El reencuentro
Por Federico Bello
Landrove
Este cuento, que mezcla realidad y fantasía sobre el tema del suicidio,
tiene su fundamento y sentido en un suceso de la vida real.
Juraría que
llevaba puestos los calcetines altos del uniforme colegial y, sin embargo,
siente un frío glacial que le sube por las piernas, hasta las rodillas. No es
posible que haya incurrido en un olvido tan absurdo, ni la tata habría dejado de percatarse, a pesar de todo el desbarajuste
en que ha caído la casa. Su abuela Concha la coge de la mano y la ayuda con
suavidad a pasar el resalte del portón de la iglesia. Es verano -seguro que sí,
porque fue cuando murió mamá- y sin embargo va con el abrigo azul marino que un
día tiró en el vestíbulo de la casa de Pontevedra, como grito de ruptura y
libertad. El pasillo del templo se le hace interminable; bancos semivacíos a
ambos lados, en insólita penumbra, dado que le funeral fue a mediodía y el sol -lo
recuerda bien- perlaba de sudor su frente y humedecía sus cabellos trigueños,
bajo el tupido velo preconciliar.
Alguien parece
acercársele, pero cierra los ojos entreabiertos, para concentrarse en las
palabras del predicador, desde el púlpito. No es el párroco, que dice la misa
de las nueve y media los domingos, cuando acude con papá, siempre al mismo
sitio, ese que ella escogió tras leer en un devocionario aquella anécdota
piadosa de la madre que iba al mercado con su hijo pequeño:
-
Niño
mío, si alguna vez te sueltas de mi mano y no me ves, espérame en el rincón del
fondo, a la derecha.
Y el crío,
despidiéndose de su madre, tras fulminante enfermedad:
-
Mamá,
no llores, que no he de perderme. Te esperaré en el rincón del fondo, a la
derecha del Cielo.
¡Qué ridículo,
cuán simplón le resulta ahora el relato! ¿Dónde va a encontrarse ella con su
madre? Incluso su padre parece aborrecer aquel lugar tan alejado del altar y tan propicio para cogerse un catarro.
Más de una vez la ha invitado, infructuosamente, a cambiarlo por otro próximo
al banco centrado donde, como siempre, ha creído reconocer a Salvadora, esa
señora viuda que le pregunta a papá por su
esposa, a la salida de la iglesia, solo que esta vez no va acompañada de
sus dos hijos.
Alguien ha entrado
en la habitación; es un hombre, a juzgar por el timbre de su voz. Como por
ensalmo, repite la cantilena del sacerdote de la homilía, canónigo amigo de su
padre, que con tal motivo se empeñó en ser oficiante principal, y hasta pontífice, a juzgar por el símil, que en
aquel entonces le había pasado inadvertido:
-
…
¿Quién nos dice que, en ese instante fatídico, en ese breve espacio entre el
puente y el río, no estaba presente el arrepentimiento del desgraciado y la
misericordia de Dios?
***
Habían cambiado
Galicia por Madrid, a fin de que su madre tuviese los mejores médicos. Poco o
nada había sabido ella, tan niña, de las dolencias maternas, sin duda
psíquicas, que se evidenciaban en un constante vaivén entre la alegría y el
llanto, la actividad intensa y la depresión en lo hondo de un dormitorio, con
las contraventanas cerradas. Imágenes
fugaces surgen y se alejan, en sucesión intermitente, incoloras, como las fotografías
que un día fueron: con su padre y ella, en la playa; camino del colegio, de
punta en blanco; empujando el cochecito de su hermano Luis; en foto de estudio,
tan hermosa…
Alguien, entre la
niebla de la sedación, se mueve en derredor, mulle la almohada, inyecta quién
sabe qué por la vía abierta en su muñeca… Ella -afortunadamente- no lo vio, ni
nadie se lo contó entonces, pero ha llegado a saber, tiempo después, que por
las venas se le fue a su madre la vida, recostada en la bañera, al alivio y
protección casi fetal del agua tibia. Fue un fin de semana. En la clínica
autorizaron que lo pasara en familia, como otras veces. ¿Eligió el lugar y el
momento para poder despedirse en silencio, para que compartieran su decisión?
Papá nunca se perdonaría no haber puesto las cuchillas de afeitar a buen
recaudo. Y el doctor -bata blanca, pelo blanco, sonrisa blanca- hubo de
recordarle que quien tiene la firme intención de acabar con su vida lo logra en
todo caso, y vale más no convertirlo en un esclavo, en un objeto, pues no hay
vida sin libertad y sin sosiego.
Oye susurros a los
que intenta contestar, como aquel día. La noche anterior había estado dialogando
con su padre, en penumbra: ella, acostada; él, sentado en el sofá del
dormitorio. Según el padre, la explicación para todo lo sucedido había estado
en la mente enferma de mamá, en sus trastornos afectivos, en la angustia vital,
tan de moda en la filosofía y la psiquiatría de entonces. El doctor se lo va a
explicar muy bien: ya ha pedido consulta para ella. Es una eminencia y seguro
que aclara todas sus dudas y así tranquiliza su espíritu.
Nunca podrá
olvidar aquella encerrona. La eminencia
penetró en su conciencia como el bisturí en la carne y la fue envolviendo en su
pegajosa tela, como la araña al moscón. Se contempló a sí misma siguiendo el
rastro de su madre, aquella cadena perpetua de psicoanálisis, pastillas,
consultas semanales e ingresos periódicos en el sanatorio. ¡Nunca más!, gritó a su padre en el
portal, haciéndole una escena tremenda. Todavía se estremece al recordarlo. En
efecto, nunca más volvió a abrir su alma a presuntos sanadores, ni a confiar en
la honradez de los galenos. Lo que es su cuerpo, sí que ha tenido que
entregárselo más de una vez, para esa angustiosa faena de cortar y coser, tan
inútil y sofisticada.
Como quien trata
de huir de un lugar ominoso y sin esperanza, se revuelve en el lecho, pero no
halla fuerzas para levantar el cuerpo; sí el espíritu, que revolotea por la
habitación y se siente transportado sin transición al cansino tren que un día
la llevó de vuelta a su amada Galicia, en plena adolescencia; ceremonia
iniciática de una vida propia, de una libertad adulta, auspiciada por su abuela
materna, que nunca comulgó con el segundo matrimonio de papá y la mezcolanza de
sangres y de estirpes de aquella familia hecha de retales, en la que su niña se ahogaba.
***
Toda su vida ha
estado marcada por aquel suceso sangriento. Sus once años de entonces hicieron
tal huella inevitable. Su padre había tratado de reconducirla a términos de razón
y de sosiego, pero ella ha sido incapaz de entender el sentido de aquella
muerte inesperada, de un delirio de aniquilación que podría haberse transmutado
en mares de solidaridad y de afecto. De afecto, ¡ahí estaba el detalle! No
podía aceptar que el amor a los hijos fuera compatible con su abandono, por
mucha angustia vital que el psiquiatra adujese. No había explicación convincente
ni equilibrio posible en dejar a unos niños sin madre. Charo siempre se había
rebelado contra aquel acto contra natura. En el fondo, su deseo de saber, de
conocer los motivos, encerraba una condena. No podía perdonar a mamá. Y es que,
por mucho que la repugnase, estaba hecha de la misma pasta de sor Teodosia, su
prototipo de la soberbia y la crueldad.
Tampoco para el
rasgo de aquella monja ha encontrado en su vida una justificación. Fue a los
pocos días del suceso, cuando todavía este le era oscuro. Regresaba al colegio,
envuelta en una nube de tristeza y de confusión. Sabe Dios -o el Diablo- lo que
movió a la Madre Superiora a convocarla a su despacho y soltarle de sopetón
aquella frase, que todavía resuena en sus oídos al pie de la letra:
-
Tu
madre se ha muerto y va a ir al infierno, porque se ha suicidado.
¡Cuántas veces ha
repasado la definitiva sentencia!; una resolución judicial en toda regla, con
los hechos, los fundamentos jurídicos y la pena, tácitamente eterna. Tan perfectamente formulada, que la guardó
en su corazón por muchos años, sin revelarla ni discutirla. Quizás ella también
la habría suscrito, si no en términos de inapelable silogismo, sí por lo que la
acción había significado en su vida y en la de su hermano Luis. De hecho, le
parecía mejor construida que la hipótesis de todo un Dios a mitad de camino
entre la puente y el río, aquel paño caliente del canónigo pontífice.
En este momento,
siente que se ahoga en las ondas grises y bravas de La Lanzada. Sus ojos lanzan
una última mirada hacia la playa, mientras su ánima asciende, pausada y
continuamente, hacia la luz, buscando afanosamente un rincón en el fondo del
Cielo.
***
El pitido se torna
constante y el electrocardiógrafo traza una perfecta línea horizontal.
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