El obispo y el
gobernador
Por Federico Bello Landrove
Este es
un relato basado estrictamente en hechos reales. Los protagonistas figuran bajo
nombres supuestos, como también algunos lugares, mas no tendrán ninguna
dificultad para identificarlos, si es que tienen la curiosidad de ello. El
episodio central, producido en los inicios de nuestra Guerra Civil, pone bien
de manifiesto que la estupidez y el encanallamiento no conocieron de bandos y,
en ocasiones, se dieron la mano en el espacio y en el tiempo.
1. El mecanógrafo del Obispo
Había llegado julio, pero don Frutos no daba señales de empezar las
vacaciones. Es más que probable que intuyese la que se avecinaba, pero yo ya
estaba ansioso por escapar al país de la neblina, para reunirme con mis padres.
Y eso que no era nada grato el ambiente que habían dejado las terribles
jornadas de la Revolución de octubre del 34[1]. De
hecho, aunque yo fuera tan de Ujo como la iglesia de Santolaya, el año treinta
y cinco me había sentido allí muy incómodo: me recluí en casa todo lo posible
y, de tener que salir, prescindía de la sotana, aun sin licencias. Total, el Caudal quedaba muy lejos del río
Chico y yo estaba sometido a la disciplina del señor obispo de Murada, no del
ovetense.
La verdad es que la nostalgia del terruño
nada tenía que ver con la ociosidad. Don Frutos, mi obispo, era un hombre
infatigable. Con una salud excelente y una edad todavía dentro de la
cuarentena, prestaba una atención especial a las tareas de despacho, que
llevaba o dirigía férreamente. Ello daba lugar a que tuviera varios secretarios
particulares para tales menesteres. Uno de ellos era yo.
No me daré postín por tal destino. Años
atrás, cuando mi Monseñor era el alma del seminario, había llegado yo a él,
como acreditado profesor de Ciencias Naturales. Ambos éramos entonces muy
jóvenes, de parecida edad y con formación en la Gregoriana (mucho más completa
y provechosa la suya, por supuesto). Con todo, lo que más le llamó la atención
fue mi dominio de la mecanografía. Por lo que me dijo, él era en tales tareas un negado absoluto. Admiraba mis pulcros
catálogos de especímenes y mis apretadas fichas para las clases. Ponderaba:
-
¡Y los latines, con letra cursiva! Admirable.
Yo reía y aprovechaba su presencia para poner
mi Underwood a toda velocidad. Don
Frutos se colocaba tras de mí y acechaba la menor errata, la primera omisión de
acento. Yo era muy pulcro, por lo que su satisfacción maliciosilla tardaba en
llegar. Al fin:
-
Profesor, ha escrito usted cotilefón.
-
¡Qué se le va a hacer! Tiraremos de goma.
Él escribía con letra menuda y fina,
razonablemente legible, con notable rapidez, pero malamente podría competir con
una máquina en manos de un casi profesional. El colmo de mi superioridad se
alcanzaba cuando metía papel de calco y sacaba tres o cuatro copias, a base de
aporrear el teclado hasta extremos dolorosos. Le sugerí que hiciera él lo
propio, con una o dos, sujetando las hojas con clips. Resultó inútil, por su
tendencia a deslizar la pluma rozando muy levemente el papel.
Luego, yo seguí tecleando y desasnando cazurros –como decía mi
hermana Telva-, mientras don Frutos ampliaba sus horizontes: canónigo; director
diocesano de Acción Católica; consultor espiritual o capellán de diversos
colegios y cofradías… El hecho es que, sin moverse de nuestra ciudad, fue
preconizado obispo de Murada, con general beneplácito. Y entonces:
-
Braulio, hijo, ¿podrías ayudar en mi secretaría? No
tengo, ni por asomo, un mecanógrafo tan diestro como tú. Además, eres discreto
y conoces el italiano y el francés.
-
Pero, monseñor, mis clases del Seminario…
-
No será a tiempo completo. Y don Acisclo te liberará
de las lecciones y estudios de la tarde.
De modo que aquí me tienen ustedes, en el
viejo e inmenso palacio episcopal, sujeto a una disciplina burocrática que me
aherroja en vacaciones y me obliga a reemplazar La Creación[2] por el Boletín diocesano y la correspondencia
con los arciprestes. Sin embargo, algunos hermanos
me envidian la cercanía al prelado y las posibilidades –escasas- que mi
destino brinda de estar bien informado. Como no soy ambicioso ni tampoco estoy
pasando una buena temporada de fe, digamos que no aprovecho tales ventajas y
aspiro, como el Santo[3], a no
hacer mudanza en tiempos de tribulación.
Ahora bien, una cosa es no hacer mudanzas
y otra muy diferente, no disfrutar con las novedades que inexorablemente se
producen. Como la llegada de un nuevo gobernador civil, por ejemplo. Y eso es
lo que acaeció, en esta Murada de mis pecados, el día 5 de julio de 1936, precisamente
cuando el señor obispo se disponía a partir para Villafranca, a dar unos Ejercicios espirituales, invitado por el
Ordinario de esa diócesis, predecesor de don Frutos en la de aquí. Además, en
lo que a mí respecta, el nuevo Poncio
era una persona muy especial. Ustedes me perdonarán si, para explicarlo,
retrocedo casi treinta años. Les prometo que no me demoraré demasiado en el
viaje. Remontémonos, pues.
***
Tal vez hayan oído hablar de la Huelgona, un paro general de las minas
y fábricas de Mieres, allá por la primavera de 1906[4], que
duró más de dos meses y que acabó con el fracaso de las pretensiones de los
trabajadores y el despido y la represión de cientos de ellos. Yo era entonces
un chiquillo, que aún no había empezado el seminario, ni mi familia tenía
mayores implicaciones con un conflicto que afectaba a la Fábrica de los Guilhou, no al imperio del Marqués de Comillas, al que Ujo pertenecía.
Tenían mis padres, para ayudarse en la
manutención de la familia, un pequeño negocio de cantina y fonda, a la vera de
la estación, escaso en bebidas alcohólicas y presidido por una estampa del
Sagrado Corazón, como convenía a las pías creencias del citado prócer y a las
santas sugestiones de su sindicato. Por
allí apareció, asendereado y ligero de equipaje, un señor, algo mayor a mi
parecer, pero que ahora colijo apenas rebasaba la treintena. Espigado, vestido
con un traje de paño basto, con gafas, gruesa nariz y belfo pronunciado. Su
cabello, peinado hacia atrás con conspicua raya en medio, dejaba a la vista un
soberbio par de orejas, perfectamente comparables con las de mi condiscípulo
Ezequiel Solanes, alias Soplillo.
Vamos que, aunque la global fisonomía no era desagradable, su rostro tenía poco
de agraciado.
Oteaba yo todo esto, a la caída de la
tarde, desde el barandal del piso alto, mientras el caballero pactaba con mi
madre las condiciones del hospedaje. No solo no puso inconveniente alguno al
precio, sino que pareció sentirse aliviado de la acogida. Según contó mi madre
en la cena, el señor –que se registró como Rafael Dijes- era un periodista de
Madrid, que andaba husmeando por las
cuencas, y por ende, no había sido bien recibido por los hosteleros mierenses[5].
No paró muchos días el huésped en nuestra
casa, pero fueron los suficientes para que charlara conmigo en algunas
ocasiones, de manera que me hizo sentir importante. Recuerdo especialmente la
vez en que me descubrió resolviendo problemas de matemáticas bajo el mostrador
de la cantina. Comprobó la corrección de las soluciones, sonrió y comentó con
mi padre:
-
Parece listo el chico y es capaz de concentrarse
incluso en este ambiente. ¿Qué quiere ser de mayor?
Mi padre se encogió de hombros, pero yo
respondí muy seguro:
-
Yo quiero ser picador[6], pero
mi madre dice que cura.
-
¿Cura? ¿Irás al seminario de Oviedo?
Intervino mi padre, un poco molesto por la
intromisión del forastero:
-
Es que va al colegio de los Hermanos[7] y
ellos dicen que tiene buena cabeza.
-
Desde luego, mejor que la mina ya será, concluyó su
interlocutor, de forma probablemente irónica.
Días después, nuestro huésped se despidió
–quizás, a instancias de mis padres-. Me buscó a la salida de la escuela y puso
en mis manos una espléndida peseta.
-
Para una cartera nueva –destinó-. En el seminario te
será muy necesaria.
2. El inquilino del palacio de
Revenga
Lo habíamos comentado más de una vez en el
obispado: Aquel gobernador, hechura de Azaña –según decían- era lo menos
parecido a un político que habíamos tenido por Murada. Claro que esa crítica
podía tener su lado positivo, si bien se mira. El caso es que era un hombre muy
viajado, poeta vanguardista, colaborador en revistas y periódicos y hasta
biógrafo de Luis Candelas. Había llegado a la ciudad con el viento del Frente
Popular y, cuatro meses después, la tramontana se lo llevaba para Baleares.
Personalmente, a mí me daba lo mismo, siempre que el poncio [8] que lo sucediera
no fuese demasiado sectario en materia de religión –el trasladado, señor
Cortina, no lo había sido-. Al decir de don Matías, verdadero Secretario del
señor obispo, había pasado sin pena ni
gloria. Otro vendrá que bueno me
hará, repliqué yo.
El que vino después constituía,
parafraseando la famosa sentencia, la continuación de la incapacidad por otros
medios. Por cierto, la similitud era chocante pues el recién venido, bastante
mayor que el anterior, era también periodista y escritor destacado, amigo de
Azaña –por descontado- y, curiosamente, había empezado su carrera como
gobernador… en Baleares. Claro que, en su caso, había ido de más a menos:
Baleares, Santander, Lugo y, ahora, Murada. Se ve que había alcanzado a la
primera el límite de su –lógica- incompetencia.
El Diario
de Murada publicó la noticia sin
aparato gráfico, pese a lo cual no tuve duda sobre la identidad del gobernador,
pues mantenía muy vivo su recuerdo de mi infancia. Habría sido insólito –por no
decir contraindicado- que un sacerdote asistiese a la toma de posesión de un
político de Izquierda Republicana. Mas, como quiera que le guardara afecto
desde Ujo, hice por coincidir con don Frutos y le comenté, como quien no quiere
la cosa:
-
Otro periodista y literato. Dicen de él que es
bastante moderado; vamos, que le han hecho gobernador por ser amigo de don Manuel,
para que saque adelante holgadamente a su numerosa familia.
-
Lo de moderado
lo dirás tú. Menuda novelita anticlerical despachó en mis años mozos.
Sin duda se refería a El coadjutor, que se publicó poco antes del reportaje sobre la Huelgona, aunque yo la leí mucho
después. En cualquier caso, de la respuesta del obispo deduje que, en principio,
no íbamos a coincidir en el juicio acerca del señor Dijes.
Como creo haber dicho antes, Don Frutos
marchó a los pocos días para Villafranca, a dar unos Ejercicios espirituales,
dejándonos a todos trabajo encargado. Que Dios me perdone pero, como en la
fábula de los ratones cuando falta de casa el gato, lo primero que resolví fue
saludar al señor gobernador. Estuve dudando si ir en persona –y de seglar- o
pedir audiencia por teléfono. Finalmente, decidí esto último, pero desde el
Seminario, en la discreción de cuyos telefonistas confiaba más que en la de sus
colegas del Obispado. Al otro lado de la línea, se puso alguien de la
secretaría de Dijes:
-
… Dígale que soy un viejo amigo ujense…¡ujense!, que
tengo que verlo para devolverle una peseta.
Le faltó tiempo al bueno de don Rafael
para ponerse al teléfono y, una vez aclarado que yo también estaba en Murada,
quedar para tomar café, que pagarás tú
con la peseta de marras.
***
La
verdad es que el café no lo tomamos en público, sino en sus habitaciones del Gobierno
Civil, que como caserón destemplado e inhóspito, no le iba a la zaga al palacio
episcopal. Nos sirvió una criada. Don Rafael me explicó:
-
Estoy casado y tengo tres mozalbetes y una chiquilla,
aquí donde me ves, con los sesenta y tres cumplidos. Pero, ¿y tú? Por lo que me
dices, el meapilas del Marqués de Comillas
se salió con la suya.
-
No crea, que su trabajo le costó. Mucho pensé y
vacilé, tras leer su Coadjutor.
Dijes se echó a reír:
-
Pero si es una obrita de juventud, hombre. Lo
verdaderamente bueno mío son los reportajes periodísticos. ¿No has leído el que
publiqué sobre la Huelgona?
-
A duras penas, don Rafael. Ya sabrá que todos los
ejemplares que llegaron a Asturias los compró Fábrica de Mieres, para retirarlos de la circulación y que no se
supieran ciertas cosas…
-
Ya decía yo que había tenido un gran éxito de
ventas, repuso mi interlocutor, haciéndose de nuevas y riendo incontenible.
Lo miré de hito en hito. Sus pronunciados
rasgos faciales apenas se habían dulcificado con los años, pero el cabello,
entrecano, dejaba al descubierto la mitad frontal del cráneo y su magra silueta
había recrecido un tanto. Elegante sin afectación, su indumentaria y gafas le
daban una imagen de profesor, más que de hombre de acción. Se lo dije y sonrió:
-
Azaña es bastante más duro que tú: dice que tengo
pinta de encargado de Tejidos La Esfera o de Almacenes El Águila. Claro que me
aprecia y me respeta, hasta el punto de querer hacer de mí un burócrata
distinguido. Ya ves, estoy en el machito desde
febrero del treinta y tres, con un par de meses de descanso. Baleares,
Santander, Lugo, Murada. A juzgar por los destinos, y con pleno respeto a esta
tierra, creo que voy a menos[9]. No es
nada extraño, pues me siento viejo.
-
La edad no perdona, es cierto, pero también lo es
que las cosas de la política se están poniendo cada vez más difíciles.
-
Y que lo digas, Braulio, y que lo digas.
Y, acercando su butacón a mi sofá, con voz
queda, me contó algunas anécdotas, que yo celaré por respeto a su memoria. En
Santander, sobre todo, el pobre señor las había pasado de a quilo, sin poder
meter en cintura en modo alguno a tirios ni a troyanos. Bueno, algún modo sí
habría tenido, pero el respeto de las leyes, y lo incierto y pusilánime de las
órdenes que recibía, le habían vedado toda eficacia, o así lo entendía él.
Agregó:
-
Han sido tan solo tres meses y pico, pero
agotadores. Estaba decidido a tirar la toalla, pero don Manuel no abandona a
los suyos –bromeó-. Me prometió un destino más sencillito y mandóme a Lugo
pero, apenas habíamos deshecho el equipaje, cuando nos ha lanzado a esta
altísima ciudad, cuna de caballeros y de santos. Cortina, mi buen amigo y
colega de pluma, ha salido de aquí harto de bostezar y supongo que yo acabaré
por hacer otro tanto, si es que la situación general no nos da una desagradable
sorpresa.
El tema me resultaba vidrioso; así que
trasladé la conversación a las familias respectivas:
-
Los suyos, ¿se quedarán en Madrid o piensan
instalarse en este caserón?
-
No sabes como es mi Consuelo, firme y sólida, de las
de donde tú vayas, iré yo. En cuanto
a los chicos, no es mal sitio este para pasar el verano, fresquito y con la
sierra cerca. Así que los tendré aquí en unos días. ¿Y tus padres, viven aún?
-
Están buenos, a Dios gracias y, al saber que haría
por verle, me han dado recuerdos para usted –mentira piadosa-.
-
Se los devuelves. Por cierto, aunque no debiera
preguntártelo, ¿qué tal es el ilustrísimo señor obispo?
-
Un hombre santo y muy ponderado. Con todo, tiene sus
limitaciones, como la de no caerle muy bien mi visita de hoy, si llegara a
enterarse.
-
Descuida, nada sabrá por mí, aunque no sé si
olfateará el olor a azufre azañista.
-
Está en Villafranca, dando unas conferencias. Antes
de que regrese, daré mi ropa a lavar.
Ambos rompimos a reír y nos despedimos con
un vigoroso apretón de manos. De haberse mostrado él más efusivo, tal vez lo habría abrazado…, a pesar del
azufre.
3. La
feroz siega de aquel año
No es mi intención, al redactar estas
páginas, la de narrar la forma en que Murada vivió la tragedia del verano del
36, entre otras cosas, porque mi visión de la misma habría de ser
necesariamente sesgada y fragmentaria. Quiso Dios traer con nosotros de vuelta
a don Frutos, quien osadamente retornó desde Villafranca, tan pronto se enteró
de que el Alzamiento fructificaba en Castilla. En nuestra provincia, la
división fue, en principio, notoria. Doce arciprestazgos de la diócesis
quedaron en territorio nacional, en tanto otros seis habrían de
permanecer, por poco tiempo, en poder de los partidarios de la República. Sería
lo suficiente para que veintiocho sacerdotes y religiosos fueran martirizados,
entre ellos, un hermano mayor de don Frutos, párroco de una importante villa en
el sur de la provincia. Plugo a la Divina Providencia que nuestro obispo, en
vez de tomar vacaciones, hubiese ido a predicar, pues la población de Navazo de
Pinares, lugar favorito para el reposo veraniego de los prelados de Murada,
permaneció durante varios meses sin ser liberado. No creo sea una vana
presunción la de que, de caer en manos de las milicias libertarias,
habría seguido el sino mortal de tantos otros hermanos suyos en el episcopado[10].
Pero no adelantemos acontecimientos, ni
nos demos a la digresión. Es lo cierto que, tan pronto regresó a Palacio, don
Frutos dio absoluta prioridad a la protección de sus sacerdotes e iglesias, así
como al socorro de los detenidos y desplazados. A tal fin, repartió tareas y
destinos concretos a todos los integrantes de su secretaría. Yo hube de fungir
de protector del Seminario, a la sazón casi abandonado por vacaciones, y
visitador de los colegios y residencias docentes de diversas Órdenes,
repartidas por toda la ciudad. No era tarea cómoda, aunque felizmente el orden
y la tranquilidad reinaran en Murada, bajos sus nuevos gobernantes.
En ello estaba cuando el día 24 de julio,
al concluir el almuerzo de mediodía, me avisaron de una visita, que me esperaba
a la puerta del seminario. Por su nombre, Alfredo Dijes, supuse se tratara de
un pariente del gobernador, probablemente hijo suyo. Estaba en lo cierto. Un
mozo, como de dieciséis años, me saludó con esta presentación:
-
Soy el hijo mayor de don Rafael, el exgobernador, y
vengo a verlo de parte de mi padre, para decirle que está detenido en casa y
que le agradecería cuanto pudiera hacer por su familia y por él mismo.
El pobre chico, ante la falta de libertad
de su padre y el riesgo para las mujeres, era –según me dijo- quien iba de la
ceca a la meca, tratando de que conocidos y autoridades ampararan su causa.
Supongo que, en un principio, se habría tratado, además, de recibir noticias y
contactar con sus correligionarios pero ya, a estas alturas, Murada y su
entorno estaban totalmente en manos de los alzados.
Le pregunté sobre el estado de su familia
y, llegándome a la cocina, hice un pequeño paquete con fruta y carne. Lo
despedí con ello y con una promesa:
-
Di a tu padre que hablaré con el señor obispo y, si
me es posible, iré a verlo, ya que le tienen cortado el teléfono.
Entre el sosiego de la ciudad y el temor
de desagradar a don Frutos, demoré cualquier gestión durante dos o tres días.
Hube, al fin, de decidirme pues, de ida y vuelta al frente del Alto del Aguilón,
tropas y voluntarios pasaban por Murada y cada vez se tensaba más el ambiente.
Algunos oficiales y falangistas de relieve morían en los combates y empezaba a
respirarse aire de venganza. Por si fuera poco, se hablaba y no se acababa de
matanzas por los milicianos. Y, entre
tanto, Dijes seguía detenido en el palacio de Revenga, en la curiosa situación
de ocupar la vivienda oficial, mientras otros ejercían el cargo. El caso es
que, cuando me decidí a abordar a don Frutos, fue en el peor momento. O eso me
figuré yo.
Estaba sentado en su despacho, rodeado de
sacerdotes que le daban el pésame por el fallecimiento de su hermano párroco,
asesinado en una carretera no lejos de su sede. El prelado parecía abatido,
pero no abrumado. Al verme, aprovechó para cortar la retahíla de condolencias,
se levantó y dijo:
-
Braulio, hijo, ¿qué noticias me traes? Pero espera:
Vamos antes a rezar unos momentos en la capilla.
La verdad es que don Frutos era un hombre
de fe.
A la salida, se libró de los demás orantes,
me tomó del brazo y nos apartamos por una de las crujías del patio. Le di las
novedades propias de las instituciones a mi cuidado y, poco a poco, lo llevé a
mis inquietudes:
-
Entre la dureza de los combates y la crueldad de
esos verdugos, mucho me temo que acabe por contagiarse esta ciudad y la parte
de la provincia controlada por los militares. Tengo miedo por algunas personas
significadas, que no tienen otra falta que la de ser de izquierdas.
Don Frutos trató de tranquilizarme. Los
mandos que lo visitaban o con los que estaba en contacto le aseguraban
normalidad y protección.
-
Pero esos energúmenos que vienen de Castellar…
–repliqué-. Creo que en su provincia están campando por sus respetos y se
rumorea que ha habido fusilamientos.
-
Rumores, rumores… Procuremos que aquí no se
conviertan en noticias. ¿Estás preocupado, en particular, por alguien?
-
Pues ya que Su Ilustrísima me pide una opinión
personal, me preocupa el antiguo gobernador. Es hombre de bien, poco político y
algo conocido de mi familia. Si pudiera levantarse su detención o canjearle por
alguien importante de derechas…
-
Vete a verlo de mi parte, sin muchas alharacas, e
infórmate de su estado y el de su familia. Por mi parte, intentaré algunas
gestiones.
Lo dicho: el obispo, en cualquier estado y
situación, era una excelente persona.
***
Con las debidas licencias y el pretexto –no
del todo inexacto- de dar a la familia Dijes consuelo espiritual, pude constituirme en su
forzada residencia, en la tarde del 28. En apenas dos días, la situación en la
ciudad había empezado a volverse ominosa, con detenciones masivas y grupos
armados de paisanos, que desfilaban agresivos. Don Rafael y su familia se
habían visto reducidos a unas pocas habitaciones de la descomunal vivienda
oficial. En un pequeño estudio-despacho, él y yo mantuvimos una breve
conversación, procurando no ser escuchados del resto de la familia. El
ex gobernador tenía un aspecto muy cansado y parecía haber envejecido varios
años en unos días. Me sorprendió mayormente la cita de un nombre por su parte:
-
El general Franco… Si pudiera ponerme en contacto
con él… Coincidimos en Baleares durante un año y tuvimos buena relación;
hicimos cosas juntos, la lucha contra el contrabando, las medidas de Azaña para
defender las islas de las apetencias de Mussolini y cosas así.
-
Hombre, Franco sería una recomendación muy notable,
pero debe de andar por Marruecos o quién sabe dónde. ¿Alguna otra influencia más
cercana que mover?
Aquí, don Rafael me citó dos o tres nombres,
que no juzgo prudente expresar, ya que sí se les tocó y no hicieron nada, o
su esfuerzo resultó baldío. Añadió:
-
¿Y el señor obispo no querría hacer…?
-
Todo lo humanamente posible, pero bastante tiene el
pobre con sus sacerdotes.
Le conté lo del hermano de su ilustrísima
y tantos otros pastores asesinados. Bajó la cabeza, o triste, o abochornado:
-
Si las cosas se ponen así, nadie estará seguro. Y
además, la muerte de ese abogado, jefe de Falange de Castellar[11]…
-
En fin, don Rafael, si no tiene más que encomendarme...
-
Mi familia, Braulio. Al fin y al cabo, yo soy casi
un viejo y tengo lo que me he buscado[12].
Procure echar una mano a Consuelo y a mis hijos.
-
De eso, puede estar seguro. Afortunadamente, no
tienen aún edad de ir al frente. Y trasladaré esta petición suya especial al
señor obispo.
A la salida, se hizo la encontradiza doña
Consuelo:
-
Muchas gracias por las provisiones de hace unos
días. Afortunadamente, no nos han requisado el dinero que hay en casa.
-
Si tienen alguna dificultad para ir a comprar, avísenme
por alguno de los muchachos.
Salí al bochorno de la calle. Volví la
vista atrás y, en el balcón principal del palacio, me pareció ver al comandante
que había sucedido a Dijes. Me sentí como niño pillado en falta, humillé la
cabeza y me pregunté si habría sido buena idea la de haber acudido con sotana a
tratar de redimir al cautivo.
***
Los días sucesivos pasaron entre brillantes acciones de guerra –según el Diario de Murada- y menos esplendorosas
operaciones de retaguardia, pese a que el dominio de la ciudad por los alzados
estaba plenamente consolidado. Bastante tenía yo con cumplir las órdenes de don
Frutos y sufrir con las tristes nuevas del sur provincial. Pero tenía también
otros motivos para ponerme las orejeras
y pasar corriendo y de puntillas por las calles, camino de mis destinos
eclesiales. Mi amigo, Jesús Arribas, lo ha resumido acertadamente así:
La
llegada de las escuadras falangistas de Castellar marca un punto de inflexión
en el estilo de vida de la ciudad (Murada), que había aceptado la sublevación sin que hubiera derramamiento de
sangre. Comienzan las “operaciones de limpieza”, se producen los primeros
fusilamientos en el patio de la cárcel, se cambian los rótulos de las calles y
se encienden las hogueras de siempre para quemar libros y cualquier impreso que
se pueda relacionar con la izquierda[13].
El 4 de agosto, martes, el hijo mediano de
don Rafael, logra encontrarme en plena plaza de San Pedro y, casi sin aliento,
me espeta:
-
Han llevado a mi padre a la cárcel, de orden de la
Autoridad militar.
Durante unos momentos, no supe qué hacer
ni decir. En el mejor de los casos, aquello era un empeoramiento de la
situación, si no el preámbulo de algo mucho más trágico. Al cabo, despedí al
muchacho –viva imagen de su padre cuando joven- y me dirigí incontinente al
palacio episcopal. Don Frutos estaba reunido y era imposible, por el momento,
interrumpirlo. Rellené una octavilla con la noticia e hice que se la pasaran,
mientras me ausentaba para visitar la residencia de las teresianas de Poveda.
Después, me dirigí al Seminario para comer. Allí me llamó don Matías, para
confirmar que, en efecto, Dijes estaba en la Prisión provincial, por orden del
Comandante Militar, pero que no había
nada que temer. La frase, por oposición a lo afirmado por el Comandante, a
mí me escamó mucho, pero la verdad es que no pensé en un desenlace tan rápido.
¡Cuántas veces don Frutos y yo lamentamos nuestro error de cálculo!
El resto, con muchas lagunas intermedias,
es tristemente conocido. Vuelvo a dejar al señor Arribas el uso de la palabra:
En
la madrugada del día 5 (de agosto) el
cadáver de Dijes aparecía con un tiro en la cabeza cerca del cementerio de la
ciudad. Era el comienzo de la oleada de violencia y venganza que ensangrentó Murada durante todo aquel verano.
Me armé de valor y fui a reclamar de don
Frutos una réplica condigna a la gravedad del crimen cometido y, conjuntamente,
al engaño vergonzoso del Comandante Militar. Era demasiado pedir. El prelado,
por toda respuesta, me ordenó:
-
Es la hora de la caridad, no todavía de la justicia.
Ve al cementerio: que pongan una cruz sobre su tumba y le rezas un responso.
Luego acude al palacio de Revenga, o dondequiera que esté la familia de don
Rafael, y tráelos a mi presencia. Diles que mi palacio es desde ahora su casa,
hasta que encuentren un acomodo mejor.
4. Consideraciones finales
Los papeles de don Braulio Friera terminan
aquí. Ignoro los motivos por los que estableció tan abrupto final, máxime
conociendo –como yo lo sé- que sus problemas de fe concluyeron emigrando a
Francia y colgando los hábitos, algunos años después. Yo, por mi cuenta y
riesgo, he decidido agregarles unas apostillas, con la ayuda de don Jesús
Arribas, al que agradezco vivamente la cooperación. Helas aquí:
- Doña Consuelo, esposa del señor Dijes, y su
hija Pura fueron acogidas por don Frutos, permaneciendo bajo su protección
hasta la conclusión de nuestra Guerra Civil. Los tres hijos varones fueron
internados en el colegio de San Antonio de Murada, donde el trato les fue,
con toda probabilidad, bastante menos humano y protector que el dispensado
a su madre y su hermana.
- Dicen que, cuando Franco se enteró del
asesinato del exgobernador de Murada, lamentó no haberlo sabido a tiempo
de impedirlo. En cualquier caso, al concluir la Guerra, dio instrucciones
para que a la familia Dijes se les facilitara una vivienda en Vallecas, en
condiciones que lamento no haber podido investigar[14].
- La saca del
señor Dijes de la cárcel, camino del paredón, tuvo el siguiente soporte
documental: Es entregado este sujeto
al Teniente de Seguridad para conducción a esta Comandancia Militar, en
virtud de orden de dicha Comandancia, que se une. Y, a continuación: Es puesto en libertad el individuo a
quien este expediente se refiere en virtud de orden que se une.- Se acusa
recibo. Todo ello, con fecha 4 de agosto de 1936.
- En la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre
de 1936, fue asesinada en una cuneta (kilómetro 6) de la carretera
Madrid-Toledo, la Hija de la Caridad, sor Modesta M., hermana menor del
obispo de Murada. La ejecución corrió a cargo de milicianos del Ateneo
Libertario de Vallecas. Sor Modesta y una hermana que la acompañaba,
fueron sorprendidas cuando,
desde su pensión madrileña, se desplazaban a la Casa de su Orden, para
celebrar en debida forma la liturgia del día de Todos los Santos.
- El obispo de Murada, don Frutos Moral, tras
ciertos rasgos de independencia y magnanimidad malquistos por el Gobierno,
continuó rigiendo la misma modesta diócesis, hasta su jubilación en 1968.
Dicho sea ello, en favor de los méritos y virtudes del susodicho prelado,
fallecido en 1980.
[1] En los sucesos
de Asturias (5/18-X-1934) fueron asesinados 33 religiosos: 3 canónigos, 7
párrocos, 17 clérigos regulares y 6 seminaristas. El total de civiles muertos fue, como mínimo, de 855
y de 1.449 el de heridos (Sección de Estadística de la Dirección General de
Seguridad, documento de 3-1-1935).
[2] Supongo que don Braulio aludiría aquí a la
siguiente gran obra: Dr. A.E. Brehm, Historia
Natural. La Creación, edición española de Montaner y Simón, Barcelona, 1893
y sucesivas. La obra comprende 9 tomos en 8 volúmenes.
[3] San
Ignacio de Loyola.
[4] En realidad, la huelga comenzó en el mes de
febrero. Disculpemos este lapso de nuestro narrador, que parece escribir de
memoria, muchos años después de los sucesos de 1906.
[5] En
realidad, Ujo forma parte del concejo mierense, de cuya capital dista unos
cinco kilómetros, lejanía suficiente para sentirse distintos, por no hablar de
las históricas diferencias patronales y de empresa, entre Fábrica de Mieres y Hullera Española, que se deducen de la
narración.
[6]
De carbón en las minas, por supuesto: de
tauromaquia, nada de nada.
[7] La afinidad religiosa del Marqués de Comillas
dio lugar –según refieren- a que se instalaran en sus posesiones asturianas los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, para encargarse de la enseñanza de los
hijos de los mineros.
[8] La
insistencia de D. Braulio en esta palabra me impulsa a definir su significado,
dado que no figura en el diccionario de la Real Academia: vulgarmente, sinónimo
de gobernador, por el nombre de Pilato, el famoso Gobernador (recte, Procurador) de Judea, en tiempos
de Jesucristo.
[9] Esta apreciación no parece del todo exacta. Se
dice que Azaña ya tenía pensado el siguiente destino para el señor Dijes: nada
menos que el de embajador de España en Cuba. Quienes hayan dado con la real
identidad de Dijes, podrán intuir el porqué.
[10] En total, doce obispos y un administrador
apostólico en sede vacante.
[11] Muy probable alusión a Onésimo Redondo Ortega
(1905-1936), caído en la tarde del 24
de julio, en Labajos.
[12] Un juicio de sí mismo duro en exceso. Lo
cierto es que un total de 18 gobernadores civiles de la República fueron
asesinados o ejecutados –prácticamente, da igual- por los alzados.
[13] Citas
de elblogdejesusarribas.blogspot.com. No
incluyo el título del artículo concreto, para respetar las reservas de D.
Braulio en cuanto a nombres.
[14] Datos
suministrados al señor Arribas por el hijo segundogénito de Dijes, que alcanzó
notoriedad como actor.
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