El amor imposible
Por Federico Bello
Landrove
Yo soy un sueño, un imposible…
-¡Oh, ven; ven tú!
Una reflexión sobre el amor imposible y
sus víctimas, de la mano de una pareja arquetípica de
tan terrible dolencia. No voy a dar más detalles, que luego todo se sabe y se
tergiversa. No obstante, si localizan el conocidísimo poema al que pertenecen
las palabras que introducen este relato, tendrán mucho camino andado.
1.
El monumento del parque
Hube de hacerme
mayor para comprender que es consustancial con los adultos la más perfecta
incongruencia. En cambio, los niños son más intuitivos y globales en sus
juicios: es o no es; me gusta o me disgusta. A mí, en la
infancia, mi madrina me gustaba. Y eso que la diferencia de edad era tan
inmensa, que tardé algún tiempo en poseer los rudimentos aritméticos para
calcularla.
Mi tía abuela Julia
era pequeña, morena, pulida, nerviosa. Aparentemente perdida entre la estéril
soltería, heredada de su pasado, y el retiro, que la edad y la vida acomodada
de presente le imponían, sujetaba su jornada a una planificación casi
cuartelera. Aseo y devociones, lecturas y paseos, visitas y juegos de sociedad,
todo tenía momento, duración y hasta atención determinados. Los habituales
placeres de la senectud, el sueño y la mesa, eran mantenidos a raya con la
ayuda de un hígado protestón y un terne insomnio. Así era ella, tal como yo la recuerdo, tantos
años después de haberla perdido.
Es probable que la
disponibilidad de Julia para amadrinar fuese consecuencia de su soltería,
infrecuente en las mujeres de mi familia. Con todo, algo tendría que ver su
natural niñero, que los pequeños tan bien captábamos. No trataba de abrumarnos
con cursiladas y carantoñas, sino de compartir un mundo de sorpresa, fantasía y
pequeños obsequios. Aquella armonía casi milagrosa de camaradería y respeto
había resultado acertada, desde los ya lejanos tiempos en que Julia llevó a
cristianar a mi madre. Primos de todas las edades tenían su lugar en el corazón
de Madrina, como ella en el suyo, pero
yo quiero creer, para mi orgullo y mi dolor, que fui su ojito derecho, la niña
que pondría fin a su madrinazgo sobre la tierra. Y me duele porque, como casi
siempre, el reconocimiento y la efusión del cariño llegan, por mi parte,
demasiado tarde.
***
Corría la tarde del 14 de diciembre de 1911.
Recuerdo que era jueves y que, por algún motivo, nos habían dado vacación en el
colegio. Como era de monjas teresianas, cabe la posibilidad de que celebrásemos
a San Juan de la Cruz. Yo tendría siete u ocho años -bien podría precisarlo, pero no me apetece
ahora hacer la resta-. El hecho es que, pese a lo desapacible del día, Madrina sentenció de modo inapelable:
-
Elvira,
prepara a la niña, que me la voy a llevar de paseo.
La preparación,
aparte la indumentaria, consistió en coger mi muñeca favorita –si es que tenía
entonces más de una- y dejar que la tata echara al bolso de mi abrigo un par de
galletas caseras de miel y ajonjolí. Mi madre inquirió:
-
¿Qué,
vais a la Alameda?
Tía abuela Julia
rezongó:
-
No
sé; no lo he pensado.
Para no haberlo
pensado, Madrina me llevó de la mano
con decisión y rapidez inusitadas. Algo debió decir para despertar mi interés,
pero yo solo recuerdo ahora que el camino se me hizo larguísimo. Al fin, accedimos
a un parque que no había visitado nunca. La cortedad del día invernal y la
propia confusión de Julia dio lugar a que cayera la tarde, y con ella la
neblina del río, antes de llegar al lugar buscado. Incluso hubo de preguntar a
un guarda por el monumento al Poeta y
aquel, muy atento, nos acompañó un buen trecho.
La pequeña
glorieta parecía un fantástico decorado de mazapán y algodón, dormido entre los
brazos de un árbol gigantesco, cuyo follaje se fuera perdiendo entre las bambalinas.
Tía Julia me invitó a jugar sin alejarme, mientras se acercaba al monumento y
lo contemplaba. Accedí mientras me duraron las galletas y la seguridad de mi
muñeca. Luego, la oscuridad, que iba adueñándose del espacio, también se
apoderó de mi alma. Corrí hasta tomar la mano de Madrina, que apenas paró mientes en mi presencia. Entonces lo vi y
dejé escapar un grito. Una figura oscura, retorcida y yacente, tenía un puñal
clavado en el dorso.
Julia me atrajo
hacía sí y me rodeó con sus brazos. Besó repetidamente mis mejillas y pronunció
unas palabras que quedaron grabadas para siempre en mi memoria:
-
Querida
Adelaida, todo esto es fantasía, como en los cuentos. De todos modos, hasta que
seas mayor, cuando pases cerca de aquí, conténtate con mirar el árbol. Es lo
más noble de todo…; lo más noble y lo único sincero.
En efecto, la
impresión había sido tan aguda, como para obedecer a Madrina sin rechistar. Tardé mucho en volver por aquella glorieta y
mirar al Poeta a los ojos. Y, cuando lo hice, sentí un hondo estremecimiento,
pero no por él, ni por mí, sino por Julia.
2. El monumento funerario
Tía Julia nos dejó en el año trece. Mamá siempre sostuvo que lo que
acabó con ella fue el ver pasar el coche fúnebre con los restos de él bajo
su balcón. Yo pensé entonces, y sigo opinando lo mismo ahora, que Madrina había
concluido su ciclo, que sus ochenta años y la rutinaria espera habían colmado
el vaso de la amargura y el hastío. Se echaron las persianas de su habitación y
la casa se llenó de susurros. No me dejaron entrar a verla, sino cuando ya
estaba de cuerpo presente, encuadrada por los cirios y rodeada del aroma dulzón
de las flores y los rosarios. Aferrada a la mano de mi madre, bajé la cabeza ante
el cadáver y cerré los ojos. A la salida, desde la puerta, osé mirar de soslayo
hacia el lecho realzado y comprendí sin esfuerzo que aquel rostro afilado y
lívido, que aquellas manos descarnadas, no eran sino el colofón a tantos
momentos vividos juntas que, lejos de extinguirse, podría recuperar si lo
deseaba con suficiente fuerza. Fue entonces cuando empecé a firmar todas mis
pertenencias con mi nombre completo, Adelaida Julia, proclamando nuestra continuidad
de recuerdos y experiencias.
He de reconocer que, por unas u otras causas, no visité el panteón que
alberga los restos del Poeta, hasta que falleció, tan joven aún, su autor, el
escultor Muñoz. Los diarios encarecieron la buena factura y el acierto del
monumento funerario y allá que me fui, reticente y curiosa. Habían pasado
veinte años de la dedicación, pero mi madre aún conservaba de aquel momento un
folleto conmemorativo que, entre otras lindezas, proclamaba:
El Ángel de los Recuerdos es todo un poema romántico en la
encarnación, la síntesis de los versos del poeta, de sus sueños de adolescente,
de sus aspiraciones juveniles, de sus deseos, de sus tristezas, de sus
desalientos y amarguras; de sus desengaños, que parece llorar sin que las
lágrimas asomen a los ojos; llanto que el corazón devora en silencio al ver por
tierra aquellos ídolos de un día trocados en vil escoria.
No pude menos de pensar que –al menos en vida- bien necesitó el Poeta de
un ángel de la guarda con buena memoria, para tener presentes y distintas a las
muchas mujeres que dijo amar, de entre las cuales, aunque solo fuera por
razones estadísticas, alguna tendría que fallarle, por desprecio o a traición. Y,
mientras subía las escaleras de la cripta, se me apareció entre las sombras la
imagen del Amor herido, como aquella tarde invernal, pero con el perfil afilado
y marfileño de mi Madrina.
***
Ha pasado tanto tiempo desde entonces, que ahora soy yo quien se ha
convertido, a todos los efectos, en la madrina
de esta generación. Mi nieta Elisa se doctoraba en Bellas Artes y tuvo la
gentileza de invitarme al acto. Concluido este, se me ocurrió aprovechar la
oportunidad y descender hasta el panteón de antaño. Un bedel, compadecido de mi
ancianidad, tuvo la gentileza de acompañarme e iluminar el recinto. Por romper
el silencio, le comenté:
-
Hacía cincuenta años que no venía por aquí. Ahora
está mucho más cuidado y limpio.
El empleado rezongó:
-
No crea, que desde que se ha puesto de moda lo de
los papelitos…
Avanzamos hasta la tumba del poeta y quedé atónita. No solo las cardinas
del pedestal angélico, sino el frontis berroqueño que circundaba la figura,
aparecían tachonados de lamentaciones, súplicas y suspirillos, garrapateados, pegados o colgados, cual si de un santo
laico se tratara. Exageré mis exclamaciones de asombro, para congraciarme con
el atribulado guardián del recinto, quien se encogió de hombros y sentenció:
-
Es que lo llaman el poeta del amor, ¿sabe usted?
-
Sobre todo, del amor imposible, repliqué. Dicen que
era su especialidad.
Lo dije de la forma más desdeñosa que pude. Hoy me lo pensaría dos veces
antes de pontificar sobre el tema. ¿Quién puede definir, juzgar o despreciar la
imposibilidad del amor? Desde luego, no lo haré yo, aunque solo sea en memoria
de Julia Cabrera, mi Madrina.
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