El suicidio por amor
(III): El desterrado fiel
Por Federico Bello
Landrove
El prototipo del suicidio por amor es el
que desencadena el abandono por la persona amada. Es el caso de este relato, no
carente de originalidad en los detalles y, sobre todo, destacado por la fuerte
y conocida personalidad del protagonista, Carlos Martín,
cuya identidad será desvelada en el último episodio de la serie.
1. Del Caribe, a Castellar
Cierro los ojos y
me parece estar viéndolo tal y como, de forma más o menos fidedigna, lo
retrataban los grabados de La Ilustración:
menudo, moreno, bien proporcionado, amplia frente, airoso bigote y aquellos
ojos negros, tan vivos y brillantes, que presagiaban genio y agudeza, a más de
encandilar a las mujeres.
Hoy Carlos Martín es famoso. Su vena
literaria y, sobre todo, su muerte, todavía joven, lo han convertido en un hombre
respetado de este lado del Océano y en un mártir por la independencia entre los
suyos. Pero no es de su faceta pública de la que quiero escribir hoy, sino del
episodio de su juventud que por unos meses le unió a María Granados, de la
manera trágica e irreversible que sabrán quienes llegaren a leer estas páginas.
***
Es sobradamente
conocido que Carlos Martín abrazó desde su adolescencia la causa de la
rebelión, con la convicción y la valentía que correspondían a su carácter y
cultura. Así, cuando ingresó en la Universidad habanera para estudiar Leyes,
era ya un activista integrado en grupos que mezclaban la propaganda con la violencia,
para conseguir sus objetivos de independencia.
Aunque, en
aquellas fechas, la paz antaño pactada continuaba vigente, las luchas,
represalias y odios envenenaban la vida de la colonia y sembraban la muerte en
la manigua. Cualquier pretexto era bueno para hacer alarde de desprecio y de
bravura. En el caso de Carlos fue un confuso episodio de cementerio, al
profanar un grupo de patriotas la
tumba de un afamado periodista contrario, recientemente fallecido. Las milicias
adictas a España pidieron una justicia ejemplar y en ella cayeron varios
estudiantes, entre ellos, nuestro protagonista. Le impusieron diez años de
reclusión en el siniestro presidio de La Cabaña, donde estuvo a punto de morir
de enfermedad y maltrato. Y es aquí donde se incorpora a nuestro relato la
enérgica Carmen quien, pocos años después, se convertiría en la esposa de su
protegido.
Quiero decir que,
aunque casi una niña y con una educación muy elemental, la joven visitó a
Carlos en la prisión tanto cuanto le permitieron, llevándole consuelo y toda
clase de socorros. Hay quien dice que, habiéndose conocido de niños por vivir
sus familias muy cerca una de otra, Carmen ya lo había auxiliado anteriormente,
escondiéndolo en su casa de la policía española. Lo cierto es que, entre
aquellos adolescentes, habían nacido firmes sentimientos de afecto y
compañerismo, que cristalizaron en el compromiso de fidelidad que he querido
reflejar en el título de este relato.
En efecto, las
súplicas de su familia y la política más benevolente del Gobierno liberal
vaciaron las cárceles cubanas de los presos políticos más jóvenes e ilustrados,
conmutando la privación de libertad por el destierro en la metrópoli. Así
sucedió con Carlos Martín quien, antes de tomar el barco hacia la Península, se
comprometió con Carmen a regresar lo antes posible y contraer matrimonio con
ella. Dicen que lo que en ella era amor, en él era mera gratitud. Resulta muy
fácil hacer conjeturas cuando se conoce el desenlace de una relación y, sobre
todo, tratar de justificar las malandanzas de un hombre como poco menos que el
fruto de un lance de honor.
Llegado Carlos a
España, manifestó ante las autoridades su deseo de proseguir la carrera de
Derecho. A tal fin, se le asignó como obligado lugar de residencia alguna
pequeña ciudad universitaria que tuviera dicha Facultad. Así vino a dar en este
Castellar de mis entretelas, con el menguado estipendio que le enviaban sus
padres y unas ganas de adquirir cultura y saberes profesionales, en modo alguno
reñidas con las de divertirse y vivir la buena vida en sociedad.
Era ello más fácil
de desear que de lograrlo. El dinero que le giraban era lo justo para pagar la
matrícula y acogerse a una modesta pensión de la calle Talabarteros. Los
compañeros de alojamiento y de escuela no veían con buenos ojos al cubano de
cerrado acento caribeño y ejecutoria antiespañola. Finalmente, la policía no le
facilitaba las cosas, imponiéndole quedas y presentaciones. Sin embargo, en sus
futuras Memorias, el confinado recordaba con agrado aquella época de su vida en
que, pese a todas esas dificultades y limitaciones –como también, a los
achaques y dolencias que le habían dejado sus días carcelarios-, completó sus
estudios y, en fin, se abrió a la vida sexual y a la bohemia. No diré que él no
tuviese mérito en ello, pero sí que, una vez más, fue una mujer quien hizo de
Némesis, a más de posadera.
Quiero decir que
la dueña de la pensión, viuda y aún de buena edad, se encaprichó de aquel joven
culto, sin duda apasionado y con un deje tan dulce y musical, entregándole su
persona y ayuda económica, sin más exigencia que la de dejarse querer. Como es
natural, los condiscípulos –comenzando por los allí alojados- fueron abriéndose
a su simpatía y pecunia, terminando por aceptarlo, tanto en los cenáculos
intelectuales, como en las farras de la académica bohemia. En honor a la
verdad, he de reconocer que, ya por su buen natural, ya por la vigilancia
policiaca, Carlos nunca se excedió en su comportamiento y fue aprobando puntualmente
los cursos de la Carrera.
2. La Niña de
Castellar
Hace un cuarto de siglo, Castellar era una
pequeña ciudad de las llamadas de Cátedra
y Catedral, es decir, volcada casi exclusivamente en la vida académica y
religiosa. En obsequio de aquella, eran relativamente frecuentes los bailes de
disfraces, diversión con mucho de estética y algo de desenfado. Las mejores
familias rivalizaban en la música y el refresco, como los invitados lo hacían
en el lujo y originalidad de sus atuendos. No así, ciertamente, los jóvenes y
tronados estudiantes quienes, a falta de textiles galas, aportaban –si lograban
ser convidados o colarse- su gracia para el baile y los requiebros.
No era muy dado a organizar tales saraos
el general Granados, competente militar que había dado sobradas muestras de su
bizarría en tres continentes. La nota necrológica de aquel famoso soldado en El Noticiero de Castellar enumeraba
batallas, ascensos y heridas, desde la campaña contra los Matiners hasta la Guerra Grande cubana, pasando por Marruecos,
Méjico y la tercera Guerra Carlista. Su admiración por Prim –recordaba el
periódico-, le había llevado a sumarse a la Revolución del 68 y a apoyar
activamente a los Progresistas. Desencantado de la política, o por los nuevos
vientos alfonsinos –eso, como es natural, no lo desvelaba el diario-, el ya
brigadier se había embarcado para Cuba, muy poco antes de la Paz del Zanjón.
Allí contrajo la fiebre amarilla que arruinó su salud y le obligó a regresar a
España y pedir el retiro. Los sagastinos trataron entonces de recuperarlo para
la progresía militante, pero él prefirió entregarse al cuidado de las
encantadoras hijas adolescentes de su matrimonio y a la administración de las
propiedades rústicas de su mujer. No me lo tomen a reproche: El General –como todos seguían
llamándolo- mantenía una vigorosa vida social y estaba al día de los problemas
políticos de su tiempo, impartiendo entre el senado que frecuentaba su palacete
sensatos consejos de justicia social y desengaño de aquellos principios
patrioteros, que muchos daban en llamar el
honor nacional.
El habanero Carlos Martín fue introducido
en aquella casa por un asiduo de la misma, su condiscípulo David Macías, quien
le hizo de la mansión y de sus moradores un retrato irresistible:
-
Son
el colmo de la amabilidad y la esplendidez por estos lares. El general no lo parece y tiene dos hijas que son
una preciosidad.
La verdad es que semejante presentación
tenía algunas deficiencias. Para empezar, el cabeza de familia no era un militarote, pero sí se le notaba a la
legua su amor por las armas y la disciplina. Y, lo que era más importante, las
hijas eran poco más que unas niñas para aquel caribeño de veintidós años cumplidos.
Pero quiso el destino que tales errores de presentación se transmutaran en
aciertos para su interés: Aquel desengañado general estaba muy bien dispuesto a
conversar del tema colonial con un hijo de Cuba, convaleciente y desterrado.
Por su parte, ¿quién sabe si la gentil Marita
habría sucumbido a los modestos encantos de Carlos, de no contemplarla este desde
su evidente superioridad en experiencia y edad?
El hecho es que nuestro estudiante empezó
a frecuentar al general Granados cada vez más asiduamente. Además de las
pláticas cubanas, los entretenían reñidas partidas de ajedrez, arte en el que
el colonial era mucho más experto que su anfitrión, al que tenía que permitir
varias rectificaciones de jugadas en cada partida para mantener una cierta
igualdad. La amistad cortés fue tornándose en familiaridad afectuosa, en parte,
por la buena sintonía entre ambos hombres y, en otra, por el benéfico
ascendiente que Carlos empezó a ejercer sobre María y su hermana menor
–carabina que ni pintiparada-, gracias a su superior cultura y la magia
tropical de las anécdotas que salpicaban su deslumbrante conversación.
Temo no haberme explicado bien. No es que Marita fuese una muchacha inculta y con
el pavo propio de sus dieciséis años;
antes al contrario, había recibido esmerada educación de manos de preceptores e
institutrices, cuidadosamente seleccionados por su madre. Sus lecturas, aunque
censuradas y un tanto pacatas, eran variadas y abundantes. Escribía con
pulcritud y hermosa caligrafía; y, aprovechando su sensibilidad y los estímulos
paternos, había alcanzado una indudable maestría como pianista y actriz
aficionada.
Carlos no había de ser insensible a tales
prendas, aunque el mayor atractivo de María para los jóvenes que la conocían
era su opulenta belleza. Empleo a
posta tan manido epíteto. Sus facciones eran regulares; brillantes y graciosos
sus ojos; negra y ensortijada su frondosa melena. Con todo, lo que llamaba la
atención en ella, aún menuda y adolescente, eran sus formas firmes, rotundas,
sólidas, más propias de una madamisela, que no de una escolar que apenas empezaba
a levantar el vuelo.
No tengo por qué dudar de que, aun sin
abandonar del todo las atenciones a su posadera, Carlos puso en Marita todo el cariño del que era capaz
su natural poético y apasionado. Dan prueba de ello los encendidos versos que,
a lo largo de su vida, dedicó a la Niña
de Castellar, por más que no debamos fiarnos mucho de la lírica y, menos
aún, si está matizada por la nostálgica neblina de los recuerdos de juventud.
Jacinta, prima y confidente de María, me lo resumía así muchos años después:
-
¿Cómo
te diría yo, o cómo podría definirlo?... Llamémoslo la vitola tropical; una mezcla embriagadora de exotismo, pasión y
vitalidad, que resultó irresistible para Marita,
al mezclarse con la superioridad de los seis o siete años que Carlos le
llevaba. Yo misma, mayor que ella y ya medio ennoviada con tu tío Sebastián, no
dejaba de sentir el ascendiente y la atracción de Carlos. Cuando los veía
juntos, tan felices y amartelados, experimentaba a un tiempo envidia y
aprensión.
-
¿Y
todo este idilio se desarrollaba en la casa, a la vista de todos?
Jacinta sonrió a mi pregunta:
-
Como
sabes, la casa de mis tíos era muy grande y no eran ellos de los padres que
atan corto a sus hijas. Cualquier disculpa era buena para que, de consuno, los
tortolitos pasaran solos a la sala de música, la biblioteca o el jardín. Ello
era suficiente para las palabras melosas al oído, las caricias y hasta los
besos robados. Pero donde las cosas podían llegar a mayores era en la finca La Galana que, como sabes, tenía mi tía
entre la orilla del río y el camino a la ermita del Carmen. Aquello fue en la
primavera del setenta y siete. Yo no vi otra cosa que -¿cómo te diré?- abrazos
y ciertos escarceos en la fronda. ¡Ah, sí, y que una vez se bañaron desnudos en
el río! Ya sabes lo peligrosa que es la corriente, que además venía bastante
crecida. Al día siguiente, le eché una bronca y la amenacé con contárselo a sus
padres. Ojalá lo hubiese hecho: tal vez así...
Es cuanto Jacinta me contó, en principio,
como cierto y yo así puedo trasladarlo. Lo que siguió lo ha narrado Carlos en
sus Memorias, a saber con qué
fiabilidad. De la conducta de Marita no
tenemos otras referencias que las que puedo deducir en una joven enamorada… y
de lo que trágicamente sucedió muy poco después.
3. Viaje de ida y vuelta
Al llegar las vacaciones de verano de
aquel idílico curso del setenta y
siete, Carlos sintió la llamada de su familia y solicitó, tras dos años de
destierro, un permiso temporal para regresar al Caribe y pasar unos meses entre
los suyos. No era empresa fácil, pero el estudiante logró su salvoconducto
gracias a los buenos oficios del general Granados. Es de suponer que su hija
estaría menos conforme con aquella separación, siendo el verano el mejor
momento para estar juntos el mayor tiempo posible, en alguna de aquellas fincas
en que solían descansar los Granados en los meses estivales. En cualquier caso,
algo debió revolverse en el ánimo del galán, ante la expectativa de un próximo
reencuentro con sus parientes y amigos pues, según Jacinta,…
-
Nunca
me fie del cubano pero en aquella tesitura he de reconocer que se portó bien.
Según me contó Marita muy compungida,
unos días antes de partir, con el pasaje ya en el bolsillo, Carlos le confesó
que estaba comprometido con una chica cubana, si bien estaba decidido a que se
devolvieran la palabra dada, habida cuenta del tiempo transcurrido y de que él
estaba enamorado de la Niña de Castellar. Fíjate, me acuerdo como si
fuese ayer. El mozo le lanzó a mi prima esta desvergonzada confidencia: Si no hubiese sido por lo que acabo de
confesarte, hace tiempo que habrías sido mía. ¡Que no era engreído el pollo
ni nada! ¡Como si el pudor y la voluntad de ella no contasen para el empeño!
-
Mucho
me temo, Jacinta, que Carlos era en esto más realista que fatuo.
-
No
te adelantes a los acontecimientos, niña, que pareces una profetisa, me replicó
risueña.
Mi interlocutora no sabía si achacar lo
siguiente a una pasión angustiada o a una estrategia riesgosa. La versión más plausible
–según ella- era la de que Marita
tenía confianza en que sus propios encantos y las ventajas de la vida en España
habrían de mover a Carlos hacia la ruptura de su compromiso y el regreso
definitivo a la Península. Con todo, no debía de tenerlas todas consigo y
concibió la peregrina idea que tantas, antes y después de ella, han imaginado
para su mal:
-
No
querría equivocarme, pero pienso que fue mi prima la que lo provocó a que
llevara a término sus confesados anhelos, sin esperar la confirmación de la
ruptura. ¡Poco necesitaba el fogoso cubano para pasar a mayores! Así que te puedes figurar y yo le disculpo: al fin
y al cabo, el había cumplido con su conciencia, siendo franco.
-
Ignoraba
yo –repliqué- que Marita hubiese llegado hasta esos extremos. ¿Cómo lo llegaste tú a
saber? ¿Te lo reconoció ella?
-
No
hubo lugar, pero se me reveló de forma mucho más trágica. No sé si debería
contártelo pues es un secreto de familia…
-
Sabes que soy una tumba para estas cosas.
-
Con
que nada reveles mientras yo viva, me conformo. Después de todo, los rumores
existen y las Memorias de Carlos no
han hecho sino extenderlos. Así que vamos a dar cuenta de estos deliciosos
mojicones y luego te sigo contando.
***
Abreviando un tanto la narración de
Jacinta, les pondré al corriente de los prolegómenos del drama: Sucedió que,
durante aquel verano en Cuba, Carlos debió ser requerido para cumplir su
palabra de matrimonio, a lo que no supo o quiso negarse, y se celebró la boda.
Supongamos que el retorno avivara su vocación de rebelde, llamado a una vida
azarosa en su patria, que era imposible de compartir con su amada española. O,
más prosaica, concluiré que el apoyo económico de las familias de ambos
contrayentes fuese indispensable para que Carlos pudiera mantenerse en su temporal
destierro y acabar la Carrera. En todo caso, la luna de miel tenía que ser
corta, pues el destierro seguía vigente y le faltaban dos cursos para
licenciarse: no había otra opción que la de regresar a España y su esposa
Carmen se empeñó en acompañarlo. Suponía Jacinta que el recién casado habría
sido muy reluctante a la solicitud de su esposa, entre otros motivos, porque
ello le obligaba a romper brusca y definitivamente con su Niña castellana. Finalmente, se decidió por lo más directo y
valiente: regresar a Castellar, explicar lo sucedido y presentar a su esposa.
Jacinta lo justificaba con argumentos que bien podían haber salido de labios de
Carlos:
-
Debió de pensar que mi prima Marita, tan joven
y con tanto éxito entre los hombres, pronto le olvidaría. Al menos, ella comprendería
que sus vidas habían de discurrir por caminos muy diferentes, ya que él no
podía soslayar el compromiso con la independencia de su patria.
La pareja cubana apareció por Castellar a
finales de agosto, cuando la familia Granados tomaba los baños en Santander.
Creo que fue entonces cuando Marita tuvo
plena confirmación de su embarazo, que en todo momento mantuvo en secreto. No
sabemos cómo ni cuándo se enteró del regreso de Carlos, pero sí que, tan pronto
retornó ella a Castellar, le escribió e hizo llegar una esquela, comunicándole
que ya había vuelto a casa y que esperaba anhelosa su visita. Ello dio lugar al
primero de esos tres terribles momentos
que escalofriaban a Jacinta cuando me los contó, muchos años después:
-
Él
era muy directo. De todos modos, imagino que tomó la decisión apurado y
confuso, porque de otra forma no se explica… Bien, a lo que iba. Carlos acudió
a los pocos días en compañía de Carmen -¡imagínate!- y se la presentó a Marita como lo que era, es decir, la joven
de cuyo compromiso le había hablado y que ahora se había convertido en su
mujer. No quiero ni pensar en la terrible decepción de mi prima, pues ella
debió imaginar que Carlos había vuelto a España principalmente por ella. La
entrevista a tres quedó bruscamente interrumpida por un vahído de Marita, que forzó la presencia de sus
padres y la conclusión incontinenti de la visita. Carlos se despidió
farfullando buenos deseos y propósitos de volver a los pocos días. Como es
natural, lejos de ello, trasladó a toda prisa su matrícula a la Universidad de
Zaragoza, con la aquiescencia de las Autoridades. Supongo que, de una manera u
otra, Carmen habría comprendido los motivos de todo aquello. Desde luego, mis
tíos los captaron tan pronto su hija les informó de que la joven acompañante de
Carlos era su esposa. Imagino que el
General maldeciría el momento en que franqueó las puertas de su casa a
aquel cubano, que tan gran desengaño acababa de provocar a su amada
primogénita.
4. La pálida evidencia de la muerte
Marita quedó deshecha. Durante unos días
permaneció postrada, como ajena a cualquier necesidad, estímulo o consuelo.
Apenas aceptaba la presencia a su lado de Lucía, la hermana menor, y de su
prima, conocedoras de la ruptura con Carlos, pero todavía no del estado de
gestación de la dolorida joven. Comprendiendo que esta anhelaba soledad y que
podría venirle bien como lenitivo el contacto con la naturaleza, Jacinta se
ofreció a pasar unos días con ella en La
Galana, la finca de sus arrobos de
antaño (tan lejano le parecía ya lo acaecido pocos meses antes). Mi
narradora lo contaba más o menos así:
-
Una
vez en aquella propiedad, Marita pareció
recuperarse bastante. Dábamos largos paseos, ponía cierto interés en la charla
intranscendente con los guardeses y respondía con un asomo de ilusión a los
planes que yo le proponía, con vistas a rehacer su vida. Mas una tarde en que
había venido a acompañarnos su hermana Lucía, encareció lo caluroso de la
jornada y le pidió que la acompañara a darse un baño en el cercano río. Ambas
eran buenas nadadoras, cualidad de la que yo siempre he carecido, hasta el
punto de que solían burlarse de mi miedo al agua. Consiguientemente, despedí a
mis primas, con el ruego de que no se demorasen mucho, y me quedé en la casa
con una labor de macramé. Estaba a punto de producirse el segundo momento terrible de los que te he hablado, el más funesto y
horrendo de todos.
De las circunstancias de aquel instante
solo Lucía pudo dar razón y eso de manera dubitativa y fragmentaria. Estaba claro
que las dos hermanas se habían desvestido y entrado en el río, nadando sin
contratiempos. Al cabo de un rato, Lucía, cansada y destemplada, ganó la
orilla, se secó y vistiose. Por el contrario, Marita continuó el baño, alejándose de su hermana hasta perderla de
vista. Pasó una media hora y Lucía, preocupada, empezó a llamarla, recorriendo
arriba y abajo la ribera. Al fin, como otra media hora después, apareció Marita, ganando penosamente la margen, y
se desmayó apenas estuvo en tierra. Lucía trató inútilmente de reanimarla y
luego, dejándola desnuda, corrió desalada el no corto sendero que llevaba hasta
La Galana, pidiendo auxilio infructuosamente.
Cuando el guardés y Jacinta llegaron hasta Marita,
esta había recobrado la conciencia y se había medio vestido. Estaba empapada,
lívida y respiraba fatigosamente. En fin, ya se sabe el desenlace: A la noche
entró en un estado de fiebre alta y de delirio y, a pesar de todos los cuidados
de los médicos, se fue apagando y falleció tres días después.
-
¿Qué
opinas tú de lo sucedido?, pregunté a mi interlocutora. Esta me devolvió el interrogante.
-
Con
todo lo que ya sabes, ¿qué podrías pensar? … Pues claro, lo que pensaron mis
tíos y todos cuantos sabíamos de su tremendo desengaño amoroso. Lo que, a fin
de cuentas, no dejó de creer Carlos, como ha dejado reflejado en la dolorida
niebla de sus poemas. Marita era una
nadadora excelente; conocía el río y las limitaciones de su estado. Yo creo que
se dejó llevar por la corriente con ánimo de suicidarse, volviendo de su resolución
cuando ya era demasiado tarde…
-
…
O cuando comprendió que su muerte era inexorable y no merecía la pena
acelerarla, llevando la vergüenza a sus padres y la deshonra espiritual a ella
misma.
-
Me
parece demasiado sofisticado. Claro que, en esa misma línea un poco rebuscada,
yo aventuro una sugerencia poco probable, pero no imposible: Que, en el último
momento e infructuosamente, hubiera cambiado la decisión, tratando de conservar
la vida del hijo que esperaba.
-
¡Uf!,
me parece que vas muy lejos. A fin de cuentas, aunque entre sospechas y
bochornos, el General y su esposa
sostuvieron durante toda su vida que a su hija le había sentado mal el baño y
que había muerto de una neumonía. Para nada aludieron a un embarazo.
-
Sí,
ya sé que eso es lo que certificaron los médicos y no dudo de que tendrían
razón, pero tampoco de que pasaron piadosamente por alto el estado gestante de Marita, que tanto pudo influir en su
voluntad, como en su salud. No olvides que yo estaba allí y pude ver y escuchar
ciertas cosas que no dejaban lugar a dudas.
Jacinta calló y comprendí que nada podría
sonsacarla sobre lo visto y oído por ella en aquellos días tan lejanos. Opté,
pues, por llevar el relato hacia otros derroteros:
-
Me
decías que había habido tres momentos terribles. ¿Cuál fue el tercero?
-
Al
lado del segundo, el tercero palidece y hasta puede resultar trivial, pero
tiene para mí un motivo de ser doloroso e inolvidable: que en él me toco ser
protagonista.
5. La llamada de la tumba
-
Llegó
el invierno –prosiguió Jacinta- y, con él, la primera capa de polvo del olvido
sobre el féretro de Marita. Aquellas
Navidades fueron aún de luto en mi casa, sin aguinaldos, visitas de Pascua ni
Misa del Gallo. Al comenzar el año setenta y ocho, me llegó de manos de un
propio la misiva que dio principio a ese tercer
momento terrible del que te hablo. Eran apenas unas líneas, pero la firma
al pie me produjo una profundísima alteración. Entre disculpas y protestas de
gratitud eterna, más o menos se decía: Me
he enterado del triste fin de María y, dejándolo todo, he venido hasta
Castellar para rendirle mi último tributo de amor. Te suplico me acompañes al
cementerio pues desconozco la ubicación de la tumba y necesito en este trance una
mano amiga que evite que cometa algún disparate. Solo puedo contar contigo a
tales propósitos, etc., etc. Y firmaba Carlos.
-
¡Vaya
sorpresa… y qué desfachatez! Supongo que para ti sería muy difícil tomar una
decisión.
-
Y
tanto. Despedí sin respuesta al mensajero y pasé dando vueltas toda la noche,
entre la indignación y la piedad. Finalmente, resolví actuar como me figuraba
lo habría hecho Marita de haber
podido volver a este mundo. Me levanté muy temprano, oí Misa y manifesté a mi
madre el propósito de ir a rezar a la tumba de mi prima, con el pretexto de que
se cumplían ese día cuatro meses de su muerte. Rechacé su ofrecimiento de
acompañarme, pretextando lo gélido de aquella mañana. Seguidamente, me presenté
en la fonda donde se alojaba Carlos y reclamé su presencia. Te juro que, de no
haberse encontrado en la casa, me habría vuelto a la mía, sin darle otra
oportunidad. Pero no, el infame –como lo nombraba mi tía- pareció que me
esperaba y apareció al punto, perfectamente vestido para la ocasión. Me saludó
con muestras de afecto y agradecimiento, como si no hubiera pasado nada, y se
adelantó a la Plaza para alquilar un coche. En él nos desplazamos hasta el
camposanto, aprovechando yo la niebla y el helor para embozarme y tratar de
pasar inadvertida.
En el trayecto, Carlos me hizo
algunas preguntas, de las que colegí que tenía o aparentaba ignorancia sobre los
detalles de la muerte de Marita.
Apenas le respondí, más allá de que se había bañado en el río y contraído acto
seguido una pulmonía mortal. Él puso mucho interés en asegurarme que estaba destrozado,
hasta el punto de no poder concentrarse en sus estudios y no haberse presentado
a ciertos exámenes importantes. También
afirmó que su visita a Castellar era en contra de la opinión de su mujer, a la
que había dejado en Zaragoza sola y muy enfadada. Andando el tiempo, cuando se
ha ido conociendo la tempestuosa relación ulterior entre él y su esposa, he
dado en pensar que aquella visita fúnebre pudo ser el comienzo de sus
desavenencias.
¡Qué diré de su actitud en el
cementerio! Como sabes, mi prima está sepultada en el panteón familiar,
historiado y ostentoso, como corresponde a la época romántica en que fue
erigido. Estaba cerrado con llave, de la que ni los sepultureros ni yo disponíamos.
Hubo de permanecer a la puerta, agarrado a las rejas, taladrando con la mirada el
cristal y la oscuridad interior, tratando de percibir la tumba de Marita, cuya situación yo le indicaba.
Por conmiseración, hice de guía, describiéndole los pormenores de la lápida, su
epitafio y ciertos detalles de aquel entierro, que solo por referencias conocí.
Lejos de su presagio de cometer un
disparate, su actitud fue en todo momento digna y mesurada. Rezó, lloró en
silencio y concluyó estampando un beso en la cadena que cerraba la pequeña
capilla fúnebre. Salimos en silencio del recinto y, a su puerta, me despidió,
con el ruego de que regresara sola en el coche de punto, mientras él desandaba
a pie el largo Camino del Cementerio. No lo volvimos a ver por esta ciudad.
Años más tarde, el tal Carlos,
convertido en un literato y un revolucionario, con muchos desengaños políticos
y matrimoniales a sus espaldas, transcribió en poesías y narraciones esos
recuerdos de juventud, que yo viví o conocí. En sus escritos reconoce su parte
de responsabilidad en el funesto fin de la
Niña de Castellar y, con mayor o menor sinceridad, lamenta haber sido tan
cumplidor con su esposa y tan esquivo con aquella. La verdad es que yo me fío
muy poco de lo que tan lamentosamente declama.
-
Entonces,
no crees que el sentimiento de culpa y las desilusiones sean ciertos…
-
Cuando
menos, muy exagerados; cosméticos y afeites de poeta que escribe para su público.
¿No has leído cómo presenta él la visita a la tumba de Marita, que acabo de contarte? Pues nada menos que como si hubiese
asistido al entierro y la hubiese despedido en soledad, con un apasionado
abrazo bajo la misma bóveda del panteón. Es el colmo, pretende haber sido el
primero en amor y en sacrificio, y el último en abandonarla y cubrirla de besos
y lágrimas. Ya ves, tan fiel a sus compromisos e ideales y tan poco para con el
auténtico amor y la verdad.
***
Para Jacinta, la historia de Carlos Martín
terminaba aquí y así. Es comprensible, dada su relación con ella. Pero yo,
mucho más joven y objetiva, no puedo menos de recordar que el patriota, todavía joven, fue a morir en una absurda escaramuza
bélica, en la que nunca debió haber estado. ¿Fue por pura tozudez o, a su vez,
entregó la vida porque la muerte había llegado a resultarle menos penosa o más
gratificadora? Una vez más, la perplejidad ante lo sucedido impide, como en el
caso de Marita, llegar a conclusiones
sólidas, que yo me atrevo a sustituir por una moraleja que Jacinta encontraba
acertada: Cómo lo aparentemente bueno (ser fiel a la prometida esposa y a la
llamada de la Patria en armas) se convierte en dañino, si falta la coherencia o
se lleva hasta el extremo. Carlos sacrificó a María por fidelidad a Carmen y
acabó por perder a esta, por fidelidad a Cuba. ¡Cuánta gloria al final! ¡Y cuánto
dolor en el camino!
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