La cólera de los
hombres (II)
Luto en el alma
Por Federico Bello
Landrove
Continuando esta serie de relatos dedicados a injertar a heroínas
clásicas en el mundo del terrorismo moderno, se aborda la figura de Electra,
con numerosas licencias. Mas el núcleo sigue siendo el mismo: Aunque a veces se
le parezca, la venganza no es justicia y no solo trae desgracias a quienes la
sufren, sino también la ruina moral (el luto en el alma) a quien se deja dominar por ella.
En la primera
plana del Diario Nacional podía
leerse el titular siguiente: Discrepancias
políticas acaban en sangriento ajuste de cuentas. En el texto figuraba lo
que sigue:
La ruptura de la organización terrorista Lucha
Armada Popular, producida hace dos años
por discrepancias estratégicas entre sus
dirigentes, tuvo en la tarde de ayer en el pueblo de Villachica un trágico
final. David Reparaz y Luis Diéguez, jefes de la facción partidaria de abrir
negociaciones con el Gobierno, fueron tiroteados por dos individuos que
circulaban en una motocicleta, cuando habían detenido su vehículo para repostar
en la gasolinera del Puerto. Reparaz falleció en el acto y Diéguez al ingresar
en el Hospital de la Cruz Roja, al que fue trasladado en estado crítico.
También fue herido por los disparos R.T.V., empleado de la gasolinera, siendo
su pronóstico grave.
A última hora de ayer la Sección Militar de la L.A.P. emitió un
comunicado de repulsa, distanciándose del atentado y culpando del mismo a
paramilitares pagados por el Estado. Sin embargo, la opinión general se inclina
por entenderlo como un ajuste de cuentas entre las dos facciones que se han
venido disputando el control de la Organización terrorista desde la llamada Asamblea
Refundacional, celebrada clandestinamente
en abril de 1980. Por su parte, las Autoridades no han hecho hasta ahora
declaración alguna a este respecto.
A falta de
comunicados oficiales, nos puede resultar ilustrativo un fragmento de
conversación entre dos policías, al leer la noticia:
- - Mientras
se maten entre ellos…
- - Hombre,
yo tenía alguna esperanza en que la ruptura los debilitara y acabaran todos por
adoptar actitudes menos radicales.
- - No
seas panoli. Como dijo no sé quien, no hay más terroristas buenos que los que
están muertos. Así que, si ellos mismos nos hacen el trabajo, mejor que mejor.
Baste lo
transcrito, para llegar a una conclusión evidente. Si los agentes estaban bien
informados, era obvio que la Policía no había asesinado a Reparaz y Diéguez. La
misma opinión tenía alguien mucho más próximo a ellos: Albertina, la hija mayor
de Luis Diéguez. El tiempo acabaría dándoles a los policías y a ella la razón.
***
Tina había mamado aquel ambiente
violento e impiadoso, en que la vida de una persona no valía nada. Su propio
padre había ascendido hasta la cúpula de la Organización
–como la llamaban sus integrantes- a base de golpear duro al enemigo exterior,
pero también, de mostrarse astuto e inflexible con sus compañeros. Más de una
vez había dialogado con ella a propósito de la necesidad de estar siempre alerta
y no fiarse de nadie. Precisamente por eso había tenido de pasar solo la
frontera, cuando sus hijos eran niños, ante la infiltración de policías entre
los militantes y la consiguiente caída en
masa de casi todos los dirigentes. Al otro lado de la raya, Diéguez se había
ablandado, en opinión de los jóvenes cachorros que habían rehecho la L.A.P. en
el interior. Los mal pensados achacaban su nueva actitud a la vida más
tranquila y placentera que había llevado en el país vecino, la cual había
incluido el formar una nueva familia, con la que siguió relacionándose con
cariño y generosidad al volver de su precautorio destierro. ¡Qué diferentes
habían sido las cosas para ella, su madre y sus hermanos, que solo habían
podido salir adelante en ausencia de Luis, abandonando los estudios y
trabajando duro! Bueno, y gracias al apoyo de Bariego, el intelectual de la
Organización, que había sido en tiempos novio de su madre, embelesado –se
decía-, más que por sus prendas personales, por el respeto que despertaba su apellido,
heredado de un héroe nacionalista de la guerra civil, quien falleció en el
exilio de miseria y de dolor.
Quiere decirse que
Tina, ni mantenía relaciones amorosas con su padre, ni habría tenido
mucho que decir sobre su asesinato, si el mismo se hubiese producido en el
fragor de la ruptura de la L.A.P. Es más, su modesta opinión al respecto era la
de que su padre era un iluso, si pretendía dar una de cal y otra de arena, vale
decir, tender una mano al Estado opresor, mientras empuñaba la pistola con la
otra. Era lo mismo que opinaba Gabriel, el mejor amigo de la joven, pariente y
secretario particular de Bariego, cuando le decía:
-
El
peor error que puede cometer un líder es basarse en ideas preconcebidas, al margen
de la opinión dominante. En la L.A.P. dominan férreamente los radicales y él no
tiene nada que hacer, desde el momento en que no ha podido hacerse con todo el
poder y ha forzado la ruptura de la Organización. Ahora, nadando entre dos
aguas, será un traidor para los de la Sección Militar y una marioneta
desechable en manos del Gobierno. Si hubiera logrado llevar a Bariego a su
terreno…; pero, claro, eso era del todo imposible.
-
¿Por
qué, Gabriel? Bariego es un intelectual y un propagandista. No lo veo poniendo
bombas ni disparando.
-
No,
pero induce a los que lo hacen y no se les enfrenta jamás. El problema, de
todas formas, no es solo de táctica, sino de que nunca ha podido tragar a tu
padre, desde que le levantó la novia.
-
¿A
mi madre? Pero si de eso hace una eternidad… Además, también él tiene su propia
familia.
-
Cree
lo que te digo, Tina. Bien haría tu
padre en cuidarse de Bariego y en recabar su apoyo para que no lo tiroteen a la
vuelta de cualquier esquina.
-
¡Huy!,
no conoces a mi padre. No puede verlo ni en pintura. Dice que comprende el furor
y la imprevisión de los jóvenes, pero no la cobardía de los veteranos que, como
Bariego, fomentan las pasiones, en vez de refrenarlas.
***
Con ese preámbulo,
no es de extrañar que a Tina se le
hicieran los dedos huéspedes, al notar que Bariego empezaba a frecuentar su
casa, a poco de la muerte de su padre. Viejos y borrosos recuerdos de niña
volvían a su mente, recordando al veterano ideólogo sentado de noche en la sala
de su casa o, de mañana, escribiendo a máquina en la galería cubierta que daba al
patio. Todo ello, claro, mientras su padre permanecía desterrado, aunque
llevando una vida algo alegre, como hemos visto. Con todo, la joven no se
atrevía a interpelar a su madre a este respecto, de una parte, por deferencia y
de otra, porque nada había sorprendido que le hiciese sospechar una nefanda
intimidad.
Bariego, perspicaz
como muy pocos, se sentía malquisto y observado de Tina, por lo que resolvió –quién sabe si con el beneplácito de la
madre- quitarla de delante mediante un matrimonio de conveniencia. Pensó primero en su fiel secretario
Gabriel, ya conocido de nosotros. Luego, como si quisiera retroceder en el
tiempo, resolvió proponer la candidatura de su propio hijo Vicente, virulento
profesor de la Universidad, cuya fealdad y artería multiplicaban las de su
progenitor. Por una vez, el hijo llevó la contraria al padre, con bastante buen
criterio:
-
¿Qué
se me ha perdido a mí con esa Albertina? Seguro que está amargada por la muerte
de su padre y lo paga conmigo, como hijo tuyo que soy.
-
Ella
no sabe nada de eso. Es una chica
guapa y nada violenta, que se merece algo mejor que llegar a ser la compañera
de un pistolero de comando.
-
Pues
encasquétasela a Gabriel, que la conoce desde siempre. A mí deja de emparejarme
con una pueblerina inculta, por muy amigo que seas de su madre.
Pese a tan tajante
rechazo, Bariego planteó la cuestión a Tina,
como si lo hiciese de parte de su hijo. La chica, sorprendida, se mostró
reacia, así como disgustada de que, a esas alturas, un pretendiente mandara a
su padre con el encarguito, en vez de dar la cara personalmente. Luego, en la
intimidad de su cuarto, fue alimentando una violenta indignación, al sentirse
moneda de cambio de una alianza familiar, o de una pacificación política,
cuando aún estaba caliente el cadáver de su padre. Habló con su madre, a la que
encontró sospechosamente contemporizadora:
-
No
es que sea una joya de muchacho –concedió-, pero yo que tú me pensaría la
respuesta. Desde que mataron a tu padre, la gente nos van dejando, como a
apestados. Si no fuera por Bariego…
-
Pues
a mí no me ha servido de nada. Me han despedido de la farmacia, sin darme una
explicación convincente.
-
Pues
a eso me refiero, hija. Vicente tiene una posición.
-
¡Antes
que venderme, me marcho a servir a la Capital!
Con razón o sin
ella, Tina empezó a volcar sobre su
madre parte de la inquina que sentía por Bariego. El tiempo que le sobraba por
estar cesante lo empleaba en maquinar ideas de perjuicio para los dos, en
quienes iba fijando la razón de su desgracia. Las palabras de Gabriel
martilleaban en sus oídos, como explicación de aquella cadena de hechos
funestos: ¡Cuídate de Bariego!; a lo
que ella añadía de su cosecha: y de mi
madre, la novia de Bariego.
Una noche de
viernes, aceptó la invitación de Gabriel para ir a cenar en la capital de la
provincia. El joven escogió para el evento el restaurante del hotel Miramar e insistió en dar un largo paseo por el malecón para abrir el apetito, aunque Tina
sospechó sin fundamento que trataba de declarársele, o de hacer alguna
importante confidencia. El hecho es que, cuando entraron en el salón, eran más
de las once y las mesas estaban ocupadas. Se quedaron por un momento en la
puerta, contemplando la panorámica de los comensales y, de pronto, Gabriel
preguntó:
-
¿No
son aquellos Bariego y tu madre? Últimamente estoy perdiendo vista.
¡Claro que lo
eran! A Tina le faltó tiempo de salir
velozmente a la calle para no ser vista, seguida de su acompañante. Dijo a este:
-
Volvamos
al pueblo. Tomaremos algo de camino.
Apenas cruzaron
una palabra durante el resto del viaje. Y, aunque el resultado fuera de
esperar, Tina pasó toda la noche en
vela, acechando la llegada a casa de su madre, la que no se produjo hasta bien
entrada la mañana siguiente. Podría haberse ahorrado la vela, de saber por
Gabriel que este había reservado habitación en el hotel Miramar, por encargo de su principal.
¿Qué pudo llevar
al secretario –ahora infiel- a preparar aquel infame descubrimiento? No
tardaría en revelárselo a Tina, como
pronto veremos.
***
No necesitó más
Albertina para concluir que, más allá de la represalia política, había sido el
adulterio de su madre con Bariego lo que había llevado al tiroteo de la
gasolinera del puerto. El propio Gabriel lo había dado a entender: la enemistad
inmemorial con su padre; el ascendiente que el ideólogo tenía sobre los jóvenes
pistoleros; la desfachatez con que cortejaba a la viuda. Todos los cabos
quedaban atados para conformar aquella estructura de desvergüenza y muerte, que
habían pretendido incluso culminar con su boda con el hijo del asesino de su
padre. ¡Cómo no iban a despreciarla y apartarse de ella las viejas amistades!
No era por el triste papel político que a su padre había tocado representar,
no. Era la fetidez de la traición a los votos más sagrados, que emanaba de
aquella casa e impregnaba a todos sus moradores. De pronto, como en un
brillante caleidoscopio, las ideas de su padre se recomponían ante sus ojos y,
donde hasta entonces había percibido debilidad y candidez, imaginaba ahora un mundo
geométrico y colorista en que armonizaban los contrarios de aquella tierra
atormentada. Todo el esfuerzo de Luis Diéguez se había venido abajo por un amor
criminal y lascivo, que teñía el horizonte de sangre y de luto por los siglos
de los siglos.
Espoleada por la actitud reveladora de Gabriel
en el día de la invitación, Tina decidió
utilizarlo para tener la completa certeza de que Bariego había estado detrás
del homicidio de su padre. La joven, entre curiosa y pícara, comenzó
preguntándole:
-
¿Por
qué quisiste meterme por las narices que Bariego y mi madre eran amantes?
-
Podría
negar que lo hice a propósito, pero no te voy a engañar. Trataba de ponerte de
manifiesto el contubernio entre ellos, del que sin duda formaba parte la
pretensión de casarte con Vicente. Sabiendo bien el terreno que pisabas,
podrías reaccionar en consecuencia.
-
Vamos,
que velabas por mi futura felicidad matrimonial. ¿Y qué se te daba a ti en
ello? ¿Acaso no me basto sola para saber si un pretendiente me conviene?
Gabriel callaba y
sonreía. Ante la reiteración de la pregunta, acabó por contestar escuetamente:
-
Ya
que el hijo es del todo inapropiado, tal vez pueda interesarte el secretario.
-
Pues
mira, no lo había pensado –replicó Tina con
el mismo tono humorístico-. Pero la chica vale mucho y hay que merecerla.
El joven captó
inmediatamente por donde iba su amiga:
-
¿Qué
se te ofrece? ¿Tal vez algo que tenga que ver con lo de aquella noche?
-
Precisamente.
No sabes lo difícil que me es vivir con esa vergüenza y con la terrible
sospecha de que mi padre pudo morir para dejar el camino libre a ese par de
inmorales.
-
Pierde
cuidado, Tina. Tu padre fue ejecutado
porque los de la Sección Militar habían decidido poner fin a la escisión que él
y Reparaz encabezaban. Otra cosa es que un golpe así tuvo que acordarse
colectivamente, entre los jefes, y Bariego se encontraba entre ellos.
-
Pero,
¿votó a favor o no?
-
Yo
no estaba allí. Sin embargo, a juzgar por el valor de su opinión y por lo que
he oído a unos y otros, estuvo de acuerdo con el asesinato.
-
Y
siendo así, ¿aún dices que no le movió el propósito de que mi madre quedase
viuda, a su arbitrio?
-
¿Quién
sabe lo que pasaría por su cabeza cuando suscribió la ejecución? Lo que es
seguro es que la cosa venía desde antiguo. ¿Acaso no sabes que, mientras estuvo
en el país vecino, tu madre ya tuvo que ver con Bariego? ¿No? Pues me ha
contado mi padre que era la comidilla del pueblo. Claro, hace años y con el
marido fuera por motivos políticos, aquello estuvo muy mal visto. Si no llega a
ser Bariego un jefe de la L.A.P., no habría vivido para contarlo.
La cabeza de Tina era un avispero, cuyo zumbido
dominante era la duda de si su padre habría sabido de la infidelidad de su
mujer. Sí, en efecto, él también había vivido su vida, pero estaba desterrado,
perseguido, solo. En cambio, Bariego tuvo acceso con su madre aprovechándose de
su necesidad, y esta prefirió mancillar su honra antes que vender la casa o
seguir a su marido al exilio. Y, ya en estos días, ¿no podía imaginar, con lo
lista que era, lo que su hija había comprendido desde el primer momento: que
estaba compartiendo el lecho con uno de los ejecutores de su esposo?
De pronto, la
trajo de vuelta a la vida real Gabriel, alzando la voz. Quién sabe cuántas
cosas le habría estado diciendo sin ella escucharlas.
-
¡Tina!, te decía que, si aceptas mi
proposición, yo estaría dispuesto a dejar mi trabajo y marchar juntos lejos de
aquí. Estoy seguro de que sería lo mejor para los dos.
-
¿Proposición?
¡Ah!, ya caigo. Podría ser una buena idea, pero dame tiempo. Tengo que resolver
algunas cosas inexcusables. Y tal vez tenga que pedirte algún favor más.
Gabriel asintió:
-
Por
supuesto. Esperaré lo que sea preciso, pero mira por tu bien que la demora sea
corta.
-
Ni
un día más de lo necesario. Pierde cuidado.
***
¿Qué cosas inexcusables tenía que hacer
Albertina, que obligaban a aplazar su viaje con Gabriel al olvido y a la
felicidad? Para empezar, digamos que la muchacha se resistía a comportarse como
aquellos lotófagos de la Odisea, que lo
ingerían para, a través del olvido, alcanzar la felicidad. Le parecía una
actitud estúpida y, a la postre, ineficaz. Pero, sobre todo, la sangre de su
padre y su propia dignidad la llamaban imperiosamente a tomar cumplida
justicia. Y, si la piedad o el desprecio la hacían vacilar, bastaban las
visitas de Bariego a su casa, o las ausencias finisemanales de su madre, para
desechar cualquier remordimiento. Y así, toda vacilación concluyó el día en que
el amante de su madre volvió a la carga con lo del casorio:
-
¿Qué,
ya lo has pensado? A todos nos haría
mucha ilusión.
-
A
todos, menos a mí y –por lo que veo- a Vicente, que no se ha dignado pedírmelo
en persona.
-
Mujer,
está muy ocupado con los exámenes y las publicaciones. Además, entre nosotros,
te diré que no le gusta nada venir al pueblo. Así que, si aceptas, tú también
tendrás que dejarnos.
-
Que
es de lo que se trata, ¿no? Parece que la hija de mi padre molesta en esta
casa.
-
Me
disgusta que pienses eso. Sabes que, disparidades de opinión aparte, yo profesé
por tu padre un afecto fraternal.
-
¿Sí?
Pues no sé qué haces mano a mano con quienes tramaron su muerte.
Dijo esta última
frase, con un retintín tan indignado, que Bariego comprendió al punto lo mucho
que Tina sabía del hecho y el odio
que le profesaba. A su vez, la joven tuvo por cierto que, a partir de entonces,
tenía un enemigo mortal. Esa misma noche, decidió el momento y los detalles de
lo que ella llamaba su justicia. Tal
vez fuese más acertado calificarlo de venganza.
***
Del informe que el
Comisario Jefe Provincial de S. remitió al Director General de la Policía, con
fecha 14 de
noviembre de 1982 :
… El inspector Ricardo Céspedes, había
sido vecino y compañero de estudios de Albertina Diéguez, motivo por el cual
esta acudió a aquel en solicitud de colaboración para implementar su plan de
acabar indirectamente con el jefe intelectual de la L.A.P. (Sección Militar),
Serafín Bariego. Se trataba de hacer pasar a este sujeto por traidor a la
Organización, provocando que lo ejecutaran; algo del máximo interés para
nosotros, habida cuenta de la importancia de Bariego en el organigrama de la
L.A.P. y la inexistencia de pruebas consistentes para ser condenado por los
tribunales. El inspector Céspedes, previa consulta conmigo, preparó y entregó a
la señorita Diéguez lo siguiente: 1º. Un oficio con membrete oficial, datado en
1978, en el que se hacía constar
falsamente el pago a Bariego de la cantidad de cinco mil dólares por
confidencias a la Policía; adjuntando al mismo un justificante bancario de
ingreso en cuenta y un extracto de esta, así mismo simulados, pero basados en
la realidad de una transferencia por dicha cantidad realizada a Miami desde
Caracas por una editorial afín al nacionalismo radical. 2º. Una cinta con la
grabación telefónica manipulada, en la que Bariego se comprometía, año y medio
atrás, a dirigir la L.A.P. Político-Militar, descabezada por la muerte de
Diéguez y de Reparaz, abandonando la Sección Militar junto con todos sus
incondicionales.
… El inspector Céspedes, con una prudencia
digna de encomio, controló en todo momento que el material manipulado llegase a
conocimiento de alguno de los miembros de la Comisión Nacional de la L.A.P.,
por la vía discreta y aparentemente casual que la señorita Diéguez había
sugerido, la cual implicaba la esencial cooperación de Gabriel Alomar, amigo
íntimo de dicha joven y secretario particular de Serafín Bariego. Finalmente, y
pese a las reticencias puestas por el tal Alomar durante unas semanas, el
material suministrado por nosotros llegó, por conducto de dicho individuo, a
manos del dirigente terrorista Joaquín Perdomo quien, a título personal o por
encargo de la Comisión Nacional, comprobó la autenticidad del mismo, llegando a
la conclusión de que era cierto. En dicho engaño jugaron un importante papel
don N.N., empleado del banco en que se había hecho la transferencia de los
cinco mil dólares, y el policía infiltrado, agente Topo-16; personas cuyas identidades ya conoce esa Dirección General o se le
darán por un medio de máxima seguridad.
… La susodicha operación tuvo el éxito
apetecido, apenas dos meses después de entregado el material engañoso. El
cuerpo sin vida de Serafín Bariego apareció en una cantera de las afueras de
esta población, con evidentes señales de tortura y dos disparos en la nuca.
Para nuestra sorpresa, en un bosque próximo se descubrió dos días después el
cadáver de Gabriel Alomar, medio quemado y también con un disparo en la nuca;
siendo la hipótesis más verosímil la de que la Organización entendiese que
persona tan próxima a Bariego no podía ser ajena a los presuntos manejos
traicioneros de su jefe.
… El comisario que suscribe confía en que
la eliminación de Bariego –sin aparente intervención de la Policía- contribuirá
a debilitar significativamente a la L.A.P., de la que venía siendo su principal
ideólogo y propagandista, casi desde los tiempos de su fundación.
***
-
Hija,
¿cómo tú por aquí? Sinceramente, no esperaba encontrarte.
-
He
vuelto para recoger algunas cosas y, de paso, me he demorado para saludarte y
ver cómo te encontrabas, después de haber ido a enterrar a Bariego.
-
Tú
dirás; un amigo de tantos años, que nos ayudó en los momentos difíciles. ¡Y qué
cobarde es la gente! Ha bastado con propalar que los jefes de la L.A.P. están
detrás de su muerte y nos hemos quedado solos su familia y media docena de
amigos. Por cierto, Tina, ni tus
hermanos ni tú habéis actuado correctamente, no acudiendo al entierro: De bien
nacidos es ser agradecidos.
-
Mira,
mamá, tú ya sabes lo que pensaba de Bariego y que me he marchado de casa por no
aguantarlo. En cuanto a mis hermanos, ellos sabrán sus razones.
-
Pretextos
pueden ser, pero lo que es razones…
-
No
quiero hablar más sobre ello. Hace una tarde de todos los demonios. Tomamos un
café y me marcho.
Tina se dirigió rauda hacia la cocina,
donde ya tenía preparado el servicio. Su madre fue al dormitorio, para quitarse
los zapatos y la ropa mojados por la lluvia. Al regresar al cuarto de estar,
las dos tazas ya estaban llenas y colocadas frente por frente. El azucarero y
un platito de pastas quedaban entre medias.
-
Gracias,
hija, pero no me apetece comer nada. Con el café con leche tengo suficiente.
-
Echa
un poco más de azúcar de lo habitual. Creo que lo he cargado demasiado.
La madre espaciaba
los sorbos, entreverando detalles acerca del sepelio. Tina, aunque nerviosa, soportaba el cotilleo y lo propiciaba con
preguntas baladíes. Apuraron por fin las infusiones y Tina ofreció repetir, lo que rechazó la madre:
-
No
quiero más, gracias. Por cierto que el café debía estar muy fuerte, pues me ha
caído mal en el estómago. Parece que me mareo.
-
Será
cosa de las emociones y la mojadura. En efecto, no tienes buena cara. Ve a echarte.
Te acompaño por si acaso.
Apenas les dio
tiempo de llegar hasta el lecho. La madre de Tina cayó pesadamente sobre él y fue apagándose en pocos minutos.
Su hija volvió a la salita, cogió del bolso una carta que, tras varios
titubeos, colocó sobre el aparador, apoyada en un jarrón. Seguidamente,
descolgó el teléfono y habló quedo con su interlocutor:
-
¿Ricardo?
Soy Albertina.
-
¡Tina! ¿Dónde estás, que apenas te oigo?
-
En
el pueblo. He venido a conocer al bebé de mi hermano Alfonso y ha empezado a
llover a modo. ¿Podrías venir a buscarme? No hay tren hasta dentro de hora y
media y tengo miedo de quedarme helada en la estación.
-
Voy
para allá. ¿Me esperas en casa de tu hermano?
-
Ya
sabes que no conviene que nos vean juntos. Te aguardo en el porche de la ermita
del Cristo.
-
En
media hora estoy ahí.
-
No
corras, que la carretera estará resbaladiza.
Tina colgó y volvió a la alcoba. Su
madre seguía en la misma posición, muy pálida, sin alentar. Apagó la luz,
entornó la puerta y regresó al cuarto de estar. Cogió la carta, abrió el sobre,
desdobló la cuartilla y leyó:
Después de morir mi amante en tan tristes
circunstancias, ya no tiene sentido para mí seguir viviendo. Que Dios me
perdone.
Constató, por
enésima vez, el razonable parecido con la letra genuina de su madre. A fin de
cuentas –pensó-, casi nadie duda de la autenticidad de una nota de suicidio. Si
acaso, sus hermanos, pero ya había tenido buen cuidado de no revelarles sus
sentimientos. Para lo que tenía que hacer con su madre, se bastaba ella sola.
Bueno, ella y el anhídrido de arsénico que preparaban en secreto en la oficina
de la farmacia, a petición de los terroristas, para dar matarile sin escándalo, o para suicidarse cuando no había más remedio
y no tenían un arma a mano.
Al salir de la
casa, cerró suavemente, echó la llave y bajó hasta el portal sin dar la luz de
escalera. Salió a la calle, se caló hasta los ojos la capucha del impermeable y
abrió el paraguas, procurando que le ocultara el rostro.
***
No tenía ganas de compañía, por amorosa
que fuera. Así que soportó la conversación de Ricardo solo unos minutos. El
chico estaba colado por ella, desde que montaron al alimón la celada a Bariego;
hasta le aseguraba que la había pretendido desde el colegio, cosa que, de ser
cierta, había olvidado. Todo se le volvía hacerle arrumacos y asegurarle que su
futuro estaba bajo control, que ya la estaba esperando un puesto de dependienta
en unos grandes almacenes de la Capital y que él la seguiría, en cuanto
cumpliese el quinquenio de permanencia en la comisaría de su provincia. Es el sino de los policías que hemos tenido
la desgracia de nacer aquí y conocer el idioma del pueblo, gruñía.
-
…
Y nos casamos y a olvidar toda esta mierda y vivir como personas normales.
-
Está
bien. Ricardo. Iré preparando el ajuar.
-
Y
se acabó de estar escondiéndonos y mirando los bajos del coche.
-
Eso
mismo.
-
Y
con los sueldos de los dos, tan ricamente. Ni falta que nos hace el plus de
peligrosidad.
-
Ya.
-
¿Quieres
que me quede? Parece que estás triste esta noche.
-
Solo estoy cansada…
-
Entonces,
¿no me quedo?
-
No.
Hasta mañana, Ricardo.
Al fin, sola.
Engulle unas croquetas frías con un vaso de leche. Ya son las once y no tiene
pizca de sueño. Claro, con lo que ha dejado en el pueblo esta tarde... No
quiere ni pensar en ello. ¿Cuánto tardarán en descubrir el cadáver? A saber,
viviendo sola y con pocas relaciones. Quizá tres días. Será absurdo, pero le
dan ganas de salir huyendo. Sí, claro, tendrá que volver para el entierro en
cuanto la avisen pero, no estando aquí, por lo menos se librará de los primeros
trámites y quizá de verla de cuerpo presente. Nada, nada, un equipaje corto,
con lo imprescindible, y mañana a la Capital; en el tren de la tarde, para que
Ricardo pueda despedirla y no sospeche, por lo menos, de entrada.
Se acerca al
armario, cuya luna le devuelve una imagen fría, tensa, desaliñada. Nada que la
muestre como la justiciera que se siente, ni como la criminal que sería, si la
descubrieran. Nada, en fin, que no pueda remediar un buen descanso y un olvido
reparador.
Abre la pesada
puerta y lo primero que aparece ante sus ojos es el vestido negro que llevó por
su padre. Allí está, conspicuo, saliente, impoluto, para servir de recuerdo de
una justicia pendiente. Ya ha cumplido su objetivo. Lo arranca de la percha y
lo tira sobre la cama, donde queda por azar armoniosamente extendido, cubriendo
casi toda la colcha, como sudario que eclipsara cualquier conato de olvido, de
reposo, de anhelada felicidad. Tina aprieta
los puños, rechina los dientes y grita en silencio, desgarrándose por dentro:
-
¡Maldita
sea la tierra que tiñe de sangre mis manos y me cubre de luto el alma!
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