Psicopatología de la
vida amorosa (V)
Los espíritus del 62
Por Federico Bello
Landrove
Dos tópicos del amor son los relativos a sus
relaciones con el tiempo (Eros y Cronos)
y con la muerte (Eros y Tánatos). ¿Hasta
qué punto aquel puede triunfar de estos, o aliarse con ellos para conseguir sus
propósitos? Nuestro conocido psiquiatra, el doctor del A., tuvo ocasión de
enfrentarse con estas abstrusas cuestiones, allá por 1962. He aquí su poco
conocida aportación a responderlas.
1. Historia y vida
Érase una vez un
profesor de Historia tan entregado a su magisterio, que se enamoró de Juana de
Arco. Bien, no diré yo que no contribuyera a ello la hermosa iconografía con la
que el cine ha representado a la Santa, desde Dreyer hasta Bresson. No más acá,
desde luego, pues este caso clínico sucedió en el año de gracia de 1962.
¿Caso clínico? El
doctor del A. rehuía tal denominación y, en los pequeños anales de su archivo,
la carpeta se intitulaba El amigo
colombiano. Lo de la amistad no tiene vuelta de hoja. En cuanto al
colombianismo, tengo para mí que era una alusión al placer del café, que los
unió durante años de paladearlo en animada tertulia en El Continental, sanctasanctórum de los cafetómanos castellarenses.
Recaredo de la
Fuente (llamémoslo así) era un veterano y erudito profesor de Historia del
colegio Hispano. Quienes lo conocían
de largo afirmaban que había llegado a ser hermano
de la Congregación lasaliana, de la que le habían apartado su precaria
salud y una madre, viuda y dominante, que no podía vivir sin tenerlo bajo sus
faldas. Los baberos[1],
pese a todo, lo habían mantenido en el claustro de profesores, debido a sus
notables dotes docentes y a su flamante título de doctor por Salamanca, con una
tesis sobre la personalidad y papel político de Juana de Arco[2]. Luego, los años habían
ido pasando, hasta alcanzar Recaredo los cuarenta y cinco, siempre enmadrado,
respetable, anodino y, desde luego, soltero.
Aunque la tertulia
del Continental no era precisamente
el Guasa Club[3],
varios de sus integrantes embromaban asiduamente al profesor, desde que este,
tiempo atrás, había expresado cándidamente los supuestos motivos de su
celibato:
-
Desengáñense,
amigos. Ya no hay mujeres como las de antaño. Una Calpurnia, una Isabel la
Católica, una… Juana de Arco.
-
Pero
Recaredo –inquirió Torrego, el malicioso farmacéutico-, ¿qué diablos ibas a
hacer tú con una santa, virgen y mártir?
-
¿Yo? Me conformaría con portarle la oriflama.
Aunque la
lexicología no era el fuerte de aquella peña, la carcajada fue de época. Al día
siguiente, consultado el diccionario, los dos contertulios más gansos,
aparejaron un palo de escoba y un fular polícromo con estampado floral, que
inesperadamente pusieron en manos del historiador, al grito unísono de ¡Pucela, Pucela![4]
Recaredo, rojo como la grana, maldijo su precedente efusión historicista y se
prometió no volver a mencionar a sus amadas heroínas ni en sueños. Con todo, el
incidente nunca se olvidó. De hecho, los más veteranos no dejaron pasar la
oportunidad de pitorrearse de Recaredo con ocasión del estreno de El proceso de Juana de Arco[5].
Este, escarmentado, declinó la invitación de ir en grupo a ver la película y
optó por acudir en solitario a una función de noche. La cinta le emocionó, al
parecer, pero hubo de reconocer que Falconetti o la Bergman permanecían en la
cima de su imaginario de la Doncella.
Aunque de edad muy
similar a la del profesor de Historia, el doctor del A. se incorporó a la
tertulia bastante después y con asistencia más esporádica. Tuvo, pues, ocasión
de recibir referencias y habladurías, pero no de presenciar la jornada del palo de fregona, en gráfica expresión
del camarero Paco Rebolledo, que algo tuvo que ver con ella. Por lo demás, su
innata prudencia y exquisito tacto le ahorraron cualquier intromisión en el
tema, que él tenía por exagerado donaire. Y así fue, hasta que se juntaron el film de Bresson y el Contubernio de Múnich[6]. Tal coincidencia, tan sorprendente
cuanto necesaria para nuestra historia, bien merece un nuevo apartado de este
capítulo de la misma.
***
Pese a la relación
cafetera que superficialmente los unía, el doctor del A. rechazó en principio
la petición de inmediata consulta de don Recaredo. Corrían los últimos días de
junio y el típico bochorno veraniego aconsejaba, como todos los años, coger a
la familia, meterlos en el Seat-1500
y escapar a La Ramallosa, como era costumbre. No obstante, el peticionario
insistió y suplicó, hasta que el psiquiatra no tuvo más remedio que hacerle un
hueco en la tarde de San Pedro y San
Pablo, que entonces era día festivo a casi todos los efectos.
-
No
sé cómo empezar, doctor. Va usted a decir que tienen razón los amigos que andan
choteándose a mi costa, con lo de Juana de Arco.
Del A., deseoso de
acabar cuando antes, lanzó una pregunta al azar, que dio en todo el blanco:
-
No
me diga que ha conocido a alguien que está a la altura de la Santa.
-
Tan
a la altura, que estoy por asegurar que es ella rediviva.
El galeno
comprendió que la cosa era más grave de lo que en principio parecía. Puso la
cara más inexpresiva que pudo y le conminó:
-
A
ver, explíquese.
-
Con
gusto, contando en todo momento con su discreción. Le consta a usted, por
tradición oral de nuestros divertidos contertulios, mi admiración y
embelesamiento por Juana de Arco, no como personaje histórico ni como santa,
sino como mujer. ¡Lo que yo habría dado por vivir en la Francia de su época y haberla
servido como merecía! Por cierto, doctor, ¿no cree posible que el amor nos
transporte en el tiempo y el espacio, hasta encontrar a la persona amada?
-
Una
alucinación, me pregunta. ¡Claro que es posible! Los manicomios están llenos de
esos casos, por no hablar de los más benignos que pueblan las calles.
-
Ya
veo, ya. Pues bien, a pesar de mis deseos, yo nunca había conseguido hacer
realidad mi alucinación, o eso creo. Al fin, Dios me ha escuchado y, ya
que yo no he podido ir al siglo XV, el siglo XV ha venido a mí.
-
No
me extraña en un historiador, pero no alcanzo a columbrar el motivo de su
consulta, Recaredo.
-
Preste
atención, doctor, pues le voy a abrir mi almario, rogándole que
reflexione sobre mi grado de... conexión con la realidad. Aprovechando las
pasadas vacaciones navideñas, me pasé por la selecta biblioteca de la Alianza
Francesa[7]
y allí estaba ella.
-
¿Se
refiere al avatar de Santa Juana?
-
De
entrada, ni se me pasó por la imaginación. Solo contemplé con agrado a una
hermosa mujer bastante más joven que yo, rubia, alta, bien proporcionada, que
me sonreía con agrado desde el estrado de la bibliotecaria. Era la primera vez
que la veía en dicho lugar. Aunque no llevaba ese propósito, no pude impedir el
impulso de solicitarle una biografía de Juana de Arco. Pareció quedar con la
mente en blanco, con la mirada perdida durante unos momentos. Luego, como si
una fuerza interior la impulsara, al modo de los sonámbulos, se dirigió al
sitio exacto y tomó de la gran estantería el libro solicitado. Ni que decir
tiene que pasé la hora siguiente mirándola de soslayo e imaginando la forma de
poder hablar a mi sabor con ella. Finalmente, aprovechando que nadie más había
en la sala, me acerqué con la biografía en la mano, se la devolví y, so
pretexto del frío que hacía en el recinto, la invité a un café.
-
Siempre
el café. Algo tiene ese brebaje, que propicia las amistades y los
encuentros.
-
No
crea que me fue fácil. La mujer aplazó la invitación hasta la hora de cierre de
la biblioteca. Sofocado y tenso, me despedí y la esperé paseando por la acera
de la Alianza y la de enfrente. Al fin, salió y solo entonces me percaté
de que llevaba pantalones y el cabello cortado a lo garçon[8].
-
Muy
francés, aunque un poco estridente para esta ciudad provinciana.
-
Nos
presentamos y ¿cuál dirá que era su nombre?... Pues –fíjese bien-, Catalina
Margarita. ¡Y resultó que había nacido en Ruán!
-
Hermosos
nombres y hermosa ciudad. Estuve allí una vez, en un Congreso de Alienistas.
-
No
se mofe de mí, doctor del A. Bien sabe lo que esto tiene que ver con Santa
Juana[9]. Aunque, claro, todo podía
haber sido casual, hasta que ella se quitó los pantalones.
-
Ejem,
carraspeó el doctor, simulando pudor.
-
¡Oh,
no es lo que se figura! Quiero decir que, al llegar la primavera, empezó a
ponerse falda y así pude descubrir su cicatriz. Me quedé tan impresionado, que
ella lo tomó por reacción de repulsa
ante el defecto y explicó: Un recuerdo de las manifestaciones de París, cuando
lo de mayo del cincuenta y ocho[10]. Figúrese, en una
pierna y en París: como Juana.
-
Ya
veo.
-
Pero
aún hay más. Desde que empezaron las huelgas[11], Catherine pareció
cambiar de carácter. Se volvió más emotiva, impulsiva, irritable; lloraba de
dolor y de rabia por la situación de opresión en la que –siempre según ella-
estaba sumida Castilla.
-
¿Castilla?
Hum, es extraño.
-
Y
tanto. Ya había yo caído en ello, como en que, al cruzarnos en el Paseo con los
que regresaban del fútbol y escuchar el grito de guerra “Pucela,
Pucela”, sonreía de oreja a oreja y saludaba al respetable.
-
Bien.
Decía usted que...
-
...
Que me venía costando trabajo calmarla e impedir que hiciese comentarios en voz
alta y se encarase con los grises[12]. Pero, de repente, el día
24 del mes pasado[13], se encerró en su casa,
no quiso verme y, cuando logré que se pusiera al teléfono, estaba hecha un mar
de lágrimas y apenas pudo contestarme.
-
¿Y?
-
Pues
que era el aniversario del día aciago de 1431, en que Juana de Arco abjuró de
sus convicciones, situación que mantuvo hasta tres días después.
-
No
sé por qué imagino que su amiga permaneció en retiro otros tantos días.
-
En
efecto, doctor, y lo peor fue lo eufórica que salió de él. Me fue a buscar a
casa a las ocho de la mañana. Se empeñó en que bajase inmediatamente para
desayunar con ella. Me acompañó hasta la puerta del Colegio y después...,
después, allí fue Troya.
-
¿Con
los baberos?
-
No
tal: con los grises.
Según relató el
paciente, a eso del mediodía,
Catherine se encontró en la plaza de Correos con unos manifestantes acorralados
por policías, porra en mano, y, ni corta ni perezosa, se lió a bolsazos con los
agentes más expeditivos, quienes la zurraron y detuvieron sin contemplaciones.
Al tercer día, después de varios interrogatorios y pesquisas, se constató a
satisfacción del inspector jefe de la Social que la enérgica moza tenía
nacionalidad francesa, visado consular y permisos de residencia y trabajo en
España. Tras declarar en el Juzgado, quedó en libertad provisional y el atribulado
Recaredo pudo verla. Su voz sonaba más poderosa que nunca y su rostro irradiaba
fulgurante belleza. Nunca pudo olvidar el angustiado amante el momento en que,
en un banco junto a la cascada del Campo, Catherine Marguerite se desabrochó
decidida la blusa para mostrarle la cárdena huella de la cachiporra en su seno
izquierdo. El historiador ponderaba ante el doctor, sin la menor vergüenza:
-
No
serían más hermosos los de Juana la Doncella, cantados por los testigos de sus
sucesivos despojos indumentarios en la cárcel de Ruán. Y, fíjese, estábamos a
treinta de mayo[14].
-
Menos
mal. Análoga exhibición en treinta de diciembre habría sido peligrosa, no tanto
para la moral, cuanto para la salud.
***
El sol de la tarde
hirió las persianas a medio caer. Del A. consultó el reloj y casi le da un
síncope: ¡Hora y media de consulta! Abrevió cuanto pudo.
-
Vaya
acabando, Recaredo, que he de llevar a mi señora a dar un paseo y al cine.
-
Descuide.
Pasaré por alto los días siguientes, inolvidables y maravillosos, pese a la amenaza
del juicio y a la corrección de los exámenes finales de mis alumnos. Pero llegó
ese día aciago del 8 de junio y…
-
¿Qué
pasa con el 8 de junio? ¿Un día nefasto para Francia, tal vez?
-
¡Quia!:
lo de Múnich y el Decreto de suspensión de la libre fijación de domicilio[15]. De la noche a la mañana,
sin esperar al juicio, la Policía detuvo a Catherine y la puso en la frontera.
Bueno, eso me dijeron en la Alianza
Francesa, porque no he vuelto a saber de ella desde entonces. Como no sea
ella la que contacte conmigo, no sé qué voy a hacer. Estoy por ir a buscarla a
Ruán, o al infierno si es preciso, en cuanto me visen el pasaporte.
-
Hombre,
Recaredo, no soy quien para aconsejar en estas cosas, pero solo han pasado tres
semanas. Seguro que le escribe…
-
¡Tres
semanas! ¡Tres semanas sin saber de ella! ¡Y cuando mi vida remontaba al
Olimpo! Si no fuera por dejar sola a mi madre…
El paciente estaba
a punto de sollozar. Del A. decidió sacudirlo de firme, para cortar de raíz tan
excesivo sentimentalismo:
-
Bueno,
bueno, vayamos al grano, suponiendo que haya venido hasta aquí en busca de
consejo médico, no de consuelo de confesonario. Su afición por la Historia,
unida a la inhabilidad para enfocar sus relaciones con las mujeres de manera
realista y comprometida, le han ido colocando entre la muchedumbre de quienes
piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. ¡Craso error, al menos en lo que
al sexo femenino se refiere! Su subconsciente ha acabado por generar un
sentimiento de culpa condigno a la injusticia cometida con las hembras de su
tiempo y conocimiento. En consecuencia, cuando ahora le gusta o embelesa una
señora, le inventa una personalidad histórica, para sentirla morbosamente familiar,
asequible, deseable. Ayer ha sido una Juana de Arco. Mañana será Aspasia, o la emperatriz Sissi. El caso es no
reconocer lo evidente: Que ahora hay unas mujeres de bandera –no de estandarte-
y que merecen ser amadas por sí mismas, no por su parecido con estafermos de
guardarropía.
El galeno estaba
lanzado, hasta el punto de no observar que Recaredo engarfiaba los dedos y,
lívido, se alzaba del sillón en que estaba sentado. Prosiguió:
-
Dudo
de que la vivaracha Catherine sea su tipo, mas corra tras ella, si le place.
Pero, si la alcanza pese a policías, baberos
y madres atosigadoras, abrácela fuerte, monten una licorería y no vuelva por
Castellar en años. ¡Siete llaves a la pira de la Doncella!
El hasta entonces
indignado Recaredo enervó su tensión, quedó pensativo unos momentos, arqueó los
hombros y susurró simplemente:
-
¡Facile dictu![16]
Y salió.
El doctor se
desperezó. Daría por bien perdidos mis
honorarios, si no volviese a ver por aquí a este pelmazo, escribió en su
dietario.
Ignoro si se
cumplió tal hipotético deseo, ni si el profesor de Historia, Recaredo de la
Fuente, volvió a ilustrar las orlas del colegio Hispano con su rostro anguloso y triste. Lo que sí puedo afirmar es que no retornó a
la consulta de mi venerado psiquiatra. Sus archivos dan fe de ello, con el
silencio.
2. La viuda esperanzada
Antes empleé la
palabra confesonario. De haber podido
leer este relato, el doctor del A. seguramente habría alegado: Te equivocas, Fede, el caso que huele a
incienso es este otro. Corresponde al mismo año de 1962 y lo bautizó como
el de La viuda esperanzada.
Como tantas otras veces, no fue la paciente
quien tomó la iniciativa espontánea de acudir al psiquiatra, sino algún pariente
cercano. Una hija fue la que acudió de avanzadilla a la consulta:
-
Verá,
doctor, mi madre nos tiene preocupados desde hace una temporada. La pobre se
quedó viuda con veintiocho años y nos ha sacado adelante a los hijos trabajando
como una esclava. Ahora, con cuarenta y dos, y los tres colocados, era el
momento de rehacer su vida o, al menos, de relajarse y descansar.
-
Desde
luego. Les honra a ustedes esa manera de pensar.
-
Es
más. Tenemos un primo lejano –peluquero por más señas- que siempre la vio con
buenos ojos, aunque tuvo la decencia de respetar el duelo y la crianza de los
hijos. Ahora, pasado tanto tiempo y ya sin cuidados, ese señor ha comenzado a
cortejarla con finura, pero también con insistencia. Ella pareció al principio
no hacerle ascos pero, de golpe y porrazo, empezó a ponerle mala cara y,
finalmente, lo ha despedido de vacío.
-
Será
que no le agrada, por unas razones u otras. ¿No estará casado?
-
¡Huy,
no señor!, soltero y bien soltero. Y no es que no le guste, sino que…, bueno,
ese es el motivo de que haya decidido venir a su consulta.
La exposición del
caso por el doctor del A. continúa literalmente: Interrogada por sus hijos de forma cauta, haciéndole encomio del
pretendiente, la señora Felisa les confesó que también ella se había hecho
ilusiones, pero que ha decidido dejar todo como está, en vista de lo que piensa
su marido.
-
¡Caramba!
¿No me ha dicho usted que su señor padre falleció hace un montón de años?
-
Pues
por eso vengo, doctor. Mi madre se empeña en que se le aparece en sueños y le
ruega que se mantenga viuda, para que no haya ninguna duda de que en la otra
vida serán la una para el otro y viceversa.
-
Mujer,
si solo es cosa de los sueños, no podemos controlarlos. Es más, resulta
preferible vaciar muchos de nuestros temores y deseos en ellos, a esconderlos
en el subconsciente.
-
Ya,
pero es que ella cree en las visiones
a pies juntillas y eso le está condicionando su vida, que podría ser mucho más
dichosa.
-
Bueno,
bueno. Si logra convencerla para que venga, charlaré con ella y veremos qué
puede hacerse.
-
Gracias,
doctor. O poco podemos mis hermanos y yo, o la tendrá aquí dentro de unos días.
-
Con
tiento, joven, con tiento. Que venga de buen grado.
***
-
Estos
hijos... –inició así Felisa la consulta- ¡Qué ganas de meterse en la vida de
una! Ni sé lo que le habrán contado.
-
Poca
cosa: su viudez, sus sueños y la buena voluntad que tienen de que disfrute
usted de la vida, que todavía está en muy buena edad.
-
No
tanto; los cuarenta y tres caerán para la Virgen de Agosto. Ya ve, como el
licor navideño[17]
-y se echó a reír-.
-
Bueno,
si le parece, cuénteme su sueño con todo el detalle de que sea capaz.
-
Para
empezar, no estoy segura de si es un sueño o una visión de esas que se tienen
cuando una está medio traspuesta. El caso es que se me aparece mi difunto
Vicente, tan joven y guapo como era cuando tuvo el accidente, y me dice que lo
espere, que él vendrá por mí cuando Dios me llame y celebraremos una gran
fiesta en el Cielo, para volver a ser marido y mujer, esta vez, para siempre y
eternamente felices.
-
Un
proyecto excelente, pero algo me dice que su marido no inició las apariciones
hasta que usted pensó en volver a casarse.
-
¿No
decía yo que los chicos se habían ido de la lengua?, lamentó Felisa, poniéndose
colorada.
-
Mujer,
si hubo indiscreción, ha sido inocua. Según mi constante experiencia, cuando
los difuntos empiezan a hacerse valer es porque los vivos inician un cierto
alejamiento de ellos.
-
¿Alejarme
de mi Vicente? No lo quiera Dios, pero una se siente sola a veces y mi primo Felipe
es tan insistente…
-
Pues
convénzase de eso mismo, de que no es necesario olvidar al primero para aceptar
al segundo. Y, sobre todo, no se haga mala conciencia: está usted en su derecho
y seguro que cualquiera al que consulte le dirá lo mismo.
-
No,
si yo…, pero, claro,… esas apariciones…
-
Métase
en la cabeza esta idea y procure realizarla. Cuando tenga la visión de su
marido, dígale que, si de verdad la quiere, una de dos, o vuelve a este mundo,
o que la deje ser feliz hasta que le llegue a usted su hora.
-
Pero
él me dirá que de quién voy a ser yo mujer en la otra vida.
-
Y
usted le dirá que se aplique lo que dicen los Evangelios[18]. Si su esposo está de
verdad en el Cielo, no podrá menos que aceptar su contenido.
Felisa titubeaba.
Aquello de llevarle la contraria a un espíritu le parecía peliagudo y más,
siendo el de su marido. Del A. completó sus consejos recetándole un somnífero y
mantener una suave iluminación nocturna del dormitorio, y despidió a la
paciente hasta después de sus vacaciones. Su apariencia al salir no era la de una viuda esperanzada, pero el Doctor
estaba exultante:
-
Si
logramos introducir la racionalidad discursiva en el mundo onírico, igual somos
capaces luego de alcanzarla mientras estemos despiertos –anheló-.
De donde deduzco
que, si alguien salió esperanzado –vanamente- de aquella primera consulta, ese
fue el médico.
***
Cualidad inherente
a los científicos es la de someter casi todo a escrutinio. El doctor del A. no
quedó tranquilo de su alusión a los Evangelios. Si ya era muy dudosa la
existencia de la otra vida, mucho más lo sería meterse en disquisiciones sobre
si aquella era un mundo de espíritus puros o de criaturas de carne y hueso,
como parecía ser la enseñanza coránica. De todos modos, para el caso de doña
Felisa le era más útil la visión de unas almas cantando eternamente la gloria
divina, que la de unos salaces sarracenos persiguiendo a las huríes. Por cierto
–se preguntaba el doctor, no sin sorna-, ¿detrás de quién correrían las bienaventuradas
islámicas que no fueran lesbianas?
Aquel verano,
estoy seguro de que el doctor del A. daría muchas vueltas al caso de La viuda esperanzada, tratando de
ayudarla a buscar su camino en libertad, no entre espectros. La verdad es que
el caso siguió muy otros, e inesperados, derroteros, a juzgar por el contenido
de la consulta siguiente con doña Felisa, del 14 de septiembre de 19 62:
-
¿Qué
tal con los sueños, Felisa? ¿Hizo usted lo que le indiqué? ¿Cuál fue la
respuesta de su difunto esposo?
-
Un
fracaso, doctor. Cuando le cité los santos Evangelios, se sentó a los pies de
mi cama, estuvo reflexionando un buen rato y, finalmente, me dijo: Mucho has aprendido tú en mi ausencia; antes
no sabías ni el catecismo escolar. Pero no seré yo quien discuta a mi Señor. Me
informaré allá arriba y volveré para
comunicarte cuanto me digan.
-
¡Excelente!
Seguro que tuvo que tragarse su ignorancia.
-
Pues
no señor. A la noche siguiente, se me apareció con un libro en las manos, que
dijo era el Nuevo Testamento y me leyó un pasaje en el que recomendaba a las
viudas permanecer tales[19].
-
¡Toma,
a las viudas! Y los viudos, ¿qué?
-
No
lo sé: una es poco instruida. El caso es que, como me pareció cosa de iglesia,
me atreví a consultarlo con el párroco de San Pedro, al que conozco desde hace
muchos años y el padre me dijo que efectivamente eso había dicho San Pablo y
que las viudas eran más amadas de Dios que las que se vuelven a casar, sobre
todo, si sus difuntos maridos vienen desde el Otro Mundo a desaconsejárselo.
-
¡Vaya
con el páter! ¿Y cómo rayos sabe él que la aparición es –digamos- real y no una
simple alucinación sensorial?
-
No,
si ya me dijo él que la cosa no podía controlarse a distancia, sino que tenía
que comprobarlo con sus propios ojos. Así que vino a mi casa, cenamos, rezamos
el rosario, me metí en la cama y él se quedó vigilando.
-
Ya.
¿Y apareció su marido?
-
No.
De modo que me indicó que no revelara a nadie lo que estaba sucediendo, no
fuera a ser que ahuyentásemos al espíritu; que lo que teníamos que hacer era
insistir, cada uno según nuestras cualidades. Así que, a la noche siguiente, él
vino con una ampolla de agua bendita y yo…, yo…
-
Usted,
¿qué?
-
Me
quedé desnuda encima de la cama, para propiciar que acudiera.
-
¿El
párroco?
-
¡Ay,
no señor!, que él estaba en el pasillo con una linterna. Que viniera mi marido,
atraído por mis encantos.
-
Claro.
¿Y lo consiguió?
-
Pues
no, señor. Menos mal que era en pleno agosto, pues estuve así un rato largo. El
padre entraba a cada momento y me preguntaba: ¿qué, acude? ¿lo ves ya? Y yo, tan corrida, sabe usted, que una no
está acostumbrada a mostrarse así a un hombre, por muy cura que sea.
-
Bien,
pasemos a la tercera noche. Dicen que a la tercera va la vencida.
-
¡Qué
listo es usted, doctor! Efectivamente, hicimos lo mismo y, al rato, empecé a
notar que el padre hablaba en el pasillo con alguien, aunque yo solo lo oía a
él. Después, hubo un ruido como de abrirse una ventana y, a continuación entró don
Matías –que esa es la gracia del sacerdote-, me abrazó muy fuerte y dijo: Aleluya, querida, demos gracias a Dios, que
tu marido ha consentido por fin en dejarte libre.
-
¿Sin
condiciones?
-
Solo
una. Si no quería seguir viuda, habría de unirme precisamente a la persona en
quien mi marido hubiera depositado al morir su espíritu, cuando su alma
abandonó el cuerpo para ir al Cielo.
-
¡Arrea,
un cura espiritista! Cuerpo, espíritu y alma: ¡Ni Guénon lo habría dicho mejor[20]! ¿Y qué afortunado mortal
es el que estuvo al lado de su esposo, para recibir el don remanente de su
memoria e imaginación, de su carácter y temperamento?
-
Pues el padre Matías: Él le dio la extremaunción,
ofició en su funeral y acompañó el cuerpo hasta el cementerio, con cruz alzada
y todo.
-
¡Admirable!
¡Qué fantástica casualidad!
-
¿Verdad
usted? La verdad es que no estoy muy segura de haber acertado porque, al fin y
al cabo, viuda tendré que quedarme, pero, en aquellas circunstancias y con don
Matías tan fuerte e insistente,… En fin, que pasamos la noche juntos, y después,
otras muchas más.
-
Pues
no se hable más, Felisa; si esa es su voluntad…
-
Sí,
doctor, pero ¿y la de mi difunto Vicente? Me quedaría más tranquila si se me
presentara una vez más y me confirmara lo dicho por Don Matías. Perdóneme pero,
en lo tocante al sexo, los hombres son tan cucos…
-
¡Señora!
No me diga que duda de un hombre de sotana. Yo, desde luego, no soy nadie para
llevarle la contraria. Además, ya sabe usted aquello de que, cuando uno se
resiste a creer, no cambiará, ni aunque resucite un muerto[21].
El expediente concluye
con una poco sorprendente revelación. Textualmente, dice:
Castellar, a 17 de diciembre de 19 62.- Habiendo
salido esta tarde con mi mujer, a comprar los regalos navideños, me he cruzado
con la señora Felisa N. y, aunque llevaba abrigo, estoy por asegurar que se
halla embarazada. Con lo cual, este caso, titulado La viuda esperanzada, podría acabar como La viuda en estado de buena esperanza.
3. Una apostilla sumamente discutible
¿Será tan
necesario, hoy como ayer, pedir al público que viva el presente, sin sentirse
atado por el pretérito, ni condicionado por un futuro ya escrito? Seguramente,
sí. Una y otra vez, en perpetuo y vicioso retorno, los espíritus llaman a la
ventana de nuestro dormitorio durante la noche y las deudas de afecto se remiten
a vidas futuras. ¡Incluso algunos escritores serios arriman el ascua de la Genética a la sardina de la
transmigración de las almas!
Cuando me asaltan
tan funestos pensamientos, o me invade el magma pegajoso de la unidad
trascendente de las religiones, cierro los ojos y trato de imaginar al sesudo
doctor del A. reflexionando en La Ramallosa, mientras don Matías y Felisa
retozaban en Castellar. Luego, invariablemente sonrío y concluyo que, mientras
las visiones sirvan para que los sabios piensen y los humildes mortales gocen,
el espectro de Vicente, por mí, puede pasearse todo lo que quiera.
[1] Apelativo que a la sazón se daba a los
Hermanos de la Doctrina Cristiana o de La Salle, por el trozo de lienzo que,
a modo de peto, usan ciertas órdenes religiosas (Diccionario de la Real
Academia), en concreto, los hermanos de La Salle.
[2] En una acotación entre paréntesis, el doctor
del A. señala: Esta tesis guarda un
sospechoso parecido con el libro de Jacques Cordier, Jeanne d’Arc. Sa
personalité. Son rôle, publicado en París
en 1948 y que, afortunadamente para mi amigo, no apareció traducido al español
hasta 1953. ¿Sugiere el Doctor un plagio por parte del Colombiano? Dejémoslo ahí.
[3] Alusión al malintencionado grupo de
bromistas de la obra teatral La señorita de Trevélez, de Carlos
Arniches, estrenada en Madrid, en diciembre de 1916.
[4] Traslación a la fonética española del grito
francés Pucelle, Pucelle! (¡Doncella,
Doncella!), en alusión a Juana de Arco. Algunos dicen que pudo ser el origen
del vulgarismo Pucela, para denominar
a Valladolid, que habrían traído a Castilla hipotéticos mesnaderos combatientes
a favor de Francia en la Guerra de los Cien Años.
[5] Por las fechas, es segura
la alusión a la película homónima, dirigida en 1961 por Robert Bresson, con
Florence Carrez en el papel protagonista. Renée Falconetti fue Juana de Arco en
La pasión de Juana de Arco (Carl
Theodor Dreyer, 1928) e Ingrid Bergman lo fue en Juana de Arco (Victor Fleming, 1948).
[6] Notable episodio
histórico, acaecido en la capital bávara entre el 5 y el 8 de junio de 19 62, del que lo
único que nos interesa aquí es la represión política que desencadenó en España.
Al presentar el documento final, consensuado por todos los asistentes al citado
Congreso –lo de Contubernio fue un exabrupto
del diario Arriba-, don Salvador de
Madariaga (1886-1978), con más buena voluntad que acierto, pronunció la famosa
frase “Hoy ha terminado la Guerra Civil”.
[7] Alliance Française, gran Institución
fundada en 1883, para difundir la lengua y la cultura francesas en todo el
mundo. A fecha abril de 2014, tenía sede en veinte ciudades españolas, siendo
muy veterana la existente en la que ficticiamente denomino Castellar.
[8] Literalmente, como un muchacho, es
decir, corto y en redondo.
[9] Considero pedante detallar las analogías de
Santa Juana de Arco con la amada de Recaredo. Baste con decir que él tenía
razones para encontrar muchas y, en su conjunto, impresionantes.
[10] Menos conocido que el Mayo del 68, en
el de 1958 se produjeron las alteraciones y violencias derivadas de la guerra
de Argelia, que culminaron con la caída de la IV República y el confuso ascenso
del general De Gaulle al poder.
[11] Entre abril y junio de 1962 se produjo una
cadena de huelgas de importancia, que llegaron a afectar a 27 provincias
españolas, comenzando en la minería asturiana. El movimiento obrero acabó
solapándose en el tiempo con el citado Contubernio de Múnich.
[12] Miembros de la Policía Armada, que llevaban a
la sazón uniforme gris con costuras rojas.
[13] Es decir, el 24 de mayo de 19 62, miércoles.
[14] Juana de Arco murió en la hoguera un 30 de
mayo, del año 1431.
[15] En realidad, fue un Decreto-Ley, el número
17/1962, el cual dio lugar a numerosos extrañamientos, confinamientos y destierros
en los meses sucesivos, los cuales padecieron, entre otros muchos, los
asistentes al tantas veces aludido Contubernio
o Congreso de Múnich.
[16] Expresión latina, traducible libremente como ¡qué fácil de decir!
[17] Alusión a la bebida alcohólica llamada Licor 43, producida desde 1946 por las
destilerías Diego Zamora, S.A., en Cartagena (Murcia). No hago publicidad
etílica, sino que me atengo a lo recogido en el archivo del doctor del A.
[18] Véase el Evangelio según San Mateo, capítulo
22, versículos 23-33.
[19] Me figuro que sería de la primera Epístola a
los Corintios, capítulo 7, versículos 8 y 9, si bien la aparición –muy astuta-
eludió aquello de si no pueden guardar
continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse.
[20] René Guénon (1886-1951), polígrafo francés,
uno de los más famosos y acreditados especialistas del siglo XX en materia de
espiritismo y metempsícosis.
[21] Textualmente, Si no quieren hacer caso a Moisés y a los
profetas, tampoco se dejarán convencer aunque resucite un muerto (Evangelio
según San Lucas, capítulo 16, versículo 31).
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