El retrato de Yerg
Nairod
Por Federico Bello Landrove
Nunca he
sabido bien lo que es un cuento gótico, pero tal vez este lo sea, dado que
arranca de un conocidísimo relato de este tipo, que primero fue cuento y luego,
novela. A partir de esa fuente de inspiración, discurre por derroteros
originales, entre otras cosas, porque son dos personas –mujer y hombre- quienes
deciden hacer de la literatura el opio de su espíritu. Y claro, como en la
mayoría de esos casos, la cosa no acaba bien para ellos (espero que sí para mis
amables lectores).
1. Autobiografía
imaginaria
La conocí una de esas interminables noches de hospital, cuando el
velador se cansa de escrutar el gotero y escuchar la respiración ronca del
familiar enfermo. Salí al pasillo y comencé a recorrerlo cansinamente,
alargando cada vez más el radio del paseo. Y así, como sin querer, me hallé en
la salita de estar, apenas amueblada con un par de mesas, unas sillas
minimalistas y un sofá de tres plazas; ¡ah!, y con una estantería para colocar
dos docenas de libros, una pila de revistas y los trebejos y el tablero de
ajedrez. En alto, una televisión muda con subtítulos pasaba una película de
Howard Hawks.
Eché mano a un fatigado ejemplar en rústica de El enamorado de la Osa
Mayor[1]
y me marché con él hasta la puerta de la habitación doble en que yacía mi
madre. Preocupada por molestar lo menos posible, allegué el sillón a la
entrada, de modo que me diera en la falda la luz de neón del corredor, y
comencé una desatenta lectura, tan preocupada de controlar a mamá, como de
seguir las peripecias de Władek. Y supongo que fue tan original apostadero el
que llamó la atención de aquella enferma cuarentona, maciza y de buen ver, que
venía pasillo adelante empujando el gotero con una mano y llevando en la otra
recado de escribir. Nuestras miradas se cruzaron –ella, centrándose en mi
novela, momentáneamente cerrada, con el índice por marca-páginas; yo, llevando la vista, de su mañanita fucsia
de volantes, a su diario rojigualda con grabados geométricos y cierre metálico-
y esbozamos un sonreído saludo de buenas noches. Ella siguió el recto sendero
hasta la salita y yo acudí a la vera de mamá, alarmada por el agudo silbido
amortiguado, que brotaba del cardiógrafo. Y, más o menos así, pasó una hora.
Harta de interrumpir la lectura, me dirigí también al minúsculo cuarto de
estar, para devolver a su lugar el libro. Allí, arrellanada en el sofá, con el dietario
sobre las piernas, la escritora repasaba su contenido, con una cara tal de
fruición, que no pude menos de detenerme un instante a contemplarla, antes de
continuar con mi propósito. En eso estaba, cuando me sobresalté al escuchar una
voz a mi espalda:
-
¿Qué
tal va pasando su madre la noche?
Su timbre era melodioso, levemente nasal.
Contesté:
-
No
va mal..., pero ¡qué largo se hace el tiempo!
-
Y
que lo diga. Eso que, con la lectura, se siente una más acompañada.
-
Me
cuesta trabajo concentrarme en ella. Me va mejor con la música –dije, asomando
el pequeño aparato de radio por el bolsillo del chaquetón-.
Hizo un leve ademán, señalando el asiento a su lado. Acepté y, por unos
momentos, no encontramos qué decirnos. Al fin, rompí el silencio:
-
Por
lo que veo, a usted le da por la escritura... y en un primoroso libro, además.
-
¿Le
gusta? Lo compré en España, hace un montón de años.
Me lo ofreció, tras cerrarlo, de modo que lo único que pude husmear es
que llevaba escrita bastante más de la mitad, como acreditaban la textura y
coloración de su corte. En tanto lo contemplaba, añadió, burlona:
-
Con
una encuadernación así, ¿quién se resistiría a llenarlo de palabras?
Por lo pronto eso fue lo único que supe de ella: enferma, española –su
acento también lo delataba- y circunstancial escritora. Me despedí con afecto y
retorné con mi madre. De soslayo, al salir, observé que reanudaba la escritura
y sus ojos recobraban aquel brillo extático que había sorprendido al entrar.
***
Como un sobrentendido, volvimos a coincidir todas las noches que duró su
convalecencia. De mañana, huía yo de aquel inhóspito hospital, para atender a
mi marido e hijos y dormir una larga siesta, que compensara el duermevela
nocturno. Ella, entre tanto, se recuperaba de la cirugía e iniciaba el
inmisericorde tratamiento que había de complementarla. Según mi hermana Marisa –que
hacía la guardia diurna-, recibía frecuentes visitas de tarde, de esas de
piedad o de compromiso, pero ninguna de permanencia, ni presuntamente familiar.
Es inmigrante y tal vez soltera -me decía-; la frecuentaré por la noche,
mientras sigamos por acá.
No me fue difícil. Todas las noches, cuando descabezábamos el primer
sueño, acudíamos a la salita de costumbre y, quien con el libro, quien con el
diario, nos hacíamos compañía durante un buen rato. Por respetar su intimidad,
empecé sentándome a una mesa para que ella disfrutase del sofá, sin riesgo de
que le ojease lo escrito, pero pronto insistió en que me sentase a su lado, para mayor comodidad. Decía:
-
Es
una cosa intranscendente, lo primero que escribo; para mí, por supuesto. En
algo hay que entretener el insomnio.
-
Pues
mucho debes disfrutar, porque pones cara de arrobamiento.
Se echó a reír de la hipérbole, pero lo acabó reconociendo:
-
Razón
tienes, pues combato la soledad y el dolor echando a volar la imaginación por
un mundo maravilloso, lleno de amor y felicidad. ¡Nada!, cuanto peor haya sido
el día, mejor será lo que escriba de noche; tanto más felices las páginas,
cuanto más desdichada haya sido la realidad.
-
¿Sabes
que me parece una buena terapia?
-
No
muy distinta de la utilizada por el autor de tu libro, que escribió en la cárcel ese hermoso testimonio de
vanagloria y libertad.
-
No
lo sabía. A partir de ahora, tendré en mayor estima este texto.
Por entonces nada más hablamos sobre el tema. Ahora, tantos años
transcurridos, he llegado a conocer el secreto de aquel nocturno contrastante. Su contenido está al alcance de todos: ya va
–si no me equivoco- por la tercera edición. El trasfondo me fue dado a conocer
por una testigo excepcional de la vida panameña de Esperanza Valdés. He aquí
sus claves.
***
-
Por
las fechas que indicas –me dijo Adela Cifuentes, bibliotecaria de la Facultad
de Biología-, tuvo que tratarse de su primera operación.
-
¡No
me digas que se le reprodujo el tumor!
-
Nada
tuvo de extraño. Esperanza era muy reacia a ir al médico y, por otro lado, los
tratamientos eran mucho menos eficaces que hoy día.
Esas eran razones poderosas para una recidiva, pero había otras que
Adela pasaba por alto, como el elevado coste de un tratamiento puntero y el
temor de que una larga ausencia la privase de una cátedra recién ocupada. Mi
informadora proseguía:
-
Fue
un calvario: extirpaciones, efectos secundarios, recaídas. Sufrió hasta tres
intervenciones, por no hablar de una grave fractura de fémur, seguramente
debida a la osteoporosis por radiación. No sé de dónde sacó fuerzas para todo
aquello. Menos mal que la Universidad se portó generosamente, pues la mantuvo
en su plaza y pudo avalar un fuerte préstamo bancario con sus sueldos futuros y
la hipoteca de su apartamento.
-
¿Y
su familia? ¿No la ayudó?
-
Los
de acá se portaron fatal. Acababa de divorciarse de su marido, abogado, quien
no quiso saber nada de ella. Tenían un hijo, que continuó viviendo con él y
rompió toda relación con su madre, hasta muchos años después. Y, en lo que respecta
a los de España, no quiso informarles de nada y nos prohibió a sus amigos que
lo hiciésemos. ¡Menuda era! Nos decía: No les pedí permiso para marchar y
vaya si les hice sufrir con mi partida. No es justo que ahora, ya mayores, les
haga pechar con las consecuencias.
-
Con
razón no venía ningún familiar a verla...
-
...
Ni familiares, ni otros tales. Ella era inteligente y atractiva –como sabes- y
no le faltaron amantes; pero lo que se dice pretendientes, solo supe de uno.
Era compañero suyo en la Facultad y estuvo enamoradísima de él... El caso es
que, a raíz de la enfermedad y todo lo que vino después, la dejó tirada como a una
colilla. Yo creo que tan inesperado desengaño la marcó todavía más que el
fiasco de su matrimonio.
-
Vaya,
vaya. Ya voy viendo que muy rosa tenía que ser la novela que contrarrestase tal
cúmulo de desgracias.
-
¿Novela,
dices? ¡Ah, ya!, te refieres al que ella
llamaba mi diario imaginado. Apareció póstumamente y ha tenido mucho
éxito, para lo que se estila en este país nuestro. En realidad, la protagonista
es ella misma y la peripecia, lo que supone habría acaecido de seguir en
España, rodeada de su familia y sus conocidos. Vamos, una continuación lógica y
amorosa de cuanto vivió, hasta que conoció allá a su futuro marido panameño,
que había ido a estudiar en Salamanca.
-
De
modo que paliaba su dolor real, imaginando una vida feliz para ella y los
suyos.
-
Bueno,
no tan feliz ni edulcorada. Al superar lo peor de sus sufrimientos, fue dejando
de escribir el diario y dedicándose a disfrutar de verdad –así decía-.
Pero le había entrado el gusanillo de la escritura y creía tener un deber de
gratitud hacia aquel hijo espiritual, que tantas horas le había entretenido.
Dedicó años a matizarlo, pulirlo y gestionar una edición de postín, ilustrada y
todo. Lo que ha resultado está lejos de ser una simple novela romanticona...,
pero ¿por qué no lo lees y juzgas por ti misma? Tenemos varios ejemplares aquí,
en la Biblioteca.
-
Lo
compraré hoy mismo –repliqué-. Considero un deber contribuir a su éxito. Solo lamento
que no pueda dedicármelo.
-
Claro.
No obstante, lee el ofrecimiento general –concluyó Adela-.
Tenía razón. El libro era ofrendado a mis compañeros de la noche.
Quiero creer que me incluye.
2. Sorpresa de cumpleaños
-
Como
aquel año su aniversario cayó en jueves, decidimos celebrarlo dos días más tarde,
para disfrutar de asueto –empezó su relato Adela-. Creo que cumplía cincuenta y
cinco pero, en todo caso, fue un periodo de relativa felicidad para ella, con
el cáncer controlado, refrenado el corazón y con aquella famosa investigación
en marcha. Ya sabes, un estudio sobre los crotópteros[2],
que le confió la Universidad Católica.
-
No
tenía ni idea, confesé.
-
Fue
un trabajo providencial, que le dio fama, dinero y, sobre todo, viajes y
contacto con la Naturaleza, tan conveniente para su salud y el olvido de sus
cuitas. En fin, a lo que iba; el sábado muy de mañana apareció por mi casa, con
su famosa cartera de la mano. Le pregunté en broma si había olvidado que era
día festivo pero ella, muy misteriosa, tiró pasillo adelante y no paró hasta
dejar sobre la mesa del saloncito un paquete ya abierto, que contenía un montón
de folios escritos a máquina, de las de toda la vida. Venían sin título, ni
referencia de autor, remitidos por una persona anónima de Madrid, con una
escueta nota: Cumpliendo la última
voluntad del autor, remito a Vd. el contenido de este paquete. Vamos, que
lo único claro era la villa de procedencia y que se trataba del legado de una
persona, seguramente recién fallecida.
-
¡Caramba!
Pues sí que era un regalo sorpresa, aunque un poco macabro.
-
Simplemente,
mortuorio. Esperanza se empeñó en que lo leyese cuanto antes, pero me puso en
antecedentes de manera muy escueta. Recordarás –me dijo- que tengo entre manos,
a punto de publicación, mi diario al
revés. Pues bien, mira tú por dónde alguien se ha empeñado en que no olvide
la triste realidad. He aquí la otra cara de la moneda, mi cruz, por así decir.
-
Supongo
que lo leerías de un tirón. ¿Qué impresión sacaste?
-
Me
quedé tan asombrada como ya lo estaba mi amiga. El narrador –siempre en tercera
persona-, aunque de manera afectuosa hacia la protagonista, contaba su vida
panameña con toda suerte de detalles, sin olvidar uno solo de sus sufrimientos
y desamores. La técnica –si me permites usar una palabra tan poco adecuada para
este caso- era en cierto modo la de una balanza en busca de equilibrio. Cuanto
más bajaba el platillo del dolor y la desgracia, más subía el de la
personalidad y los logros, y así hasta nivelarse. Cuando la aguja quedaba fija
en el fiel, al final del texto, Esperanza –a quien se llamaba en él Elpidia[3]-
había sufrido lo que nadie sabe y, por lo mismo, se había transfigurado en una
mujer fuerte, plena, superior, capaz de dar cima a una gran labor docente y de
alcanzar tal fortaleza y autoestima, que sin las pruebas sufridas habrían
resultado imposibles.
-
Y
el autor, ¿se limitaba meramente a narrar, o asomaba la oreja de algún modo?
-
Eso,
querida, es lo que trató de descubrir Esperanza, como pronto te contaré. Desde
luego, se quedaba en un discreto segundo plano y hacía gala de una aparente
imparcialidad. Por lo demás, como novela, no era nada del otro mundo, pero para
su protagonista tenía el superlativo interés de reflejar la realidad de modo
preciso y con tal finura psicológica, que inducía a suponer un conocimiento
personal del personaje central.
-
Supongo
que Esperanza tendría algún sospechoso de ser el autor de su real biografía.
-
En
efecto. Aunque más por alusiones que por indicios racionales, se
inclinaba por una persona en particular.
-
¿Por
alusiones? ¿Qué quieres decir con eso?
-
Pues
que ella, al elegir el protagonista masculino de su diario al revés, se
inclinó por el chico español que había sido su amor primero. Total, como ella
decía, no había sido más que un
relámpago, cálido y brillante, pero efímero. No obstante, puesta a
imaginar una vida normal y corriente en su Castellar nativo, pensó en él y lo
construyó literariamente como marido afectuoso y un tanto anodino, que se hacía
simpático al lector por su grata insignificancia. Yo le decía a Esperanza que
el tal Gabriel era un mero catalizador literario, casi casi un Mac
Guffin[4],
de muy poco empaque para darle la réplica; pero ella respondía: ¿Y qué
quieres que haga, si apenas me acuerdo de cómo era él físicamente?
-
Ya.
Ahora entiendo lo de las alusiones. Esperanza lo creó y él se despachó
escribiendo presuntamente su biografía real. La cuestión respondida nos lleva,
empero, a otra pregunta: ¿Cómo estaba tan al tanto de la vida y milagros de su
esposa imaginaria?
-
A
ello voy, pero dejemos por el momento a nuestra bióloga en el aeropuerto de
Tocumen[5]
y vayamos a tomar algo. Tanto hablar me ha despertado el apetito.
***
-
Al
llegar las vacaciones de verano –prosiguió Adela-, Esperanza hacía lo posible
por pasar un mes con sus padres en Castellar, su ciudad natal. Al principio,
era cada dos años, junto a su marido e hijo. Hubo un año en que viajó con el
pretendiente oficial del que antes te hablé. Si no podía por motivos de
salud, ponía cualquier pretexto plausible y trataba de visitarlos en Navidades.
En fin, aquel año de sus cincuenta y cinco, tenía un objetivo adicional. Metió
el original anónimo en la maleta y voló con el designio de averiguar la
identidad de su celado autor.
-
No
creo que le fuese difícil dar con él –comenté-, sabiendo tanto de ella. Por lo
que me cuentas, es imposible que un escritor de poca monta pueda meterse en el
fondo de una vida tan intensa y trágica como la de Esperanza, por meras
habladurías o referencias aisladas de terceros.
-
Sí
y no. Observa que había un dato esencial desconocido en España, cual era el de
la enfermedad de Esperanza. Todo lo demás era mejor o peor conocido de sus
padres y, a través de ellos, podía serlo de sus familiares y amigos; pero ¿de
donde salía ese puntual conocimiento del cáncer y sus consecuencias? ¿Cómo
penetrar en la personalidad de aquella mujer tan reservada, descubrir sus
grandes cualidades y prever su triunfo final? Es algo que, desde un principio,
yo tuve por arte diabólica y que me colocó en una sorprendente
disyuntiva: O el autor era un recopilador del saber de muchas personas,
panameñas inclusive, o era la propia Esperanza...
-
¿Esperanza?
-
...
La propia Esperanza que estaba detrás de las dos versiones de su biografía –la real y la imaginada-, escribiendo aquella
por medio de un negro.
-
No
veo yo a nuestra amiga chupando del sudor de otros.
-
Ni
yo, pero una cosa tenía por segura, o mi experiencia como crítica literaria no
me servía de nada: el léxico y la forma de escribir ambas biografías tenían
poco en común. De hecho, la real y anónima contenía un fiel trasunto de la vida
y la geografía panameñas, pero su vocabulario era genuinamente español.
-
Está
bien. Sigamos con las indagaciones de Esperanza sobre el terreno.
-
Empezaré
por el final: volvió como se fue. Resultó que el Gabriel de la biografía
imaginaria hacía un montón de años que había emigrado a Sevilla y no se le
conocían contactos ni relaciones como la familia y las amistades de Esperanza. El
veterano galán –era un par de años mayor que ella- no había escrito una sola
línea, fuera de los informes forenses que firmaba como abogado. Y, para mayor
alejamiento de veleidades sentimentales, había llevado con su esposa una vida
fiel y anodina, como la que mi amiga imaginó a su lado.
-
O
sea, que nada que lo relacionase con el proyecto de libro...
-
...
Como no fuese la fecha de recepción del mismo, pues el abogado sevillano había
fallecido justo un mes antes de que Esperanza recibiera el paquete de Madrid.
-
Hum,
ese sí que es un dato relevante, pero no suficiente. Si, por lo menos, el
remitente hubiese actuado desde Sevilla... En fin, ¿cómo volvió ella? ¿Abandonó
las indagaciones?
-
Mal la conociste, si supones que un primer
fracaso la detuviese. De regreso a Panamá, vino a visitarme y me dio el
siguiente encargo, ponderando mis conocimientos e invocando nuestra íntima
amistad: Adela, tengo una intuición
machacante pero, para confirmarla, necesito que leas con todo cuidado el libro
anónimo, suponiendo que su autor lo hubiese escrito como yo el mío, es decir,
como evasión, para huir de la realidad y superar así un dolor o una culpa
insuperables.
-
¡Córcholis!
¿Y qué pecado podía haber cometido el bueno de Gabriel, que resultase tan
nefando como para escribir la biografía de Esperanza?
-
Tienes
razón al bromear con el caso. ¡Valiente castigo, escribir un libro como
penitencia! ¡Qué sinsentido aparente el de escapar de la realidad, exponiéndola
tal y como sucedió! Así pensaba yo, hasta que comprendí que la clave de la
biografía no estaba en los dolores de Esperanza, sino en su gloria final; un
triunfo impensable –por no decir imposible-, de haber tenido una vida cómoda a
la sombra de su marido, o entre algodones en su ciudad de España, o –incluso-
sin el estoicismo y la energía vital con que afrontaba una enfermedad
despiadada. ¡Ahí estaba la clave! Gabriel trataba de justificar sus errores y
su inacción, al modo del refrán bien está
lo que bien acaba. Con él y en Castellar, Esperanza habría sido una señora, rutinaria ama de casa y mamá
feliz de familia numerosa. En Panamá se había convertido en una mujer indestructible
y una profesora de fama internacional.
-
¡Pues
qué bien! Por esa regla de tres, acabaremos llamando generosidad al desapego y
altruismo a la inactividad. ¿Quién puede engañarse con una justificación tan
mendaz?
-
Objetivamente,
tienes razón. No obstante, yo inferí de su posición como narrador una faceta
menos insensible, de mayor humildad. Algo así como si Gabriel dijera: Ella era
una mujer superior, que yo no merecía; una heroína casi bíblica, que para nada
precisaba de mi modestísimo apoyo y cooperación.
-
Con
todo y eso, yo no trago, Adela. Hasta
estoy por afirmar que el tal Gabriel valía tanto como Esperanza, según acredita
la calidad de su libro, para ser obra de un escritor novel. Ya voy viendo por
dónde fueron los tiros: Una pareja de chicos que el Destino reunió en un mismo
espacio y tiempo; dos jóvenes hechos el uno para el otro, que lo tiran todo por
la borda, vaya usted a saber por qué estúpidos motivos.
-
Muy
romántica te veo, a más de atrevida. ¿Por qué sostienes que ambos fueron
culpables de aquel error inicial de tan funestas consecuencias? Mira que el
único que ha escrito un texto de justificación es Gabriel –suponiendo que haya
sido él su autor...-.
-
Te
responderé en dos palabras -le dije-. No creo que la fijación de Esperanza en su primer
amor fuese gratuita. Hizo de él su compañero en el diario al revés y fue la única persona en quien pensó como probable
autor de su biografía verídica. No me cabe duda de que también ella se sentía
responsable de la ruptura, si bien las desgracias que de ella le derivaron las
juzgó suficiente penitencia. Ahí es donde sus caminos literarios divergen,
hasta tomar aparentemente sentidos inversos. Ella fabulaba dichas y dulzuras
para soportar el dolor, en parte provocado por sí misma, al apartarse de
Gabriel y de Castellar. Él transfiguró su inútil arrepentimiento por todo lo
que tuvo que sufrir Esperanza, convirtiendo a esta en una mujer excelsa, poco
menos que impasible, tan inalcanzable y lejana, que solo la muerte podría
reunirlos de nuevo. Tal vez por eso esperó a morir, para hacerle llegar el
testimonio de su interés y reverencia.
-
No
están mal tus deducciones, repuso Adela. De hecho, poco más adelanté yo, pese a haber leído
el texto a fondo y recibido las confidencias de Esperanza. Nunca sabremos de
fijo si fue Gabriel el autor, pero me consta que nuestra amiga estaba
convencida de ello. Y pienso que esa seguridad tuvo algo que ver con el
desdichado fin del libro y de ella.
3. Holocausto en Chiriquí
-
Dicen que los
de Ciencias tienden a
desentenderse de las cosas inexplicables, mucho más que nosotras –prosiguió
Adela-. Yo, en cambio, no hacía más que dar vueltas al tema de la autoría de
aquel extenso texto anónimo y, suponiendo que fuese Gabriel, a la forma que
este habría tenido de conocer la vida y milagros de Esperanza.
-
Vete a saber si lo lograría de una forma tan
sencilla como Internet –repliqué-.
-
Ya lo he pensado yo también, pero he acabado por
descartar ese método. Nuestra amiga era muy poco proclive a divulgar sus
interioridades. Además, hablamos de sucesos acaecidos muchos años atrás, cuando
dudo de que existiese la red, al menos, con la masiva información
de hoy en día. En fin, fuimos dejando atrás el asunto, hasta el momento en que
Esperanza decidió publicar su obra.
-
¡Milagro que se resolviese a hacerlo! A mí me dijo
en el hospital que escribía solo para sí misma.
-
Yo tuve una buena parte de culpa en ello. El diario
al revés me parecía una forma excelente de animar a otros muchos como ella,
para utilizar tan atractiva y eficaz terapia: Un buen prólogo explicativo
pondría a muchos enfermos y desgraciados en el camino de la catarsis por la
escritura. El caso es que me ofrecí a retocarle el original y corregir las
pruebas. Busqué a un editor escrupuloso y de toda confianza, que nos pudiese
garantizar una impresión excelente y una distribución de solvencia. Finalmente,
Esperanza aceptó, con el compromiso de que el diez por ciento del montante de
las ventas se destinase a una asociación de mujeres víctimas de cánceres
específicamente femeninos.
-
Todo un detalle. Así me explico su decisión.
-
No creas que fue fácil el camino. Un buen día, con
el trabajo en marcha, se me presentó en la biblioteca y me expuso un imprevisto
dilema. Adela –me dijo-, estoy dudando entre dar a la imprenta el
libro sobre mi vida imaginada, o bien, la tremenda verdad que me hicieron
llegar desde España. Primero, me quedé de piedra; luego, me enfadé, pues ya
tenía casi corregido su original y, por supuesto, ni pensaba en meter mi pluma
en la obra de un fantasma.
-
¿Y por qué no editar los dos?, inquirí yo. No creo que fuesen
incompatibles.
-
En eso creo que llevaba razón Esperanza -me contestó Adela-. Decía que,
si publicaba la cruz de su moneda, nadie se iba a creer que era
la obra de un autor desconocido, sino que pensarían que ella se estaba
escudando en el anonimato para poner de vuelta y media a más de uno y más de
dos panameños de relumbrón. Así que dejó en mis manos la decisión de editar uno
u otro, valorando su respectiva calidad, me dijo la muy cuca.
-
Ya sé cuál fue tu opción, pues nadie ha oído hablar
del paquete de Madrid, mientras que la hermosa novela de Esperanza la ha leído
un montón de gente.
-
En efecto, eso lo sabes de fijo. Lo que no sé si
conocerás es el desastrado fin de la obra de Gabriel y su relación con la
trágica muerte de Esperanza.
-
Ni idea, chica. Así que soy todo oídos.
-
Pues en este momento yo soy todo estómago. Vamos a
comer en la cafetería, que me aguarda una tarde de intenso trabajo.
***
-
Esperanza se había alquilado una casita en Gualaca
de Chiriquí –empezó Adela, a los postres-, al pie del Cerro Hornito. Aunque
llevaba muchos años en Panamá, no se acostumbraba a nuestro perverso calor
húmedo; de modo que, desdeñando las playas, buscaba las zonas altas, donde
corriese el aire y refrescara por las noches.
-
Conozco superficialmente el lugar –comenté-. Hace
años tomé las aguas en el balneario de Los Cangilones, un lugar paradisiaco,
aunque demasiado trotado por los turistas.
-
Pues bien, acababa de entregar al editor la versión
definitiva de su Biografía de esperanza
(nota el juego de palabras) y, como quien se quita un gran peso de encima, se
despidió de mí y partió para pasar en tierra gualaqueña un largo descanso, del
que nunca volvió.
-
Conozco el triste suceso. Dicen que se adormeció con
la chimenea encendida y el fuego prendió en la casa y se abrasó. ¡Qué horror,
tanto luchar con la enfermedad para morir de un absurdo accidente!
-
En efecto, y mira que tuvieron que acumularse
elementos contrarios: una casa alejada y llena de muebles y cachivaches; un
viento helado de la montaña, que obligó a encender el fuego, y, por si fuera
poco, aquel malhadado escrito de Gabriel, que hubo de emocionarla y hacerle
perder la atención debida.
-
¿El libro de Gabriel?
-
Si, hija, sí. Te expondré mi opinión, con base en lo
que los bomberos encontraron, que fue un montón de folios esparcidos a todos
los niveles posibles de ignición, desde las pavesas, a una quemazón incipiente.
Tengo para mí que Esperanza estaba pasando la tarde releyendo la historia de su
vida y echando a la hoguera las páginas, según iba rememorando los episodios
narrados en cada una. Ya fuese por la emoción, ya por falta de control del
fuego encendido, el caso es que este saltó al ajuar de la sala, ayudado por los
folios en llamas. El resto ya lo sabes: el humo debió asfixiarla y el incendio
se propagó a toda la casa y abrasó a su única moradora.
Quedamos por un tiempo en silencio,
conmovidas, recordando sin duda la imagen poderosa y trágica de nuestra amiga.
No sé qué impulsó mi mente, ni cómo me atreví a llevar el pensamiento a la voz.
Lo cierto es que dije:
-
Está visto que no podemos matar el pasado sin
destruirnos a nosotros mismos.
Adela se encogió de hombros antes de
resumirme su propia tesis:
-
No creo que Esperanza fuese infiel a su historia.
Simplemente se enfrentó con una fuerza más poderosa aún que el fuego, con una
persona que la convocaba desde el Más Allá a través de sus páginas.
-
No creo que ni Gabriel, ni nadie, tenga de muerto el
valor y la energía que en vida le faltó, repliqué.
La bibliotecaria sacó de su amplio bolso
un ajado ejemplar de aquel libro del que llevábamos días hablando y que yo
apenas había saboreado, de tan rápida y emocionada como había sido su primera
lectura. Superviviente de la primera edición, mostraba, sobre fondo sepia, la
imagen fotográfica de Esperanza de busto, con el mar al fondo, tal vez al
atardecer. Adela fijó su índice en el título y sus ojos en los míos, para decir
con solemnidad:
-
Nadie sabe si fue un milagro, la última voluntad de
Esperanza, o la obra de un editor demasiado perspicaz, o misteriosamente
aconsejado. El hecho es que la Biografía
de esperanza apareció en las librerías, y desde entonces así ha sido
conocida, como El retrato de Yerg Nairod.
[1] Novela
del autor polaco Sergiusz Piasecki (1899-1964), aparecida en 1937. Creo que la
primera edición en español data de 1955. Más adelante queda claro que su
protagonista es llamado Władek.
[2] Chrotopterus
auritus, falso vampiro orejón o falso vampiro lanudo, es un murciélago
relativamente grande, nativo de América Central y del Sur.
[3] Etimológicamente,
Elpidia es sinónimo de Esperanza.
[4] Referencia
a una persona u objeto carente de relevancia por sí mismo, pero que motiva a
los personajes de un relato y hace avanzar el argumento. La expresión y el
concepto se hicieron populares a raíz de su asunción por el cineasta Alfred
Hitchcock (1899-1980).
[5] Como
en otros cuentos míos, las alusiones topográficas de este corresponden a
Panamá. Ahorraré mayores precisiones, por resultar innecesarias a los efectos
del relato. Los interesados pueden acudir a Internet.
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