Los zorros
siberianos
Por Federico Bello
Landrove
No es el primer cuento en que tomo la Genética en broma, que no a broma.
En este caso, el famoso y benemérito experimento de domesticación, iniciado por
Belyaev en Novosibirsk, allá por 1959, me da pie para un relato con cierto
regusto a moraleja zoofílica: Casi siempre los hombres son más egoístas y
estúpidos que el resto de los animales. Si ello es cosa de los genes o del
ambiente, de la naturaleza o de la cultura, es algo que no creo puedan aclarar
los científicos.
1.
En busca de fondos
Corría el año
1999, cuando en la cátedra de Genética de la Universidad de Villafranca se
recibió una carta procedente de la lejana Novosibirsk. Se trataba de una
petición de ayuda muy especial. Quizá lo más llamativo es que el escrito venía
encabezado con la calificación de confidencial.
Esas doce letras fueron las que me implicaron en el tema y generaron los
múltiples quebraderos de cabeza que ahora me decido a hacer públicos. Habida
cuenta de que los años transcurridos desde entonces no son muchos para la vida
de los humanos -aunque sí para los zorros-, me permitirán ciertas alteraciones
de hechos e identidades, a fin de que nadie pueda sentirse ofendido.
***
El catedrático,
Salvador Molero, me llamó a su despacho. Puso en mis manos la susodicha misiva
y esperó a que la leyera. Al acabar, me quedé mirándolo y dije:
-
Nada
que no suceda en otras partes del mundo, España incluida: Faltos de fondos para
investigación, los científicos han de aguzar el ingenio. No veo que la
iniciativa tenga que mantenerse en secreto.
-
Hombre,
Enrique, ya sabes que la libertad académica en Rusia está todavía un poco en
entredicho. Si las Autoridades supieran que algunos de los famosos zorros de
Belyáev van a ser vendidos en Occidente, para poder seguir trabajando con los
restantes, podrían acusar a Lyudmila Trut de especuladora o de algo peor.
-
Pues
que la financien ellos… De cualquier modo, no nos queda más remedio que echarle
una mano. Me acuerdo de cuando tuvo la gentileza de mandarnos unas cuantas
parejas de ratas amables, para que
verificásemos de manera independiente las conclusiones de nuestros colegas de
Leipzig.
-
En
efecto, no podemos negarnos. Bueno, más exactamente, no puedes negarte, ya que tendrás que ser tú quien reciba y atienda
durante su estancia en España, al investigador que viene desde Siberia con los
zorros… No puedes decir que no. Eres sumamente discreto y el único de nosotros
que vive solo en un estupendo chalé con jardín, al lado del río para poder
pasear. Es el entorno ideal para esos animales, según lo que he leído.
-
¡Válgame
el cielo, Salvador! Si llego a saber que el divorcio me iba a convertir en el
anfitrión ideal para cualquier profesor que venga por Villafranca acompañado de
animales, me lo habría pensado dos veces antes de dar el paso.
-
¡Ánimo,
que son unos animales muy dóciles y cariñosos, según dicen! En cualquier caso,
solo serán dos o tres días.
***
La aceptación del
encargo por Salvador, a mi costa, fue seguida de una segunda carta, con lujo de
detalles. El Jefe me la entregó y
sigue en mi poder desde entonces. Les transcribo lo más relevante de su
contenido:
… Los zorros son dos, un macho y una hembra
preñada. El primero ha sido adquirido por precontrato por un ciudadano de los
alrededores de Madrid, por cuya razón será trasladado directamente del
aeropuerto hasta su domicilio. La hembra va destinada a una granja de Miranda
do Douro, en Portugal, especializada en la cría de mascotas y exposiciones de
animales exóticos para turistas. Habida cuenta del estrés del viaje y del
estado gestante de la citada hembra, se ruega permanezca en Villafranca unos
días, para reponerse, en un recinto amplio y, a ser posible, con vegetación.
… Aunque la persona
encargada de la operación conoce el idioma español, rogamos la ayuden en todo
lo necesario para las gestiones bancarias y sanitarias que fueren menester,
proporcionándole alojamiento en lugar inmediato al ocupado por la zorra.
***
En el día
prefijado, me personé en el aeropuerto madrileño, con un ridículo cartelito que
rezaba Universidad Estatal de
Novosibirsk. Para mi sorpresa, se me vino encima una atractiva rubia, que
respiraba de modo entrecortado. Me tendió la mano, gesto al que no pude corresponder
al tener las dos mías ocupadas con el letrero, en vista de lo cual, me dio tres
besos y dijo agitadamente:
-
Espérame
aquí, que los zorros tienen que pasar la maldita inspección veterinaria.
Me dejó con su
maletona y volvió a desaparecer por la zona de pasajeros.
Hora y media más
tarde, la vi venir muy sonriente, corredor adelante, empujando un carro con dos
jaulas de llamativa madera verde, con tela metálica al frente.
-
Disculpa,
profesor -me dijo-; tus compatriotas
tienen poco que envidiar en lo lentos a los míos.
Media hora más
tarde, tras haber dado comida y agua a los animales, cogíamos mi coche, rumbo a
una tienda de mascotas en la zona de la Glorieta de Quevedo. La cuidadora, que
atendía por Anna, me explicó:
-
El
macho ha sido adquirido por un señor que tiene una casa de campo en las afueras
de Madrid, pero ha querido que lo revise antes un experto, para comprobar que
está domesticado y en buen estado de salud. Hasta entonces, no lo adquirirá ni
pagará.
El experto resultó ser un individuo
antipático que, con la disculpa de que se limitaba a cumplir las instrucciones
del cliente, pretendía quedarse con el zorro durante unos días para hacerle
pruebas, sin firmar nada ni desembolsar una peseta. Anna discutía en vano,
desde la inferioridad de un idioma no bien conocido y de no saber qué hacer con
el cánido, si se malograba la venta. Finalmente, me vi obligado a intervenir:
-
Yo
creo que hay una solución muy sencilla y conveniente para ambas partes. Llame a
su cliente y dígale que extienda un cheque posdatado en unos cuantos días. Si
el animal es conforme, la señora lo cobra. Si hay algún problema serio, el
cliente da orden al banco de no pagar y en paz. Todo, menos andar jugando con
nosotros, cuando estamos en Madrid de paso y tenemos otro animal que gestionar.
-
¿Tiene
usted algo que ver con esta operación?, inquirió de forma desabrida.
-
Por
supuesto. Soy el representante legal de las Universidades de Villafranca y
Novosibirsk. Si le queda alguna duda, llame inmediatamente al Consulado ruso.
En otro caso, póngase inmediatamente en contacto con el caballero que quiere
comprar, que tenemos prisa.
Nos costó un par
de horas, entre que el tendero examinó al zorro -que se portó de lo más
cariñoso-, nos desplazamos hasta el chalé del comprador y este libró el talón,
por importe de unos dos millones y medio de pesetas. Anna me susurró:
-
¿Coincide
el importe con 1.500 dólares?
-
Chica,
no estoy muy al tanto de las cotizaciones.
El señor, sin dejar
de acariciar al animal, intuyó la pregunta y nos ofreció un periódico del día,
abierto por la página pertinente. En efecto, el dólar andaba por las ciento
sesenta pesetas.
Anna se
tranquilizó y dedicó un buen rato a explicar al comprador y su familia las
normas generales de cuidado de Cóstier, lo
que completó finalmente con un folleto en inglés, con traducción mecanografiada
al español. Se despidió efusivamente de los niños de la casa, que ya retozaban
alegremente con su nueva mascota. Al volver al coche, hubo que atender otra vez
a la zorra. Anna abrazó al animal y lo besó en el hocico. Recuerdo que pensé: En casa tendré que ponerlos en la misma
habitación. ¡Menuda carabina peluda
se ha agenciado la siberiana!
***
En el camino hasta
Villafranca, Anna me explicó que era nieta de un niño de la Guerra Civil, de los que habían salido de España en el
año treinta y seis, huyendo de la represión y la miseria de nuestra contienda. Fue mi abuelo materno; así que he perdido su
apellido. El mío es Lebédeva. En su casa todavía se hablaba algo de español,
gracias a lo cual se defendía oralmente, pero lo escribía con extrema
imperfección y dificultad. También me puso en antecedentes precisos de la gran
labor que llevaban a cabo con los zorros y algunos otros animales -detalles que
les ahorraré, al poderlos encontrar ahora sin dificultad en Internet-; una
tarea que, desde la crisis política y económica desencadenada por la caída del
Régimen comunista, había quedado prácticamente paralizada. Apenas contaban con
cien animales domesticados, frente a los quinientos de las épocas más boyantes.
Yo la animé:
-
Mujer,
a 1.500 dólares la pieza, según parece, a pocos que vendáis, podéis sobrevivir
con holgura.
Se indignó:
-
¿Acaso
crees que no nos duele convertirnos en vendedores de animales de compañía, que
a saber cómo y para qué serán empleados? Es una vergüenza para los científicos
y un terrible trauma para los animales.
-
Bueno,
bueno… Tal vez podríais cederlos a instituciones universitarias, como habéis
hecho con las ratas.
-
¿Sabes
lo que valen? No sé si debería decírtelo, pero, en fin, los estamos vendiendo
por 5.000 dólares. Y por una hembra gestante, como Sbesdá, nos llegan a pagar ocho mil.
-
¡Caramba!,
como no sea a Universidades americanas…
-
La
verdad es que tampoco nos gusta dejarlos aislados para que experimenten con
ellos. Para eso, lo hacemos nosotros, en grupos y en su ambiente. Pero en una
familia cariñosa, con espacio y con niños, ¡ahí sí que pueden ser felices!
A media tarde,
llegamos a Villafranca. Fuimos directamente a mi casa. Anna abrió ojos como platos
cuando vio el tamaño y distribución del chalé, con su jardín periférico y el
río a un tiro de piedra. Sacó a Sbesdá
de su caja, sin ninguna preocupación, pues el animal la seguía como un perrito
faldero. Subí su equipaje a la habitación que había sido de mis hijos -ahora
convivían con la madre-. Como me temía, Lebédeva ronroneó:
-
Enrique,
¿no te importaría que durmiese aquí conmigo? Bastaría con que nos dieses un
cacho de manta vieja, por si se le escapa la orina. Desde que está embarazada,
controla peor. ¿Sí? Ya decía yo que eres un hombre sensible y comprensivo. Como
le dice mi madre al hijo de mi hermano, ¡eres
un sol!
Así pues, Anna y Sbesdá habían tomado posesión de su
casa.
2. Dificultades y contratiempos
Al día siguiente,
llamamos a la empresa lusa de exhibición de animales, a fin de asegurarnos de
que tenían todas las licencias de importación precisas para que Sbesdá pasara la frontera. La respuesta
fue negativa, con la justificación de que, conforme a lo acordado con la
Universidad siberiana, esta era la encargada de hacer tal gestión. De todos
modos -añadieron- no tendríamos mucho problema en obtener la licencia en la
misma Villafranca, dado que radicaba aquí un consulado portugués. Anna, no
obstante, me comentó preocupada:
-
Más
valdrá que actuemos con rapidez, no sea que, en vez de un permiso, necesitemos
cinco o seis.
-
¿Y
eso?
-
Porque
Sbesdá está preñada, como sabes, y lo
habitual es que dé a luz cuatro o cinco zorrinos. Claro que se han dado casos
de hasta doce.
-
¡Dios
mío! ¿Y cuánto hace que se quedó embarazada?
-
A
título orientativo, diría que unas cuatro semanas. Si es así, nos quedan tres
semanas y media.
Ni que decir tiene
que me presenté ese mismo día en el Consulado, exhibiendo la credencial de
profesor de mi centenaria Universidad y presentando el caso como de la máxima
urgencia. El funcionario, muy atentamente, me informó:
-
Verá,
doctor, si la empresa compradora está autorizada para exhibir animales
salvajes, no hay ningún problema legal. La dificultad estriba en que no se nos
ha dado otro caso igual y carecemos de impresos y de protocolo para tramitar su
solicitud.
-
¿Sería
más fácil y usual, suponiendo que el animal fuese doméstico?
-
Por
supuesto. Si, por ejemplo, fuese un perro, bastaría con el carnet de
vacunaciones y un informe veterinario de no padecer enfermedad contagiosa.
-
Bien,
pues delo por hecho, ya que la zorra en cuestión es un espécimen perfectamente
domesticado por el grupo científico más famoso del mundo en su género.
-
¿Un
zorro doméstico? ¿Y cómo pongo yo eso a la firma del señor Cónsul? No es que
sepa mucho de animales, pero…
-
No
hay problema, amigo. Presente usted al animalito como cánido y cosa resuelta.
-
¿Está
usted seguro de que no me estoy jugando el puesto afirmando que un zorro es un
cánido?
-
Tan seguro como que me llamo Enrique, dije,
volviendo a mostrar mi carné universitario.
Entre el amigo -a
estas alturas ya casi lo era- Bermudes y yo rellenamos los impresos
pertinentes, a reserva de que le llevara cuanto antes los certificados
veterinario y de vacunaciones. Al despedirme, mostró curiosidad por aquello de
la urgencia:
-
¿A
qué tanta prisa? Supongo que en Miranda habrán visto ya muchos zorros.
-
No
como este, amigo. Saluda dando la patita y, si se descuida, le besa en la boca.
-
Creía
que los siberianos eran más fríos, rezongó con un mohín de disgusto en los
labios.
***
Los certificados
estuvieron en seguida, pero la autorización de entrada en Portugal llevó más
tiempo. El Cónsul insistió en que se trataba de un caso especial, para el que precisaba un visto bueno del Distrito de
Bragança, al que pertenecía Miranda. Total, unos días, no había de qué
preocuparse -aseveró-.
Si las gestiones
internacionales y la supervisión del animalito me estaban correspondiendo en
exclusiva, he de reconocer que mis colegas de Cátedra se encargaron de atender
y hacer los honores a la doctora Lebédeva. Bastó con que la mujer apareciese
por la Facultad a presentarse al Catedrático y saludar a los profesores, para
que se produjese un movimiento unánime de entusiasmo hacia ella, incluyendo
unos vivos deseos de agradarla que, desde mi punto de vista, resultaban un
tanto excesivos. Mi joven colega de Hematología, al que someramente aludiré con
la letra S., hizo denodados esfuerzos por monopolizar a nuestra huésped, no sin
antes dejarme caer una extraña pregunta:
-
Enrique,
tú que la tienes en tu casa, ¿sabes si Anna está casada?
-
Pues
no se lo he preguntado. Me parece que no lleva alianza.
Quiere decirse que
vi mis deberes de anfitrión cada vez más limitados a la tierna Sbesdá, la cual, tal vez por su estado
gestante, se mostraba conmigo muy cariñosa, como también más y más acostumbrada
a su hogar provisional, cuya exploración llevaba a extremos progresivamente más
amplios y detallados. Anna, cuyas ausencias del chalé empezaban a menudear, no
dejaba de dorarme la píldora:
-
Eres
un cuidador nato. A nuestros zorros no se les engaña y ya ves cómo te quiere el
animalito. Vas a acabar por darme celos.
No eran lo peor
los celos de la cuidadora, ni lo intensamente que había entrado ella en aquella
vida de invitaciones, asistencia a espectáculos y requiebros junto al
termociclador. Yo lo comprendía y, desde mi visión aldeana del mundo, me decía
que era lógico que Anna quisiera aprovechar la oportunidad de resarcirse del
frío y la tristeza de Siberia. No, lo peor fue la confianza que fui tomando con
el amistoso cánido, que me llevó a dejarle que campase a sus anchas por la
parcela y a llevarlo a todas partes sin correa. Y, al final, pasó lo que tenía
que pasar.
***
La misma mañana en
que me llamaron a la Facultad desde el Consulado portugués, para darme la buena
noticia de que el cánido había sido
autorizado para cruzar la frontera, la buena de Sbesdá desapareció de su recinto acotado. Pueden figurarse la
desazón que nos entró a Anna y a un servidor, al regresar al chalé para comer y
no encontrar la zorra. Pasamos toda la tarde preguntando a los vecinos,
ensayando todas las técnicas de llamada conocidas por Anna y, finalmente, pidiendo
la intervención de la Policía local. Todo en vano. Al llegar la noche, se
suspendieron las tareas de búsqueda. Anna tenía el rostro congestionado y
lacrimoso. Yo, temiendo lo peor, avisé al Catedrático, por si tenía alguna idea
que no se nos hubiese ocurrido. Valía más que se hubiese callado:
-
¿Habéis
mirado en el río? Como está tan cerca de tu casa…
En aquel momento,
llamaron al móvil de Anna, que casi se desmaya del susto, para seguidamente
iniciar una discusión a gritos con su interlocutor. Este debió de cortar, en
vista de la bronca.
-
Era
el comprador de Cóstier. Que lo ha
atropellado un coche y que, no solo no va a pagar el plazo que falta, sino que
pide la devolución de lo ya abonado, porque el animalito no era tan casero como
le quisimos hacer creer.
-
Está
visto que estos pobres zorros extrañan su antiguo hogar y no se aclimatan a las
viviendas particulares. Pero, ¿qué es eso de que faltaba un plazo?
Entre suspiros,
Anna me precisó que por el difunto Cóstier
se había fijado un precio de cinco mil dólares: mil, como señal, para tener
la opción de compra y costear los gastos de viaje; mil quinientos, a la entrega
satisfactoria, y otros tantos al cabo de un mes, por si el animal no cumplía
las expectativas de domesticidad y mansedumbre prometidas.
-
He
fracasado completamente -lamentó Anna-. No puedo volver a Rusia y presentarme
con solo mil quinientos dólares, y aún estos, sujetos a reclamación. ¿Qué va a
ser de mí, Enrique?, preguntó echándose a llorar.
Uno tiene cierta
experiencia en consuelos:
-
Primero:
llama mañana a la profesora Trut y exponle fríamente la situación, ahorrándole
por ahora las peores perspectivas. Segundo:
cancela el viaje de vuelta y quédate aquí hasta que se resuelva todo. Tercero:
entiendo que el señorón de Madrid no tiene razón ninguna para reclamar o no
pagar; llamaré a un amigo mío abogado para que le haga entrar en razón, aunque
sea rebajando un poco el importe de lo pendiente. Cuarto: demos tiempo a Sbesdá de que se lo piense y regrese,
pues tengo entendido que todos los zorros que se os han escapado en Novosibirsk
han vuelto al poco tiempo… Y quinto: te vas a tomar un somnífero y te voy a
meter en la cama; espero que duermas sin necesidad de que te arrulle el gruñido
de esa desagradecida.
Tengo que
reconocer que estuve superior. A su debido tiempo, todos y cada uno de mis puntos se fueron cumpliendo. El cuarto
fue el más duro de pelar pero ¿quién iba a pensar que intervendría la Protectora de Animales Villafranca Acoge?
Tan inesperada intromisión bien merece que le dediquemos un capítulo de esta
dramática historia.
3. Con la Protectora
hemos topado
Al tercer día de la desaparición, tuvimos noticias de la
Policía Local:
-
Por
fin hemos dado con la zorra. Alguien la recogió junto al río y la llevó a la
Protectora de Animales. Hemos intentado devolvérsela, pero la Presidenta se ha
negado. Dice que son ustedes unos maltratadores y que lo que va a hacer es
ponerse en contacto con una Asociación para la recuperación de animales salvajes,
y que ellos vean de soltarla en algún hábitat adecuado.
-
¡Pero
si es un animal doméstico, siberiano y, para colmo, está preñada! Además, aquí
la profesora tiene certificado de propiedad, con todos los sacramentos.
-
Hablen
ustedes con doña Reces. Nosotros no podemos entrar en cuestiones jurídicas.
Ya había yo oído
citar a doña Recesvinta Recuenco, una extremista de la protección animal, que
había participado en más de una manifestación de protesta ante nuestra
Facultad. Se lo comenté a Salvador, quien acabó por alarmarme:
-
¡Huy,
la Recesvinta! Buena me la montó el día que la recibí para limar asperezas en
el tema de los ratones y cobayas del laboratorio. Es una tía loca que tiene en más la felicidad de los roedores que el
progreso de la Medicina humana. Así que no te digo nada, tratándose de una
zorra muy cariñosa y, además, preñada.
El juicio del
Catedrático resultó ser una exacta premonición. Reces nos echó a Anna y a mí
una bronca de tomo y lomo. Según ella, éramos unos corruptos, que pretendíamos forrarnos con la disculpa de un
experimento científico. Rechazó la validez de los títulos de propiedad, cuando
no habíamos sido capaces de cuidar del animalito, que se había visto obligado a
huir -según ella-, para que sus hijos pudieran tener un futuro mejor. Cuando me calenté
y la amenacé con denunciarla por apropiación indebida, ella replicó con hacerlo
por maltrato animal y acudir a los periódicos, para que los villafranquinos
supieran de los negocios inmorales que enriquecían a los profesores de su
Universidad. La cosa pintaba mal y Anna parecía al borde de la depresión.
Decidí plegar velas:
-
Por
lo menos, déjenos estar unos momentos con el animal, para que la cuidadora
compruebe su estado de salud y le dé unos mimos.
-
¡Quia!
No me fío de ustedes. Tiempo tuvieron de hacerlo y la dejaron abandonada.
-
¡Oiga,
oiga!, que el bicho escapó y se extravió, como pasa con tantos otros bien
atendidos.
-
El bicho, el bicho. Ni nombre le han puesto.
-
Claro
que sí -refutó Anna-. Se llama Sbesdá,
Estrella en español.
-
Pues
aquí la hemos llamado Ribereña, por
el sitio donde la encontraron abandonada.
Estaba harto de la
cerrilidad de aquella señora. Cogí del brazo a Anna y nos encaminamos hacía el
portón de salida. Según nos lo abría, le dije para que lo oyera Reces:
-
Esta
gente no sabe con quién se mete. Están provocando nada menos que un incidente
internacional. Vamos inmediatamente al Juzgado a pedir un habeas corpus.
Como es frecuente,
el latinajo surtió efecto, pero a medias. Dos días después se recibió en la
Cátedra un oficio de la Dirección Provincial de Medio Ambiente, en que se
decía:
Pongo en su conocimiento que el ejemplar de
género hembra, perteneciente a la especie Vulpes vulpes, variedad gris o siberiana, que atiende por Ribereña, ha sido confiado en la mañana de ayer por
la Protectora de Animales Villafranca Acoge, a la Asociación Recuperadora
Amanecer Radiante, colaboradora de esta Administración, domiciliada en la
localidad de San Antón de las Altas Cumbres.
Lo que le comunico, a los efectos
oportunos.
***
Pocas cosas hay
más sensibles ante la maternidad, que la burocracia. Puestos en contacto con
los responsables de las Altas Cumbres, y tras enviarles toda la documentación
de que disponíamos, aquellos llegaron a la irrefutable conclusión de que Sbesdá era irrecuperable para la vida
salvaje y que, como animal doméstico, era susceptible de dominio y compraventa
privados. Con todo, pusieron una objeción para su entrega inmediata: La zorra
llevaba su gestación muy avanzada y existían riesgos en caso de viajar desde
San Antón hasta Villafranca. Anna no pudo resistir más y me conminó:
-
O
me llevas a verla en tu coche, o voy yo por mis medios.
-
Mujer,
está a más de cien kilómetros y los últimos, por vericuetos sin asfaltar,
bordeados de precipicios.
-
Me
da lo mismo. Y, donde no llegue el vehículo, iré yo andando.
¡Qué remedio!
Conseguimos que nos prestaran un todo-terreno de la Delegación medioambiental y
tuvimos el privilegio de asistir al feliz parto de los cinco zorrillos de Sbesdá, con Anna como comadrona. ¡Ay!,
tuvimos que volvernos de vacío pues, ante la falta de precedentes en España,
decidieron los responsables que los recién nacidos habían de fortalecerse y
pasar una cuarentena, antes de viajar por el territorio nacional.
Fue aquella una
época que recuerdo con espanto. No había día que no trajese una mala noticia.
Primero fueron los compradores lusos quienes, en vista del gran retraso que
estaba sufriendo la entrega, decidieron rescindir la operación. No contentos
con ello, insistieron en que se les devolviera la cantidad inicial, entregada
como señal. Anna se desesperaba:
-
¿Dónde
voy yo a encontrar mil quinientos dólares? ¿No podrías cargárselos a la
Consejería de Medio Ambiente esa? Ellos han tenido la culpa.
-
No
creo que sea una buena idea, respondí. En cualquier caso, esperemos a tener con
nosotros a Sbesdá y su camada, no sea
que se arrepientan.
El segundo golpe
nos vino de Madrid. Mi amigo abogado llamó para informarnos:
-
Chico,
el contrario es un tipo terco y adinerado, muy difícil de tratar. Con decirte
que ha hablado de pediros daños y perjuicios, por el sufrimiento que el
atropello causó a sus hijos.
-
O
sea, Miguel, que todavía vamos a ser nosotros los paganos.
-
La
ocurrencia de ese tipo no creo que prospere pero, ahora que hablas de pagar, voy
a tener que pasarte una minuta de gastos. Lo mínimo, claro. Los amigos son los
amigos.
Decidí mantener
esta conversación en secreto. No era cosa de compungir más a mi huésped.
La tercera andanada fue, con mucho, la peor de
todas. La tal Reces logró desencadenar una fuerte campaña de prensa contra los
profesores de Villafranca que, según decía, estaban en la cúspide del maltrato
animal y del ánimo de lucro en la investigación zoológica. Salvador montó en cólera y su indignación me alcanzó de lleno, como era de esperar:
-
¡Menuda
la has armado! ¡A quién se le ocurre encabronar a esa loca! ¡Conste que ya te
avisé sobre cómo las gastaba!
-
Hombre,
jefe, tampoco la íbamos a dejar que se saliera con la suya y regalase la zorra
a quien le viniera en gana. Anna no podía consentirlo.
-
¡Haz
el favor de no meter a Anna en el ajo, que bastante mal lo está pasando la
pobre! Solo tú eres responsable. Con los niveles que está alcanzando el
escándalo, la Embajada de Rusia ha tomado cartas en el asunto e, informalmente
por ahora, me han pedido una explicación. Así que adiós a la colaboración con
Novosibirsk y veremos cómo les va a ellos con los esbirros de Yeltsin.
La cosa acabó como
suele, en este país de componendas y corrección
política. Por decisión del Decano, nuestra Cátedra emitió una nota de
prensa, disculpándose con los ciudadanos que se hubieran sentido ofendidos por
la cautividad de las ratas mansas y asegurando que ninguna participación tenían
los profesores de Villafranca en el beneficio económico que se obtuviese de los
zorros domesticados. Seguidamente, las cuatro jaulas de roedores amables del laboratorio fueron confiadas
a las manos, prudentes y expertas, de las Autoridades medioambientales. De lo
que hicieron con ellas tendrán noticia, si continuaren leyendo esta verídica
historia.
4. Un romance de ida y vuelta, o viceversa
Dicen que nada une
tanto como la desgracia. Así debe ser pues, en el tiempo de la cuarentena y la
cruzada contra el maltrato animal que he dejado dichas, Anna y yo nos
enamoramos perdidamente. Se ve que el atractivo de nuestra soledad en el chalé
y mis esfuerzos por llevar a un relativo buen fin la peripecia zorruna,
valieron para ella más que la juventud y brillantez de algunos de mis colegas.
El caso es que finalmente fui yo quien le hizo la pregunta trascendental:
-
Anna,
querida, ¿estás casada?
La respuesta no
resultó sencilla de entender, tal vez, por mi desconocimiento del Derecho ruso.
Al parecer, Anna se había casado con un médico de Kazán, con el que las
relaciones fueron deteriorándose. Tal vez por librarse de él, en 1993 Anna
había presentado una solicitud para la Granja
de Belyaev, como graduada con honores en la Academia de Medicina
Veterinaria de la Universidad kazanka. La petición fue aceptada y desde
entonces -¿separada o divorciada?-, Anna había vivido en Siberia muy lejos del
doctor Lébedev, cuyo apellido empero conservaba. Yo insistí:
-
¿Tienes
hijos?
Ella se echó a
reír:
-
Tenía
siete, pero a uno me lo atropelló un coche.
De mutuo acuerdo,
empezamos a hacer planes de estable vida en común. A mí me parecía mentira
tener a mi lado una mujer tan hermosa y joven como ella. Anna seguía pensando
que no podía regresar a Siberia con la bolsa vacía, y hasta con deudas
inasumibles para ella. Por otra parte, el ambiente y el clima de Villafranca le
encantaban. Así que llegó el momento de plantearse una ocupación. En la
Facultad todo fueron buenas palabras, pero resultaba imposible encontrar de
momento una plaza libre de profesora, teniendo además en cuenta su nacionalidad
ajena a la Unión Europea. Ella era de buen conformar y, en principio, aceptó
colocarse de ayudante de veterinario en una acreditada tienda de mascotas de la
ciudad. Fue el primer peldaño de un progresivo ascenso a la cima, en que la
imaginaba vestida de blanco en la Catedral, o preparándome stróganov y vatrushka en mi cocina -¡y buena mano que tenía!-.
El segundo escalón
fue la llegada de Sbesdá, seguida de
sus cinco retoños, que complicó y encareció bastante nuestra vida en común,
pero hizo la mayor felicidad de Anna, verdadera abuela de aquella deliciosa familia de cánidos. Yo le sugerí
entregar alguno de los pequeños a mis amistades, pero ella gruñó al estilo
zorruno; luego me dio largas:
-
Habrá
que esperar unos meses hasta ver si salen a su madre, o son más agresivos. Esto
es cosa de los genes, más que de la educación que reciban.
El tercer hito lo
constituyeron sucesivos éxitos de mi amigo abogado, gracias a su paciencia
benedictina y a que fui yo quien puso el dinero necesario: ¡Qué menos, teniendo
ya el estatus de novio formal de
Anna! Y así, los portugueses renunciaron a la señal, a cambio de la rescisión
del contrato; la compungida familia madrileña pagó solo la mitad de lo
adeudado, y el letrado me pasó una minuta equivalente a lo pagado por el
ricacho madrileño, más gastos.
Finalmente,
alcanzamos la cumbre, de pura casualidad. Había llegado el otoño y, por muy
dulces que fueran, los jóvenes zorros habían alcanzado la madurez y organizaban
unas peleas de todos los demonios para lograr los favores de Sbesdá y de su única hija, Dorita. Estaba claro que eran ellos o
nosotros. A la ceremonia de apertura de Curso, vino como invitado el
recientemente elegido Rector de la Universidad privada de B., profesional y
apasionado cultivador de la Etología animal. En el convite oficial, salió la
conversación sobre el desdichado episodio de las ratas. Salvador suspiró:
-
Lo
que son las ratas ya han pasado a la historia. Ahora, en lo tocante a los
zorros siberianos, aquí tienes al pobre Enrique haciendo de Belyáev.
-
¿Cómo?
¿Tenéis zorros de esos por aquí?, preguntó el citado Rector, con los ojos como
platos.
-
Por
supuesto. Anda, Enrique, ¿por qué no se los enseñas?
En aquella misma
tarde quedó cerrada la venta de toda la familia de zorros a la Facultad de
Biología de B., en una cantidad de pesetas equivalente a 12.000 dólares,
instrumentada en un pagaré a treinta días. El feliz comprador no cabía en sí de
gozo:
-
¡Qué
honor para la Universidad! ¡Y qué decir de nuestros mecenas! Ya estoy viendo a
sus señoras paseando los animales en el acto de la presentación.
-
Con
tal que no lleven abrigos de piel de zorro…, me susurró Anna a la oreja.
***
Anna llevaba unos
días muy seria y poco habladora. Yo no entendía el porqué y me dio en pensar
que echaba de menos a sus animalitos. Pensé: tal vez debimos quedarnos con
alguno.
En la fecha
convenida, el Rector de B. nos giró el cheque prometido. Yo exulté:
-
Espléndido,
Anna. Escribe enseguida a la doctora Trut y, para mayor seguridad, dile que te
facilite un número de cuenta para transferirle el dinero.
-
Quizá
sería mejor que fuera yo personalmente. Después de tantas censuras y ridículos,
creo que me deben un homenaje público.
-
Estamos
ya en puertas de la Navidad occidental y me gustaría que la pasáramos juntos
por primera vez. Además, el billete de avión cuesta un pico.
-
Tengo
dinero ahorrado de mis salarios… Anda, Quique, compréndelo. Siento un poco de
nostalgia de todo aquello.
Quique fue comprensivo.
Más difícil de tragar fue el segundo acto de aquella despedida:
-
Estoy
harta de recetar pastillas para el mal aliento de los perros y poner
inyecciones para que las gatas no queden preñadas. Compréndelo, Quique, yo en
Novosibirsk era alguien.
Intentaba ponerme
en su lugar, pero no lo lograba, tal vez, por egoísmo. Pensaba yo que, con tal
de estar toda la vida junto a Anna, no me importaría mucho decir adiós a
Salvador y a la PCR, y dedicarme a criar champiñones, pongo por ejemplo. En
fin, si solo era por un tiempo…
El tercer y último
acto del drama se desarrolló ya en el aeropuerto de Madrid, donde nos habíamos
conocido, diez meses atrás. Me besó interminablemente y me dejó el abrigo
húmedo de lágrimas y los oídos rebosantes de promesas de volver. Un sexto sentido
me advertía: Si está segura de regresar, ¿a qué tiene que prometerlo tantas
veces? Y una voz dentro de mí repetía retozona: Compréndelo, Quique.
***
Ha pasado un año.
Anna me escribe muy afectuosa cada cierto tiempo, diciendo que me quiere mucho,
que soy un hombre estupendo y que está pensando en venirse para España, pero
que no la agobie, que le dé tiempo, que no se me ocurra aparecer por Siberia,
que para el matrimonio hay que estar muy seguros. Yo comparto cada vez más el
punto de vista de Salvador, cuya sinceridad está a la altura de su ciencia:
-
Consuélate,
Enrique, con haber vivido una experiencia emocionante y disfrutado de una mujer
de bandera. No sabes la envidia que te tenían varios de nuestros colegas.
Ahora, déjalo estar y tiempo al tiempo.
-
Ya,
apostillé. Fue bonito mientras duró.
Ese mismo día, me
quedé trabajando hasta muy tarde. Era más de medianoche cuando salí del
laboratorio, con los ojos viendo fosfenos. Al salir de la Facultad, todavía en
el recinto de soportales y césped, aprecié lo que me parecían unas formas
oscuras y menudas, apelotonadas junto a un cubo de desperdicios. No sé por qué
me acerqué, aun experimentando un escalofrío. En efecto, ¡eran ratas!,
seguramente hambrientas y hostiles. Me disponía a alejarme rápidamente, cuando
varias de ellas corrieron hacia mí, olisquearon mis zapatos y alguna hasta
trepó por las perneras. No eran unos roedores cualesquiera, sino algunos de los
especímenes de ratas amistosas, con las que yo conviví en el laboratorio y que,
desahuciadas por obra y gracia de la Reces y la Administración, habían sido
lanzadas a la calle, para que se buscaran la vida y dejasen de ocupar las
páginas de los diarios. Me agaché, acaricié a las más próximas y dije, o pensé:
-
Vosotras
sí que sois unas amigas, sensibles, memoriosas, sinceras, inasequibles al
egoísmo, sin doblez ni medias tintas. Sois lo mejor de este campus, de esta
ciudad, ¡de este pícaro mundo!
Y me alejé de
ellas con el firme propósito de volver cada noche y llevarles comida, por lo
menos hasta gastarme con ellas tanto, como lo invertido para Anna y los zorros.
Las ratas están siempre esperándome y me saludan con sus agudos chillidos. Yo
dejo el alimento en recóndito lugar y marcho, sin prometerles volver. Quien
tiene la intención de regresar no necesita prometerlo.
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