La fuerza de las
palabras
Por Federico Bello
Landrove
La lectura de la novela
La ladrona de libros, de Markus Zusak, me retrotrae a uno de mis
temas favoritos (la fuerza y las debilidades de las palabras escritas) y me
anima a revisitarlo en el ámbito de la Alemania nazi, si bien con preferencia
de la época prebélica. El encanto de las ciudades de Weimar y Salzburgo espero
influya para hacer este relato (a mitad de camino entre la realidad y la
fantasía) un poco más atrayente.
1. La expulsión de Micol
El 25 de abril de
1933, el Gobierno alemán impuso un cupo máximo del uno y medio por ciento de
estudiantes no arios en las escuelas
y universidades públicas de todo el país, para evitar la saturación de tales centros docentes. A la letra, lo que tal norma
imponía era un límite a la admisión de nuevos discentes pero claro está,
en la parda Turingia[1]
-otrora verde-, la ley fue interpretada con el rigor que caracterizaba a su Gauleiter, Fritz Sauckel, y que le haría
merecedor del epíteto de modélico por
el mismísimo Hitler[2]. Días
antes de la promulgación, los inspectores educativos habían sido convocados a
su despacho, para recibir la siguiente consigna:
-
¡Aplicación
inmediata y sin excepciones! La presencia de esos estudiantes en los centros
docentes es motivo de escándalo y posible alteración del orden. Que se vayan a
sus casas y empiecen a buscar colegio privado para el próximo curso.
-
¿No
podría tenerse alguna tolerancia en Weimar? -se atrevió a sugerir el inspector
jefe de esta ciudad-. Ya sabe usted que el número de alumnos judíos es aquí muy
reducido.
-
¡Esta
es una ley de aplicación nacional! No podemos andar con reservas y, menos aún,
en nuestra Capital.
En consecuencia,
la orden fue transmitida personalmente por los inspectores a todos los centros
docentes weimarianos, incluido el simbólico Gimnasio
Goethe de la Amalienstrasse. Su director objetó:
-
Bien
podría esperarse a concluir el curso. Total, un par de meses…
-
Órdenes
son órdenes, replicó el inspector. Eso sí, en su mano queda permitirles que
hagan los exámenes finales, dado que el Gauleiter
no ha excluido expresamente tal posibilidad.
En sexto curso, la
expulsión por motivos raciales afectó tan solo a una alumna, Micol Auerbach,
hija del contable de los almacenes Sacks&Berlowitz.
Era una mocita de dieciséis años, de apariencia vulgar, introvertida y
estudiosa. Cuando, por indicación del profesor de Historia, recogió todas sus
cosas, lo hizo en silencio y tragándose las lágrimas. Una vez la judía fuera
del aula, el docente se atrevió a explicar:
-
Por
razones legales, vuestra compañera no volverá por clase, hasta que se celebren
los exámenes finales. En vosotros está el prestarle alguna ayuda con las
explicaciones y apuntes de los próximos dos meses.
Los compañeros se
miraron unos a otros, entre la perplejidad y el recelo. Uno de ellos se atrevió
a preguntar:
-
¿Por
qué la echan del Gimnasio?
-
Porque
está sobrecargado de alumnado no ario, contestó con ironía el historiador,
usando el eufemismo legal.
Pese al
tecnicismo, los muchachos comprendieron y lo trasladaron a sus padres. Casi
todos lamentaron lo sucedido, pero se dijeron que Micol era lo bastante
inteligente, como para aprobar los exámenes con la mera ayuda de los libros de
texto. En último extremo -como dijo su amiga
Helga- ya pediría ayuda en caso de necesitarla.
Para los padres de
Micol, era el segundo golpe duro en el mismo mes. El día 1 de abril, Sacks&Berlowitz había sufrido -como
el resto de los negocios de propiedad judía en toda Alemania- el boicot
coactivo por parte de los paramilitares nazis. Lucie Berlowitz, con su
acostumbrado vigor, había minimizado la trascendencia del evento, pero Rudolf
Auerbach, su contable, había sacado sus propias conclusiones:
-
Quien
me mandaría hacer caso al señor Pinthus y dejar Erfurt para venirme a esta
pretenciosa miniatura, que es Weimar. Aquí nos conocen a todos por el nombre.
Y, por si fuera poco, ni sinagoga tenemos. Solo falta que ahora venga a menos
el negocio y me rebajen el sueldo. Todo por hacer favores, para que los
hermanos Berlowitz tuviesen un contable de
plena confianza. Veremos si no me cuesta perder el trabajo. En fin, menos
mal que Rebeca no me dio más hijos que Micol. Con los aires que corren por
Alemania, me alegro de no haber tenido una progenie más numerosa.
Y, ahora, su hija
única era expulsada del prestigioso Gimnasio
Goethe para evitar la insoportable sobreabundancia de estudiantado no ario.
El señor Auerbach se sulfuraba:
-
Según
los últimos datos de la Centralverein,
somos en todo Weimar cuarenta y tres familias judías, con un total de ciento
nueve miembros. ¿Cuántos niños y adolescentes podremos contar, diez o doce tal
vez?
-
Lo
ignoro, papá, repuso Micol. En mi Gimnasio nos han echado a dos; es todo lo que
puedo decirte.
-
¿Y
dices que te dejarán hacer los exámenes de fin de curso?
-
Eso
me ha asegurado el Director, aunque todo depende de que no reciban órdenes en
contrario.
-
Que
las recibirán -pronosticó su padre-. Y, en todo caso, con dos meses sin poder
ir a clase, no creo que vayas a aprobar.
-
Ya
me las arreglaré, no te preocupes. Alguna compañera me ayudará.
Un poco lejos de
allí, en la Bahnstrasse, al pie de la Wasserturm,
se desarrollaba una conversación similar, entre padre e hijo. El maquinista de
primera, Andreas Fleischer, platicaba con su hijo Lutz, acerca de la peregrina ocurrencia
que este había tenido:
-
No
voy a negar que estoy en contra de estos abusos -reconocía el padre-; pero no
puedes olvidar que, si estás estudiando, es con una beca concedida por el
Gobierno de Turingia. Bastará con que te desmandes un poco y la perderás e irás
a ejercer de guardagujas o fogonero, en el mejor de los casos. ¿Es que esa
chica no tiene compañeras que sean amigas y le echen una mano?
-
Pues
pasan los días y nadie se decide. El profesor de Historia lo ha recordado un
par de veces y que si quieres. Hay mucho miedo. Ya lo sabes por experiencia
propia.
-
¡Oye,
oye, que yo voy siempre por derecho y todavía no me habrás visto levantar el
brazo! Pero tu caso es distinto. Eres un chaval y tienes que labrarte un buen
porvenir. ¿Vas a tirar por la borda todo lo que llevas aprendido?
-
Claro
que no, pero seré prudente y, en todo caso, es cosa de mes y medio.
-
Está
bien -gruñó Andreas-, pero no vayas a su casa. Podéis veros en la biblioteca
pública, o en algún parque.
Lutz era
obstinado, pero también prudente. De todas formas, no tenía teléfono y de
alguna manera tenía que quedar la primera vez. Así que, no sin cierta
excitación, acudió a la dirección que le había facilitado el susodicho
profesor, en la Marienstrasse.
-
Micol,
sal que ha venido para hablar contigo tu compañero Ludwig Fleischer.
La chica, atónita,
acudió a la llamada de su madre, atusándose el cabello y alisando la falda, por
el largo pasillo. En efecto, en la habitación
de los libros, la esperaba el becario
-como todos lo llamaban en clase-. Se puso en pie y le espetó, mientras echaba
mano a un cartapacio de hule:
-
Te
traigo los apuntes de estos días. Toma nota lo antes que puedas y me los
devuelves… Pero no en casa. Vivo lejos. Mejor quedamos en algún sitio…
Micol calculó por
el tamaño del mazo de cuadernos y sugirió:
-
¿Te
parece bien pasado mañana a esta misma hora? Escoge tú un lugar que te venga
bien.
-
En
el Puente Stern. ¿Qué te parece a las
cuatro?
-
Perfecto.
Allí estaré. Y muchas gracias.
El de nada sonó junto a la puerta de
entrada. No puede decirse que el muchacho no siguiese en lo posible las cautas
indicaciones de su padre.
2.
La ardiente despedida
El 21 de junio de
1933, miércoles, los alumnos de sexto curso del Gimnasio Goethe de Weimar realizaron su último examen final, el de
Latín. Micol, aparentemente contenta por su desempeño, esperó junto a la verja
la salida de Ludwig, cambiando apenas unas palabras con él en voz baja, que
cerró con la siguiente frase:
-
Nos
vemos a las cinco donde siempre. Tengo que decirte algo importante.
Donde siempre era el Puente Stern, donde la pareja quedaba
todos los días que intercambiaban apuntes o estudiaban juntos las cuestiones
más abstrusas. Desde allí, aprovechando las largas tardes de primavera, se
encaminaban invariablemente a la Piedra
de Dessau, en lo profundo del Parque, donde ambos esperaban pasar
inadvertidos. Pero, pese a su prudencia, eran varios los compañeros que estaban
al corriente de sus encuentros y empezaba a cundir el rumor de que el becario y
la judía se habían hecho novios. El profesor de Historia llamó aparte al
muchacho y lo advirtió:
-
Es
encomiable su ayuda a la señorita Auerbach, pero no menudeen sus encuentros.
Empiezan a ser la comidilla de los más maliciosos y ya sabe usted cómo están
las cosas de la Política.
Lutz, por lo
pronto, se preocupó, pero pudo más su amor propio y el deseo de no ceder ante
sujetos a los que menospreciaba. Por otra parte, pronto acabaría el curso y,
con él, el encargo de Herr Schulz. A
partir de ahí, ya se vería si entre ellos -como él empezaba a creer- había surgido
algo más que altruismo y camaradería intelectual. ¿Qué pensaría a este respecto
la firme y reservada Micol, tan celosa de sus sentimientos, pese a la confianza
y gratitud que le demostraba? Tal vez esa tarde -la primera del verano- sería
un buen momento para preguntárselo.
La primera
sorpresa para el joven es que su camarada se presentó con una amplia mochila de
piel a la espalda que, a juzgar por su volumen, iba atiborrada. En broma, le
comentó:
-
Mucha
comida traes para solo dos personas.
Ella pareció no
entender. Su semblante estaba más serio que de costumbre. Lutz trató de
trasladar la carga a sus espaldas, pero Micol no se lo permitió. Caminaron
hombro con hombro hasta la Piedra, sin
hablar apenas. Una vez allí, la muchacha descargó el fardo, se sentó en las
piedras de travertino y esperó a que Lutz hiciera lo propio. Luego, de forma
lenta y emocionada, dijo:
-
Tal
vez sea esta la última tarde que pasemos juntos. Hasta es posible que no nos
veamos más… Las cosas están para nosotros
tan negras, que mis padres han decidido sacarme de Alemania, para que pueda
continuar con los estudios… y mi vida pacífica y regular.
Lutz no quería
interrumpirla, pero se sintió obligado a rebajar el dramatismo de su amiga,
minimizando los riesgos de la situación y admitiendo la posibilidad de un
cambio a mejor, en vista de la reacción contraria de la mayoría de la gente. Micol sonrió con amargura y contestó:
-
La gente… ¿Cuántos, además de ti, han movido un
dedo por ayudarme? ¿O crees que no es doloroso para mí separarme de lo que
hasta ahora ha sido mi vida? No, Lutz, las cosas no van a cambiar para bien,
sino a peor. Mira, si no, lo que preparan para esta noche, y seguro que tu gente acude como a un divertido
espectáculo.
-
¿Un
espectáculo esta noche? ¿Alguna Sommerfest,
tal vez?
-
Algo
así… Una magna quema de libros contrarios
al espíritu alemán. Ya sabes, como se viene haciendo en tantas otras
ciudades desde hace meses. La capital de Turingia no podía quedarse atrás.
Lutz permaneció
callado. El bibliocausto no era cosa
que le afectase directamente, en vista de la penuria absoluta de textos
literarios o filosóficos en su casa. Micol levantó penosamente la mochila del
suelo y se la entregó con estas palabras:
-
Toma,
quédate con ellos… No temas, no son de los prohibidos. Simplemente es una
selección de los libros que más me han influido o emocionado. Algunos hasta los
tengo anotados o comentados al margen. Yo no me los puedo llevar a Austria y he
pensado que nadie más digno que tú de conservar lo que tanto he amado.
La chica estaba a
punto de sollozar, pero Lutz se fijó en lo que, por el momento, más le
interesaba:
-
Así
que te vas a Austria. ¿Sabes ya a dónde?
-
Todavía
no lo hemos decidido. Ha sido todo tan rápido que probablemente no lo sepa
hasta que esté de camino. Cuando tenga señas estables, te lo haré saber.
El muchacho, sin
saber bien qué decir, abrió la mochila, con el propósito de examinar los
libros. Micol le puso la mano sobre el brazo, para disuadirlo:
-
No,
aquí no -dijo-. Cuando estés en casa, los hojeas con tranquilidad.
La joven se
levantó, desasosegada, y tomó el camino de la Casa Romana. Lutz cargó el hato de libros y la siguió, ligeramente
retrasado. Pero pronto ella se detuvo, lo miró y esbozó una forzada sonrisa:
-
Perdona
-dijo-, no me estoy comportando como debiera con un amigo querido, en los
últimos momentos de estar juntos… Ven -agregó, tomándolo de la mano-, tenemos
mucho que decirnos, pues estaremos separados largo tiempo.
***
Fue la última
tarde de su adolescencia; al menos, ella la recordaba así. Regresaron cuando el
sol se ponía en las colinas. Micol insistió en despedirse junto a la Escuela de Música Liszt, donde Lutz había tenido la oportunidad de escucharla, pocos
días antes, en el concierto de fin de curso. Asociando ideas, él intentó
animarla:
-
No
dejes de llevarte el violín. Seguro que en Austria encuentras academias mejores
que esta.
Apenas le dejó
acabar la frase. Lo besó furtivamente en la mejilla y se echó a correr hacia su
casa, sin volver la vista atrás. Lutz se quedó parado, con los ojos fijos en su
falda amarilla, hasta que la silueta se perdió en la Plaza Wieland. Luego,
lentamente, como sonámbulo, recorrió el largo trayecto que lo separaba de su
morada. La noche ya había caído y su callejeo era someramente iluminado por las
farolas. Al cruzar el Graben, grupos
de individuos, dominantemente jóvenes, voceaban consignas y cantaban aires de
talante antisemítico, portando banderas y pancartas, y arrastrando carretas
llenas de libros apilados. Dos de ellos, con uniforme de las Juventudes Hitlerianas, interpelaron a
Lutz:
-
¿Qué
llevas ahí?
-
Libros,
por supuesto.
-
Pues
ya sabes en dónde vamos a quemarlos.
-
Claro,
pero aún tengo que ir por más.
Con esa disculpa,
siguió su camino, procurando en lo sucesivo evitar las calles más concurridas.
No diremos que el chico no estuviera inquieto, pero dominaba en él la idea de
salvar el depósito espiritual que Micol le había confiado. Algo le hacía
imaginar que lo mejor de ella se quedaba con él, en Weimar. Seguramente esa
creencia habría quedado reforzada, de conocer el contenido de la carta que, ya
en casa, salió de entre los libros, según los iba colocando sobre la cómoda:
Querido Lutz:
Si hay algo que me hace particularmente
difícil abandonar Alemania es dejar de verte y vivir días tan hermosos, como
los que han quedado atrás. Eso me duele, pero también me reconforta, al
comprobar que hay personas dispuestas a ayudar y compartir, simplemente porque
es de justicia y se lo pide el corazón. Pase lo que pase, pues, nunca te
olvidaré y soñaré con el regalo de volver a verte y recorrer juntos de la mano
-como habremos hecho esta tarde- las verdes praderas junto al Ilm.
Espero que los libros que ahora tienes
bajo tus ojos te abran la mente y te recuerden a esta joven judía, que todo lo
puede sufrir, incluso el dolor de haberte conocido de verdad, para perderte tan
poco tiempo después.
No dejes de merecer nunca el ser Ludovicus Weimarus Princeps meus[3].
Queda contigo,
Micol
3.
El alegre represaliado
Viernes, 3 de
julio de 1936. Weimar es un hervidero de gentes uniformadas, un bosque de
estandartes, una nube de banderas y gallardetes. El Führer visita la ciudad, en memoria del Congreso Nacional del
Partido nazi, celebrado allí diez años antes. Como es natural, el día es
festivo y edificios oficiales y comercios permanecen cerrados. Lejos de la
Plaza del Mercado, preparada para el magno desfile, y de la explanada donde
Hitler se dirigirá al pueblo, el profesor de Historia, Herr Schulz y el recién graduado, Ludwig Fleischer, mantienen una
animada conversación, ayudada por sendas jarras de cerveza bien fría, aunque el
día no sea especialmente caluroso. Escuchémoslos sin que lo noten:
-
Bien,
Fleischer, el Gimnasio c’est fini. No
crea, hubo momentos en que temí que no lo lograras: Toda esa campaña en tu
contra, como amigo de los judíos, y
tu rechazo a ingresar en las Juventudes Hitlerianas… Y, en este último curso,
la pérdida de la beca por el 5 con que te obsequió nuestra patriótica latinista[4]…
El caso es que me sentía responsable, por haberte animado a ayudar a Micol,
desencadenando con ello las represalias.
Lutz se encogió de
hombros y repuso:
-
¡Bah!,
nunca me sentí a gusto estudiando en el Gimnasio. Eso es para intelectuales o
chicos de muy buena cabeza. Lo mío habría sido la Realschule[5]
e ingresar luego en un centro formativo para ferroviarios, pero mi padre se
empeñó y ya ve. Al final, ha tenido que echar mano de sus ahorros para que
terminase mis estudios. Total, ¿para qué? Ni pensar en ir a la Universidad, y
no tengo formación básica como obrero. Así que, por lo menos, me largaré de
esta ciudad y perderé de vista a mis amables camaradas del saludo la romana.
-
¿Ya
has pensado lo que vas a hacer?
-
Por
de pronto, cumplir con el Trabajo Voluntario[6].
Aunque aún no tengo los diecinueve, presenté la solicitud tan pronto aprobé el
último examen y acaban de comunicarme el destino a Anklam, no sé si para
desecar lagunas o construir carreteras. Como lo resista bien, estoy dispuesto a
pedir continuación, pasado el semestre de rigor.
-
No
te desmoralices, amigo Ludwig. En los últimos cursos he notado en ti una clara
mejora en cultura y expresión. No descartes seguir estudiando. Si no lo haces
así, nos defraudarías a tu padre y a mí…, así como a otra persona que muestra
por ti un interés muy especial.
El joven
comprendió al punto de quién podía tratarse, aunque no se explicaba el
conocimiento de su mente que el profesor evidenciaba. Pese a ese interés muy especial y a su compromiso
al partir, Micol no le había hecho llegar sus señas en Austria, ni le había
sido posible conseguirlas de sus padres, pese a su insistencia:
-
Lo
lamento, muchacho -le había respondido Herr
Auerbach-. Micol corre serio peligro si llega a saberse aquí su paradero,
pues ya sabes cómo está la situación. Sé que te interesas sinceramente por
ella. En consecuencia, no le busques complicaciones. Y me consta que ella opina
lo mismo.
En base a lo
expuesto, Lutz dudaba de que el profesor fuese sincero, cuando decía conocer
los sentimientos de Micol. Se quedó mirando a Schulz dubitativo y este aclaró:
-
Tu
amiga, con gran esfuerzo personal, ha seguido su formación en Austria. Falta de
medios y de orientación, acudió a mí por intermedio de su padre y yo le he
estado mandando material y consejos a la dirección que me indicaron: un
apartado de correos… ¡Qué demonios!, no creo que porque tú la escribas vaya a
hundirse el mundo. Eso sí, prométeme que lo harás de tarde en tarde y que no
insistirás, si ella te pide que no sigas haciéndolo.
-
Tiene
usted mi palabra.
El profesor tomó
una servilleta de papel y escribió el número de un apartado de Salzburgo. La
entregó a su ya ex alumno y concluyó:
-
A
juzgar por tu evolución en estos últimos años, no me cabe duda de que Micol ha
sido para ti una excelente influencia, aunque no sé exactamente cómo. Procura
serlo también tú para ella: No le detalles las muchas cosas tristes y violentas
que nos toca vivir y muéstrate optimista acerca del futuro. Y, si pones un
poquito de corazón en el empeño, creo que ambos saldréis ganando.
Se despidieron y
Ludwig, apenas hubo salido del café, sacó del bolsillo la nota, leyendo y
memorizando: Apartado de Correos 127.
Salzburgo. Le dio en pesar si con eso bastaría, o habría de violar el conveniente
anonimato. Tenía la Wasserturm ya a
la vista cuando dio finalmente con la idea de emplear dos sobres, haciendo
constar en el interior las iniciales M.A.
de la destinataria. Incluso resolvió emplear para el remite un seudónimo que
ella descifraría: Franziskus Dessauer[7].
Hacía mucho tiempo
que no entraba tan veloz y alegre en su casa. La primera carta tenía que
empezarla esa misma tarde, aunque el envío tendría que esperar al lunes. ¡Qué
menos que tres días de fiesta merecía el gran orador que, en esos mismos
momentos, comenzaba su discurso, del que ha quedado constancia para la Historia!:
Diez minutos
después, la arenga concluía. Diez minutos después, la carta a Micol comenzaba.
4. El nido vacío
… Y ya sabes, mi querido amigo, que, si vienes por esta hermosa ciudad, te
estaré esperando.
Esas habían sido
las últimas palabras de la única carta que Micol le había escrito, años atrás,
en contestación a su primera, fechada -como dijimos- en el Día de Hitler en Weimar. Después había habido muchas más de Ludwig,
desde su trabajo voluntario en
Pomerania; en sus tiempos de modesto fogonero y aprendiz de maquinista en
Leipzig y en Dortmund y, finalmente, desde Wasserburg am Inn, donde estaba
haciendo el servicio militar en un regimiento de tanques -quien maneja una locomotora domina cualquier otra máquina, había
sentenciado su padre-. Muchas cartas -decimos- de Lutz a Micol, pero solo una
de esta a aquel. Ya se lo había advertido la joven: Tenía que ser muy cauta,
pues Austria se estaba volviendo casi tan nazi como Alemania y los judíos
estaban tan mal vistos aquí como allá.
Y ahora, el 12 de
marzo de 1938, había llegado el momento de que el cabo Fleischer rindiese por
fin visita a su judía favorita; una visita muy especial, como ustedes sin duda
imaginarán por la fecha. En la tarde anterior, después de unos días de
concentración en el cuartel, la unidad acorazada recibió la orden de ponerse en
marcha hasta la ciudad fronteriza de Burghausen, como trámite previo a la
invasión de Austria. Durante el trayecto, Ludwig no hacía otra cosa que pensar
en la dulce Micol; naturalmente, tal como era cinco años atrás, cuando la vio
por última vez. Sus cartas volvían a la memoria y recordaba con orgullo su
promesa cumplida al profesor Schulz. Podían haber flaqueado sus fuerzas, sus
valores, sus sentimientos, pero en aquellas misivas él se había mostrado como
era o, mejor aún, como querría haber sido: alegre, decidor, ocurrente,
cariñoso, detallista. Tal vez se hubiera excedido un poco, como cuando le decía
mil finezas o hacía planes con ella para un futuro mejor. Es verdad que la
joven ya solo era -y no es poco- un recuerdo hecho de paseos por el Parque y
notas con letra menuda en los márgenes de los libros, que había leído cien
veces. Con todo, esas lecturas habían conformado su personalidad y marcado
indeleblemente sus decisiones. Incluso le habían enseñado a amar a otras chicas,
que siempre se parecían a Micol, aunque en el tono menor que tiene la realidad
ante la fantasía: Esta tenía peor silueta; aquella ceceaba al hablar; la otra
no sabía tocar el violín; la de más allá tenía mal carácter. No quería
reconocerlo, pero su personalidad se había desdoblado: Por aquí el amor; por
allí el sexo; durante la mañana, el penoso trabajo; en la noche, soñar y
escribir; en sociedad, la cara superficial y disciplinada; en soledad, su alma
reflexiva y crítica. En las cartas había intentado mostrar sus mejores facetas,
pero seguro que a Micol no había podido engañarla. A fin de cuentas, ¿qué
podían significar palabras sobre un papel, sin presencia y sin respuesta?
En la madrugada de
aquel sábado recibieron la orden de arranque de los panzer[9], con la
tranquilidad que daba el que, finalmente, no habría resistencia por parte de
los invadidos. El comandante del
escuadrón montó en el tanque que conducía nuestro cabo Fleischer y dijo
eufórico:
-
Y
ahora, muchachos, ¡a Salzburgo!
Ludwig se dijo que
era el momento de poner fin a la presunta espera
de Micol, por más que desconociese su dirección. Salzburgo era una ciudad
de mediano tamaño y no le sería difícil dar con su amiga, de un modo u otro. El
caso es que le concedieran unas horas para hacer gestiones. No sería difícil si
su Unidad permanecía acantonada hasta el siguiente día, por lo menos.
Hicieron el
recorrido en poco más de una hora, sin otro obstáculo que el júbilo popular,
que desbordaba los límites de la carretera. Al entrar en Salzburgo, la mayor
parte del convoy fue desviado hacia explanadas de las afueras, pero el
regimiento acorazado de Ludwig avanzó, en son de potente espectáculo, hasta la Domplatz, que apenas podía contener
tanto blindado. Una vez allí, el cabo conductor le echó atrevimiento y solicitó
permiso para ausentarse unos minutos, a fin de llamar por teléfono. El
comandante se lo concedió, bromeando:
-
¿Qué?,
¿vas a contar a tus padres los duros combates que hemos librado para llegar
hasta aquí?
No era eso, desde
luego, lo que Lutz pretendía. Entró en el primer café que encontró abierto tan
temprano y pidió la guía telefónica. Tuvo la suerte de cara: A nombre de
alguien de apellido Auerbach figuraba un Gasthof[10] en la Linzergasse. Preguntó la distancia
y el camarero sonrió:
-
Es
al otro lado del río, pero en Salzburgo todo está cerca; cosa de diez minutos.
No se atrevió a
llegar hasta allí sin permiso, ni a solicitar una nueva licencia. Regresó con
sus compañeros y se dijo que, de permanecer en la ciudad, tiempo habría de
hacer una escapada por la tarde. Y, de no ser así, ocasión tendría de volver,
ahora que el Anschluss[11] hacía de Alemania y Austria un mismo
país.
***
Comieron un rancho
frío traído por la Intendencia y el sargento le informó de que, a la caída de
la tarde, abandonarían la Plaza. Ludwig le pidió el favor especial de contar
con tres horas, para visitar a una prima,
a la que tenía mucho cariño. El suboficial se echó a reír:
-
Pues
demuéstrale tu cariño a toda prisa a esa prima,
porque te quiero aquí a las cuatro y media en punto.
El joven preguntó
por el trayecto más corto hasta el río Salzach y, en un cuarto de hora, se
encontraba frente a la pensión deseada. Por cierto, el nombre de su titular
había sido eludido, una precaución lógica en los tiempos que corrían… y en los
que se avecinaban.
Fue inútil que
Lutz se presentara como amigo de Micol y lo acreditara con detalladas
referencias a sus padres y a su casa en Weimar. La hospedera que lo atendió se
limitó, una y otra vez, a repetir la misma cantilena:
-
La
chica por la que me pregunta marchó de aquí hace meses. No tengo idea de su
actual paradero.
Ludwig se
desesperaba. Inútilmente le echó en cara lo inverosímil de tal ignorancia,
siendo ella y Micol parientes próximos -su
tía, aventuró el muchacho-. Lo más que logró fue que ambos levantasen la
voz y se asomaran al pasillo algunos huéspedes quienes, al ver el uniforme
militar, se escabulleron. Pero una chica con delantal, que salió de la cocina,
suavizó la tensión:
-
Deja
que yo atienda al soldado, mamá. Sigue tú con el fregado.
La señora se
retiró rezongando y dijo algo al oído de la moza. Esta condujo a Lutz hasta un
comedor amueblado con dos aparadores y tres mesas para cuatro plazas. Tomaron
asiento y le preguntó:
-
¿Eres
tú el compañero que ayudó a Micol cuando la echaron del gimnasio?
-
Desde
luego y el que no ha dejado de escribirle cartas en todos estos años.
La joven sonrió:
-
Me
consta. Es prima mía y nos llevamos muy bien… Verás, mi madre no te ha mentido.
Hace un par de meses que los padres de Micol aparecieron por aquí. La situación
se había puesto muy mal en Weimar para ellos y los almacenes en que trabajaba
tío Rudolf estaban a punto de cerrar. Así que, entre los peligros en Alemania y
el riesgo inminente de anexión de Austria, vendieron la casa y cuanto pudieron
y vinieron para acá. Dos semanas más tarde, arreglado el papeleo, mi prima y
sus padres marcharon con rumbo desconocido… Bueno, sabemos que llevaban visado
para pasar a Suiza, pero no nos concretaron más, por razones de seguridad. Os escribiremos, prometieron, pero hasta
ahora, que yo sepa, no lo han hecho.
Ludwig calló durante unos instantes.
Luego dijo:
-
Me
alegro de que tomasen esa decisión. Como yo falto de Weimar desde hace tiempo,
no sabía que sus padres se hubieran ausentado… Y más valdrá que vosotros hagáis
lo propio. No vayas a creer que Hitler tendrá consideraciones con la Marca del Este[12].
Magda, la prima de
Micol, bajó los ojos con tristeza, pero pronto se repuso y, durante un cuarto
de hora largo, resumió a Ludwig los años de vida salzburguesa de aquella. Hacía
hincapié en los progresos de sus estudios musicales, hasta el punto de estar en
el último curso del Mozarteum. Salió
unos momentos de la habitación y volvió con varias fotografías y un grueso
cuaderno de pastas duras, que dejó sobre el aparador, mientras mostraba y
comentaba a Ludwig las imágenes de Micol, algunas enmarcadas. Aprovechando la
presencia junto a ella de otros chicos, Lutz preguntó:
-
¿Tiene
novio?
-
No
exactamente, repuso Magda sonriendo. Es lo suficientemente atractiva como para
que la pretendan y lo bastante tonta como para guardar ausencias. Parece como
si el fondo de su vida se hubiera petrificado en vuestro Weimar… Esto te lo explicará mucho mejor que yo.
Acompañó esta
última frase con la entrega a Ludwig del voluminoso cuaderno. La joven impidió
que el destinatario lo abriese, explicándole:
-
Es
el diario de Micol, que reservaba para ti. De hecho, me lo confió al partir,
con la ilusionada esperanza de que el Anschluss
te trajera hasta esta casa, como así ha sido. No lo abras en mi presencia
pues seguro que me agobiarías a preguntas. Dejemos que las palabras se
expliquen por sí mismas.
Se despidieron,
deseándose suerte. Aunque la hora de reincorporación estaba próxima, le pudo la
impaciencia y se acodó un par de minutos en el Staatsbrücke para leer la primera página. Era una dedicatoria que,
a fuerza de repasarla, Ludwig aprendería de memoria. Decía así:
Nuestros días de primavera hicieron de ti un
príncipe a mis ojos. Tus cartas han sido mi vida y mi esperanza. No poder
contestarlas ha constituido mi mayor dolor. Sirva este diario de pobre y tardía
respuesta al talento y la bondad que me has demostrado. Si por suerte llegare a
tus manos, Micol estará en ti, como tú estás en mí. Y todo lo que no acierte a
decir con las palabras, estoy segura de que podrás sentirlo en mis silencios.
5. Epílogo
Ocho de noviembre
de 1960. La orquesta de la Suisse Romande
da un concierto en la Staatskapelle weimariana.
La segundo violín principal, Micol Auerbach, aprovecha todo el tiempo que le
dejan los ensayos para visitar sus lugares queridos, abandonados casi treinta
años atrás. Deja para el final la visita a la familia de Lutz, con la que ha
entrado en contacto por carta, tan pronto supo con certeza de la celebración y
fecha de la audición. Atardece cuando llama a la puerta de la casita ajardinada
de la Tiefurter Allee. Un muchacho la pasa a la sala, someramente amueblada en
su centro, pero con varias estanterías altas en el contorno, completamente
llenas de libros. En seguida aparece Frau
Wallendorf, de soltera Fleischer. Micol hace por imaginársela en su
juventud, pero le resulta imposible encontrar en ella rasgos comunes con su
difunto hermano, como no sea la nariz aguileña. Pronto la conversación es
fluida y la anfitriona, sin dejar de hacer los honores del té, le compendia,
con maestría de profesora, el tiempo pasado:
-
Como
ya le escribí, Lutz cayó en el frente oriental, en el verano de 1944. No había
medios de repatriar su cadáver, ni hubiese tenido ningún sentido. Nos
devolvieron sus pertenencias y, entre ellas, este diario, que creo que es suyo.
A Micol le dio un
vuelco el corazón, al tener en sus manos aquel amado documento, parcialmente
desencuadernado, pero sorprendentemente limpio y con los colores conservados.
Liesel comentó:
-
Lo
llevó al frente y lo tuvo consigo hasta el final. Nos lo restituyeron envuelto
en un hule protector. No he sido capaz de encontrarlo.
La violinista lo
hojeó durante unos minutos e hizo intención de dejarlo en la mesita baja. Liesel
se opuso:
-
De
haber vivido todavía mis padres, no le digo que no hubiesen querido conservarlo
en memoria de mi hermano. Yo pienso que, fallecido él, debe volver a su autora.
Seguro que es lo que Lutz habría deseado.
Le resultaba ahora
difícil a Micol centrarse en la conversación. Las manos se le iban
inconscientemente al diario y los ojos al reloj. ¿Habría escrito Lutz algo en
sus páginas? ¿Habría alguna última carta entre ellas? Liesel, entre tanto,
hablaba y hablaba: de los tiempos de la Guerra; de los rusos y el actual
Régimen comunista en Alemania Oriental; de cómo Ludwig le había inoculado el virus de las palabras, hasta convertirse
en profesora de Literatura.
-
Claro
que bien sabemos lo que dejó escrito Heine: Donde
acaban las palabras, empieza la música. Así que usted ha elegido el mayor
don.
Micol no quería
entrar en controversias: Apenas faltaba una hora para empezar el último ensayo.
Rogó que le llamaran un taxi. Cuando este llegó, se fundió en un abrazo con Liesel,
momento que aprovechó para una réplica final:
-
La
buena poesía, como la de Heine, tiene su propia música. ¿Cómo, si no,
trascenderíamos las palabras?
Iba ya el vehículo
a iniciar la marcha, cuando Liesel recordó algo. Exclamó:
-
¡Espere
un momento! No le he devuelto los libros que le dejó a Lutz cuando marchó usted
a Austria.
Micol hizo ademán
al conductor de que siguiera. Se limitó a decir:
-
Habrá
en taquilla dos entradas a su nombre, para el concierto. Si quiere, puede
dejarme los libros allí.
El vehículo
arrancó. Micol abrazó el diario, estrechándolo contra su pecho. Cerró los ojos,
sintió una opresión ahogadora y cálida y recordó:
Mein süsses Lieb, wenn
du im Grab,
im dunkeln Grab wirst
liegen,
dann will ich steigen
zur dir hinab
[1] La región o land de Turingia es famosa por su verdor y bosques. El epíteto de parda alude al color típico de los
uniformes del partido nazi. Turingia
es considerada por algunos como pionera del Nazismo. Para las referencias
históricas sobre Turingia en general y Weimar (su capital en la época del
relato), me he valido especialmente de dos obras: Michael H. Kater, Weimar: From Enlightment to present, Yale
University Press, 2014, y Dr. Steffen Rassloff, Antisemitism in Turingia, 2008, publicado en Internet.
[2] Fritz Sauckel (1894-1946) fue Gauleiter y Reichsstatthalter de Turingia entre 1927 y 1942, en que pasó a
tener competencias generales sobre la mano de obra forzada o esclavizada,
motivo principal por el que fue condenado a muerte en el juicio principal de
Núremberg y seguidamente ajusticiado. Hitler lo apodó Muster-Gauleiter (Gauleiter modelo),
por su energía y fidelidad.
[3] Juego de analogías con la dedicatoria latina
de la Piedra de Dessau, existente en
el parque an der Ilm de Weimar: Francisco Dessaviae Principi.
[4] Bueno será recordar que las calificaciones
numéricas estaban comprendidas entre 1 y 6, siendo el 1 la máxima y el 6 la
mínima. Por tanto, el 5 suponía suspender la asignatura.
[5] Alternativa educativa al Gimnasio,
caracterizada por un currículo más científico y técnico.
[6] Prestación prácticamente forzosa que en la
época habían de cumplir los jóvenes alemanes, a partir de los 19 años de edad,
durante un periodo medio de seis meses, en ambientes rurales. Las actividades
más usuales eran las agropecuarias y las obras públicas.
[7] Recuérdese la nota 3.
[8] El discurso de Hitler en Weimar, el 3 de
julio de 1933, puede consultarse íntegro en Internet. Un extenso resumen
audiovisual se encuentra en Youtube.
[9] Nombre general en alemán para los tanques.
[10] Fonda, pensión o pequeño hotel.
[11] Por antonomasia, anexión de Austria al Reich alemán, desde 1938 hasta los
Tratados que pusieron fin jurídicamente a la Segunda Guerra Mundial.
[12] Ostmark,
denominación frecuente de Austria en la terminología oficial, a partir de su
anexión a Alemania.
[13] Versos de Heinrich Heine (1797-1856),
traducidos así por Elisabeth Siefer: Cuando
estés en la tumba, dulce amor, / en la oscura tumba, / a tu encuentro voy a
descender / y a estrecharme contra ti.
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