Las flores del
camposanto
Por Federico Bello Landrove
Empecé a pensar en este cuento a raíz de la muerte de la cantante
Chavela Vargas, que hizo mundialmente famosa la canción La llorona, la cual alude a las
flores del título. Pero las flores dan mucho de sí y, de la mano de mi admirado
poeta John Keats, este relato ha acabado convirtiéndose en una representación
de la famosa verdad filosófica: las cosas son lo que son, pero también lo que
captamos de ellas con nuestros sentidos y lo que las incorporamos con nuestros sentimientos. En todo caso, ¡va
por ti, Chavela!
1. Se
marchitó la flor
[1]
La noticia pareció llegarle en alas del viento cálido de los últimos
días de mayo:
-
¿No
lo sabes? Ha muerto don Elías.
-
¿Qué
Elías?
-
¿A
cuántos Elías conoces?, ironizó su madre. Pues tu profesor del Instituto. Viene
la esquela en el periódico.
Por fortuna, a sus dieciocho
años no había tenido aún la experiencia de la muerte cercana. Quiero decir, que
se entremetiera en sus hermosos recuerdos y le hiciera clamar por su dolor y su
injusticia. ¡Claro que había muerto su abuela, y el vecino de al lado, y aquel
laureado poeta local cuyos versos declamó un día en clase de Literatura! Pero
don Elías tenía treinta y tantos años y, sobre todo, formaba parte de su vida.
Tendría que acostumbrarse a vivir sin él, a no encontrarlo algunas mañanas,
camino de clase, con ese paso elástico que a ella tanto le costaba seguir, al
caminar juntos en el trayecto común. Cuando hablase de sus profesores
decisivos, tendría que hacerlo de él –el que más- con un que en paz descanse.
Al consultar sus apuntes de aula, tendría la sensación de tener entre las manos
una obra póstuma. En resumen: algo de ella se había ido con aquel óbito.
Se sintió triste y supo que tenía que hacer algo.
No había mucho tiempo, pues el entierro sería aquella misma tarde, acto
seguido del funeral por su eterno descanso, como pautadamente advertía la
esquela. Dejó un par de avisos telefónicos para antiguas condiscípulas, que
también lo habían admirado. A otras tres o cuatro habría de verlas en clase,
pues compartían estudios. A la salida de Latín, las convocó:
-
Ha
muerto Elías, el de Historia del Arte. Esta tarde es el entierro.
Hubo un silencio respetuoso. Luego, quien más, quien menos, se desentendieron
del protocolo funerario, por indiferencia o compromisos previos. Livia estuvo a
punto de soltar alguna fresca, pero se contuvo. Después de todo, hay muy
diversas formas de encajar las malas noticias. Pero el caso es que la
descolocaron:
-
Y
yo que pensaba en comprar a escote una corona o, al menos, un ramo de flores
–pensó-. Hasta tenía en mente la
dedicatoria. ¡Qué desapego tiene la gente! No hace ni dos años que éramos sus
alumnas. Pues lo que es a mí no me vuelven a sorprender. Que Elvira y Carmina
hagan lo que quieran. Yo voy a tomar mis propias decisiones.
Sus propias decisiones no contaban con muchos medios. Escudriñó
el monedero y vio que apenas le quedaba para dos cafés y el cine del domingo.
Es lo que tiene recibir la propina como mesada y hallarse a día 26. ¡Qué
curioso! Precisamente le había comentado a Elías, en el viaje de estudios,
aquella costumbre de su padre, para procurar la previsión y proveer a la
pecuniaria prudencia. Y el profesor se había echado a reír de muy buena
gana:
-
Tienes
un padre que, no solo es economista, sino todo un poeta. ¡Qué aliteración!
Es probable que su padre –también con pe- le hiciese un adelanto, si lo
pedía. Incluso tomaría la resolución de pagar él aquel detalle floral, dadas
las circunstancias, pero eso es lo que no deseaba ella. Tenía que ser algo
personal. Estuvo pensando en cambiar las flores por alguna otra cosa, pero
desistió. ¡Qué ridículo, dejar sobre la tumba el rimero de apuntes de Arte,
envueltos en papel de regalo, o la felicitación que le había mandado desde
Arezzo, al saber que le habían dado matrícula de honor en COU! Tuvo una idea
genial, que se lo fue pareciendo menos, según abandonaba la Facultad y avanzaba
en el camino del viejo Instituto de su niñez.
Al embocar la portilla lateral del gran recinto, con la mole de caliza y
ladrillo al fondo, titubeaba sobre lo que hacer. En el vestíbulo se decidió a
dar la vuelta, pero...
-
¡Señorita
Velarde, cuánto bueno por aquí! Eso que es un mal día. Ha fallecido don Elías
de la Calle. Un infarto, según venía ayer para el Instituto. A usted la
apreciaba mucho.
A Livia se le hizo un nudo en la garganta. Quizá gracias a ello, se
atrevió:
-
Señor
Eugenio, ¿sigue usted cultivando esas flores tan bonitas en el huerto de su
casa? Lo digo porque había pensado...
El viejo bedel sonrió de oreja a oreja:
-
No
sabe el gusto que me da lo que propone. Ya se me había ocurrido a mí, no crea,
pero me daba cosa llevarlas yo mismo. Desde que murió mi mujer, estoy solo y,
como hombre... Pero podría ofrendarlas usted. A él le habría encantado.
Pasaron al plantel. Las flores eran sencillas y en su mayor parte
inodoras. Cuidadosamente, el señor Eugenio fue cortando una a una y posando en
brazos de la joven la polícroma cosecha. Livia, finalmente, suplicó:
-
Por
favor, no corte más. No quiero que el ramo resulte muy voluminoso.
Todavía siguió erre que erre el jardinero aficionado, durante unos
momentos. Luego, recuperó las flores, se sentó en un taburete y procedió a
enrasar, limpiar y ordenar los elementos florales, que sujetó con una varita de
mimbre tierna. Se alzó y pareció encaminarse hacia su casa, en busca de algún
envoltorio apropiado. Livia protestó:
-
Deje
que sea yo quien busque y provea un papel conveniente. Algo tiene que llevar el
ramo que sea mío.
El ordenanza se detuvo, sonrió y retornó el ramo a Livia. Esta, según
iba a despedirse, le advirtió:
-
Señor
Eugenio, para que las flores no se marchiten antes de tiempo, las llevaré
directamente al cementerio.
-
No
hay cuidado, señorita, estando recién cortadas.
-
Ya.
La verdad es que a mí los funerales me dan grima y, si son de cuerpo presente,
más aún.
Eugenio asintió:
-
Es
cierto. Y, por otra parte, al profesor Calle no le llamaba Dios a las iglesias.
Mejor se las lleva al camposanto.
A mediodía, ayudada por su madre, revolvió Roma con Santiago para
encontrar celofán y un papel de seda que resultara idóneo. Fue a comprar a toda
prisa un lazo. Cuando lo vio, a la señora casi le da un soponcio:
-
¡A
quién se le ocurre, un lazo rojo! El morado es lo suyo.
Livia se mantuvo en sus trece, con cierta aspereza:
-
Era
su color favorito. Anda, deja de criticarme y mete las flores en agua hasta la
tarde.
Nada le reveló acerca del presunto favoritismo, pero conmigo tuvo cierto
día un momento de confidencias. Dos años antes, a primeros de mayo, había
aparecido con una cinta escarlata en el pelo. Don Elías bromeó en un aparte al
final de la clase:
-
Señorita
Velarde, veo que mis lecciones de Arte, con usted, no son en vano. El lazo rojo
de su melena es el perfecto complemento de los tonos fríos de su vestido
estampado.
***
Tomó el autobús a tiempo de llegar antes que el cortejo del duelo. Con
aquel ramo y su tristeza no se sentía inclinada a incorporarse al entierro antes
del final. Mentalmente, recordaba aquellas hermosas películas americanas en
que, uno a uno, los asistentes echan sobre el féretro un puñado de tierra o una
flor. Entró y preguntó a un empleado por el cuadro de la tumba de Elías. El
sol, inclemente, caía sobre los paseos, apenas sombreados por las enhiestas
líneas de los cipreses. Al lado de la tierra abierta, la lápida con una
retahíla de nombres de familiares, entre los que no les había dado tiempo de
ingresar al profesor.
Apenas se había apostado en una umbría, llegó el cortejo, precedido por
el coche fúnebre. Junto a personas enlutadas y desconocidas, empezaron a
aproximarse rostros amigos, marcados por esa solemnidad, sincera o forzada, que
a todos inspira la cercanía de la muerte: el director del Instituto; la
profesora de Ciencias; alumnas de promociones anteriores a la suya; un buen grupo
de chavalas más jóvenes, algunos padres. Nadie de su curso. Sus llamadas no
habían sido atendidas.
Por timidez o por vergüenza, se alejó hasta situarse tras el lloroso
angelote de un panteón, que le permitía ver sin ser vista. Entre el grupo
estaba también Eugenio, que parecía mirar en derredor, buscándola. Por
asociación de ideas, bajó la vista hacia el ramo de flores muertas. También
ellas le parecieron mustias, decaídas, prematuramente ajadas, con la belleza
perdida. Aquella misma mañana lucían en todo su esplendor. Ahora -muerte para
los muertos-, habían perdido su vida, en aras de una pretensión imposible:
traer la lozanía al reino de la podredumbre; simbolizar el recuerdo de quienes
seguían su camino, indiferentes.
Firme en su primer impulso, esperó a que todo hubiese concluido, para
quedarse a solas con el maestro que le hizo comprender y amar la belleza de las
creaciones de los hombres. La fosa había sido tapada provisionalmente. Coronas,
ramos y palmas la rodeaban, sin dejar apenas un hueco para sus flores:
-
Don
Elías, profesor, amigo, he aquí las flores del Instituto. Ya están un tanto
ajadas; se marchitarán cuando las roce con sus dedos la fría oscuridad de la
noche. Se disiparán sus encantos, arrancados cuando apenas se habían abierto
los capullos. Más o menos, como tú, paradójico maestro, que ahora descansas y
duermes, en tanto tu esposa, tus hijos, tus alumnas, ayunamos de ti y rezamos por
tu alma.
No eran malos pensamientos, incubados al abrigo del ángel pétreo,
protector de los difuntos de una familia de postín. Sin duda, un poco
altisonantes las palabras para un profesor de tantos, que se habría reído del
verbo apasionado, aunque no de sus lágrimas.
A la puerta del cementerio, a punto de cerrar, oyó tras ella una voz
conocida:
-
La
llevo en el coche, señorita.
Era Eugenio, que se había resistido a ignorar qué fuera de sus flores.
Era lo último que Livia deseaba, pero no pudo decirle que no. Por cortesía, al
poco de viajar en silencio, le comentó:
-
Qué
calor hacía en el cementerio. Hasta las flores, pese a ser tan frescas, estaban
ya medio mustias.
El bedel-jardinero dejó pasar unos momentos, antes de contestar:
-
Las
arrimaría muy cerquita del corazón. Es que las flores son muy sensibles, ¿sabe
usted? Donde hay dolor, enseguida pierden la lozanía.
2. Lloran mecidas del viento[2]
Había llegado a conocer muy bien aquel
cementerio en que entrara veintitantos años atrás con un ramo de flores en los
brazos. Claro que ahora pasaba de corrido, insensible, por la parte antigua,
para perderse entre aquel bosque de cruces de albo mármol impoluto, que
prolongaban el enorme osario –ahora, también, cinerario-, para acoger a los recién
llegados. Como su hijo Pablo, ahogado a los catorce de su edad, por empeñarse
en cruzar el río por su parte más traicionera. ¿A quién habría salido, tan
atrevido y tan terco? Bueno, lo de meter la cabeza por un muro le venía de los
genes maternos. La osadía puede que fuera de parte de padre, aunque no era
defecto que ella recordara en Ricardo, entre los muchos que este evidenció,
antes de que se casara con una alumna pizpireta y afortunada –financieramente
hablando- y se fuera a explicar Platón y Kant a Barcelona.
Recién llegados, decía. Eso
depende. Para mí, que había cubierto la información del accidente, se trataba
de un suceso en la página 44 de mi periódico, dos veranos atrás. Para Livia
supongo que sería muy diferente, a juzgar por la de veces que coincidíamos en
la Vereda del Carmen. Me había quedado con su cara y ya casi nos habíamos hecho
amigos:
-
¿Tú por aquí, otra vez?
-
Ya ves. Entre los famosos que fallecen y las
inauguraciones de reformas y ampliaciones, no pierdo la ida por la venida. Y
tú...
-
¿Qué más da andar por un sitio o por otro? Y este
paseo decimonónico tiene su encanto.
-
Claro y, por lo que veo, te entretienes en coger
flores por el camino.
Me miró con una mezcla de severidad y sonrojo.
La verdad es que yo era entonces demasiado irónico.
Era ya otoño. Como casi todos los jueves
–día del baño fatal de Pablo-, Livia caminó hasta la tumba. Al coincidir
también el mismo día del mes, decidió hacer un extra y comprar un buen centro
de flores en alguno de los puestos del cementerio: así no tendría que ir
cargada desde su floristería habitual de junto a la Catedral. Al aproximarse,
echó mano al bolso y se quedó lívida. Por olvido o por sustracción, el caso es
que dentro no estaba el billetero. Se sentó en un banco y registró cuidadosamente
todas las pertenencias. Confirmado. Estaba sin blanca.
Quedó tan avergonzada, que estuvo a punto
de darse la vuelta, sin más. Pero sus pies la llevaban forzadamente al andén
principal, con sus solemnes mausoleos y los cipreses, que cimbreaban sus ápices
en gesto de saludo. Todavía iba pensando qué habría sido de los dineros y en el
ridículo que iba a hacer ante Pablo, ella, su madre, la persona que tiene de
todo, como él contestaba a sus reproches por pedirle lo que debería poseer.
Pero también Livia podía darle réplica. Memorizaba la frase en el recordatorio
de su abuela Justa: Una lágrima se evapora; una flor se marchita; una
oración la recoge Dios. Eso, supuesto que... ¡Quita!, no nos metamos ahora
en honduras, y menos, en este recinto consagrado.
Por más que se tomara su tiempo, hubo de
llegar al fin junto a Pablo. ¡Oh sorpresa! Sobre la lápida, un hermoso ramo de
flores frescas, envueltas en papel de celofán y de seda, realzado con una ancha
cinta roja. ¿Pero quién? Sí, seguro que mi madre, que más de una vez viene por
aquí sin revelármelo. Mas, el lazo rojo, y esas gruesas y rotundas margaritas[3], con
detalle de pensamientos y dalias...
No quiso confesarse la revelación, pero la
taladró el recuerdo. Se sentó sobre la tumba, tomó el ramo entre sus brazos y
lloró, como no lo hacía desde haber quedado seca la fuente, al morir él. El
tiempo parecía haberse detenido en un globo de silencio, en el que solo cabían
los reflejos dorados del sol, las flores húmedas y su llanto dolorido. Habría
deseado que aquel magma de quietud se solidificara para siempre. La
desaparición del sol tras un ciprés la volvió a la realidad exterior. Colocó el
ramo en la lápida, acariciado por sus manos y por la brisa de la tarde. Pensó: Aquí
os quedáis, con mis lágrimas, meciendo mi congoja, como mi avatar.
Era tarde, pero no quería marchar sin visitar
a Elías. ¡Años que no lo hacía! Tomó una margarita del ramo y, ligera, fue en
busca de su profesor, con el angelote de marras como faro de su periplo.
***
A la salida, entre la calígine del
atardecer, enceguecida por los rayos del sol poniente, le pareció ver una
silueta que, tras una fugaz sonrisa, le dio la espalda y se alejaba. Tuvo un
presentimiento:
-
¡Eugenio!
El bulto se detuvo un instante. Habría
dicho que le hacía ademán de adiós.
-
¡Señor Eugenio!
No hubo respuesta. Con todo, no pudo
menos, ya en voz baja, de decir –de decirse-:
-
Gracias por las flores.
Cuando llegó a casa, aún impresionada,
halló a su madre en la cocina. Casi sin querer, le vino a los labios:
-
Esta tarde he visto al señor Eugenio, el bedel del
Instituto.
La madre la miró de hito en hito:
-
¿No te habrás confundido? Eugenio murió hace mucho
tiempo, cuando andabas todavía por Canarias. Tu padre y yo fuimos al entierro,
porque ya era ordenanza del Instituto en
nuestros años escolares.
[1]
Alusión al verso Faded the flower and all its
budded charms, del
soneto LIX de John Keats (“The day is gone...!”).
[2] La
versión más conocida de la Llorona contiene la siguiente estrofa: No
sé qué tienen las flores, llorona, / las flores del camposanto / que, cuando
las mueve el viento, llorona, / parece que están llorando.
[3] En
realidad, esas margaritas gigantes son crisantemos (Chrysanthemum maximum).
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