorprenderlo; de modo que lo intentaría de
noche, cuando estuviese más desprevenido: No era probable que mantuviese
entonces el fraude, habida cuenta de la estrechez del camastro. Esperé a mi
primera vigilancia nocturna en el pabellón del dendrófilo, que resultó ser en la víspera de Reyes.
A eso de las tres
de la mañana, me acerqué con todo sigilo a la cama de Gervasi y, con íntima
satisfacción, constaté que este dormía como un tronco, pero sin tener este a su
lado. Por si acaso se hubiese caído involuntariamente, busqué el leño por ambos
lados del lecho. No había duda: estaba cuidadosamente escondido debajo de la
cama.
Estuve tentado de
llevármelo como trofeo, pero me contuve. Decisión afortunada pues, cuando ya me
retiraba, uno de los orates me interpeló:
-
¿Eres
el rey Melchor?
-
No,
soy Gaspar, y duérmete inmediatamente o no te traeré ningún regalo.
El pobre se echó inmediatamente y se tapó la cabeza con la manta.
No sé lo que diría a la mañana siguiente cuando encontrara a los pies de la
cama un paquete de cigarrillos mediado. En enero de 1937, las alforjas de
Gaspar llevaban muy poca cosa.
***
Andando el tiempo,
el bueno de Gervasi empezó a sentirse más seguro, hasta extremos de
desfachatez. Lo digo por el incidente que, a causa de él, tuve con un miliciano
de la F.A.I.[8] que,
creyéndome médico, me recriminó con muy malos modos:
-
A
ver si controláis mejor a los enfermos, que un día va a haber una desgracia.
-
Tú
dirás, compañero.
-
Hay
uno que muchos días se acerca al puesto de control y empieza a provocarnos,
gritando “viva el Rey” y “viva Franco”. La mayoría ya lo conocemos y sabemos
que está loco, pero, si da con uno que no lo conozca, le puede pegar un tiro.
Indagué y, con
gran sorpresa, me enteré de que se trataba de Gervasi. Se ve que quería hacer
méritos para que lo considerasen loco de
atar. Se le llamó la atención, pero él siguió erre que erre. En prevención
de algo irremediable, fui a ver al jefecillo de milicias:
-
Lo
siento, no hay forma: es más terco que una mula. Yo creo que deberíais ser
tolerantes con él y correr la voz de que es como si fuera una película de
Charlot.
-
¿Y
por qué vamos a tener que aguantarlo todos los putos días?, gruñó el anarquista
quien, al parecer, no lo era tanto.
Improvisé:
-
El
pobre hombre estaba tan cuerdo como tú y como yo, hasta el 19 de julio[9],
pero en la Plaza de España le mataron a la novia y ya ves…
El miliciano se
puso muy serio y recogió velas:
-
Descuida,
doctor. Yo me encargo de que nadie lo toque.
Así fue. Gervasi
fue de los muy pocos que pudieron decir en aquel entonces lo que les vino en
gana, sin tener que pagar por ello.
***
La requisa del Manicomio y la expulsión de
los religiosos hospitalarios que trabajaban en él como enfermeros o personal
subalterno[10] fueron
el golpe de gracia a la rígida separación de los enfermos por sexos, como
también, y sobre todo, a la homogeneidad de género con sus cuidadores. Digo
esto, para dotar de sentido a los funestos episodios que salpicaron los últimos
tiempos de la estancia de Gervasi en San Baudilio, coincidentes con el último
periodo de la Guerra Civil en la zona.
Habían pasado
veinte meses de contienda, o séase, iniciábamos la primavera de 1938. Dicen que
esa estación la sangre altera y es propicia para enamorarse. Lo cierto es que,
de buenas a primeras, me abordó una enfermera que prestaba sus servicios en el
consultorio y a quien yo apenas conocía de vista, por haberse incorporado
recientemente a nuestro Hospital.
-
Perdone
que le moleste -me dijo-, pero Gervasi Salom[11]
me ha dicho que usted podría darme razón de él y, claro, yo estoy muy
interesada.
-
Malamente
voy a poder cumplir tal cometido, respondí, pues mi relación con él seguramente
es menor que la suya. No obstante, si quiere explicarse…
La chica, bastante
joven y de agradable presencia, me contó una historia tan vieja como el mundo,
aunque infrecuente en un lugar como aquel. Resultaba que, de tanto pasear
esforzadamente con el famoso madero, mi conocido había contraído una lumbalgia
crónica, que le obligaba a visitar con frecuencia el hospitalillo, para recibir
algún tratamiento. Del roce había surgido entre ellos cierta amistad y, de ahí,
el impulsivo dendrófilo había pasado a hacerle la corte a la buena de la
enfermera, a la que llamaré Gracia, por las que tenía, aun sin sobrarle. Y,
claro…
-
Comprenderá
usted -prosiguió- que, aunque se trate de una monomanía no muy peligrosa,
difícilmente podía prestar mi afectuosa atención a quien no se hallase en su
sano juicio y, a mayores, ingorándolo todo sobre él. Pero Gervasi, dale que
dale, no se daba por vencido. En nuestros paseos por lo más hondo el parque,
llegaba hasta dejar a un lado su cruz,
diciéndome que mi sola presencia calmaba su enfermedad y que no dudaba que, de
acceder yo a sus requerimientos, si nos casábamos, iba a curarse del todo.
-
No
lo pongo en duda -repuse con malicia-. El amor todo lo puede.
-
Ejem,
sí, sí, claro, pero una, aunque todavía joven, ya ha tenido sus chascos. En
fin, viendo que no iba a conseguir doblegar mi voluntad, hace unos quince días
me hizo una confesión asombrosa: que su enfermedad es fingida y que, tan pronto
acabe la guerra, saldrá de aquí como una rosa, dispuesto a terminar su carrera
y a disfrutar del tren de vida que le permite su pertenencia a una familia de
postín.
-
Tiene
usted razón, es una confidencia asombrosa -mentí-. Con todo, por si sí o por si
no, yo no se la revelaría a nadie, no fuese a quedar en ridículo.
-
¡Hombre,
claro!, por eso y porque no sé lo que le harían al pobre si se enteran los
energúmenos del Comité. Pero, a lo que íbamos, ¿es verdad o no lo es eso de que
estaba completamente sano antes de la guerra y de que su familia es de
posibles?
-
Mujer,
ya le he dicho que yo solo lo conozco de vista, por nuestra común condición de
estudiantes universitarios. En cuanto al dinero de sus padres, a saber qué
habrá sido de ellos y de su patrimonio, después de dos años de conflicto.
Gracia me seguía
mirando, entre la tristeza y la expectación. Uno tiene madera de sanador; y
así, procuré darle ánimos, sin invadir el terreno de lo mendaz:
-
De
todos modos, una cosa está clara: Si Gervasi se ha tomado la tremenda molestia
de pasarse aquí tantos meses, encerrado entre miserias y haciendo el mono, bien podría ser para eludir la responsabilidad
por ser rico y de derechas. Así que es probable que su familia…
-
Pero,
¿y si en efecto está loco y lo han traído aquí con su cuenta y razón?
No sabía cómo
quitármela de encima. Tal vez si repitiera por sí misma mi investigación de la
noche de Reyes…
-
Mire,
Gracia, vaya una noche a verlo y saque sus propias conclusiones.
Debió de
entenderme mal, porque enrojeció y se marchó farfullando:
-
¡Qué
grosero, qué grosero!
***
Llegó el verano y,
pese a mi curiosidad, seguía sin atreverme a abordar a Gracia o a Gervasi para
preguntar cómo iban sus relaciones. Había estado a punto de meterme en terreno
peligroso y lo mejor era alejarse de una ficción que, de saberse que la
conocía, podía dar con mis huesos en el frente. Hube de encontrarme a la
enfermera cara a cara en la clínica -donde yo había ido a curarme de un
puñetazo que me atizó uno de los agitados-
para percatarme de que la joven era una sombra de la que había charlado conmigo
unos meses antes. Le pregunté qué le pasaba y, cosa extraña, me respondió:
-
La
cosa es larga de contar y no es momento para ello. Acabo turno a las tres. Por
si le interesa, le esperaré a la puerta de la capilla.
Ni que decir tiene que acudí y la esperé
durante un rato. Apareció, al fin, se disculpó por la tardanza y, sin más, se dejó
caer en los escalones del acceso y me dijo con voz apagada:
-
Le
voy a contar todo esto, no porque necesite sincerarme con nadie ni, menos aún,
por saciar su curiosidad, sino en provecho de Gervasi, quien, pese a su
desapego, sigue considerándolo el único amigo
que tiene aquí dentro.
Por supuesto,
aquello era una inadmisible hipérbole. No obstante nada le repliqué. Ella
prosiguió:
-
No
sabe el calvario que hemos pasado todos estos meses. Pese a que su confesión
fue espontánea y que yo acabé por compartir sus sentimientos, pronto empezó a
sospechar que podría delatarlo, de propio intento o por imprudencia.
Constantemente me requería para que le jurase fidelidad y sigilo. Yo le hacía
toda clase de protestas en tal sentido, pero era evidente que le embargaba la
desconfianza. Estaba permanentemente angustiado, hasta el punto de que ya nunca
se apartaba del madero, por más que estuviéramos solos. Tengo el convencimiento
de que estaba arrepentido de su anterior sinceridad, pensando que nada del
mundo -y menos, mi pobre persona- merecían poner en peligro su vida, como él
constantemente me aseguraba.
-
No
le contaría usted ese aspecto de nuestra anterior conversación.
-
¡Desde
luego que no! Si supiese que también usted lo sospecha, no sé lo que llegaría a
hacer. Claro que…
Se quedó mirando
al infinito y dejó pasar unos momentos antes de proseguir:
-
Dirá
que a qué viene meterlo a usted en todo esto. Bien, la verdad es que estoy con
un pie en la sepultura.
-
¿Pero
qué me dice, mujer? ¿Qué es lo que le pasa?
-
Lo
que a tantos otros. Me he cogido unas fiebres tifoideas, que me están tratando
tarde, mal y nunca. Ya ve, en casa del herrero…
-
Pues
cuídese. Y dese de baja. Este maldito Manicomio se ha convertido en un antro de
todas las carencias y enfermedades[12].
La enfermera hizo
un gesto dubitativo. Concluyó:
-
Por
eso le he contado todo esto. Si yo falto, eche una mano a Gervasi. Ya le he
dicho que él lo considera un amigo.
Gracia falleció a
la semana siguiente. Recuerdo que, por aquellos días, empezaba la Batalla del
Ebro[13].
***
Tras el final de
la guerra[14],
Gervasi -como tantos otros- se marchó del Manicomio por las buenas,
aprovechando el desorden consiguiente. Yo esperé el mínimo indispensable para
que los vencedores se hiciesen con el pleno control efectivo de Barcelona y
pudiese obtener una documentación políticamente aceptable. Quiero decir que no
volvimos a vernos hasta bien entrado el curso siguiente, cuando nuestras
respectivas Facultades trataban de cumplir su función docente, entre los
destrozos y expolios bélicos y los cursos
acelerados, para que los ex combatientes -en especial, los franquistas-
recuperaran el tiempo perdido[15].
Para mi sorpresa, el loco fingido se me vino encima y me estrechó efusivamente
entre los brazos, sin parar de clamar “¡qué alegría, qué alegría!”. No tuve más
remedio que aceptar su invitación a tomar un café y charlar. La verdad es que
lo hacía como una cotorra y no se me hace fácil resumir lo mucho que me contó
aquella tarde. Me limitaré a lo que tenga directamente que ver con la historia
que les estoy narrando.
-
En
efecto, Didac -me dijo-, todo fueron invenciones mías para tratar de salvar el
pellejo pues, con mis antecedentes, no tengo duda de que me habrían paseado a la primera de cambio. Pero no
creas que me ha salido gratis, que las pasé de a quilo, hasta el punto de que
muchas veces estuve tentado de contárselo todo a los médicos y fiarme a su
benevolencia. Estoy seguro de que por ellos no habría quedado, pero -claro-
estaban aquellos criminales del Comité: el enemigo en casa, como suele decirse.
-
Sí,
todo eso ya lo sé -lo interrumpí-. No olvides que yo también estaba allí y por
razones algo parecidas. Lo que me falta por conocer son tus últimos meses.
Supongo que serían los peores, con dos años a la espalda y la muerte de aquella
enfermera… ¿Cómo se llamaba?
-
Gracia.
En efecto, fue espantoso: enamorarse de una chica, mi único refugio y
esperanza, y verla morir estúpidamente en plena juventud… Agarré una depresión
de campeonato, profunda, como dicen
los psiquiatras. No creas, que todavía la arrastro. De pronto, no tengo ganas
de nada, no soy capaz de estudiar; me meto en la cama en pleno día y no puedo
dormir de noche; la angustia me oprime el pecho y me echo a llorar como un
niño.
-
Bueno,
hombre. Con el apoyo de la familia y la ayuda de un buen médico, seguro que te
recuperas. Paciencia y esperanza. Ahora, más que nunca, abundan las chicas, las
buenas chicas.
Gervasi había pasado,
de la precedente euforia, a emanar tristeza. Se encogió de hombros y convino:
-
Sí,
tienes razón: tiempo al tiempo y dejarse querer. Si hemos salido de todo esto
con vida, no es cosa ahora de desperdiciarla. Pero, no creas, de tanto hacerme
el loco, he estado a punto de enloquecer.
Abrevié la
despedida, pretextando tener prisa por llegar a una entrevista de trabajo. Yo tengo que laborar para pagarme los
estudios, agregué.
***
Hasta aquí, la
historia de Gervasi. Pero, por si algunos de ustedes quieren saber el final,
les diré que acaba bien. Superó aquella depresión aguda y contó sus cuitas
samboyanas a un distinguido escritor, cosa que los expertos consideran siempre
positiva desde el punto de vista médico. Claro que, siendo así, no sé por qué me
he molestado yo en repetirlas, en lugar de remitirles a quien ya lo ha hecho
con más brevedad y mejor estilo…
Tal vez sea
porque, en el fondo, lo que he querido contarles haya sido parte de mi propia
historia.
[1] Para El
loco fingido, Fernando Díaz-Plaja, La
vida cotidiana en la España de la Guerra Civil, Madrid, 1994.
[2] Los doctores Belarmino Rodríguez Arias
(1895-1997) y Emilio Mira López (1896-1964) eran en 1936, respectivamente,
directores de los Manicomios (antes Departamentos) de Hombres y de Mujeres de
San Baudilio de Llobregat. Ambos fueron psiquiatras muy distinguidos y, en lo
que respecta al doctor Mira, alcanzó fama mundial.
[3]
Debo aclarar que, en bien de la integridad de los enfermos, la espléndida
lámina de agua tenía una profundidad de unos veinticinco centímetros solamente.
[4] Se trata de diversos parajes del hermoso Jardín oculto del Manicomio de San
Baudilio, actualmente abierto al público, lo que ha permitido -entre otras
cosas- apreciar estructuras en el mismo que parecen de la mano de Antoni Gaudí
(1852-1926).
[5] Esa fue su primitiva dedicación cuando, hacia
1912, los Hermanos de San Juan de Dios eran propietarios de las instalaciones
hospitalarias. Los hermanos y hermanas de la Orden Hospitalaria fueron
expropiados y expulsados al comenzar la Guerra Civil (julio de 1936), momento
en que es de suponer que a la gruta no le quedase de Lourdes más que el recuerdo
del nombre.
[6] El texto hace referencia a la farola que
corona la famosa Fuente de Canaletas, al principio de las Ramblas barcelonesas.
Para mejor comprensión, se inserta una fotografía del citado báculo (Nota del
Editor).
[7] El doctor Rodríguez Arias definió el citado Comité como un conglomerado de sirvientes -psicópatas
los más-. El citado Doctor proseguía: El
día 30 de noviembre de 1936 abdiqué
de mis funciones. Recojo las citas del blog de
Joan Vendrell y Campmany, verdadera mina de oro para la historia del manicomio
de San Baudilio de Llobregat.
[8] Siglas de la Federación Anarquista Ibérica.
En aquella época, San Baudilio de Llobregat era un feudo del anarquismo.
[9] Alusión a los violentos combates del 19 de
julio de 1936, en que se enfrentaron en Barcelona partidarios del alzamiento
militar y defensores del Gobierno de la República, prevaleciendo al día
siguiente estos últimos.
[10] En
total, más de cien personas, con amplia mayoría de las religiosas sobre sus
homólogos masculinos.
[11] Nombre y apellido son del todo inventados.
[12] Por unas u otras razones, las fiebres
tifoideas fueron frecuentes en la Barcelona de la Guerra, continuando la estela
de graves epidemias anteriores, la última de las cuales se produjo en 1914.
Aunque la incidencia fue enmascarada por razones políticas, la mortalidad se
calcula alcanzó el 33,3 por cien mil habitantes (la población de la Ciudad
Condal estaba en el entorno del millón de habitantes).
[13] Dicha batalla se inició el 25 de julio de
1938.
[14] Esta zona de Cataluña fue ocupada por el
bando vencedor en los días 25/26 de enero de 1939.
[15] Para interesados por el tema, Francisco
Gracia i Josep María Fullola, La nit! La
Universitat de Barcelona entre els anys 1939 y 1954, en www.academia.edu (Universitat de Barcelona)
-Nota del Editor-.
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