Historias de vida o
muerte (III). La difícil fuga del marqués
Por Federico Bello
Landrove
Siempre me ha gustado hacer una
crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas
anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad,
dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría
literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi
servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de
página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].
No trato de
explicar los motivos que pudieron llevar a un marquesito de 22 años a las puertas de su ejecución, en el Madrid
del otoño de 1936, ni tampoco seguirle en su calvario de detenciones e
interrogatorios, hasta que personas al servicio del Reino Unido lo refugiaron
en la Embajada británica[2].
Nuestra historia comienza cuando el joven Marqués de P., ataviado con un
modesto mono proletario, entra al anochecer en la estación de Atocha, dispuesto
a tomar el expreso nocturno para Alicante. En su poder, documentos falsos que
lo acreditan como delegado de la F.U.E.3 , y un billete para el
citado tren. Con gran alivio, pasa sin ninguna dificultad el control policiaco
para acceder a andenes y busca una plaza libre en los vagones. La encuentra en
el inmediatamente posterior al coche-cama. Deposita su mínimo equipaje como
prueba de posesión del asiento y, comprobando que todavía falta una hora para
la salida, se baja y empieza a pasear arriba y abajo por el andén, esperando la
llegada de otros dos compañeros de viaje, que han de ir llegando por separado.
No es fácil ni grato el paseo, entorpecido por la afluencia de otros viajeros,
principalmente milicianos, soldados y heridos de guerra.
Pasan los minutos
y sus colegas de fuga no llegan. Quien lo hace es una señora de bastante edad y
baja estatura, que se abre paso penosamente entre el gentío y exclama
-afortunadamente, en inglés-:
-
¡Mi
querido niño!
Se trataba de la vieja niñera irlandesa del
marqués que, sabedora por algún medio de la marcha de su pequeño -aunque no de las peligrosas circunstancias de la misma-,
venía a despedirlo a la estación, trayéndole dos cartones de cigarrillos y una
botella de güisqui para el viaje.
El marqués -a
quien llamaremos Ignacio- se lanzó hacía la señora, abrazándola como en aquel
lugar era razonable, y entre susurros le puso al corriente del peligro que acechaba,
si alguien ponía los ojos en él y lo reconocía. La pobre mujer, sin soltar
siquiera el espléndido obsequio, dio media vuelta y se perdió entre la
multitud. Nadie pareció darse cuenta del incidente.
A su debido
tiempo, apareció Enrique, el segundo de los auxiliados por la Embajada para
escapar de Madrid. En cuanto al tercero, parece ser que su documentación
despertó sospechas a los agentes del orden, ante lo que optó por retirarse del
puesto de control a toda prisa y refugiarse en la legación acogedora más
próxima.
Llegada la hora de
salida, el tren se puso en marcha y, sin incidentes dignos de contarse, condujo
a los viajeros hacia su destino. Enrique e Ignacio, próximos pero no
inmediatos, pasaron la noche cada vez más plácidamente, dentro de la
incomodidad inevitable en un tren completo. La tranquilidad llama a la
confianza y, llegada la madrugada y no lejos ya de la capital alicantina, el
marqués salió al pasillo del vagón para desentumecerse y contemplar el paisaje,
para él desconocido. Fue entonces cuando el destino volvió a llamar a su puerta.
***
Con el rabillo del
ojo, nuestro marqués se percató de que avanzaba hacia él, pasillo adelante, un
individuo joven y grueso, con la insólita característica, para aquel lugar y
época, de ir vestido con traje y corbata. Para su desdicha, el sujeto llevaba
bajo la solapa una insignia de policía, que exhibió apenas llegó a su altura,
deteniéndose:
-
Usted
es el hijo de la ex Duquesa de M., ¿no es así?
El interpelado lo
miró de hito en hito. Aquel policía tenía una cara conocida para él, aunque al
pronto no lo identificó. Bien fuese por eso, bien porque estuviese harto de
fingir con escaso éxito, Ignacio asintió.
-
Queda
usted detenido, replicó el agente.
En cada uno de los
vagones del tren había un miliciano armado, de guardia. El policía llamó al del
coche donde se encontraban, se identificó y le ordenó la vigilancia del
marqués, hasta que el convoy llegase a Alicante. Mientras el guardia se alejaba
para seguir la ronda, su presa dio al fin con su identidad o, al menos, con su
razón de conocimiento: Había sido dependiente de la librería donde él compraba
por costumbre los libros de texto. ¡Para que luego digan que quien no lee, no
vive plenamente!
Ignacio apreció en su custodio más curiosidad
que malevolencia, tal vez, porque el policía no le había informado de quién se
trataba, ni de los motivos de la detención. Pretendiendo un imposible, trató de
indisponerlo con el antiguo librero:
-
Ya
ha sido mala suerte encontrar a ese tipejo en el tren. Has de saber que se
trata de un emboscado y hasta puede que un quintacolumnista, que me tiene
enfilado porque lo denuncié hace años por venderme unos libros a casi el doble
de su precio.
El miliciano pareció
interesarse en el relato, de modo que el marqués siguió cargando las tintas:
-
Yo
he estudiado siempre con muchos apuros económicos, trabajando para completar la
poca ayuda que podían prestarme mis padres. Y, como soy de la F.U.E.
-precisamente voy ahora a Alicante para un congreso-, no me callé la estafa y
lo denuncié al dueño de la librería. Debieron de echarle y por eso, vete a
saber cómo, se ha metido a policía y ahora quiere vengarse de mí…
Estuvo a punto de
pedirle que hiciese la vista gorda y le dejase escapar pero, por fortuna, tuvo
una idea mejor, aunque igualmente descabellada.
-
Con
este nerviosismo y el miedo que ese sujeto me ha metido en el cuerpo, no tengo
más remedio que ir al retrete. ¿Me das permiso?
El miliciano
agarró con más fuerza la correa de su fusil y pareció recelar. Ignacio dio por
hecho que contaba con su autorización, le dio las gracias con una sonrisa y se
dirigió a paso vivo hacia el wáter, haciendo ya ademán de desabotonarse el
mono. Su vigilante lo siguió unos pasos y luego se detuvo. El chico parecía de
fiar y ya había llegado al servicio, cerrando la puerta con un sonoro golpe de
pestillo. Esperó.
De repente, volvió
a abrirse la puerta e Ignacio, de un salto, pasó a la plataforma y se plantó en
el vagón inmediato que, por aquel lado, era el coche cama. Se interpuso el
empleado uniformado de la Compañía, al que apartó de un empellón. Ya se
disponía a seguir corriendo hasta acabarse el tren, cuando se produjo el
milagro. En el pasillo se encontraba el embajador de Argentina, llamado La Pimpinela Escarlata de Madrid, por
las facilidades y triquiñuelas que usaba para esconder y ayudar a escapar a los
perseguidos por motivos políticos. El marqués lo conocía de vista, por lo que
se identificó y le manifestó el gran peligro que corría. El embajador lo metió
en su compartimento y cerró la puerta. Estuvieron cara a cara durante unos
momentos. Luego, el diplomático le dijo:
-
Voy
a salir a ver cómo están las cosas ahí fuera, para procurar la mejor forma de
ayudarte.
Ignacio obedeció
de mala gana, pero no tenía otro remedio que fiar en la buena fe y la
inteligencia de su protector. En esto que, todavía a un trecho de la estación
alicantina, el convoy aminoró sustancialmente la marcha. Era debido a una riada
humana que, en manifestación entusiasta, había salido a recibir y dar la
bienvenida a los heridos de guerra que viajaban en el tren, para acogerse a los
hospitales de la capital levantina. El joven no dudó en aprovechar la ocasión,
pese a los riesgos que corría.
Bajó a tope la
ventanilla del departamento, haciendo ademanes de saludo y, como quien no puede
aguantar más su júbilo, saltó desde aquella a tierra o, por mejor decir, a los
brazos de quienes lo estrechaban como a un hermano lacerado.
Y así, camuflado
con el mono azul mahón, simulando cojera, confundido entre la multitud, llegó a
la estación, salió de ella sin contratiempo y se perdió en la ciudad.
***
Por aquellos días,
el Gobierno republicano español todavía dejaba que los barcos de pabellón alemán
o italiano atracaran en sus puertos y metieran las narices en la guerra que los
azotaba. Esa era la esperanza del marqués, según las indicaciones que de la
Embajada británica había recibido:
-
Los
oficiales italianos y alemanes suelen parar en el Hotel N. Acudan ustedes allí
y traten de que los ayuden a salir de España.
Ignacio y Enrique,
ahora ya juntos, se encaminaron al hotel indicado, tan pronto abandonaron la
estación y pudieron reencontrarse. Es curioso que, pese a la viva inquietud de
estar siendo buscado por la Policía, el marqués tuviese tiempo de fijarse en
detalles como estos, concernientes al establecimiento hotelero:
Desde el vestíbulo, divisamos un salón
grande. Viniendo del sórdido Madrid de aquellos días, las macetas con palmeras
enanas, las mesas de mimbre con inmaculados manteles blancos y los camareros
con chaquetilla del mismo color, nos parecieron increíblemente limpios y
elegantes. Justo en el otro extremo de la sala, se hallaban sentados cinco
oficiales de la marina italiana; algo más cerca, alrededor de una mesa, había
un grupo de oficiales alemanes…
Puestos a elegir
entre unos y otros, los fugitivos optaron por los italianos, por similitud
idiomática y, en particular, porque el padre de Enrique ejercía a la sazón las
funciones de cónsul general de los nacionales
en Génova. Por esa razón, Ignacio empujó materialmente a su amigo hacia el
grupo de transalpinos, quedándose por si acaso alejado. Los marinos prestaron
atención a lo que les decía el joven, casi susurrando. Al momento, uno de ellos
se separó del grupo en unión de Enrique y salieron del salón, haciendo ademán a
Ignacio de que los siguiera. Afuera, un grupo de milicianos se fijó en el
uniforme del oficial, con cara torva.
Para sorpresa de
los dos amigos, su mentor no los llevó camino del puerto, donde permanecía
surto su destructor, sino a una tienda próxima, llamada Casa Rossi, cuyo
encargado aceptó sin rechistar el encargo del oficial y escondió a los jóvenes
en la trastienda, mientras aquel iba a exponer el caso a sus superiores, para
recibir de los mismos las oportunas indicaciones.
No tardó mucho en
regresar el marino. Dejando para el final lo más importante, les expuso
lacónica y tajantemente el procedimiento a seguir:
-
De
ahora en adelante, olvidarán por completo su verdadera identidad. Se
convertirán en dos marineros italianos que han desertado, o mejor, que no han
regresado a su barco cuando debían. De hoy para mañana vamos a prepararles unos
documentos personales y, mañana temprano, vendrá una escolta para llevarlos por
la fuerza… y cuando digo por la fuerza, no exagero.
Finalmente afirmó
lo que Ignacio y Enrique estaban deseando y que les pareció increíble, de tanto
anhelarlo:
-
Eso
es lo que haremos para sacarlos de aquí.
***
Pasaron la noche
en la propia trastienda, en sendas yacijas que les preparó el señor Rossi; para
ellos, lechos de pluma, habida cuenta del cansancio y las rosadas esperanzas.
Tan es así, que hubo de despertarlos al amanecer la brusca llegada de un
fornido suboficial, con la documentación prometida y un gesto adusto, que
pronto se concretó en una serie de bofetadas y puñetazos en el estómago, que
los hispanos encajaron con el mejor espíritu.
A la puerta, para
pánico de Ignacio, esperaba un coche de la Policía española, alertada
previamente por los italianos sobre la recogida forzosa de los dos desertores. En el interior, esperaban el
conductor y otro compañero que, al ver las inequívocas huellas de los golpes
del sargento, comentaron en voz baja:
-
Tampoco
es para tratarlos así. Estos fascistas… Me dan ganas de dejarlos escapar.
Al oírlo, el
marqués -ahora marinero Parodi- y su amigo casi se desmayan. Afortunadamente la
ley primó sobre la humanidad y el vehículo, sin detenerse, cruzó toda la ciudad
y no paró hasta un embarcadero, al final del puerto, en que ya se encontraba
amarrada una lancha de bandera italiana con dos marineros a bordo, armados con
machetes. El sargento saludó a los policías españoles y balbuceó una frase de
agradecimiento. Los agentes se alejaron, echando una mirada de conmiseración a
aquellos dos pobres maltratados.
Todavía hubieron
de pasar el control de unos carabineros republicanos, que comprobaron
rutinariamente la documentación de los detenidos y autorizaron su embarque. La
lancha zarpó rumbo al destructor y -de esas cosas que tiene el destino- la
última imagen que guardó Ignacio de tierra española fue la de aquellos
carabineros, acodados en la barandilla del embarcadero, mirando con cara de
aburrimiento cómo se alejaban. Él mismo cuenta que, para hacerles salir de su
hastío, estuvo a punto de gritar un “¡Arriba España!”, que les revelase el
engaño. No obstante, triunfó la prudencia sobre la provocación, pues concluye: Pero en seguida me lo pensé mejor.
***
Para los lectores
que gustan de los finales cerrados, diré que Álvaro y Enrique llegaron sin más
dificultades a La Spezia. El marqués debía de estar hecho de madera muy dura,
pues se alistó en la Legión y aún tuvo tiempo y ganas de luchar en su guerra durante un año, con el grado
de alférez provisional. Falleció de muerte natural en el año 2001, a los
ochenta y siete de su edad.
[1] En La difícil fuga del marqués,
Roland Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo
a otros. Historia oral de la Guerra Civil española, Barcelona, 1979.
2 Si tienen interés por estos
pródromos del relato, así como por la identidad real de su protagonista, les
remito al libro de Roland Fraser citado en la nota anterior, páginas 260/264 de
la edición de 2016.
3 Siglas de la Federación
Universitaria Escolar, organización estudiantil de carácter izquierdista.
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