El vengador de Don Juan de Austria
Segunda parte: Hacia la princesa de Éboli (1)
Por
Federico Bello Landrove
¿Fue asesinado Don Juan de Austria como lo
fue su secretario, Juan de Escobedo? Esa convicción acabará por atenazar al
protagonista de este relato de gran connotación histórica, hasta el punto de
llevar a cabo una singular venganza contra el rey, Felipe II. Dividido en dos
partes por razón de su extensión, esta segunda y última sección narrativa
tendrá en Ana de Mendoza, princesa de Éboli, el mayor centro de atención.
Princesa
de Éboli (Kunsthistorisches Museum, Viena)[2]
1.
Interviene
Doña Magdalena de Ulloa
Para el comienzo de la primavera de 1579,
ya me encontraba de vuelta en Valladolid, tratando de volver a ocupar mi plaza
de escribano en la Chancillería, de la que había estado excedente durante más
de dos años. No me fue fácil echar a quien me había sustituido en tan
considerable periodo, pero la intervención del secretario del rey, Mateo
Vázquez, obró maravillas y no tardé en conseguir lo que en buena ley me
correspondía. Pero, en el entretanto, Doña Magdalena de Ulloa -a quien había
rendido visita tan pronto llegué a la villa- estuvo a punto de hacerme mudar de
propósito. Mi buena Señora me recibió que ni llovido del cielo, pues seguían
sus muchas cuitas legales a propósito de la herencia de su marido, sin que
-según ella- nadie fuera a asesorarla y sosegarla con tanta mano como yo. Bien
creo -y así lo he dejado escrito en otro lugar- que, tanto o más que los primos
de su difunto esposo, la agobiaban los padres jesuitas, con peticiones tan
insistentes y gravosas de limosnas, que no podía menos de peligrar su
patrimonio, por rico que fuese. Durante mi ausencia de Valladolid, habían
avanzado a ritmo tan rápido las obras del templo y noviciado de Villagarcía de
Campos, que ya cursaban estudios en este los primeros jesuitas que saldrían de
sus aulas; y no estaba lejano el día en que, concluido el mausoleo, reposara
allí el cuerpo de Don Luis de Quijada in spe resurrectionis[3].
Pero los padres no cejaban en sus peticiones, y en el mismo
Valladolid estaba entregada Doña Magdalena a numerosas obras de caridad, entre
ellas, una que ha sido muy notable en la villa, cual es la dotación generosa
para una Casa pía donde recoger a las mujeres de mala vida arrepentidas[4].
Por otra parte, su confesor y director espiritual, el padre Baltasar Álvarez,
adquirió tal fama y notoriedad en su Orden, que constantemente había de
ausentarse de Valladolid y de Villagarcía, para atender otros encargos, incluso
de Provincial, decayendo su salud con tanto tráfago, al punto de que moriría al
año siguiente, sin haber llegado a cumplir los cincuenta de su edad[5].
En resumen, que Doña Magdalena me ofreció:
-
Si
tienes dificultades para regresar a la Chancillería, ¿por qué no aceptas
encargarte de la administración de toda mi hacienda? Seguro que tendrías más
rendimientos y menos preocupaciones.
La oferta era tanto más tentadora, cuanto
que podría darme mayor libertad para llevar a cabo mis indagaciones respecto de
la muerte de Don Juan de Austria; pero estas habrían de finalizar no tardando,
momento a partir del cual me sentiría mejor en un oficio público y seguro, que
no al servicio de una casa con hartas complicaciones y que estaba llamada a
extinguirse cuando falleciese Doña Magdalena, quien era unos cuantos años mayor
que yo. Así que rehusé con delicadeza:
-
Cada
cual ha de servir en la profesión a que ha sido llamado. Cuente, no obstante,
con que seguiré acompañándola y prestándole ayuda en cuanto sea menester.
En fin, como dejo dicho, pronto se
solucionaron los problemas de mi retorno y pude reincorporarme a mi escribanía
del crimen. Pero antes acaecieron notables sucesos que, tanto en Doña
Magdalena, como a mí, hicieron revivir pasados duelos y me indignaron hasta tal
punto, que hice de la Señora mi confidente y cooperadora en quehaceres que, una
vez más, tuvieron que ver con nuestro bien amado Don Juan de Austria, fallecido
unos meses atrás.
***
Más de una tarde, y aún de una velada,
pasamos Doña Magdalena y yo conversando sobre lo mucho que podía contarle
acerca del último año de Don Juan de Austria en Flandes y de lo poco que
conocía con seguridad de su muerte. Desde luego, yo encubría o disimulaba los
momentos más turbios y dolorosos, pues no era humano que trasladase a quien lo
había querido como una madre las circunstancias de mayor dolor y desconsuelo.
En cambio, no era inusual que agrandara o embelleciera mis recuerdos y sus
hazañas, para dar a Doña Magdalena motivos de orgullo y alivio. Y, por otra
parte, eran innumerables las misas y sufragios que la Señora mandaba aplicar
por la salvación del alma de Jeromín, asistiendo puntualmente a muchos
de ellos; pero yo procuraba eludir mi presencia porque, sobre estar en esto más
cerca de Lutero que de Trento[6],
le hacía creer que mi hora de rendir culto era de madrugada y en variada iglesia, pues mi trabajo también podía ser una ofrenda grata a Dios, a quien,
por otro lado, se le puede rezar en cualquier templo y situación.
No habían pasado muchos días de mi llegada
a Valladolid cuando Doña Magdalena tuvo conocimiento por parientes en la Corte
de que el rey, cumpliendo la voluntad testamentaria de su hermanastro, había
ordenado que se le exhumara en Namur y su cuerpo fuese traído hasta El
Escorial, para enterrarlo junto al Emperador[7].
Aprovechando que todavía no me habían readmitido en mi escribanía, la Señora me
rogó que acudiese a Madrid para enterarme de los pormenores de dicho traslado e
inhumación, a fin de estar ella presente en cuanto pudiera. No pensé que de esa
gestión fuera a dimanar de mí tan gran vergüenza e indignación; pues resultó
que, habiendo acudido a Mateo Vázquez, el secretario real, para recabar la
información, este me recibió con mucha deferencia y, al saber quién era la
señora que pedía noticias, me las dio cumplidas, hasta en demasía:
-
Apreciará,
Don Diego -dijo mi informador-, que Su Majestad ha cumplido con la voluntad de
Don Juan, expresada en su testamento; de modo que, aunque no le concediera en
vida el título de príncipe o de infante, ni el tratamiento de alteza, ahora ha
resuelto que descanse cabe su padre en El Escorial. Hace ya cosa de un mes que
libramos las cartas oportunas, por lo que es de suponer que el cadáver,
debidamente disimulado, esté a punto de embarcar para España o, incluso, que
navegue ya hacia nuestras costas.
Y, con la mayor frialdad -como solo un
clérigo, y legista, suele tratar de estas cosas-, me expuso que, no siendo aún
seguros los puertos de Flandes, y aquellos mares frecuentados por piratas,
Felipe II había recabado del rey de Francia permiso para que la comitiva
fúnebre atravesara sus tierras hasta llegar al puerto de Nantes, donde se
iniciaría la travesía hasta el de Santander. Mas, recelando de que el francés
pusiera obstáculos, o demasiada curiosidad, de saber que lo que se
transportaba era el cadáver de Don Juan de Austria, se había dado orden al
gobernador, Alejandro Farnesio, de que, a ocultas, se troceara el cuerpo en
tres partes, por el cabo de la espina[8]
y entrambas rodillas, metiendo los pedazos en otros tantos sacos de cuero bien
cerrados, perfumados con hierbas olorosas y mirra, que a su vez habían de
introducirse en un cofre cerrado, forrado de terciopelo negro, que sería
llevado a lomos de caballos de los soldados como bagaje personal.
Me fue difícil contenerme ante tamaño
deshonor y acción propia de salvajes. Vázquez lo comprendió y trató de endulzar
la píldora, aclarándome:
-
Por
descontado, tan pronto llegue la comitiva cerca de El Escorial, todo sigilo
será eludido. Volverán a unirse los pedazos cuidadosamente con alambres y el
cortejo avanzará con solemnidad, en jornadas cortas, para que el vulgo pueda
manifestar su dolor y respeto al héroe de Lepanto.
-
¿Y
entre Santander y ese ignoto lugar donde se recompondrá el cadáver?
-
El
recorrido ser hará en secreto -me respondió-. Sí os diré, para que lo hagáis
saber a Doña Magdalena, que la manifestación del cuerpo y las primeras exequias
serán en la abadía de Párraces[9], si bien ignoro todavía la
fecha en que el cortejo llegará allí. En cualquier caso, quien fue aya del
difunto tendrá un lugar destacado en las solemnes ceremonias de funeral y
entierro que se rendirán a Don Juan en El Escorial, en presencia del rey y de
toda su familia que se halle en la Corte.
Vista
general de Valladolid en el siglo XVI
Con
tales noticias regresé de inmediato a Valladolid, si bien me limité a exponer a
Doña Magdalena que el paso del cadáver de Don Juan por Castilla no tenía aún
fecha determinada y que había de ser tan largo el trayecto, que Su Majestad
había ordenado se hiciese de incógnito, hasta llegar a las cercanías del lugar
donde iba a ser inhumado. Me apresuré a manifestarle que tendría lugar
reservado en los funerales por la gran intimidad que había tenido con el finado,
cuando niño; siendo mi opinión la de que debería esperar el anuncio oficial de
las exequias escurialenses para ponerse en camino, si es que tuviese el
propósito de asistir a ellas. La Señora rechazó en parte mi sugerencia, pues
dijo:
-
No
tal, que ya voy estando mayor para emprender un viaje largo a uña de caballo.
Ordenaré de inmediato que apresten un carruaje para viajar hasta Madrid, donde me hospedaré
en alguna casa amiga, y allí esperaré el momento de dar mi último adiós a quien
siempre quise como a un hijo.
***
Me constaba que residía en Valladolid,
alternativamente con Madrid, el gran cirujano Dionisio Daza[10],
médico que fue del Emperador y del propio Don Juan de Austria, en el tiempo que
este dirigió la guerra contra los moriscos del reino de Granada y contra los
turcos en Lepanto. Recordaba la resignada expresión de Doña Magdalena, cuando
se le dio la noticia de que su esposo había muerto de las heridas causadas en
el asalto a las murallas de Serón, tras de una semana de agonía[11]:
-
Estaría
de Dios puesto que ni el mismo Daza logró conservarle la vida.
Así pues, con el valimiento de haber sido
yo servidor de Don Juan en los últimos tiempos de su vida, y el no menos
poderoso de serlo ahora de Doña Magdalena de Ulloa, me presenté al famoso
médico, en ocasión de hallarse prestando asistencia a algunos lacerados en el
Hospital Real de Valladolid y, tras esperar a que acabase de realizar las
pertinentes curas, pude exponerle el motivo de mi visita. Con todo, apenas le
expliqué mi relación con el hermano de Su Majestad y nuestra proximidad en sus
últimos días, fue el doctor quien me atosigó a preguntas acerca de la duración
y síntomas de sus dolencias; los remedios que se habían puesto para intentar
curarlas, y los términos y conclusiones a que hubiera llegado la oportuna
necropsia. Yo le respondí cuanto pude, pues, ni mi ignorancia de la medicina,
ni mi ausencia del campamento donde murió Don Juan, me permitían entrar en
precisiones ni tecnicismos. No obstante, la ciencia y perspicacia del galeno
completaban en buena parte las lagunas de mi explicación. Finalmente, emitió un
juicio profesional que dejaba en muy mal lugar a sus colegas sobre el terreno:
-
Ramírez[12] es médico sabio y
experimentado -reconoció-, pero lo primero que ha de saber un facultativo es
imponerse a los caprichos y disparates de un enfermo, por mucha alcurnia que
tenga. Jamás debió permitirse que Don Juan, estando seriamente enfermo,
permaneciese durante dos meses en un campamento militar, entre contagiados de
tabardillo, prácticamente a la intemperie y sin recibir los mejores cuidados
para su debilidad y fiebre. Claro, el joven general era muy valiente y
generoso, y Ramírez no tenía sobre él el ascendiente necesario para superar su
alocada vehemencia. ¡Ay si yo hubiera estado allí, con el respeto que había
logrado de Su Excelencia! ¡Y con su juventud! Bien se ve, por lo que usía me
refiere, que podría haber superado su enfermedad con buenos cuidados, puesto
que aquella iba y venía, sin domeñar su fuerza.
-
No
crea, doctor, que Don Juan estuviera tan vigoroso como correspondía a su edad y
complexión. Mucho había sufrido y se había desgastado en aquellos malos tiempos
de Flandes, y no solo por batallar con los flamencos, sino por sentirse solo y
sin la oportuna ayuda de los españoles.
Daza comprendió al punto por dónde iban
mis quejas, pero me cortó, como cumple a un cirujano:
-
Si,
ya sé: la retirada de los tercios, la muerte de Escobedo… y otras cosas que
habremos de callar por prudencia; pero esos son gajes del empleo y Don Juan,
pese a su juventud, llevaba bastantes años soportándolos férreamente. Lo que
acabó por vencer su resistencia fue -según me dice- la lancetada que le dieron
en la almorrana los atrevidos médicos militares, provocando una pérdida de
sangre que, a la postre, fue más mortal que las miasmas que habían hecho presa
en su cuerpo.
Y, con una precisión que me permitió
memorizar sus palabras y, ahora, verterlas con la tinta al papel, me explicó:
-
El
remedio de tratar las almorranas con sanguijuelas es más seguro que el rajarlas
o abrirlas con lanceta, porque de rajarlas algunas veces se vienen a hacer
llagas muy corrosivas, y de abrirlas con lanceta lo más común es quedar con
fístula y alguna vez es causa de repentina muerte. Eso hubo de acaecerle al
serenísimo Don Juan de Austria, según lo que usía me refiere. Así, después de
tantas victorias, vino Don Juan a morir miserablemente a manos de médicos y
cirujanos, porque consultaron y muy mal darle una lancetada en una almorrana
que provocó una fuerte hemorragia en el cuerpo del general, desangrándole en
cuestión de horas[13].
-
Hay
otra cosa, doctor -añadí yo-, que quiero consultarle. En el cadáver de Don Juan
se apreciaban manchas grisáceas o parduzcas, que extrañaron a los que las
vieron, por no ser propias en quienes mueren de tabardillo, pero sí que
aparecen en casos de muerte por veneno. ¿Qué opina usía?
El doctor mostró vivo interés por mi
pregunta, si bien, con la humildad propia de los buenos médicos, reconoció que
él era más un cirujano que un facultativo experto en la patología. Me contestó
con estas, o parecidas, palabras:
-
Propia
del tabardillo es una erupción generalizada, formando multitud de manchas
rojas, por el color de la sangre. Fórmanse también manchas o pústulas negras en
los lugares del cuerpo por donde algunos suponen que entra la peste en el mismo[14]. De manchas grises o
pardas, no tengo noticia en ese mal. Puede ser que sean comunes en casos de envenenamiento,
pero no he conocido personalmente ninguno. ¡Si se hubiese hecho una buena
autopsia a Don Juan! Entonces sí que podría saberse con certeza. Pero, ¿es que
acaso existen motivos para pensar que el Serenísimo Señor pudo tomar algún bocado?
No me pareció seguro trasladar al doctor
mis vehementes sospechas, cuando poco o nada podría hacer él por confirmarlas.
Repuse ambiguamente:
-
Muchos
rebeldes hay que se lo hubiesen dado de poder hacerlo, empezando por el propio
Guillermo de Orange, que dicen tenía pregonada una recompensa para quien
acabase con Don Juan.
Daza se ensombreció y dijo:
-
¡Cuán
triste es que en las guerras se use de medios tan ruines para tratar de
ganarlas, pero así es la historia! En fin, señor escribano, no creo que pueda
hacer nada más por usía que remitirle con una nota de mi puño y letra a mi
insigne colega Valles[15] quien, como médico del
rey y eminencia clínica, podría alcanzar a despejar sus dudas con todos los
conocimientos y medios posibles.
En este caso, mentar al rey fue como
ponerme un dogal. De modo que rehusé amablemente su ofrecimiento y me despedí
con cierta celeridad del doctor, no sin prometerle que haría llegar a Doña
Magdalena sus recuerdos tan pronto regresara de Madrid, donde temporalmente se
hallaba.
Doctor
Dionisio Daza Chacón, a los 60 años
***
La estancia de Doña Magdalena en Madrid
hubo de dilatarse dado que el solemne funeral y entierro de Don Juan se
celebraron el 25 de mayo[16].
Así pues, la Señora regresó a Valladolid a mediados del mes de junio, y a fe
que lo hizo en unas condiciones de enfado y excitación, que yo no la había
conocido hasta entonces. Y es que las semanas pasadas en Madrid y el contacto
con familiares y conocidos de abolengo, le habían permitido saber cosas que yo,
por prudencia o miramiento, le había ocultado, y otras varias que yo ignoraba. Hube
de justificarme con ella y pedirle mil perdones por no haberle revelado
espontáneamente cuanto sabía de la muerte de Escobedo y los últimos tiempos de
Don Juan de Austria. Con ello, la Señora fue sosegándose y devolviéndome su
favor. En el fondo, no era muchos los puntos concretos que había conocido en
Madrid que yo ignorase, siendo el más notorio el escándalo creciente que
producía el que nada se avanzara en la investigación de lo de Escobedo, y
siguiera Pérez en la secretaría y privanza del rey. Acerca de estos temas, Doña
Magdalena me aportó hechos y rumores que, de creerlos, resultaban de lo más
llamativo:
-
Se
dice -me refirió- que, no solo es el infame Pérez quien altera y extravía documentos
para ocultar su crimen, sino que Su Majestad en persona ha ordenado y estado
presente en la quema de ciertos papeles[17], que dejaban bien a las
claras la inocencia de su hermano y la parte del monarca en la muerte de
Escobedo, haya sido esta más o menos directa.
-
Lo
cierto es -deducía yo- que la muerte de Escobedo sigue impune; y no diré sin
esclarecerse, pues todo el mundo conoce o se imagina lo sucedido.
La Señora matizó:
-
Es
vox populi que el rey ha tratado de comprar la voluntad de Pedro
Escobedo, condicionando su permanencia en la secretaría a que se aparte de
denuncias y reclamaciones por la muerte de su padre. El joven, que ha resultado
ser más ambicioso que justiciero, parece inclinado a obedecer los deseos del
rey, pero su madre y otros parientes no están por la labor y presionan a Pazos[18] y al rey para que alcaldes[19] y alguaciles cumplan con
su deber y pongan diligencia en sus averiguaciones.
-
A
estas alturas, Señora -opiné-, mal darán con los asesinos, como no se delaten
estos o coaccionen a quienes les encargaron el homicidio.
-
Pues
algo de eso puede que haya -aventuró Doña Magdalena-, porque ha corrido por
Madrid la especie de que Antonio Pérez anda comprando y vendiendo casas y
tierras, tratando de desprenderse de dineros y joyas[20] mal ganados, como si
temiese que le fueran a hacer proceso de visita[21], o estuviera preparando
su abandono de la Corte.
-
Ojalá
sea esto verdad pues algo indicaría sobre la voluntad del rey de hacer
justicia, aunque tarde. Y digo esto esto -proseguí- porque nada hay más
acusador contra Su Majestad que tapar un crimen, manteniendo a su lado y
en privanza al presunto criminal.
Doña Magdalena frunció el entrecejo y
pareció dudar durante unos momentos en revelarme lo que tenía en la mente.
Finalmente, con el compromiso por mi honor de callar cuanto me desvelara,
expuso:
-
La
pasada Semana Santa, hizo Su Majestad -como es norma en él por esas fechas-
confesión general con el Padre Chaves[22]. Naturalmente, quien me
refirió algunos pormenores no aludió a los pecados del rey, pero sí a lo que
su confesor le recomendó para su tranquilidad de espíritu y el bien de su alma.
¿Sabes qué fue? Pues no otra cosa que hacer justicia de una vez por todas en el
asunto de Escobedo… No parece que el rey se esté dando mucha prisa en seguir el
consejo, si es que finalmente lo asume, pero quien me reveló cuanto te digo
añadió: Por lo que son de esperar decisiones prontas a este respecto.
-
Allá
se verá -repuse, dubitativo-. No le va a ser fácil al rey castigar a Pérez,
exponiéndose a que este se vuelva contra él, como bien podría suceder.
-
Estaremos
al tanto -prometió la Señora-, que quienes pueden saber de estas cosas conocen
bien de mi justo interés por ellas y me deben hartos favores y limosnas.
De esto último inferí que su fuente de
información eran los jesuitas, por más que el Padre Chaves perteneciera a la
Orden de Santo Domingo. Era, por supuesto, un venero de conocimiento
excepcional. En consecuencia, me atreví a más de lo que la cautela aconsejaba,
y dije a Doña Magdalena:
-
Señora,
Vuestra Merced y yo estamos igualmente interesados en averiguar cuanto sea
posible sobre la muerte de Escobedo y, por extensión, de la de Don Juan de
Austria. Vos tenéis las relaciones personales y los medios materiales; yo, los
conocimientos jurídicos y la mejor posibilidad de viajar y pasar desapercibido.
¿Qué os parecería unir nuestras fuerzas e intenciones para llegar hasta el
fondo del negocio, visto qué poco puede esperarse de la justicia del rey?
Doña Magdalena sonrió con un dejo de
alivio, y contestó:
-
Te
has adelantado a lo que iba al punto a sugerirte… No será fácil ni sin riesgos,
pero yo estoy dispuesta a todo en recuerdo de mi Jeromín, y tú siempre
me has parecido fiel y habilidoso. Cuenta con mi ayuda y sabe que no estaremos
solos en nuestro quehacer… Precisamente, espero para esta tarde la visita de un
joven, hijo de San Ignacio, a cuyo padre quizá conozcas pues trabaja en la
Chancillería[23].
En su momento te lo presentaré.
2.
Las
solapadas indagaciones del escribano Galarza
Doña
Magdalena de Ulloa y yo llegamos a un modus operandi en el que mi
libertad de acción no estuviese condicionada por su criterio o exigencias. Mi
único deber para con ella era el de tenerla informada de cuanto averiguase,
aunque solo fuera porque estaba dispuesta a correr con mis gastos consiguientes,
incluidos los que supusiera tener que pagar a un escribano interino durante mis
inevitables viajes. Por su parte, la Señora me tendría al corriente de cuanto
pudiera llegar a saber sobre la muerte de Escobedo y de la de Don Juan de
Austria, gracias, en buena parte, a los muy numerosos y perspicaces ojos y
oídos de los hijos de San Ignacio, a los que ella seguía aportando cuantiosas
limosnas, hasta el punto de haberse acabado de levantar con ellas un colegio de
su Orden en la ciudad de Oviedo[24].
Pero apenas habíamos tenido tiempo de pergeñar nuestro convenio, cuando una
noticia que nos afectaba directamente sacudió todo el reino y, en lo sucesivo,
habría de orientar nuestras investigaciones.
El trueno fue precedido de un
relámpago que los jesuitas, muy bien instalados ya en Roma, no habían dejado de
percibir y transmitir a Doña Magdalena: El viejo y experimentado cardenal
Granvela[25],
residente en aquella ciudad, había sido llamado urgentemente por Felipe II, con
el muy probable propósito de que se hiciera cargo al máximo nivel de los
asuntos de gobierno. El convocado invirtió no menos de tres meses en
presentarse ante el rey, lo que finalmente acaeció a finales de julio del año
de mil quinientos setenta y nueve. Era el momento de que Su Majestad dejara que
resonase en todo el reino el ruido atronador de la caída de su valido durante
tantos años: el secretario, Antonio Pérez[26]. En efecto, el día 28 del citado mes, tras
haber despachado con Pérez con toda normalidad, Felipe II ordenó a García de
Toledo[27],
alcalde de Casa y Corte, la inmediata detención de su secretario, poniéndolo a
buen recaudo en régimen de aislamiento. Y, en esa misma noche, el capitán de la
Guardia española del rey, también por decisión del monarca[28],
detuvo en su palacio de Madrid a la princesa de Éboli, a la que trasladó al
torreón de Pinto[29], donde
quedaría recluida hasta nueva orden.
No pudimos menos de congratularnos de la
noticia, Doña Magdalena y yo, reunidos en el castillo de Villagarcía de Campos,
por lo que suponía de inicio en el camino de la justicia y, además, comenzando,
no por los esbirros, sino por la cabeza de la serpiente. Pero los
siguientes detalles fueron aguando el vino de nuestra satisfacción, al menos,
en lo que a Antonio Pérez se refería. El joven Padre La Puente se encargó de
transmitirnos la sorprendente blandura de Su Majestad. En resumen, nos refirió
lo siguiente:
-
El
secretario Pérez no ha sido conducido a la cárcel, ni a fortaleza alguna, sino
que está hospedado en casa del alcalde Toledo: supuestamente, confinado, pero
hay quien dice que se le ha visto pasear por los alrededores. Y, a mayores,
nada asegura que haya sido privado de su cargo, sino, todo lo más, suspendido
en el mismo[30]…
Claro que tan llamativa benevolencia puede tener un motivo relevante: La
detención del secretario no ha sido por el cargo de promover el homicidio de
Escobedo, sino por posibles abusos o excesos en el desempeño de su oficio.
Intervine yo, preguntándole:
-
¿Cómo
que posibles? ¿Es que ha sido detenido sin una inculpación concreta?
-
En
efecto -contesto el Padre-. Por lo que se supone, debe de ser una medida
precautoria, previa a un proceso de visita, pero lo cierto es que este, ni ha
sido aún ordenado, ni se sabe cuándo pueda comenzar.
Insistí en mis preguntas:
-
¿Y
dice vuestra paternidad que la Princesa no ha sido detenida en su casa, sino encerrada
en la torre de Pinto?
-
En
efecto, y sin posibilidad de comunicar con nadie, a no ser con las dos damas
que la acompañan en su reclusión.
-
¿Y
bajo qué cargos, si ella no tiene arte ni parte en el gobierno, ni últimamente
en la Corte?
El Padre, con una de esas sonrisas que el
vulgo ha dado en llamar jesuíticas, repuso:
-
Nada
se ha dicho, ni tiene por qué tener una detención relación con la otra. Tal vez
sea una mera coincidencia el que se hayan practicado en la misma noche…
Me molestó la hipocresía del curilla, hasta
el punto de replicarle sarcásticamente, olvidando el recato debido a la
presencia de la Señora:
-
A
lo mejor es que ambos estaban en la misma cama…
La Puente me salvó del sonrojo, haciendo
como si se tomara en serio mi jocosidad:
-
No
así. Cada uno fue arrestado en su propio domicilio.
Bando
de proscripción de Guillermo de Orange por Felipe II
***
Se despidió el jesuita y Doña Magdalena
mostró su decepción más absoluta:
-
¡Y
yo, cándida de mí, pensaba que Su Majestad se disponía a hacer justicia por los
crímenes de sangre de Pérez, y resulta que no se trata de otra cosa que de
investigar sus sobornos…!
-
El
rey es harto taimado, señora -la contradije-. Habremos de esperar para ver
adónde apunta finalmente su veleta. Con todo, hay algo muy llamativo, para lo
que habrá que buscar una explicación razonable. Me refiero a que caiga junto con
Pérez la Princesa de Éboli quien, a estas alturas, poco o nada pintaba en
la Corte.
-
En
Madrid -recordó Doña Magdalena-, pese a su alcurnia, casi todos la tildaban de pelandusca
y aseguraban que se hallaba en relaciones escandalosas con Pérez. Tal vez, uno
y otra estén mezclados en los mismos negocios y contubernios.
-
No
lo pongo en duda -reconocí-, en lo atinente a la política, pero se me hace duro
admitir que su intervención llegase a más. Podría tener inquina a Escobedo, que
le afeaba sus devaneos con el secretario Pérez, pero Don Juan y ella siempre
habían sido buenos amigos… y hay quien dice que algo más.
-
También
se dice otro tanto de ella y el rey -repuso la Señora-, y con bastante más
fundamento, aunque de eso haría ya muchos años… En fin, no diré que estamos
como estábamos -resumió-, pero sí que el embrollo es ahora tan intrincado como
antes.
-
Pues
yo opino -rebatí- que el rey nos ha sacado un hilo por el que podemos devanar
ese ovillo tan enrevesado. Y creo contar con buenas manos que me ayuden a ello.
Doña Magdalena se enderezó en el sillón,
esperando la aclaración a mis palabras.
-
Una
-expliqué- es la de Mateo Vázquez, indudable triunfador de la jornada, que no
vacilará, siendo como es, en pavonearse en estos primeros momentos, aunque bien
haría en precaverse, que no hay peor fiera que la que se siente herida. Y la
otra es la de Don Álvaro de Toledo que, antes de ser promovido a Madrid, fue
alcalde del crimen en esta Chancillería[31], por cuyo motivo lo
conocí bien y habíamos mantenido una buena relación… Claro que tendré que
viajar a la Corte, dejando antes cubierta mi plaza, y eso llevará algún tiempo.
Mi interlocutora pareció encantada con
aquella perspectiva viajera:
-
Apresta
todo y parte para Madrid cuanto antes. Fabio Nelli[32] ya tiene mi autorización
para adelantarte la cantidad que te sea precisa, hasta quinientos ducados.
No me fue fácil de encontrar -más bien,
fingir- un motivo para abandonar autorizadamente mi puesto una vez más y partir
sine die para Madrid. A la postre, remedió mis cuitas Alonso de la
Puente, el padre de Luis, el jesuita, para quien cualquier deseo de Doña
Magdalena era una orden. Compañero mío en la Chancillería, tuvo a bien cubrir
mi falta, sin dificultad ni remuneración, y el presidente de la Sala cerró los
ojos a mi ausencia, tan pronto le informé de que iría a prestar un servicio
reservado a Don Álvaro de Toledo, compañero suyo y muy bienquisto de la Corte.
Lo cierto era, más bien, a la inversa: sería Don Álvaro quien, si a bien lo
tenía, me hiciese a mí una gracia muy confidencial, que no era otra sino la de
informarme en detalle de los motivos de la prisión de Antonio Pérez y, de ser
ello posible y prestarse el detenido, dejarme tener unas palabras con el propio
secretario caído en desgracia.
Comprendí que no era pertinente
presentarme en casa de Don Álvaro sin anunciar previamente mi visita, como
también que no tendría más remedio que confesar en parte mis motivos y poner a
Doña Magdalena en algún momento como partícipe de mis intenciones. Así pues, le
escribí una carta -por mucho que me molestara dejar huella escrita de mi
tarea-, recordando la ya lejana época en que había yo ejercido como escribano
en la Sala de la que, como alcalde[33],
él formaba parte. Le informaba de que había de viajar a Madrid para resolver
asuntos personales, por lo que, aprovechando esa oportunidad, tendría mucho
gusto en cumplimentarlo, bien en su despacho oficial, bien en su domicilio,
según él lo estimara pertinente. Por el momento, silencié el nombre de la
Señora de Ulloa, para evitar en lo posible que el alcalde de Casa y Corte
adoptase cautelas o se pusiera en guardia, aunque era de suponer que no dejara
de extrañarse de que el escribano Galarza reapareciera en su vida diez años
después de haber dejado de tratarse.
Como ya me figuraba, Don Álvaro aceptó
recibirme en la Audiencia de Madrid, no en su casa, y demoró su pláceme más de
dos meses, una demora que, a fin de cuentas, acabó por ser beneficiosa para mi
propósito, como más adelante explicaré. Entre tanto, aproveché para visitar al
secretario, Mateo Vázquez, procurando que me informara de las razones para
encarcelar a la de Éboli. Curiosamente, fue Vázquez el que me interrogó a mí, a
vueltas con una carta de las más extravagantes -me dijo- que le había sido dado
recibir y contestar en su ya larga carrera de secretario real[34].
Vázquez inquirió:
-
Durante
su estancia en Flandes, al servicio de Don Juan de Austria, ¿coincidió usía con
un tal Prada, que luego ha seguido sirviendo allá, a las órdenes de Alejandro
Farnesio?
-
Ciertamente,
Don Mateo. Recordará Su Ilustrísima que, entre él y yo, reunimos el archivo de
Don Juan, que yo traje luego por barco a España, hasta entregárselo a vuestra
merced en Las Rozas, a principios de este año[35].
-
¿Y
qué opinión tiene de la salud mental del susodicho?, insistió.
-
Excelente
-repuse-, y eso que nos tocó vivir una época muy recia.
-
Por
ahí vendrá -imaginó Vázquez-: que el esfuerzo y la angustia hayan acabado por
vencer su resistencia. De otro modo, no se entiende lo que ha escrito al rey.
Rebuscó entre los muchos papeles
amontonados en su mesa, desistiendo por último de encontrar el que buscaba, con
estas palabras:
-
¡Tate!
Había olvidado que se lo he entregado a Idiáquez[36], para que se encargue él…
Bueno, el hecho es que Prada, desde Bruselas, se ha dirigido a Su Majestad por
carta, escribiendo que, una vez se han descubierto los crímenes de Antonio
Pérez, impetra que se le condene a la horca por ellos o, donde no, que se le
deje batirse en duelo a muerte con él… Comprenderá usía que el rey lo haya
tomado como un exceso de celo, por el mucho amor que el remitente debía de
tener a Don Juan y a Escobedo, pero, no obstante, como más vale prevenir que
sanar, Don Felipe nos ha ordenado que le escribamos conminándole para que se
sosiegue; como también al Gobernador Farnesio, para que refrene a su secretario
y, a la menor duda sobre su disposición a la obediencia, proceda a cesarlo y
despedirlo para su Galicia natal[37].
Retrato
de la Princesa de Éboli, atribuido a Sánchez Coello
Por
si lo que me revelaba Vázquez tenía alguna intención personal, comenté:
-
En
lo que a Prada respecta, no creo que llegue la sangre al río. No obstante, si
Su Ilustrísima lo aprueba, puedo dirigirme, yo también, a mi conocido para
aconsejarle que ponga toda su confianza en la justicia del rey.
Dije esto con tal entonación, que Vázquez
se sintió concernido y, como entre él y yo era costumbre, decidió sincerarse
hasta cierto punto:
-
Lamento
advertirle -me dijo- que la justicia que Su Majestad ha empezado a hacer
a finales de julio no va encaminada, por ahora, a enjuiciar a Pérez por el
asesinato de Escobedo, ni por ningún otro crimen semejante, sino por haber
perdido la confianza en su honradez y fidelidad a estos reinos, que todos
debemos en una posición tan delicada como la nuestra. Y nada más he de decir
sobre un caso del que habrá de conocer la alcaldía de Casa y Corte.
Comoquiera que todavía tenía yo la carta a
jugar de Don Álvaro de Toledo, no insistí sobre el caso de Pérez, pero sí
apunté al de Doña Ana de Mendoza:
-
Nadie
mejor que vos sabe lo merecido del apartamiento de Pérez, pero más llamativa
resulta la prisión de la princesa de Éboli. Entre nosotros, van a tener razón
los muchos madrileños que cotilleaban sobre sus relaciones con el secretario
detenido, sus manejos concusionarios y su probable participación en la muerte
de Escobedo.
-
Eso
son algo más que chismorreos -corrigió Vázquez, frunciendo el ceño-. La familia
del difunto ha presentado denuncias en esos mismos términos, y buena es esa
Señora para pararse en barras cuando alguien la molesta o le lleva la
contraria. Pero no; Su Majestad no tiene, por ahora, contra ella quejas mayores
que las de haber desoído sus múltiples advertencias para que observara una
conducta más prudente y menos ofensiva para dignísimas autoridades; llegando en
su desacato a negarse a cooperar con el rey para acallar calumnias y suavizar
contiendas entre su amigo Pérez y quienes hemos tomado la parte de la
dignidad y de la decencia[38]… Bien quisiera creer yo que la Princesa es de
las personas que, prevalidas de su grandeza, hablan y escriben con arrebato y
sin reflexionar, y luego se arrepienten y son incapaces de llevar a cabo sus
amenazas. Pero no es este el caso: Sus obras siguen a sus palabras y bien
haremos en precavernos todos cuantos caemos en su inquina, del rey a su criado
más bajo… Y punto en boca, Don Diego, que, por el apego que os tengo, me
desahogo con usía más de lo que la prudencia aconseja.
-
Bien
sabéis, Ilustrísima -protesté-, que vuestros desahogos conmigo yo los
ahogo para siempre en el fondo de mi corazón.
***
No pude llegar ante Don Álvaro de Toledo
en momento más propicio a mis intenciones. El archisecretario Pérez[39]
llevaba ya tres meses, contra toda lógica y normativa, en el mismísimo
domicilio del alcalde de Casa y Corte, con la consiguiente molestia y encono de
este:
-
¿Querrá
usía creer -me comentó muy enfadado- que, más que como detenido, parece
sentirse en mi casa como un huésped de calidad? Y la cosa no iba del todo mal
mientras Su Majestad ordenó su aislamiento absoluto, pero ¿qué me dice ahora,
que ha autorizado le visiten su mujer e hijos, y aún que le deje asomarse a
la calle para que el aire de fuera le haga bien a su salud?
Estuve a punto de echarme a reír,
imaginando al pobre Don Álvaro convertido en un alcalde alcaldado[40],
pero opté por proseguir la conversación en serio:
-
Pues, ¿tan grande el cuidado que Su Majestad dispensa al bienestar de un
preso, por muy Antonio Pérez que sea?, pregunté.
-
El
caso es -repuso Toledo- que mi indeseado inquilino dice sentirse enfermo
y en mi casa entran y salen más médicos que de la facultad de Alcalá, tratando
de adivinar qué mal lo aqueja -o finge-. El otro día lo visitó el doctor Mena[41] y llegó al diagnóstico de
que Pérez sufre de tabardillo[42]. ¡Figúrese, amigo
Galarza, el cerote de mi esposa, temiendo que puedan contagiarse
nuestros hijos!
-
Por
muy excelso que sea ese doctor -objeté-, mal se concilia tal enfermedad con la
vida regalada y relativamente solitaria de la que dice vuestra merced que
disfruta Pérez en su casa. Figúraseme que nuestro secretario quiere
mejorar de estado…, si es que todavía puede encontrar alguno mejor que el
presente.
-
Por
si sí o por si no -rezongó mi interlocutor-, ya he puesto los hechos en
conocimiento del rey, rogándole me libre de tan indeseable huésped, buscándole
otro acomodo más ajustado a sus dolencias y condición de preso[43].
Comprendí que, de no intentar entonces
hablar con Pérez, me resultaría difícil hacerlo con cierta facilidad; de modo
que, haciendo ver a Toledo que obraba por voluntad de Doña Magdalena de Ulloa y
para tranquilizar las inquietudes de tal alta señora, le pedí que me dejase
visitar muy brevemente a Antonio Pérez, siempre que este consintiese en tal
entrevista. El alcalde vaciló un buen rato en concederme el permiso, por más
que la autorización pudiese disfrazarse como una visita a la casa de un amigo y
un encuentro casual con su importante huésped. Al fin, el nombre y deseo
de Doña Magdalena surtieron efecto, recibiendo así la venia del alcalde,
acompañada de un inesperado chascarrillo:
-
Sea,
señor escribano, pero conste que no respondo si usía acaba contagiándose del
mal que sufre el secretario.
-
Clávenme
ese mal a mí en la frente -repliqué con donosura-.
***
Aunque se dice que los años no pasan en
vano, era Antonio Pérez, a los cuarenta de su edad, un hombre apuesto y bien
parecido, a quien la aparente pérdida del favor del rey no parecía haberle
menguado, ni la arrogancia, ni las ganas de conversar con personas de cierta
calidad, como era mi caso. Habíamos convenido, Toledo y yo, fingir que mi
visita a la casa tenía por objeto cumplimentar a sus dueños, viejos conocidos
de la Chancillería vallisoletana, y que mi encuentro con Pérez simulara ser el
fruto de una cortesía debida a su enfermedad. Pérez, aunque gentil y hablador,
no era tonto y trató de evitar mi inesperada cercanía con una advertencia
ominosa:
-
Repare
vuestra merced que puedo tener el tabardillo y no sería cosa buena que, por
saludarme, viniese en pegársele tan peligrosa enfermedad.
Era la ocasión para sorprenderle e
interesarle al mismo tiempo. Repliqué con gesto despectivo:
-
¡Bah,
tabardillos a mí, y hasta fiebre del campamento[44]! Si ya los libré en
Flandes, cuando acompañaba a Don Juan de Austria, ¡a buenas horas los voy a
coger en casa de un alcalde de Casa y Corte, y estando limpio y bien
alimentado!
-
Pues,
¿cómo es eso? -preguntó, intrigado-. Por vuestra edad y aspecto, no parecéis
integrante de los tercios viejos[45].
-
En
efecto -repuse-: Serví a Don Juan como uno de los administradores de su casa
-escondí que también lo había hecho como secretario, para no revelar mi
perfecto conocimiento de sus documentos- y bien puedo decir que estuve muy
cerca de él, incluso en el momento de su muerte.
-
Siendo
así -contestó Pérez-, buen conocimiento tendréis del tabardillo, pues que dicen
que de él murió aquel gran gobernador.
-
Los
que eso afirman -repliqué- no dicen verdad, pues Su Excelencia aún estaría
entre nosotros, si ciertos cirujanos con alma de matarife no le hubiesen dado
una lancetada en una almorrana, que le hizo perder, con la sangre, la vida.
Ignoro si mi información era ya conocida
por el secretario, pues se mantuvo en suspenso, sin responder nada. Aproveché
para seguir acorralándolo:
-
De
todos modos, tabardillo especial hubo de ser el de Don Juan, pues que le
brotaron unas manchas grises y pardas que ni los más expertos doctores
encontraron entre los capitanes y soldados enfermos del campamento.
Pérez palideció y balbuceó unas palabras
que me dieron a entender que sobradamente sabía el origen criminal de tales
máculas:
-
Mala
gente hay por aquellas tierras y el de Orange es el peor de todos. Es capaz de
cualquier fechoría con tal de echarnos de Flandes.
-
Poco
podrían esos herejes[46] -opiné-, si ciertas
gentes de acá no les avisaran de nuestros planes, o dificultasen la llegada
de fuerzas suficientes… Al menos, eso es lo que opinaba Don Juan, que muchas
veces se sintió solo y rodeado de espías.
Seguramente, Pérez se sintió aludido en
mis palabras y, turbado, cambió de tema:
-
En
fin, los malos tiempos pasaron y ahora el duque de Parma[47] aplastará a esos herejes
y volverá sus tierras al pleno dominio de Su Majestad, que Dios guarde… y que
yo tenga la dicha de verlo, venciendo al fin mi mal.
-
Quiera
Dios conceder a Su Señoría la salud, y Su Majestad, de nuevo, su favor,
contesté para complacerle.
Pérez me replicó con estas palabras
finales:
-
Para
quien, como yo, ha hecho del servicio al rey el sentido y objeto de su vida,
una cosa y la otra van de la mano.
El alcalde Toledo, durante mi plática con
Antonio Pérez había tenido la atención conmigo de retirarse, una vez hechas las
presentaciones. Por ello, al concluir nuestra conversación, preguntóme:
-
¿Cómo
ha encontrado al archisecretario? Parece que se ha prestado a hablar por
menudo, a juzgar por el tiempo transcurrido.
-
La
verdad, señor alcalde -repuse-, es que, aunque la procesión vaya por dentro,
parece bastante seguro de sí y del futuro que le aguarda, por más que no haya
de ser tan halagüeño como hasta ahora.
-
Ciertamente,
admitió Toledo. O muy optimista le veo, o imagino que, a lo que parece, el rey
no vaya a ser muy severo con él.
-
¿Solo
lo parece?, inquirí maliciosamente. Habita en casa de vuestra merced; no
ha perdido su cargo de secretario; no se le han abierto, a lo que se me
alcanza, averiguaciones sobre lo de Escobedo… Y perdonadme que sea tan franco,
pues por nada del mundo querría sonsacarle acerca de este asunto.
Toledo sonrió, compartiendo mis
observaciones, y añadió seguidamente:
-
Nunca
vi a un justiciable tan cínico y seguro de sí mismo. ¿Podéis creer que, cuando
la ira del rey pendía sobre él, al tiempo que le pidió autorización para
retirarse, reclamó del Consejo de Órdenes algún hábito que lo ennobleciese, y
hasta llegó a alegar en su favor que era hijo natural del difunto Rui Silva[48]?
-
Semejante
disparate parece que no podrá conseguirlo -comenté-, pero está por ver si logra
otros mayores, en lo atinente a la acción de la justicia, en lo que el rey ha
de tener la palabra.
-
Así
es -corroboró Toledo-. Dicen que todos los caminos llevan a Roma, pero en el
caso de Pérez, todos ellos llevan al Real Alcázar, y bien que se echa de ver.
¡Qué buenos tiempos los de Valladolid, que compartimos vuestra merced y yo,
cuando administrábamos justicia en nombre del rey, pero sin tenerlo tan cerca!
Al punto, pareció arrepentirse de lo dicho
con tanta sinceridad. Yo hice el signo de poner punto en boca, dándole a
entender que ahorraría cualquier manifestación de lo dicho en términos de
amistad; pero, en el fondo, lo escuchado aquella tarde me confirmó la verdad de
lo que un día había oído a Andrés de Prada: Que el mejor modo de alcanzar la
verdad sobre las muertes de Escobedo y de Don Juan de Austria era el de acechar
el rigor y el alcance de la justicia del rey.
***
Regresé a Valladolid más convencido, si
cabe, que antes de la implicación del rey en la muerte de Escobedo, única
manera de explicar su escandalosa benevolencia para con Antonio Pérez y sus
denodados esfuerzos para adormecer las denuncias de los familiares del difunto
y para que la justicia caminase lo más lenta y ciega posible. Claro que Su
Majestad debía de sentirse confuso, hasta el punto de no dar coherencia ni
racionalidad a sus impulsos. Sus motivos me parecían cada vez más claros:
Estando implicado hasta las cejas en los crímenes de su secretario, no podía
arrojarlo al foso de los leones y correr el riesgo de que Pérez revelase lo
mucho que sabía del rey y de sus temores homicidas. ¡Qué fácil habría resultado
todo si Escobedo, como -tal vez- Don Juan de Austria, hubiese muerto
envenenado, en lugar de tener que estoquearlo en plena calle de Madrid[49]!
Pero su tenaz resistencia al bocado dio al crimen una publicidad que
hacía imposible pasarlo por alto u ocultarlo. Lo verdaderamente intrigante era
que el mismo monarca que trataba de proteger a Pérez, para no destaparse él,
tratase de forma tan descomedida a su presunta antigua amante, Doña Ana de Mendoza,
siendo una dama de tal prosapia y con un carácter tan vivo.
Retrato
de la princesa de Éboli con disfraz pastoril, atribuido a Sofonisba de
Anguissola
A mi vuelta, me faltó tiempo para visitar
a Doña Magdalena y referirle puntualmente el resultado de mi viaje. La Señora
se sintió particularmente conmovida al conocer los hechos -en verdad, no muy
concluyentes ante un tribunal- de los que yo deducía ser Pérez responsable, no
solo de la muerte de Escobedo, sino de la de Don Juan, contando con el rey como
excelso fautor de una y otra, aunque lo hubiese sido engañado. Me dio la
impresión de que, cada palabra mía contra el rey, le resultaba inconveniente y
poco grata, hasta el punto de que le pregunté:
-
¿Acaso,
señora, os conformáis con que Pérez y sus esbirros paguen por sus crímenes, sin
que el castigo alcance a quienes los excitaron o consintieron?
-
Señor
escribano -replicó, dándome un tratamiento que pocas veces había usado-, no es
mi intención picar tan alto, que no consiga otra cosa que dar con mis doloridos
huesos en una cárcel. Dejemos el castigo de ciertas personas al juicio
de Dios, que todo lo sabe y todo lo puede. Además, ¿qué sanción puede alcanzar
en esta tierra a quien es inviolable por gracia divina?
-
Es
posible, señora -repuse-, que ciertos libros y predicaciones pudiesen dar
respuesta a vuestras objeciones, algunos de los cuales son de mano de padres
jesuitas[50].
Mas tenéis, sin duda, razón en que a los grandes no se les puede alcanzar con
la fuerza -que a ellos les sobra-, sino con la maledicencia y, si a mano viene,
con la difamación, que destruya su honor y dignidad, que es lo que más les
importa.
La Señora no pareció muy complacida con mi
vindicativa insinuación:
-
Eso
que sugerís -dijo- más parece venganza que justicia. Bueno será que se haga
esta y no aquella, cosa que todavía podemos esperar… Me dicen los padres
jesuitas que el confesor del rey[51] no deja de animarlo a que
persiga el crimen de Escobedo, como su familia viene reclamando insistentemente,
y ese consejo en conciencia parece estar próximo a dar sus frutos[52].
-
Ojalá
sea como decís -expresé-, pero se me hace difícil de creer que Su Majestad se
atreva a tanto[53].
3.
En
el camino a Santorcaz
La vida seguía, más allá de las peripecias
de Antonio Pérez y de los problemas de conciencia de su rey y señor. En lo que
a mí respecta, había vuelto a mis procesos de la Chancillería en donde, de
tanto ausentarme, había acabado por convertirme en un sujeto de dudosa
reputación en lo tocante a laboriosidad. Y, en lo que atañe a Doña Magdalena,
seguía dedicada a una doble y contradictoria tarea: por una parte, preservar su
muy cuantiosa hacienda[54]
de las garras de los parientes de su difunto marido para, de otra, volcarla a
manos llenas en las obras de caridad y fundaciones, de las que los jesuitas se
llevaban la parte del león. Como de costumbre, la Señora me pedía con
frecuencia ayuda u opinión en sus asuntos patrimoniales, pero yo me mostraba
cada vez más reacio a aconsejarla, visto que mis prudentes observaciones no
hacían mella en sus designios de anteponer la caridad sin límites a la cautela.
Y, por las calles y en los mentideros de la villa[55],
no se hablaba de otra cosa que de la muerte del rey de Portugal[56]
y de la consiguiente sucesión que, aunque conflictiva, esperábase que
beneficiara a nuestro Don Felipe, con la consiguiente unión de coronas y
de imperios ultramarinos.
Entre tanto, Doña Magdalena debía de
seguir alerta en lo tocante a Antonio Pérez y los demás negocios de la Corte,
con la ayuda de sus amigos jesuitas. Llegada la primavera de aquel 1580, me
mandó recado para que la visitara en su palacio vallisoletano, antes de que
hiciese su habitual jornada de verano al castillo de Villagarcía. Quería
ponerme al día de las vicisitudes del asunto del secretario:
-
Todo
sigue igual, poco más o menos -resumió-. Pérez está bajo arresto en su casa, de
la que solo sale para acudir al alcázar, cuando es requerido. El rey ha
reducido su competencia a los asuntos de Italia[57], en los que se dice es el
mayor experto de estos reinos, y lo ha colocado a las órdenes de otro colega,
apellidado Idiáquez, quien firma los documentos y despacha con el rey[58]. Mas lo cierto es que
sigue ejerciendo y percibiendo rentas como secretario real, sin que nadie le
exija cuentas de lo de Escobedo ni de Flandes; y, en cuanto al proceso de
visita[59], con las preocupaciones
por Portugal, parece que se ha paralizado.
Me encogí de hombros y respondí con total
escepticismo:
-
Ahora
es lo de Portugal y mañana será sabe Dios qué. Lo dicho, señora: que Pérez
contó en su día con la aquiescencia del rey y, a cambio de su silencio sobre
ello, habrá conseguido de su señor el perdón de sus crímenes.
Torreón
de Pinto (Madrid), primera cárcel de la princesa de Éboli
Doña
Magdalena no acababa de ver las cosas claras:
-
Si
es como dices, ¿a qué dar el escándalo de detenerlo y de retirarle su favor,
hasta el punto de incoarle juicio por sus desmanes? Creo yo, más bien, que el
rey es en sus cosas harto más calmoso e indeciso de lo que a veces debiera, y
este es uno de esos casos.
-
Allá
veremos, señora, si Dios nos da vida y esos buenos padres vuestros,
noticia puntual de lo que acontezca.
-
No
lo dudéis -aseveró Doña Magdalena-. Tengo entendido que también en Portugal
están ya bien instalados[60], con lo que nuestra
información no padecerá porque se produzca al otro lado de la frontera.
***
Seguía yo devanándome los sesos acerca de
cómo podría pagar mi parte en la justicia que debía hacerse al rey, una vez
había este mostrado -en mi opinión- su culpabilidad en el crimen patente de
Escobedo y en el encubierto de su hermano, Don Juan. Y en esas estaba cuando
llegó a la Chancillería la copia en español del bando o edicto que Su Majestad
había proclamado contra el rebelde, Guillermo de Orange[61],
responsabilizándole de toda clase de crímenes y felonías. No hace falta decir
que aquella proclama me indignó, no tanto por el mal lugar en que dejaba al
príncipe holandés -que, en mi opinión, bien lo merecía-, sino por el descaro de
presentarse como rey sin pecado ni mácula. Mas lo que asombró a cuantos
tuvieron noticia de ello, hasta el punto de juzgarlo cruel e indigno, fue el
que Felipe II pusiera precio a la cabeza de su enemigo, ofreciendo a quien lo
asesinara 25.000 escudos de oro y un título nobiliario[62].
Los que decían conocer los entresijos de la decisión real la achacaban al
influjo del cardenal Granvela ¡y hasta del mismísimo Antonio Pérez! Nada de
ello cuadraba con el carácter del cardenal, ni con la situación de disfavor
real en que se hallaba Pérez a la sazón. Pero, en cualquier caso, aquello
robusteció mi decisión futura y me permitió elaborar un plan que permitiese
llevar la misma a efecto.
Y en esas estaba, cuando Doña Magdalena,
hasta entonces tan buena y generosa cooperadora en mis planes, intervino en los
mismos de tal forma, que vino a dilatarlos y a ponerme en un trance muy
comprometido. Me lo planteó como si fuese lo más natural del mundo y yo no
tuviera nada que exponer o replicar:
-
Ha
llegado a mis oídos que la princesa de Éboli, harto peor tratada desde un
principio que el secretario Pérez, ha sido trasladada, de la torre de Pinto, al
castillo de Santorcaz[63], lo que, debido a su
mayor holgura y comodidades, lo ha acordado el rey y entendido sus oficiales
como una forma de suavizar su encierro. Digo que es un buen momento para que
veas de completar tus pesquisas sobre el asunto que nos ocupa, pues
lógico es suponer que esa señora conocerá de primera mano lo sucedido, ya por
haber intervenido en ello, ya por su relación con el tal Pérez que, en común
opinión, no ha podido ser más estrecha.
El requerimiento de la de Ulloa hubo de parecerme inoportuno, a más de superfluo. De hecho, ya me hallaba yo para
entonces haciendo un relato pormenorizado de todo cuanto había ido descifrando
hasta el momento sobre los crímenes de Escobedo y de Don Juan de Austria, con
especial referencia a la naturaleza de este y a la más que probable implicación
en ambos del rey. No veía que pudiese aportar nada útil el acudir en busca de
mayores averiguamientos a quien, en buena lógica, tenía mucho por lo que callar
en lo de Escobedo y nada que ganar con lo de Don Juan[64].
Y, además, no me apetecía volver a pedir licencia en mi trabajo para hacer un
viaje cuyo objeto no podría revelar. En consecuencia, hice todo lo posible por
disuadir a la Señora:
-
Repare
Su Excelencia en que la princesa es mujer de carácter fuerte y que no se dará a
confidencias con un desconocido sobre un asunto que la tiene recluida por orden
del rey. Por otra parte, estando encerrada tan estrechamente, mal podría yo
llegar hasta su presencia sin buenas razones y un permiso especial.
-
Déjame
obrar a mí -me replicó Doña Magdalena, entre molesta y reservada-, que nunca te
he pedido nada para lo que te hayan faltado seguridad y medios. Así pues, ve
solicitando el permiso de tu presidente para faltar al oficio durante unos
días, que no precisarás de muchos para lo que te encomiendo.
No tuve más remedio que conformarme, no
sin preguntar antes por la razón de tan inesperado encargo. Mi mandante
contestó a esto con afabilidad:
-
No
creas que ignoro el fin último de nuestras pesquisas, que no será otro sino el
de imputar muy graves crímenes a personas eminentes. Por mi sexo y condición,
habrás de ser tú quien asuma la tarea de hacer justicia en este mundo, de la
manera prudente y serena que propician tu conocimiento y tu prudencia. Pero no
hemos de consentir que el amor a quien nos dejó nos mueva a convertir el
castigo por su muerte en el escarmiento de unos inocentes.
***
Mi conciencia debía de ser más laxa que la
de Doña Magdalena pues, sin aguardar mi visita a la princesa -que, a decir
verdad, juzgaba de imposible realización- concluí mi relato sobre la
participación del rey y de Antonio Pérez en las muertes de Don Juan de Austria
y de Escobedo, lo cifré en la forma que aún recordaba que se hacía en la
secretaría de Don Juan en Flandes y lo puse a buen recaudo, en espera de la
ocasión que yo esperaba y más adelante expondré en esta misma relación. Entre
tanto, obtuve la preceptiva venia del presidente de mi Sala para ausentarme del
trabajo por el tiempo indispensable para cumplir un encargo inexcusable de una alta
señora, contando con que me sustituiría, sin objeción ni gajes, mi
benemérito colega De la Puente, padre del jesuita que tanto frecuentaba a Doña
Magdalena[65]. Mi
superior accedió, no sin cierta malicia:
-
Vaya
en buena hora el señor escribano que, si no supiese a qué señora intenta
servir, bien creería que lo hace en trabajos de amor.
Estado
actual del castillo-prisión de Santorcaz (Madrid)
En
verdad, Doña Magdalena era respetada en todo Valladolid por su caridad y vida
intachable, pero en aquella ocasión me dio tales muestras de habilidad y
presteza, que en adelante la tuve por una de las mujeres más sagaces y
habilidosas que me ha sido dado conocer en mi ya larga vida. Como punto de
partida, la Señora ya se había puesto en relación con la priora del convento de
Nuestra Señora de Gracia, en Madrigal[66],
donde se estaba formando como novicia Ana de Austria y Mendoza, la hija natural
de Don Juan de Austria[67],
a la que este, con la connivencia de su madre[68]
y de la propia princesa de Éboli, había confiado nada más nacer al cuidado de
Doña Magdalena[69];
situación en la que estuvo felizmente hasta que Su Majestad, por confusas y
retorcidas razones, la sepultó en vida hacia los nueve años de edad en
el citado convento, con el destino casi inexorable de convertirla en su día en
monja de la Orden[70].
Pues bien, conociendo el interés de la de Éboli por la hijita de su prima y el
más que probable aislamiento en que una y otra hubieran vivido en los últimos
años, Doña Magdalena había visitado semanas antes el convento de Madrigal y animado
a la niña[71] a que
escribiera una carta a su pariente encarcelada, en la forma cariñosa y sentida
que la sugería. Dicha carta, cerrada y lacrada, me la confió para su entrega a
la princesa de manera furtiva, pues era de suponer que la destinataria tuviese
vedada la recepción de correspondencia, a no ser bajo el control y previa
lectura por Su Majestad, u otros por su orden y delegación.
Mucho me complació el ardid de Doña
Magdalena para conseguir ablandar a la prisionera, a fin de que me
recibiese -siendo ello posible- con buena disposición y confianza. Mas la
propia alusión a que la carta habría de entregarse de oculto me hizo reparar en
que también las visitas a la reclusa estarían harto restringidas, sujetas al
permiso y vigilancia de sus guardianes. Era a la sazón el jefe de todos ellos
un tal Juan de Samaniego, antiguo servidor de la casa de la ahora sometida a su
control, escogido, al parecer, por el secretario real, Vázquez, tratando de concertar
la consideración hacia la princesa con su propia tranquilidad. Pero, al
parecer, la Señora había escrutado más a fondo la vida y milagros de aquel
Samaniego:
-
Es
un individuo -me informó- que, tras servir en la casa de Doña Ana de Mendoza,
lo hizo para los Farnesio, por los que guarda verdadera devoción. Una gestión
mía ante la Duquesa de Parma[72], cuyos términos no es del
caso que te revele, nos ha puesto a Samaniego predispuesto a rendirme el favor
de acogerte en Santorcaz sin dificultad y permitir que veas a la princesa a
solas, con el pretexto de apaciguar sus ánimos, poniéndola al corriente de la
marcha de sus asuntos en la Chancillería, dado que desconfía de sus
procuradores[73],
al no poder tratar personalmente con ellos tanto como ella desearía.
Quedé pasmado de la ligereza -por no decir
osadía- con que Doña Magdalena jugaba con las diligencias procesales, máxime
cuando yo era escribano del crimen, por lo que desconocía el estado y la marcha
de los múltiples pleitos que, en efecto, tenía la princesa en Valladolid, pero
en la Sala de lo Civil. Corría el riesgo, si la falsa disculpa llegara a
saberse, de perder mi puesto y pasar a hacer compañía a mis clientes en
la cárcel de Chancillería. No obstante, mi mandante insistió:
-
Se
trata de una mera disculpa, que Samaniego no discutirá, en vista del mucho bien
que tu visita ha de aportarle. Y, en todo caso, bien puedes aprovechar los
próximos días informándote por tus colegas de lo que atañe a los litigios más
salientes de la princesa.
No era mal consejo, y practicable. Parando
mientes en lo del supuesto bien que mi visita a Santorcaz aportaría al
guardián de la de Éboli, mi interlocutora volvió a asombrarme de su ciencia y
sagacidad. Me dijo así:
-
Tal
vez ignores que el salario del guardia de la princesa es abonado con cargo al
propio patrimonio de esta[74]; de lo que deducirás lo
que al pobre Samaniego le cuesta cobrarlo, y aún lo alcanzado que se hallaría,
de no encontrar personas que le adelanten lo no percibido. Pues bien, informada
de ello, he decidido ser yo, por un tiempo, la fuente de esos anticipos. A tal
fin, le llevarás una carta de crédito hasta un importe de mil ducados, que
expedirá a mi costa y en su favor mi banquero, Fabio Nelli. Comprenderás que,
con tal carta de presentación, no habrá Samaniego que acierte a cerrarte el
paso, ni a discutir las credenciales que le presentes.
-
Mucho
arriesgáis, señora, con mi visita -opiné-. ¿Tanto importa lo que la princesa
pueda decir o callar a un humilde escribano, que se acerca a ella presto a
hurgar en cosas por las que estará privada de libertad, quién sabe por cuánto
tiempo?
-
Es
mi deber moral averiguar cuanto me sea posible sobre el triste fin de quien estimé como a un hijo, y sigo llorándolo como a tal. Tú encomiéndate a Dios
para rematar nuestra obra. Luego, cada cual por nuestro lado, haremos justicia
como cumpla a nuestra posición y a nuestra conciencia.
***
Mi admiración por Doña Magdalena de
Ulloa no excusaba que procurase adoptar precauciones adicionales, y fue la
primera la de averiguar en qué términos parecía haber sido levantada de
incomunicación de la princesa en su prisión. Constaté que la única autorización
general le había sido concedida por el rey pocas semanas antes, en lo tocante a
ver y comunicar con sus hijos, todos los cuales eran menores de edad[75],
pero seguía vigente para ella la prohibición absoluta de mandar cartas y
billetes, lo que había de hacer por intermediarios complacientes. En todo lo
demás, las visitas habían de ser permitidas caso por caso y con justa causa,
por el guardián jefe, consultando, caso de duda, con el presidente Pazos[76]
o con el secretario real, Vázquez. Felizmente, por un camino u otro, llegó a mi
conocimiento la orden general que el celador principal, Juan de Samaniego,
había recibido de Su Majestad, con la firma de Pazos. Estaba fechada el 12 de
mayo de aquel año de 1580 y, entre otras normas, establecía la que sigue:
…Y no haya allí más visitas, ni inteligencias, ni otra
correspondencia sino atender la señora Princesa al gobierno de la Casa y
administración de la hacienda e solicitud de pleitos.[77]
En ese entendimiento sosegué mis cuidados, pues no me costaría mucho
vestir el trato con la princesa de diligencia de información del estado de sus
litigios en la Chancillería; para lo cual consulté los autos pertinentes y tomé
nota exacta de su contenido, haciendo que mis colegas escribanos en la Sala
correspondiente diesen fe de la autenticidad del relato. Hecho esto, no quedaba
sino ponerme en camino y rezar para encontrar el modo de entrarle a Doña
Ana de la manera que mi experiencia y buena estrella me dieren a entender.
***
Estando, como suele decirse, con el pie en el estribo, recibí de
improviso un pliego de mi buen compañero y amigo de los tiempos de Flandes,
Andrés de Prada[78],
anunciándome que estaba próximo a cesar en su cargo de secretario del
gobernador y capitán general, Alejandro Farnesio, por lo que, si deseaba
enviarle algún encargo o solicitud para mientras se encontrara en Flandes,
aprovechara la oportunidad de hacerlo a través del oficial de toda confianza,
con el que me había hecho llegar su misiva; el cual, cumplido su encargo en la
Corte, regresaría acto seguido con el recado a Bruselas.
Era la oportunidad que estaba esperando. Le escribí una carta, cifrada
de la forma en que él y yo habíamos empleado durante nuestro trabajo en común
para Don Juan de Austria, y a ella incorporé la extensa memoria de mis
pesquisas sobre la muerte de aquel y de Escobedo. En la misiva le rogaba que
hiciese llegar el documento a personas que estuvieran prestas a usar de
él, en forma que se hiciera justicia de palabra en otras tierras a quienes
estaba visto que no la recibirían de obra en España. No te será difícil
realizar lo que te pido -concluía- en esa tierra de rebeldes, herejes y
espías, muy enemigos de Castilla y de su rey.
Seguidamente, cerré y sellé cuando dejo dicho y, comoquiera que el
enviado de Prada me asegurara que volvería a pasar por Valladolid a su regreso
a Flandes, le urgí a que recogiese el escrito en dicho momento y que, de
encontrarme yo ausente, se lo entregarían mis criados. Lo despedí, no sin
advertirle que, por orden de su principal e incitación mía, no habría de
consentir que el documento fuese a parar a otras manos que las de su
destinatario. Y puedo adelantar que cumplió en todo mi demanda, a juzgar por
lo que me refirió Andrés de Prada a su regreso a España y que más adelante
relataré.
Portada
de la Apología de Guillermo de Orange, en edición en francés de 1581.
4.
Con
la Princesa y algo de lo que luego se cumplió
Entrar
al castillo de Santorcaz y ver a la princesa cautiva no fue como lo de llegar y
besar el santo. Conforme a lo acordado con el guardián o asistente[79]
de Doña Ana, anuncié mi llegada el día anterior y me hospedé en una modesta
posada en la parte baja del pueblo, de donde, a primera hora de la mañana
-aprovechando aún la fresca de aquella jornada canicular-, subí en una mula
hasta la fortaleza, llevando conmigo las llaves que por ensalmo habrían
de abrirme todas sus puertas. Y la primera de ellas hube de emplearla para
franquear al mismo Juan Samaniego quien, apenas me tuvo enfrente, sin dar
siquiera lugar a sentarnos, me abrumó a quejas y lamentos, de lo mucho que lo ofendía
y atormentaba la Princesa, que con nada parecía estar contenta ni conformarse,
ni siquiera tomando en consideración lo mucho que había mejorado su situación
respecto de la que tenía en Pinto, y más ahora, que podían visitarla sus hijos
y que el anterior carcelero, Rodrigo Manuel, hombre áspero y riguroso, había
sido reemplazado por él que, como antiguo servidor de la casa y familia de la
princesa, no buscaba otra cosa que servirla y obedecerla[80].
-
Vea,
señor Galarza -se lamentaba-, hasta donde llega la ingratitud de la Princesa que, al enterarla
ayer de que recibiría la visita de usía, trayéndole documentos de la Real
Chancillería, se ha rehusado a verlo, afirmando que, para examinar esos asuntos
legales tiene procuradores y letrados que le harán dicho servicio, sin que ella
tenga que ocuparse.
Me recorrió el espinazo un escalofrío,
viendo que podría haber hecho el viaje sin provecho y, peor aún, defraudando
los designios de Doña Magdalena. Era cosa de pensar en cómo mudar la
disposición de la princesa, para lo cual era lo mejor ganar tiempo. Eché mano a
la bolsa de cuero en que portaba los documentos y, con una sonrisa, extraje de
ella la carta de pago, que entregué a Samaniego con estas palabras:
-
Tenga
presente que los grandes no aceptan de buen grado que quienes han sido sus
criados alcancen algún ascendiente sobre ellos; tanto más, tratándose del poder
de vigilar sus acciones y movimientos, teniéndolos privados de libertad…
Paciencia, mi señor Don Juan, que vendrán mejores tiempos y tal vez la propia
Doña Ana acabe reconociendo vuestros méritos. Pero, entre tanto, sabiendo de
las apreturas a las que estáis sujeto por la morosidad de la princesa en
abonaros vuestra soldada, Doña Magdalena de Ulloa, mi mandante y protectora, me
ha dado esto para vos, en el buen entendimiento de que su liberalidad y
mi visita no han de salir del ámbito del sigilo que el asunto merece.
Samaniego tomó asiento para abrir y leer
el contenido de la carta de pago que le entregaba. Tragó saliva y, con los ojos
como platos, se me quedó mirando, entre admirado y perplejo, sin acertar a
articular palabra. Conforme a lo convenido con mi Señora, le aclaré:
-
Con
esto podréis cubrir los atrasos de la princesa, hasta que os pongáis al día en
los cobros. De cualquier manera, y sin que eso tenga por qué hacer sospechosa
la munificencia de Doña Magdalena, esta me ha encargado os transmita que no os reclamará el reintegro de esos mil ducados, los cuales podréis cobrar
en las fechas y plazos que estiméis oportunos.
Quedó este asunto concluido, alcanzando yo
el convencimiento de que, a poco que pudiera el afortunado Samaniego, mi visita
a Santorcaz y los ducados de Doña Magdalena quedarían bien enterrados en el
cementerio del olvido. Pero poco adelantaría con ello, si no pudiese hablar con
la de Éboli. Decíase de ella que era bastante bronca y muy obstinada, pero
estaba seguro de lograr su beneplácito en cuanto pudiera revelarle todo lo
que me había llevado hasta allí. No siendo cosa de comunicárselo por conducto de
su carcelero, opté por usar de un intermediario más eficaz y discreto; de modo
que expliqué a Samaniego:
-
No
es cosa que me plazca, ni convenga al encargo que he recibido de la
Chancillería, el que Doña Ana me despida sin ni siquiera escucharme. ¿No tiene
alguna dama o criada con ella a la que dirigirme para explicar en pormenor lo
que pretendo?
Me contestó de inmediato:
-
Su
dama de mayor confianza es Doña Bernardina Cabero[81], que la viene atendiendo
en prisión desde los primeros días en Pinto. Claro que es tan recia e
insufrible como su señora, y aún más; de modo que no sé…
-
Llamadla
al punto, os lo ruego -le pedí-, y dejadme a solas con ella que, entre mis
cualidades reconocidas, está la de amansador de fieras.
Samaniego se echó a reír de muy buena
gana. Más tarde me enteraría de que no había sido la única persona en tildar de
fieras a aquellas señoras tan intransigentes, pero -que yo sepa- he sido
el único en calificarse de domador tan descomedidamente.
***
La entrada de Doña Bernardina en el
gabinete en que ya me encontraba solo, se ajustó a lo anunciado por Samaniego,
pero también yo lo estaba esperando y me encontraba preparado para darle la
réplica:
-
Mi
señora no os recibirá, como advirtió al carcelero el día de ayer; de modo que
habéis perdido el viaje y podéis volver a Valladolid por donde habéis venido.
-
Tomad
asiento, señora -repuse- que no es propio de vuestro linaje permanecer de pie
ante un simple escribano, por más que también sea hidalgo, de la estirpe de los
Galarza. Y concededme un momento para explicarme, pues no estoy aquí solo por
razón de mi oficio, sino como emisario y correo de Doña Magdalena de Ulloa, a
quien vuestra señora conoce de antiguo y, a lo que creo, tiene en mucha
consideración.
No puedo asegurar que amansara a la
fiera, pero sí que se sentó, mostrando ahora en su semblante más sorpresa y
curiosidad, que no enfado o desprecio. En vista de ello, volví a echar mano a
mi bolsa, de la que extraje la carta que la niña Ana de Austria había escrito
para su prima, la de Éboli, a instancias de Magdalena de Ulloa. Sin mayores
explicaciones, se la entregué a Doña Bernardina, y agregué:
-
Tomad
esta carta y guardadla entre la ropa hasta entregarla de inmediato a vuestra
señora. Y decidle que el correo aguarda para recibir contestación y para, con
toda pleitesía hacia ella, poder cumplir el encargo de darle las últimas
noticias de sus principales pleitos en la Chancillería vallisoletana.
Retiróse Doña Bernardina a cumplir el
encargo y al punto entró Samaniego en la sala, lo que me hizo suponer que había
estado esperando en un lugar inmediato. Le dije:
-
Creo
que Doña Ana mudará de opinión y no tardará en recibirme. Con todo, por si se
alargase la espera, mucho me agradaría reposar en la fortaleza, evitando el
bochorno del mediodía.
-
No
solo eso, señor escribano. Compartiréis mi almuerzo y entended que habéis
tomado posesión de mi persona y de esta casa.
-
Acepto
de muy buen grado -contesté- todo cuanto me ofrecéis, con la condición de que
de la casa pueda salir cuando bien me plazca.
Volvió a reír Samaniego con mi ocurrencia
y, seguidamente, se despidió para continuar -me dijo- con sus muchos
quehaceres. Yo quedé en la penumbra de la habitación y me dediqué a releer
los traslados de los pleitos de la princesa, que de Valladolid había traído. Y
no había terminado de hojearlos todos, cuando reapareció Doña Bernardina y
desde el umbral, con voz queda, me dijo:
-
Acompañadme.
Doña Ana de Mendoza os recibirá ahora.
En el camino hacia los aposentos ocupados
por la princesa y sus servidoras, la dama me advirtió:
-
Lleva
unos días que se fatiga mucho. Procurad no alterarla y ser breve.
Asentí mecánicamente. No era mi intención
que la de Éboli se exaltara pero, en lo tocante a la brevedad, no estaba
dispuesto a abreviar voluntariamente uno de los momentos más emocionantes de mi
no aburrida vida.
***
Hasta dónde llegaría mi ignorancia del
personaje que se presentaba a mi vista, que supuse que el parche que la
princesa llevaba cubriéndole el ojo derecho[82],
sujeto por una cinta o cordoncillo a la parte posterior de su cabeza, era un
remedio temporal, tal vez, consecuencia de esa fatiga que su dama me
había advertido. Solo más adelante sabría que Doña Ana hacía ya muchos años[83]
que llevaba siempre tal protección en público, sin que hasta ahora se haya
sabido a ciencia cierta la causa, ni si el ojo velado estaba enfermo o lo había
perdido en algún lance[84].
Por lo demás, la señora, sobriamente vestida de negro y apenas enjoyada, menuda
y algo envarada, flaca y de suma palidez, apenas mostraba a su edad y
circunstancias la belleza que se decía la había hecho famosa y seductora. Todo
ello acerté a percibirlo poco a poco, por estar en sombras la pieza en la que se
hallaba, sentada en un sillón de asiento y respaldo de cordobán, con los pies
apoyados en un escabel forrado de terciopelo. A mi presentación y reverencia,
respondió con una voz viva que desmentía todos los síntomas de fatiga que
podrían haberse presumido en una mujer presa y tan maltratada en el último año,
y dijo:
-
Acérquese
el señor escribano y muéstreme esos papeles que lo han traído hasta aquí, tras
un viaje nada corto[85].
Así lo hice y, mientras ponía en sus manos
los diversos documentos legales, le iba haciendo un breve resumen de su
contenido, de forma muy llana, aunque la señora fuese buena conocedora de los
términos y las diligencias judiciales. Al propio tiempo, le iba señalando
aquellos autos que convendría que fuesen firmados por ella, como litigante,
para luego devolvérmelos. Sin contestarme nada ni reclamar recado de escribir, fue
colocando apiladamente los testimonios de los pleitos sobre una pequeña mesa de
despacho aledaña a su asiento, para finalmente comentar:
-
Bien
parecéis conocer mis asuntos judiciales, aunque son muchos y enrevesados[86]; pero, en lo tocante a
firmarlos, primero habré de consultar con mis consejeros. Cuando haya evacuado
consulta, haré lo procedente y, si fuere oportuno, me daré por notificada y
devolveré por conducta de mis procuradores lo que me habéis pedido que firme.
La actitud de la princesa no era la más
propicia a continuar la plática, no obstante lo cual decidí no responderle, ni
hacer ademán ninguno de retirarme. La dama me miró de hito en hito y prosiguió,
con un tono más amable:
-
Así
que, además de hombre de curia, sois de la confianza de Doña Magdalena de Ulloa…
Habréis de decirle que agradezco mucho el rasgo de bondad que ha tenido conmigo
en este triste estado, que me hace recordar el que tuvo con mi prima María en
un momento tan… peliagudo.
En ese momento, se dio cuenta de que Doña
Bernardina seguía en la habitación, cerca del umbral. Juzgando seguramente que
la conversación podría tomar derroteros que desaconsejaban su presencia,
ordenó:
-
Bernardina,
no te necesito por ahora. Acude a la cocina y mira qué bodrio me están
preparando para el almuerzo.
Retiróse la dueña y, por más que pudiera
parecerle harto charlatán o confianzudo, me atreví a exponer a la princesa:
-
Decís
bien, señora, en lo tocante a aquel trance a que aludís, pero, entre la casa de
Mendoza, Doña Magdalena y mi señor, Don Juan de Austria, se puso remedio, de
forma que se sirviera, a un tiempo, al cariño y al honor.
Doña Ana se irguió tensa en el sillón y,
de forma destemplada, preguntó:
-
Vuestro
señor, Don Juan de Austria… Pues,
¿qué tuvisteis vos que ver con tan excelsa persona, que Dios tenga en su
gloria?
-
Hube
de conocerlo como servidor y consejero de Doña Magdalena, a más de servirlo
como administrador y oficial de su casa en los tiempos de Flandes.
La princesa fue como un rayo al meollo del
asunto e insistió con las preguntas:
-
Según
eso, ¿habéis conocido también al secretario Escobedo?
-
Por
poco tiempo, pues que vino, como sabéis, a Madrid para despachar asuntos que él
sabría, y ya no regresó. En cualquier caso, Excelencia, el puesto del finado Escobedo
era el de secretario oficial del gobernador, en tanto que yo le servía en sus
asuntos particulares.
La
princesa de Éboli y su esposo, Rui Gomes de Silva (Convento del Carmen de
Pastrana)
Doña
Ana pareció serenarse y, cambiando en parte de tema, me pidió:
-
Poco
o nada de cierto se ha sabido en Castilla del triste fin de Don Juan de
Austria, con quien me unió una buena amistad. ¡Qué final tan lamentable… y tan
joven! ¿Qué podéis contarme de sus últimos tiempos y de su inopinada muerte?
Iba a iniciar mi respuesta, cuando la
princesa, comprendiendo que sería amplia, me invitó a tomar asiento cercano a
ella. Lo hice y le fui exponiendo en términos dramáticos la soledad y el
abandono en que Don Juan se había hallado durante más de un año, hasta recibir
la ayuda de los tercios, al mando de su primo, Alejandro Farnesio; los peligros
que hubo de arrostrar, rodeado de espías y asesinos en potencia, como aquel
inglés enviado por su reina para matarlo; la progresiva pérdida de salud y de
ánimos, sobre todo, al enterarse del triste fin de su secretario en las calles
de Madrid, y, finalmente, de su sacrificada valentía final, que lo llevó a la
victoria, sí, pero también a no cuidarse lo suficiente para conservar una vida
tan castigada. En fin, nada oculté a la señora, como no fuera mi firme creencia
en que, a más de todo ello, Don Juan había muerto con señales claras de haber
sido envenenado.
La princesa escuchó en absoluto silencio
mi relato y tengo para mí que lo recibió con emoción y desconsuelo, a juzgar
por la expresión de su cara y por lo que manifestó a mi conclusión:
-
En
verdad, Don Juan era mucho mejor que cuantos le rodeaban y hacían un uso tan
desconsiderado de su disposición y cualidades. Yo solo lo conocí en la Corte,
como amigo y caballero y, pese a lo de mi prima, siempre lo tuve en la más alta consideración, aunque no os ocultaré -ya que estáis, sin duda, al
corriente- que su sinceridad y justas ambiciones le granjearon ciertas…
desconfianzas.
A riesgo de provocar un abrupto final de
nuestra conversación, me atreví a replicar:
-
Desconfianzas, señora, que algunos se encargaron de
convertir en deleznables sospechas, trasladándolas al rey, nuestro señor, que
dio en Flandes a su hermano la autoridad del mando, pero no el poder con que
ejercerlo.
Doña Ana pareció cómoda con mi censura del rey, pues optó por disculparle solo de manera formularia:
-
Su
Majestad obra en muchas ocasiones con harta cautela y no siempre tiene a su
lado a personas que lo aconsejen con acierto, ni en forma acompasada y
coincidente.
Estuve a punto de replicarle que una cosa
es que los consejeros erraran y otra, muy diferente, que engañasen al rey y no
fueran fieles intérpretes o transcriptores de los documentos que pasaran por su
secretaría. Afortunadamente -pienso ahora-, me contuve, pues nada habría sido
más peligroso para mi indefensa persona, que informar a la de Éboli y, por
lógica difusión, a Antonio Pérez, de que yo había jugado un papel notable en la
entrega a Mateo Vázquez del archivo de Don Juan de Austria, así como en la
comprobación del amaño y manipulación de muchos documentos por Pérez. De manera
que acepté sin rechistar el punto de vista de la princesa y me di por
satisfecho con la percepción de que nada parecía asociarla al infiel secretario
en lo tocante a malquistar al monarca con su hermano, ni, menos aún, en haber
inducido o procurado la muerte de este de manera criminal.
***
Permanecimos en silencio durante unos
momentos que se me hicieron interminables. Creyendo que Doña Ana no tendría más
que decir, pero sintiese algún embarazo en despedirme, inicié por mí mismo el
trámite:
-
En
fin, señora, tal vez os haya fatigado en exceso con mis penosos recuerdos…
Para mi sorpresa, mi voz fue el
desencadenante de unas revelaciones que habían estado pugnando por salir de su
pecho, en efusiva respuesta a mi sinceridad:
-
Doña
Magdalena de Ulloa, y vos como su fiel mensajero, habéis sabido comportaros
conmigo de la forma amistosa y considerada a la que siempre creí tener derecho
por mi nacimiento y buenas prendas, pero que ahora, presa y abandonada, sé
valorar y agradecer más, por los contados rasgos de amistad, y aún de piedad, que
me es dado recibir. Quiero, pues, pagaros con lo poco de que ahora me es dado
disponer en libertad: Revelaros a vuestra señora y a vos el motivo por el que,
sin duda, me hallo en este triste estado, que aún no sé cuánto habrá de durar,
pues no se me han reconocido hasta ahora los derechos que en justicia
corresponden a cualquier reo, por bajo y culpable que sea, y que vos conocéis,
por vuestro oficio y natural, mejor que nadie.
Guardé silencio, mientras Doña Ana parecía
ordenar mentalmente sus ideas durante unos instantes. Luego, se explicó con
calma no exenta de firmeza y, en ocasiones, de vehemencia:
-
La
simultaneidad de nuestras prisiones -por otra parte, tan diferentes en su
dureza- y las habladurías de la gente, empezando por mi deslenguada pariente,
Doña Constanza[87],
han hecho creer a muchos que Antonio Pérez y yo estuviésemos de acuerdo en no sé
qué maldades y crímenes, comenzando por el de la muerte del secretario
Escobedo. Mas habéis de conocer que, ni Pérez -antiguo y fiel servidor de mi
difunto esposo y de mi familia-, ni yo misma hemos sido privados de la libertad
por aquella muerte, ni siquiera por los mismos hechos. Dícese que al secretario se le achaca, sin acusarlo aún, de no haber
cumplido los deberes de su cargo con la honradez y fidelidad al mismo debidas;
en tanto que, a lo poco que yo sé por Pazos[88], el arzobispo de Toledo[89] y otros dignatarios, el
rey me reprocha el haber puesto hostilidades entre sus principales secretarios,
Pérez y Mateo Vázquez, y no haberlo ayudado después a pacificar sus
diferencias, debidas en particular a las sospechas levantadas por lo de
Escobedo. ¿Qué os parece?
-
De
corazón, princesa, me parece que, a no ser que Su Majestad juegue a los
sobrentendidos, no hay razón ni motivo en ello para privar de la libertad a una
señora de vuestra calidad, ni aún del común.
Como es natural, la princesa recibió con
agrado mi respuesta; por lo que insistió en sus preguntas:
-
¿Y
qué decir de quienes murmuran, y hasta denuncian, que yo pudiera haber animado
a alguno a matar a Escobedo, por entremeterse en mis asuntos privados
hasta más allá de lo que mi honor y su condición recomendaban?, aunque no llegara
más lejos que entrar en comadreos y consejas con Doña Bernardina, quien harto
ya le cantó la cartilla, despidiéndolo de mi palacio con cajas destempladas.
-
Diría,
señora, que un buen escarmiento con la baqueta o el látigo sería suficiente, y
más, para quien, aunque venido a más, no pasaba en vuestra casa de ser un
antiguo criado
-
Bien habéis hablado -ponderó la princesa-, con equilibrio y sensatez. Pero
¿qué diríais si os asegurase que me hallo presa meramente por ser una buena
madre, que busca lo mejor para sus hijos, tanto más siendo hembras, que a las
mujeres se les da hecho el matrimonio y habrán de pechar de por vida con las
consecuencias?
Aquella salida me dejó atónito, no solo
por inesperada, sino por aparente falta de sentido. Doña Ana comprendió mi
perplejidad y añadió en seguida:
-
Claro
que hay casos en que una madre pica tan alto, que puede cruzarse en el camino
de un rey.
Y, de manera precisa, me expuso su
argumento de manera muy semejante a como lo pongo yo ahora por escrito:
-
Tengo
una hija de ocho años, por la que, debido a mis buenas relaciones con la
estirpe portuguesa de los duques de Braganza y a tener aquella un heredero de
una edad parecida[90], entré en negociaciones
para el matrimonio de ambos, sin pararme a pensar en que la duquesa tenía un
parentesco con la casa reinante de Avís, que podía permitirle aspirar en su día
a heredar la corona, caso de fallecer el monarca luso sin sucesión. Pues bien,
ya sabe lo que ha acontecido en estos últimos dos años: De manera trágica e
imprevista, murió en África el rey Don Sebastián[91]; lo sucedió un anciano,
cardenal y sin hijos[92]; finalmente, muerto el
cardenal-rey, el nuestro ha reclamado el trono portugués, como nieto legítimo
del monarca de Portugal, Don Manuel[93]. Pero hay varias otras
personas con parecidos derechos para ser reyes y, entre ellos, para mi
desgracia, la duquesa de Braganza, madre del niño que yo aspiraba llegase a ser
marido de mi hija pequeña. Es cierto que los Braganza, no sintiéndose con fuerzas
para oponerse a nuestro Don Felipe, prefieren no entrar en la polémica y, a cambio, conseguir la amistad y prebendas de este: ¡Allá ellos y su conciencia!
La forma en que pronunció estas últimas
palabras me hizo comprender que desaprobaba tal dejación, renunciando a la
primogenitura -como quien dice- por un plato de lentejas[94].
La princesa dejó pasar en silencio unos instantes y prosiguió:
-
Con
todo, el rey debió de entender que mis ambiciones legítimas de madre suponían
una intromisión en su política portuguesa, y esa es la razón por la que ha
querido quitarme de en medio, precisamente en los momentos en que se estaba
cociendo la sucesión y yo -no voy a ocultarlo- tenía cierta mano con el finado
rey Don Enrique, que nunca quiso comprometerse a favor de Felipe II y nombrarlo
su sucesor… En fin, Dios castiga sin palo ni piedra, y ahí tienes que un
bastardo[95]
se le ha subido a las barbas a Su Majestad y dicen que se ha proclamado rey de
Portugal, con el apoyo de mucha gente llana.
-
Decís
bien, señora -confirmé-. Tan es así, que hace unos días ha cruzado la frontera
por Extremadura un ejército, al mando del Duque de Alba, para derrotar a ese
pretendiente e imponer los derechos de Don Felipe. No parece buen principio
para ganarse la voluntad de un reino.
-
¡El
duque de Alba!, exclamó decepcionada la princesa-. ¿No ha encontrado Su
Majestad alguien más adecuado que ese viejo que, por donde pasa, deja un
reguero de sangre[96]?
-
Espero
que se muestre en Portugal con más contención que en Flandes -deseé-.
-
Ello
se verá -repuso dubitativa la de Éboli-. Quien ha pasado en un santiamén, de
estar confinado en un castillo, a comandar la conquista de Portugal, acaso
pueda mudar de condición y temperamento…, si el diablo se cansa de rondarlo.
Don
Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba
Lo
que sí parecía haber pasado en un santiamén era nuestra conversación y, con
ella, la mañana. Era más de mediodía y la aparición de Doña Bernardina por dos
veces en el umbral de la sala quería advertirnos sin palabras de que era la
hora de servir el almuerzo. Doña Ana se percató de ello y tuvo la gentileza de
invitarme a compartir su yantar antes de que nos despidiésemos. Por no desairar
a su guardián, hube de excusarme:
-
Perdonad,
señora, que no pueda aceptar vuestro convite, pero ya estoy comprometido, por
haber aceptado muy de mañana la invitación de Samaniego.
-
Entiendo
vuestro rehúse -me replicó risueña-, aunque solo sea porque mi convite será
harto más parco y desabrido que el que habrá de ofreceros mi carcelero.
-
No
dudo, Excelencia -repuse galante-, que vuestra compañía compensaría con creces
lo frugal del alimento, pero bien sabéis que no debo descontentar a quien, con
tanta facilidad y llaneza, me ha permitido visitaros.
-
Sea,
añadió la de Éboli. Espero que, ni Doña Magdalena, ni vos me olvidéis y, si es
que he de seguir por algún tiempo en este estado, volváis para aliviar mi
cárcel con vuestra conversación.
No quise darle falsas esperanzas, ni que
tomase a ingratitud mi ausencia, cuando tan bien había acabado por tratarme. Le
contesté:
-
¡Qué
más quisiera yo, señora!, pero bien sabéis que llegar hasta vos es tarea
difícil, que deciden quienes disponen de vuestra libertad y de la mía.
Esperemos que este trance pase muy pronto y, hasta entonces, me tenéis en la
Real Chancillería a vuestra disposición, en lo que os pueda servir con mi oficio.
Al escuchar mis últimas palabras, la
princesa pareció recordar los autos que reposaban en la mesa a su lado. Sin
rechistar fue suscribiendo, con letra grande y picuda[97],
cuantos documentos había puesto antes a su firma, como la mejor muestra que podía ofrecerme
de respeto y confianza. Por mi parte, guardé los documentos ya suscritos, me
incliné y salí de la habitación, presto a encontrarme con mi anfitrión. Al
verme, Samaniego se hizo de nuevas y me preguntó:
-
¿Cumplisteis
vuestro encargo? A juzgar por el tiempo que habéis tardado, la princesa debe de
haberos puesto muchas dificultades.
-
Las
suficientes -contesté ambiguamente-, como para preferir, antes de volver por
aquí, que me arranquen de cuajo las cuatro muelas cordales.
-
¡Ya
os lo advertí!, replicó el carcelero entre carcajadas… ¡Vamos, a la mesa!, que,
si es que conserváis las demás muelas, daremos buena cuenta de unas perdices
que cacé ayer en unos momentos de alivio que tuvieron a bien concederme Doña
Ana y la Cabero, que Dios guarde.
***
A mi regreso a Valladolid, me apresuré a
rendir cuenta de mi viaje a Doña Magdalena, lo que mucho contribuyó a
tranquilizar su ánimo pues, por más que yo siguiera insistiendo en mi parecer
de que Don Juan había sido ayudado a pasar de este mundo, le transmití
los sentimientos de la princesa y, con ellos, mi creencia de que en nada malo
habría intervenido Doña Ana de Mendoza contra Don Juan. Mucho admiró a la
Señora la explicación del rencor de Su Majestad contra ella, a causa de los
asuntos de Portugal, entonces tan de novedad. Recuerdo que Doña Magdalena me
comentó:
-
¡Qué
casualidad! Precisamente en la misa de hoy el sacerdote hizo rogativas para que
Nuestro Señor bendiga la empresa de Don Felipe en aquellas tierras.
-
Pues
dicen que en Lisboa se elevan oraciones porque Su Divina Majestad bendiga las
armas del Prior de Crato que, además de portugués, pertenece a la Orden de
Cristo[98].
Debí de hacer el chiste con tan seria
apariencia, que mi interlocutora respondió:
-
Tal
vez los hombres deberíamos acordarnos de Dios para pedir la paz, no el triunfo
en la guerra.
De aquí a poco, cuando la victoria de
Lisboa[99],
se presentó en mi casa Andrés de Prada. Regresaba de Flandes mustio y
desengañado pues, ahora que la fortuna sonreía allí a nuestras armas, el
gobernador Farnesio lo había despachado de la secretaría, para colocar en ella
a sujetos de su personal elección[100].
Lo animé para que se alojase como mi huésped durante unos días, con el pretexto
de mostrarle las excelencias de mi ciudad, llamada inexorablemente a decaer con
el traslado de la Corte a Madrid[101].
Pero, con todo mi afecto y cortesías, Andrés se mostraba adusto y desalentado.
Me confesaba:
-
No
diré que me repugne acogerme a mi solar de Valdeorras y vivir de lo que le
saque a la tierra, pues en mis varios y relevantes oficios nunca hice fortuna;
pero es triste trabajar y penar, para no verte reconocido y que te despidan
como a un viejo jamelgo, al que envían a languidecer al peor pesebre de la
cuadra.
-
¡Por
Dios, Andrés -exclamé-, que solo tienes treinta años! Descansa un tiempo y,
pasado este, hazte ver de paseante en corte. Seguro que hallas al punto una
buena colocación, acorde con tu experiencia y cualidades[102]. Y, hasta tanto, aquí me
tienes para todo lo que precises.
Prada pareció conmoverse por un momento,
pero huyendo de aceptar caridad ninguna, me dio un consejo, que yo recibí muy
conforme, por la cuenta que me traía:
-
Mira
ante todo por ti, Diego, que, aunque tu oficio es más seguro que el mío, andas
metido en trances que solo pueden traerte zozobra y desventuras. Y deja que la
de Ulloa se valga por sí misma, que los señores primero te aprietan con halagos
y agasajos, pero, a la postre, si te he visto, no me acuerdo.
La alusión a mis trances de peligro
le hizo entreabrirme, al fin, lo que habíamos llevado en común, pero que hasta
entonces me había mantenido oculto. Se limitó a decir:
-
Por
cierto, lo que me mandaste a Flandes lo puse en buenas manos. Espero que hagan
de ello el uso que ambos anhelamos.
Apenas unos pocos meses después pude tener
debida constancia de que el deseo manifestado por Andrés de Prada había llegado
al remate ansiado[103].
Y, desde entonces, la deshonra del rey Felipe crece en todo el orbe,
cumpliéndose así la única justicia que puede alcanzarle en este mundo o, cuando
menos, la sola que yo puedo administrarle.
Firma
de la princesa de Éboli en un documento de 1580
[1] La primera parte, con el subtítulo de La sombra de
Escobedo, puede encontrarse en este mismo blog (entrada con la
etiqueta de “cuentos históricos”, de fecha 9 de marzo de 2024). Es muy
conveniente haber leído dicha primera parte para seguir satisfactoriamente esta
segunda. Desde luego, evitaré en lo posible repetir las notas al texto que ya
figuren para hechos o personajes citados anteriormente, así como sus imágenes.
[2] En el gran museo vienés,
el retrato viene atribuido a Alonso Sánchez Coello, pintado en 1571. Tal
atribución ha sido discutida, apareciendo la de Sofonisba Anguissola como otra autoría
probable.
[3]
Conocida fórmula latina: esperando (o con la esperanza) de
la resurrección.
[4] Fundada hacia 1540 con el nombre de
Casa Pía de la Aprobación de Santa María Magdalena, fue pasando por diversas
ubicaciones y nombres, hasta producirse su ruina a finales del siglo XIX y su
derribo en 1931-32, construyéndose allí hacia 1950 el llamado “Grupo Escolar,
Isabel la Católica”, donde ejerció docencia durante treinta años el padre del editor
de este relato. La donación de Doña Magdalena de Ulloa a la susodicha Casa
consistía en 1.000 ducados anuales, las rentas de algunas buenas fincas
rústicas y, al parecer, trescientas cargas de leña al año.
[5] Véase, Luis de la Puente, S.J., Vida
del Padre Baltasar Álvarez, religioso de la Compañía de Jesús, publicada en
1615 y reeditada recientemente (2021), en especial, los capítulos XLVI y XLVII.
Es plenamente accesible por Internet, en la página www.cervantesvirtual.com.
[6] Diego
Martín de Galarza, nuestro narrador alude así, atrevidamente, a que no
era creyente en la eficacia de los sufragios por las almas del Purgatorio.
Afortunadamente, no cayeron estas páginas en manos de la Inquisición antes del
fallecimiento del incrédulo…
[7]
Todo cuanto sigue a este respecto, por extraño o truculento que parezca,
está recogido en las crónicas de la época. Véanse en Internet estos dos buenos
artículos sobre el particular: César Cervera, El triste destino de los
restos de Don Juan de Austria, el héroe de Lepanto, vencido por una hemorroide,
ABC Historia, 1 de octubre de 2019; Rafael Portell Pasamonte, Muerte,
traslado y entierro de Don Juan de Austria, www.docelinajes.es, septiembre de 2017.
[8] Expresión literal usada en la época para referirse a que
al cadáver se le separó la cabeza del tronco entre las vértebras cervicales y las
dorsales, es decir, dejando el cuello unido a la cabeza.
[9] La abadía de Santa María la Real de
Párraces, sita en Marugán (Segovia), fue fundada en el siglo XII, alcanzando en
las centurias XIV y XV una notable importancia. Felipe II la declaró colegial
y logró de las autoridades eclesiásticas que fuera declarada anexa al
Monasterio de El Escorial, del que dista unos 60 kilómetros, por caminos de montaña.
[10] Dionisio Daza Chacón (1510-1596),
insigne cirujano nacido en Valladolid, que fue médico personal de Carlos V y de
Don Juan de Austria (en tiempos de Lepanto e inmediatos). Ejerció también en
diversos hospitales reales, entre ellos, el de Valladolid, cuando menos, entre
1556 y 1563. Tras su jubilación, continuó ejerciendo la medicina en Valladolid
y Madrid, y escribiendo tratados excelentes de su especialidad clínica, los
cuales tuvieron primeras ediciones en su villa natal. Véase su referencia
biográfica, a cargo de Juan Riera Palmero, en el Diccionario Biográfico de la
Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[11] Luis Méndez de Quijada
fue gravemente herido el 18 de febrero de 1570 en el infructuoso asalto a Serón
(Almería) durante la guerra morisca, pero no falleció hasta una semana después;
suponiendo su esposa que lo atendería el doctor Daza personalmente.
[12] Era el apellido del médico personal de Don
Juan de Austria en aquella época. No he encontrado mayores precisiones acerca
de dicho facultativo.
[13] Son palabras casi
textuales empleadas por el Doctor Daza en sus textos sobre cirugía citados en
la fuente recogida en la nota 10. Véase también los artículos citados antes, en
la nota 7.
[14] En aquella época la
peste, tabardillo o tifus exantemático, era de etiología desconocida, tanto
en su agente transmisor -los piojos-, como en el causante -bacterias del género
Rickettsia-. Para un resumen actual y accesible por Internet, véase: J.
García Acosta, C.R. Aguilar García e I.E. Aguilar Arce, Tifus.Typhus, Medicina
Interna de México, vol. 33, nº 3, Ciudad de México, 2017 (artículo de
revisión), www.scielo.org.mx.
[15] Francisco
Valles de Covarrubias (1524-1592), apodado El divino Valles (o Vallés),
uno de los más grandes médicos del siglo XVI. Entre 1572 y 1592 fue médico
personal de Felipe II y Protomédico de todos los Reinos y Señoríos de Castilla.
Vivió mayormente en Alcalá de Henares, sobre cuya gran casa se construyó en
1963 el primer centro hospitalario contemporáneo de la ciudad. Nota biográfica
sobre Valles en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, a
cargo de José María López Piñero (www.dbe.rah.es).
[16] Para no perder la cuenta, recordemos
que discurría el año de 1579.
[17] Se trata de rumores, pero lo cierto
es que la conducta criminal de Felipe II solo ha podido evidenciarse
directamente con las cartas y notas que dirigió a Antonio Pérez y que este y su
esposa hábilmente ocultaron, hasta poderlas sacar de España. La más famosa
lleva el siguiente texto, de puño y letra del Felipe II: “Convendrá lo de la
muerte del Verdinegro antes que haga algo con que no seamos después a tiempo...
Hacedlo y daos prisa antes de que él nos mate”. Verdinegro es el
conocido mote de Juan de Escobedo, que empleaban el rey y Pérez para referirse
a él de manera velada. Véase: Nacho Ares, Éboli. Secretos de la vida de Ana
de Mendoza, edit. Algaba, Madrid y otras, 2005; El mismo, Los misterios
de la princesa de Éboli, SER Historia, www.youtube.com,
22 de marzo de 2020; El mismo, Historia con Nacho Ares. La princesa de Éboli,
conferencia patrocinada por “El Corte Inglés”, 7 de abril de 1920, www.youtube, com.
[18] Antonio de Pazos (1524-1586), presidente del Consejo de
Castilla (1578-1583), regente del Reino (1581-1583), obispo de Córdoba
(1583-1586).
[19] Se entiende alcaldes de Casa y
Corte, jueces que llevaban a cabo las pesquisas en materia penal.
[20] Véase:
Gregorio Marañón, Los procesos de Castilla contra Antonio Pérez, BRAH,
1947, pp. 265-268 (accesible por Internet) y también en Obras Completas (vol.
6), edit. Espasa-Calpe.
[21] Equivalente
a la visita o expediente de inspección actual, que podía dar lugar a un
verdadero proceso judicial, con sanciones de todo tipo a su conclusión (pérdida
de empleo, multas, prisión, etc.).
[22] Diego Rodríguez de Chaves (1507-1592), dominico, confesor
de Felipe II y de otros miembros de la familia real a partir, aproximadamente,
de 1560 y hasta su muerte en 1592. Véanse sobre él: Ramón Hernández Martín,
O.P., Nota biográfica en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la
Historia (www.dbe.rah.es); Carlos Javier de Carlos Morales, La
participación en el gobierno a través de la conciencia regia. Fray Diego de
Chaves, O.P., confesor de Felipe II, en I religiosi a Corte. Teología,
política e diplomacia in antico regime, Atti del Seminario di studi Georgetowm
University a Villa “Le Balze”, Fiesole, 20 ottobre 1995, Bulzoni editore, pp.
131-157 (www.repositorio.uam.es).
[23] Con seguridad, se trataba del Padre Luis de la Puente
(1554-1624), cuya nota biográfica, a cargo de Javier Burrieza Sánchez, obra en
el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[24] Se trataba del Colegio de San Matías, erigido en la zona
luego ocupada por el mercado de El Fontán; colegio que inició su andadura en
1578 y permanecería hasta la expulsión de los jesuitas de España, en 1767. Con
carácter general, véase: Justo García Sánchez, Los jesuitas en Asturias.
Renovación espiritual de Oviedo y del Principado de Asturias merced a la
Compañía de Jesús (1578-1767), Real Instituto de Estudios Asturianos,
Oviedo, 1991. En la actualidad (2024), subsiste del citado convento su
monumental iglesia, sita en la plaza del Ayuntamiento ovetense, bajo la
advocación y carácter parroquial de San Isidoro.
[25] Antoine Perrenot (1517-1586),
cardenal de Granvela, religioso y político nacido en Besançon (Franco Condado),
que sirvió como canciller a Carlos V y, como más alta figura de la gobernación
de sus reinos, a Felipe II (1579-1592), si bien el rey lo fue luego apartando
prácticamente del gobierno y reemplazándolo por otras figuras emergentes. Véase
amplia nota biográfica, a cargo de Ricardo Gómez Rivero, en el Diccionario
Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[26] La fecha fue el 28 de julio de 1579.
A primera hora de la noche de dicho día se produjo la detención de Pérez y un
rato después la de la princesa de Éboli.
[27] Álvar(o) García de Toledo (c.
1515-1586) ejerció como alcalde de la Sala del Crimen de la Chancillería
vallisoletana, pasando seguidamente a Madrid, como alcalde de Casa y Corte.
También fue consejero de Indias. Véase su reseña biográfica, a cargo de Nicolás
Ávila Seoane, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[28] Dicho capitán era Don Rodrigo Manuel
de Villena, quien estuvo acompañado en la detención por el Almirante de
Castilla, al ser la detenida una persona de tan alta alcurnia.
[29] Sito en Pinto (Madrid). Construido
hacia mediados del siglo XIV, fue reformado en los siglos XVII y XVIII. Sirvió
de prisión de Estado, cuando menos, entre los tiempos de Felipe II y los de
Carlos IV. En Pinto estaría encerrada la princesa de Éboli hasta enero de 1580,
cuando pasó, también presa, a la fortaleza o castillo de Santorcaz (Madrid).
[30] Esta sorprendente situación de
Antonio Pérez (preso, pero continuando en el ejercicio de su secretaría), se
infiere cuando menos -y así lo resaltó Marañón- de que siguiese firmando y
expidiendo documentos reales hasta el año 1582, cuando empezó contra él, en
serio, el llamado proceso de visita, que no finalizaría (y con
condena) hasta 1585. Se dan algunas precisiones sobre esa paradójica situación
legal más adelante, en el decurso de este relato.
[31] Véase
nota 27. García de Toledo ejerció en la Chancillería vallisoletana hasta 1569.
[32] Fabio Nelli de Espinosa (1533-1611), banquero español de
origen italiano, residente en Valladolid, donde se conserva su espléndida casa-palacio
de estilo herreriano. Actualmente (2024), es de dominio público y está dedicada
a museo. Numerosas alusiones y detalles a Fabio Nelli en: Bartolomé Bennassar, Valladolid
en el Siglo de Oro, traducción española, Ayuntamiento de Valladolid,
Valladolid, 1983, índice (p. 564).
[33] El cambio de sentido del vocablo alcalde me induce
a recordar que, en los tiempos del relato, solía llamarse alcaldes a
jueces y magistrados del orden penal, en tanto los del civil eran denominados oidores.
[34] La citada carta es completamente
real, pero seguramente sería algo posterior al momento en que aparece recogida
en el texto (octubre de 1579).
[35] Aunque no existen datos concluyentes, se sostiene por
algunos que fue el propio Andrés de Prada quien se encargó personalmente de
traer los documentos hasta España. Por razones de lógica y de creación
literaria, yo apoyo la versión de Diego Martín de Galarza, en el sentido de que
fue él quien cumplió tal misión, dado que Alejandro Farnesio nombró
inmediatamente secretario suyo a Prada en Flandes, a finales de 1578, y lo
mantuvo en el cargo hasta 1580. Elijan, pues, la versión que prefieran.
[36] Juan de Idiáquez y Olazábal (1540-1614), embajador de
España en Génova y Venecia, presidente del Consejo de Órdenes y, sobre todo,
eficaz e influyente secretario de Felipe II y de Felipe III. Se había hecho
cargo de una de las secretarías de Felipe II, precisamente, en agosto de 1579,
dos meses antes de los tiempos a que se contrae esta parte del relato. Véase
extensa nota biográfica, a cargo de Juan Carlos Mora Afán, en el Diccionario
Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[37] Esto último fue lo que sucedió, aunque no acabó por
aplacar a Andrés de Prada quien, con ocasión de haberse fugado Antonio Pérez de
España, evitando así la pena capital, volvió a dirigirse al rey -esta vez a
Felipe III, pues era en 1604-, ofreciéndose a urdir y encabezar una
conspiración para asesinar a Pérez en su refugio francés. Véase, Juan Carlos
Domínguez Nafría, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la
historia, entrada Prada y Gómez de Santalla, Andrés de (www.dbe.rah.es).
[38] Los curiosísimos motivos explícitos de Felipe II para encarcelar
a la princesa de Éboli están bien recogidos en su biografía por Manuel
Fernández Álvarez, La princesa de Éboli, Espasa, Madrid, 2009, espec.
pp. 194-207. Claro está que Felipe II reservaba otras razones o argumentos en
su mente que, en todo caso, no salieron nunca a la luz en un juicio, ya que la
princesa no lo tuvo hasta morir encarcelada en Pastrana (Guadalajara), el 2
de febrero de 1592.
[39] Era común en la época emplear esta jocosa denominación
para referirse al secretario del rey en quien este hiciese descansar su mayor
confianza. Tras Pérez, el vulgo así apodó a Mateo Vázquez, siendo posible que,
al empeorar la posición de este en la Corte, el apelativo deba de haber
correspondido a Idiáquez.
[40] Es decir, en un alcalde sobre el que otros ejercían de
tales. Algo así quiso decir, años más tarde, el gran Francisco de Quevedo, con
lo de su alguacil alguacilado.
[41]
Tal vez, Fernando de Mena (c.
1520-1585), uno de los médicos eminentes del reinado de Felipe II.
[42] Equivalente terminológico antiguo del
actual tifus. Véase nota 14.
[43] Así sucedería prontamente (noviembre de 1579), decidiendo
el rey que Pérez se acogiera a su propia casa-palacio de Madrid (sita en la
plaza del Cordón), en régimen muy tolerante de arresto domiciliario durante más
de cinco años hasta que, en 1585, se decidió por fin a ordenar su ingreso en el
castillo de Turégano (Segovia), fortaleza palaciega levantada a partir de 1471
y actualmente (2024) subsistente.
[44]
Denominación antigua para las fiebres tifoideas. Véase nota 14.
[45] Unidades de élite de la infantería española de la época.
[46] El calvinismo prendió prontamente en tierras del norte de
Flandes y Guillermo de Orange acabaría por abrazar esa forma de protestantismo.
[47] Es decir, Alejandro Farnesio
(1545-1592).
[48] Rui Gomes de Silva (1516-1573), príncipe de Éboli y duque
de Pastrana, una de las figuras políticas más relevantes del reinado de Felipe
II.
[49] Sobre el tema
de la decisión de Antonio Pérez de pasar, de lo solapado del veneno, a lo
palmario del apuñalamiento en la calle, hay dos principales opiniones de los
historiadores, ambas en la línea de excluir a Felipe II de tamaña modificación:
A) La de que no le fue consultada al rey quien, probablemente, de haberlo sido,
la hubiese desaconsejado (por ejemplo, véase: Manuel Fernández Álvarez, La
princesa de Éboli, citado en la nota 38, pp. 170-177). B) La de que Felipe
II, en vista del fracaso del veneno y de la evolución de la situación en
Flandes, ya no estaba por la labor de que se matase a Escobedo, siendo tal
hecho un verdadero desacato de Antonio Pérez (véase, Manuel Ferrandis Torres, Don
Juan de Austria, paladín de la Cristiandad, Edit. Luz, Zaragoza, 1939, pp.
273-275). Creo que la alternativa A) es la que cuenta con mayores
probabilidades de ser cierta.
[50] Sin duda, el escribano Galarza debía referirse a ideas menos tajantes que la del tiranicidio, que solo sería desarrollada por los jesuitas, Francisco Suárez (1548-1617) y Juan de Mariana (1536-1624), a finales del siglo XVI y principios del XVII; es decir, algo después del momento que se recoge en la narración. Véase, Pablo Font Oporto, Suárez, Mariana y el tiranicidio: convergencias, divergencias y silencios estratégicos, Cuadernos Salmantinos de Filosofía, vol. 44 (2017), pp. 11-34 (accesible por Internet (www.summa.upsa.es).
[51] Se trataba del dominico, Diego de
Chaves, ya aludido en la nota 22.
[52] Gregorio Marañón (Los procesos de Castilla contra
Antonio Pérez, BRAH, 1947, pp. 219-346, etc., y también en Obras Completas
(vol. 6), edit. Espasa-Calpe -obra accesible por Internet-) señala que dicho
proceso -que él llama “proceso criminal de Castilla”- se inició hacia 1584 con
la delación de uno de los asesinos, pero no avanzó hasta 1587 y 1589, en que se
detuvo a otros. De hecho, Felipe II no dio orden de proceder a Vázquez
de Arce hasta 1588. Sobre el severo y minucioso juez instructor, Rodrigo
Vázquez de Arce (1526-1599), véase extensa nota biográfica, a cargo de Ignacio
J. Ezquerra Revilla, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la
Historia (www.dbe.rah.es).
[53] En realidad, los jesuitas informadores de Doña Magdalena
de Ulloa parecen haber confundido la materia del proceso que se iba a abrir
inmediatamente contra Antonio Pérez, que no era la del crimen de Escobedo, sino
la del llamado “proceso de visita”, por su mala praxis como secretario real.
Este proceso parece haber sido ordenado por el rey en 1580 -según Marañón-,
aunque no se conocen diligencias del mismo hasta las practicadas en Lisboa en
1582. También de este proceso fue instructor Vázquez de Arce. Véase supra,
nota 52.
[54] Al fallecer Don Luis Méndez de
Quijada, esposo de Doña Magdalena de Ulloa, se realizó el pertinente inventario
de bienes del matrimonio, que arrojó un montante de 455.000 ducados. Dando al
ducado de la época un valor aproximado a 200 euros de hoy (año 2024), el importe
del patrimonio alcanzaría los 91 millones de euros. Véase: Miguel Ángel Sánchez
Gómez, El colegio de jesuitas de Santander. Vida material y patrimonio, Hispania
Sacra, volumen LXX, número 142 (julio-diciembre 2018), pp. 585-599, espec. pp.
586-588 (artículo accesible por Internet en la www.hispaniasacra.revistas.csic.es).
[55] Valladolid no recibió el título de ciudad hasta
1596.
[56] El cardenal-rey, Don Enrique I, falleció el
31 de enero de 1580.
[57]
Posteriormente, volvería a encargarle los temas de Flandes.
[58] Esa sería la regla
general, pero Pérez siguió firmando y expidiendo documentos regios hasta 1582.
[59] Es decir, la pesquisa y juicio en que
se juzgarían los delitos y excesos de Pérez durante su desempeño como
secretario real, en especial, sus venalidades.
[60] En su calidad de máxima figura de la Iglesia
lusa y Gran Inquisidor de
Portugal, el futuro rey Enrique I había favorecido el establecimiento de los
jesuitas en el reino, incluidas sus colonias.
[61] El citado texto fue publicado en la ciudad flamenca de
Maastricht el 15 de marzo de 1580, en idiomas francés y flamenco (u holandés).
Su versión francesa puede encontrarse como apéndice (pp. 145-160) de la que, en
el mismo idioma, se editó en Delft, para recoger la Apología de
Guillermo de Orange, leída ante los Estados Generales holandeses el 13 de
diciembre de 1580, y enviada a los monarcas y máximos jerarcas europeos, con
una carta del de Orange, fechada en Delft, el 4 de febrero de 1581. Véase: Apologie
ou défense du très illustre Prince Guillaume, par la grâce de Dieu Prince
D’Orange…, en la www.books.google.es.
[62] En honor -más bien poco- del rey, hay
que reconocer que la recompensa podía cobrarse también entregando vivo a
Guillermo de Orange a las autoridades españolas.
[63] Fortaleza
erigida hacia finales del siglo XIII y reformada -y deteriorada- en muchas
ocasiones posteriores, hasta el presente (2024). Forma anejo con la misma la
iglesia de San Torcuato, del siglo XIII. En el siglo XV, se convirtió en cárcel
de clérigos, bajo el control del arzobispado de Toledo, lo que no excluyó que
fuese ocasionalmente cárcel para personas civiles de calidad. Se halla situada
en el municipio de Santorcaz (Madrid), a unos 15 km. de Alcalá de Henares.
[64] De hecho, Don Juan de Austria y la princesa de Éboli
habían mantenido en todo momento una buena amistad, aun sin aseverar nada
acerca de posibles relaciones íntimas entre ellos.
[65] Se trataba del padre Luis de la
Puente. Véase antes, nota 23.
[66] Convento
de monjas agustinas instalado a finales del siglo XV en el que había sido
palacio de Juan II de Castilla, en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) y lugar
del nacimiento de Isabel la Católica y de su hermano Alfonso. Actualmente
(2024) sigue siendo sede conventual, pero en 2017 pasó de las agustinas a la
Orden de Cruzadas de Santa María.
[67] Ana María (o María Ana) de Austria y Mendoza (1568 o 1569-1629),
hija natural de Don Juan de Austria y de María de Mendoza (1548-1581),
sucesivamente monja agustina y cisterciense, que acabaría su vida como abadesa
del monasterio de las Huelgas Reales de Burgos. Estuvo implicada en la conjura
política llamada de Gabriel Espinosa o del Pastelero de Madrigal. Véase
su reseña biográfica, a cargo del monje trapense, Damián Yáñez Neira, en el
Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es). Versión anovelada de su vida:
Mercedes Fórmica Corsi-Hezode, La hija de Don Juan de Austria, Revista
de Occidente, Madrid, 1973. Implicación dramática en: José Zorrilla y Moral, Traidor,
inconfeso y mártir (1849).
[68] La madre se llamaba María de Mendoza
(1548-1581), prima de la princesa de Éboli, de la estirpe noble de los Mendoza
y, al tiempo de la concepción de su hija, dama de la archiduquesa Juana de
Austria (1535-1573), hermana de Felipe II. Se tiene escaso conocimiento
histórico de la susodicha María, suponiéndose que, a raíz de su maternidad, se
retiraría de la Corte o, incluso, ingresaría en algún convento.
[69] Al parecer, la entrega
del bebé se produjo a muy pocos días de su nacimiento, en el palacio ducal de
Pastrana, sobre la base del cariño y confianza de Don Juan De Austria hacia
Magdalena de Ulloa, por motivos de analogía factual sobradamente conocidos.
[70] La versión que nos brinda de estos hechos
Diego Martín de Galarza parece demasiado contraria a Felipe II. En todo caso,
sobre ella hay datos contradictorios (edad, motivos, autoría de la decisión…) y
una versión diferente -en mi opinión, edulcorada- en la reseña biográfica a
cargo de Damián Yáñez Neira, citada en la nota 66.
[71]
Tendría entonces unos once años de edad.
[72] Margarita, hija ilegítima de Carlos I, Duquesa de Parma (1522-1586),
madre de Alejandro Farnesio, compartió con este el gobierno de los Países Bajos
entre 1580 y 1583. En el momento del relato (1580), se había desplazado a
Flandes, aunque de mala gana, a cumplir el encargo ordenado por Felipe II.
[73] A la sazón, los más firmes servidores de la
princesa de Éboli en materias legales y administrativas parecen haber sido
Antonio Cuéllar y el licenciado Espinosa. Véase, Manuel Fernández Álvarez, La
princesa de Éboli, citado en nota 38, espec. pp. 222-223.
[74] Así lo recoge expresamente: Erika Spivakovsky, La
Princesa de Éboli, Chronica Nova, núm. 9 (1977), p. 46.
[75] El mayor de los solteros tenía 17
años y la más joven, siete u ocho. En total, eran cuatro hijos varones y dos mujeres,
la mayor de las cuales y primogénita de toda la progenie tenía 19 años, pero ya
estaba bajo la potestad marital de su esposo, el duque de Medina-Sidonia, con
el que había consumado el matrimonio a los doce años de edad.
[76] Véase antes, nota 18. En 1577, había
sido designado obispo de Ávila, aunque no parece que llegase a tomar posesión,
prefiriendo el cargo de presidente del Consejo de Castilla; no obstante lo
cual, firmaba documentos -como el aludido en esta nota 76- como Antonius
Episcopus.
[77] El citado documento está transcrito
literalmente por Manuel Fernández Álvarez en La princesa de Éboli,
citado en la nota 38, concretamente en la p. 224.
[78] Fue, sucesivamente secretario de Juan de Austria y de
Alejandro Farnesio, cesando en este último cargo en 1580. Véanse antes, notas
35 y 37, con nota biográfica en esta última.
[79] Asistente cerca de la
persona de la Señora Princesa de Éboli era el pomposo circunloquio empleado
por el presidente del Consejo de Castilla para titular a Juan de Samaniego,
según la carta-orden de nombramiento, dada en Madrid el 12 de mayo de 1580.
[80] Samaniego llegó a exponer sus quejas y cuitas al
mismísimo Felipe II, cuando menos, por carta redactada y firmada en Santorcaz,
el 1 de junio de 1580. Véase: Colección de Documentos Inéditos para la
Historia de España, tomo LVI, pp. 320-322. La citada Colección se publicó
inicialmente en Madrid, entre 1842 y 1895, siendo conocida por el acróstico CODOÍN.
[81] Bernardina Cabero de la Puente, de la que poco o nada se
sabe más allá de su presencia y comportamiento junto a la princesa de Éboli
durante el encarcelamiento de esta, hasta el fallecimiento de Doña Bernardina
(febrero de 1581). De su severidad y rigor en el servicio a su señora dan fe
dos opiniones sobresalientes, ocasionadas por su muerte: 1º. Dios le haya
dado su gloria, como nos ha quitado este estorbo de delante (Antonio Pazos,
presidente del Consejo de Castilla, en carta a Felipe II, de fecha 20 de febrero
de 1581). 2º. Doña Bernardina ha hecho bien en morirse para quitarnos de
cuidado (anotación marginal del rey a la susodicha carta). Ambos documentos
se encuentran en la CODOÍN citada en la nota 80, tomo LVI, p. 395.
[82] En todos los retratos indiscutibles de la Princesa en la
edad adulta aparece con dicho adminículo, incluido el retrato colectivo en que
figura, junto a su esposo, en el convento del Carmen de Pastrana, encargado al
parecer por su hijo, el franciscano y arzobispo, Pedro González de Mendoza
(1570-1639).
[83] Es tema muy discutido, pero lo más probable es que la
dolencia o pérdida ocular no se produjera, ni antes de la consumación
matrimonio de la princesa (cuando esta tenía entre 17 y 19 años), ni después de
la muerte de su esposo, Rui Gomes de Silva (a los 33 años de la princesa).
Resulta probable que la princesa quedara tuerta en su década entre los “diez y
muchos” años y los “veintimuchos”. En cualquier caso, en 1580, el episodio ya
sería antiguo, pues Ana de Mendoza tenía a la sazón cuarenta años de edad.
[84] Con todas las salvedades, parece que la opinión moderna
se inclina porque la princesa conservaba el globo ocular derecho, pero sin que
pudiera ver con el mismo: A mi tuerta beso las manos, escribió en una
carta, precisamente, Don Juan de Austria, escrita desde Luxemburgo, con fecha 5
de noviembre de 1576. Véanse: Antonio Herrera Casado, Anécdotas varias de la
Princesa de Éboli, www.herreracasado.com, entrada de 10 de agosto de 2005; Nacho Ares, ¿Por
qué era tuerta la Princesa de Éboli?, www.cadenaser.com, 20 de marzo de 2020. Consultar con
preferencia: Patricia Matey, ¿Por qué la Princesa de Éboli llevaba un parche
en el ojo?, www.elmundo.es, 23 de abril de 2012, con un Estudio
del problema ocular de la Princesa, a cargo del oftalmólogo, Dr. Enrique
Santos-Bueso.
[85] Aproximadamente, de unos 250 kilómetros.
[86] En lo tocante a los asuntos de la princesa de Éboli, obrantes actualmente (2024) en el archivo de la Real Chancillería de Valladolid, véase su listado y resumen del contenido en la www.cultura.gob.es, bajo el epígrafe “La Chancillería de Valladolid y Ana de Mendoza, princesa de Éboli”.
[87] Alusión
a Constanza Castañeda, segunda mujer y viuda de Juan de Escobedo, a la que se
tiene por miembro de la dilatadísima estirpe de los Mendoza. Véase la nota
biográfica de Juan de Escobedo, a cargo de Juan Baró Pazos, en el Diccionario
Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).
[88]
A la sazón, presidente del
Consejo de Castilla. Véase antes, nota 18.
[89] En aquel momento lo era el cardenal, Gaspar de Quiroga y
Vela (1512-1594), que ostentó la mitra toledana a partir de 1577.
Anteriormente, tuvo una intensa vida política, ligada a grupos afines al finado
esposo de Doña Ana de Mendoza. Véase su amplia nota biográfica, a cargo de Henar
Pizarro Llorente, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la
Historia (www.dbe.rah.es).
[90] El aludido muchacho heredero del ducado de Braganza,
Teodosio, había nacido en 1568, por lo que era cuatro años mayor que la hija
menor de la princesa de Éboli.
[91] El rey Don Sebastián de Portugal (1557-1578) falleció en
Alcazarquivir (Marruecos), en batalla contra las tropas del sultán saadí, Muley
Abd-al-Malik.
[92]
Se alude a Don Enrique (1512-1580), rey de Portugal de 1578 a 1580.
[93] Manuel I, El Afortunado (1469-1521), que fue rey
de Portugal entre 1495 y 1521.
[94] Comparación con la historia bíblica de Esaú y Jacob (Génesis,
25, 29-34).
[95] El pretendiente, Don
Antonio, Prior de Crato, (1531-1595), era fruto de la relación del infante Luis
de Portugal, duque de Beja, con la judía Violante Gomes, que murió siendo
monja. Siendo hijo bastardo, su padre lo había reconocido, lo que le permitió
tener una formación y vida política propias de su estirpe paterna.
[96] No es del caso entrar en
detalles aquí sobre el severo comportamiento político y militar de Don Fernando
Álvarez de Toledo, III Duque de Alba. Una buena y bastante breve (380 páginas) biografía
suya es la de William S. Maltby, El Gran Duque de Alba. Un siglo de España y
de Europa (1507-1582), traducción de Eva Rodríguez Halffter, Ediciones
Turner, Madrid, 1985.
[97] Se han hecho muchas especulaciones acerca de la peculiar grafía de la princesa de Éboli, desde las de índole psicológica, a las
atinentes a sus defectos visuales. Merece la pena examinar algún fragmento de
su escritura.
[98] Aquí erraba Galarza. Don
Antonio pertenecía a la Orden militar Hospitalaria, o de San Juan de Jerusalén.
Ello le impedía, por voto de castidad, contraer matrimonio, aunque, de haber
llegado a ser rey de Portugal, es obvio que hubiese pedido la oportuna dispensa
papal, que seguramente le habría sido concedida.
[99] La batalla por Lisboa se dio en el lugar próximo de
Alcántara, el 24 de agosto de 1580, y la completa victoria de las tropas del
Duque de Alba le dio el pleno dominio de la capital un par de días después.
[100] Andrés de Prada (véanse antes, notas 35 y 37) había
estado al servicio de Don Juan de Austria desde 1568, hasta su muerte (1578).
Seguidamente, sin solución de continuidad, paso a servir a las órdenes de
Alejandro Farnesio como secretario de Estado y Guerra, por lo que puede decirse
que Farnesio había heredado a Prada al morir su antecesor en el gobierno
de los Países Bajos.
[101] La decisión fue tomada por Felipe II el 13 de febrero de
1561.
[102] La predicción de Galarza se cumplió en 1586, cuando el
influyente secretario real Idiáquez volvió a promover a la vida política a
Andrés de Prada, posición que ya no perdería hasta su fallecimiento (1611).
[103] Galarza alude, sin duda,
al uso que Guillermo de Orange hiciera de sus informes a la hora de
confeccionar su Apología, hecha oficialmente pública en los Estados
Generales de Holanda (Delft, 13 de diciembre de 1580), y que inició su
imparable conocimiento e influencia por toda Europa, a través de la carta con
que fue remitida a todos los gobernantes de ella (textualmente, “a los reyes y
otros potentados de la Cristiandad”) el día 4 de febrero de 1581.
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