La cólera de los
hombres (III)
Todo por amor
Por Federico Bello Landrove
En esta tercera entrega de la serie La cólera de los hombres (por supuesto, incluida la
de las mujeres), le toca el turno al mito de Medea, prototipo de la venganza
ciega y atroz, en reacción ante un comportamiento egoísta y artero no menos desmesurado.
La alternativa que el relato ofrece al infanticidio de la tragedia es, para
bien o para mal, lo más original de mi versión.
El vehículo se adentra, por fin, en territorio apache, dejando
atrás la frontera. El registro policiaco del maletero ha sido más detenido que
otras veces; hasta se ha extendido al interior del automóvil, sin perdonar los
maletines de las muestras. La conductora se ha mostrado en todo momento tranquila
y hasta incisiva:
-
Actúen
con cuidado, que es materia frágil y valiosa.
-
Ya,
ya. ¿Vendes muchas de estas baratijas?
-
¿Por
qué lo preguntan? ¿Acaso no declaro todo y pago las tasas?
-
Como
haces tantos viajes a nuestro país...
De sobra sabe ella que están empezando a sospechar. Se lo ha dicho a
Ignacio, que utilice a alguien más, o que algunas entregas se hagan por el
bosque, pero él, erre que erre, que solo confía en ella y que, con una mujer
guapa y extranjera, la policía afloja sus rigores. En fin, menos mal que
llevaba los detonadores en una riñonera bien camuflada bajo el pantalón, que si
llega a ocultarlos en el doble fondo de los maletines del muestrario, seguro
que la pillan.
Según se va adentrando en el país de Ignacio, repasa mentalmente los
pasos que ha de dar seguidamente. Lo primero, librarse de la carterita de los
detonadores, que el fulminato de mercurio tiene mucho peligro: Una paradita
para orinar en el Bazoka, dejar la riñonera metida en el dispensador de toallas
de papel y seguir viaje inmediatamente. Luego, al hostal Tesalia, para
guardar las muestras de relojes y joyas, descansar y asearse. Finalmente, a eso
de las seis de la tarde, a confesarse en San Joaquín, dejando en manos
del padre Finestres el sobre con las órdenes de acción para los comandos del
interior.
Ella, Carolina, Carol para los suyos, se sonríe. Ha pensado en
voz alta finalmente, cuando todavía no ha cumplido con su presunto
objetivo al pasar la frontera. Claro; es que eso lo tiene ya pactado y libre de
todo peligro. En el bolso guarda los teléfonos de las señoras adineradas con
las que, como de costumbre, se reunirá en un saloncito reservado del hotel Miramar,
para que le hagan una compra sustanciosa de las baratijas que porta, una
quincalla de mil francos para arriba, con un porcentaje de beneficio comercial
del ciento por ciento. Y, al día siguiente, entrevista con el gerente del
gremio de joyeros de la provincia, comprometido en adquirir género por valor
mínimo de cincuenta mil francos, pagadero por adelantado, que luego distribuirá
entre los asociados y colaboradores de toda la región.
Así, más o menos como hoy, una o dos veces al mes, desde hace tres años.
Vamos, desde que se lió con Ignacio, a poco de escapar este por pies a una
redada policial. El padre de ella –que solo lo tragaba por miedo a la
banda- refunfuñaba que vaya suerte la
del señorito, de haber podido escapar cuando todos los demás compañeros habían
sido detenidos o muertos. Carol reputaba injustas tales suspicacias, pero le
daba la razón a su progenitor en lo de señorito, pues lo era en casi
todos los sentidos de la palabra. Era hijo de un acomodado armador, que le
había legado, por el momento, educación, apostura y gusto por todo lo mejor.
También le cuadraba el diminutivo por haberse criado de modo despreocupado y
remolón, empleando riqueza y encanto personal para que otros actuasen por él y
le sacasen las castañas del fuego. Por eso extrañó tanto que, a raíz de la
condena de una antigua novia a largos años de cárcel, volviera las tornas y
empezara a frecuentar ambientes nacionalistas mucho más radicales que los de
sus padres. Decíase que la clave había sido su amigo Javier, que lo aleccionó e
introdujo en ambientes próximos a los terroristas de la L.A.P., convirtiéndose
en su mentor durante un tiempo. Cuando Javier murió accidentalmente manipulando
el temporizador de una bomba, Ignacio dio el paso definitivo y entró en la Organización.
Sus buenos conocimientos de electrónica y los favores debidos a su padre le
excusaron del trabajo de choque. De hecho, pasó desapercibido a la Policía
hasta que les dio el soplo un delator, poco antes de la caída del
comando comarcal y de su fuga al país vecino, inmediatamente anterior a
aquella.
Carol ha llegado ya al Tesalia y, tan pronto se ha encerrado en
su habitación, abre los grifos de la bañera y se sumerge en el reconfortante líquido,
oculto bajo una nube de espuma. Cierra los ojos y se ve como era cuando lo
conoció: la hija mayor de un importante joyero de la capital del distrito, con
sucursal abierta en una estación balnearia frecuentada por la crema de la buena
sociedad internacional. Le sobraban pretendientes y nada había tenido que ver
con los círculos de su país que acogían a los terroristas del otro lado de la
raya y comulgaban con sus objetivos. Pero llegó él, se alojó en una
pensión no lejos de su casa y un buen día entró en la tienda a comprar un reloj
de alta gama. Fue un flechazo, cosa natural teniendo en cuenta su labia y su
apostura. Que ella no se hubiera sacado el dardo de Cupido y no lo arrojase
lejos de sí, era mucho menos explicable. Era un terrorista buscado por la
Policía de su país, especializado en alevosos atentados con bomba y que,
además, no tardó en utilizar sus influencias para adquirir artefactos
electrónicos y elementos de relojería. Pero, para entonces, ya eran amantes y
ella tan descuidada, que esperaba un hijo. Ni Carol quiso abortar, ni él
casarse o reconocer al niño. Cuanto menos nos relacione, mejor, tuvo el rostro
de responder, cuando le planteó la formalización de su unión, como su madre le
había indicado. Y no es que Ignacio fuera un mal padre: Adoraba al pequeño; lo
colmaba de caprichos; lo veía a menudo, aunque de manera reservada. Dos años
iba a cumplir ya Iván y todo seguía como al principio. Bueno, no del todo, como
hemos visto. Carol era ahora un correo de la banda, que había ido ganándose la
confianza de todos, incluso de los padres de Ignacio, a quienes había hecho
llegar cartas y fotos, por efecto de las cuales estaban al tanto de lo ocurrido
y la consideraban ya como de la familia.
A regañadientes, sale de su refugio acuático, se envuelve en la
gigantesca toalla de baño y, sin apenas enjugarse, se echa boca arriba sobre la
cama sin abrir. Se adormece, mientras le viene a la cabeza la noticia de ayer
mismo, una bomba lapa bajo el todoterreno de la Policía, con resultado de tres
muertos y un herido en estado crítico. Se encoge de hombros; ya nada la
espanta. Le trae sin cuidado la política y la repatean el extremismo y la
patriotería de los colegas de Ignacio. Pero una cosa está por encima de todo y
de todos: que Ignacio viva, que siga libre, que alcance sus designios. Luego,
tiempo habrá para rehacer la vida, volverse racionales, civilizarse. El sueño
la alcanza en el momento en que se despoja de la toalla y se embute entre el
edredón y las sábanas, sintiendo al punto una suave calidez.
***
Han pasado dos años desde el viaje transfronterizo parcialmente narrado.
Hoy es gran fiesta en el domicilio de los Ribera, de los Madariaga y de tantas
y tantas familias de miembros de la L.A.P. Se ha acordado una tregua de seis
meses y los terroristas sin muertes probadas a sus espaldas pueden regresar a
la patria chica y pasear, hasta con bizarría, por delante de sus víctimas y
antiguos perseguidores. Como es natural, Ignacio y Carol están entre los
afortunados, como también –aunque él no se percate todavía- su hijo Iván, ya todo
un personaje de cuatro años de edad. Contentos de perder de vista a su futuro
yerno y con la esperanza de que la tregua temporal se convierta en paz
perpetua, el joyero ha financiado un banquete íntimo en un restaurante afamado.
Todos hacen planes para el futuro y brindan repetidamente por el cumplimiento
de los más lisonjeros votos.
Mas, ¿cuáles son, en concreto y en detalle,
tales deseos? Sabedora con antelación del buen resultado de las conversaciones
de alto el fuego, la pareja ha hecho
un solemne compromiso de casarse y establecerse en la tierra irredenta e
irreductible de Ignacio, cerca de sus padres y al amparo de estos. Iván será
reconocido por su progenitor. Hasta han soñado con montar una tienda de
aparatos electrónicos, bajo franquicia de la cooperativa La Acción, grupo de empresas controlado de hecho por los
terroristas. Carol tendría buen acomodo en alguna de las joyerías de la
capital, gracias a las influencias de sus futuros suegros.
Todo queda bien atado. Ignacio no puede
olvidar el cariño y, sobre todo, la gratitud que debe a su amante por todo lo
que ha hecho por él en aquellos cinco años de destierro. Carol lo ama
apasionadamente y no vacila en expatriarse e iniciar una vida menos regalada,
con tal de estar con él y dar un hogar común a su hijo. Solo un imponderable
ensombrece el porvenir de la pareja. También de ello han hablado largo y
tendido, sin llegar a un acuerdo:
-
Ignacio, tienes que prometerme que, pase lo que pase
dentro de seis meses, no volverás a enrolarte en los comandos de la L.A.P. Creo
que ya ha estado bien con lo que hemos hecho y sufrido durante todos estos
años.
-
Sobre eso no puedo prometerte nada, querida. Quien
entra en la Organización lo hace para siempre. No está admitida la deserción y
se paga con la muerte.
-
¡Qué deserción, ni qué puñetas! Hemos dado a esa
causa lo mejor de nuestra juventud. Nadie puede pedirnos más. No se trata de
volverles la espalda, sino de ayudarlos de modo no violento.
-
Yo soy un soldado de la L.A.P., no un financiero ni
un propagandista. Pero deja ya de preocuparte. Puede que la tregua se prorrogue,
o que se llegue a algún acuerdo que ponga fin a la lucha armada.
-
¿Qué probabilidades hay de tal cosa?, di. Cada vez
que, en el pasado, hubo una situación análoga, solo sirvió para reorganizarse y
volver a matar con renovados bríos. Seamos sensatos: estamos al borde de los
treinta y tenemos un hijo. Regresemos, si es preciso, a mi país, lejos de la
frontera. Mis padres nos ayudarán.
Ignacio no respondió. Carol volvió a la
carga. Finalmente, le arrancó la promesa de hablar con algún jefe amigo de la
banda, con vistas a reducir su cooperación a los trabajos técnicos en el taller
que podía montar en la trastienda de su futuro establecimiento de electrónica.
Llegado el momento de la marcha, Ignacio
le salió con una idea que la dejó atónita:
-
Carol, supongo que, dadas las circunstancias, le
pedirás a tu padre que te entregue una buena cantidad, para que no salgáis
descalzos de aquí el niño y tú.
-
¡Toma! ¿A ton de qué? No pretenderás que me adelante
la herencia.
-
No se trata de eso. Gracias a tus numerosos viajes de negocios, ha podido vender una
cantidad de mercancía y a un precio, que no podía ni soñar. Y no me vengas con
que ha sido para ayudarme, que yo no me he comido ni la décima parte.
-
¿Y lo que hemos comido Iván y yo? ¿Eso no cuenta?
-
Tú eras su hija soltera e Iván su nieto. Estaría
bueno que mis padres nos fueran a pasar factura por lo que nos entreguen cuando
lleguemos.
-
Pues, si tus padres van a ayudarnos, ¿para qué sangrar
los ahorros de los míos?
-
Evidente, mujer. No nos vamos a presentar como unos
mendigos. Ni es digno, ni lo que conviene a tu posición.
-
Mira, Ignacio, me parece una salida de pata de banco
por tu parte. Así que, si quieres que nos dé algo, se lo pides tú. No voy a
discutir más.
El joven le tomó la palabra, a su modo.
Aprovechando que la última noche antes de partir la pasaban en la casa de los
Ribera, encima de la joyería, Ignacio se deslizó por la escalera interior en el
establecimiento y arrambló con cuantas joyas, relojes y gemas de valor halló
fuera de la caja fuerte. Cuando las vendió a bajo precio a los peristas, obtuvo
un millón de francos de los de entonces. Desde luego, no pudo decir el señor
Madariaga que su futura nuera llegase descalza,
porque su hijo cumplió con cierto decoro y puso el dinero en cuenta abierta
a nombre de Carol y de Iván. Eso sí, como plazo fijo indisponible, ordenó la
inmovilización del activo hasta la fecha en que el niño llegase a la mayoría de
edad. Así que, cuando el padre de Carol la llamó hecho un basilisco, al darse
cuenta del desfalco, ella hizo de tripas corazón y salió en defensa de su
amante:
-
Puedes denunciar si quieres lo sucedido, pero no a
Ignacio, sino a mí, porque yo fui quien le indujo, y todo va a ponerse a mi
nombre y al de tu nieto.
-
¿Cómo puedes haber sido tan ingrata? Te habríamos
dado cuanto en verdad necesitases.
-
Pues hazte cuenta de que nos lo has regalado y no
montes un escándalo que a todos dejaría en mal lugar.
-
¡Maldito sea el día en que ese terrorista ladrón te
echó el ojo!, exclamó el señor Ribera, colgando furiosamente el teléfono.
Lo cierto es que, con furia y todo, se
abstuvo de llamar a la Policía. Según fueron pasando los días en tranquilidad,
Carol empezó a pensar que era afortunada: sus padres la querían; Ignacio la
amaba; la adoraba el niño. ¡Con tal que los energúmenos dieran una oportunidad
a la paz…!
***
Declina la tarde y el pintoresco cementerio rural va quedando vacío. El
viudo lo abandona de los últimos, en unión de algunas personas de edad, que
bien podrían ser sus padres y los de la finada. Minutos después salen dos
individuos cuarentones, trajeados de oscuro, con pinta de personal de la
funeraria. No es así, a juzgar por la conversación que llevan:
-
¿Recuerdas la película El tercer hombre?
-
Vagamente. Es la que acaba en un cementerio, ¿no?
-
Así es, y con policías militares que, como nosotros
ahora, iban a comprobar que el criminal era, en efecto, el muerto y que quedaba
bien enterrado.
-
Sí, no fuera a ser que resucitase antes del Juicio
Final.
-
Lo que es esta, no creo que se levante hasta
entonces. Quedó como un colador.
Cuando estos irreverentes alcanzan la
explanada ante la puerta del camposanto, los últimos coches de la comitiva ya
han emprendido la marcha. Respiran, pues no les habría gustado tener un
altercado con los pistoleros de la L.A.P. que, sin duda, han asistido al
entierro, por solidaridad o como guardaespaldas. Siguen la tapia como unos
cincuenta metros y ganan el vehículo oficial camuflado, en que les espera un
colega más joven, leyendo una novela.
-
¿Algún problema, Cándido?, pregunta el más veterano.
-
Hicieron un intento de acercarse, pero me puse en
marcha y di una vuelta al recinto.
-
Bien hecho. Deben estar muy encabronados de que haya
caído, no una lapera más, sino la hija del famoso Caravinagre.
En efecto, ese es el punto de partida de
la escena fúnebre que acabamos de presenciar. Tres días antes, al salir de San
Joaquín de conferenciar con el padre Finestres, dos dotaciones de
Policía le dieron el alto; la chica sacó la pistola y la balearon de lo lindo
en la escalinata misma de la iglesia. Estoy en circunstancias de confirmar lo
que todo el mundo ya entonces suponía: que los agentes actuaron sobre seguro,
gracias a una confidencia anónima. Lo que lamento ignorar es por qué no se
encontraba también allí mismo el novio de Mireya Caravinagre, nuestro
conocido Ignacio Madariaga. Creo que, llegados aquí, la cosa requiere de una
explicación.
Dicha aclaración es tan vieja como el
mundo. Unos la llamarían ingratitud; otros, ambición, o estado incompleto de
necesidad. El hecho es que, cuando Ignacio y su padre se entrevistaron con Caravinagre
–amigo del segundo desde la infancia y jefe de los comandos de la provincia-,
se encontraron con un individuo duro, pero más maleable de lo previsto:
-
Así que el chico quiere decirnos adiós, precisamente
ahora, que va a expirar la tregua y la gente se ha desmadrado un poco, por lo
que precisamos de todos para reanudar la lucha.
-
Hombre, Pedro, yo creo que Ignacio ya os ha dado
bastante. Es muy duro pasar cinco años desterrado y, a pesar de ello, siguió
aportando a la Organización todo lo que pudo.
-
Si, ya lo sé. La moza con la que se entendía fue un
enlace estupendo. Ahora creo que vive con vosotros y un niño...
-
... Que también es hijo mío –interrumpió Ignacio-.
Esa es una de las razones para pedirte que me autorices a pasar a la reserva.
-
Muchos tenemos hijos y todos, familia. Por eso no
conviene que os liéis con cualquiera, sino con mujeres de la banda. Así no os
andan lloriqueando, ni poniendo dificultades a cada momento. ¿Dónde vas tú con
una extranjera?
-
Y con un genio endemoniado, por más señas, apostilló
don Luis Madariaga, quien no simpatizaba en absoluto con su futura nuera.
Caravinagre quedó pensativo por
unos momentos, mirando alternativamente a padre e hijo. Finalmente, sentenció:
-
Se me está ocurriendo una solución, pero tengo que consultar
con algunas personas. Voy a hacer lo que pueda pero, eso sí, lo que yo decida
va a misa.
-
Por supuesto, Pedro –prometió don Luis, en nombre de
ambos-. Y muy agradecidos. Ya sabes que por un hijo se hace lo que sea.
-
Y lo mismo por una hija, concedió el terrorista, que
también tenía su corazoncito.
La decisión de Pedro Caravinagre la supieron quince días después, cuando el armador
Madariaga fue convocado para media hora más tarde en casa del jefe lapero, donde este residía de fijo desde
el inicio del alto el fuego.
-
Bien, ya está todo decidido –empezó Pedro-, tal y
como queríais. Tu chico dejará la L.A.P. y tú pagarás un cincuenta por ciento
más de contribución a la Organización.
Don Luis tragó saliva y asintió. Era un
buen palo económico pero, al menos, Ignacio –el hijo favorito de su esposa-
aseguraría la vida.
-
Eso es lo que tendrás que dar para la causa, pero yo
también tengo que pedirte algo. Creo que, después de lo que os he conseguido,
también tengo derecho.
-
Tú dirás.
-
Verás, Luis.
Yo también soy padre y tengo una hija, con la que me pasa lo mismo que a ti.
Gracias a mi puesto de mando en la L.A.P., estoy tratando de parar sus intentos
de reincorporarse a la lucha armada cuando acabe la tregua. Con sus dos
hermanos y conmigo, ya está bien pagada nuestra cuota familiar. En fin que, su
madre y yo, para quitárselo de la cabeza, la hemos animado a que se case con
alguien de buena posición y que no la deje viuda el día menos pensado.
-
Me parece estupendo. ¿Y qué quieres que haga? Podría
buscarle un puesto cómodo en mi empresa.
-
Un puesto, sí, pero no en tu empresa, sino en tu
familia.
-
…
-
Verás, lo hemos hablado con la muchacha y nos ha
salido con que le hace tilín tu Ignacio y a la familia nos encantaría
emparentar contigo. ¿Qué me dices?
-
Pues que me dejas de piedra. No tenía ni idea de los
sentimientos de tu hija, ni tan siquiera de que se conociesen. Además, no sé lo
que pensará Ignacio, a punto de casarse con su novia francesa, madre de su
hijo.
Caravinagre
puso la cara que le había ganado el apodo y dijo:
-
La francesa y su niño pueden irse al otro lado de la
raya, por no decir al diablo. Y, en cuanto a tu hijo y a ti, me la estoy
jugando por conseguiros lo que me habéis pedido. No se bromea con la
Organización, ni os consiento que donde dijisteis lo que tú digas, ahora me salgáis con jilipolleces. Así que, o hay
matrimonio y aumento del impuesto, o dejo que le formen consejo de guerra a tu
chico por querer abandonar la Organización. Y ya sabes lo que eso suele
significar…
Don Luis contuvo un escalofrío. Como
valiente Madariaga, descendiente de balleneros, todavía se atrevió a matizar la
aceptación de aquel ultimátum:
-
Transmitiré cuanto me has dicho a Ignacio que, en
definitiva, es quien tiene de decidir. Por mi parte, haré lo que esté en mi
mano para que convenga.
Pedro retiró el vinagre de su cara. Dio
una palmada a su interlocutor en la rodilla y dijo:
-
Estoy seguro de que lo convencerás. Ahora voy a
presentarte a Mireya. Ya verás como te gusta.
El resto de la historia de Ignacio y
Mireya es fácil de imaginar. Solo que ni Caravinagre,
ni un matrimonio tan conveniente, fueron capaces de conseguir que la joven
abandonase del todo la lucha armada. La mujer de don Luis, indignada, decía
aquello de que la cabra siempre tira al
monte. Y, en ese ínterin de ama de casa y pistolera a tiempo parcial, le
llegó a la chica el triste final que más arriba he dejado dicho.
***
Días después del entierro, Ignacio
Madariaga recibió la llamada telefónica de Carol, quien nuevamente residía con
sus padres e hijo en el vecino país. El viudo bien creyó que se trataba de
darle el pésame por la muerte de Mireya, por más que se tratara de una fineza
no sentida. Lejos de ello, la joven pareció abrir toda clase de prometedoras
posibilidades, al decirle escuetamente:
-
Quiero que nos veamos en la cafetería frente a la
aduana fronteriza, pues tengo que decirte algo importante.
-
¿No puedes adelantarme de qué se trata?
-
Hay cosas que han de decirse a la cara.
No le faltaba razón, pues lo que tenía que
decirle podría interpretarse como la confesión de un crimen. Juzguen ustedes:
-
Sabes que, durante tu exilio, mantuve buena relación
y numerosos contactos con el padre Finestres, el coadjutor de San Joaquín. Por
encargo tuyo, le llevaba tus mensajes para la L.A.P. y me entregaba las órdenes
y avisos que tenían que darte. Pues bien, le telefoneé hace dos meses, para
concertar con tu mujer una entrevista en esa iglesia, a fin de decidir sobre el
futuro de Iván, que yo empezaba a ver más claro y holgado con tu familia.
Claro, era un pretexto, pues comprenderás que no te devolvería al niño por nada
del mundo, máxime cuando nos echaste de casa de la manera más desnaturalizada…
No me interrumpas, deja que siga de un tirón. El tener la charla con ella lo justifiqué
porque sería lógicamente la más reacia a que reconocieses a tu hijo y se
mezclara con los que ella y tú podíais llegar a tener. El Padre lo vio muy
razonable, como también que fuera a espaldas tuyas, para que no mediatizaras la
libre voluntad de tu esposa. Así que Finestres hizo reservadamente las
gestiones, Mireya picó y tú ya conoces bien el resultado.
Ignacio, boquiabierto, parecía no
comprender lo evidente:
-
Así que la Policía la siguió cuando salió de casa…
Tendrían pinchado el teléfono de la parroquia.
-
No fue necesario. Yo misma fui con el soplo a la
Policía. Les dije quién era yo y al punto dieron crédito a mi delación.
Pensaron que, aunque a ella la tenían de sobra localizada, si tiraba de
pistola, podrían darle un susto mortal;
y, de paso, tendrían al fariseo de Finestres en sus manos, amenazándolo con
revelar que había sido él quien preparó la encerrona a tu mujer.
Madariaga, por fin, reaccionó logicamente,
aunque con la contención debida al lugar en que se hallaban:
-
Eres una víbora. ¿Qué te había hecho Mireya?
Todavía, si hubiese sido a mí…
-
Tú habías dejado ya la Organización y casi nunca vas
armado. Además, no he querido matarte, sino que vivas para sufrir; tanto, por
lo menos, como lo que yo he padecido con tu infidelidad y tu desdén.
-
¡Cómo puedes comparar el inevitable quebranto de la
palabra dada con un asesinato en toda regla!
-
¿Tú crees que lo es? En todo caso, los policías
serán los que tengan que cargar con la muerta. Y, en cuanto a lo de la
infidelidad, ¿qué razón había para echar también de tu lado y de tu familia a
nuestro hijo?... Sí, claro, que no estorbase a tu nueva esposa y recién nacida
felicidad.
Algo pareció revolverse en las entrañas de
Ignacio:
-
¿Cómo está Iván? ¿Lo has traído? ¿Cuándo me vas a
dejar verlo?
-
No antes de que lo reconozcas como hijo tuyo y nos
devuelvas el capital que le robaste a sus abuelos. Además, no creo que él
quiera ni oír hablar de ti, después de lo que ya he empezado a hacer y pienso
proseguir hasta que llegue a odiarte.
-
¿Qué te has propuesto?
-
Muy sencillo: presentarte ante él tal y como eres:
vago, cobarde, infiel, sin corazón, egoísta, ladrón… Es tarea larga, como ves,
pero tengo todo el tiempo del mundo hasta que se haga mayor. O poco he de
poder, o no tardarás en lamentar haber tenido a ese hijo. Para ti, más te
valdría haberlo visto muerto.
No le dio tiempo de responder, caso de que
hubiese tenido algo que decir. Carol dejó unos francos sobre la mesa, se
levantó y, antes de salir rauda, agregó:
-
Y, cuando ya sea un hombre y esté preparado para
enfrentarse a ti, no te preocupes de buscarlo, que él te encontrará.
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