Sin carné
Por Federico Bello
Landrove
Este relato puede parecer un mero pretexto
para presentar unos lugares ideales y una película inmortal. Con todo, espero
que los personajes resulten gratos y no desmerezcan mucho del escenario. Y
hasta es posible que tengan algo interesante que decirnos, si nos decidimos a
escucharlos con cierta atención.
1. Los personajes
Emma podía
sobrellevar trabajo, enfermedad, problemas familiares, dificultades económicas.
Incluso era capaz a duras penas de soportarlo todo junto. Un chute de pintura moderna, una ración de
karaoke, un fin de semana triscando en la montaña, era suficiente para soltar
congojas y cargar pilas. Cuando la cosa se ponía peliaguda, llegaba el momento
de llamar a los padres o a los amigos de verdad, de hablar con las estrellas o
de arrancarse por gregoriano. En último extremo, estaba el mar, su mayor
consolador y más fiel consejero. Pero, en casi todo ello andaba por medio su
amado monovolumen, con el que, mal que bien, llegaba a todas partes desde su
coqueto chalé, perdido en la campiña,
fruto de una decisión tomada en otra época más juvenil y venturosa, pero
conservado contra viento y marea por razones -como ella- más apasionadas que
prácticas.
Figúrense, pues,
su gesto y su lenguaje cuando una tarde de mayo, al regresar a su nido desde el
lejano lugar de trabajo, encontró una carta oficial que, en resumidas cuentas,
decía:
Habiendo sido
sancionada en el plazo de un año por tres infracciones graves de tráfico, con
sendas multas de 200 euros y pérdida de cuatro puntos del permiso de conducir,
ha sido usted privada de este por un plazo de seis meses. Sírvase personarse en
esta dependencia en el término de ocho días a contar desde la recepción de esta
notificación, para entregar el citado permiso, quedándole prohibido conducir
vehículos de motor hasta que, pasado dicho semestre, obtenga la pertinente
rehabilitación de conductores para recuperar tal derecho.
¿Ya han imaginado
vívidamente la reacción de Emma? Pues sigamos adelante y acompañémosla de modo
discreto en su aislamiento campestre; en los periplos en autobús, previa espera
literaria o folclórica en las estaciones; en las costosas carreras de taxi y
las broncas de sus hijos, por llegar tarde a sus citas; en los te debo una a los vecinos piadosos y una
miajita sarcásticos… Y así, día tras día, semana tras semana, sin otra luz en
aquel horizonte más que semestral que el mes de vacaciones, con proyectada
estancia semanal en la Ribeira Sacra,
viaje iniciático a un mundo de desfiladeros, iglesias románicas y eremítica
espiritualidad. Un viaje pensado como itinerario, con el coche como compañero
indispensable, dado lo abrupto y despoblado del periplo. Y ahora, una misiva
sancionadora lo reducía a cenizas, a un imposible, a la nada. Pero Emma tenía
coraje y una fértil inventiva:
- - ¿Qué
me voy a quedar sin viaje? ¡Ni hablar! Lo necesito y nadie va a privarme de él.
¿No dicen que en el Parador de mis sueños hay un estupendo spa y que el edificio en sí es enorme y artístico? Pues no se hable
más. ¡A la porra las iglesias y los miradores! Me recluiré como una monja, con
el agua por hábito y el aceite de oliva por cilicio.
Con un deje de
coquetería, se mira de soslayo en la gran luna del salón, que le devuelve la
imagen bella y cuidada de casi siempre, aún con el arrebol del enfado. Una
vanidad sin malicia le viene a la boca, mientras yergue el busto y recompone
manualmente el peinado. Susurra:
-
Seguro
que hay por allí caballeros motorizados tan galantes, como para ofrecerme una
plaza de acompañante en sus escapadas. Y no seré yo quien haga melindres a
servirles de ilustrada guía, a cambio de transporte y yantar.
Sonríe con tan
solo pensar en tal idea. Concluye:
- - A
ver si el viaje va a resultar más divertido de lo que, en principio, esperaba.
***
Luis, encargado de
la sección de videoteca y libros de los grandes almacenes La Unión -sucursal de la calle Arapiles-, acababa de salir del
traumatólogo, con el sobre de pruebas diagnósticas bajo el brazo. La voz del
médico todavía resonaba en sus oídos:
- - Tiene
la segunda vértebra lumbar severamente desviada. No le extrañen los dolores de
espalda que viene padeciendo. De hecho, irán a más y hasta pueden degenerar en
incapacidad funcional. Mi consejo es que se opere, antes de que los nervios
sufran un daño irreparable.
- - Y
la cirugía, ¿qué expectativas tiene?
- - No
voy a engañarle, Luis. Digamos que en su caso hay como un sesenta por ciento de
probabilidades de éxito, frente a un veinticinco de simple mejoría y un quince
de no servir para nada o dar lugar a un resultado negativo.
- - Entonces,
doctor, ¿no sería mejor un tratamiento paliativo?
- - Por
ahora, tendría posibilidades de aliviarlo; pero, a medio plazo, la cosa irá a
peor…, a mucho peor.
No muy convencido,
Luis se había apuntado a la lista de espera quirúrgica para la clínica en que
el doctor operaba. Lo habían dejado para septiembre, como los profesores en sus
tiempos juveniles. No le había importado la demora:
- - A
ver si con el calor y la sequedad del verano mejoro; y las vacaciones seguro
que me vienen bien. Sobre todo, esa estancia en Galicia: Me va a costar un
pico, pero dicen que el relax y el tratamiento hacen maravillas. ¡A la porra la
operación! Hay que agotar primero todas las demás posibilidades.
No le apetecía
regresar a los almacenes. Se encaminó, pues, a la redacción de la revista Cultura y Ocio, de la que era cronista cinematográfico, pomposa forma
de definir su colaboración con las reseñas de los estrenos, a cien euros cada
una. Era una forma de aplicar sus conocimientos para sacar un sobresueldo, que
bien le venía para pagar ochocientos euros mensuales de pensión para su ex y los chicos, sin dejar por ello de
comer y disfrutar de algún honesto
esparcimiento, como decía su madre. Al llegar a la Revista, lo abordó
Julita, con la maliciosa impertinencia de siempre:
- - ¿Qué
noticias nos traes, Luisito? ¿Te vas a quedar en silla de ruedas?
El interpelado
resopló y procedió a explicar a su colega de moda femenina lo mucho que acababa
de aprender sobre el tratamiento de la espondilolistesis. Julita, un tanto
aburrida de la perorata, volvió a las andadas:
- - ¿Y
no te vendría bien una faja? Yo la llevo en la estación fría. Precisamente me
la quité hace una semana. Tal vez te hayas dado cuenta…
El bueno de Luis
comprendió que tenía un motivo más para no perdonar la estancia gallega, aunque
se dejara en ella todos sus ahorros. Se imponía perder de vista a ciertas
personas. Y, si aprovechaba bien el tiempo, era posible que pudiese acabar su
interminable proyecto de libro sobre El
cine francés, de los orígenes hasta la Nouvelle Vague. ¡Hasta era posible que se lo prologase Félix Alday si, al
fin, acababa su trabajo antes de que falleciera aquel veterano y sabio
periodista! Fiel a su costumbre de siempre, empezó a tachar en el calendario
los días que faltaban para el ansiado 15 de julio, en que empezaría las
vacaciones. Y, cosa curiosa, pareció mejorar de sus dolores, incluso cuando
cogía el coche para ir y venir al trabajo, pese a la expresa prohibición del
galeno. En eso, Luis era inflexible:
- - Iré
y volveré de Santo Estevo en mi Laguna[1],
parando cuando me apetezca. Y, una vez allí, tranquilidad y a escribir.
Para ir haciendo
boca, preparaba con tiempo y delectación el equipaje de una maleta, dedicada en
exclusiva a libros, revistas y vídeos de cine galo. Pienso que no era mala
forma de anticipar la felicidad y hacer tangible la esperanza.
2. La donna immobile
Se habían avistado al día siguiente de su llegada,
contemplando el contradictorio espectáculo de una boda de punta en blanco, en
medio de la Naturaleza sencilla y silenciosa. Aprovechando que la iglesia
estaba generosamente florida e iluminada, Emma y Luis se colaron entre los
invitados y acabaron coincidiendo ante el retablo de los Apóstoles. No cruzaron
una palabra pero, por su indumentaria, ambos supusieron que compartían
alojamiento en el Parador. Al día siguiente, se repitió la coincidencia en la
recepción del hotel, pidiendo información sobre los recorridos en catamarán por
los cañones del Sil. Y esta vez, Emma sí aprovechó la oportunidad que se le
brindaba.
- - ¡Qué
pena! -comentó-. Nada menos que a ocho kilómetros de aquí. Y yo que no he traído
el coche, creyendo que habría un embarcadero justo aquí abajo…
Luis se dio por
aludido:
- - Yo
sí he traído coche, pero dicen que la carretera de acceso es espeluznante y el
médico me ha aconsejado no conducir. Tal vez se podría ir andando.
- - Ni
se les ocurra, dijo el recepcionista. Tendrían que ir por la orilla del río y
las sendas están tupidas por la maleza.
- - ¿Y
si contratásemos un taxi? Si le parece bien…
- - Sí,
podemos ir juntos -concedió Emma, más por compromiso que por desear una dudosa
compañía-.
Con todo, la
excursión resultó grata. Luis era un aceptable conocedor de las especies de
flora y fauna, además de buen conversador en materia de libros y de cine. Emma
aprovechaba su buena base de bellas artes, para describir las iglesias y
ermitas que se insinuaban entre la floresta, según avanzaba la embarcación por
aguas del Sil. Él parecía feliz con solo disfrutar de la compañía de aquella
mujer tan agraciada y buena conversadora, pero ella, en forma de preguntas y
juicios discutibles, ponía sutilmente a prueba el fondo y la cultura de su
acompañante, tan sincero como poco locuaz. El examen no resultó desfavorable, a
juzgar por la despedida, tras continuar durante la cena el coloquio, ya
enfocado más bien a aspectos de trabajo y familiares.
- - Estoy
pensando, Emma -dijo Luis, de forma que parecía esperar una negativa-, si
podríamos ir mañana al spa a la misma hora. ¡Es tan aburrido esperar turno y
hacer el circuito, sin conocer a nadie!
- - ¡Huy,
lo que sobra es con quien hablar! En estos sitios todo el mundo conversa e
interpela al prójimo, sin necesidad de haber sido presentados.
Luis intuyó que
Emma trataba de quitárselo de encima por algún motivo relacionado con los
trajes de baño y la insinuante promiscuidad de la sauna y el jacuzzi. Se apresuró a explicar:
- - Me
duele bastante la espalda, con los masajes que me dan. Me apetecería más el
tratamiento junto a una persona amiga.
Emma no quería ser
descortés; de modo que aceptó, con cierta sorna:
- - ¡Ah,
ya veo! Lo que quieres es una enfermera a tu lado. Haré lo que pueda por
mitigar tus dolores.
Mientras subían la
escalera monumental rumbo a sus habitaciones pensó que había hecho un pan como
unas tortas. Le habría venido fenomenal un caballero con un buen coche
disponible y, en su lugar, estaba quedando con un individuo anodino, que no
podía conducir por prescripción facultativa. De todas formas, aún quedaban
varios días y se prometió que, de forma educada, tendría que cambiar de
acompañante. Mejor dicho, habría de evitar que, como tantas veces antes, se le pegara un tipo completamente inadecuado
para sus propósitos. Sí, mañana mismo, en la sala de relajación, hablaría con
Luis.
***
Las tumbonas para la recuperación, envueltas
en una suave luz azulada, eran ideales para confidencias y conversaciones incómodas, con los ojos cerrados o la
mirada perdida en un techo, que imitaba el cielo estrellado del anochecer.
Emma, como quien no dice nada, inició así su prevista ruptura:
- - No
sabes las ganas que tenía de venir a la Ribeira
Sacra, para recorrer los pequeños monasterios y las iglesias románicas, y
-mira tú por donde- he tenido que venirme sin coche.
- - Lamento
no poderte llevar adonde quieras pero ya sabes el problema médico que tengo. De
todas formas, aunque sea enojoso, podríamos llamar un taxi del pueblo más
cercano, como ayer para el crucero por el río.
Emma comprendió
que no le iba a ser fácil librarse de Luis. Mientras preparaba alguna
ocurrencia liberadora, hizo tiempo trayendo a colación un dato que,
sorprendentemente, aún no le había referido, tal vez, por vergüenza:
- - Ya
ves. En el momento más inoportuno me han dejado sin carné.
Luis apenas pudo
contener la risa y replicó:
- - Eso
no es problema. A mí me sobra… Precisamente tengo cuatro en mi habitación.
¿Quieres verlos?
- - ¿Cómo?
¿Te dedicas a falsificar documentos?
- - No,
mujer. Son auténticos, solo que reproducciones.
Lo que había
empezado con incredulidad y sorpresa, se estaba convirtiendo en una lucecita de
esperanza. No para todo el tiempo, pero
en fin, en situaciones de máximo apuro…, pensaba Emma. Decidió que, si
cuidaba itinerarios y momentos, no tenía mucho que perder:
- - Necesitarás
alguna foto mía…
- - Chica,
tanto como necesitar…, pero sí que me gustaría tener una como recuerdo.
- - Tal
vez tenga alguna en el bolso, aunque dudo que sea de las de carné.
- - Me
lo figuro, pero casi preferiría alguna más personal.
Emma estaba hecha
un lío. Luis concluyó:
- - No
hay prisa. A la hora de comer, si la encuentras, me la traes.
En fin, la ruptura tendría que esperar.
Durante el
almuerzo, Emma volvió al tema, ante la aparente indiferencia de su compañero de
mesa:
- - Como
me temía, no he encontrado una foto adecuada. Tal vez, con el teléfono móvil…
- - Claro.
Te la sacaré con el mío en cuanto acabemos de comer. En el claustro de los
Obispos quedará superior.
Emma lo taladraba
con la mirada, tratando de llegar al fondo de aquella esperanzadora comedia:
- - Pero,
bueno, ¿no trabajas en unos grandes almacenes?
- - Sí,
pero también soy una especie de experto en cine.
- - Eso
puede darte una base como fotógrafo, pero, de ahí, a facilitar carnés…
Luis zanjó la
averiguación de manera displicente y harto peligrosa:
- - Mira,
Emma, voy a pasarme trabajando toda la tarde en un libro que estoy acabando.
Ando mal de tiempo y no bajaré a cenar. Así que piénsalo y, si al fin quieres
carné, sube hacia las diez a mi habitación -la 207- y te enseño.
Como ustedes
comprenderán, lo menos que supuso Emma es que el experto en cine iba a cobrarle el carné en especie. Mas la
curiosidad es dudosa consejera, sobre todo, cuando tiene toda una tarde
lluviosa y aburrida para crecer y crecer. Después de todo, era una mujer con
redaños y el Parador tenía una ocupación del noventa y dos por ciento, según el
recepcionista. Así que, a la hora señalada, Emma llamaba a la puerta de la
habitación de Luis, tras haberse dado confianza con un pensamiento muy manido y
no exento de riesgos imprevistos:
- - A
fin de cuentas -se dijo-, este es un experimento con gaseosa.
3. Del paraíso y sus niños
-
Pasa,
Emma, y ponte cómoda que, dentro de un momento, estaremos en el paraíso.
La habitación estaba en penumbra. Apenas una lámpara de mesa
iluminaba el amplio recinto, desde el lado izquierdo del televisor, que Luis
procedía a encender en aquel momento.
- - No
tenemos palomitas, pero unos anacardos nos vendrán al pelo. Tres horas y cuarto
dan mucho de sí para aguantar sin comer nada… ¿Una coca-cola?
Emma no entendía
nada. Por toda explicación, Luis le señaló con una mano la cama. Ella enrojeció
y se puso en guardia:
- - ¿Así,
sin más ni más?, preguntó ásperamente.
- - Tienes
razón. Haré la presentación, como si estuviésemos en un foro de cine… Pero
siéntate aquí primero… Amiga Emma, la película que vas a ver esta noche está
considerada como la mejor del cine francés, tanto por la Academia
Cinematográfica de aquel país, como por el público galo. Se trata, por
supuesto, de Les enfants du paradis,
dirigida por Marcel Carné y estrenada en marzo de 1945…
Sin dejar de
hablar, Luis conectó el videorreproductor y tomó de sobre la cama cuatro cajas
con sendos DVD. Además de la citada película, se trataba de las cintas Le quai des brumes, Thérèse Raquin y Les
visiteurs du soir, todas del director Carné. Emma, al fin, comprendió.
***
A eso de la una y
media de la noche, Emma se levantó y dispuso a salir del cine. Rozó levemente el brazo de Luis y dijo:
- - Magnífica,
gracias... Se ha hecho tardísimo y mañana podríamos levantarnos algo temprano
para ir a ver Santa Cristina.
Parecía como si
Luis tuviera ganas de conversación:
- - ¿Con
quién te has sentido más identificada, con el personaje de Arletty o con el de
María Casares?
Emma simuló un
bostezo y replicó a botepronto:
- - Según
momentos… No es fácil escoger entre el arte y la vida.
Luis era insistente.
Según abría la puerta, le preguntó:
- - Y
de sus cuatro amadores, ¿a cuál habrías elegido tú por compañero?
- - Eso,
amigo mío, habrás de descubrirlo por ti mismo.
Y salió.
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