La vejez de Peter
Pan
Por Federico Bello
Landrove
Muchas veces me he hecho la pregunta de si
Peter Pan, el eterno niño, no tendrá tanto de fantasía, cuanto de realidad. Con
la ayuda de un grupo escultórico existente en un parque de Oviedo (España), nos
asomaremos a los milagros y desventuras de uno de los muchos ciudadanos de Nunca Jamás, que viven entre nosotros.
Pedro Zato había
pasado la vida aprendiendo a no comprometerse. No es disciplina sencilla, pero
había tenido para ello ciertas facilidades. Unos padres abnegados y curtidos en
el sacrificio lo habían preservado de las contrariedades e instilado en su
espíritu el sano egoísmo. Una mente
despierta y una salud envidiable le ahorraron dolores y franquearon la senda
cómoda del estudio. Su cultura y carácter acomodaticio le abrieron las puertas
de una pocas y buenas amistades, así como el afecto y adhesión de su familia.
Claro que no todo habían sido rosas en el camino de la vida, pero él había
aprendido a sacar de tristezas y fracasos la provechosa lección de que la
retirada a tiempo es una victoria. Así, cuando sus primeras relaciones
sentimentales terminaron en dolorosos tropiezos, Pedro concluyó que él no
estaba hecho para tomarse el amor tan en serio; al menos, mientras la edad y la
experiencia de la vida no le permitieran estar
preparado.
En eso no le
llevaron sus padres la contraria, pero sí cuando, después de licenciarse en
Químicas, desechó cualquier idea de colocarse en la industria o ejercer como
profesor y aceptó la oferta de un amigo farmacéutico, de colocarlo de mancebo
en su establecimiento. Su progenitor puso el grito en el cielo y, durante un
tiempo, las relaciones entre ellos se volvieron tirantes. Luego, las aguas
volvieron a su cauce y Pedro no tuvo -como había temido- que marcharse de la
casa paterna. Después de todo, como argumentaba su madre, el chico gana lo suficiente para vivir bien. A lo que su hermana Silvia
maliciosamente añadía: Sobre todo,
comiendo la sopa boba.
-
No
pretenderás que le cobremos, como si estuviese de pensión en nuestra casa,
replicaba la señora.
-
Claro
que no, mamá, pero a vosotros no os sobra el dinero. Podía salir de él fijar
una cantidad para cubrir gastos, replicaba la hija.
Luego, los padres
fueron envejeciendo y Pedro se convirtió para ellos en lo que todo anciano de
salud mediocre anhela: un consultor cercano, relativamente ducho en Medicina;
no digamos si, como era el caso, les recetaba sin salir de casa y les llevaba a
esta los medicamentos. Mas, con específicos y sin ellos, todos morimos y, en el
caso de sus padres, demasiado pronto,
en opinión de Pedro. Así, frisando la cincuentena, nuestro amigo quedó solo, en
el viejo piso familiar.
***
La verdad es que
fue poco más que el espacio lo que sus hermanos le consintieron conservar de la
casa paterna. Entre la pasividad consustancial a Pedro y las ganas que le
tenían de hacerle pagar lo comido durante
tantos años, muebles y alfombras, libros y cuadros salieron rumbo a otros
domicilios, o se hizo almoneda de ellos. Cuando acabó el expolio, el mancebo se
sentó en un sillón desfondado, en el centro de la sala y suspiró:
-
Menos
mal que el piso está alquilado, que, si llega a ser en propiedad, me ponen en
la calle.
Sobre un pequeño
velador desencolado, lo contemplaba su madre, en la flor de la edad,
sosteniendo a un niñito de pololos, jinete en un brioso corcel de cartón piedra,
con fondo de frondosa arboleda. Otrora, en el salón poblado de ajuar y de
recuerdos, el retrato le pasaba casi inadvertido; pero ahora, náufrago en un
mar de vacío, despertó la ternura de una compartida soledad.
-
¿Qué
habrá sido de La Torera?, se preguntó
en voz alta, recordando aún el apodo de la fotógrafa de calle, ante la que
había posado tanto tiempo atrás.
Días después
repitió la misma pregunta en la farmacia. El boticario se burló:
-
¡Estás
en Babia, Perico! Esa señora murió hace un montón de años. En el Diario ha venido que le van a levantar
una estatua en el Campo, justo donde se ponía para sacar las fotos… No tiene el
Ayuntamiento mejor cosa en que gastar el dinero.
Pedro se encogió
de hombros y no hizo comentarios. Lo cierto es que a él no debió de parecerle
mal la idea pues, a los pocos días de que finalmente se inaugurase el sencillo
memorial, lo visitó y tomó unas instantáneas. No le fue fácil evitar que
saliera algún chiquillo, caballero en el broncíneo corcel que una vez fue suyo.
***
Al quedarse solo
en aquel piso despojado, Pedro tuvo que empezar a tomar las pequeñas decisiones
cotidianas de todo buen amo de casa. Para librarse de tan pesada carga, decidió trasladarla a los hombros de quienes, por
profesión, estaban preparados para asumirla. Una asistenta se encargaría de las
tareas de la casa, incluida la comida de mediodía. Unos grandes almacenes
correrían con el amueblamiento y puesta a punto de la vivienda, hasta
convertirla de nuevo en un hogar confortable. Sus ahorros de toda la vida y lo
que de la herencia le repartieron sus hermanos bastó para cubrir gastos.
Con todo, no
fueron pocos los quebraderos de cabeza, de organización y económicos, que le
trajo su vida en soledad. Desacostumbrado a tomar decisiones, se le hacía un
mundo que, de día, provocaba enojosos olvidos y confusiones en la farmacia y,
por la noche, insomnios que lo tenían en vela hasta las tantas. Por si fuera
poco, la criada le salió rana, además
de respondona, y, sobre saquearle la vivienda, lo demandó luego por despido
improcedente. Se puso a buscar alguna ayudante honrada, a más de eficaz, pero el
tiempo pasaba y Pedro se encontraba agobiado y desasistido. Llegaba la noche y,
después de cenar cualquier cosa, sacaba los abundantes atrasos de las tareas
domésticas. Después, agotado, se iba a la cama, para encontrarse con que no
había forma de conciliar el sueño. El farmacéutico, un tanto molesto con el
creciente desaseo y despistes de su otrora fiabilísimo mancebo, le aconsejaba:
-
Lo
que tienes que hacer es casarte. Y no te lo digo por la ayuda que una mujer
pueda reportar, sino porque está visto que no eres para vivir solo. No sabes
sacar partido a la soltería -concluía con malicia-.
Pero el aconsejado
pensaba para sí que, antes de tomar esposa, convendría explorar otras
alternativas. Lo primero tenía que ser el recuperar las horas de sueño y, para
ello, aunque no era nada partidario de las píldoras, cogió de la farmacia un
somnífero no muy potente. Una vez más, su principal volvió a la carga:
-
Acabarás
dependiendo de los medicamentos. Lo mejor es dar un buen paseo antes de irse a
la cama. Tú vives bien cerca del Campo. Es el sitio ideal. Hasta es posible que
encuentres a alguna buena moza por el Paseo de los Tilos.
-
¡Qué
cosas tienes, Matías! En fin, seguiré tu consejo…, hasta cierto punto.
***
Los pies lo
llevaron inconscientemente hasta el monumento a La Torera. Aunque ya era tarde, estaba cansado y se dejó caer en la
silla enrejillada, dejando que la mano izquierda de la fotógrafa le oprimiera
el hombro, con un contacto que, lejos de resultarle frío, le pareció
reconfortante. Entornó los ojos y se dejó estar, hasta que la pesadez de los
párpados devino insuperable. Imágenes de las inquietudes de aquel día fluían en
tropel hasta el alero de su memoria y emprendían el vuelo hacia el horizonte del
olvido. Los dedos de la retratista tomaban vida y le imbuían un fluido cálido,
que poco a poco se repartía por todo el cuerpo. Una voz susurrante, trasunto de
la de su madre, lo acunaba con su nana favorita. Y Pedro, sin razón y sin
palabras, volaba también en brazos de la fe, con la seguridad de la infancia y
una música ya casi olvidada:
All my trials, Lord,
Tanteó en sueños,
hasta dar con las enhiestas orejas del caballo de juguete. Como Iris a Morfeo,
la voz de su madre lo impulsaba a cabalgar de nuevo el colorido caballo de su
infancia. Si la silla encantada de adulto había expulsado sus penosas vacilaciones,
¡qué no haría el fuste de aquel humilde nieto de Pegaso para retornarlo al
mundo mágico de la irreflexión y la inocencia! Así pues, aún en sueños, Pedro
fue deslizando su cuerpo desde la silla, cuello abajo del cuadrúpedo, hasta
quedar malamente a horcajadas, con las rodillas casi en el suelo. Se abrazó al
corcel y posó la barbilla sobre las crines. El frío húmedo del bronce le hizo
abrir los ojos, cuando a punto estaba de emprender la galopada hacia Neverland[2].
Una aguda voz
femenina que demandaba auxilio acabó por traerlo a Vigilia. Se puso en pie atropelladamente y acudió en defensa de aquella
desconocida que estaba siendo agredida por un individuo medio borracho. Se
interpuso entre la pareja y recibió la paliza que, de otro modo, habría sufrido
la joven. Cuando recobró el conocimiento, uno y otra habían desaparecido. Pedro
se puso en pie y, como buenamente pudo, llegó hasta la silla de sus
ensoñaciones, tratando de recuperar fuerzas y restañar con el pañuelo la sangre
que manaba generosamente de su nariz.
Josefa, La Torera, meneó la cabeza, al
contemplar la ropa embarrada, sus labios tumefactos, el cabello apelmazado de
cuajarones. Posó la pesada mano sobre su hombro y le susurró:
-
La
próxima vez que vayas a hacer de San Jorge, por lo menos monta en el caballo.
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