Mía es la venganza…
Por Federico Bello Landrove
Inspirado en hechos reales acaecidos
en una capital andaluza en noviembre de 1977, construyo un relato de tonos
policiacos, cuya pretendida enseñanza es esta: Dejemos de lado la venganza o,
si queremos aceptar el planteamiento bíblico, pongámosla en las manos de Dios.
1. Prefacio
De la página de
sucesos del Diario de Madrid, correspondiente al 15 de febrero de 2019:
Un trágico
suceso conmocionó ayer, a eso del mediodía, el barrio de Las Habaneras de esta
capital. Cuando dos atracadores armados entraron en la sucursal bancaria
existente en el número 19 de la calle Melindres de dicho barrio, ordenando a
todos los presentes que se echasen boca abajo en el suelo, una de las clientes
desobedeció la orden y, sacando una pistola, se enfrentó a los delincuentes, quienes,
a su vez, dispararon sus armas contra ella, resultando muerta en el acto.
Seguidamente, los malhechores huyeron en un vehículo negro en que los esperaba
otro compinche, sin apoderarse de ningún dinero. Algunos testigos afirman que
uno de los atracadores resultó herido, al ser alcanzado por un disparo de la
fallecida.
La finada era una
mujer joven, de quien, por ahora, se desconocen más datos.
Datos adicionales
-como es habitual- figuraban en las esquelas publicadas en diarios de Madrid y
de Zamora. De ellos se infería que la difunta se llamaba Rosario Abad Pereña,
de 34 años de edad, soltera (cuando menos, no se citaba a marido ni hijos),
inspectora del Cuerpo Nacional de Policía. De hecho, era la Jefatura Superior
de Policía madrileña la que había encargado la inserción de la esquela en los
diarios de Madrid, mientras que la zamorana tenía un carácter estrictamente
familiar, a expensas de su madre y su hermana. Bueno será, pues, que intentemos
completar esas referencias por algún medio más informal, como el de dejarnos
caer por el velatorio y tener los oídos atentos a los comentarios de los
asistentes. Uno de ellos nos pone sobre aviso de que algo raro puede
haber en el caso de la inspectora Abad, muerta en acto de servicio, no porque
lo estuviera en aquellos momentos, sino por la exigencia legal para todo
policía de salir al paso de los delincuentes, evitando el crimen allí donde
esté en trance de producirse. Quienes están charlando a la puerta de los
tanatorios deben de ser, por su apariencia y conversación, colegas de la
difunta:
-
Tenía
que suceder, más tarde o más temprano -asevera uno, ya veterano-. Parecía como
si la vida le importase un pito…
El otro, mucho más
joven, va a contestar algo, pero finalmente calla. El primero vuelve a la
carga:
-
Y
todavía cuando uno está preparado y sabe a lo que va, pase; pero figúrate, así,
por sorpresa, y teniendo que sacar el arma del bolso de mano… Un suicidio.
Su interlocutor
sigue en silencio, con la mirada baja y el gesto impertérrito. Eso parece
molestar a su colega más locuaz, que lo interpela:
-
Tú
que eras compañero suyo de unidad y que salías muchas veces con ella de
patrulla, ¿no piensas que había algo extraño en su manera de jugársela ante el
peligro?
El preguntado se
encoge de hombros y aventura:
-
Quizás
fuera por el hecho de no tener familia y de hacerse valer en los momentos
difíciles, por ser mujer.
Ha sido una forma,
como otra cualquiera, de salir del paso, pero la verdad es que el joven policía
sabe más, mucho más, acerca de los motivos de la conducta de Charo. Otra
cosa es que esté dispuesto a ponerlo al alcance del primer curioso que pretenda
hurgar en la vida de su compañera, ni siquiera ahora que su duelo se presta a
las confidencias. De hecho, los comentarios y preguntas de su colega le han
quitado las ganas de hablar con nadie, por el momento. Busca un banco algo
apartado de la entrada al tanatorio, se sienta y, como disculpa de su evasiva,
enciende un cigarrillo. Entorna los ojos y parece como si una sombra espectral
se sentase a su lado y le susurrara, con aquella voz que no ha dejado de oír en
los últimos dos días:
-
¡Vaya
por Dios, Enriquito! Al final me has ganado la apuesta: yo me he ido
primero; solo que tendrás que venir a cobrarte al otro barrio. Pero bien sabes
tú lo que hay detrás de todo esto, aunque hayas tenido la gentileza de
guardarme el secreto. Y eso que… ¿sabes una cosa? Me trae al fresco que lo
parles a quienes, de verdad, les interese, o los pueda ayudar. Es lo que,
¿recuerdas?, me impulsó a contártelo cuando estabas en el hospital hace un año,
con una bala en las tripas, para que no siguieses haciéndote el héroe,
tomándome como modelo digno de imitación. ¡Bien sabes ahora, y por mí misma,
que he sido lo contrario, un fracaso como persona y como policía! En fin,
chico, cuídate y no dejes escapar a esa forense que te hace tanto tilín.
Ha acabado el
pitillo y se está quedando frío sentado ahí, a la sombra. Se levanta y, sin
despedirse, emprende lentamente el camino de vuelta a los velatorios. Aún le
parece escuchar la voz de Charo, en una última frase:
-
Seguiremos
hablando en otra ocasión.
Quince días
después, Enriquito recibió una llamada desde una notaría de Madrid,
próxima al domicilio que había sido de Charo. Inmediatamente supuso que
su compañera le hubiese legado algo por testamento. En efecto, le hicieron
entrega de un sobre tamaño folio, en el que, de puño y letra de la finada,
podía leerse: A la atención de D. Enrique Valle Pereda, para entregar a mi
muerte. La dirección y el número del móvil completaban la referencia.
El destinatario no
quiso esperar para abrir el sobre a encontrarse en su casa. Se acogió a la
primera cafetería que encontró y allí pudo comprobar que su contenido era un
rimero de folios escritos a ordenador. En el primero de ellos, con letra
negrita tamaño 20 y subrayado, iba el título que la autora había asignado al
relato que encabezaba:
La venganza es un plato que se sirve
frío… y con frecuencia se indigesta
Bajo el rótulo,
una dedicatoria, así mismo impresa en caracteres destacados, rezaba
simplemente:
A
E.V.P., a quien tanto gustan los relatos policiacos.
Enrique, quizá
equivocadamente, entendió el gesto de Charo como una incitación a
publicar el texto. Considerando el cumplir la presunta voluntad de su compañera
como un deber moral, se lo pasó sucesivamente a varios editores, todos los
cuales lo rechazaron por parecido motivo:
-
Es
interesante y no está mal escrito, pero con ciertas personas no se juega.
El último de
aquellos impresores timoratos, le hizo una sugerencia como alternativa:
-
¿Por
qué no intenta publicarlo en alguna página web conocida, o en algún blog
que se dedique con éxito a dar a la luz cuentos para mayores? Si le
conviene, puedo hacerle algunas sugerencias a tal respecto.
Y hete aquí que el
sugeridor era -y es- buen amigo mío, y yo, a falta de otros méritos, no
me amilano fácilmente. Así pues, Enrique y un servidor llegamos pronto a un
acuerdo, con la siguiente base: Publicaría el relato íntegro, sin más
modificaciones que las mínimas para encubrir -mejor, desdibujar- la identidad
de ciertas personas o lugares que no tenían por qué verse sacados a la luz
pública y, en ocasiones, a la pública vergüenza. Esta es la tarea a que ahora,
a finales del año 2022, doy cumplimiento, tras someterla a la consideración de
mi mandante. Este tan solo me hizo un a modo de reproche:
-
¿No
sería mejor respetar el título que imaginó Charo?
-
Creo
que no, repliqué. El que te propongo se ajusta mucho mejor a lo que acabó por
pensar y sentir la autora, fuese ella religiosa o no[1].
El policía se me
quedó mirando unos instantes, como pensándose su decisión:
-
Sea
como propones -concluyó-, pero ni una sola licencia más.
-
Te
lo aseguro -prometí-. Además, estoy convencido de que los lectores agradecerán
que nadie se entremeta entre Charo y ellos.
2. Charo nos cuenta (primera parte)
Mi despedida protocolaria del Jefe
Superior de La Rioja me estaba resultando embarazosa: Nunca hubiera pensado que
un señor tan importante se preocupara de que una inspectora del montón fuese a perder
un año de su vida -y, de paso, la plaza de Logroño- por especializarse en
algo tan etéreo en materia penal como la mediación entre los delincuentes y sus
víctimas. Yo le había ofrecido ya toda clase de explicaciones, pero el
comisario jefe insistía, como si buscase algún motivo oculto en mi extraña
decisión:
-
¿No
será que te encuentras incómoda en tu trabajo? -aventuraba-. Si es así, dímelo
y pondremos remedio, que -la verdad- no andamos sobrados de mujeres policías en
este Jefatura y cada vez nos sois más necesarias.
-
Estoy
muy a gusto, comisario, y en la unidad me tratan de maravilla. Es solo que la
labor de mediación penal tiene mucho futuro y quiero adelantarme a su
implantación legal y especializarme en alguna Universidad de prestigio.
Mi interlocutor
pareció tirar la toalla y, resignándose, me preguntó:
-
¿Has
pensado ya en dónde vas a matricularte?
¡Claro que lo
sabía!, pero, como quedaba cerca de la capital riojana, no quise darle ideas;
de modo que le mentí, una vez más:
-
No
lo tengo claro todavía. Estoy mirando varios másteres: prestigio, precio…
-
Usted,
Rosario, es de Zamora, ¿no?
-
En
efecto. Allí siguen viviendo mi madre y mi hermana pequeña.
El jefe superior
hizo un gesto de estar al corriente de mi situación familiar. Se me quedó
mirando unos momentos, como si quisiera recordarme algo. Luego se incorporó y,
desde el otro lado del buró, me tendió la mano, sonriendo:
-
En
fin, inspectora, mucha suerte en sus estudios y a ver si, pasado el año de
excedencia, puede regresar por estos pagos.
-
Nada
me agradaría más… Muchas gracias, señor comisario.
***
No era aquel
comisario el único en considerar equivocada mi decisión. También mi madre me echó
una buena bronca cuando, muy a última hora, le informé de mi petición de
excedencia para dedicarme a estudiar por un año en una universidad; ¡y en la
del País Vasco!, para más delito. Verdad es que, cuatro años atrás, tampoco
había visto con buenos ojos que tomara el derrotero de presentarme a las
oposiciones para inspectora de policía, pese a que ya hubiese yo asomado la
oreja completando mis estudios de Derecho con un grado en Criminología. Por
aquellas fechas, año 2010, no eran muchas las mujeres que optaban a ingresar en
lo que aún era una especie de reducto para machotes[2].
Por mi parte, comprendía su disgusto: No sería fácil para ella que una de sus
dos hijas ejerciera la profesión en la que el abuelo había encontrado la muerte
de un modo tan execrable. Y ahora, que ya había empezado a acostumbrarse,
gracias a la placidez de Logroño y al final del terrorismo de ETA[3],
venía yo a decirle que dejaba mi grato destino para perfeccionar estudios en la
Universidad vasca -¡nada menos!-, con el propósito de volver al cabo de un año
a un puesto policiaco, a saber cuál y en dónde. Yo misma me echaba a reír, como
una tonta, al recordar la gran alegría que tuve en su momento cuando, gracias a
mi buen número en el escalafón, había podido librarme de las comisarías de
Euskadi, quedándome al otro lado de la muga. ¡Y ahora me iba voluntariamente a
Bilbao[4]
por el irresistible argumento de que allí se preparaba en mediación
mejor que en otras partes! Claro que yo había pretendido nadar y guardar la ropa,
es decir, que me concedieran una licencia por estudios, no retribuida, pero, al
menos, con reserva de plaza, mas pinché en hueso: Si quería un año sabático,
sería a base de una excedencia y regreso luego dondequiera que hubiese una
plaza vacante. En fin, todo fuera por mi abuela, que en gloria esté. Acepté el
envite y alguna recompensa tuve en un principio: La mediación empezó a ponerse
de moda en toda España, incluso para los procesos penales a delincuentes
mayores de edad[5]. ¡Quién
sabe si algo que yo había buscado como pretexto podría convertirse en la llave
de mi progreso profesional!
Acabo de citar a
mi abuela, en concreto, a Carmina, la madre de mi madre, que tanta
influencia tuvo sobre mí, tanto en vida, como después de dejarnos, víctima de
un cáncer de estómago, a los pocos años de sacar yo las oposiciones. Ella fue
quien, poco antes de faltar mi abuelo, su marido, tomó la resolución de
abandonar la ciudad de Miramar, en la que vivía el matrimonio y había nacido mi
madre, y establecerse en Zamora, de donde ella era natural y estaban
avecindados dos de sus hermanos. Con el tiempo, aquel piso grande y luminoso,
que daba a la Plaza de la Marina, acabaría convirtiéndose en un gineceo
-como jocundamente lo calificaba mi madre-, bajo la inflexible e indiscutida
autoridad de mi abuela, verdadera matriarca de aquel femenino cuarteto, que
integrábamos con ella y con mi madre, mi hermana pequeña, Alicia, y yo misma.
Claro está que, por muy mujeril que fuese el grupo, nosotras no habíamos nacido
por partenogénesis, sino de la coyunda de mi madre con el apoderado de la
declinante razón social Calvo, Herrero, Barrueco y Compañía, tradicional
almacén de tejidos y confección, sujeto al que mi madre había tenido la dudosa
suerte de conocer en las oficinas de la Caja de Ahorros Provincial[6],
en la que ella fungía de subdirectora del departamento de créditos. Como es
natural, yo entonces no estaba en condiciones de enterarme de lo que aseveraban
las lenguas viperinas -la de mi abuela, entre ellas, por más que nunca lo hablase
conmigo-, a saber, que Don Darío Abad, mi futuro padre, había buscado en Olga
Pereña, no tanto su belleza y otras muchas buenas cualidades, sino la
manera de recomendar sus peticiones a la Caja de dinero prestado -del que su
achacosa empresa estaba angustiosamente necesitada- o, cuando menos, de
buscarse un modus vivendi saneado, a la sombra de su mujer y de su
suegra. Si ello fue así, o no, quizá pueda inferirse de lo que sucedió al cabo
de cinco años de matrimonio, a poco de nacer mi hermana y cuando yo andaba por
los tres años: Mis padres se separaron de hecho y, poco después, mi progenitor
solicitó y obtuvo el divorcio de mutuo acuerdo, con objeto de contraer nuevo
matrimonio con una empleada de El Corte Inglés de Valladolid, ciudad a
la que se había trasladado él en busca de trabajo. Poco lo vimos a partir de
entonces, aunque mi madre, seguramente para explicarlo de la forma que menos nos
doliera su desapego, tenía siempre a mano alguna disculpa: Lo mal que Zamora le
había tratado profesionalmente; el tiempo que le llevaban sus nuevos hijos, tan
pequeños; lo embarazoso que le resultaba visitarnos en la casa de nuestra
abuela… Esta tragaba, por no dejarla por mentirosa, lo que tuvo su mejor
recompensa cuando me oyó cierto día replicar a mi madre, pequeñaja y todo que
aún era yo entonces:
-
Pues
no sé por qué tiene papá miedo de la abuela, si es un primor…
En fin, quizá me
pasé un poco en el epíteto, aunque no sería por falta de sinceridad, pues era
lo que pensaba entonces, y todavía hoy no me apeo de juzgarla la persona más
importante de mi vida, como ya he dejado dicho. Tiempo es de que vaya relatando
el porqué.
***
Siempre fui el
ojito derecho de la abuela Carmina, y no por mérito mío. Todo empezó por
el hecho de que, trabajando fuera de casa mis padres, fue mi abuela la que me
crio, incluso cuando vivíamos en casas diferentes. Luego, tras la ruptura de
mis padres, al pasar a vivir las cuatro mujeres en la misma casa, la abuela se
convirtió en el centro y norte de la familia, a lo que contribuía
sustancialmente el que pudiera dedicarse con exclusividad al hogar, toda vez
que la pensión de viudedad que cobraba, así como las indemnizaciones percibidas
por morir mi abuelo en acto de servicio y víctima del terrorismo, le habían
permitido comprar el piso en que vivíamos y no tener que trabajar para
mantenerse. En cambio, mi madre no dejó de estar al servicio de la Caja de
Zamora, con la tranquilidad de que sus hijas quedaban bien atendidas. Y cuando
me refiero a la atención dispensada por mi abuela, me refiero a todos los
aspectos del cuidado de unas niñas, incluido el control y ayuda en los deberes
escolares, los consejos de conducta y cuidado personal, y -¡cómo no!- los
relativos a cómo tratar a los chicos, equilibrando la prudencia con la
espontaneidad. La respuesta de mi hermana Alicia y la mía eran un remedo de
aquel ejemplo evangélico de los dos hijos a quienes su padre les encargaba ir a
trabajar al campo. Yo, seria y firme, empezaba rebotándome, para luego
recapacitar y cumplir, más o menos, lo ordenado o sugerido. Alicia, incapaz en
principio de negarse, acababa por dejarse llevar de la comodidad o del criterio
de las amigas, desobedeciendo con gran frecuencia. Tal vez fuera eso, así como
mis buenos resultados como estudiante, lo que alimentase el favoritismo hacia
mí de Carmina, a tenor de la opinión que un día sorprendí cuando ella
charlaba con nuestra madre:
-
Que
Dios me perdone, hija, y ojalá que no acierte en todo, pero en Charo me
parece estar viendo a tu padre, mientras que Alicia me recuerda al botarate de
Darío… Claro que, a lo mejor, es la que acaba teniendo más suerte en la vida…
Sin mayores
vicisitudes, curse la enseñanza secundaria y el bachillerato en el hermoso
instituto Claudio Moyano[7],
bien próximo a nuestra casa. Pese a los consejos y facilidades de mi madre, no
sentía ninguna inclinación por el cálculo ni la actividad bancaria. Así, tras
muchos titubeos, acabé inclinándome por seguir estudios universitarios de
leyes. Antes de concederme la venia, hubo en casa consejo de familia, en el que
se llegó a un acuerdo provisional: Si la chica respondía con sus
calificaciones, estudiaría la carrera, aunque ello supusiera un considerable
dispendio; eso sí, mi madre fijó una condición inapelable:
-
Ni
pensar en que te traslades a vivir a Salamanca. Irás y vendrás todos los días
en el autobús, como hacen la mayoría de los estudiantes zamoranos[8].
Las cosas me
pintaron bien y, en especial, me encantó el estudio del Derecho Penal; de
manera que recibí de muy buena gana las sugerencias de alguno de los profesores
de prácticas para completar las lecciones teóricas con las enseñanzas de
Criminología, que entonces pugnaban por encontrar un digno acomodo académico[9].
Yo estaba en segundo curso de Derecho y, si me esforzaba y conseguía cierta
liberación de asistir a todas las clases, aún podría acabar a un tiempo la
licenciatura en Derecho y la diplomatura en Criminología[10].
Pero aún había una dificultad más, y era la pecuniaria. Desconfiando de que mi
madre me autorizara, acudí a la abuela y le expuse mis planes, pidiéndole
ayuda:
-
¿No
querrás abarcar demasiado?, me preguntó. Y conste -añadió- que no es que
desconfíe de tu capacidad y esfuerzo, sino de que peligre tu salud física o
mental. Una cosa es que seas una chica formal y otra que olvides las
distracciones y alegrías de la juventud.
-
Por
probar… -respondí-. Eso sí: no le digas nada a mamá, que sea una sorpresa.
La abuela sonrió
con malicia y asumió el sigilo junto con el dispendio. Mi trabajo me costó,
pero estuve a la altura. Al finalizar el curso en junio de 2009, había
alcanzado las dos titulaciones y, por añadidura, había encontrado mi vocación
profesional.
***
Supongo que, con
el tiempo, los estudios de Criminología alcanzarán una difusión más variopinta,
pero en mis días apenas recibían otro interés que el de los policías y los
guardias civiles, más unos pocos abogados penalistas. No es extraño, pues, que
mi presencia despertase cierta sorpresa, ni que algunos atrevidos, como
mínimo diez años mayores que yo, me interrogasen:
-
¿Es
que piensas preparar oposiciones a la Policía?
Me quedé atónita.
La verdad es que, pese al precedente del abuelo y a la poca salida que aquellos
estudios tenían para la vida jurídica corriente, ni se me había ocurrido
convertirme en agente del orden. De hecho, no hice mucho caso, hasta la
segunda o tercera vez que me hicieron la misma pregunta. Entonces decidí
mostrar algún interés y contesté:
-
¿Son
muy difíciles los exámenes? Y ¿cómo tratan a las chicas que se presentan?
Mis interlocutores
se miraron entre ellos y contestaron vagamente:
-
Todo
depende de que te presentes a la Escala Básica o a la Ejecutiva[11].
Y, en lo referente a las chicas, no parece que haya discriminación: De hecho,
cada vez se van presentando más y aprueban en mayor número. Si estás
interesada, podemos presentarte a alguna compañera…
En realidad, fue
mi abuela quien, con la oportuna discreción y sin que yo se lo pidiera
expresamente, hizo una gestión con uno de los amigos de mi abuelo, ahora jefe
superior de policía en Sevilla. Las explicaciones que le dio la tranquilizaron
en cuanto a mi seguridad personal y al trato que, como mujer, podría recibir en
el Cuerpo. Por lo demás, le recomendó un par de academias donde preparar bien
los exámenes y, por último -según ella me transmitió- el jefe superior prometió
su recomendación, si por fin decidía presentarme:
-
No
todos han olvidado a tu abuelo, ni nos han dado la espalda, comentó mi abuela.
-
Mejor
que no me conozcan como nieta de mi abuelo -objeté-. Con todo lo que me has
contado, ¡como para fiarse de ciertos compañeros!
-
Mujer,
aquellos ya estarán jubilados o criando malvas, replicó. Y, de todas
formas, no necesitas que nadie te regale nada. Seguro que entras a la primera.
3. Charo nos cuenta (segunda parte)
Muchos años
hubieron de pasar para que, entre mi abuela y mi madre, me pusieran al
corriente de algunos detalles acerca de la muerte de mi abuelo en el año 1978,
tiroteado por etarras en Fuenterrabía cuando iba a coger su vehículo en el
aparcamiento del hotel en que residía, para acudir a su trabajo en la comisaría
de Irún[12].
Al parecer, los criminales nunca fueron identificados. A este respecto, un día
se le escapó a mi abuela:
-
…
No se conoce a los criminales o, por mejor decir, los que le dispararon, que a
otros culpables bien los conozco yo.
Ni que decir tiene
que, por el momento, mis peticiones de aclaración de tal aseveración no fueron
atendidas.
Un poco más
expresiva se mostraba mi madre que, cuando sucedió aquello estaba a
punto de cumplir diez años. Así nos lo explicaba a Alicia y a mí, cuando nos
mostramos extrañadas de que el abuelo viviera de hotel y solo, en lugar de en
una casa, con su familia:
-
Mi
pobre padre debía de sospechar que, tal y como estaban las cosas en aquel
entonces, tenía muchas posibilidades de no salir vivo de Guipúzcoa. Así que nos
obligó a mamá y a mí a permanecer en Miramar, con el pretexto de que su trabajo
en el norte sería breve y volveríamos a reunirnos en Andalucía al cabo de un
año, o así. En consecuencia, se instaló en un hotel de Fuenterrabía que, como
nos escribió, es mucho más sano que Irún, para el alma y para el cuerpo. Fijaos
lo bien que el abuelo contaba cuentos para que nosotras estuviésemos todo lo
tranquilas que fuera posible.
En resumidas
cuentas, algo había que querían olvidar o, tal vez, que no nos quemara
la sangre, como pasaba con ellas. Todavía tuve una muestra más de ello cuando,
a punto ya de emprender viaje a Ávila para seguir el primer curso en la Escuela
Nacional de Policía, mi abuela se sintió obligada a llamarme a capítulo y
advertirme:
-
Charo, hija,
no andes por ahí contando que tuviste un abuelo policía, que murió en un
atentado. A nadie le importa y, a estas alturas, quien más quien menos, todos
quieren pasar página.
-
No
se me ocurriría blasonar de ello -repliqué, algo mosca-, pues quiero que me
traten como a cualquiera que no tenga que ver con el Cuerpo.
-
Lo
sé, querida, y ya sé que nunca presumirías del abuelo para conseguir ningún
favor. Solo quiero decirte que, mientras estés en la Academia, procures ser una
Abad en lugar de una Pereña. Me entiendes, ¿no?
-
Te
entiendo, abuela, aunque no comprendo los motivos.
-
Pues,
lo que es yo, no tengo ganas de explicártelos.
Me lo dijo tan
seria, que me prometí que, si algún día me urgiera saberlo, primero intentaría
conseguirlo por terceras personas.
***
Apenas llevaba un
año trabajando en Logroño, cuando mi madre me dio por teléfono la triste
noticia:
-
Le
han diagnosticado a la abuela un cáncer de estómago. Parece que está bastante
extendido.
-
Pero
ella aún es joven -balbuceé-… Habrá que probar operándola.
-
Los
médicos no las tienen todas consigo -matizó mi madre-. Están haciendo pruebas
para comprobar si ha habido metástasis.
Me faltó tiempo
para pedir unos días de permiso y acudir a Zamora, junto a mi abuela. Me la
encontré aparentemente tranquila y dispuesta a luchar contra la enfermedad, o a
aceptar sus letales consecuencias, en función de lo que opinasen los
facultativos:
-
Ya
he cumplido los setenta y lo tengo todo hecho en este mundo -afirmó-. Lo
importante es no daros demasiado trabajo con mis achaques y, si es posible, no
sufrir mucho para acabar como todos sabemos.
En seguida cambio
de conversación y me asaeteó a preguntas sobre La Rioja, mi trabajo y -lo que
nunca hacía- sobre mis amistades masculinas. Me eché a reír de esto
último y le tendí una revista del corazón, que había comprado para
entretener el viaje:
-
Anda,
abuela, entretente con los amores de las famosas, que yo bastante hago con
tener a raya a los delincuentes.
¡Cuántas veces he
maldecido mi inocente ocurrencia! Desgraciadamente, aquella malhadada revista
contenía algunas otras noticias, a más de los amoríos de costumbre. Me percaté de
ello a la mañana siguiente. La abuela estaba demudada, pálida como un cadáver.
A mi comentario al respecto -que yo achacaba a posibles dolores físicos-, se
limitó a indicarme:
-
Vente
para mi cuarto, que tenemos que hablar.
Cerró la puerta
tras nosotras y, en voz muy baja, me indicó que leyese una de las noticias de
la revista de marras, que ocupaba solo media página, fotografía incluida. Procedí
a la lectura y me quedé como estaba: ¿Qué teníamos nosotras que ver con el
hecho de que autoridades y famosos hubiesen estado presentes en la inauguración
de un club de campo en la localidad turística sureña de Cañadas? Le devolví la
publicación con cara inexpresiva y esperé su inmediata aclaración.
-
Pero
¿no sabes quién es ese Jaime Campoy, de quien se dice en la noticia que es el
alcalde de Cañadas y que patrocina el torneo de golf que sirve para inaugurar
ese club de campo?... ¡Maldita sea! -prosiguió-: ¡Qué verdad es aquello de mala
hierba nunca muere!
No sé por qué
intuí que aquellos exabruptos tenían que ver con la muerte de mi abuelo. El
caso es que, con cierta displicencia, contesté:
-
Y
¿cómo quieres que esté al tanto de quién sea ese sujeto, si vosotras no
queréis hablar a fondo de aquella época y de sus tristes consecuencias para la
familia?
La abuela dejó
pasar unos segundos, intentando tranquilizarse. Luego, procuró explicarse de la
forma más lacónica posible:
-
Ese
Campoy fue el verdadero culpable de que trasladasen forzoso a tu abuelo de
Miramar a Irún y de que lo pusieran en el punto de mira de los pistoleros de
ETA. Gracias a ello, hizo una fortuna de la que, como se ve, ha venido
disfrutando durante cuarenta años. Bien pensé yo que, a estas alturas, podría
haber muerto, o estaría retirado, ¡pero no! Ahí lo tienes, ¡hasta metido en
política! ¡Me va a llevar Dios de este mundo y aquí se quedará ese canalla,
disfrutando de su mal ganado patrimonio!
Estaba tan
excitada, que decidí no preguntarle nada por el momento. Nos quedamos en
silencio, sentadas frente a frente, con la mirada perdida. Finalmente, con voz
firme y gesto severo, me conminó:
-
Voy
a ponerte al corriente de todo lo que pasó, pero habrá de ser cuando entienda llegado
el momento. Hasta entonces, no intentes sonsacarme y prométeme que no contarás
a tu madre ni a Alicia lo que aquí acabamos de hablar.
Me quedé tan
decepcionada por aquella demora, que le hice la promesa solicitada, pero de
forma bastante irónica:
-
Te
lo prometo, aunque, la verdad, no creo que me hayas revelado nada que valga la
pena contarse.
***
Pasaron tres meses
y estaba claro que la vida de la abuela Carmina se iba apagando de día
en día. Yo no lo puedo afirmar por mí misma, pero las cartas de mamá no dejaban
lugar a dudas. La cirugía era inútil y tan solo se trataba ya de que los
dolores y las alteraciones digestivas fueran lo menores posible. Algo me decía
que la evolución de aquella cruel enfermedad estaba siendo alterada -no sé si
para bien o para mal- por la reaparición del Señor Campoy en la vida de
la paciente. Hubo algo, en cuanto relataba mi madre, que me llamó la atención:
… La abuela se
pasa largos ratos, siempre que puede, metida en su habitación, escribiendo
cuartilla tras cuartilla, que luego guarda bajo llave en una gaveta de la
cómoda. Se pone muy nerviosa cada vez que le preguntamos para quién es la
carta y no hemos sido capaces, ni a bien, ni a mal, de descubrir cuál es su
contenido. Alicia piensa que pueda tratarse de una especie de memorias de sus
tiempos mozos, o de cuando la desgracia de vuestro abuelo. En todo caso, puede
ser bueno que esté ocupada parte del
tiempo, olvidando en la medida de lo posible dolores y quebrantos…
***
Me acuerdo bien:
fue en la mañana del 12 de marzo de 2015. La abuela me llamó al móvil, cosa que
casi nunca hacía, esperando a que fuese yo quien tomase la iniciativa. Me dijo
con la mayor naturalidad:
-
Ya
estoy preparada para hablar contigo. Te ruego que vengas este fin de semana,
porque presiento que no me queda mucho antes de que tengan que sedarme, hasta
el punto de dejarme inconsciente.
Era un jueves y no
tenía servicio especial durante el resto de la semana. Respondí:
-
De
acuerdo, abuela. Estaré allí el sábado, aunque no creo que las cosas estén tan
apuradas como barruntas.
En efecto, dos
días después me hallaba ya en Zamora. Carmina, tan pronto dejé el
equipaje y descansé un rato, me esperaba de punta en blanco. Se explicó de la
forma escueta que solía:
-
Me
apetece ir a misa a Cristo Rey. Acompáñame, Charo, no vaya a ser que me
dé un vahído.
En el camino, la
abuela sacó del bolso un sobre voluminoso, que me entregó al tiempo que hacía
ademán de silencio. Tan solo agregó: Cuando hayas leído todo, hablaremos.
La iglesia estaba
abierta, pero no había misa a esa hora. Dijo:
-
Da
igual, entremos. No nos vendrá mal, ni a ti, ni a mí, tener unos minutos de
recogimiento.
Después de comer,
con el pretexto de echarme una siesta, me retiré al dormitorio, decidida a
escudriñar el contenido del sobre. Lo primero que aparecía eran unas cuartillas,
de puño y letra de la abuela, intituladas, Circunstancias que llevaron a la
muerte de tu abuelo. Debajo estaba la copia de un testamento notarial,
otorgado por la abuela el 27 de febrero anterior. Aunque extrañada de que me
diese a conocer sus últimas voluntades, está claro que me decidí sin dudar por
leer, antes que nada, el famoso informe que meses atrás me había
prometido. No creo que resultase demasiado larga su lectura para nadie. No
obstante, en lo que sigue voy a procurar abreviarlo, sin eludir detalle alguno
que pueda ser de interés o de importancia. En fin, así es como queda el relato
de mi abuela, pasado por la censura de lo bueno, si breve…
A finales del
mes de noviembre de 1977, un voraz incendio consumió todo lo principal de las
instalaciones de la empresa metalúrgica Olivares, la industria más importante
de aquel entonces en la ciudad y provincia de Miramar, que ocupaba a unos 500
obreros. Desde el primer momento, hubo grandes sospechas de que hubiese sido
provocado, pues la sociedad propietaria estaba en mala situación económica y
sus instalaciones, muy céntricas, se prestaban para usar su solar como base
para un barrio o urbanización de clase alta. Aunque en manos de una sociedad
anónima, la industria era en la práctica casi familiar, pero los herederos
directos del fundador habían abandonado su dirección en manos de un joven y
emprendedor economista, llamado Jaime Campoy, quien estaba casado con la hija
única del mayor accionista, Matías Olivares. Don Matías, médico de profesión,
había ido descansando el negocio sobre los hombros de su yerno y él, viejo y
aquejado de un cáncer, se había traslado a Madrid para mejor tratarse de la
enfermedad.
Campoy -supongo
que con autorización de los socios- trató infructuosamente de liquidar la
empresa o, cuando menos, reducir su plantilla a la mitad, pero los obreros
votaron en contra, por entender que la crisis de la empresa era falsa,
queriendo tan solo acabar con ella para una especulación inmobiliaria. En vista
de ello, Campoy promovió expediente de crisis en la Delegación de Trabajo.
Corrían los tiempos de la Transición y las autoridades ya no daban siempre la
razón a los patronos. Consecuencia: la Delegación de Trabajo rechazó el
expediente, al parecer, por no entender bien explicada su solicitud.
Las cosas, ya muy
tirantes, se complicaron todavía más con la aparición en Miramar de un
sindicato muy conflictivo, conocido como la AOA, es decir, Asociación Obrera
Asamblearia, que decidió apoyar a los obreros de Olivares con manifestaciones y
acciones violentas. De hecho, se les acusó de haber quemado el espléndido coche
que Campoy tenía aparcado en un garaje colectivo cercano a su casa, mediante un
artefacto incendiario o explosivo, que alcanzó también otros vehículos, pero
sin daños personales. Esto sucedió dos días antes del incendio de la fábrica,
al que antes me referí.
Los resultados del
incendio fueron tan graves, que la reconstrucción de las instalaciones de
Olivares se juzgó inviable, por más que la empresa tenía concertada, como es
natural, una elevada póliza de seguros.
Las sospechas
acerca de la culpabilidad por el incendio se repartieron entre Jaime Campoy y
los activistas de la AOA, aunque la de estos últimos era poco verosímil, siendo
también ellos gentes del mundo del trabajo. Lo cierto es que se abrieron actuaciones
judiciales, en las que lógicamente se reclamó la investigación e informe de los
bomberos y de la policía. A tu abuelo lo nombraron secretario del atestado de
investigación, a las órdenes de un inspector jefe, como instructor. El
comisario principal de la provincia de Miramar les dio la orden -según él,
transmitida por el gobernador civil- de actuar con la mayor rapidez y de no
hacerse eco, ni prestar atención, a rumores ni probabilidades, sino a hechos
ciertos y comprobados. Les dio, como razón de todo ello, la de que la ciudad
estaba a punto de estallar y que, había que evitar por todos los medios que el
incendio de Olivares, ya irremediable, se extendiese a los medios obreros de
toda la provincia, y aún de Andalucía entera.
Con estos
precedentes, puedes figurarte cuál fue el resultado de las indagaciones. Tu
abuelo estaba indignado de que el comisario no hacía más que meter baza y poner
límites y dificultades en su labor. Como no contaba con el apoyo del compañero
que, como jefe, instruía el atestado, ni tampoco tenía muy buena opinión del
juez al que había tocado el asunto, pidió audiencia al comisario jefe
provincial y le presentó su renuncia a seguir de secretario del atestado,
advirtiendo que, si no se le concedía, estaba dispuesto a exponer al juez todas
y cada una de las cosas extrañas en la investigación del caso, de las que era conocedor. Te
puedes figurar la bronca que se organizó. Finalmente, a los pocos días, lo
relevaron, no sin manifestarle el enfado que tenían el gobernador y el jefe superior
por su comportamiento, tan indisciplinado y poco cooperador. Creo que
algo parecido sucedió con el informe de los bomberos del parque municipal, cuyas
conclusiones fueron retocadas por el alcalde antes de pasarlas al
juzgado. Finalmente, se archivaron las diligencias judiciales. La empresa cerró
definitivamente, despidiendo a todos los obreros con la pertinente
indemnización. Los propietarios de Olivares vendieron el solar a una
inmobiliaria creada para explotar su urbanización y, con ello, todos se
hicieron super millonarios. Figúrate lo que suponían diez hectáreas de terreno
edificable en el mejor sitio de expansión de la Miramar de entonces. Por
cierto, el barrio que se creó recibió el nombre de Olivares, que supongo
seguirá llevando.
¿Y qué pasó con tu
abuelo? Para nuestra sorpresa, de la postergación y las malas caras, pasaron de
golpe, al cabo de unos meses, a ascenderlo por los méritos contraídos al grado de inspector
jefe, nombrándolo para la comisaría de Irún. Era un sistema que se utilizaba
entonces para cubrir forzosamente las plazas en el País Vasco, que nadie quería
voluntariamente, por razón del terrorismo. En resumen, le tocó la china, como recompensa
por los servicios no prestados en el caso Olivares. Yo le pedí en
todos los tonos que pidiese la excedencia o, incluso, que se negase a ir,
tirando de la manta sobre los motivos de tan inicuo traslado, pero él decidió
acatar la orden, ante la posibilidad de que cualquier otra decisión fuese aún
peor para nuestro futuro. Era un hombre tranquilo y valiente, que decidió
correr el riesgo, con la vana esperanza de poder salir con vida de allí al cabo
de un año o dos. Resolvimos, para su sosiego y la seguridad de tu madre, que
ella y yo permaneceríamos en Miramar mientras tu abuelo siguiese en Euskadi. Olga,
tu madre, tenía entonces nueve años y era feliz en tierras andaluzas.
En fin, bien sabes
que tu abuelo no sobrevivió al terrorismo de ETA, gravísimo en aquellos años.
Difícil habría sido que los criminales no le tomasen como objetivo, habiéndole
nombrado sus superiores jefe del servicio de información de su comisaría: otra
gracia, de la que yo me enteré posteriormente, pues tu abuelo nada me dijo. La
mañana del día 28 de agosto de 1978, al salir de su hotel de Fuenterrabía para
dirigirse al trabajo, dos o tres individuos lo esperaban y lo tirotearon hasta
matarlo. No se les ha identificado hasta ahora.
Te preguntarás, en
vista de todo lo que te he contado, por qué le tengo tanta inquina a Jaime
Campoy, cuando no tuvo parte directa en la muerte de tu abuelo. La razón es
que, según me informó hace muchos años un compañero suyo, digno de todo
crédito, la decisión de mandarlo al País Vasco fue de sus jefes, sí, pero
provocada directamente por el tal Campoy quien, conocedor de la integridad de
tu abuelo y temeroso de que revelase cuanto sabía y le fastidiase el negocio,
movió todas sus influencias para quitarlo de delante de la forma que fuese.
Pero todo esto no es para contarlo fríamente, ni para ponerlo por escrito. Si
quieres saberlo, te lo contaré de palabra en cuanto tú me lo pidas.
***
Como es natural,
leí con sumo interés todo el texto, que para mí recogía hechos en gran parte
desconocidos. Y, como igualmente es lógico, quedé sobre ascuas por lo escrito
en el último párrafo, aunque yo -como policía y mujer objetiva- no las tenía
todas conmigo, acerca de la solidez de las fuentes, ni de hacer del Señor
Campoy el centro de la responsabilidad en la muerte de mi abuelo. De todos
modos, tendría que esperar a que mi abuela despejase todas las interrogantes. Y
quizá aclarase algunas el testamento cuya copia obraba en mi poder. Con gran
interés procedí a leerlo. Era brevísimo en su parte dispositiva. Como no podía
ser de otra forma, instituía a su hija única Olga, mi madre, en los tercios de
legítima estricta y de mejora. En cuanto a la parte de libre disposición, me
nombraba a mí heredera, aclarando que la porción se me adjudicaría en dinero o,
en su defecto, en títulos valores susceptibles de venderse inmediatamente. En
suma, que me quedé como estaba, o más incómoda todavía, pues ¿qué explicación
podría yo dar a mi hermana Alicia sobre la predilección que me mostraba la
abuela?
Cuando me pareció
que era hora de salir de la habitación, tras aquella siesta tan poco
apacible, encontré a las otras tres mujeres de la familia en el cuarto de
estar, viendo la televisión. Inmediatamente, abuela Carmina me
interpeló:
-
¿Qué,
has dormido bien y te has repuesto ya del viaje?
-
No
creas -contesté con segundas-, apenas he pegado ojo.
-
Entonces
-replicó con un guiño apenas perceptible-, ¿estás en condiciones de llevar a tu
abuela a merendar chocolate con churros?
Mi madre y mi
hermana se quedaron de piedra. Yo comprendí al punto lo que, en el fondo,
quería Carmina:
-
De
acuerdo, acepté. Hace años que no pruebo los churros de Zamora.
La abuela se
levantó, dispuesta a acicalarse, y explicó a las otras dos, para que no se
molestasen:
-
Para
las pocas veces que viene, dejadme disfrutar de mi nieta riojana.
4. Charo nos cuenta (tercera parte)
Siempre recordaré
aquella tarde de los churros, que merendamos en el Parador[13],
completando nuestra charla, solas y en grata penumbra, en el patio cubierto del
palacio. La memoria imborrable no se debe únicamente a la importancia de lo que
tratamos, sino a la previsible circunstancia de que fue la última vez que vi a
mi abuela realmente con vida, es decir, fuera del hospital y sin sufrir
la agonía.
Contra lo que era
habitual en ella, Carmina no entró directamente en materia, sino que
comenzó preguntándome qué había sentido yo un rato antes, al leer su relato de
lo sucedido a mi abuelo en Miramar y en el País Vasco. Le contesté que me había
parecido una canallada, merecedora de un severo castigo que, por desgracia, ya
era imposible de procurar, bien por fallecimiento de los responsables, bien por
la indudable prescripción de los hechos. La abuela no me replicó de inmediato,
sino que optó por completar primero su informe escrito, en el punto que había
quedado incompleto y pendiente de llenarlo ella de viva voz. Aunque su
explicación no fue un relato de corrido, sino una serie de puntualizaciones
dialogadas, creo preferible exponerlo aquí todo seguido, poniendo en boca de mi
abuela lo que ella me fue narrando, de la manera que yo recuerdo:
Aunque solo
fuera porque por ley me lo debían y porque yo tenía que sacar adelante a una
hija todavía niña, está claro que solicité o acepté la pensión y todos los
beneficios económicos, ciertamente cuantiosos, que suponía para la viuda y los
hijos la muerte de un inspector jefe de la policía en el ejercicio de sus
funciones y por un acto terrorista. Por supuesto, no tuve ocasión de manifestar
mi desprecio a la condecoración que le dieron a título póstumo, pues se la
impusieron prendida en la bandera de España, sobre el féretro en que tu pobre
abuelo estaba todavía de cuerpo presente. Pero cuando, estando nosotras ya en
Zamora, me llamó el comisario jefe provincial de Miramar, para que acudiese a
un homenaje que le iban a tributar en el día de los Ángeles Custodios[14]
del año siguiente a su asesinato, me despaché como puedes figurarte, le colgué
el teléfono y, por supuesto, si es que finalmente lo homenajearon, yo no estuve
allí. Supongo que el rifirrafe transcendería en ciertas esferas, porque poco
tiempo después apareció por Zamora, sin avisar, un compañero del abuelo, jefe
de la brigada de policía judicial de Miramar. Había venido a pasar las
navidades en un pueblo de Salamanca, donde vivían sus padres, y decidió pasarse
por nuestra casa de Zamora, para ver cómo nos encontrábamos.
Claro está que se
trataba de un pretexto, pues el hombre a lo que realmente venía era a
advertirme de que tuviese cuidado con irme de la lengua o montar algún escándalo, pues había
gente en Miramar a la que no le había caído nada bien mi desplante con el
comisario y estaban dispuestos a todo, con tal de que quedara definitivamente
enterrado el tema del incendio de Olivares. Yo le eché en cara que le
preocupara tanto el entierro del incendio y tan poco el de su compañero
Germán Pereña, y que se estaba comportando como el perfecto correveidile. El
visitante se tragó mis palabras, pero me contestó que había venido
espontáneamente y de tapadillo, no para esconder las vergüenzas de sus
superiores, sino para revelarme toda la verdad y ponerme de evidencia a quién
tenía que temer y por qué. Y así fue como supe quién había estado, en realidad,
detrás de todo aquel sucio asunto del traslado del abuelo, y quién seguía dispuesto
a acabar con su familia, si yo trataba de continuar la labor de mi marido y
descubría a los verdaderos responsables del incendio de la fábrica.
Fue ese policía
quien me confesó que, cuando tu abuelo decidió no seguir el juego de la
investigación fraudulenta, Jaime Campoy no se conformó con que se retirara del
asunto, pues temía que acabara por revelar al juez todo cuanto sabía. Campoy
fue quien sobornó al gobernador para que se tapara el asunto. El gobernador, a
su vez, influyó para que los jefes de policía quitaran de delante a tu abuelo,
no sé si sobornándolos o mediante amenazas para su futura carrera. El ascenso
amañado y el consiguiente traslado a Euskadi fue la fórmula que adoptaron,
entonces bastante corriente para castigar a funcionarios díscolos. Lo de ponerlo en el
punto de mira de los etarras fue también obra de Campoy, intrigando para que en
Irún le diesen un puesto de máxima exposición, y quién sabe si dejándolo caer
en el oído de ciertos terroristas, con pago del trabajito o sin él.
Incluso esto lo conocía el policía que me hablaba, porque, cuando en Miramar se
enteraron de que en Irún habían hecho a tu abuelo jefe del servicio de
información, se llevaron las manos a la cabeza y preguntaron a unos y a otros
acerca de quién habría sido el responsable de tamaña canallada, a lo que el
comisario jefe acabó por reconocer: Pues el mismo que urdió lo del
traslado. Desde el principio tenía en la cabeza el quitar de en medio a quien
podía desbaratarle el negocio.
No vayas a creer
que disculpo o que perdono a los policías y a las autoridades que consintieron
los desmanes de Campoy y se dejaron influir o sobornar por él, pero a estas
alturas, los que no hayan muerto andarán con un pie en la sepultura -como yo-,
tomando el sol en los parques o al calor del brasero de la mesa camilla. Solo
ese canalla tiene la caradura de andar presumiendo de sus millones en el papel
satinado de las revistas y haciéndose nombrar alcalde de uno de los pueblos más
importantes de Miramar. Es lo que me quema la sangre y me está amargando los
últimos días de mi vida, que debería pasar en sosiego, poniéndome a bien con mi
conciencia. Y es solo ahora, casi cuarenta años después, cuando me obsesiona el
que se haga justicia, aunque ya no pueda ser yo la mano que la ejecute.
Por mi mente pasó,
como un relámpago, la idea de que lo que pretendía mi abuela era convencerme
para que fuese yo, su nieta favorita, la continuadora de sus sentimientos y de
sus propósitos de lo que, aunque ella lo llamase justicia, para el común de los
mortales no era sino venganza. No quise por el momento preguntarle de modo
directo qué era lo que esperaba de mí, sino que, dando largas, aludí al
testamento:
-
He
visto que, dentro del sobre que me diste esta mañana, había una copia de tu
testamento…
Casi sin querer,
había llegado al fondo de la cuestión:
-
Sí
-afirmó-, fui al notario hace unas semanas, para legarte todo cuanto podía,
respetando la legítima de tu madre. Es con el objeto de que puedas cubrir
gastos, en el caso de que aceptes el encargo -llámalo la misión, si
quieres- que dejo a tu conciencia para después de mi muerte… De todas formas,
si decides no asumir mi petición, no por ello voy a cambiar el testamento,
aunque tuviese tiempo de hacerlo: Tu verás qué haces con lo que voluntariamente
te dejo.
Las dos nos
quedamos calladas, sentadas en un banco, en la silenciosa penumbra del claustro
del Parador. Fueron unos momentos de tensión, de esfuerzo de ambas mujeres por
no ser cada una de ellas la primera en dar o demandar explicación, sabiendo una
y otra lo que podría decirse. Finalmente, fue Carmina quien cedió:
-
¿No
vas a preguntarme lo que quiero de ti?
-
Me
lo figuro, abuela -repliqué-. Será algo relacionado con lo que decías antes de hacer
justicia; pero, la verdad, no sé cómo hacerlo, ni hasta qué punto.
-
No
seré yo quien te lo imponga: Para eso eres cauta e inteligente y, como un don
del cielo, tienes por tu profesión más conocimientos y oportunidades que casi
nadie. Mira si confiaré en tu buen criterio y en tu cariño hacia mí, que ni
siquiera quiero saber cuál será tu decisión. Lo dejo todo en tus manos, que
bastante tengo con afrontar los pocos y duros días que me restan.
Su confianza en mí
acabó por desarmarme. Le adelanté una respuesta que quizá no hubiese sido la
misma, de apremiarme a que le diese la contestación:
-
Vete
en paz, abuela, que yo haré por ti la justicia que tú no has podido.
Nos abrazamos y
así permanecimos hasta que fue cediendo la emoción. Luego, salimos a la plaza,
ya caída la noche. De camino a casa, la abuela me advirtió:
-
Por
encima de todo, ten mucho cuidado, no sea que pare mientes en lo que hagas el
inspector N., que fue quien me reveló todas las sucias interioridades del
caso, de las que antes te he hablado. Podría atar cabos y… Bueno, eso en el
supuesto de que continúe con vida, pues no he vuelto a saber de él desde que
vino a Zamora a visitarme.
-
Descuida,
abuela. Tendré toda la prudencia del mundo, sobre todo con los que, por su
edad, puedan recordar lo sucedido en aquellos años… ¡Hay que ver el peligro que
tenéis los setentones!, agregué, intentando arrancarle una sonrisa.
Al llegar a casa,
mi madre estaba preocupada de nuestra tardanza. La abuela le cortó en ciernes
la protesta, con ironía:
-
Últimamente,
Olga, tengo muy poca prisa en llegar adonde tengo que ir.
5. Charo actúa (primera parte)
Curiosamente, la primera consecuencia del plan
de Carmina no tuvo que ver directamente con este, pero ya me resultó
profundamente desagradable. Tan pronto mi madre fue a recoger en la notaría la
copia del testamento -ella no tenía una de antemano, por lo que desconocía su
contenido- y lo leyó, me telefoneó a Logroño y, dando por sentado que mi abuela
me lo hubiese adelantado en secreto, me preguntó de buenas a primeras:
-
Oye,
Charo, ¿a ton de qué te ha dejado la abuela la tercera parte de su
herencia?
Comprendí que lo
mejor era sincerarse, aunque solo hasta cierto punto:
-
Traté
de quitárselo de la cabeza, pero ya sabes lo terca que era… Se empeñó en
dejarme algún dinero para que completara mi especialización profesional y me
comprase un coche mejor que la carraca que tengo.
-
Pues
a ver cómo se lo explicamos a tu hermana cuando se entere. Ya sabes lo
envidiosilla que siempre ha estado de ti, por la preferencia de la abuela.
Reaccioné de
inmediato, tratando de evitar cualquier desavenencia familiar:
-
No
le digas nada a Alicia. Desde ahora, renuncio a aceptar la ventaja y en paz.
-
De
ninguna manera -rechazó mi madre-. Es voluntad de la abuela y no hay por qué
contrariarla. Ya procuraré yo dorarle la píldora. En fin, ¡qué verdad es que
herencia rima con desavenencia!
Si ahora recuerdo
todo esto no es para andar con cotilleos, ni por lamentar que mi hermana Alicia
me haya mirado desde entonces como una codiciosa que se trabajó a la
abuela Carmina para agenciarse un cuarto de millón[15].
La razón de contarlo es la de reflejar que, con todas las desazones que me dio,
el aceptar aquel dinero me impulsó a la acción de justicia, tanto como
la promesa hecha a mi abuela in articulo mortis. Invertiría hasta el último
céntimo, si era necesario, en aquello para lo que la cantidad se me
había confiado, sin escatimar gastos ni abreviar preparativos. Si algo sobrase,
lo donaría para obras de caridad, las que fuesen. No pensaba quedarme con nada en
mi propio interés y beneficio.
En suma, para mí,
como para el general clásico[16],
la suerte estaba echada; solo que en mi
caso el modesto caudal del Rubicón había sido sustituido por la aceptación del
pago anticipado de servicios aún no prestados. Tiempo era de exprimirse el
cerebro para estudiar cómo hacerlo.
***
Durante un
tiempo, estuve sin ideas, pero ¡cómo iba a tenerlas, si ni siquiera había
decidido hasta dónde llegar en mi justicia! Entendí que no sería perder
el tiempo el estudiar a mi futura víctima, para saber más sobre ella de lo que
mi abuela y la revista me habían dado a conocer, y bien pronto tuve una
sorpresa mayúscula.
En efecto: Según
la interpretación de la abuela, el Jaime Campoy de la faena a mi abuelo y el
actual alcalde de Cañadas eran la misma persona: aquel vejete a quien se veía
en la foto mostrando el trofeo que se entregaría al ganador del torneo de golf.
Pero no: El alcalde era el cincuentón orondo y calvo, que posaba a la derecha
del anterior. El equívoco se explicaba por el hecho de que se trataba de padre
e hijo y, según una mala costumbre muy generalizada, ambos tenían el mismo
nombre de pila. Así que, para empezar, me tocaba diferenciar los datos y
circunstancias de uno y otro a fin de evitar enojosas confusiones. Como es
natural, acudí a Internet y de allí extraje el siguiente esquema:
·
Jaime Campoy Recio (Campoy, padre). Nacido hacia 1940, o en año algo anterior,
probablemente en Miramar. Colegiado como abogado en la corporación profesional
miramareña desde 1965, figurando en la actualidad como letrado no
ejerciente. Casado con Asunción Olivares Langle, de cuyo matrimonio tiene
un hijo, Jaime Campoy Olivares. Ligado por razones familiares a la empresa Talleres
Metalúrgicos Olivares, S.A., de la que llegó a ser presidente del Consejo
de Administración, hasta la desaparición de la sociedad y de la fábrica, por el
incendio de 1977. Participación ulterior en varias empresas, principalmente
inmobiliarias, con sede en Miramar y en Madrid. Actualmente, sigue figurando
como presidente o consejero delegado de dos empresas constructoras y una de
exportación de productos alimenticios (lo que quiere decir que, pese a su edad
avanzada, continúa activo en el mundo de los negocios).
·
Jaime Campoy Olivares (Campoy, hijo). Nacido en 1968, en Miramar. Licenciado en Derecho y
Ciencias Económicas. Casado con María del Mar Vera Rodríguez, de cuyo
matrimonio tienen tres hijos: Matías, Felipe y Elvira. Dedicado, como su padre,
al mundo de los negocios de construcción y agro-alimentarios, viene
compatibilizando su profesión con la política activa desde el año 1999, en que
se presentó a las elecciones municipales en las listas del Partido Popular,
saliendo elegido concejal para el ayuntamiento del importante pueblo de Cabañas
-la tercera población de la provincia-. En las elecciones de 2015, dentro de
las listas del partido político VOX[17],
encabezó la candidatura más votada, siendo elegido alcalde del municipio. Según
el Diario de Miramar, ya antes de llegar a la alcaldía, Campoy había
protagonizado sonados enfrentamientos con otras autoridades, por su actitud
intransigente, si no hostil, hacia los inmigrantes sin papeles y los de
religión islámica que, según él, socavan los cimientos de nuestra
civilización y pretenden hacer de Andalucía una continuación de los aduares
africanos. Y las historias habían continuado, ya con Don Jaime de alcalde,
siendo la última pelotera, hasta la fecha, el rechazo municipal a que se
erigiese una mezquita sobre el abandonado colegio de la Purísima Concepción, en
pleno centro de la localidad. Supongo que la llamarían la mezquita de
Badocor, pues sería como la de Córdoba, solo que al revés, había bromeado
el alcalde, a propósito de lo sucedido siglos atrás con la catedral cordobesa[18].
Era muy poco,
ciertamente. Bien sabía yo que, aunque fuese arriesgado, no tendría otro remedio
que viajar a Miramar, si no quería convertir el plan en una chapuza.
Claro que tal cosa no tendría mucho sentido mientras no concretase lo que
pensaba hacer y cómo. En cualquier caso, el hecho de conocer la tierra de mi
madre me tentaba, y viajar hasta allí de manera furtiva era toda una atractiva
tentación para una policía que siempre había actuado a la descubierta. Fue
entonces cuando concebí la idea de pedir una licencia anual en mi trabajo,
aprovechando la generosidad de la abuela, para tener libertad y tiempo de
cumplir con mi obligación -ya empezaba a considerarla así-. Y también fue en
aquel otoño de 2015, cuando me vino la inspiración, conforme a la que
elaboraría toda mi acción ulterior. ¡Pero si era algo clarísimo! -pensaba yo-.
¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Y es que era el mismo Campoy -el hijo-
quien había construido su propia ratonera.
***
Voy a explicar lo
de la inspiración y la ratonera. Hacía ya bastante tiempo que se había hecho
famosa la fetua[19] del
ayatolá iraní, Jomeini, contra el escritor británico, Salman Rushdie[20],
pero el carácter tan especial de los hechos y de los personajes hizo que yo no
atase cabos con mi problema. Por el contrario, la inspiración acabó
por llegarme gracias a los hechos tan luctuosos de la fetua contra el semanario
parisino, Charlie Hebdo, producidos en aquel mismo año de 2015[21].
Y la ratonera tendría que ser la conducta política de Campoy, que
seguramente ya se habría situado en el punto de mira de los musulmanes de su
pueblo, al negarse a autorizar la construcción de una mezquita sobre un terreno
que habían comprado con tal objetivo. Una ayudita por mi parte y el
impetuoso alcalde podía acabar cayendo en el garlito.
No tardé en
comprender que el núcleo de mi plan tenía una consecuencia no menor: Que
acababa metiendo en el mismo saco a Campoy padre -objetivo único de la venganza
de mi abuela- y a Campoy hijo, que era quien, con sus palabras y resoluciones,
podía armar la ratonera de los islamistas. Pero cómo estaría ya de
decidida a actuar y de entusiasmada de mi ingenio, que opté por
considerar aquel dos por uno como uno de tantos efectos colaterales, por
los que todos los días acaban cayendo inocentes y con culpables. Por más que,
¿quién había dicho que el alcalde de Cabañas fuera un angelito? También
él llevaba viviendo toda su vida a cuerpo de rey gracias a las fechorías de su
padre. Y, por otra parte, él mismo se había metido en el ojo del huracán,
ofendiendo o contrariando a los muslimes: Bien podría suceder que estos
reaccionaran con violencia contra él, sin necesidad de que yo los excitara.
De todos modos,
decidí tomarme las cosas con calma, no sé si por estudiarlas a fondo, o para
dar tiempo a que el viejo Campoy estirase la pata por causas naturales.
Leí un montón de cosas sobre las fetuas; busqué la disculpa perfecta para
pedir una excedencia anual, sin despertar muchas sospechas; me empapé cuanto
pude del caso Olivares, aunque no había dejado muchas huellas útiles en los
medios de comunicación; y, lo que más me gustó, me zambullí en los planos y las
imágenes de Miramar, hasta aprenderme de memoria calles, monumentos y
direcciones. Sin prisa, pero sin pausa, pues me había fijado un término para
tener todo listo y viajar en cuerpo y alma a aquella ciudad: el plazo
concluiría a finales de septiembre del año siguiente, 2016, cuando tenía que
empezar el trabajo sobre mediación llamado a servirme de coartada.
Como ya dije al
principio, no tuve mayores dificultades para desligarme de la Policía durante
un año, aunque ello me costase perder la plaza de Logroño y tener que
reingresar en su día en cualquier destino que a la sazón estuviere vacante. Más
fácil me fue conseguir de los profesores de Bilbao que me dispensaran de
asistir puntualmente a las clases del grado en Mediación, para lo que pretexté circunstancias
familiares. Con gran simpatía, el director del curso -que era un burgalés muy
afecto a la Policía Nacional- encareció mi comportamiento y currículo:
-
Vamos,
vamos, inspectora -ponderó-. Nada menos que pedir la excedencia en su trabajo
para venir a graduarse en esta universidad. No se hable más: Con su diplomatura
en Criminología por Salamanca y su experiencia profesional, las clases de aquí
le resultan superfluas. Estúdiese las normas del Gobierno Vasco sobre la
materia y, por supuesto, vaya redactando el trabajo académico de grado, lo que
puede hacer en cualquier lugar en que haya una buena biblioteca. ¿Tiene ya
pensado el tema para su disertación?
-
Quiero
sugerirle alguno que enlace el conocimiento criminológico con la posibilidad de
una mediación… Algo así como El informe criminológico para la derivación de
un caso a mediación intrajudicial.
-
¡Perfecto!
No lo dude y a ello. Eso sí, cada mes o par de meses, mándeme un breve informe
de la marcha del trabajo y yo la responderé. Claro que, si se llega por aquí
siempre que pueda…
-
Sin
duda, profesor. Muchísimas gracias y espero no defraudarlo.
Bien, todo listo.
Solo faltaba hacer creer a mamá y a Alicia que andaría por el País Vasco,
aunque procurando cambiar de aires siempre que pudiese, pues seguía sintiendo,
si no alergia, sí cierta intolerancia al ambiente de aquellas tierras.
Mi madre lo comprendió perfectamente:
-
No
cuentes con que vaya a visitarte me espetó-. Más bien deberías ser tú la que…
-
Solo
en vacaciones. Zamora está lejos de Bilbao y no tiene ninguna biblioteca
satisfactoria para preparar mi trabajo.
Mejor aún lo
comprendió Alicia, que seguía enfurruñada conmigo a más no poder, desde lo de
la herencia:
-
No
pienso ir a verte, ni aunque necesites de una enfermera para que te cuide.
Y es que no sé si
he dicho ya que mi hermana iba a cursar el último año de Enfermería.
***
Contemplo retrospectivamente mi
comportamiento de aquellos días y me sorprendo de ver en él los resabios
suspicaces de la inspectora de policía, pero no los escrúpulos de conciencia de
una mujer con buenos sentimientos. Digo esto porque, cuando por fin tomé el
tren para Miramar, llevaba entre mis primeras ocupaciones las encaminadas a
descartar cualquier duda de que el incendio de Olivares hubiera sido provocado
por los empresarios, pero pasaba por alto cualquier inquietud acerca de las
personas inocentes que podrían verse afectadas por mi vindicativa intervención
en su pequeña historia. Compréndase la verdad de mi aserto, al constatar cuáles
eran los puntos esenciales que podrían condicionar mi actuación:
1º. Si el incendio
fue provocado por los patronos de Olivares, ¿por qué no denunció
enérgicamente a estos la empresa aseguradora que tuvo que pagar la
indemnización por los daños? ¿O es que hubo algún acuerdo del tipo contubernio
entre unos y otros?
2º. Echar toda la
culpa de los desmanes a Campoy, ¿no era una simplificación errónea? ¿No estaría
manipulándolo en la sombra el empresario Matías Olivares, del que Campoy era,
además de factótum, su yerno?
3º. En su día, se
había planteado la hipótesis de que el incendio hubiera sido causado por
esbirros de la AOA (Asociación Obrera Asamblearia). Por improbable que fuese,
¿podía descartarse por completo la intervención de esa Asociación en el
incendio?
Solo cuando
hubiese despejado esas incógnitas pondría en marcha mi plan. Y estaba claro que,
para conseguir respuestas, debía entrar en contacto con las personas adecuadas,
contando con que los testigos directos habrían fallecido en su mayoría en los
casi cuarenta años transcurridos desde noviembre de 1977.
De todas formas,
lo primero era sentar mis reales en un alojamiento tranquilo, céntrico y lo
menos controlado posible por mis colegas miramareños, en el bien entendido de
que no contaría con medios especiales, como una identidad supuesta o
documentación falsificada. Desde el principio, imaginé la oportunidad de dar de
lado hoteles y pensiones, acogiéndome a la facilidad de los alojamientos
turísticos, tan abundantes en aquella zona. A través de una de esas páginas piratas
de Internet, di con una señora mayor viuda, Doña Ana Mari, que ofrecía un
apartamento amueblado en la zona del Parque Viejo, con alquiler bajo mano y
posibilidad de contratar la ocupación por trimestres prorrogables. Una fianza
trimestral era todo cuanto hube de confiarle sin recibo, en esa especie de
acuerdo entre caballeros de industria. Para entenderme con ella, le di
el nombre de Olga, heredado de mi madre para la ocasión.
Mayores
dificultades para el anonimato comportaba mi necesario acceso a la biblioteca
universitaria de Derecho, para preparar en Miramar mi trabajo de grado. Gracias
a mi carné de la Universidad del País Vasco, conseguí una especie de pase
homologado, sin necesidad de inscripción formal, con la disculpa de que mi
estancia en Miramar era circunstancial y por periodos breves. Con ello quedaba
cubierta mi infraestructura en la ciudad. El resto, mi plan, quedaba
a la prudencia y la inteligencia de una servidora, sin olvidar una dosis
suficiente de buena suerte.
Para tomar
contacto físico con la ciudad, decidí dedicar dos o tres días a recorrer su
parte céntrica, señalando en ella los edificios más representativos. Por
descontado, el más interesante de ellos era, para mí, el que los viejos de la
localidad seguían llamando la casa Olivares, una magnífica edificación
de esquina en estilo modernista, de bajo y tres pisos, distribuidos de la
siguiente forma: el bajo, para atención al público; el principal, de oficinas;
segundo y tercero, para viviendas, donde se suponía que moraban los Campoy,
padre e hijo; un terrado, al modo usual andaluz, coronaba el edificio, con
airoso paramento en cornisa. Tomé con el móvil algunas fotografías y dejé para
mejor ocasión el averiguar quien vivía encima del otro, si el padre o el hijo.
Lo que sí había descifrado antes es que el viejo Campoy, ya viudo, convivía con
una criada de las de toda la vida, en tanto que su hijo lo hacía con su
esposa, Marimar, y con la hija soltera, llamada Elvira, pues sus hijos varones
se habían independizado, viviendo uno de ellos en Madrid, para estar al frente
de los negocios familiares en dicha capital.
***
Seguro que sería
por asociación de ideas, pero lo cierto es que el individuo que tenía frente a
mí en aquella cafetería de la Puerta de Bayana me recordaba mucho al actor
Edward G. Robinson[22],
con una edad intermedia entre Double indemnity y Soylent green[23].
Me lo había recomendado un compañero suyo en el Diario de Miramar, a
quien yo había acudido buscando información y pretextando ser una estudiante de
doctorado en Derecho, en busca de algún caso famoso sobre el que hacer un
trabajo académico:
-
Indalecio
Viciana es el hombre indicado -me aseguró-. Lo sabe todo de la Miramar de
aquella época de la Transición. Más de una vez hablamos del caso Olivares. Al
cumplirse el cuarto de siglo del incendio, pretendió colar en el Diario
un amplio reportaje sobre sus consecuencias laborales y urbanísticas, pero
el director se lo rechazó. Si logras que te conceda una entrevista, a lo mejor
te dice el porqué.
Me guiñó el ojo y
me dio el número del móvil del compañero jubilado. Dile que vas de mi parte
-me aconsejó-, aunque, desde que se retiró, no ha vuelto a aparecer por
el periódico.
-
Así
que estás interesada en desenterrar el asunto Olivares -inició el
periodista jubilado la conversación-. ¿Y cómo has dado con él? Porque, por tu
manera de hablar, deduzco que eres de Madrid para arriba.
Arriesgando un
poco mi anonimato, decidí revelarle una pequeña parte de la verdad,
suficiente para ponerlo a favor de hacerme confidencias:
-
Soy
de Salamanca, que es donde estoy cursando el doctorado. Una familia amiga, de
Zamora, me habló una vez de que a uno de sus miembros, inspector de policía, lo
habían trasladado al País Vasco para que no descubriese la verdad de lo
sucedido aquí, y ETA se lo había cargado en Guipúzcoa…
-
En
Fuenterrabía, para ser exactos -precisó Indalecio-. Yo trabajaba entonces como
redactor de sucesos y casos criminales, y tuve ocasión de conocerlo. ¿Cómo se
llamaba? Con el tiempo transcurrido, lo he olvidado.
Podía ser verdad,
pero yo supuse que me estaba probando. En cualquier caso, contesté:
-
Germán
Pereña. Estudié la carrera con una nieta suya.
-
¡Una
nieta! ¡Cielos, cómo pasa el tiempo! Creo recordar que en aquel tiempo tenía
una hija pequeña.
-
Olga,
completé. Todavía se acuerda con cariño de Miramar.
Había dado con la
llave para abrir la memoria de Indalecio, pero aún tenía que dar con la clave
para que abriese la boca. El hombre se mostraba reacio:
-
Ha
pasado mucho tiempo, pero todavía vive gente que podría ofenderse si vuelven a
salir a la luz ciertas opiniones y sospechas. Fíjate que el asunto acabó por
archivarse sin responsabilidad para nadie. Insistir ahora en lo contrario
podría entenderse como difamación y costarle caro a quien culpase a alguien en
particular.
-
Entiendo
lo que me dice -coincidí-. Por eso, además de no citar para nada la fuente,
solo le pediría aclaración sobre hechos que no supongan implicar, ni levantar
más sospechas, a las personas que todo el mundo supuso que habían
provocado el incendio. Y en ese todo el mundo incluyo al inspector
Pereña, según lo que manifestó a su mujer y fue la causa de su represalia.
-
Siendo
así… -el periodista vacilaba-. Bien, veamos, ¿qué es lo que quieres saber,
dejando a un lado a esos que -según dices tú- todo el mundo responsabilizó
en su día?
-
Para
empezar: Si estaba tan claro que el incendio era provocado y que los
principales sospechosos y únicos beneficiarios eran los empresarios, ¿cómo es
que la compañía aseguradora no puso dificultades a la hora de pagar una
indemnización supermillonaria?
Indalecio sonrió
con complicidad y, al cabo de unos momentos, respondió a mi pregunta con otro
interrogante:
-
¿Y
por qué sabes tú que la compañía pagó a Olivares la cantidad máxima
fijada como cobertura del riesgo en el contrato?
-
Los
periódicos lo recogieron entonces en sus páginas y, a título de propaganda, la
propia aseguradora, Previsora Mediterránea, lo difundió a bombo y
platillo…
-
…
Aunque tan generosa Previsora tuvo que ser reflotada con capital de las
cajas de ahorros pocos años después, completó la frase mi interlocutor.
Indalecio se
arrellanó en la silla, sin hablar palabra, mientras daba cuenta de un par de
gambas con gabardina y de la mitad de la caña que había pedido. Luego,
se echó hacia adelante, fijó sus ojos en los míos y, en voz baja y
pausadamente, me explicó:
-
Como
comprenderás, la actitud de la Previsora en el proceso era de gran
importancia, pues tenía sus propios peritos en incendios, muy competentes y
especializados, a los que no se podía acallar con dos gritos del gobernador
-como a los policías-, o del alcalde -caso de los bomberos-; ni tampoco
sobornar pues, de haber probado el fraude y evitado la indemnización, la
compañía los habría gratificado con entre el cinco y el diez por ciento de lo
que se hubiese ahorrado. Por otra parte, si la aseguradora se conformaba con
pagar y se retiraba de la causa, ello sería un argumento casi decisivo para los
que sostenían que no estaba acreditada la intencionalidad del fuego, ni -menos
aún- que lo hubiese provocado la empresa asegurada. ¿Cómo lograr la cuadratura
del círculo, quedando contentos a un tiempo Olivares y la Previsora?
Aparentemente, de manera muy sencilla: Como los Olivares y Campoy no tenían el
menor interés en reconstruir las instalaciones de la empresa, podían renunciar
a cobrar la indemnización: Así la compañía de seguros ya no tendría interés en
demostrar que el incendio había sido intencionado. ¿Qué te parece?
-
De
entrada, muy sencillo; pero si alguien indagaba en la contabilidad de la Previsora,
vería que no habían salido de su patrimonio los cuatrocientos millones de
pesetas que -según dicen- suponía la indemnización, y se habría descubierto el
pastel.
-
¡Ahí
le duele, futura doctora!, aprobó Indalecio. Era más difícil, pero menos
comprobable, cobrar el cheque y devolver luego su importe, con cargo a los
enormes beneficios que Olivares iba a sacar de la edificabilidad de su
solar. Ya te figurarás cómo…
En efecto, me lo
imaginaba, pero lo que yo quería es que me lo confirmase aquel periodista que
se las sabía todas. Así pues, puse cara de boba y nada dije, esperando que él
se contestase a sí mismo.
-
Pues
cometiendo otra sinvergonzonada más -resumió-. La Previsora no recuperó
lo que había abonado, pero sus principales gestores fueron compensados con
participaciones gratuitas en el capital de la Inmobiliaria Olivares
Residencial, o con pisos y locales de negocios puestos a su nombre por
la cara. Total, ¿qué suponía regalar cuatrocientos millones a aquellos
tipos, si el pelotazo era veinte o treinta veces superior?
¡Aclarado! Pero el
periodista añadió algo más:
-
En
lo que voy a indicarte no hay duda, ni riesgo de cometer calumnia. La Inmobiliaria
Olivares se constituyó como sociedad anónima, pero tres de sus socios
tenían el ochenta por ciento del capital: Asunción Olivares Langle, esposa de
Campoy e hija única del ya finado, Matías Olivares, tenía la propiedad del
treinta por ciento; su marido, Jaime Campoy, del diez por ciento; y el
constructor más importante de Miramar, Salvador Torres, de un cuarenta por ciento.
Asunción ponía los solares. Salvador traería el capital y la experiencia para
construir. ¿Y Campoy? … No seas mal pensada: Su modestísimo diez por
ciento era tan solo una muestra del cariño que le profesaba su esposa, quien,
como antes su padre, quiso poner a Don Jaime al frente del nuevo negocio. Claro
que Salvador Torres no era tan despreocupado como el Doctor Olivares y, al año
de empezar a funcionar la sociedad, colocó como presidente del consejo de
administración a un hombre de su confianza. Circuló entonces por Miramar una
chanza. Torres habría apartado a Campoy del cargo con esta frase sibilina: Desengáñate,
Jaime. Tú no vales para maquinista, sino para fogonero.
6. Charo actúa (segunda parte)
Llevábamos
reunidos más de una hora. Indalecio Viciana se revolvió en el asiento y miró un
par de veces su reloj, pero yo aún tenía otro asunto que aclarar con él. Así se
lo hice saber:
-
¿Qué
me dice de los sindicalistas de la AOA? ¿Tuvieron algo que ver con el incendio?
Ya sabe que, unos días antes, habían volado el coche de Campoy…
Indalecio volvió a
sonreír con un dejo de ironía:
-
¡Qué
suerte tuvieron los verdaderos culpables con que salieran de entre las sombras
aquellos herederos de la FAI[24].
Así pudieron sembrar las dudas acerca de la autoría del fuego…
Quedó en silencio
unos instantes, para concluir seguidamente:
-
Te
voy a dar el nombre de una persona que sabe de lo que te interesa mucho más que
yo. Es un tipo cabal, sincero y de total confianza. Cuando le eches la vista
encima, dile que te envío yo y que tienes que ver con la familia del inspector
Pereña. No encontrarás mejor carta de presentación.
-
¿Dónde
podré encontrarlo?
-
Ni
idea, chica. Déjate caer por La Chanca y pregunta por El Brótola. Allí
todo el mundo lo conoce… Otra cosa es que vayan a dar referencias así como así
a una desconocida… Tendrás que componértelas como tu perspicacia te dé a
entender.
Aunque no me hacía
mucha gracia, volví por la redacción de El Diario para recabar
información de Manuel Albox, mi enlace en el periódico. Me recibió muy
efusivamente y lo primero que hizo fue preguntarme por Indalecio:
-
¿Qué
tal te fue con el viejo sabueso? ¿Lograste hacerle hablar? ¡Anda que no
sabe ni nada el bueno de Inda!
-
Algo
me contó -respondí a la defensiva-. Por cierto, me dijo que sería interesante
que analizara la posible participación de la AOA en el incendio. ¿Tienes algún
contacto en esa asociación?
Mi interlocutor,
entre la desilusión y la sorpresa, replicó:
-
Indalecio
te ha tomado el pelo: ¡Mira que desviar tu atención hacia esa caterva de
desgraciados, a los que quisieron hacerles pagar el pato sin comerlo ni
beberlo! Además, ya son historia, un grupo de vejetes que se reúnen en el
centro cultural de La Chanca[25]
para trasegar chatos de Jumilla y blasonar de lo que hicieron hace
cuarenta años.
Casi sin querer,
había logrado encontrar el cabo del hilo que podía llevarme al ovillo, vale
decir, al Brótola. Todo estribaba en dejarme caer por ese centro de
La Chanca y sonsacar a las viejas glorias sindicales entre chato y chato.
Seguro que lograba pescar a aquella brótola[26],
presuntamente tan escurridiza.
***
No me costó mucho,
pese al dédalo de callejuelas que caracterizaba al barrio, dar con el modesto
edificio al que identificaba una placa de cerámica colocada en su fachada:
Centro Sindical y Cultural
“Padre Rufino”
Busqué de primera
intención la dependencia destinada a bar, pedí el consabido chato de vino de
Jumilla y, con la espontaneidad a que se prestan las gentes del sur, me dirigí
a tres individuos mayores, de rostro arrugado y curtido, que estaban acodados
en la barra, mirándome de soslayo:
-
Buenos
días tengan ustedes -saludé-. Perdonen la molestia, pero soy una profesora que
está preparando un trabajo sobre la Transición en Miramar y querría hablar con
alguien que hubiera vivido el movimiento sindical de aquella época.
Uno de los
interpelados puso en cristiano mi florido requerimiento:
-
Vaya,
que la señora quiere informarse sobre la Asociación… Precisamente está
ahí el secretario del centro.
Me hizo un
discreto ademán para que lo siguiera y se acercó a una de las mesas, donde tres
individuos departían animadamente con tres vasos de vino, unas aceitunas y un
periódico sobre la mesa.
-
Niño -dijo mi
presentador al más joven-, aquí la señora, que es profesora, y ha venido por lo
de la AOA.
Seguramente sería
por su joven edad, pero la verdad es que el secretario del Centro no parecía
simpatizar mucho con aquella mítica Asociación:
-
Verá
usted -me confió-, la intención era buena: seguir la tradición anarquista de
nuestra tierra, dando de lado a los sindicatos centralistas y de partido, que
entonces empezaban a funcionar, y no dejarse llevar al huerto de las
componendas con los empresarios. Pero no tardaron en entrar en la Asociación
individuos provocadores y violentos, que la indispusieron con la mayoría de
los trabajadores y dieron lugar a las represalias y la persecución de las
autoridades y de la policía. Acabaron por echar a la AOA la culpa de todos los
desmanes…
-
Sí,
como el del incendio de la fábrica de Olivares -concreté, llevando el
agua a mi molino-.
-
Cierto
-contestó el secretario-. Aquello hizo sufrir mucho a la Asociación y
a todo el barrio, aunque bien sabe Dios que no tuvieron nada que ver en ello.
-
Pero
sí con la destrucción del coche del presidente de Olivares -apunté-.
-
Es
posible -replicó mi interlocutor, encogiéndose de hombros-, aunque nadie cantó,
y bien que lo intentaron. Varios del barrio fueron torturados, y a un
pescador joven lo dejaron caer desde una ventana de la comisaría y lo
dejaron lisiado para toda la vida.
-
¡No
me diga! -exclamé, exagerando la sorpresa-. Claro que, por aquellas fechas, se
escaparon unos cuantos detenidos por las ventanas, y más de uno no lo
contó.
-
Velay.
Por lo menos, al Agustín Carrillo no le dieron matarile.
-
¿Sigue
viviendo por aquí ese Carrillo?, pregunté.
-
Sigue
-afirmó el secretario-, pero no creo que quiera hablar con usted. El Brótola
es muy suyo.
-
¿El
Brótola, dice? Pues indíqueme donde encontrarlo que, con ese apodo
-bromeé-, seguro que logro pescarlo.
El secretario me
miró boquiabierto. Luego fue hasta la puerta y a un chaval que pasaba, le
encomendó:
-
Quiyo[27], lleva a la señora adonde vive El
Brótola.
El veterano
pescador estaba sentado a la puerta de su casa, un pequeño cubo de planta baja,
sin otras aberturas visibles que la puerta y una ventana, enjalbegado primorosamente.
El quiyo me lo señaló a cierta distancia y siguió calleja adelante,
dejándome unos segundos para maquinar de qué forma le entraría al Brótola,
que no me diese con la puerta en las narices. Decidí jugar con su curiosidad,
como dicen que hacía Dian Fossey con los gorilas de montaña[28],
y que se me perdone la comparanza. Así que, ni corta ni perezosa, lo saludé con
una amplia sonrisa y le dirigí la siguiente frase:
-
Agustín
Carrillo, ¿verdad? He venido desde Bilbao solo para hablar con usted.
Diez minutos más
tarde, en la penumbra de la habitación delantera de la casa, estábamos sentados
a una camilla, al amor de un brasero de cisco que demandaba el frescor de aquel
otoño avanzado, con una frasca de vino tinto de pitarra, dos vasos y unos encurtidos
que picaban como demonios. Agustín -aún no osaba llamarlo por su mote- había
recibido en silencio la explicación de mi presencia en Miramar, llena aún de
reservas mentales, como si yo no hubiese tenido otro objetivo que el de
informarme con certeza sobre el caso Olivares. Concluida mi breve
exposición, El Brótola contestó a la misma de manera igualmente
superficial:
-
Pues
si eso es todo lo que desea saber la señora, puedo asegurarle que los
sindicalistas de la AOA no tuvimos nada que ver en el asunto. Si lo sabré yo
que, en los días que me tuvieron detenido en la comisaría, dándome de golpes,
ni una vez me preguntaron por el incendio de la fábrica: Solo por el artefacto
casero que pusimos al coche de Campoy en el garaje donde lo guardaba.
-
¿Por
qué, precisamente a Campoy y no a Matías Olivares?, pregunté.
-
¡Toma!,
porque ese mal bicho era quien estaba de verdad al frente de la empresa y el
que estaba preparando el pelotazo urbanístico que se veía venir.
Me pareció
oportuno sacar a colación lo de su cojera, aunque solo fuese por cortesía.
Agustín me lo confirmó y añadió un detalle decisivo para mis ocultas
intenciones:
-
Los
grises[29]
me cogieron de las pantorrillas y me pusieron boca abajo por la parte de
afuera de una ventana. Debieron de descuidarse; se quedaron con mis pantalones
en las manos y yo fui a dar con mi cuerpo en el patio, varios metros más abajo.
Se armó un buen bochinche y, si no llega a ser por un inspector que estaba en
otra habitación, yo creo que me hubiesen dejado morir, o me habrían apiolado,
para que no contase lo sucedido. En fin, eran tiempos duros. Yo no canté y,
tras superar la conmoción y el derrame cerebral, conservé la vida con una
cadera destrozada y la mano izquierda prácticamente inútil. Pero lo que más
siento -le parecerá mentira- es no haber podido darle las gracias al policía
que me montó en un coche y, contra viento y marea, me llevó al hospital en
calzoncillos. No sé si su humanidad no le jugaría una mala pasada, porque creo
que, a raíz de aquello, lo largaron al País Vasco.
Me quedé de
piedra. Le pregunté, por si acaso:
-
¿No
se llamaría Germán Pereña? Era un policía que estaba investigando el fuego de Olivares.
-
No
puedo decirle -contestó mi interlocutor-. En el camino del hospital perdí el
conocimiento; estuve varios días en coma y, cuando me dieron el alta, los
policías volvieron a amenazarme si los denunciaba y, como supondrá usted, me
encerré en casa por el momento y luego fui a casa de mi hermano en Motril,
hasta que las cosas se fueron olvidando.
-
Lo
mismo se acuerda de su cara -aventuré yo-. Creo que por aquí llevo una foto
suya, que me entregó hace poco tiempo su familia -mentí, pues la llevaba
siempre conmigo-.
Le mostré la
fotografía de mi abuelo, que era de su carné de policía, debidamente retocada y
ampliada en un estudio de Zamora. El Brótola la cogió y salió con ella a
la puerta, a fin de tener suficiente luz para verla. Dio un grito y regresó
hasta mí, jadeante y demudado:
-
Es
él -aseguró-. No lo querrá creer, pero está tal como tantas veces aparece en
mis sueños.
-
Es
la única forma en que podrá aparecérsele -le retruqué-, porque lo asesinaron en
Euskadi a los pocos meses de que lo trasladaran allí, por obra y gracia de
Jaime Campoy.
Y, de manera
precisa le fui contando al Brótola los detalles y circunstancias que
habían originado dicho traslado y la ulterior y casi inevitable ejecución de mi
abuelo por los etarras. Al concluir, el pescador se limitó, por el momento, a
afirmar:
-
Ya
tengo un motivo más para odiar y maldecir al Campoy y a toda su parentela.
Se levantó y fue
hacia la parte trasera de la habitación. Descorrió una cortina de cretona, lo
que me permitió columbrar una pequeña cocina, con una mesa, un par de vasares y
un lar azulejado. Prendió un anafe y me explicó:
-
Es
solo un momento. Hoy almorzará usted en mi casa, aunque la comida será muy
modesta.
-
Acepto
encantada -repliqué-. Así podremos seguir charlando.
***
Dos huevos fritos
y un plato de chanquetes churruscantes fueron los mudos testigos del acuerdo
que se fraguó en aquél mismo día y lugar, entre el pescador lisiado y la
presunta profesora llegada del País Vasco. Y tengo que decir que, entre el buen
apetito y la animada conversación, nunca me supo mejor lo que los canonistas
llaman -o llamaban- una frugal colación.
El viejo marinero
podría ser lo que ahora llamamos un discapacitado, pero las cazaba al
vuelo. Animado por la cordialidad y el vino, se me quedó mirando de hito en
hito y me soltó una andanada confianzuda:
-
Tú
no has venido a verme para que te cuente la historia de mi vida, sino para que
te eche una mano en algo que andas maquinando.
Era verdad, pero
me sentí molesta por aquella forma tan directa, casi despectiva, de poner en
duda mi veracidad. Le contesté:
-
Te
aseguro que, cuando entré por esa puerta, solo buscaba información. Luego,
nuestra común vinculación con el inspector Pereña, desconocida hasta ahora, puede
haber cambiado las cosas.
-
La
mía -matizó- ya te la he dado a conocer. ¿Cuál es la tuya? Porque no me dirás
que llevas una fotografía suya en el bolso por casualidad…
Estuve en un tris
de revelarle que era su nieta, pero me contuve in extremis:
-
Por
ahora, solo estoy en condiciones de asegurarte que actúo en nombre de su familia…
Es más, concretaré que cumplo la última voluntad de su viuda, fallecida hace un
año.
-
Te
creo -concedió-; pero todavía te falta por aclarar qué te toca con esa señora y
qué es lo que ella te encargó antes de morir.
Eludí de nuevo
contestar a la primera cuestión y resolví afrontar la respuesta de la segunda:
-
Agustín,
voy a dar por sentado que estás dispuesto a colaborar con cualquier persona de
tu confianza, que esté decidida a que esa gentuza de los Campoy pague por sus
fechorías o, cuando menos, no pueda disfrutar de su fortuna ni darse la gran
vida. ¿Es así, no es cierto?
-
Es
lo que llevo soñando desde hace casi cuarenta años, pero no voy a clavarles un
cuchillo en las tripas, arruinando así mi vida y, a lo peor, marrando el golpe.
-
¿Y
si yo te dijera que tengo un buen plan, del que saldríamos indemnes y cuyo
fracaso es prácticamente imposible?
-
Explícate.
A grandes rasgos
-pues aún no tenía nada mejor que ofrecer- le expliqué mi idea de poner a los
Campoy en el punto de mira de los muyahidines, mediante una grave provocación
falsamente imputable a aquella familia, que tendría credibilidad gracias a la
actitud intemperante y combativa del alcalde Campoy hacia los musulmanes de
Cañadas. En el fondo, el plan podría quedar en nada, si los clérigos o los
muftíes no lanzaban una fetua contra ellos o, al menos, inducían a atacarlos,
pero la experiencia indicaba que, si la provocación era grave, los islamistas
entrarían al trapo. Finalmente, obrando con prudencia y valiéndonos de personas
fiables, podríamos eludir la acción de la justicia, que tampoco podría
reprocharnos penalmente las brutalidades que los fundamentalistas
desencadenaran por tan modesta razón.
El Brótola me
escuchó sin pestañear siquiera. Al concluir mi exposición, solo me preguntó:
-
¿Cómo
andas de guita? Conozco a gente en este barrio que podría ayudarnos en la
faena, pero hace falta dinero para ello.
-
¿Cuánto
sería necesario, más o menos?
El pescador sopló y quedó en suspenso
unos segundos, como calculando las diversas partidas precisas. Me contestó
ambiguamente:
-
Unos
miles. Diez mil, tal vez.
-
Entonces
-concluí, sorprendida por un montante tan bajo- puedes darlo por hecho; y hasta
bastante más, si fuere preciso.
Agustín negó con
la cabeza:
-
La
cosa no es difícil: ¡Si hasta parece cosa de broma! Y tampoco te creas que por
pagar mucho van a servirte mejor. Aquí, cien euros son un capitalico.
Por el momento, me
pareció que no valía la pena ir más allá. Las navidades se estaban echando
encima y el proyecto estaba todavía muy verde. La mayor parte del plan tendría
que madurarlo yo, pero había cosas que él podría trabajar mejor sobre el
terreno. Así se lo hice saber. Me replicó de una forma que rezumaba energía y
determinación:
-
No
te preocupes, que yo ya sé lo que tengo que hacer. Cuando vuelvas a Miramar
después de las fiestas, tendré muchas cosas ya a punto. Eso sí -agregó-, no vengas
por aquí. Llámame y quedaremos en algún sitio discreto.
-
Pero
¿tienes móvil?, pregunté tontamente, como si aquella casucha y aquel lisiado
fueran incompatibles con la tecnología informática.
Se echó a reír al
apreciar mi asombro. Me dio una respuesta que acabó por descolocarme:
-
¡Qué
te crees! La Chanca ha cambiado mucho desde los tiempos de Goytisolo[30].
7. Un profeta para una venganza
Regresé a Miramar el 20 de enero de
2017, habiendo avanzado muy poco en pergeñar el plan, pues estaba
atrasadísima en la preparación del trabajo de fin de grado. El director del
mismo me llamó cortésmente la atención, por lo que tuve que escudarme en
ilusorios problemas de salud de mi madre. Esta, por su parte, no dejaba de
echarme en cara el que hubiese ido a pasar las navidades en Zamora para
dedicarme, no a la familia, sino únicamente a esos estudios tan
importantes, pero que a saber adónde te van a llevar. Al final, me
limité a leer una breve biografía de Mahoma y tomar en ella notas de lo más
discutible o disparatado de la vida del profeta. Para conseguir el mayor
parecido posible con el caso del Charlie Hebdo, me centré en
algunas cuestiones comunes con las ridiculizadas en dicho semanario, añadiendo
algunas otras que igualmente me llamaron la atención. Hice una lista
pormenorizada de diez temas, que podían servir para excitar la indignación de
los musulmanes creyentes. Sobre tales temas, construí algunas frases, que
resumieran bien a las claras lo ridículo del contenido biográfico o coránico en
que se basaban.
Llamé nada más
llegar a Agustín, que me citó en una bodeguilla de la calle Real del Barrio
Alto. Para evitar su probable crítica a mi poca operatividad, empecé por poner
encima de la mesa mi lista de eslóganes y le solté con toda la guasa:
-
Ahí
tienes los textos. Ya solo falta escribirlos sobre sábanas o pancartas y
encontrar a los valientes que los pongan en lugar bien visible, donde les escueza
a los Campoy.
El Brótola cogió
el folio y tardó un rato en leer y entender aquellas diez o doce frases,
perfectamente legibles al estar impresas y en caracteres bastante grandes. De
ello y de sus movimientos de labios, deduje que lo de la lectura no era su
fuerte. El caso es que pareció no entender buena parte del texto, cosa lógica
en una persona que no estuviera al tanto de la vida y obra de Mahoma.
Finalmente, emitió su juicio:
-
No
está mal. Hay algunas cosas que yo no entiendo, seguramente, por no tener
estudios, pero si a ti te parecen bien… Si fuera yo, pondría alguna cosa
relacionada con la manera de pensar de Campoy y los líos de la mezquita de Cañadas.
Así no cabría duda de que todo el escándalo que se va a montar es idea suya.
-
Me
parece una idea estupenda -le contesté sinceramente-. Y tacha las frases que te
parezca que no se entienden bien: No quiero que a la gente que las lea le pase
lo que a ti.
Le entregué un
bolígrafo, pero él no se atrevió a eliminar nada, sino que puso una cruz delante
de lo que no le gustaba.
Terminada la labor
de expurgo, mi cómplice esperó a que hubiese guardado folio y boli, para
explicarme, muy orondo, sus avances en aquellas pocas semanas. Para empezar,
pidió formulariamente mi permiso para un sorprendente cambio en el sistema y
alicientes para reclutar a los que habrían de colocar los pasquines
provocativos:
-
Si
los contratamos por dinero, como pensé en un principio -explicó-, serán sujetos
poco de fiar y que nos sacarán todo lo que puedan para no delatarnos, si la
policía los aprieta. En cambio, si se presenta el asunto como de sentido
político, para tomar el pelo y fastidiar al tal Campoy, yo puedo moverme entre
gente conocida y que lo tome como cosa suya, por tocarles las narices al padre
que acabó con el trabajo y las ilusiones de quinientos obreros, y al hijo que
va presumiendo de patriota y de ser más español que los Reyes Católicos.
-
No
sé qué te diga -vacilé-. Tú sabes mucho mejor que yo cómo buscar a gente segura
y que no nos vaya a dejar a la primera de cambio con las posaderas al aire. En
lo que sí te insisto es en que no te preocupes por el dinero, que a veces, como
dice el refrán, lo barato es caro.
Al contestar, me
dio una lección -creo que con toda la intención del mundo-:
-
Los
señoritos y los delincuentes se mueven mayormente por el dinero, pero por La
Chanca y Pescadería conozco a muchos que, como yo, todavía se dejan guiar por
sus ideas.
Debió de notar que
la andanada podía haberme molestado, porque matizó:
-
Tampoco
somos muchos, no vayas a creer. Hay que conocer el percal y escoger bien el
género; sobre todo, evitar a los hijos de Allah, que cada vez son más y más
influyentes en el barrio.
Los dos nos
echamos a reír. No obstante, Agustín se demudó y pareció descubrir algo
importante, hasta entonces desapercibido:
-
Estoy
pensando que habrá que encargar que pinten las pancartas a personas de fuera
del barrio, distintas de las que vayan a colocarlas. No te quiero contar la que
habría si pusieran a secar a la puerta en la calle Capitana una sábana, en que
estuviese escrito me cago en Mahoma.
Comprendí al punto
dicho peligro y se me ocurrió al vuelo que podíamos conjurarlo sin mayores
dificultades:
-
Al
hilo de lo que dices, pienso que no será tan difícil pintar en una tela una
frase breve, con letras muy grandes. Yo no soy una manitas, pero vamos…
-
Oye,
niña, que a mí me han salido los dientes manejando pinceles y brochas. A
ver si vas a pensar que mi casa y la barca de mi padre se las encargábamos a
Perceval[31]…
¡Vamos, que, si a eso vamos, tú me pasas los textos y yo me encargo de lo
demás!
-
¡Vale,
vale!, concordé. Y, si te parece, así podrá mantenerse en secreto lo que pone
en los lienzos para los que los que los coloquen, hasta el momento en que los
desplieguen.
Mi última
sugerencia me hizo recordar que nada habíamos concretado aún sobre el lugar y
el tiempo de la colocación de los carteles. El
Brótola ya tenía pensados todos
estos puntos:
-
Pondremos
colgaduras en la casa de los Campoy en el centro de Miramar. Las
tenderemos desde el terrado, sujetándolas a la cornisa. Como la casa tiene tres
pisos, no habrá problema por el largo del letrero. Yo me encargo de todo lo
preciso para que no se descuelguen o las retuerza el viento…, aunque habrá que
rezar para que no sople fuerte el levante.
-
Me
parece muy bien -aprobé-. Hay que evitar en lo posible entrar en las viviendas,
aunque se suponga que están deshabitadas por el momento.
Agustín torció el
gesto y puso cara de circunstancias. Pronto aclaró el porqué:
-
Había
pensado en entrar para encartelar también Villa Asunción, el
chalé que Campoy hijo acaba de construirse a la orilla del mar, en Punta Ágata.
Que yo sepa, todavía le están dando los últimos toques y amueblando el
interior, de modo que no lo habitan. De todos modos, no es fácil colocar allí
nada colgante, porque la tapia casi impide ver el interior desde el camino. Lo
mejor, en este caso, serían unas pancartas clavadas a la pared o a los postes,
porque todavía no han quitado los letreros de obra.
-
¡Superior!,
exclamé. Sobre la propaganda de la constructora podemos colocar la de Mahoma.
Creí que habíamos
terminado, por el momento, pero El Brótola se quedó como pasmado:
-
¿No
me preguntas por la fecha en que convendrá que hagamos todo el montaje?,
inquirió, al fin.
-
Tienes
razón, Agustín, perdona… ¿En qué día habías pensado?
-
Hay
que tener todo listo para principios de abril. El 9 es Domingo de Ramos y los
días santos son el 13 y el 14. En esas fechas, toda la familia Campoy toma la
ruta de Sevilla y, con las festividades, a duras penas abren las oficinas de
los pisos de abajo. Tengo amistades que conocen a Carmelica, la criada de toda
la vida del viejo Campoy, y podrán confirmar cuando se marchan este año.
-
¡La
criada!, me lamenté. Otro estorbo más. A esa seguro que no se la llevan a
Sevilla.
-
En
efecto -sonrió mi interlocutor, con suficiencia-, pero ella aprovecha para
subir a la sierra a visitar a su familia. No falla.
Entre mi deseo de
seguridad y las ganas de chincharle, me dio por preguntar por qué era tan
seguro el viaje de los Campoy a Sevilla. Agustín me respondió hasta con
floritura:
-
Seguro,
no: inexorable. Hace un montón de años que los Campoy forman parte de la
junta de gobierno de una hermandad sevillana; incluso, el viejo fue hermano
mayor durante unos años y supongo que el hijo estará haciendo méritos para
llegar ahora al cargo. Y no se trata de una cofradía cualquiera, que es la
hermandad del Cachorro[32].
La petulancia del
miramareño tuvo adecuada respuesta en la que escuchó de mis labios:
-
¡Qué
me vas a decir a mí de esas cosas de la Semana Santa, si soy de Zamora[33].
La indiscreción
cometida mereció la pena, solo para ver la cara de panoli que se le quedó al Brótola.
Claro que ¡vaya usted a compararle a un andaluz las procesiones de Zamora con
las de Sevilla!
***
Una vez sola en
casa, en el apartamento frente al Parque Viejo, me puse a pensar y llegué a la
conclusión de que había quedado poco más que para redactar dicterios contra el
Profeta. Todo lo demás iba a descansar en las manos y en el magín del Brótola
y de sus muchachos de La Chanca. Era para mí una posición muy cómoda; tanto
más, cuanto que la operación mezquita me iba a resultar poco menos que
gratis. Desde luego, mi genio no me permitía estar cómoda con una postura tan
pasiva, pero ¿qué le iba a hacer, si había dado con un colaborador que, por
sobrados méritos, me había comido la tostada? No había más respuesta sensata
que esta: hacer mi parte lo mejor que pudiese. Así que empecé a imaginar mejoras
en la confección de las pancartas, a cual más rebuscada y, probablemente,
menos útil. Recuerdo algunas que, según estoy escribiendo, aún me hacen
sonreír. Tal es el caso de la de incorporar al artefacto algún sencillo
dispositivo de emisión de luz del tipo led, bien para enmarcarlo, bien
para siluetear las letras; algo que podía ser razonable solo en el caso del
montaje en Villa Asunción, si es que el camino no estuviera
suficientemente iluminado. O el de traducir alguna ofensa al árabe, en su
grafía peculiar, para que fuese entendida más directamente por los
destinatarios. También tuve la ocurrencia de meter alguna falta conspicua de
ortografía, para dar a entender falsamente que los autores de la fechoría eran
gente de poca cultura, cosa que, por lo que a mí respecta, mi liberaría de
sospechas. Al final, por fas o por nefas, estas sugerencias y otras tantas
fueron desechadas, salvo la de no tildar las letras mayúsculas, práctica que
siempre he considerado bastante cursi.
En todo caso, lo
más importante era dar con algunas frases breves, que hirieran en lo vivo a los
musulmanes y, al propio tiempo, tuvieran cierto fundamento histórico[34].
Siguiendo los consejos de Agustín Carrillo, reduje al mínimo los textos,
dejándolos en seis, que creo recordar literalmente, sin necesidad de consultar
sus fotografías:
-
Si Mahoma hubiese vivido en nuestro siglo, lo habrían encerrado con razón
en un manicomio.
-
¿Cómo podía leer el profeta la revelación de Allah y transmitirla, si era
analfabeto?
-
El milagro más creíble de Mahoma es el de que hizo dar siete vueltas a la
Luna y metérsele por las mangas de su chilaba.
-
¡Pobrecito Mahoma, que tuvo quince mujeres, sin respetar que fuesen niñas
ni ajenas!
-
Mahoma no escribió el Corán: lo redactó como quiso un califa a los veinte
años de la muerte del profeta chiflado.
-
La mezquita de Cabañas será la de Ben-Amear, si llega…, que no llegará.
Todavía quedaba
por decidir si -como era plausible- acompañábamos los textos con algunas
ilustraciones alusivas, para lo que las caricaturas de la revista Charlie
Hebdo habían marcado el camino. Eran sencillas de dibujar, pero había que
tener buena mano y usar varios colores. Tendría que discutirlo con el Brótola.
A ver en dónde me citaba esta vez… A fin de cuentas, nos sobraba de
todo: ideas, tiempo, dinero, buen rollo… Estuve a punto de ir a dar
gracias al santuario de la Patrona de Miramar, pero me contuvo un ominoso
pensamiento: ¿No era una mala acción lo que estábamos a punto de consumar? Se
imponía la procrastinación, al modo de Escarlata O’Hara:
Ahora no puedo
pensar en ello. Me volvería loca si lo hiciera. Ya lo pensaré mañana[35].
8. Sonido, cámara… ¡acción!
Esta vez la cita fue en una taberna muy típica de la calle
Jovellanos donde, pese a la discreción exigible a nuestros encuentros, Agustín
acabó por dar la nota. Apenas le entregué el papel con los textos para los
pasquines, empezó a reírse a mandíbula batiente y parecía no poder parar. Se
contenía, respiraba y ¡vuelta a carcajearse sin rubor ninguno! Acabé por
molestarme y le pregunté muy seria por el motivo de su hilaridad, a lo que se
limitó a mostrarme el folio, señalando con el dedo aquello de la mezquita de
Ben-Amear. Entre risotada y risotada, El Brótola farfulló algo sobre
lo simpático que estaría Mahoma con la chilaba levantada y el chorrillo mojando
un alminar. Con mi gesto más severo, lo conminé a que escuchase en silencio y
atentamente el cambio que iba a proponerle:
-
Claro
que, si el nombre de la mezquita te parece poco digno, podríamos cambiarlo por
el de mezquita de Beni-Mea.
A raíz de mi
sugerencia, tampoco yo pude evitar contagiarme de su risa. Poco a poco,
recuperamos la normalidad, centrando nuestra atención en las tapas de bacalao
frito y riñones a la plancha, con un buen tinto de Albuñol.
-
Veo
que te han parecido bien los letreros sugeridos -dije a Agustín-. Voy a
mostrarte unas copias de los dibujos que tanto éxito tuvieron en Francia
hace un par de años. Ya sé que es abusar de tu trabajo, pero si pudieras imitar
alguno…
Los echó un
vistazo y pareció conforme:
-
Son
bastante fáciles de imitar, tanto el dibujo como el color. Iría bien colocar
uno en cada tela, relacionado con lo que se diga en ella.
Había una cosa que
me preocupaba especialmente:
-
¿Dónde
piensas montar el taller? Ten en cuenta que el tamaño de las telas ha de ser
bastante grande, y que habrá que tenderlas luego para que se seque la pintura.
-
Ya
había pensado en ello, contestó. Me parece que no habrá más remedio que
utilizar mi casa, aunque tengo muy poca luz y es bastante húmeda en esta época.
Me tranquiliza que tengamos tiempo de sobra.
-
Lo
de hacerlo todo en casa me parece lo mejor -juzgué-. El problema es que me vean
cuando vaya a ayudarte.
El Brótola rechazó
la sugerencia de modo tajante:
-
De
eso, ni hablar. Me las compondré solo perfectamente.
Saqué del bolso un
sobre y lo puse sobre la mesa, del lado de Agustín:
-
Ahí
van tres mil euros -le aclaré-, para los primeros gastos.
Emitió un silbido
admirativo:
-
Con
eso, tendré para convertir mi casa en el estudio de la Escuela de Artes… Veré
qué me agencio sin llamar la atención, para mejorar la iluminación y secar
rápido la pintura.
Por lo pronto nada
más había de que tratar. Agustín se despidió, hasta que -según me dijo- me
invitara a la exposición de las obras maestras del arte cartelista. Como
algo habíamos comentado al respecto, me sugirió:
-
Puedes
volverte para Euskadi para avanzar en tus trabajos. Aquí las cosas quedan a mi
cargo.
***
Se notaba que El
Brótola estaba en su salsa. Había tomado las riendas del plan como si
hubiese sido suyo, y la cosa empezaba a cargarme. En cualquier caso, poco podía
hacer yo, desconocedora de lugares y personas, fuera de decir amén a lo
que me iba comunicando con cuentagotas el viejo pescador. A mediados de marzo,
ya no me dejó el genio y viajé a Miramar, dispuesta a permanecer allí, a
prevención, hasta el momento en que todo hubiera terminado. De todas
formas, llevaba en la cabeza una cosa nueva: ¿Merecería apoyar de algún modo la
publicidad del golpe? Mira que
si, después de todo el esfuerzo, retiraban las colgaduras cuando apenas las
hubiese visto nadie, y el asunto pasaba sin ninguna relevancia…
Agustín recibió la sugerencia con cierto
escepticismo:
-
Una
cosa como esta -afirmó- corre como la pólvora, y más en un lugar tan céntrico.
Otra cosa es lo del chalé de Punta Ágata, que en esta época del año no está muy
concurrido… No sé, podemos retrasar un poco la hora de la colocación, y que los
chicos hagan fotos con el móvil al marchar, para hacerlas llegar a algún
periódico y alTwitter ese; anónimamente, desde luego.
En cuanto al fondo
de la cuestión todo iba como la seda, según Agustín. Los chicos eran
de primera, totalmente entregados y hasta divirtiéndose un montón con el
encargo.
-
Habrá
que compensarlos con algún dinerillo, pero nada de cantidades fuertes. No
conviene que se pasen luego con los gastos, ni que piensen que están detrás
personas importantes.
-
Ya
sabes que tengo a tu disposición lo que juzgues oportuno, para ellos… y para
ti.
-
Vuelve
a hablar de pagarme y te dejo las sábanas pintadas para el ajuar.
Me disculpé y
Agustín hizo un gesto de sentimiento, añadiendo:
-
El
tiempo todo lo borra y no es probable que la policía entre en sospechas de los
antiguos obreros de Olivares, ni, menos aún, lo relacione con el
inspector Pereña. Lo lógico es que busque pistas por el lado de los cachorros
de VOX y del asunto de la mezquita de Cañadas. No obstante, yo te pediría
que no volvamos a vernos en una temporada. Yo que tú, me volvía al Norte y
seguía el asunto por los medios. Si todo sale bien, va a ser sonado.
¡Y dale, con
dejarme de lado! Hice un ademán ambiguo, pagué la consumición y, antes de que
me diese tiempo de incorporarme, El Brótola se levantó y desapareció,
calle adelante. En aquel momento no se me ocurrió pensar que tal vez no
volvería a verlo.
Tenía un largo
trecho hasta mi apartamento y decidí aprovechar el tiempo para imaginar algunas
iniciativas que podría tomar para conseguir, sin mucho ruido, la mayor difusión
de lo que habría de pasar. Las ideas de Agustín me parecían buenas, pero decidí
potenciarlas, por más que la cosa tuviera algún riesgo. Entre otras, se me ocurrió
enviar una carta al Diario de Miramar, anunciando próximas novedades en
el tema de la mezquita de Cañadas, encaminadas a apoyar al alcalde y
contrarrestar la campaña de los musulmanes. Con ello, excitaría la atención de
mi conocido Manuel Albox, el redactor de sucesos, al tiempo que dirigiría las
sospechas hacia gente del partido político de Campoy. Otra iniciativa, que me
pareció excelente, fue la de comunicar expresamente al consulado de Marruecos
en Miramar lo sucedido -cuando aconteciera-, para calentar los ánimos de
quienes más próximos podían estar al poder de lanzar una fetua por motivos
religiosos.
Por la noche
estuve sopesando la conveniencia de ausentarme de Miramar en el día señalado,
que sería finalmente el Viernes Santo, 14 de abril, una fecha cuya connotación
republicana[36] había
sido jubilosamente recibida por El Brótola. No cabía duda de que mi
ausencia favorecería el que no se sospechase mi implicación en el asunto, pero
me sabía mal no ser testigo de su realización, para disfrutar y, en su caso,
tomar alguna decisión de última hora. Finalmente, opté por obedecer a mi factótum,
aunque con ciertas condiciones, que puse en su conocimiento a la mañana
siguiente, en un mensaje que le envié a su celular:
Antes de marchar,
es obligado que reconozca el material y que fijemos el dinero que he de
entregarte. Llámame cuanto antes.
No sin abundantes
rezongos y gruñidos, Agustín aceptó que, al anochecer me pasara por su casa,
donde, bajo unas arpilleras, tenía dobladas las sábanas y enrolladas las
pancartas. Con morosidad y delectación me fue mostrando todo el trabajo que, si
en la caligrafía no tenían otra virtud que la de la claridad, en los dibujos me
llamó la atención su viveza y el gran parecido con las caricaturas del original
francés, hasta el punto de entenderse perfectamente sin necesidad de
bocadillos. Particularmente divertida era la representación de Mahoma orinando
contra la base de un alminar, sobre el que un grafiti aconsejaba jocosamente, Ben
Amear. También constaté que el artesano se había esmerado en conseguir que
las sábanas colgasen en su día de modo firme y vertical, haciendo en su parte
baja un dobladillo, gravado con varillas de acero para encofrar. Más allá de lo
dicho, El Brótola no quiso que anduviese husmeando por entre las
herramientas, colas y otros trebejos, que ocupaban casi completamente el
espacio acotado para dormitorio, incluso debajo del catre. De manera que mi
limité a sacar unas fotografías de las colgaduras y le pedí que me enviase
otras, cuando ya estuvieran colocadas en las fachadas de la casa y del chalé.
Ni yo me atreví a
hacerle preguntas sobre el momento y la forma en que sus muchachos y él
pensaban actuar, ni él quiso ponerme al corriente de ello por propia
iniciativa. Se limitó a coger y contar los diez mil euros que le entregué,
afirmando:
-
Es
suficiente. La señora quedará satisfecha.
Me acompañó un
corto trecho, hasta desembocar en la calle Valdivia. No tiene pérdida -me
aseguró- sigue toda la calle abajo, hasta dar con la carretera de Málaga y
pide allí un taxi, que ya no es hora de que andes por ahí de pingo.
Le estreché la
mano e inicié una frase de despedida:
-
Cualquier
cosa que se te ocurra, no dudes en telefonearme.
Agustín, medio en
broma, medio en serio, replicó:
-
Pues
ahora que lo dices, no me importaría saber de verdad cómo te llamas, a
qué te dedicas y qué te toca con el bueno de Don Germán, que en paz descanse.
Pero no hay prisa. Por ahora, cuanto menos sepamos uno de otro, mejor nos irá.
***
Alargué mi estadía
en Miramar unos días más. Ante la razonable perspectiva de no regresar en una
larga temporada, me apetecía hacer turismo urbano y, en especial, recorrer
todos los lugares de que había oído hablar a mi madre. El último día, eché al
correo una breve carta dirigida al periodista, Manuel Albox, en la que, más o
menos, venía a decirle:
Me he enterado por
buena fuente de que el alcalde de Cañadas está hasta las narices de los
musulmanes y su campaña en pro de la construcción de una gran mezquita en el
centro del pueblo. De acuerdo con su padre y con los mandamases del partido
VOX, está a punto de tomar una medida muy provocativa y que, como yo le he
escuchado, salga el sol por dondequiera. ¡Atención a los próximos días y
a la peculiar celebración que se quiere hacer de la Semana Santa!
Por el momento,
resolví esperar la evolución de los acontecimientos, antes de meterle el
dedo en el ojo al cónsul general del Reino de Marruecos en Miramar. Opinaba
-creo que con fundamento- que nada sería de más efecto que el ludibrio de
Mahoma multiplicado por la prensa y las redes sociales. Habría que esperar unos
pocos días.
Llegué a Zamora y,
entre el enfado de mi madre y de Alicia, me encerré en casa y descarté toda
participación en los oficios y las procesiones. Mi hermana lo censuró:
-
¿No
has oído nunca aquello de a Dios rogando y con el mazo dando?
Mi réplica la dejó
sin argumentos:
-
¿Y
quién te ha dicho que yo no ruego a Dios en la intimidad de mi cuarto?
***
A eso de las
cuatro de la mañana del Viernes Santo, recibí un mensaje en el móvil,
procedente de Agustín Carrillo, acompañado de varias fotografías, con el
siguiente texto: Todo resuelto satisfactoriamente. Ahora a esperar.
De inmediato me
levanté y me puse ante el ordenador, dispuesta a rastrear las redes sociales y
las páginas electrónicas de los medios. Naturalmente, dados el momento y la
festividad del día, era casi imposible que encontrase nada hasta pasadas unas
horas. Mi preocupación era la de que los servidores y paniaguados de los Campoy
descubrieran las colgaduras y pancartas antes que el público, retirándolas sin
que hubiesen alcanzado notoriedad. Finalmente, a eso de las diez, mandé un
mensaje al consulado marroquí en Miramar, a través de Facebook,
acompañándolo de las fotografías remitidas por El Brótola, pero sin
revelar directamente los lugares en que habían sido tomadas, a fin de que no
presentasen una denuncia de inmediato para retirar los textos ofensivos. En el
comunicado les decía:
Acaban de
mandarme unos amigos estas fotografías, que han tomado al pasar muy de mañana
por algunas calles de Miramar. Como simpatizante de todas las religiones, opino
que conductas como esta no deben quedar impunes.
A partir de
mediodía, fueron apareciendo los pasquines en las redes sociales y los mensajes
-generalmente, jocosos o preocupados- se hicieron virales. De los tuiteros,
pasaron a las páginas de la prensa informática, con una doble alegría para mí
pues, además de la difusión, daba la impresión de que las colgaduras seguían
luciendo en la casa de los Campoy. En cuanto a las pancartas de Villa
Asunción, las preguntas que se hacían permitían suponer que el lugar no
había sido todavía identificado.
Por su parte, el
consulado contestó públicamente en Facebook lo siguiente:
Agradecemos a
nuestros muchos amigos españoles que compartan su indignación con los hechos
blasfemos producidos esta mañana en Miramar contra nuestra religión y su
Profeta. Estamos en contacto con las autoridades de España para identificar a
los autores de tan execrable ofensa, que en ningún caso quedará sin recibir un
severo castigo.
Estaba tan
contenta y, a la vez, tan nerviosa, que decidí romper por unas horas con mi
servidumbre del ordenador. Mientras comíamos, pregunté a mi progenitora:
-
¿Vais
a ir a la procesión de Nuestra Madre[37]?
-
Como
todos los años, terció Alicia. Contamos contigo para que guardes la casa.
-
Para
eso tendrás que fiarte del portero, porque pienso acompañaros, para pedirle una
gracia a la Virgen.
-
¿Qué
apruebes esos exámenes tan importantes?, preguntó mi madre, con retintín.
Negué con la
cabeza y respondí con ambigüedad calculada:
-
Que
la abuela pueda descansar, por fin, en paz.
***
Días más tarde,
recibí carta del Brótola, en el apartado de correos de Zamora que nos
serviría de punto temporal de contacto. No podía ser más escueta: Por
aquí, todo bien. Deja que sea yo quien me ponga en contacto contigo, de ser
necesario. Si ahora te escribo, es para que veas cómo Campoy se ha puesto chulo
y él solito se ha dejado encerrar en la ratonera, como tú la llamabas.
El Diario de
Miramar se hacía eco de una conferencia de prensa que -vaya usted a saber
por iniciativa de quién- había ofrecido Campoy, hijo, nada menos que en los
locales de la agrupación provincial de VOX, cuyo presidente -según reflejaba
una fotografía- lo había acompañado en el estrado, e intervenido personalmente
en algunos momentos. Lo más jugoso eran las contestaciones a preguntas de
nuestro redactor -por supuesto, Manuel Albox-, que no me cabía duda de que
yo le había inspirado con mi mensaje, antes de que se produjese el
acontecimiento. De manera literal, se recogía la batería de preguntas y
respuestas, tal y como sigue:
-
Entonces,
ni usted, ni su partido han tenido nada que ver en esta provocación…
-
Ya
se lo he dicho. Los que hayan sido se han aprovechado de que estábamos fuera de
Miramar, concretamente en Sevilla, a donde acudimos siempre en Semana Santa.
-
¿Cómo
podían tener esa información los autores? ¿No serían personas próximas a
ustedes?
-
¡Qué
quiere que le diga! Cuando la policía los identifique, podré contestar a esa
pregunta.
…
-
¿Por
qué escogerían los delincuentes su casa y su chalé para perpetrar esa
fechoría?
-
Para
empezar, no creo que lo sucedido sea un delito, ni siquiera una fechoría. Está
dentro de la libertad de expresión, como el asunto de París de hace dos años.
Y, si entonces las multitudes salieron a la calle pregonando que todos eran Charlie,
ahora tendrían que manifestarse al grito de todos somos Campoy…, aunque
no creo que haya lugar, porque los islamistas no se atreverán a venir a por
nosotros, sabiendo que estamos preparados.
-
El
alcalde de Cañadas -interviene el presidente provincial de VOX- sabe que
cuenta, no solo con las excelentes fuerzas españolas de orden público, sino con
todos los afiliados de nuestro partido, que lo defenderán, a él y a su familia,
hasta morir, si es preciso…, que no lo será.
El periodista del
diario hermano, La Voz, pregunta:
-
Para
aliviar la tensión, ¿piensa usted ser más abierto en el asunto de la mezquita?
-
¡Nunca
consentiré que la levanten en un antiguo convento de monjas, en el centro del
pueblo! ¡Antes autorizaré su conversión en un hipermercado, o en una sala de
fiestas!
-
O
en unos urinarios…
Entre la hilaridad
de los presentes, el Señor Campoy sigue la broma:
-
Tendré
en cuenta su sugerencia, por si hubiese algún profeta enfermo de
próstata.
…
Al concluir la lectura,
no pude por menos de comentar en voz alta:
-
Si
este tío no mereciese castigo por canalla, se lo tendría ganado por
imbécil.
9. Viene la venganza, la retribución de
Dios[38]
A finales de junio
de aquel mismo año 2017 leí el trabajo académico de fin de grado y,
seguidamente, solicité formalmente mi reincorporación a la Policía. Me
destinaron a la comisaría de Móstoles, teniendo la gentileza de dejarme elegir
entre los puestos vacantes para mi categoría. Pensando en mi especialidad en
mediación y aprovechándome de mi sexo, solicité la unidad de Menores y, al cabo
de pocos meses, por traslado de un compañero, me tocó dirigirla. Un colega de
la policía judicial resumió en pocas palabras la opinión sobre mi trabajo:
-
La
verdad es que has caído con el pie derecho.
Así era,
ciertamente, aunque la procesión fuera por dentro. Pasaba el tiempo y no había
reacción conocida de los musulmanes fanáticos. No era lógico y, de hecho, si
hubiese sido omnisciente, podría haberme enterado de que la ominosa fetua que
estaba aguardando ya había sido emitida por las autoridades religiosas de Fez,
ligadas a la universidad islámica de Qarawiyyin[39],
y estaría en marcha el proceso de ejecución de la pena capital que la misma
estatuía. Pero yo estaba in albis, principalmente, porque no quería
despertar sospechas; sobre todo, desde que El Brótola me había echado un
rapapolvo cuando, incumpliendo su voluntad, había vuelto a dirigirme hacia él,
esperando que me perdonaría por el generoso contenido de mi mensaje:
Ya que tu no
quieres nada, dime cómo hacer llegar el dinero a los necesitados de La Chanca.
¡Métete el dinero y
los mensajes por donde te quepan!, fue su lacónica respuesta. A la que añadió una conminatoria
advertencia: Y despréndete de ese móvil.
Andando el tiempo
-no mucho-, comprendería su excitación.
***
¡Para que voy a
detallar a los buenos conocedores los sucesos de los que están perfectamente
enterados! Los resumiré, de todos modos. El lunes, 8 de enero de 2018, sobre
las nueve de la noche, un comando armado de muyahidines allanó las
viviendas que, en el mismo inmueble de Miramar, ocupaban los Campoy, padre e
hijo, y, en unos minutos de acción vertiginosa, decapitaron a aquellos y ametrallaron
a cuantas personas se encontraron, entre las cuales los diarios informativos
aludieron a María del Mar Vera Rodríguez, esposa del alcalde Campoy; a la
criada del viejo Campoy, Carmela, y a dos vigilantes privados que estaban
contratados, tratando de evitar lo que, a la postre, resultó inexorable. El
tiroteo alertó de inmediato a diversos agentes de policía, que acudieron a la
casa, encontrándose con los ejecutores cuando salían de ella. Se produjo
un intercambio de disparos, en el curso del cual resultaron muertos dos agentes
y tres de los fundamentalistas. Otros cuatro miembros del comando se
inmolarían, al resultar rodeados por guardias civiles en el puerto deportivo de
la ciudad, cuando se disponían a abandonarla a bordo de una lancha rápida,
aprestada al efecto. Resultaron heridos en la refriega otro policía y Elvira
Campoy, la hija del susodicho alcalde de Cañadas, a la que los asaltantes
dieron por muerta, tras tirarla por las escaleras interiores de la vivienda.
Llevaba tanto
tiempo imaginando y esperando aquellas noticias, que no me embargó ningún
sentimiento, ni de alegría, ni de culpa. Los Campoy bien se merecían su
desastrado fin, que no les había evitado, ni el dinero, ni el presunto valor y
apoyo de sus correligionarios políticos. Y, en cuanto a las demás bajas,
eran de lamentar, pero no pasaban de ser esos daños colaterales, de los
que tanto se venía hablando en las guerras contemporáneas. Ciertamente, habían
caído dos compañeros míos, pero su sacrificio no había sido en vano, ni llegaba
más allá del cumplimiento del deber, para el que todos los agentes del orden
estamos obligados y entrenados.
Hubo de ser, pues,
otra persona quien me conmoviera, hasta el punto de lo que me ha acabado
sucediendo. Y no era, por cierto, ningún desconocido. Su carta estuvo a punto
de no llegarme -y a saber qué habría sucedido si hubiese sido devuelta al
remitente, por ser desconocido el paradero de la destinataria-. Sí,
efectivamente, la misiva era del Brótola y, por una vez, fue bastante
prolijo. Y, aunque acabé por destruirla, tratando de borrar sus efectos
obsesivos en mi conciencia, la recuerdo casi de memoria, por lo que me atrevo a
plasmar su contenido en lo que sigue:
… No sé cómo ni
por qué la policía ha atado cabos y me anda siguiendo los pasos. Me he
convertido en un peligro, en el hilo por el que inevitablemente llegarán hasta
los chicos de La Chanca que nos ayudaron y también hasta ti. A estas alturas no
me siento con ganas, ni fuerzas, para resistir interrogatorios ni torturas, ni
tampoco para ir a la cárcel, sabe Dios por cuánto tiempo…
Asumo mi final con
la mayor tranquilidad. He vivido, gracias a aquel buen policía, cuarenta años
más de los que me habría correspondido. Justo es que le devuelva el favor,
evitando que alguien tan cercano a él vea deshecha su vida, por realizar lo que
un día ambos creímos que era justo y merecía la pena: Que los canallas no
duerman en paz[40] y acaben pagando por sus crímenes…
Tan solo lamento
que la muerte no haya bendecido con su descanso a Elvira, la hija de Campoy,
que arrojada por las escaleras y dada por muerta por los islamistas, habrá de
pasar lo que le quede de vida en una cama, tetrapléjica, sin que el dinero mal
adquirido por su familia le sirva para nada más que alargar su tormento…
Un día te dije que
te metieses el dinero por donde te cupiera. Lo sigo manteniendo porque la
amistad y la justicia no se pagan con el parné. Gástalo como quieras, pero, si te sobran una
perras, me gustaría que dijeran una misa por mí en la iglesia de San Roque,
ante el Cristo del Mar. No soy muy creyente pero, como diría mi madre, quien
es pescador no puede olvidarse la Virgen del Buen Aire…
***
Cumplí
anónimamente con la manda de Agustín y, en cuanto al resto de la herencia, lo
entregué a la Fundación de Huérfanos del Cuerpo Nacional de Policía, con el
pretexto de que había sido un modo impuesto por mi abuela. Días más tarde, me
llamaron de la Jefatura Superior. Me recibió el Comisario Principal, para darme
personalmente las gracias, aunque yo insistí en que todo había sido voluntad de
mi abuela. El jefe superior estaba peligrosamente al tanto del caso de mi
abuelo, pues ponderó:
-
Son muy de valorar los nobles sentimientos de
su abuela, después de la desgracia de su marido.
-
Precisamente
por eso mismo -repliqué- estaba especialmente sensibilizada con la situación de
los huérfanos de la policía, en lo económico y, especialmente, en lo moral.
Captó mi
indirecta, tragó saliva y se recompuso:
-
En
efecto, la privación repentina de un padre es lo peor de todo. Ahí tienes a los
huérfanos de los de Miramar de hace unos meses: nada menos que cinco
chiquillos.
El recuerdo de
aquel suceso fue a mí a quien, ahora, me hizo sudar.
Creo que mi
preocupación era vana, porque mi interlocutor prosiguió:
-
En
fin, basta con la heroica entrega de tu familia al Cuerpo Nacional para que te
pregunte si hay algo que quieras pedirme y esté en mi mano concederte.
Lo venía pensando
desde que recibí la última carta del Brótola, y me atreví a solicitarlo,
aprovechando la oportunidad:
-
En
Móstoles estoy demasiado cómoda. Si pudiera entrar en los GRECO[41]…
Le di una sorpresa
mayúscula y, como era lógico, no tuvo más remedio que bajarme los humos:
-
Eso
requiere preparación y tiempo… Pero, si solicitas el traslado a Madrid capital,
ordenaré que te asignen un servicio que no puedas calificar de cómodo.
-
Muy
agradecida, señor comisario. Pediré nuevo destino inmediatamente y se lo haré
saber.
***
He ahí las
razones, amigo Enrique[42],
por las que he venido jugándome la vida desde entonces, entre la admiración, la
incomprensión o la censura de nuestros compañeros. Tú, por motivos en los que
no quiero entrar, optaste más de una vez por incurrir en lo que nadie más ha
hecho: imitarme. Y bien que lo lamento, porque has estado más de una vez a
punto de morir, sin razón personal ninguna. Para que en lo sucesivo no sigas
por ese camino, es por lo que he escrito para ti estas páginas, bien
demostrativas de que, lejos de ser la policía modelo -como tú me
llamabas-, o la pirada de Tetuán[43]
-como me apodaban los más-, tenía buenas razones personales para despreciar la
vida, que por mí perdieron, por igual, granujas e inocentes. Pero para ti, sea
suficiente cumplir honradamente con tu deber:
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros[44]
[1]
No os venguéis vosotros mismos, amados míos; sino dejad lugar a la ira de
Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor
(Romanos, 12:19). San Pablo alude al pasaje del Deuteronomio, 32:39. Similar
idea y dicción en Hebreos, 10:30.
[2]
Puede ser curioso consignar que, pese a que la ley autorizó en 1980 el acceso
de la mujer a la Policía Nacional, el primer ingreso femenino se produjo en
1982 y, durante bastantes años, el número de mujeres policías fue tan reducido,
que se sentía su déficit en numerosos servicios y actividades. A fecha de hoy
(finales de 2022), los datos que ofrece el Ministerio del Interior son estos:
el 16,7% de los policías nacionales son mujeres y, en las oposiciones de 2021,
ingresó un 32,6% de féminas.
[3]
La banda terrorista ETA puso fin a sus actividades sangrientas tras un
comunicado de 20-X-2011, es decir, cosa de un año después de que Rosario Abad, nuestra
narradora, ingresara en la Policía.
[4]
Exactamente, es en Lejona (Leioa) donde radica la sede central de la
Universidad del País Vasco.
[5]
Naturalmente, no pretendo poner a los lectores al día de la normativa sobre
mediación en España. Me remito a algunos textos, todos localizables en
Internet: Juan Barallat López, La mediación en el ámbito penal, Revista
Jurídica de Castilla y León, nº 29 (enero 2013), 17 pp.; Margarita Roig Torres,
La justicia restaurativa en el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal
como manifestación del principio de oportunidad, Revista Electrónica de
Ciencia Penal y Criminología, 8-4-1922, 30 pp.; Gema García-Rostán Galvín, Víctima
y mediación penal, Anales de Derecho. Universidad de Murcia, nº 26 (2008),
pp. 445-456; Ley Orgánica de Responsabilidad Penal de los Menores de 5-1-2000
(BOE del 13), art. 19 (la conciliación o la reparación, causa de
sobreseimiento); L.O. 1/2015, de 30 de marzo (BOE del 31), de modificación del
Código Penal, art. 84.1.1ª (posibilidad de condicionar la suspensión de condena
al cumplimiento de acuerdos restaurativos); Ley 4/2015, de 27 de abril (BOE del
28), del Estatuto de la víctima del delito, art. 15 (posibilidad y requisitos
de la mediación). Para el País Vasco, véase: Protocolo de Mediación de 2008,
sustituido por el de 19-4-2011.
[7] El Instituto Claudio Moyano de Zamora inició
su construcción en 1902, inaugurándose a efectos académicos en 1919.
Actualmente (2022), tras un importante periodo de reformas (1989-1992),
continúa afectado a la susodicha actividad de docencia pública.
[8] La distancia entre Zamora y Salamanca es de
unos 60 quilómetros, lo que implica que el trayecto en autobús de línea tenga
unos cincuenta minutos de duración.
[9] La Universidad de Salamanca tuvo los estudios
de Criminología como título propio desde el curso 1996-97, equiparándose
a las diplomaturas que, por entonces, compartían con las licenciaturas
las titulaciones universitarias. Es a partir de 2012 (por tanto, después de que
pasara Rosario Abad por las aulas salmantinas), cuando la Criminología
alcanzaría la consideración de grado (equivalente a las licenciaturas de
planes de estudios precedentes), con una duración de ocho semestres y un total
de 240 créditos. En 2015, se implantó en Salamanca el doble grado en Derecho y
Criminología que, a no dudar, habría hecho las delicias de nuestra narradora.
[10]
Véase lo dicho en la nota 9. El grado de cuatro cursos en Derecho,
sustitutivo de la vieja licenciatura de cinco, se implantó en la
Universidad salmantina en el año 2010, tras acabar Rosario Abad sus estudios.
[11]
Son las dos escalas o niveles del Cuerpo Nacional de Policía, con
oposiciones diferentes. Para presentarse a los exámenes de la Ejecutiva, se
precisa una titulación universitaria.
[12]
Fueron tantos los asesinatos de ETA, que no todas las fuentes coinciden en las
cifras. Aproximadamente, fueron 146 los policías nacionales fallecidos por
dicha causa, de entre ellos, 14 en el año 1978, anualidad que, con sus 65
víctimas mortales, ocupa el tercer lugar en tan sangrienta estadística.
[13]
El parador de Zamora radica desde 1967 hasta el presente (2022) en el céntrico
palacio de los Condes de Alba de Aliste (erróneamente, se alude a Condes de
Alba y Aliste), erigido a mediados del siglo XV, aunque la mayor parte de los
elementos antiguos conservados datan del siglo XVI.
[14]
Los Ángeles Custodios son los santos patronos del Cuerpo Nacional de Policía.
Su fiesta se celebra el día 2 de octubre.
[15]
Lógicamente, se sobreentiende que se trata de euros.
[16] Cayo
Julio César, en un conocidísimo episodio histórico acaecido en el año 49 antes
de Cristo.
[17]
Partido político español fundado el 17 de diciembre de 2013, siendo las
elecciones locales de 2015 las primeras a las que concurrió. La mayoría de los
iniciales miembros de dicho partido de habían desgajado del Partido Popular,
como debió de suceder con Carlos Campoy Olivares.
[18]
Alusión al hecho de que la mezquita mayor de Córdoba acoja desde el siglo XIII
la catedral cristiana. Véase, Miguel Salcedo Hierro, La Mezquita, Catedral
de Córdoba: templo universal, cumbre del arte, vivero de historias y leyendas.
Publicaciones de la Obra Social y Cultural de Cajasur, Córdoba, 2000.
[19]
Es la forma -a mí no me gusta- que la Real Academia Española aconseja utilizar
preferentemente para aludir a la fatwa o fatua, institución
islámica importante y bastante imprecisa en la práctica, que en el contexto del
relato alude a una especie de condena sin juicio emitida por una autoridad
religiosa o jurídica mahometana, para sancionar a quien haya cometido un
ultraje contra el Islam. Dicha condena puede ser ejecutada por cualquier fiel
que tenga la oportunidad de ello.
[20]
Por considerar blasfema su obra, Versos satánicos (1988). La fetua fue
emitida el 14 de febrero de 1989, con el contenido de condena a muerte. La
dificultad para ejecutarla dio lugar a que se pusiera precio a la muerte de
Rushdie, hasta alcanzar, cuando menos, una cifra de 3,3 millones de dólares. En
agosto de 2022, en la ciudad de Nueva York, un individuo musulmán trató de
matar al escritor durante una conferencia, llegando a herirlo de gravedad,
ocasionándole pérdida total de visión en un ojo y de la movilidad de una mano,
entre otras lesiones. Salman Rushdie nació en el año 1947.
[21]
Unas caricaturas irreverentes de Mahoma desencadenaron una presunta
fetua, en cumplimiento de la cual un grupo de musulmanes armados causaron en
enero de 2015, en París, una matanza de doce personas: once periodistas y un
policía.
[22]
Edward Goldenberg Robinson (1893-1973) nacido rumano, como Emanuel Goldenberg,
fue un notable actor estadounidense de cine y teatro, famoso por su dedicación
al cine negro.
[23]
Double indemnity (Billy Wilder, 1944), conocida en España como Perdición,
trata de un intento de fraude a una compañía de seguros, que logra evitar
el personaje encarnado por E.G. Robinson; motivo que pudo crear en Charo Abad la “asociación de ideas”. Soylent green (Richard
Fleischer, 1973), en España titulada Cuando
el destino nos alcance, es una
película de ciencia ficción, en la que Edward G. Robinson, ya a las puertas de
su muerte, representó a un personaje que colabora con la Policía.
[24]
Fracción de sindicalistas anarquistas desgajados de la CNT, fundada en 1927,
caracterizada por el uso constante de la acción directa, es decir, de la
violencia. Tuvo gran importancia histórica en España hasta el final de nuestra
guerra civil (1939).
[25]
Chanca es una palabra de posible origen árabe que, según el diccionario de la
Real Academia Española, significa en Andalucía, depósito a manera de troje
destinado a curar boquerones, caballas y otros peces para ponerlos en conserva.
De ahí su uso como topónimo para diversos barrios y parajes.
[26]
La brótola es un pez del orden de los gadiformes (Phycis Phycis y otras
especies afines), que se ha pescado y consumido abundantemente en el litoral
mediterráneo andaluz, en especial, la variedad llamada brótola de roca.
[27]
Abreviatura onomatopéyica por chiquillo, frecuente en Andalucía.
[28]
Se trata del conocido episodio narrado en el libro Gorilas en la niebla
(1983) por la propia Fossey, y trasladado con el mismo título al cine en 1988,
bajo la dirección de Michael Apted.
[29]
El uniforme de la Policía Armada española fue de color gris hasta 1978, en que
fue reemplazado por el marrón. Así, los llamados hasta entonces grises pasarían
a ser conocidos como los maderos.
[30]
Véase, Juan Goytisolo, La Chanca, Librería Española (París) y Seix
Barral (Barcelona), 1962. Puede leerse en Internet: rodriguezacevedo.files.wordpress.com,
con interesantes Apéndices. Se afirma que el viaje del autor al citado barrio
tuvo lugar en 1956.
[31]
Jesús Pérez de Perceval del Moral (1915-1985), ilustre y famoso pintor y
escultor almeriense, figura más relevante del llamado movimiento indaliano.
[32]
Oficialmente, Pontificia, Real e Ilustre Hermandad y Cofradía de Nazarenos
del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Madre y Señora del Patrocinio
en su Dolor y Gloria. Data del siglo XVII, aunque sus orígenes remotos
puedan llevarse hasta mediados del XVI. La imagen del Cristo (1682), obra del
imaginero Francisco Ruiz Gijón, recibe el nombre popular de El Cachorro
por una leyenda, según la cual el escultor se inspiró para el rostro de la
imagen en el de un gitano agonizante a causa de una reyerta, quien tenía dicho
apodo.
[33]
Evidentemente, Charo aludía a la belleza y relevancia de las
celebraciones de la Semana Santa de Zamora. En 2015 la Junta de Castilla y León,
con la supervisión del Ministerio de Cultura del Gobierno de España, la declaró
Bien de Interés Cultural, siendo así la primera Semana Santa de España en
ostentar dicha declaración.
[34]
Cualquier biografía básica de Mahoma nos dará la pista del fundamento de las
frases usadas por Charo Abad. Por su corrección, calidad
literaria y fácil acceso, me permito recomendar la siguiente: Washington
Irving, The Life of Mahomet, Londres (John Murray) y Leipzig
(Bernhard Tauchnitz), 1850, accesible plenamente por Internet
(books.google.es). He manejado también su traducción española, por Jesús
Fernández Zulaica: Washington Irving, Mahoma, Salvat, Barcelona, 1985.
[35]
Últimas frases, que cierran -en muy otro contexto que el del relato de Charo
Abad- la inolvidable película, Lo que el viento se llevó (Víctor
Fleming, 1939).
[36]
Se alude al hecho de que la Segunda República española fue declarada un 14 de
abril, pero del año 1931.
[37]
Nuestra Madre de las Angustias, imagen de devoción popular en Zamora,
que procesiona en la noche del Viernes Santo, con su Real Cofradía, fundada, como
tarde, en el siglo XVI.
[38]
Libro de Isaías, 35, 4. El texto ha de ponerse en relación con el recogido en
la nota 1 y, naturalmente, no procede de Charo
Abad, sino de mi personal división
de su relato en capítulos, cada uno con su título.
[39] O
Al-Karaouine, una de las más antiguas e importantes del mundo musulmán, fundada
en 859.
[40]
Es difícil no encontrar en esta expresión el reflejo de la película de Akira
Kurosawa, titulada en España, Los canallas duermen en paz (1960), cuyas
similitudes con el relato de Charo Abad son muy sugestivas.
[41]
Siglas de los Grupos de Respuesta Especial para el Crimen Organizado. Son
unidades altamente especializadas de investigación del Cuerpo Nacional de
Policía dedicadas a la lucha contra las mafias, el crimen organizado y el tráfico
de drogas. Iniciaron sus actividades hacia 2005.
[42] Enrique Valle Pereda, como recordarán, es el
policía compañero de Charo Abad, para quien esta escribió el relato, que
le sería entregado después de su muerte.
[43] Comisaría madrileña en que prestó servicios Charo
Abad hasta su muerte, en febrero de 2019.
[44]
Apropiación del famosísimo primer verso del poema de Luis Cernuda (1902-1963),
titulado 1936, aparecido en su poemario Desolación de la quimera (1962).
También se apropió de este verso, con buenos motivos, la traducción española
del excelente libro de Ronald Fraser, Blood of Spain, cuyo título
español es: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra
civil española (1ª edición, 1979).
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