La cólera de los
hombres (IV)
Amar para morir,
morir por amar
Por Federico Bello Landrove
La leyenda de la reina Dido es más confusa que la de las anteriores
heroínas de tragedia de esta serie, dado que ofrece diversas versiones de gran
difusión, entre ellas la muy sensible y novelada de La Eneida. Apenas tienen una
clave en común: la de que una Reina desgraciada y valiosa se suicida por
motivos de amor, ya por no ser plenamente correspondida (Virgilio), ya por no
poder amar a quien se lo impone (Ovidio, Justino). En este relato he mezclado
libremente ambas versiones: Elisa[1]
ofrendará su vida tratando de salvar la de todos los que la aman y son amados
por ella.
1. Una
oferta irresistible
Su historia no había tenido nada de
particular. Los padres habían emigrado al norte, en busca de mejores
condiciones de vida y trabajo que las que dispensaba en su juventud la labranza
de secano. En aquella villa habían nacido todos los hermanos, salvo el
primogénito, y allí se habían quebrado la espalda los viejos y criado la
joven generación, trabajando y ahorrando hasta montar un próspero taller de
cerrajería, en el que laboraban su padre y sus tres hermanos –todos varones-,
cada cual en su especialidad. Ajenos a la familia, tan solo un oficial veterano
y los temporeros que requiriese la cartera de pedidos. A su madre la habían
retirado al cumplir los cincuenta, aunque nominalmente figurase de alta en la
empresa. Ella, Elisa, habría querido hacerse maestra, pero no estaba bien
que, siendo tan despierta para las letras y las cuentas, contratasen a un administrativo
en puesto de tanta confianza, por andar con el dinero y los contratos. Total,
que pasó a formar parte de la cooperativa laboral Soto e Hijos, en la
que todos tenían una participación definida, a partir del momento en que el
hijo mayor se casó y pasó a vivir independiente. A Elisa le correspondía por
ahora un ocho por ciento en las pérdidas y ganancias, habida cuenta de su
soltería y menor esfuerzo, como decía su padre, con plena discrepancia
por su parte.
En todo lo expuesto, ya lo he dicho, nada hay
fuera de lo normal. Como tampoco se salía de lo común, desgraciadamente, lo que
pasó un día de septiembre, cuando dos forasteros llegaron en una moto y
pidieron hablar con el patrón sobre un asunto que no quisieron anunciar.
La cosa estaba clara. Tiraron de documentos fiscales y de la seguridad social y
le hicieron una radiografía de la empresa, que parecía la conociesen desde
dentro. Y no eran inspectores de Hacienda, como el viejo Soto estaba empezando
a maliciarse, sino recaudadores del llamado impuesto de guerra, llamado
a financiar los gastos de la organización terrorista L.A.P., dueña y azote de
la provincia. Así, para empezar, reclamaron un fijo del veinte por ciento de
los ingresos del último año. Seguramente, esperaban temor y regateo, pero el
señor Hermógenes tenía un mal día de su úlcera y le dio por proponerles la
peregrina idea de que, si querían parte en los negocios, se los montaran ellos
y trabajaran a modo. Y sorprendentemente, la idea no fue mal recibida:
-
Bueno, esa que dices es una alternativa que estamos
en condiciones de ofrecerte. Ya sabes que tenemos algunas fábricas y talleres
metalúrgicos trabajando para nosotros, en plan de cooperativas asociadas.
Puedes vendernos el negocio y retirarte a vivir de las rentas. Tus hijos
continuarían trabajando aquí, pero por un salario.
-
No me apetece mucho que Soto e Hijos pase a
llamarse El candado nacionalista, o cosa por el estilo –bromeó, como
para provocarlos-. De todos modos, ¿me queréis decir en cuánto valoráis mi
negocio? Supongo que habréis venido con una oferta en regla.
-
No precisamente pero, vamos, teniendo en cuenta la
antigüedad del taller, la maquinaria y el volumen de ventas, podrían
capitalizarse las ganancias anuales, multiplicándolas por diez. En números
redondos, unos veinte millones de pesos.
-
¡Amos anda! Con eso no se compensa ni las
naves y el solar.
-
Pagaríamos al contado y tú no tendrías que trabajar
ni ocuparte de nada. Ya sabes lo difíciles que pueden ponerse las cosas.
-
Claro que lo sé, sobre todo si vosotros me robáis
la quinta parte de los beneficios.
-
Y tus hijos quedarían colocados con contrato fijo
–seguían dorando la píldora, como si no hubiesen oído el exabrupto-.
-
De maestros o de controladores, por lo menos.
-
Hombre, para picar tan alto, tendrían que demostrar
su valía…
-
… Y bailar el agua a los de vuestro partido y
vuestro sindicato.
-
Pero, ¿quién te has creído que eres para hablarnos
así?
-
El gerente de esta empresa y el padre de los que
vais a conocer.
Hermógenes se levantó, salió del pequeño
despacho encristalado y ordenó a Elisa, que tenía la oficina al lado y empezaba
a alarmarse con la subida de tono de las voces:
-
Hija, ve a llamar a tus hermanos, que suban
inmediatamente a conocer a estos caballeros.
Lo
dijo de forma tan áspera, que los negociadores optaron por abandonar el local,
sin esperar a saludar a los convocados. Con todo, para demostrar frialdad,
salieron pausadamente y mirando a su contendiente de manera torva. En cambio,
Elisa corrió a cumplir el encargo paterno y urgió a los dos hermanos que
primero encontró a que acudiesen junto a su padre, no fuera que su genio y la
violencia de los visitantes le jugasen una mala pasada. Y así, hermanos y laperos
coincidieron a la puerta del taller, se avivó la polémica y, sin parar
mientes en que irían armados, llegaron a las manos y los echaron a empellones
de su fábrica. En honor a la verdad, he de reconocer que ninguno sacó la
pistola, si es que la llevaban. El rugido de la moto ahogó las frases finales
de los intrusos; no así las de los Soto, que por decencia les ahorraré.
***
Días después, Elisa fue abordada en el
tren de cercanías por una compañera de colegio, con la que el trato había ido
enfriándose, hasta el punto de mero hola y adiós. En este caso, aprovechando
que iba sola, la condiscípula se sentó a su lado y, de manera breve y en un
susurro, le dijo:
-
En interés de tu familia, ve a ver a mi padre el
próximo viernes, cuando salgas de trabajar. Me ha dicho que, si en algo estimas
vuestra seguridad, acudirás tú sola y sin informar absolutamente a nadie de tu
visita.
-
¿A dónde tengo que ir?
-
A casa de mi tía Feli. Ya sabes dónde queda.
No le resultó fácil a Elisa mantener la
reserva exigida, aunque la tranquilizase el lugar de la cita. Para disimular
mejor esta, dejó el trabajo más pronto aquella tarde con el pretexto de visitar
a su vieja maestra, que casualmente vivía en el mismo inmueble que la señora
Feli. Por lo demás, en vista de lo ocurrido días atrás y de la reconocida simpatía
de su requirente por la L.A.P., no le cabía duda del tema de la entrevista.
Para empezar bien, resultó que don Gerardo
no estaba acompañado de terrorista alguno, de modo que, hecha la salutación
inicial y servido un té con pastas por Feli, Elisa quedó a solas con aquél.
Abordó el objeto de la entrevista con una amabilidad bastante forzada:
-
Creo que estuviste presente en el penoso incidente
de la fábrica, el pasado día 4, en que tu padre y tus hermanos se portaron tan
desconsideradamente con los enviados de la L.A.P.
-
No fue para tanto. Además ellos se lo buscaron,
entrando con una prepotencia como si fuera tierra conquistada.
-
Mira, Elisa, no se trata de las formas, sino de no
aceptar ninguna de las fórmulas que os ofrecieron. Ya sabes que aquí, o se paga
lo acordado, o vuela el negocio con sus propietarios.
-
Sé en qué mundo vivimos y que los excesos de genio
y de independencia se pagan muy caros. De hecho, yo misma se lo he afeado a mi
padre, pero no he sido capaz de convencerlo para que se disculpe y ceda, como
tampoco mi madre.
-
¿Y tus hermanos, qué opinan?
-
Pues que tendrán que marcharse de esta tierra, pues
no están dispuestos a trabajar para los terroristas.
-
Pero, ¿y el negocio? ¿No sería mejor venderlo que
perderlo?
-
Mi padre lo levantó piedra a piedra y máquina a
máquina, con sus manos. Y él dice que antes lo quema que regalarlo a criminales
y capitalistas como… como…
-
Como yo, ¿no es eso? La verdad, Elisa, entiendo la
postura de tu padre: El taller es toda su vida y ya se siente lo bastante viejo
como para que no le importe que le peguen un tiro. Pero vosotros, los jóvenes…
Yo mismo he intercedido para que la Organización no tome una decisión
irreversible y mejore algo la oferta que os hizo, pero lo cierto es que están
muy cabreados y no he conseguido aplacarlos.
-
Pues muchas gracias por su ineficaz gestión. Ya
dice el refrán que con la intención basta. Y ahora, si me permite…
-
¿Cómo? ¿Me vas a dejar con la palabra en la boca?
-
¿Y qué quiere que haga, don Gerardo? Todo esto
tenía usted que haberlo hablado con los hombres de mi familia. Me viene a mí
con las amenazas de sus amigos y, encima, según su hija, me pide que guarde
secreto de lo que aquí estamos tratando.
El caballero sonrió, hizo sentar de nuevo
con suavidad a Elisa y prosiguió:
-
Es que hay algo que te concierne a ti
exclusivamente; algo que puede salvar las vidas y la hacienda de los tuyos;
algo que, como verás, se irá al traste si lo sabe alguien más que tú y quienes lo
han decidido. Se trata de una alternativa a lo que espera a tu padre y tus
hermanos, si no te prestas a hacerlo. ¿Merece la pena, no?
-
Por supuesto que sí. Poco o nada habrá que me
niegue a aceptar, si cuento con la seguridad de que dejan en paz a los míos.
-
Seguridad absoluta. Te hablo por encargo de los del
Comité Nacional. Se pasará por alto todo lo sucedido, con tal que abonéis el
impuesto y que tú les pongas en bandeja a Juan Valdivia.
-
¿A Juan? ¿Pero qué me está diciendo?
-
Oye, Elisa, que yo solo te transmito lo que me han
ordenado. A ellos les consta que Valdivia y tú sois buenos amigos y que
sus sentimientos hacia ti permiten calificarlo de pretendiente. A poco que tú
te muestres obsequiosa con él, bajará la guardia y…; bueno, harán con él lo que
tengan decidido. Ya digo, el perdón para toda tu familia y la continuación del
negocio, a cambio de que…
-
Lo atraiga con mis encantos y se lo ponga a tiro.
Como una furcia cualquiera. ¡Qué digo furcia! Como una asesina; porque eso es
como si yo apretase el gatillo.
-
Te comprendo, hija: Es un trago tremendo. Pero yo
me haría dos consideraciones, si estuviera en tu mismo brete. Primera: no eres
la mujer ni la novia de ese tipo, ni creo que estés enamorada de él. Y segunda:
aunque con uniforme y credenciales de rural, no deja de ser un sujeto
tan violento y de pocos escrúpulos como sus acechadores. Precisamente por eso
se la tienen jurada y dan tanta importancia a eliminarlo.
-
No se trata solo de él, sino de mí. Si lo matasen
cara a cara, no pasaría de lamentarlo. Pero me piden que engañe, que me venda,
que se lo entregue sin posibilidad de defensa. No sé si tendré tragaderas y
mano, aunque quisiera.
-
Eso ya se verá en su momento. Puedo asegurarte que
casi todos somos más capaces de lo que pensamos, cuando se trata de sobrevivir
y salvar lo que más queremos. Ahora basta con que me des una respuesta, sí o
no, para que yo se la transmita a los jefes de la L.A.P.
-
¿De cuánto tiempo dispongo para decidirme?
-
No más de una semana. Te espero aquí el próximo
viernes, a la misma hora. ¡Ah!, y, por supuesto, silencio absoluto. Como
comprenderás, cualquier indiscreción te dejaría en la picota y espantaría la
caza.
***
Dicen que hay dos maneras de pensarse las
cosas: sopesar los medios para decidir el fin, o decidir el fin y buscar los
medios. Elisa era partidaria de esta última. Quiere decirse que, ante todo lo
que estaba en juego en este envite, entendió que el fin justificaba los medios.
De manera que, a las cuarenta y ocho horas de la entrevista con don Gerardo, ya
había resuelto dar el sí y no le preocupaba otra cosa que la forma de no ser descubierta
y salir con bien de aquel maldito embrollo.
Al viernes siguiente, el susodicho la
estaba esperando junto a casa de su hermana, al volante de su coche menos
ostentoso. Le mandó montar y, sin más preámbulo, salieron de la villa y, por
caminos cada vez más retorcidos y empinados, fueron a dar en la explanada de
una vetusta granja, donde los recibió un inquisitivo rottweiler, pronto
contenido por un joven que, pese a su atuendo descuidado e informal, no tenía
la menor pinta de ganadero.
Pasaron al interior de la casa, hasta un
enorme salón a tejavana, con suelo de lajas de pizarra parcialmente cubierto de
arpillera granate. Los pesados muebles de roble, las piezas de cerámica
blanquiazul, los escaños y los sillones, todo parecía bailar alrededor de una
enorme chimenea de granito, atacada de leña sin encender. La escasa luz de
aquel atardecer otoñal pugnaba por abrirse paso a través de dos ventanales
enrejados y protegidos por cortinas de estameña beis estampada en verde. No
parecieron darse cuenta de otra presencia, hasta que una voz cascada y ronca
brotó de un butacón a espaldas de la entrada:
-
¿Qué coño estáis esperando? Pasad. Y dad la luz,
que nos veamos las caras.
No es que la lámpara de centro iluminase
con generosidad tan dilatado espacio, pero fue lo suficiente para que, al
acercarse, Elisa reconociera el rostro, tan fotografiado en diarios y
pasquines, de Macario Cifuentes, el Cuatrotiros, jefe
del aparato
militar de la L.A.P. en aquella comarca.
-
¿Y qué, chica, sí o no?, urgió Macario, tan pronto
se hubieron sentado Gerardo y Elisa, mientras una magra silueta se erguía,
inmóvil, en el umbral de la sala.
-
Pues sí. ¿Qué remedio?, respondió ella, de forma
impensada y sincera.
-
Me alegro. De verdad. Gerardo sabe bien por qué.
-
Ya me ha dicho que le tienen muchas ganas a Juan
Valdivia.
-
Desde luego, yo especialmente; pero me refería a
que trabajé hace muchos años con tu padre en la Metalúrgica y tengo
de él un buen recuerdo. Trabajador y firme, donde los haya.
-
Don Gerardo también me ha dicho que hay un acuerdo
en firme para no castigar a nadie de mi familia y respetarnos la propiedad del
taller.
-
Eso depende de ti. Tú, a cumplir lo prometido y
entregarnos a Valdivia. Si todo sale bien, el cabezota de tu padre y todos
vosotros habréis vuelto a vivir, como suele decirse.
-
De acuerdo. Pero necesitaré tiempo. Mi relación con
Juan apenas si existe y él no es ningún tonto, que vaya a tragarse una seducción
de las de aquí te pillo, aquí te mato.
-
Me consta. ¡Menudo cabrón listo y escurridizo que
está hecho! Tenemos tiempo y paciencia. De todos modos, ponte a ello sin
tardanza y, para que Valdivia no sospeche de nuestra benevolencia con vosotros,
le haremos creer que os habéis acojonado y ya estáis pagando el impuesto.
-
Pues, lo que es mi padre, antes que pagar, quema el
taller. Así lo ha dicho.
-
¡Qué carácter, el Hermógenes! No te preocupes.
Haremos como que paga él, pero el dinero saldrá del bolsillo de Gerardo, que lo
tiene bien grande.
-
¡Hombre, Macario! –protestó el pagano.
-
Tenemos
que hacer el paripé, por si la Guardia Rural investiga. Tú lo ingresarás en
nombre de Soto y ya encontraremos la forma de compensarte.
Estaba todo dicho. Cuatrotiros se despidió de forma amistosa,
señalando a Gerardo como intermediario para cualquier cosa de Elisa necesitara
o tuviese que comunicarle. Era ya noche cerrada cuando regresaron al pueblo. En
el trayecto de vuelta, la chica preguntó al capitalista:
-
En
concreto, ¿qué es lo que tiene Macario contra Juan?
-
Le
acusa de haber dado matarile a sangre fría a dos de su comando,
sorprendidos dentro de un vehículo, sin intimarlos a rendirse. Uno de ellos era
sobrino suyo.
-
Ya,
cuentas pendientes.
-
No
solo eso. Tu Juan se crió, como sabes, aquí cerca y se conoce el terreno
y a los terroristas como la madre que los parió. Si alguien puede hacerles
pupa, es él. Por eso lo han ascendido a sargento y, también por eso, es el
mejor guardado de los rurales del cuartel comarcal.
-
...
-
Vamos,
que te ha tocado apechugar con un buen marrón, pero merece la pena intentarlo.
2. En
la cuerda floja
Nunca lo habría creído. Pase que Juan cayese en el garlito: A fin de
cuentas, Elisa era hermosa, dulce y trabajadora, tres virtudes que,
conjuntadas, pocos hombres podían resistir. A mayor abundamiento, el rural y
ella se conocían desde niños y habían tonteado de mozos. Ya se sabe que los
recuerdos del cariño adolescente permanecen imborrables y brillan inmutables al
sol ardoroso y nostálgico de la juventud. Además, pronto comprendió Elisa que su
Juan tenía un enorme talón de Aquiles: personificaba en ella los deseos de
sosiego y de pureza, tan contrarios a su vida diaria y continuos quehaceres. En
fin, los viejos temores a ser descubierta y rechazada parecían, en apenas unos
pocos meses, ahogados en un mar de cariño y confianza.
Pero, ¿y ella? ¿Dónde había quedado aquel deslumbrante sofisma que la
había llevado a asumir lo que se le exigía, basándose en la enormidad de la
posible pérdida, frente a la falta de responsabilidad y compromiso con un
sujeto tan brutal y desalmado, como sus enemigos? Elisa tenía que esforzarse
mucho para aceptar que el mismo Juan de las ternuras y amenidades pudiese ser el
tigre de las calles y la hiena de los calabozos. Y, aún dando por cierta tal
dicotomía, estaba lejos de ser un extraño, como antes. Su afecto y la confianza
que en ella había depositado la convertían –como en la frase bíblica- en el
guardián de su hermano. Un hermano muy querido del que, pese a todos sus
esfuerzos, se estaba enamorando. Ella no quería reconocerlo y se escudaba en el
hecho de que habría sido la primera vez, por lo que carecía de experiencia a
ese respecto. Pero su madre no abrigaba la menor duda y se sentía inquieta,
imaginando la vida que podía esperar a quien emparentara en aquella tierra con
un rural tan significado. Su padre parecía receloso, aunque no era capaz
todavía de encajar del todo las piezas de aquel rompecabezas:
-
¿Qué
mosca te ha picado para que hayas caído tan de golpe en los brazos de Juan?
Mira que te rondó en tiempos y que se dejaba caer por el taller con cualquier
disculpa pero tú, hasta ahora, ni caso. ¿No estarás tratando de protegernos? A
ese precio, prefiero que nos defendamos nosotros solos.
-
¿Qué
quieres decir, papá?
-
Digo
que, si le bailas el agua al Sargento para ponérselo difícil a los canallas de
la L.A.P., ni yo ni tus hermanos podemos consentirlo.
-
Vaya
cosas que se te ocurren. Lo que pasa es que voy haciéndome mayor y a lo mejor
aspiro a algo distinto que un puesto de oficinista en el taller.
-
Si
es por eso –le replicó-, no te lo reprocho, aunque mejor sería si a tu novio lo
trasladaran al otro extremo del país.
En la misma línea de las premoniciones, Juan le anduvo muy cerca, cuando
ella le sugirió dicho traslado, como forma de escapar a lo que se avecinaba:
-
¡Huy,
un traslado! Pues no dices nada. ¿No ves que, por lo que opinan mis jefes, soy
imprescindible aquí?
-
Mira,
Juan, nadie es imprescindible. Que no te doren la píldora. Bien que escapan ellos
en cuanto pueden.
-
Eso
no es verdad. Los mejores se eternizan en la región, con la esperanza de acabar
con esta tremenda sangría o, por lo menos, enfrentarse de igual a igual a esos
asesinos... ¡Bah!, no te preocupes tanto por mí, que me sé cuidar bien y los
compañeros me protegen como no te puedes hacer ni idea.
-
Eres
demasiado confiado. Pero, ¿y si algún día formas una familia? ¿Crees que este
ambiente y esta inseguridad son soportables para unos niños? Ya ves los que van
cayendo.
-
¿Estás
pensando en alguna persona en concreto para casarme con ella?
-
Anda,
anda, no quieras que te regale el oído. En serio, reflexiona sobre lo que te he
dicho, porque yo no tengo el cuajo de algunas mujeres de los rurales que, o no
salen del cuartel, o consienten que las escupan por la calle y no las atiendan
en el mercado.
-
Por
ahora, querida, guárdate bien y cuéntame cuanto de extraño o sospechoso notes.
No sería el primer caso en que siguen a una mujer para que los lleve hasta su
objetivo.
***
Apuntaba ya la primavera y Elisa estaba cada vez más confusa y más
nerviosa, no sabiendo cómo salir del atolladero, pese a las advertencias cada
vez menos sutiles de don Gerardo, en nombre de los laperos. Para disimular los evidentes progresos en su relación con
Juan, había declinado las repetidas peticiones de este de que se fueran a vivir
juntos, aunque habría de ser fuera de las casas del cuartel, por aquello del
qué dirán. Siempre generoso, le ponía como disculpa el protegerla mejor, no sus
legítimas expectativas prematrimoniales. Un día apareció con un pequeño
revólver de cinco tiros y una caja de munición y, pese a sus objeciones, logró
que los guardara como autodefensa e, incluso, hicieron algunas prácticas en un
desmonte, lejos de la villa. Contra lo habitual, la aquejaban frecuentes
jaquecas, fruto de la tensión y el insomnio. La consecuencia era su absentismo
laboral, cada vez menos aceptado por el padre, incapaz de comprender que le
impidiese trabajar un simple dolor de
cabeza.
Finalmente, sucedió lo inevitable. No pudo dar más largas a sus
vigilantes y hubo de acompañar nuevamente a don Gerardo a un lugar ignoto. Esta
vez, resultó ser un almacén de la cooperativa La Acción y, contra lo que esperaba, no estaba allí Cuatrotiros, sino un par de individuos
jóvenes, con atuendo deportivo, que fueron al grano de forma inmediata:
-
Nos
estamos cansando de esperar. Has tenido cinco meses para cumplir lo pactado y
no te has dignado ni disculparte siquiera.
-
No
sabéis lo que me está costando entrarle a Valdivia. Se las sabe todas y es más
frío que el hielo.
-
No
son esos nuestros informes. Os pasáis juntos la mayoría de las tardes y los
fines de semana, ni te cuento.
-
Ya,
pero él va siempre a buscarme, sin avisar con tiempo. Luego vamos donde se le
antoja y casi nunca repetimos el sitio. Si nos aposentáramos en algún piso
fuera del cuartel sería lo ideal, pero por ahora no se ha decidido.
-
Nos
es lo mismo: casa, hotel, coche, donde sea. Nos basta con una hora para
ponernos en acción. Con tal que esté desprevenido…
-
Dadme
unas semanas más. Está maduro, pese a lo reservado que es. Además, a sus jefes
no les gusta que ande con la misma chica sin casarse.
Esta ridícula ocurrencia acabó por enfadar a los enviados, quienes se
miraron y resolvieron:
-
Dos
semanas; ni un día más. Tú verás cómo te las arreglas. O cae Valdivia, o
Macario y sus chicos se encargarán de todos vosotros.
Volvieron a mirarse y el principal hizo un gesto de asentimiento. El
otro arrancó una hoja del calendario de mesa y escribió un número de teléfono,
dando la nota a Elisa:
-
Toma.
En cuanto esté todo listo, llama a este número, diciendo que eres Alicia y que
el lechón está listo para servirse. Te contestaremos que lo sirvas en bandeja
de plata. Si no te dicen eso, cuelga inmediatamente. Seguidamente, se te
preguntará por el lugar y el momento. No respondas a nada más.
Elisa trató de tomar apuntes de lo que se le decía, pero el otro se lo
prohibió:
-
¿Es
que no tienes memoria? Cuanto menos quede escrito, mejor será. Si tienes alguna duda o se te plantean
problemas, habla con Gerardo, que será nuestro enlace, como hasta ahora. Y
recuerda, catorce días a contar desde mañana.
Los laperos se levantaron y
salieron a toda prisa de la nave. Gerardo contuvo a Elisa un par de minutos,
antes de hacer lo propio, camino del coche. La chica no pudo menos de expresar
una curiosidad:
-
¿Quiénes
eran esos dos tipos?
-
El
que te dio el número de teléfono es un pez gordo del Sindicato nacionalista. El
mandamás era Piraña. Habrás oído
hablar de él. Ya sabes lo confuso de la jerarquía, pero se le suele considerar
el número dos de la Organización.
***
No le había costado mucha reflexión a Elisa meterse en aquel laberinto,
según hemos dejado dicho. A fin de cuentas, no hacerlo les habría costado la
vida a su padre y a sus hermanos. Ahora, por más vueltas que le daba, los
caminos se le habían ido cerrando y, como al principio, había de elegir entre dos
opciones. En teoría, cabía una tercera: la de cooperar al asesinato de Juan;
pero esa quedaba a estas alturas absolutamente descartada. Yo no conocí lo
suficiente a la joven, como para concluir si lo excluía por amor a la víctima,
o por conciencia y respeto de su deber y propia dignidad.
Una de las posibilidades a considerar era la de confesar lo sucedido
hasta entonces y, entre todos, tratar de evitar la desgracia, tanto a Juan,
como a la familia Soto. Parecía desde fuera la mejor decisión, pues dejaba en
manos poderosas y expertas el enfrentamiento con los terroristas. No dejaba de
tener imponderables y aspectos negativos, como la tozudez de los familiares de
Elisa y el eventual aprovechamiento de la situación por parte de los rurales,
convirtiendo la encerrona de Juan en una emboscada a sus frustrados ejecutores.
Con todo, si la chica acabó por abandonar esta opción, tal vez fuese por no
verse obligada a revelar a sus seres queridos el vergonzoso pacto a que había
llegado en el otoño anterior. Hay personas, ciertamente, que prefieren afrontar
a su modo las consecuencias de sus actos, en lugar de pedir a otros la ayuda o
la solución precisas; como las hay que prefieren la muerte al deshonor, la
vergüenza y la ignominia, o al simple hecho de tener que confesarlos a quienes
aman.
La otra salida, la que Elisa tomó, así como sus principales
consecuencias, resulta confusa y, en su momento, generó equívocos y discusiones
sin cuento entre los directamente implicados, así como en las buenas y pasivas
gentes de aquella comarca. Todos tenían su opinión, que defendían a capa y
espada, pero muy pocos iban atando todos los cabos, ni se atrevían a confiar
sus datos a los extraños. A día de hoy, cuando el terrorismo es un vivo y
penoso recuerdo –nada más y nada menos- y los protagonistas de la historia han
ido pasando o envejeciendo, me siento en condiciones de contar a ustedes el
final de la historia. Expondré lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso;
diferenciaré el dato del argumento o la deducción lógica; y, en resumen,
intentaré aportar claridad y orden, como modesto tributo de admiración y
respeto por Elisa. Quiera Dios que no tengamos que vivir una época como la
suya, ni decidir sobre la vida o la muerte en medio de la soledad y la pasión.
***
En día y hora no precisados pero,
en todo caso, comprendidos entre el 5 de marzo (fecha de su entrevista con el
llamado Piraña) y el 17 del mismo mes
(día en que acaecieron los hechos que luego se dirá), Elisa Soto se puso en
contacto con los terroristas de la L.A.P., al número de teléfono y con la
identificación y contraseña fijados por estos. En la breve conversación
mantenida, la susodicha no dejó de expresarles su inquietud, temiendo haber
despertado las sospechas de la Guardia Rural, pese a lo cual, en atención a la
urgencia que el caso requería, ponía en su conocimiento que, en la tarde del 18
de marzo, ella y el sargento de Rurales, Juan Valdivia, se trasladarían al
hotel Miramar de la capital de la provincia, a fin de pasar juntos el fin de
semana, en la habitación 215, siendo evidente que se encontrarían en la misma
en horas de la noche de dicho día 18 y del siguiente (festividad de San José),
comprometiéndose ella a lograrlo mediante cualquier pretexto, si su acompañante
se empeñase en trasnochar. Los terroristas quedaron enterados del mensaje y
comprometidos en acudir a la cita, sin precisar en cuál de las dos jornadas, ni
la hora, que en todo caso quedaría comprendida entre las dos y las cinco de la
mañana.
Sobre las veintitrés treinta horas del día 17
de marzo, la expresada Elisa Soto, pertrechada de un revólver Smith&Wesson
modelo 642, que le había sido facilitado con anterioridad por Juan Valdivia con
fines de defensa personal, arma que llevaba a la sazón cargada con los cinco proyectiles
que caben en el tambor, se presentó inopinadamente ante la tapia lateral norte
del Cuartel de la Guardia Rural en la villa de Valdecurto, dando fuertes gritos
de significado confuso, y disparando varias veces el revólver, incluso cuando
un retén de vigilancia salió a reprimirla. Comoquiera que Elisa hiciera caso
omiso de las reiteradas órdenes de detenerse, levantar las manos y tirar el
revólver al suelo, los agentes hicieron fuego contra ella con sus armas largas
reglamentarias, causándole tan graves y numerosas heridas, que le produjeron la
muerte casi instantánea.
Hasta aquí, el relato del luctuoso suceso y sus antecedentes inmediatos,
realizado de forma lacónica y al modo forense. Para conocer sus diversas
interpretaciones y las consecuencias que tuvo, retomaré una forma de narrar más
literaria y despaciosa, poniendo así fin a esta triste y complicada historia.
3. La cuadratura del círculo
La versión oficial del incidente, según consta en los archivos de la Guardia
Rural y en las notas de prensa remitidas por el Gobierno Provincial, se ajusta
al resumen en letra cursiva que cierra el capítulo anterior, con dos adiciones
muy importantes. Es una, la de que los gritos que profirió y los disparos que
realizó Elisa fueron atentatorios del honor y la integridad física de los
rurales del cuartel. La segunda, propalada en forma de presunción, consiste en
suponer que la chica tuviera algún tipo de relación con la L.A.P., lo que
explicaría parcialmente los hechos y, sobre todo, la posesión de un arma de
fuego moderna y de importación.
Como era usual, pocos dentro del Cuerpo creían lo que formalmente
expresaban. En el caso de Elisa Soto, realmente, no sabían qué opinar.
Considerando que el sargento Valdivia era pieza clave para desentrañar el
enigma, el capitán Recuenco –oficial al mando del cuartel de Valdecurto- le
tomó declaración en el curso de la investigación reservada que dirigía, en
paralelo a la oficial. Dicha diligencia tiene une fecha posterior en dos meses
a los sucesos indagados. El motivo parece ser el estado de estupefacción semicatatónica (terminología usada por el
médico que lo reconoció) en que Juan quedó tras conocer el imprevisto y
desastrado fin de su novia, hasta el punto de tener que ser dado de baja para
el servicio y sometido a tratamiento psiquiátrico durante una larga temporada.
Echemos una ojeada al informe del capitán Recuenco:
El sargento admitió haber
escamoteado el revólver de bolsillo Smith&Wesson 642, de la armería del
cuartel, a la que había llegado un año antes, procedente de un decomiso
judicial. Justificó tal falta en la necesidad de autoprotección de la señorita
Soto, quien podría estar en peligro de atentado por la L.A.P., como
consecuencia de las relaciones que mantenía con el indicado sargento. Así
mismo, manifiestó que la citada señorita le había expresado en diversas
ocasiones preocupación por la seguridad de ambos, aunque sin fundarla en datos
específicos y concretos. Por el contrario, negó tajantemente haber estado al tanto
de los propósitos de su novia en la noche del pasado 17 de marzo, no
explicándose su conducta sino como un rapto ocasional de locura, o como
expresión de un imprevisto peligro, que la impulsara a personarse ante este
Cuartel para llamar la atención y pedir ayuda a los agentes, en particular, al
sargento…
… En el favor de la duda que merece el
sargento Valdivia por su excelente ejecutoria y mal estado actual de salud, y
ante la falta de otras razones o motivos debidamente acreditados, el oficial que
suscribe ha de concluir que los hechos investigados han tenido como causa más
probable un episodio de pánico sufrido por la víctima y un posible error sobre
sus intenciones, sufrido por la Fuerza actuante; error, en todo caso,
plenamente justificado y con reacción acomodada a cuanto tienen ordenado en el vigente
Protocolo de
Intervención, aprobado por Orden de 17 de
octubre de 1980.
Es cuanto tengo que someter al superior
criterio de V.I., al que respetuosamente saludo y quedo a sus órdenes…
***
Los terroristas de la L.A.P. utilizan también dos versiones de los
sucesos importantes, la de cara al exterior y la de uso interno. No obstante,
en el caso de Elisa Soto las dos parecían coincidir, con más o menos matices. Y
digo parecían, porque la Organización
carece de archivos documentales que se puedan consultar. De modo que hube de
acudir a la memoria de dos conocidos intervinientes en aquellos sucesos,
quienes tuvieron la gentileza de responder a mis preguntas, una vez que la
L.A.P. ha pasado –al parecer, de modo definitivo- al estadio que ellos
denominan la Fase durmiente.
-
Señor
Cifuentes, ¿qué opinión le mereció en su día la muerte de Elisa? ¿Ha sabido
algo en los muchos años transcurridos desde entonces, que contradiga su
primitivo punto de vista?
-
Llámame
Cuatrotiros y trátame de tú, o voy a
creer que te estás cachondeando… Verás, mi memoria ya no es lo que era, pero
recuerdo muy bien lo que pensé entonces: La pobre chica –como ya sospechaba-
fue descubierta por los rurales, se la llevaron al cuartel y allí la torturaron
hasta morir; o se les fue la mano, que, para el caso…
-
Entonces,
lo de que fue voluntariamente y empezó a pegar tiros…
-
¡Pamplinas!
No irás a creerte que compró una pistola por ahí y fue a suicidarse porque sí,
cuando estaba a punto de lograr la salvación de su familia.
-
Se
ha llegado a saber que el arma existió en realidad: era un revólver de bolsillo
y se lo había facilitado su novio, el sargento, para su defensa personal.
-
¿Cómo
demonios puedes haberte tragado una trola así? No tenía nada que temer y, de
tener miedo, al último que iba a acudir era a Valdivia, no fuera a ser que
descubriera todo el pastel. No, no, la hija de Hermógenes cometería algún fallo
de novata y la Guardia Rural le ajustó las cuentas.
-
…
-
Es
más. Ya sabes cómo acabó el tan Valdivia. ¿Qué mejor prueba de que él fue quien
la delató a sus compañeros y luego no pudo con el remordimiento?
-
Una
cosa más, Cuatrotiros: ¿Los demás
jefes de la Organización compartían al cien por cien su versión de los hechos?
-
Je,
je. Esos siempre sospechaban de todo y de todos, como si les oliese el culo a
pólvora. Entre otras cosas, no conocían a fondo a las personas. Tuve que
pararles los pies cuando algunos quisieron ir a por los Soto, como si su hija
hubiese sido una cobarde o una floja, cuando realmente había dado su vida por
cumplir con nosotros. Pero al final me salí con la mía. Los convencí de que
nada nos podría venir mejor que presentar a Elisa como una víctima de los
rurales, masacrada por haberla creído simpatizante de nuestra Organización.
-
En
resumen, que se impuso la versión más conveniente para todos.
-
Si
quieres decirlo así… La vida de la chica pagó por la de su padre y sus
hermanos. Estos jubilaron al padre, pagaron todo lo que debían y se hizo
justicia sin derramar una gota de sangre.
-
Salvo
la de Elisa.
-
Ya,
pero esa no la vertimos nosotros.
Por su parte, el señor Piraña,
por conducto y con membrete de la secretaría de la Fundación Memoria y Libertad, respondió a mi
solicitud con la siguiente carta:
… Ni tengo, ni puedo tener otra versión de
los hechos a que usted alude, que la que se compadece con la razón y fue asumida,
en su momento, por el Comité Nacional de la L.A.P., a saber: Que doña Elisa Soto Acebal
fue asesinada por los rurales en el Cuartel de Valdecurto, por creerla
simpatizante o colaboradora de la Organización L.A.P.
Por lo demás, ni a título personal, ni
como integrante de la citada Organización, tengo constancia de que, en efecto,
hubiese existido alguna relación de doña Elisa Soto con aquella. En todo caso,
aunque hubiese existido, ello no habría aminorado de ninguna manera la cobardía
y la crueldad del crimen cometido contra ella…
***
Por diversos conductos y en numerosas ocasiones, traté de recabar la
opinión de los padres y hermanos de Elisa Soto, encontrándome con un muro de
silencio. Finalmente, el sobrino mayor de la finada, que en el momento de su
muerte tenía tres años de edad, me ha hecho recientemente lo que pueden llamarse declaraciones confidenciales. Sin duda, son menos valiosas que las
que hubiesen procedido de las generaciones anteriores, pero tienen la virtud de
resumir los puntos de vista de toda la familia. Si me permiten un juicio de
valor, las encuentro veraces y razonables. En resumen, el señor Soto Machado me
manifestó lo siguiente:
- La
familia Soto no tiene datos propios y diferentes de los facilitados por
las Autoridades acerca de la muerte de Elisa. La falta de independencia en
la instrucción judicial de aquella época, así como los intereses creados,
hacen que pongan en tela de juicio todos y cada uno de los hechos aducidos
por unos y otros, como no sea el indubitado de que la muerte fue causada
por agentes de la Guardia Rural.
- A
título de mera sospecha, generadora de una firme convicción, los padres y
los hermanos de Elisa Soto consideraban a Juan Valdivia responsable moral
de lo sucedido, al no haber sabido defenderla de las asechanzas de sus
compañeros de Cuerpo, ni haber ofrecido una explicación coherente sobre
las causas y circunstancias de su muerte.
- La
familia Soto, encabezada por el padre de Elisa, don Hermógenes, intentó de
diversos modos que se hiciese justicia en este caso, más allá de
investigaciones sesgadas y rutinarias. El susodicho murió prematuramente,
frustrado por no conseguir ese propósito. Sus hijos abandonaron cualquier
iniciativa en el mismo sentido, dejando a los historiadores y periodistas
la tarea de indagar en las fuentes y tratar de llegar a la verdad.
***
Por razones obvias, juzgué muy importante contactar con don Gerardo Ramales
–el intermediario entre la L.A.P. y Elisa Soto-, para pulsar sus recuerdos
sobre el particular. Desdichadamente, don Gerardo había fallecido de muerte
natural, poco antes de que yo emprendiera mi búsqueda. Su hermana, doña Felisa,
declinó hacer confidencias y me echó sin contemplaciones del vestíbulo de su
casa, con estas palabras:
No sé nada de lo que me pregunta.
Vaya con el recado a Hermógenes Soto, a quien mi hermano ya le dijo cuanto
tenía que decir.
Así que, por lo que yo no sé,
el padre de Elisa se llevó las confesiones de don Gerardo a la tumba.
***
Más relevantes que los puntos de vista –aunque no siempre distinguibles
de ellos- son los hechos objetivos, que se imponen por su comprobación, o por
la evidencia de sus efectos. Me permito destacar dos, para cerrar este relato.
No cabe duda de que, como si el alma de Elisa hubiese sobrevolado el
campo, Guardia Rural, terroristas y familiares llegaron a hacer las paces en su
obsequio. Los rurales se conformaron con librarse de eventuales
responsabilidades por su muerte, que achacaron a una perturbación psíquica
momentánea, entonces denominada trastorno mental transitorio. Los familiares
acabaron conformándose con conservar vidas y hacienda, tan pronto don
Hermógenes cerró el ojo. Y los soldados
de la L.A.P. lavaron afrentas con la sangre de la joven y aguardaron una nueva
ocasión para desembarazarse de Valdivia, sin ponerle sobre aviso de que había
estado en su punto de mira.
Pero la cuadratura del círculo no es perfecta. Tampoco en este caso
metafórico. Me cuentan que, después de aquellos sucesos, el sargento Juan
Valdivia no volvió a ser ni su sombra. Reincorporado al servicio, perdió todo
interés por el mismo y se dio a la bebida, frecuentando las tabernas y rondando
sin prudencia ni escrúpulo por los lugares que otrora frecuentase con Elisa.
Tal comportamiento le acabó granjeando el vacío y las suspicacias de sus
propios compañeros. A punto de ser trasladado forzoso al otro extremo del país,
apareció degollado de madrugada, en una callejuela, sin que nadie se atribuyese
la autoría. Fue enterrado en la
intimidad. El cronista oficial de la villa publicó al día siguiente una
necrológica en El Heraldo de Valdecurto,
en la que podía leerse:
… Bien se puede afirmar que Juan
Valdivia, hijo ilustre de esta tierra, no falleció ayer, sino el día en que su
amada murió trágicamente, rompiéndole el corazón. Honremos, pues, la memoria de
ambos y deseémosles disfruten en la otra Vida de la felicidad que no pudieron
alcanzar en este siglo de plomo y de sangre.
Amén.
[1] En
la leyenda se dan a la Reina, indistintamente, los nombres de Dido y Elisa. Me
ha parecido oportuno, pues, conservar el apelativo que más se ajusta a la
costumbre y estética contemporáneas.
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