Sacude el yugo de
la esclavitud
Por Federico Bello Landrove
Ciertos
síntomas misteriosos de rebeldía ponen sobre aviso a una sociedad subyugada y
muda. ¿Es posible que la candidez e inexperiencia de unos niños pueda dar jaque
a las fuerzas vivas de una ciudad
aletargada y provinciana? Los protagonistas de este relato aprenderán, a su
costa, que el futuro se abre camino entre dudas, no entre certezas.
1. El dardo en la canción
En un remanso de la bulliciosa plaza del Mercado de Castellar, se levanta
airoso un torreado edificio de ladrillo, cuya roja silueta denota su edad y su
progenie. Pero no es de sus caracteres arquitectónicos de lo que quiero tratar[1],
sino de un extraño episodio sucedido en su seno, allá por el año 1954. No
busquen referencias al mismo en las hemerotecas, ni siquiera en el cajón de
sastre de Internet: las Autoridades de entonces hicieron valer férreamente la
censura y el conocimiento de la anécdota quedó circunscrito a sus protagonistas
y a aquellos a quienes estos se lo quisieron revelar. Por razones que no vienen
al caso, yo fui uno de esos confidentes y, a estas alturas cimeras de la vida,
no estoy dispuesto a llevarme el secreto a la tumba. Así pues, he aquí la
historia.
***
En aquel entonces, el inmueble de marras seguía dedicado a su prístina
finalidad de formar a maestros. Daba fe de ello el rótulo en inmaculada piedra
caliza, cuya albura resaltaba entre el rojo barro circundante: Escuela
Normal. Con todo, el magno edificio tenía capacidad para compartirlo con la
Escuela de Prácticas y –tradición un tanto llamativa- la Casa de Socorro. No
citaría semejante nimiedad, si no hubiese tenido bastante que ver en el desarrollo
de este curioso suceso.
***
Todo comenzó –se dice- una gélida mañana de enero, con todos los alumnos
en formación y el fornido don Elías, bandera nacional enarbolada, presto a
recorrer en ambos sentidos el pasillo de entrada a las clases. Era el momento
de que trescientas gargantas mal entonadas y peor desayunadas cantaran el himno
patrio, con la archisabida letra de Pemán[2],
que los pobres niños (también las niñas, de la escuela aneja) comprendían
malamente. El Director, al frente del claustro en pleno, apenas paró mientes en
el cambio de melodía, ni tampoco en las palabras que confusamente llegaban a
sus oídos:
Serenos y alegres,
Valientes y osados...
Demasiado joven para atar cabos, así de pronto, supuso que se trataba de
un cambio de programa, insertando una canción patriótica especial. ¡Eran tantas
las efemérides a celebrar, las consignas a difundir! En efecto –tranquilízase,
para sí-. Algo cantan los chicos sobre
los hijos del Cid. Pero otros profesores de más edad sienten cómo se les
eriza el vello de la nuca, por miedo o de emoción. Por su parte, don Elías concluye
su tremolante desfile a paso ligero y, todo sofocado, apostrofa al Director:
-
¡Por
Dios, Benito, córtelos usted, que están cantando el himno de Riego!
***
La cosa pasó a mayores, un par de días después, cuando los esmirriados
gimnastas de quinto curso[3]
formaban para regresar a clase, tras la tabla de movimientos y las patadas al
balón subsiguientes. El mismo don Elías, que ya conocemos, sintió brotar en su
corazón la cualidad de camisa vieja de las JONS[4]
y ordenó con voz tonante:
-
¡A
formar! ¡De frente, marchen! ¡Isabel y Fernando![5]
La respuesta coral a tal conminación brotó clara y unánime:
¡Arriba, parias de la Tierra!
¡En pie, famélica legión!
Don Elías, con los ojos desorbitados, pasó la vista por la doble fila,
atónito. Todos los chicos cantaban con unanimidad y coordinación sorprendentes,
incluso más serios y ordenados que de costumbre. Mandó inmediato silencio y los
ecos de La Internacional se perdieron entre los Capuchinos y el Mercado Viejo.
Llegados a clase, la vergüenza y la sorpresa dominaron en el aguerrido
excombatiente, sobre la inquina y la punición. Por si acaso, tomó modestísima
venganza:
-
Abrid
la enciclopedia por la página 217 y me copiáis tres veces la lección de los
Reyes Católicos; y lo que no os dé tiempo en clase, lo hacéis en casa.
Por él, ahí habría acabado todo. Pero oídos menos tolerantes habían
escuchado aquello de los nada de hoy todo han de ser. Y le faltó tiempo
a su portador para acudir con el cuento a la pareja de policías de retén en el
mercado:
-
Acabo
de oír cantar La Internacional a los chicos de la Normal.
El cabo guardia lo miró de hito en hito, entre airado e incrédulo:
-
¿La
Internacional? ¿Acaso la conoce usted, como para no tener temor de equivocarse?
El sujeto farfulló una disculpa y se escurrió hacia los puestos de las
verduleras.
-
Cuidado
que hay gente grillada, apostilló el otro agente.
Y siguieron la ronda.
***
Estaba visto que los buenos patriotas docentes tendrían que apurar el
cáliz hasta las heces. Celebrábase, unas fechas más tarde de lo narrado, la
festividad del Estudiante Caído [6].
Tras las oportunas peroratas magistrales en cada aula, los escolares de los
tres últimos cursos y sus mentores se apretujaron a mediodía en el salón de actos, para escuchar la
lección conmemorativa, a impartir por la Inspectora, señorita Salvatella, a
quien presentaré a ustedes en el capítulo siguiente. La oradora procuró hacer
honor a la norma ABC de la Sección
Femenina (discurso alto, breve y compendioso) y cedió al Director escolar la
tarea de proferir los gritos de ritual
[7],
para lo que la señorita tenía poca voz. Los chicos respondieron con un
desmesurado entusiasmo y la Inspectora, haciendo gala de su tesitura de mezzo-soprano, inició el cántico de
aquel himno, tan manido, como levantado:
Cara al sol con la camisa nueva,
Que tú bordaste en rojo ayer…[8]
Los chicos, como un solo hombre, siguieron esa entrada de una forma que
no estaba prevista:
Negras tormentas agitan los aires;
Nubes oscuras nos impiden ver[9]
Durante unos instantes, se produjo cierta algarabía, dado que los
profesores seguían por los derroteros del sol, en tanto sus díscolos discípulos
lo hacían por los de los cumulonimbos. Unos y otros embravecían, ante el
estupor de la inspectora Salvatella, que escrutaba los rostros, arrebolados
pero serenos, de los pueriles cantores. Nada en ellos reflejaba rebeldía, ni
sensación de estar haciendo algo prohibido. Finalmente, cuando en estrados
volvían las banderas victoriosas y más
abajo se alzaba la bandera revolucionaria, la señorita hizo un ejercicio de
síntesis y susurró al vociferante director:
-
Que
abran las puertas y retirémonos todos con
las banderas. Trataremos de lo sucedido, pero con la cabeza fría.
Mas, aún con frialdad y prudencia, todos comprendían que había llegado
el momento de hacer algo. De hecho,
al salir del inmueble y tomar la calle de la Universidad, camino de su casa,
Dolores Salvatella tuvo la debilidad de pensar si el día del Estudiante Caído
no sería, también, el de la inspectora defenestrada.
2. La prudencia en la mujer
La señorita Salvatella habría peinado ya abundantes canas, a no ser
porque se las teñía. Su media melena con raya a la izquierda (con perdón)
ofrecía un hermoso color dorado, que era la admiración de sus amigas en aquella
época de tintes rudimentarios. El sol arrancaba a su cabello reflejos
metálicos, que hacían un bello juego con el color de sus ojos, a mitad de
camino entre tono del citrino y el de las esmeraldas del Darién. Conste que tan
metafórica presentación era cosa de la octava real que le había dedicado la
delegada provincial de la Sección Femenina, que por ella bebía los vientos,
sin ser del todo correspondida.
Quedamos en que Dolores se teñía cuidadosamente el pelo. Más difícil le
había resultado en la vida disimular el origen catalán de su apellido, por más
que hubiese nacido en Almería. Y es que bastaba con que se presentara ante
cualquier persona castellana, para que surgiera el comentario, con más o menos
contenido implícito:
-
Salvatella,
Salvatella... ¿Catalana?
-
Pues
no, señor: andaluza.
El andalucismo no mejoraba mucho su estatus en el áspero Castellar, pero
ella se empeñaba en mantener un leve acento sureño, que dulcificaba las jotas y
acortaba los plurales. Esa suave pronunciación y su perpetua sonrisa se habían
hecho notar en la visita que les giró, años antes, Pilar Primo de Rivera, quien
la tomó del brazo, interrumpiendo bruscamente su explicación de las excelencias
artísticas de la iglesia del Salvador:
-
Tú
no eres de aquí, ¿verdad? Lo noto en las eses.
-
...
-
Sí
mujer, que las que pones de más entre palabra, las quitas al final.
Viniendo de quien venía, el comentario podía ser una facecia. En efecto,
doña Pilar estaba favorablemente impresionada por aquella militante de carrera
propia, bien trajeada y maquillada, culta y servicial. Con todo, la Delegada
Nacional se permitió recordar a la provincial los estragos del tiempo en la
Salvatella:
-
¡Cómo
se le notan las arrugas a Dolores! Todavía me acuerdo de su primera aparición
en los cursos del castillo de La Mota: Entonces sí que era una auténtica
belleza. Recordarás que lo comentamos...
-
Mujer,
la edad no perdona, pero se cuida mucho. Además, como persona, es un encanto.
-
Ya
lo sé, ya. Más de una vez he pensado en llevármela a Madrid, a la Regiduría de
Educación.
Marina, la delegada de Castellar, sintió que le arrancaban el alma.
Arguyó:
-
Aquí
nos es muy necesaria. Además, como inspectora escolar, está realizando una gran
labor.
-
Bien,
ya veremos, pero lo cierto es que tiene un perfil perfecto para enlace con el
SEM[10].
La delegada provincial miró el
perfil de Dolores, apto para muy otros fines, y suspiró. Aunque los suspiros
son aire y van al aire, este debió de tener una virtualidad especial pues,
cuatro años después de la conversación susodicha, la inspectora Salvatella
seguía en Castellar, a disposición de Marina y de la vigilancia del recto
funcionamiento de las escuelas del centro de la ciudad. Y, en esas estaba,
cuando la pilló el toro de los cánticos inconvenientes.
***
Borrador manuscrito del informe, que elevó la Inspectora de Enseñanza
Primaria, doña Dolores Salvatella Almanzora a doña Marina Pereda Bachiller,
Delegada Provincial de la Sección Femenina (documento que obra en mi poder y
transcribo literalmente, subsanando un par de palabras ininteligibles y una
mínima falta de ortografía).
Camarada Delegada Provincial:
En
cumplimiento de mis deberes como Inspectora de las Escuelas Anejas a la Normal
de esta capital, así como de tus propias indicaciones, me cumple elevarte el
siguiente informe, que también hago llegar en esta misma fecha al Sr. Inspector
Jefe Provincial de Enseñanza Primaria.
El sorprendente suceso del que fui testigo en el salón de actos de la
susodicha Escuela Normal, el pasado día 9 de febrero, en el que los niños de
cuarto a sexto de Enseñanza Primaria, en lugar del Cara al Sol, entonaron una canción
anarquista histórica, había tenido en los días anteriores dos precedentes de
menor notoriedad, a saber:
A) En la mañana del lunes, 25 de enero,
al realizarse la ceremonia de izar bandera, la generalidad de los alumnos cantó
la versión republicana del Himno Nacional, en lugar de la aprobada oficialmente
por las Autoridades felizmente ejercientes en la actualidad.
B) Al concluir, sobre las once de la
mañana del pasado 3 de febrero, la clase de gimnasia de quinto curso, los niños
se retiraron cantando el himno internacional del comunismo, en lugar de la
marcha patriótica Isabel y Fernando, que les había sido
ordenada.
La Inspectora que suscribe no puede menos
de lamentar no haber sido informada en su momento de tan llamativos
precedentes, a fin de tomar medidas que habrían evitado el bochorno del pasado
9 de febrero. Con todo, he de reconocer que el Director del Centro escolar y el
profesor directamente desacatado, don Elías Redondo, no han actuado con ánimo
de ocultación, sino en la errada impresión de que los hechos serían
excepcionales y podría resultar contraproducente darles pábulo, habida cuenta
de la edad e inocencia de los alumnos.
En cualquier caso, hechas las oportunas
indagaciones y practicados los interrogatorios que en pliego aparte se
adjuntan, he llegado a la conclusión de que los maestros nada han tenido que
ver con estos hechos, ni tampoco se han encontrado instigadores o cabecillas
entre los alumnos. Es lo más probable que los padres o parientes de algunos de
ellos puedan haberles hecho conocer tan disolventes canciones en sus casas,
privadamente, lo que habría llevado a los niños a aprenderlas y entonarlas en
público, sin mayor malicia ni perniciosos objetivos.
Con todo, la Inspectora informante
confiesa que le resulta llamativa la unanimidad de la conducta y la sustitución
de las canciones patrióticas por otras nefandas. Por ello, así como por evitar
la continuación de estos episodios de objetiva alteración del orden académico,
se proponen a la Superioridad las siguientes medidas:
1ª.
Advertir al Director y maestros de la Escuela Aneja a la Normal masculina, que
no toleren la menor modificación de los alumnos en las canciones patrióticas
ordenadas, así como que pongan en conocimiento de esta Inspección las
alteraciones que pudieren producirse. Se sugiere la oportunidad de reducir,
hasta nuevo aviso, los cánticos patrióticos, a excepción del Himno Nacional y
el Cara al Sol en los momentos preceptuados.
2ª. Mantener un discreto control por la Policía de las canciones que los
padres de alumnos menos adictos al Movimiento Nacional enseñen a sus hijos, o
entonen y tarareen en lugares públicos o en el hogar, siempre que lleguen a
oídos del vecindario.
3ª. Exponer reservadamente los hechos al señor Director del Manicomio
Provincial, por si los mismos tuviesen alguna connotación o explicación
psiquiátrica, que pudiera servir de punto de partida para su tratamiento epidémico.
Castellar, a tres de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro.
Ignoraría las decisiones que, en un principio, adoptaron los
destinatarios de tan prudente informe, si no se hubieran producido nuevos
sucesos, en una línea políticamente muy similar. El hecho es que se produjeron
-¡vaya que sí!- y ese nuevo y más peligroso giro hizo entrar en escena al
segundo protagonista de nuestro relato.
3. Con lupa y de puntillas
No puede decirse que el inspector de
Policía de primera, Melquiades Figueroa, se sintiese halagado de que se le confiara
un caso tan peculiar. En la sobremesa del almuerzo del día 26 de marzo de 19 54
–viernes-, volcó ante su madre, doña María, toda la bilis que le había
provocado el encarguito del comisario:
-
¡Hágase usted policía, para esto! Que si los niños
cantan el Himno de Riego u Os pinos de Pondal[11]. Que
si los retratos de Franco y José Antonio de las clases se vienen al suelo
durante la noche. Más valía que cuidaran mejor el edificio y que empezaran a
repartir la ayuda americana[12].
-
Cálmate, Mel, que te pierde el genio. ¿No puedes
endosarle el asunto a alguno de los jóvenes a tu mando?
-
¡Quia! Me han ordenado llevar personalmente las
averiguaciones; eso sí, en colaboración con la inspectora del colegio, que se
encargará de la cuestión administrativa.
-
¿La conoces? ¿Es soltera?
-
Pero, mamá –suspiró el inspector-, ¿Qué se me da
que sea soltera o tenga marido y siete hijos?
-
…
-
Está bien, ya te contaré. He quedado en la Jefatura
con ella, hoy, a las seis. Tienen mucha prisa en resolver el asunto. Estamos
tan cerca del Día de la Victoria…[13]
Como, sin duda, son ustedes buenos
entendedores, habrán deducido de este breve diálogo –amenizado con amarguillos
de Villoldo y anís de El Mono- que el señor Figueroa era un probo y escrupuloso
policía, de no buen carácter; que a su mediana edad se mantenía soltero,
conviviendo con doña María, su madre viuda, quien temía como a un nublado las
escasas veleidades sentimentales de su retoño; y que este, aun siendo tan
adicto al Régimen como era preciso en su profesión, tenía un punto de
independencia de criterio. Tampoco se les habrá escapado –por el apellido y la
cita de Pondal- que don Mel era gallego; de Vigo, para más detalle. Pero
lo cierto es que, entre la guerra y sus múltiples destinos policiacos, el mar y
la fonética galaicos eran para él poco más que un borroso recuerdo, que su
madre se encargaba inconscientemente de avivar.
***
El primer encuentro entre Dolores y
Melquiades resultó mejor de lo que ambos habían imaginado. Bastante cohibida
ante un policía, de elevada estatura y voz cavernosa, la inspectora sacó su
vena sumisa y servicial, dejando que fuera el varón –como quería la ética
falangista- quien llevase la voz cantante, vale decir, la dirección de las
operaciones. Por su parte, Figueroa hubo de tragarse los exabruptos sobre la
menopausia y los marimachos de la Sección Femenina, con los que había
acompañado el nudo de la corbata y el repeinado de los pocos cabellos que la
edad le había dejado. La inspectora debió notar aquella revisión de prejuicios
y decidió apoyarla:
-
Yo, señor Figueroa, no soy más que una maestra
vocacional y una inspectora al servicio de los maestros, que buena falta les
hace. Lo de la Sección Femenina… ¿no se lo han contado?
-
Pues no. ¿A qué se refiere usted?
-
La verdad es que le estoy muy agradecida, pero
entré, como tantos otros, porque mi familia no era bien vista y tuve miedo de
que no me dejasen participar en las oposiciones al magisterio nacional. ¿A
usted no…?
-
Pues no, la verdad. Después de estar tres años
pegando tiros con los nacionales y ascender a sargento por méritos de guerra,
no creo que importase la ideología de mi difunto padre.
-
Ya, perdone; no quería entrometerme… Supuse que,
como policía y al tener que trabajar en cierto modo juntos, le habrían puesto
al corriente.
-
Bueno, ¿qué le parece si preparamos el plan? Yo
había pensado…
Como era de suponer, conociendo al
inspector, el plan era exhaustivo y agotador. Ninguna posible causa de
caída de las fotografías era dejada sin investigar: desde la resistencia del
yeso y las medidas de las escarpias, hasta la ideología de los maestros de cada
aula y la inclinación del portero del colegio a la bebida. Todo previsto, todo
peritado y, hasta cierto punto, anticipado. Dolores estaba patidifusa.
-
Esto tenemos que dejarlo resuelto de aquí al lunes
–concluyó Mel-. Así, si no tenemos las cosas del pasado claras y cristalinas,
podemos montar guardia día y noche, de manera discreta, por si se repiten en
las próximas fechas.
-
¿Día y noche?, balbuceó Dolores.
-
No se inquiete. Podemos hacer guardia individual y,
en horas nocturnas, descabezar un sueñecito por turnos.
-
¿En dónde? No sé si el portero querrá prestarnos un
catre.
-
Había pensado en las literas de la Casa de Socorro,
aclaró el policía.
Nuestra inspectora se despidió, decaída y
temblorosa. Afuera, también había caído ya decididamente la noche. Contra su
costumbre, Figueroa le estrechó la mano y todavía formuló un último consejo:
-
En cualquier caso, señorita, atención y sigilo. Es
lo que yo digo siempre en estos casos:
Con lupa y de puntillas.
A la hora de cenar, Melquiades estaba de
un insólito buen humor. Y así, sin esperar el inevitable interrogatorio de su
madre, le espetó:
-
¡Ah!, la inspectora, muy bien, muy bien… Tanto, que
no va a importarme pasar un par de noches de servicio con ella.
4. Hay luminosos misterios
La investigación rutinaria no aportó
ninguna certeza, por más que algún maestro no se mostrara cómodo bajo la mirada
de José Antonio –ni ante la del policía-, y que ciertas alcayatas malamente
habían aguantado durante quince años el peso del Caudillo. Antes bien, el
misterio parecía adoptar un tono burlón: Estando de vigilancia la buena de
Dolores, oyó un estrépito en la bella escalera de zócalo talaverano y
barandilla de balaustres finamente forjados. Acudió a la carrera al lugar del
estropicio. Una bandera nacional había caído a plomo sobre la puerta
encristalada de la biblioteca, haciendo añicos con su mástil dos o tres
vidrios.
Se imponía, pues, pasar a la segunda parte
de la estrategia. No resultó fácil, empero, convencer al Médico Jefe de la Casa
de Socorro del préstamo de un bien, tan necesario como escaso:
-
¿Dejarles usar una de nuestras literas? Pero si
solo tenemos dos para el personal de guardia...
-
Bien –sentenció el policía-: una para el médico y
otra para nosotros. No pretenderá anteponer el practicante a la señora
inspectora.
-
Pero es que la enfermera de noche también podría
ser una mujer.
-
Puede usar la camilla de los reconocimientos. Total,
cuando la necesite algún enfermo o accidentado, no tendrá más remedio que
levantarse para atenderlo.
Más mollar resultó el facultativo de
guardia nocturna, en cuanto conoció a la señorita Salvatella. Y no es que el
doctor Gredilla fuese un rijoso, pero sí que era un caballero muy fino y se
aburría soberanamente casi todas las noches. Cincuentón, bien parecido y de
amplia cultura, era –como le gustaba definirse- triste pecio del
naufragio de nuestra civil contienda. A la inspectora le sonaban bien los octosílabos,
sobre todo, cuando pudo consultar en el diccionario el significado de su primer
sustantivo. También le agradaban las tacitas de café, servidas de un termo rojo
con rayas a la escocesa, y las casi inaudibles canciones de madrugada, que Radio
Peninsular difundía a través del receptor Telefunken,
semioculto en un autoclave fuera de servicio.
La noche del cambio de mes, recién tendida
en la litera, bajo la ruana con la que el doctor la había arropado
amorosamente, Dolores decidió sincerarse con Gredilla -¡llámeme
Ángel!-. Total, se les estaba acabando el tiempo y nada tenía que perder:
-
No sé si sabe, o ha llegado a sospechar, lo que nos
trae aquí al policía y a mí.
-
Algún misterio habrá de ser.
-
Y tanto. Ha llegado ya el Día de la Victoria y
nosotros, tan in albis como al
principio.
-
Si puedo ayudarla...
La Salvatella dudó unos momentos. Parecía
un buen hombre y era tan culto... Se decidió:
-
Voy a exponerle brevemente nuestras cuitas, a
condición de que mantenga la máxima reserva. De otro modo, me traerá serios
problemas y el policía montará en cólera.
-
Señora –bromeó el galeno-, aunque mi función es la
de salvar vidas, en este caso seré una tumba.
En consecuencia, Dolores le refirió lo
esencial de cuanto sabemos, desde el himno de Riego a la caída de la bandera. Según
hablaba, iba incubando una tesis, con la que concluyó su narración:
-
En fin, doctor, eso es todo lo principal. ¿Qué
opina usted? ¿Podría ser el edificio el detonante de todo ello?
-
Por lo que yo sé –repuso Gredilla-, este gran
inmueble ha tenido una vida relativamente plácida. En sus treinta y tantos años
de existencia, ha servido a las hermosas y sustanciales funciones de formar
maestros y curar urgencias. Es posible que algunos miasmas hayan podido quedar
de tantos antiespañoles como pulularon entre sus paredes, hasta la salvífica
insurrección del año treinta y seis. A cambio, durante la guerra fue utilizado
como hospital de legionarios, lo que sin duda lo habrá purificado de los
gérmenes levógiros.
La engolada respuesta encerraba una tan
evidente crítica de su tesis de la posesión por los espíritus, que Dolores se
sintió avergonzada. Molesta por haber hecho el ridículo, lanzó al doctor el
reto de dar con la causa de los sucesos. El interpelado encendió un cigarrillo,
se recostó en la silla hasta dejarla en equilibrio inestable y, pausadamente,
aventuró:
-
Los hombres de ciencia –por llamarnos así- tenemos
constante experiencia del inexorable avance de la Naturaleza, que se rige, a
veces, por leyes físicas evidentes, y en otras, por la confusa, aunque
coherente, marcha de la evolución. O, dicho de manera más llana, cuando los
hombres nos empeñamos en cerrarle la puerta, la vida entra por la ventana.
-
Lo siento, don Ángel, pero no acierto a encontrar
la relación con...
-
Pues bien clara está, mi estimada amiga. La guerra
que hemos sufrido y la paz de que venimos disfrutando han acoquinado de tal
modo la natural evolución de España y de los españoles, que parece vivamos en
el interior de una caldera en ebullición y sin válvula de escape. No digo que
en origen no haya habido causas y hasta motivos –una dama de la Sección
Femenina sin duda dará con ellos-. Afirmo que no puede mantenerse
indefinidamente un país y a sus habitantes anclados en ese día, del que hoy
mismo se cumplen quince años. Como dijo Talleyrand, las bayonetas sirven para
todo, menos para sentarse sobre ellas.
Callaron. Por la puerta, apareció
Figueroa, presto al relevo en la guardia. Los dos interlocutores estuvieron a
punto de ser pillados en falta; de modo que cambiaron radicalmente de
conversación:
-
¿Alguna novedad, Melquiades?, inquirió la señorita
Salvatella.
-
Que ya estamos en abril, replicó el policía,
cubriendo con la mano un bostezo.
***
Eran
las nueve de la mañana. En la frontera iglesia de Capuchinos campaneaban,
tocando a misa. Un Figueroa, ceñudo e hirsuto, y una Dolores, fresca y
maquillada, con aire de no haber roto un plato, se sentaron a una mesa del Café
del Campillo, solitario, como acabado de abrir:
-
Perdone la ocurrencia, Melquiades, pero ¿no podría
ser que nuestro misterio no tuviese explicación racional ninguna?
-
Todo tiene una causa y un fin –discrepó el
policía-. No hay ningún enigma que no haya resuelto yo en doce años con una
pregunta clave: ¿A quién beneficia?
-
¡Ah, sí? ¿Y a quién beneficia que se rompan los
retratos? ¿A los cristaleros, quizá?
El inspector se quedó de una pieza. No
esperaba que la chica pudiera salirle respondona.
-
Mujer, todo coincide: canciones sectarias,
fotografías del Caudillo, ¡la bandera nacional! Eso es cosa del contubernio
judeo-masónico o, por lo menos, de algunos anarquistas de Castellar.
-
¿Y si yo le dijera que tengo una hipótesis de
trabajo?
Melquiades se la quedó mirando
admirativamente, mientras deshacía con la cucharilla el terrón de azúcar del
café. Verdaderamente, aquella señora le
resultaba cada vez más desconcertante. Dolores apartó sus ojos verdes de los
negros y escrutadores de su colega de trabajo, los fijó en la fotografía de
equipo del Real Castellar en
la barra, y recitó de corrido, como propia, la teoría del doctor Gredilla, debidamente
suavizada. Se hizo el silencio durante no menos de un minuto. Podían oírse los
chispazos de las neuronas del policía, interconectando furiosamente. Al fin:
-
Después de una semana de mal comer y peor dormir
–se lamentó Figueroa-, estoy dispuesto a creerme cualquier cosa; más aún, me
importa un bledo lo que canten los rapaces y tengo en tanto la caída de los
retratos, como la de las hojas en otoño. Pero sucede, perspicaz Dolores, que
uno tiene su fama de experto y vive de esto. No sé tú
-¡al fin, tuteo!-, pero yo no puedo ir a mi comisario y decirle que pongan una
válvula en la caldera de España y que, si no lo hacen, los escolares seguirán
saliendo por peteneras marxistas.
-
¿Y si la válvula la ponemos nosotros? Tengo una
idea que, al propio tiempo, puede demostrar si tengo razón, o no.
Muy decidida, se levantó y llamó al
camarero. Mientras Melquiades pagaba las consumiciones, Dolores concluyó, como
hablando consigo misma:
-
Eso que a mí me gustaría más que siguiera el misterio.
En fin, no sé cómo decirlo... Hay cosas que pierden mucho cuando se explican.
5. El
conjuro de la torre
En una de las dos torres de
la Normal tenía su vivienda el jefe de bedeles, Zacarías, famoso por sus exabruptos,
que ni siquiera ahorraba a los profesores, sobre todo, cuando había libado más
de la cuenta. En el ático de la
otra, se guardaban en confuso amontonamiento todo género de materiales de
desecho, desde sillones de cátedra, hasta animales disecados. Hasta allí
subieron la tarde del viernes, 3 de abril, nuestros investigadores, con un
sigilo que evidenciaba la maldad de su acción. No era para menos.
Escuchémoslos, el día anterior:
-
¿Y dónde rayos vamos a
encontrar, así como así, una fotografía comprometedora y un libro de canciones
de la época de la República?, inquirió Figueroa.
-
Déjalo de mi cuenta,
Melquiades –repuso Dolores-. Para algo es una de la cáscara amarga.
-
Me va pareciendo, amiga,
que tú juegas a todos los paños.
-
No me hagas caso. Se
trata de recuerdos de mis padres, que me traje de Almería.
En efecto, disimulados bajo
el ejemplar del día del periódico falangista Libertad (dime de qué
alardeas…), ascendían la escalera, bajo el brazo de la Salvatella, un ejemplar
de Yerma, con foto de García Lorca, y un fatigado ejemplar del Cancionero
Musical de Martínez Torner[14].
Abría la marcha el inspector Figueroa, con una innecesaria linterna en la mano.
Dolores objetó:
-
Tal vez habría sido mejor
acordarse de la llave. Creo que ese trastero suele estar cerrado.
-
¿Y para qué crees que he
traído una ganzúa? -preguntó retóricamente el policía-, quien, a lo que se ve,
algo había aprendido de su clientela.
***
Media hora más tarde, ya
desembarazados de su peligrosa mercancía, Melquiades y Dolores platicaban a la
misma mesa del Café del Campillo, en que los sorprendimos un par de días
antes:
-
Bueno, Mel, ahora, a
redactar el borrador que tenemos que presentar a nuestros superiores, no sea
que nos pillen en alguna contradicción.
-
No sé cómo vamos a salir
del paso. Menudo sofoco cuando le cuente al comisario eso de que, por si se
trataba de algo diabólico, nos trajimos a un exorcista.
-
Hombre, dicho así… Pero,
si sustituimos diabólico por sobrenatural y, en vez de exorcismos, escribimos oraciones
de protección de la casa, podemos quedar bastante bien.
-
Tú, tal vez, que en la
Sección Femenina sois bastante beatas, pero lo que es mi jefe…
-
Tu jefe tendrá que tragar
con los métodos católicos, apostólicos y romanos. El caso es que den resultado;
y, en cuanto a eso, tengo el pálpito de que vamos a lograr un éxito rotundo.
-
Dios te oiga. Con estas
cosas milagrosas, uno nunca sabe…
-
Mi querido policía: bien
mirado, lo milagroso no es que el Futuro se haya abierto paso abruptamente en
estos tiempos. Lo extraño es que haya tardado quince años en estallar.
-
Y lo que te rondaré,
morena, aventuró Figueroa, con su pesimismo habitual.
***
Pesimismo y optimismo se
conjugaron en lo sucesivo. Como Dolores había presumido, la Normal de Castellar
no volvió a ser espacio de fenómenos paranormales del estilo de los reseñados.
Y, según supuso Melquiades, el Futuro hubo de dar muchos más pasitos que
zancadas. En fin, el episodio se archivó, se olvidó y, finalmente, fue
expurgado… hasta ahora.
***
Olvidaba narrarles a ustedes
una breve coda de esta verídica historia, que me llegó por conducto de mis
padres, muchos años después. Acabábamos de dar tierra a nuestro amigo
Melquiades Figueroa. Había muerto mucho más viejo que en el 54, pero tan
soltero como entonces. Eso comentaba yo, cuando mi madre me hizo una precisión:
-
La verdad es que, entre
su madre y la timidez, el pobre hizo muy poco por abandonar la soltería.
-
Y, para lo poco que hizo
–agregó mi padre-, tuvo bastante mal ojo.
Y se echó a reír de buena
gana, lo que no es muy educado, cuando se camina por el cementerio de vuelta de
un sepelio. Mi madre se ruborizó y le hizo el típico gesto del dedo sobre los
labios. Aquello me vedó el acceso directo a alguna anécdota, tan jugosa como
picante. Ahora, que conozco la relación de la inspectora –de enseñanza- y el
inspector –de policía-, así como la inclinación sexual de aquella, he creído
comprender lo sucedido. ¡Lástima que ya no estén mis padres en este mundo, para
confirmármelo!
En fin, de una manera u
otra, muchos de los que vivimos aquellos tiempos sacudimos el yugo de la
esclavitud. Aunque, si bien se mira, es una pesada sujeción de la que nunca
acabamos de liberarnos. ¿No es cierto?
[1] Con todo, si mi intuición es correcta, el
autor tiene en mente una construcción escolar inaugurada hacia 1930, obra del
conocido arquitecto escolar, Antonio
Flórez Urdapilleta (1877-1941).
[2] José María Pemán y Pemartín (1897-1981), autor
de una letra (1928) del himno nacional (o Marcha de Granaderos, o Marcha
Real) que, con algunas alteraciones alusivas al Régimen, se mantuvo como texto
oficioso de la pieza durante el Franquismo y, como tal, fue cantada por
generaciones de escolares de aquella época.
[3] En aquella época, los grados o cursos de la
Enseñanza Primaria eran seis y se cursaban entre los cinco y los catorce años.
Quiere decirse que los gimnastas aludidos podrían tener unos once o doce años.
[4]
J.O.N.S. (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista), movimiento autónomo
desde 1931 a 1934, cuando se fusionó con Falange Española. Camisas viejas eran,
obviamente, sus miembros de primera época.
[5] Canción política (también conocida como En pie, camaradas), que pasa por ser el
himno de las citadas J.O.N.S. Para su letra completa (a la que pertenecen
–paradójicamente- las palabras que dan título a este relato), véase Himnos
y canciones, edit. Vicesecretaría de Educación Popular, Madrid, 1942.
[6] Festividad conmemorativa del
asesinato político de Matías Montero (1934), que se celebraba (inicialmente,
con vacación) el 9 de febrero de cada año.
[7] Lemas y vítores que, a voz en cuello
profería el presidente de los actos falangistas, para ser contestados a coro y
entusiásticamente por los demás circunstantes. Su número y orden estaban más o
menos determinados, siendo reducidos ordinariamente a cinco: ¡España, una!
¡España, grande! ¡España, libre! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!
[8]
Himno oficial de Falange
Española desde febrero de 1936, y oficioso del franquismo durante la mayor
parte de su historia.
[9] Primeros versos del himno anarquista A las barricadas, originalmente polaco,
pero adoptado mundialmente por los anarcosindicalistas. En España lo fue por la
CNT, tras divulgarse en el periodo 1933-1936.
[10] S.E.M., o Servicio Español de
Magisterio, organismo oficial dependiente del Ministerio de la Secretaría
General del Movimiento, responsable de la formación política de los maestros
vinculados a Falange y las maestras adictas a la Sección Femenina.
[11] Inequívoca
alusión al himno de Galicia, cuya letra es del poeta Eduardo Pondal
(1835-1917). Oficializado durante la II República, fue evitado durante el franquismo, al menos, hasta los años de 1960 y
siguientes.
[12] El
señor Figueroa alude seguramente al suplemento alimenticio de leche en polvo y
queso, que empezó a repartirse en algunas escuelas como sobre-desayuno. Fue una
de las facilidades concedidas a España por el Gobierno de los Estados Unidos, a
raíz del tratado de amistad y cooperación de 1953.
[13] El
1 de abril, en que el franquismo conmemoraba su triunfo militar en nuestra
Guerra Civil de 1936-1939.
[14] La
primera edición de Yerma data de
1934. La edición princeps del Cancionero
Musical (Selección y armonización de Eduardo Martínez Torner) es de 1928.
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