El itinerario del
poeta
Por Federico Bello
Landrove
Este relato, en buena parte biográfico,
aunque estereotipado, lo dedico al conjunto de escritores que, por triste
efecto de nuestra Guerra Civil, se vieron obligados a peregrinar de solar en
solar y de oficio en oficio, dando, no obstante su desarraigo y su dolor, lo
mejor de sí mismos para que las nuevas generaciones, que llenábamos entonces
los pupitres, pudiésemos ser, pese a todo, mejores y más cultos.
1. Un hombre en el aula
Firme la planta y alta
la cabeza,
seré ejemplar de
ecuánime cordura,
¡y bueno!, porque sé
que la belleza
El poeta abre de
quedo la puerta del aula, como si no quisiera interrumpir con brusquedad
nuestra algarabía adolescente. No es, desde luego, tan firme su planta como
treinta años atrás, maciza, enfundada tal vez en un traje oscuro de raya
diplomática. ¿Y el bastón? Cualquiera diría que lo lleva por distinción o coquetería.
¿Quién de nosotros podía saber entonces de su aterosclerosis, de la debilidad
de su corazón?
… Alta la cabeza.
El inexcusable sombrero realza su estatura mediana y cubre lo más hermoso de su
aspecto: el cabello inmaculadamente blanco, algo largo, que nos lo define como un viejo,
uno de esos profesores-abuelos, tan lejanos de nosotros, con los que nos une un
inseguro puente de brusquedad o de condescendencia. Pero, a estas alturas del
curso (tal vez el primero de los suyos en nuestro Instituto), sabemos bien que
una cosa es en él la apariencia y otra, muy distinta, el espíritu. Por eso, las
voces se acallan y cada cual ocupa su sitio, mientras el poeta se despoja del
pesado abrigo con cuello de astracán, posa el sombrero a la derecha de la
cátedra y toma asiento, con un saludo y una sonrisa.
(Yo creo recordar
que el poeta lleva con frecuencia un veguero apagado, con el que gesticula
entre los dedos, como quien robustece o amplía su ademán con una varita)
Abrimos el libro
de texto por la nueva lección. Siempre imagino al poeta en pleno Siglo de Oro.
Yo siento especial predilección por Rojas Zorrilla. Así que, ¿por qué no?
-
A
ver, un voluntario…
Bien querría el
profesor que se alzasen muchas manos, pero suelen ser muy pocas y casi siempre
las mismas. El elegido sube al estrado y se sienta indefectiblemente a la
izquierda del poeta y a su altura.
-
Bien,
vamos con la lección.
El alumno escogido
(tal vez, yo mismo) desgrana epígrafes y conceptos de forma libresca, ad pedem litterae del manual.
Interrumpiendo lo menos posible, con humor y bonhomía, el poeta glosa,
apostilla, disiente. Los menos perezosos, toman notas en los márgenes del
libro, en los cuadernos, ¡en fichas! (las primeras de nuestra vida). La
mnemotecnia convierte las reflexiones en aforismos. Algunos acuden todavía a mi
memoria:
-
Quevedo es el genio sin obra genial.
Cervantes, la obra genial sin genio.
-
Los tres poetas artistas de la lengua
española son Góngora, Rubén Darío y Tomás Morales.
-
Los grandes prototipos de la
Literatura universal son Don Juan, la Celestina, el Quijote, Hamlet y Mefistófeles.
El tiempo de la
clase discurre, amenizado por la belleza oratoria, el humor y hasta ciertas
concesiones al atrevimiento adolescente:
En ocasiones, sin provocarlo, surge el
comentario de actualidad, al hilo de la Literatura: reflexión crítica que no
ofende, pero cala en el espíritu de aquellos chiquillos, con edad para ir ya
pensando por su cuenta. A las veces, una interpelación, por injustificado
olvido; otras, un sonoro desplume de grajos revestidos de pavo real:
-
Nunca
digan vamos a honrar a Cervantes. ¡Qué atrevimiento! Es lo cierto que
nos honramos a nosotros mismos cuando honramos a Cervantes.
Suena el timbre
para la salida. Desde luego, es media mañana. Tal vez, nos espera de seguido el
recreo. El poeta recupera parsimoniosamente sus indumentos de abrigo y su
bastón. Mañana será otro día. Se apagan los ecos de su verbo, hueco, levemente
gangoso, sureño.
¿Pero quién ese poeta,
que concita confianza y respeto, que nos hace gratas sus clases? ¿Ese profesor
–rara avis- que habla como los ángeles, abre caminos, sonríe al pasar? ¿Ese
anciano, al que no apeamos el don en nuestras referencias, que se
permite hipérboles y muletillas sin ganarse por ello un apodo? Los mejor
informados saben que vino hace muy poco del Instituto femenino; que ha escrito
libros. Se dice algo sobre sus ideas políticas. Me consta que está casado con
una profesora de francés (que lo fue también de mis padres), que nos llamaba messieurs,
llevaba magnetófono a clase en la Edad de Piedra y lucía pintorescos
tocados a la parisina[4]. Eso es todo; suficiente
para quienes por su edad viven al día, juzgan por las apariencias y –con
sobradas razones- no les preocupa quién es quién, sino cómo se comporta. ¡Ah,
la adolescencia!
Pero aquellos
adolescentes –algunos de los que levantábamos la mano en su clase- hemos
alcanzado ya al poeta en su edad de antaño y hemos llegado a saber –o a creer
que sabemos- algo más de él. Desde el corazón, queremos compartirlo.
2. Las piedras del sendero
El poeta puede
haber nacido en cualquier parte de España, desde Galicia a Canarias, pero el
nuestro viene de muy al sur. Su familia es numerosa y pobre, como la de
tantos otros, lo que no le impide el estudio, aunque acorte la niñez y acucie
al trabajo. Para empezar, hacerse maestro, que es carrera accesible y corta, y
fungir de periodista, lo que tanto curte en dominio del idioma y en experiencia
de la vida.
El poeta, ¿nace o
se hace? Tal vez, las cualidades sean innatas; la inspiración, estimulable; la
técnica, susceptible de aprenderse. Por supuesto, ayudan el ejemplo próximo y
la cultura adquirida en los libros. Nuestro poeta tiene un tío, que tiene una
biblioteca, que tiene... ¿Explica eso algo? Por lo menos, que el alevín de vate
vea publicados sus primeros versos, sienta los primeros elogios, se roce con
las figuras locales consagradas.
El poeta crece,
aspira a más. Cursa estudios universitarios, ambiciona formación y fama, más
allá de sus cortos horizontes que por doquiera limita el mar. Un día, empaqueta
recuerdos e ilusiones y se hace al futuro, cortando amarras. ¿Qué quedará del
que fue, de los amores perdidos, de las ambiciones servidas?
¡Tú me llevas, vieja
nave insegura,
a un lugar por el que
mi áurea ilusión renace!
Para ser poeta no
es preciso ser bueno, ni generoso, ni tan siquiera inteligible y llano. El
nuestro, no obstante, se acerca a sus amigos lectores de puntillas,
susurrándoles al oído su canción, cada vez más alejada del rotundo fragor del Poeta
del mar, que fue –es- su ídolo[5]. El poeta reproduce en su
carne los estigmas de Machado, quien pudo definirse en el buen sentido de la
palabra, bueno. Estudia, progresa, es conocido y valorado. Hasta cierto
punto, desde luego. Generoso, abre sendas a otros; tímido, prefiere a los
cenáculos, las revistas. En el personal dilema muerte-amor, halla sus rosas,
tan de Ronsard como de Nervo. ¿Es ese camino de rosas el que le lleva a la
docencia?
El alumno del
poeta reflexiona y se pregunta si es buena cosa –para el poeta y para él- que
un profesor enseñe literatura (o dibujo, o música) por razones alimenticias,
cuando la entraña y la esencia del hombre es la de ser escritor, o compositor,
o pintar. Una sonrisa viene pronto a sus labios ya ajados. ¡Qué absurdo, dudar
del poder creador de la comida caliente o de la tranquilidad de un sueldecito a
fin de mes! El discípulo –que se siente un poco distinguido, o predilecto- no
puede preferir una más refinada didáctica al honor de haber escuchado la
palabra de..., o los arabescos en una lámina de..., en un modesto Instituto de
provincias; contar a sus nietos aquello de el poeta fue profesor mío
–subjetivo y hermoso posesivo-, sintiendo que el roce con un artista
vale mucho más que el recitado de las estrofas históricas o de las figuras de
dicción.
El poeta peregrina
por las cátedras de media España, pero su inquietud personal y su extracción
social lo arrastran a la política, con minúsculas (las mayúsculas son para los
que viven de ella). ¿Qué tendrá el gran Azaña, que actúa a modo de vórtice y
fagocita a tantos, entre los mejores? El alumno, que ya ha vivido lo suyo y
sabe el cruel desenlace de tan desigual encuentro, lamenta la suerte del poeta
y maldice la listeza del alcalaíno, que acaparó a cientos de intelectuales con
sus cantos de sirena, en el fondo tan sesgados y violentos como los de sus
colegas cizañeros. Pero no es cosa de hacer leña del árbol caído, pues el poeta
va a sufrir por ligereza tan liviana una pesada penitencia.
El poeta, cada vez
más sabio y, como siempre, bueno, escarmienta en cabeza propia: depurado e inhabilitado. También, por
contagio o –al modo administrativo- por derecho de consorte: su esposa resulta
contaminada por su matrimonio con persona
de muy malos antecedentes, según se sabe por el informe dado de dicho señor. ¡Menos
mal que, en opinión de los auditores, seguía teniendo señorío!
El profesor calla;
el poeta se encierra con sus recuerdos, su familia, sus amigos. Valiente, mira
el mundo desde mi ciudad provinciana, hosca, fría y punzante. Escribe –dicen
que de forma intimista, un poco al modo, o moda, existencial-; dirige una
notable revista de poesía, bajo la protección de Horus; promueve empresas
culturales; publica alguna antología con anonimato, no vergonzante, sino
vergonzoso.
Mucha ocupación y
poca hacienda. Muy apurado ha de hallarse el poeta, para cursar leyes en su
cincuentena y ejercer de abogado durante unos años[6]: la más noble de todas las
profesiones y el más vil de todos los oficios. Pero ya despunta la aurora o,
como él gusta de recordar, quiebran
albores[7].
Los vencedores le perdonan sus desvaríos; se atreven a confiarle gavillas de
mocedad, falanges en ciernes. Aún es tiempo para el profesor pero al poeta,
definitivamente, le ha enmudecido la voz.
Es llegado el
momento de los reconocimientos: algunos, sinceros y reiterados; otros, con
cierto aroma necrofílico -¡qué bueno era!-. Sin duda, el más emotivo para él
sería en el retorno a su Ítaca atlántica; curiosamente, a los pocos días de
habernos despedido en el aula para siempre. Cierro los ojos e imagino al poeta
cantando nuevamente versos camino de Tafira[8], disertando sobre sus
viejos y eternos amores: Góngora, Machado, Morales… También nosotros teníamos
amores cuando nos despedimos del viejo maestro –seguramente, a la francesa-.
El poeta todavía
no ha hecho mutis, pero ha enmudecido y se siente enfermo:
Ya se acerca. Percibo
su transparente paso…
¡Cuántos de sus
discípulos, de sus alumnas no habrán sentido ya la misma cercanía! Yo, empero,
me resisto. Vuelvo la vista atrás para columbrarlo, en su cátedra elevada y
solemne, antitética de su persona. Rebusco en mis mejores palabras su recuerdo
y su enseñanza. Tal vez pueda, todavía, cumplir su presagio y su esperanza:
… a través de la tierra
y de la muerte,
volvéis a acariciarme
todavía.
[1] Son versos de un soneto de mi profesor-poeta, D. Fernando González
Rodríguez (1901-1972), publicado en 1934.
[2] Letrilla de Góngora: No vayas Gil al sotillo, que yo sé/quien novio al sotillo fue/que
volvió después novillo.
[3] Pareado de endecasílabos anapésticos o de
gaita gallega, de origen popular y recogido, entre otros muchos, por Menéndez
Pelayo.
[4] Sobre la esposa del Poeta, véanse: ABC de 13 de junio de 19 28, págs. 4 y 6; Mª
Antonia Salvador González, La depuración
del profesorado femenino en la guerra civil: el caso de Doña Rosario Fuentes,
del Instituto Zorrilla de Valladolid, en CEE Participación educativa, número 15, noviembre 2010, pp.
225/233.
[5] Alusión al poeta canario Tomás Morales
Castellano (1884-1921).
[6] Como el Poeta puso en boca de su padre: Hay que ganar el pan de la familia / de la
mejor manera que se pueda.
[7] Alusión a un verso del Cantar de Mío Cid, que bien podría encerrar la primera metáfora de
la lengua castellana.
[8] Así lo recordaba Vicente Boada, amigo del
Poeta, de sus años juveniles canarios.
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