Viudas de guerra
Por Federico Bello
Landrove
Tres viudas de nuestra Guerra Civil,
cuentan su vida a un periodista. Casos y personajes son reales en lo
sustancial, pero no deseando hacer biografía sino, si acaso, tipología, me he
permitido cuantas licencias y fantasías me ha parecido oportuno, sin llegar a
alterar radicalmente peripecias ni personajes.
1. La soledad y el amor
-
Me
casé a los diecinueve años con Zósimo, que iba a cumplir por entonces los
veintiséis. Nos habíamos conocido dos años antes en casa de mis tíos, que
ejercían sobre mí la tutela, al haber quedado huérfana de padre y madre con
catorce años. Me pareció un señor muy
viril y bien parecido. Fíjese usted, lo conceptué un señor: siete años, a
esa edad, es todo un mundo y, además, yo era una pipiola que acababa de
terminar el bachiller en un colegio de monjas, mientras que él era ya un
abogado bastante famoso, que andaba metido en política, por lo que me dijo mi
tío. Yo luego me fui un año entero a Francia, para ampliar estudios y
perfeccionar el idioma. Me valió de mucho como experiencia. Por allí estaban
bastante más adelantados que en España; no digamos las mujeres.
-
Demasiado
adelantadas tal vez, ¿no cree?
-
¡Je!
No sabría decirle, pues yo estaba interna en el colegio y apenas me relacionaba
con nadie más que mis compañeras y algunas de sus familias, que tenían a bien
invitarme. Pero bastaba con leer los periódicos, ir al cine o darse una vuelta
por los bulevares parisinos, para comprender que allí las mujeres contaban; trataban con los hombres de
igual a igual y estudiaban para ejercer luego como profesionales. Un mundo muy
distinto, vamos. No digo que mejor ni peor, aunque opino que un término medio
habría sido lo más adecuado.
-
Claro,
usted compara la Francia de los años veinte con la España de la misma época;
pero justamente un par de años después advino la II República y todo cambió.
-
Demasiado
rápido y, en general, para peor. Yo me casé un par de meses antes del catorce
de abril y, cuando me quise dar cuenta, tenía tres hijos que criar, y casi
sola, porque mi marido…
-
…
Empezó a significarse mucho y a tener problemas serios.
-
Sí,
en efecto. Cuando el golpe fallido de Sanjurjo tuvo que exiliarse el Portugal,
de donde regresó al cabo de año y medio. Luego, ya se sabe, el activismo
político, el periódico que dirigía, la labor sindical y jurídica y, finalmente,
la cárcel. Ya me dirá qué ayuda podía prestarme en casa. Aunque no crea, era
muy cariñoso y un padre ejemplar. Desde luego, influyó muchísimo en mí; me marcó
para siempre.
-
Pero
para usted, enamorada y madre, no sería plato de gusto pasarse la vida de
zozobra en zozobra: amenazas, manos armadas, la prisión…
-
Eran
malos tiempos, pero inevitables. Zósimo estaba muy lejos de ser violento por
naturaleza. ¿Para qué, si era culto, inteligente, gran orador, buen abogado? En
los atentados y la guerra que se veía venir, no podía sino perder. Pero no
había otro remedio: eso, o la sumisión a la Unión Soviética, y las purgas y
servidumbre mísera que vendrían después.
-
Ya
veo que usted compartía el ideario y la conducta de su marido. Pero no es de
eso de lo que querría que habláramos. Si acaso, dos palabras sobre la muerte de
su esposo en acción de guerra.
-
Fue
en los primeros días de la contienda. Unos lo han llamado asesinato, pues lo remataron
ya herido y a sangre fría. Otros lo consideran un desafortunado encuentro con
fuerza enemiga, en momentos sin estabilidad del frente. Yo -no sé si debo
decirlo-…
-
Mujer,
eso ya es historia. Relate su impresión como le venga a la boca y luego la matizaremos,
antes de publicarla.
-
Tiene
razón, a estas alturas… Bien, escriba literalmente: En aquellos terribles y
violentos días, eran muchas las rencillas y las ambiciones. Alguien pudo irse
de la lengua o dar un chivatazo al enemigo. Lo cierto es que pareció preparado,
como una emboscada. En fin, es un misterio, que el tiempo no ha logrado
desvelar.
-
Sería
terrible para usted. De hecho, tengo oído que de la impresión perdió el hijo
que esperaba.
-
Así
fue… La verdad es que la muerte ha perseguido a mi familia sañudamente. Mi
padre y mi madre murieron jóvenes. Aborté de mi primer hijo. Luego, lo de mi
esposo y el segundo aborto a que usted alude. Más tarde, el fallecimiento de mi
único hijo varón, de un cáncer en plena adolescencia. Aquí acabó mi vida
pública o política, podría decirse. Era demasiado sufrir.
-
Verdaderamente,
todos la consideran una mujer enérgica y fuerte. Si me lo permite, no lo
compagino con esa imagen en las fotos de la época, de mujer sufriente, enlutada
de pies a cabeza, con velo, como un alma en pena.
-
Tenía
veinticinco años cuando me quedé viuda, con tres criaturas. Mi dolor fue
inmenso, se puede figurar. Además, los lutos eran así entonces y no le ocultaré
que lo llevé más a rajatabla, para dar ejemplo y respeto ante tantos camaradas
y gente corriente, que idolatraban a Zósimo. Inmediatamente me volqué con la
acción benéfica y social, que usted conoce y está suficientemente descrita,
aunque no reconocida. Dolor y luto no fueron contradictorios con un agotador
trabajo. Digamos que, gracias a este, superé aquellos con mayor resignación.
-
Lo comprendo. Además, aquí es donde entra la
relación con Manuel, su segundo marido.
-
No
exactamente. Manuel ya era entusiasta y colaborador, incluso secretario, de
Zósimo. Nos conocíamos desde el año treinta y uno en que él, con apenas
diecisiete de edad, vino a estudiar Derecho a Castellar. También conocíamos a
su familia, que vivía en el Norte. Así pues, su colaboración estrecha y fiel en
mis iniciativas benéficas fue lógica y casi diría que inevitable.
-
Por
lo que me indica sobre edades, don Manuel debía ser más joven que usted.
-
Dos
años y pico. Con todo, tenía una excelente formación como político y abogado,
así como experiencia en Alemania sobre proyectos similares a los que
iniciábamos entonces en España.
-
Estoy
seguro de que esta será la pregunta del
millón para los lectores de El
Noticiero: ¿Cuándo se enamoraron ustedes? ¿Cuándo se produjo su petición de
mano?
-
Lamento
no poder contestar a la pregunta millonaria pues el amor entre muy buenos
amigos y compañeros no nace, sino que se transforma o trasciende. Yo me daba
cuenta de que Manuel me iba queriendo cada vez más íntimamente, según
colaborábamos y estábamos más tiempo juntos, pero ambos íbamos con pies de
plomo, por temor al qué dirán y a echar a perder nuestros afanes sociales por
un imprudente sentimiento egoísta. Y no crea usted que el obstáculo principal
fuera la memoria de Zósimo.
-
¿No?
-
En
absoluto. Tenía su vida tan amenazada, que más de una vez me animó a pasar a
segundas nupcias, caso de quedarme viuda. Figúrese, sola y con tres niños. Yo
hacía como si me enfadara ante la sugerencia y, muy femenina, le preguntaba: ¿Quién iba a querer casarse conmigo y con
tres criaturas? A lo que Zósimo, levantaba la mano en el gesto de juntar
las yemas de los dedos y replicaba: ¡Así
los tendrías! Yo lo tomaba como un elogio a mi carácter y atractivo, como
mujer joven y no fea, aunque también podría entenderse como el interés malsano
que despertaría la viuda famosa y bien situada de un héroe de guerra.
-
Entiendo.
Así que el romance se fue gestando poco a poco. Pero supongo que en algún
momento concreto le pediría relaciones don Manuel, o se declararía…
-
Así
es, y es curioso lo que tiene el cariño. Fíjese que durante dos años trabajamos
codo con codo, muchas veces solos y en mi casa. Sin embargo, se produjo en el
momento en que le ofrecieron un importante cargo político y hubo de marchar a
Burgos. Fueron apenas tres meses, pero nos extrañamos tanto -sobre todo, él,
que yo estaba acompañada por mis hijos-, que, al volver a vernos en Barcelona,
cuando su liberación, le faltó tiempo para declararme su amor y pedirme en
matrimonio.
-
Y
usted, ¿qué le respondió?
-
Pues
que era una locura, que le iba a parecer muy mal a casi todo el mundo, por lo
que mi anterior marido había simbolizado en una guerra que aún estaba por
finalizar. Él insistía. Y yo: fíjate que tengo tres hijos. Pero nada: Que eran
hijos de Zósimo y que nada le gustaría más que ayudarme a sacarlos adelante. En
fin, le prometí pensarlo, cosa que ya era decir bastante, dadas las
circunstancias.
-
¿Tardó
mucho en decidirse?
-
La
verdad es que no. Tenía veintiocho años y me sentía terriblemente sola como
mujer, a pesar de los niños y del trabajo. Sentí que, después de tres años de
viudez, había llegado el momento de ordenar definitivamente mi vida. Me ayudó
mucho la cariñosa reacción de sus padres, que bien podrían haber puesto el
grito en el cielo, porque él era más joven y podía aspirar a una muchacha sin
pasado y sin compromisos. Por lo demás, yo era, y soy, muy independiente y
temía no ser comprendida. Quiero decir que lo consulté con mi confesor y pocos
más. Finalmente, le di el sí de una forma que siempre me hace sonreír. Le dije:
Manuel, he pensado que podríamos comprar
una casa junto al mar. Yo sabía que era su ilusión desde niño. Era como
cumplir su sueño, entrar a formar parte de él.
-
Tengo
entendido que se casaron en el otoño del treinta y nueve.
-
Así
es, en la capilla del palacio arzobispal, en la más estricta intimidad, como
suele decirse. No nos escondíamos, pero tampoco nos gustaba hacer fiesta u
ostentación de algo tan personal y que cayó como una bomba entre mucha gente.
-
Gente
que les haría saber su disgusto por la boda…
-
No
crea. Dar la cara, pocos, pero el vacío y los comentarios fueron de órdago.
Conmigo se atrevieron menos: Quizá se comprendía entonces mejor la debilidad en la mujer, o temían la
acritud de mis desplantes. Además, yo podía vivir de mis tierras, sin necesidad
de regalos ni pensiones, y a fe que lo hice. Pero Manuel…
-
Se
cebaron con él, según tengo entendido.
-
De
la noche a la mañana perdió sus cargos y el trabajo que se había agenciado con
su talento como escritor; así, sin una explicación, por grosera que fuese. Se
quedó en la calle. Como quien dice, tuve que alimentar cuatro bocas, en vez de
tres. Por poco tiempo, claro, pues él era muy inteligente y con iniciativa.
Pronto se colocó como periodista, empezó a escribir ensayos y novelas; hasta llegó
a hacer el guión de una película sobre toros. Bueno, eso fue poco a poco, con
los años, cuando al público ya no le decía nada el apellido Fernández de
Echániz.
-
De
todas formas, doña Dolores, alguien estaría a favor de ustedes, los apoyaría.
-
Tiene
razón. Hasta es posible que buena parte de las diatribas tuvieran origen en la
pequeña política y en la envidia hacía nuestras personas. Vieron en la boda la
oportunidad de desembarazarse de nosotros y de la originalidad de las ideas
sociales y femeninas que llevamos a la práctica. Pero también hubo mucho de lo otro. Como ha escrito mi viejo amigo
Patricio Antruejo, hicieron de mí un mito y de mi segundo matrimonio, un
escándalo, algo así como una violación. Suena muy fuerte, pero creo que está en
lo cierto.
-
Vamos
terminando ya, que no quiero cansarla. Con la perspectiva que dan los años y
fallecido hace poco don Manuel, ¿cree usted que su decisión fue acertada?
-
Desde
luego, no pudimos actuar mejor. Tuvimos un hijo y no iba ahora a renegar en
público de mi matrimonio, pero puede creerme. Fuimos enormemente felices, sin
olvidar para nada a Zósimo y su legado personal. Eso nos mantuvo firmes y es el
mayor mentís para quienes quisieron convertirme en estatua de un mausoleo.
Manuel y yo seguimos la senda y la tarea del Héroe. Son otros, que antaño se
rasgaron las vestiduras, quienes con el tiempo lo olvidaron o traicionaron.
Pero esa ya es otra historia.
-
En
efecto, y que podría irritar y dividir a muchos castellarenses. Dejemos las
confidencias en el plano, digamos, sentimental. Ese es el sentido de nuestra
serie de reportajes sobre viudas de guerra. Muchas gracias, doña Dolores, y muy
honrados porque aceptara protagonizar la primera entrega.
-
Ha
sido una satisfacción. A los ochenta y tantos años, que se acuerden de una y la
escuchen es muy de agradecer.
2. Apuesta contra la miseria
-
Debió
de ser algo así como lo que noveló Arniches en La Señorita de Trevélez… ¿Que no la ha leído? Al menos habrá visto Calle Mayor, que es su versión
cinematográfica.
-
¡Ah,
sí! -respondo-. Esa película que rodaron en Palencia. Era de Berlanga, ¿no?
-
De
Bardem, hombre, de Bardem.
Son los
inconvenientes de ser demasiado joven y no muy instruido. Pero a lo que vamos.
Ahora entiendo por qué la señora Lafuente me ha citado en la cafetería del
Casino para la entrevista sobre Viudas de
Guerra. Su madre hace treinta años que murió y es ella -profesora de Lengua
en el Instituto Marsilla, a punto de
jubilarse- quien se ha ofrecido a darme su versión del calvario por el que pasó
doña Práxedes, su mamá, en los primeros
años de viudedad.
-
Toda
la ciudad quedó sobrecogida por la ejecución de mi padre. Era un hombre
extraordinario y, como alcalde, nadie lo había hecho mejor; pero, sobre todo,
se trataba de una persona equilibrada y noble, abierto a todos y muy caritativo.
Eso que no nos sobraba el dinero. Antes los políticos vivían de su profesión y
lo poco que cobraban por la función pública iba a parar a las arcas de su
Partido. Es el pecado capital de los politicastros de ahora: abandonan su
trabajo para vivir a cuerpo de rey, a costa del presupuesto.
Doña Carmen se embala, si se la deja. Pero no es de
política comparada de lo que hemos venido a tratar.
-
Son
otros tiempos -apostillo ambiguamente-. Pero hábleme de esa apuesta.
-
Nos
lo contaron muchos años más tarde de haberse cruzado. Fue en una tertulia de
las muchas de la Pecera -ya sabe, la
gran cafetería del Casino, con amplias vistas encristaladas a la calle-. El tal
don Veremundo comentaría que la viuda del difunto alcalde estaba en vías de
alquilar una de sus muchas casas y tal vez hiciese algún comentario procaz
sobre las prendas físicas de mi madre. Sí, seguro que así empezó todo.
-
¿De
qué edades estaríamos hablando?
-
Mi
madre tendría… cuarenta años. En cuanto al sinvergüenza, pongamos unos diez
años más. No sé. En El Noticiero andará
su esquela, a toda página desde luego. Murió en el cincuenta y tantos.
-
¿Tiene
usted algún retrato de su madre?
-
Desde
luego, pero no aquí. Si me lo dice por lo de las prendas, le resumo: No era guapa, pero sí alta, bien plantada,
algo metida en carnes. Era un tipo de mujer que se llevaba entonces mucho más
que ahora. De todos modos, estoy segura de que tan inmoral envite no tuvo su
origen en el deseo, sino en las ganas de apuntarse un tanto a costa de una
persona famosa en la ciudad, y muy necesitada.
-
¿Y
que apostaron?
-
Una
nadería para ellos: un año de alquiler. Así
no sale de tu bolsillo la rebaja, si cae la viuda, parece que dijeron los
apostadores a favor de mi madre, como si dijéramos.
-
Explíquese,
por favor, para que nuestros lectores lo comprendan.
-
Voy
a ello. Con la muerte de mi padre, nos quedamos en la calle de la noche a la
mañana, pues ocupábamos una vivienda de empresa de La Unión y El Fénix, amplia y céntrica. Éramos seis de familia: mi
madre, sus tres hijos menores -yo, todavía una niña-, un tío soltero y la
criada de toda la vida. Nos habían dado un mes para abandonar la casa, que se
logró prorrogar por otro más. Ya se figurará a mi madre, buscando piso como un
alma en pena, sin apenas dinero y dándole con la puerta en las narices por
motivos políticos, sobre todo miedo. Finalmente, aunque sus casas tenían mala
fama de calidad, fue a ver a don Veremundo. Muy taimado él, le dio el pésame,
encareció en voz muy baja los méritos de mi padre y le ofreció un auténtico
tabuco, aunque muy céntrico, por un alquiler razonable, aunque todavía alto
para nuestros medios. Mi madre le pidió unos días para decidir y él no puso
inconveniente; incluso le insinuó que, negociando
algunos puntos, podría rebajar un poco el precio.
-
¿Seguro
que empleó ya esa frase en el primer momento?
-
Si
lo sabré yo, que fui con ella. No habían empezado todavía las clases y es
posible que mamá tratara de inspirar
compasión, acompañándose de una niña.
-
Entiendo.
Y, entre la primera visita y la siguiente, sería cuando se gestó la apuesta.
-
Me
gusta eso de se gestó. No le habrá
dado yo clase… Perdone, es una broma de profesional. Pues seguramente tendrá
usted razón. El caso es que mi madre estaba muy interesada en aquel piso. No
era solo por tener dónde meterse, sino porque, al estar en pleno centro, era lo
indicado para lo que ella tenía ya en el magín para ganarse la vida: montar un
taller de costura. En fin, fue a la segunda entrevista con don Veremundo -esta
vez, sola- y vino bastante emocionada. Aquel sujeto, por consideración a mi
padre, rebajaba un poco lo apuntado la primera vez. A todo esto -fíjese cómo
estaban las cosas entonces-, no conocíamos a fondo la casa, más allá de lo que
el dueño nos había expuesto. Así que este se ofreció para enseñársela al día
siguiente, a primera hora de la noche, a fin de pasar desapercibidos a los
vecinos y curiosos. La disculpa no era dudosa, por lo que le llevo dicho. ¡Ah!,
en la misma línea el granuja encareció a mi madre que acudiese sola. Yo la esperaré con mi empleada Angelines,
para redactar y firmar el contrato, si todo estuviere a su satisfacción.
-
¡Vaya!,
no se lo montó mal el tal Veremundo, con promesa de carabina y todo.
-
Una
promesa que, como comprenderá, estaba muy lejos de cumplir… El caso es que mi
madre acudió y pasó lo que puede usted figurarse. El tipo se la insinuó de modo
insistente y, por último, apagó la luz y la abrazó con lasciva intención. La
cosa no fue a mayores porque mi madre era fuerte y supongo que gritaría para
alertar a los vecinos…
-
Ha
dicho que supone. ¿No se lo contó ella?
-
A
mí, no, desde luego, ni a nadie en aquellos momentos. Como tantas veces sucede,
sufre mayor vergüenza la mujer solicitada que el macho acometedor. Andando el
tiempo, mi hermana mayor -que era muy parecida a ella en carácter y apariencia-
tuvo cumplido conocimiento de lo acaecido. Yo, ni me atreví a preguntar, ni mi
madre me habló nunca de ello. Lo único de lo que me enteré es de que aquel piso
no se alquiló y que tuvimos que pasar un par de meses recogidos en casas de los
parientes de mi madre, en el pueblo del que era natural. Al cabo de ese tiempo,
con la ayuda de un concejal de derechas de la época de mi padre, logramos
hacernos con una vivienda, así mismo céntrica y, según mi madre, un poco mejor
y más grande que la de don Veremundo. Allí montamos el taller familiar y fuimos
saliendo adelante como Dios quiso, si es que se puede meter a Dios en sucesos
tan lamentables.
-
Según
eso, Veremundo perdió la apuesta. ¿Qué es lo que tuvo que pagar a sus
contrarios?
-
Una
cena a todo meter, aquí en el Casino. Según un camarero que conocimos, se habló
de la mariscada durante mucho tiempo. Figúrese, langosta en tiempos de guerra.
Pero no fue eso lo único que perdió aquel Don Juan de pacotilla. Su hijo
pequeño cayó en la Batalla del Ebro y él mismo sufrió de entonces a poco un
atropello y perdió una pierna. Son cosas que pasan, pero a mí me consuela el
pensar que fueron el justo castigo de su perversidad, como suele decirse.
-
Entonces,
doña Carmen, ¿qué podríamos destacar a nuestros lectores? En todo esto veo
abuso, desprecio, aprovecharse de la triste situación de una viuda de guerra…
-
También
algo más profundo. Es posible que don Veremundo fuese un sátiro o que
persiguiera cualquier cosa con faldas, pero también pudo suceder que se
encaprichase de una mujer mártir, de alguien que tenía el prestigio intangible
de la moralidad, el sufrimiento y - ¿por qué no decirlo? – del respeto de la
buena gente. Todo eso, amigo mío, también atrae, bien para poseerlo, bien para
profanarlo, o para ambas cosas. ¿Quién sabe?
-
Bueno,
muchas gracias por haber compartido sus recuerdos. No sé si quiere decir algo
más.
-
Acabo
de aludir a la buena gente. No dudo
de que la hubiera entonces, como la hay ahora; pero, ¡qué difícil nos fue
encontrarla! Solo muchos años después han ido saliendo de sus conchas, como los
caracoles cuando cesa el aguacero. Pero lo que es cuando los necesitamos… En
fin, don Veremundo pecó por acción, como otros muchos; el resto lo hizo por
omisión, incluso algunos que ahora ponen el nombre de mi padre en libros,
calles y monumentos… Por cierto, ¿estás seguro -permíteme el tuteo- de que no
te he dado clase? ¿No será que suspendiste y no quieres ni recordarlo?
3. La réproba
Quedo citado con
doña Jacinta en el reservado del Café
Suizo y me la encuentro muy bien acompañada de otras tres amigas, más o
menos de su edad, muy atildadas, tomando café y jugando a las cartas. Una de
ellas, al acercarme, bromea:
-
Aquí
tienes a tu pretendiente, Jaci. ¡Qué
callado te lo tenías!
Otra me dice:
-
No
le haga mucho caso, que últimamente se le olvida hasta cantar las cuarenta.
Nos apartamos a
una mesa aislada, al otro lado del saloncito, y un poco corrida por las pullas de sus amigas, me pone en antecedentes:
-
No
vaya a creer que ha sido así toda mi vida, jugar y tomar café. Saqué adelante
con esfuerzo a mis dos hijos y he tenido que lidiar con dos maridos. Ahora, gracias a Dios, aquí me tiene, otra
vez viuda, con una salud de la que no puedo quejarme, dada mi edad, y una
pensión con la que voy tirando, gracias a que la casa es propia. En fin, usted
dirá. No sé muy bien de qué quiere que hablemos.
-
Pues,
para empezar, cuénteme algo sobre su primer marido. Decía usted que tuvo que lidiar con él. ¿A qué se refería
exactamente?
-
¡Jesús!,
es una manera de hablar. Quería decir que tenía mucho carácter y le gustaban
las cosas muy en su punto, no como ahora, que veo a mis nietas repartiendo las
tareas de la casa con sus esposos y dejando el fregadero hasta el día
siguiente, si se tercia. Mi primer marido, Francisco, era apoderado de la
Azucarera, todo un cargazo para su juventud. No sabe lo que le tocó pelear con
los obreros, que miraban mal todo lo que hacía la empresa por aquello de que era
un monopolio, según decían. Yo creo que eso fue lo que le marcó en lo político,
pues él era hijo de ferroviario y todo se lo había ganado como becario y con su
esfuerzo. Los de la UGT se la tenían jurada; así que gracias a Dios que en
Castellar se impusieron las derechas, que si no…
-
Para
cuando estalló la Guerra, ya tenían los dos hijos de que antes me hablaba...
-
Sí,
claro. Vivíamos en una casa de la calle de la Estación: nosotros en el segundo
y mis suegros en el primero, con sus hijos solteros. Era una distribución muy
conveniente; hacíamos nuestra vida, pero nos ayudaban en todo. Idolatraban a
los nietos, sobre todo, a la niña. En fin, de la noche a la mañana todo se puso
patas arriba. A mi suegro lo llevaron detenido por frecuentar la Casa del
Pueblo, pero intervino mi marido, movió influencias, y lo dejaron tranquilo.
Eso fue poco antes de que le diese la ventolera y nos sorprendiera con que se
iba voluntario al frente.
-
¿Es
que no le correspondía por la edad?
-
Claro
que no. Había cumplido ya los veintinueve. Con esa edad y dos hijos al cargo,
habría podido pasarse tranquilamente en casa toda la guerra.
-
¿Y
que lo llevaría a tomar una decisión así?
-
Yo
creo que lo que pasaba con su familia. Los hermanos, solteros y más jóvenes,
eran llamados al frente por obligación. Luego, los favores que le hicieron
cuando lo de su padre. También, que era simpatizante de Falange. A poco de
empezar la contienda, se hizo del Movimiento y no era persona para estar
emboscado, como tantos otros. El caso es que, pasada la Navidad del treinta y
seis, apareció por casa vestido de soldado y me soltó la andanada: que se iba
al frente. No te preocupes -me dijo-, por mi edad y preparación, me han
reclutado en Intendencia. Lo mismo me dan un destino de retaguardia. ¡Bien
sabía él que no iba a ser así, pero a todos nos doró la píldora!
-
Entonces,
no le respetaron el compromiso…
-
Sí,
sí; a Intendencia lo mandaron, pero con los camiones del frente de Madrid. Y
allí se estuvo los seis meses que le quedaban de vida. En julio del treinta y
siete se dio la sangrienta batalla de Brunete, como usted sabrá y, precisamente
el día 18, aniversario del Movimiento, fue a caer mi Francisco en Quijorna, un
pueblo perdido de la provincia de Madrid. Una bomba de la aviación cayó sobre
su convoy y murió en el acto.
-
Sería
un golpe tremendo para todos ustedes.
-
Figúrese,
a mis veintisiete años, viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños. Solo tenía
una luz de esperanza: la de que la familia de mi difunto esposo siguiera tan
unida a mí como hasta entonces. Y, en un principio, así fue, no voy a negarlo.
-
Y
usted, ¿no tenía familia?
-
Eran
gente pobre, que vivía en un pueblo muy lejos. Yo preferí seguir como hasta
entonces, en Castellar. Eso sí, tenía algunos estudios y aprendí mecanografía. En
la Azucarera me dieron trabajo, en memoria de mi Francisco.
-
Trabajo
y una pensión, me figuro.
-
Pues
se figura mal. Él llevaba pocos años trabajando y la muerte había sido en
acción de guerra. El subsidio tenía que venir del Gobierno y mi marido había
sido un simple soldado. Así que me despacharon con cuatro perras, ni para el
alquiler. Eso sí, me ofrecieron plaza para los niños en un colegio de Auxilio
Social en Medina. ¡Lo que faltaba!; que me llevaran a las pobres criaturas a
una especie de orfanato, como si también les faltase yo. El caso es que, de
mutuo acuerdo, mis suegros y yo decidimos juntarnos y tirar para adelante,
compartiendo la pena y la penuria.
-
Hasta
ahí, doña Jacinta, todo normal, dentro de lo que cabe. ¿Qué pasó, para que todo
cambiase a peor, al poco tiempo?
-
Pues
que empezó a pretenderme un compañero de oficina, soltero, bastante mayor que
yo. A mí, la verdad, me extrañó porque andaba por los cuarenta, tenía tierras
en Navarra y fama de buen vividor. No parecía lo más lógico que tirara los
tejos a una viuda pobre y con dos hijos. Además estaba el hecho poco respetuoso
de que no hubiera pasado ni un año desde la muerte de Francisco. Yo era muy
franca; así que decidí aclarar las cosas, no fuera a ir él en plan de aventura,
y tuvimos una conversación en serio. El hombre se explicó a plena satisfacción
mía: que me quería como esposa; que les tenía afecto a mis hijos y no pretendía
tener otros conmigo; y que, por supuesto, el matrimonio nos sacaría de la
pobreza y empezaríamos una nueva vida en Pamplona, tan pronto acabara la guerra,
pues su estancia en Castellar no le estaba resultando grata y menos lo sería
para nosotros, a la vera de la familia de mi marido.
-
Veo
que ya se olía la tostada el aspirante…
-
Cierto,
joven. No en vano era una persona con experiencia. El caso es que yo decidí, de
acuerdo con él, no adelantar las noticias a mis suegros y esconder también
nuestra relación a los compañeros de la oficina, algo más fácil de decir que de
hacer. Como él no era fogoso ni yo estaba realmente enamorada, conseguimos
seguir haciendo la misma vida de antes, hasta concluir la guerra. ¡No vea cómo
se puso la familia de Francisco por no haberlos informado a su debido tiempo, como decían! Me cerraron las puertas de su casa
-los niños bajaban solos a visitarlos, pese a lo pequeños que eran-. No volví a
ver una peseta suya, si bien tengo que reconocer que siguieron atendiendo y
obsequiando a sus nietos, pero siempre en especie. En fin, cuando al fin nos
casamos, no vinieron a la boda y me retiraron la palabra. Así que fue una
bendición el marchar para Navarra y no volverlos a ver. Por algunos amigos
comunes, me consta que me llamaban falsa, ligera, vendida y no sé cuántas
lindezas más. Allá ellos.
-
¿Y
así siguieron las cosas hasta el final?
-
Conmigo
y con mi Serafín, desde luego. Mis hijos, cuando estuvieron en edad de viajar,
venían con cierta frecuencia por acá, dado que yo siempre procuré que
mantuvieran las relaciones; pero llegó un momento que se dieron cuenta de la
inquina que me tenían sus tíos y abuelos, y ellos mismos fueron espaciando las
visitas. Más tarde, mi hija se casó con un castellarense y trabaja aquí en una
inmobiliaria; yo, al morir Serafín, hice de tripas corazón y seguí sus pasos; y
en esta ciudad me tiene desde hace casi diez años.
-
Tengo
que preguntarle dos cosas para acabar, doña Jacinta. La primera, si no habría
cierto antagonismo político de su segundo marido con la familia del primero.
Sabido es que, en casos así, el nuevo matrimonio solía ser visto como una
especie de traición al difunto.
-
Sí,
conozco casos, pero el mío no fue de esos. No veo otra razón para su inquina
que el que pretendiesen que yo siguiera viuda por los siglos de los siglos. Ya
sabe la mentalidad que había entonces: Los padres eran los guardadores de la
memoria de sus hijos y las mujeres, unas casquivanas que, tan pronto se las
dejaba a su aire, se liaban con otro por liviandad o por dinero.
-
No
sé, usted sabrá. Yo no viví aquellos tiempos… Bien, la segunda pregunta -que
hago a todas las entrevistadas de la serie, por curiosidad de los lectores-:
¿Qué tal le fue en su segundo matrimonio?
-
Muy
bien, tanto a mí, como a mis hijos. Es usted muy joven todavía, pero algún día
aprenderá que una buena receta para la felicidad conyugal puede ser la de
ayudarse, respetarse y quererse, sin llegar a enamorarse perdidamente. A
nosotros nos fue muy bien hasta el final.
-
Entiendo:
equilibrio entre el corazón y la cabeza.
-
Me
ha comprendido perfectamente… Así que el reportaje saldrá en el suplemento del
próximo domingo… Anda que no van a echar bilis los pocos que quedan de la
familia de Francisco de aquellos tiempos… ¡Que se fastidien, por lo mucho que
me hicieron sufrir a mí!
No hay comentarios:
Publicar un comentario