El pájaro que habla
Por Federico Bello Landrove
Este no es un cuento maravilloso, pues todo el mundo sabe que la
Naturaleza nos habla a través de sus criaturas, con independencia de que
podamos entenderlas o las queramos escuchar. Sí es un relato alegórico sobre
los últimos tiempos de una dama, a quien un humilde pájaro guiará con su
presencia –y también con su ausencia- por ese camino inevitable que unos llaman
ley de vida y otros califican de bien
morir.
Todos los días de su estancia en aquellas tierras, tan distintas y
lejanas de las de sus raíces, la vieja dama había procurado salir al jardín de
la casa, sentarse en una silla blanca de forja, con cojín bordado de su mano, y
dejar volar la imaginación, queriendo creer que aquellas frondas tropicales
eran las del ameno Gran Parque de su ciudad natal. Eran otros los sonidos, los aromas,
los colores, pero con los ojos entornados, aún creía transitar paseos
enarenados de la mano de su padre, escuchar las voces infantiles de sus hijos
en la rosaleda, estar sentada a la vera de él en la pérgola.
Así había sido cada mañana, mientras su hija la dejaba momentáneamente
sola y partía al trabajo, con una preocupación que la dama tildaba de
aprensiva. Ella se sentía todavía firme y segura de sí, no un embeleco que privase a su maduro
retoño de libertad de movimientos. Con todo, notaba día a día el declive de sus
fuerzas y la agobiante tristeza de la soledad, al faltarle él. Por eso consultaba con frecuencia el reloj que regía las
ausencias filiales y volvía cada vez con mayor presteza y tristura de sus
viajes a lo remoto lejano.
Pero un día, desde el ramaje siempre verde de un cupey de la heredad
vecina, le llegó el canto en libertad de un pájaro, apenas entrevisto, pero sin
duda hermoso. Era tal la belleza y armonía de sus trinos, que la señora quedó
sobrecogida. Como si la canción fuese solo a ella dedicada, el ave apenas mudó
de posadero y estuvo gorjeando hasta que la anciana se retiró del jardín,
siguiendo su horario acostumbrado.
¡Qué bueno sería que el pájaro
volviera cada mañana!, suspiró la dama, al sentarse al día siguiente en el
sitio acostumbrado. Como inmediata respuesta a su deseo, le contestó un canto
aún más suave y melodioso que el día
anterior, el cual así mismo duró todo el tiempo que la señora permaneció,
arrobada, en el jardín.
A partir de aquel momento, ni un solo día faltó el pájaro a la tierna
cita, ni la dama dejó de acudir a su encuentro, aunque se encontrase
indispuesta. En sus soliloquios, ella lo convertía en su confidente y, al
partir, dejaba sobre el velador alguna pequeña golosina que juzgaba podía ser
de su agrado. Él no se le presentaba nunca, mas, quimérica, la anciana lo
vestía del polícromo ropaje de los radiantes pavones de su niñez.
Día a día y sueño a sueño, el ave fue mezclando sus trinos inefables a
palabras directas al corazón. Sin pasar por el oído, aquella voz casi humana
respondía a sus cuidados y preguntas, convirtiéndose en el párvulo engarce con
el pasado, ya triste, ya glorioso, y con la tierra y los seres queridos que
había dejado atrás. ¿Cómo lo sabes?, preguntaba; y él: vuelo de noche
–respondía-.
Notó la hija que su madre ahora aguardaba anhelosa y contenta el momento
de quedarse a solas. Apreció en sus palabras conocimientos e intuiciones
sorprendentes, en que se mezclaban imaginación y realidad, pero que
invariablemente la dama tomaba por ciertos. Sus preguntas eran contestadas con
evasivas; el pájaro se guardaba y enmudecía tan pronto no se hallaba su amiga
sola en el jardín. Hubieron de ser los pequeños dones ofrendados los que la
alertaran acerca del pequeño cantor. Así pues, despidiose una mañana e hizo
como si marchara a la tarea, pero se quedó escondida en la casa, acechando
desde los calados visillos de su dormitorio. Nada de particular observó. La
madre tomó asiento y, acunada por el melodioso trino de un pájaro, se quedó
traspuesta durante un buen rato. Al despertar, se encaminó a la cocina, de donde
salió con un platito de uvas y moras, que posó en la mesa del jardín, junto a
un vaso de agua azucarada. ¡Bah, un sopor y un jilguero!, susurró la
espía, lamentando haberse retrasado en el trabajo por tan poca cosa.
En vista de ello, resolvió seguirle la corriente, pensando que no tenía
sentido objetar a una fantasía onírica, más o menos afortunada. Sin embargo, no
dejaba de producirle zozobra que su madre estuviese tan al corriente de hechos
actuales que, por la distancia y la falta de comunicación, era imposible que le
llegasen por las vías racionales.
***
Cierta tarde de otoño, el vecino taló el cupey, para combatir el comején
que lo había enfermado. La dama pasó la noche en vela, preocupada por el
destino del pájaro, rogando a Dios que no tuviera en aquel árbol su nido. Por
la mañana, se cumplieron los funestos presagios. En vano aguardó la anciana la
aparición de su cantor; en vano trató de atraerlo con regalos y reclamos; inútilmente
salió en su busca por los alrededores de la casa. Los días pasaron y su
confidente no volvió. Trató de recuperar el sosegado descanso de antaño, pero
la recobrada soledad embotaba los recuerdos y la música extinguida helaba el
conocimiento y el sentido del presente. Al fin, vino en comprender y aceptar
que la caída del árbol era el anuncio de su muerte inminente y resolvió no
salir más al jardín, recluyéndose en su habitación. Allí se recogió con sus
recuerdos y su conciencia, preparándose para bien morir, y rehusando
cortésmente la compañía y los cuidados médicos que por piedad se le ofrecían.
Día tras día, al atardecer, un cuervo venía a posarse sobre el alféizar
de su ventana, a contraluz del mar y del sol poniente. El animal picoteaba el
cristal y la dama, por toda respuesta, abría el postigo y posaba a su lado un
vaso de lágrimas, con el llanto vertido durante el día, de arrepentimiento y
penitencia. El cuervo probaba el agua doliente y emprendía el vuelo,
reapareciendo a la siguiente tarde.
Un buen día, la señora apreció con sorpresa que se le había secado la
fuente del llanto, venturoso presagio de impasibilidad y perdón. Aquella tarde,
al aparecer el alado mensajero, la anciana le presentó el vaso vacío y dijo: estoy presta. El cuervo graznó, mañana.
En efecto, al día siguiente se encontraba tan exhausta, que no podía
levantarse del lecho. Desde él, mantenía sus ojos vidriosos fijos en la
ventana, aguardando paciente y serena la llegada del cuervo, mientras su hija
velaba con compungida solicitud la agonía. Pero quien apareció al caer la tarde
fue el humilde y colorido pájaro de antaño que, con su mejor melodía, cantó: es hora. Venciendo su flaqueza, la dama
se levantó y llegó hasta la ventana, la abrió, tomó al jilguero en sus manos y
lo besó.
Su hija, que por un momento había abandonado la vigilancia y salido al
jardín para despejarse, miró a lo alto y vio volar juntos un pajarillo
finamente colorido y una tórtola blanca. Cuando regresó a la habitación de la
madre, esta yacía en el suelo, junto a la ventana, con los ojos cerrados y una
dulce sonrisa en los labios.
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