La búsqueda de la felicidad
Por Federico Bello Landrove
La brillante efeméride de presentar públicamente
el poemario de amor de toda una vida desencadena en su autora una cascada de ensoñaciones,
andando y desandando los caminos recorridos, tejiendo y destejiendo los motivos
y las consecuencias de elegir unos u otros. Imaginación y realidad disuelven
sus límites hasta no percibir, ni ella ni nosotros, la frontera entre el sueño
y la vida.
1. Las vísperas
-
¡Hasta
mañana, Pilar, y perdona si te he molestado!
La interpelada
escuchó la fórmula de despedida y la disculpa como quien oye llover. Ni se
movió del sillón en que estaba sentada, sin apartar la vista del poemario que
tenía en sus manos. Una moderada taquicardia revelaba la excitación que
involuntariamente le había producido Reme, la amiga que acababa de ausentarse,
con aquellas cuatro palabras, que, en sí, nada tenían para ofender, ni para
molestar siquiera:
-
¡Qué
envidia me das!
Desde luego, no
parecía la valoración más pertinente, aunque hubiese sido dicha solo para animar.
Ni tampoco hacía ninguna falta encomiar su destino, precisamente la víspera
de su gran día, en que se iba a presentar solemnemente en su Facultad aquel
libro de poesías que compendiaba su trayectoria vital y que -según las pocas,
pero autorizadas, opiniones de quienes habían anticipado su lectura para
intervenir en la pública mostración- la consagraría como una gran poetisa del
amor, discípula y continuadora del gran Salinas[1].
A ella, siempre tan en sus puntos, le daba grima que la parangonasen con otros
espléndidos compañeros de vocación, que eran ya famosos y con obra inmortal en
la mitad del camino de su vida. No era ese su caso, aunque se sintiese todavía
llena de vida y de bastante buen ver. Aunque ya jubilada de una vida volcada en
la docencia, le costaba mirarse al espejo y descubrir otra cosa que la imagen,
fresca y tersa, de su adolescencia en Castellar, del otro lado del océano. Y
casi otro tanto le sucedía con la casa de ahora que, aunque amplia, luminosa y acariciada
de la brisa marina, seguía siendo el trasunto de aquella otra, cálida,
heteróclita y oscura, de la que saliera para embarcarse, tantos años atrás: los
mismos muebles macizos, alegrados por la taracea; los espejeantes adornos de
plata; los ingenuos paisajes con la firma de su padre; los innumerables
bibelots para los que su madre había tejido infinitos tapetillos de perlé.
¡Qué envidia me
das, qué envidia me das! Susurra enfadada, una y otra vez, esa absurda
frase, que jamás se le habría ocurrido pronunciar a su amiga, de no haber
venido rodada por las circunstancias. Reme -¡cómo no!- iba a ser la
principal oferente en el acto del siguiente día, a quien correspondería
desgranar sus poemas y relacionarlos con su peripecia vital. Siempre
respetuosa, había querido compartir por anticipado sus pensamientos con la
homenajeada. Pero, en este caso, la movía una vaga inquietud:
-
Digo,
Pilar, que no te parecerá mal que haga una alusión a lo difícil que ha sido tu
vida en muchos momentos, y a lo que esto puede haber influido en tu vena
poética.
Pili se había
puesto en guardia: Si algo detestaba es que le tuviesen lástima y, casi a la
misma altura de enfado, el que valorasen su vocación poética como una mera
sublimación de sus tristes experiencias. Contestó a su amiga:
-
Enfoca
tu loa como Dios te dé a entender, pero sin hacer de mí una mártir, que tampoco
la cosa ha sido para tanto. Esto sí te pido: Ni una referencia al hombre
inmenso y único. Solo faltaría conjurarlo en mi gran día y darle ocasión
para regodearse luego de él, como si fuese fruto de su pujanza.
-
Descuida,
promete Reme, aunque, a fin de cuentas, muy pocos tomarán mañana asiento en el
salón de actos, para quienes nuestros recuerdos de antaño tengan corporeidad o
consistencia.
Pili se queda
mirando a su amiga de siempre, entre la admiración y la ironía. No solo es su
rostro dulce y sonriente, su cuerpo menudo y grácil, los que la mantienen
perpetuamente joven, sino esa cualidad de ignorar o pasar por alto aquello que
resulta tristemente irremediable. ¡Que los demás ya no recuerdan; que los
fantasmas ya no tienen un rostro bajo la sábana!... ¡Y un cuerno! Bien sabe
ella lo que va a decirse de sus Ensueños y quimeras, que ya ocupan en el
paraninfo un hermoso atril de bronce, junto a su fotografía, y se derraman en
rimero incontenible hasta el humilde búcaro con rosas blancas. Sí, sabe bien lo
que se afirmará, como se ha hecho desde que el mundo es mundo y a algún
visionario se le ocurrió trenzar una metáfora sobre el amor: Que la poesía nace
del dolor, del adiós y del fracaso. Y no necesita que nadie, ni siquiera con
buena intención, le recuerde a la persona que los grabó a fuego en su cuerpo y
en su alma, para siempre.
Y en esto:
-
¡Qué
envidia me das!
¡La muy boba! ¿Qué
sabría ella de la intensidad de su sufrimiento y de su soledad? La estúpida
frase, aunque fuese improvisada, despertó todo su mal genio. Afortunadamente,
mañana por la mañana la buena de Reme tendría que hallarse amistosa y tranquila,
preparada para presentar sentidamente su libro. Se contuvo y limitóse a echarla
de su lado con un educado pretexto:
-
No
sabes lo que dices. Anda y toma el portante, querida, que, con tantas
emociones, se me está levantando dolor de cabeza.
***
-
Niña,
¿a qué hora quieres cenar?
La estridente voz de
la tata Angelina interrumpe su duermevela, justo ahora que departía mentalmente
con su compañera Flor, sucesora en la cátedra, sobre el desarrollo del acto de
mañana. ¡Y eso que la charla era un poco tirante! Imagen y timbre la han
llevado, como en alas de golondrina, de su colega de ahora, a su mentora de la
adolescencia, aquella Doña Manolita Andrade, que tachaba rotundamente con tinta
roja sus delirios de entonces, germen menos doloroso, pero igualmente
sentido, de los de ahora. Hasta le parece sentir el repeluzno de antaño cuando,
en su hora mejor, había olvidado en un bolsillo lejano la alocución de
fin de curso. Aunque, si de allí había salido entre la brillantez y el aseo, no
iba a ser cincuenta años y muchos mundos después cuando se arrugase ante tan
propicia concurrencia…
-
¡¿No
me has oído, Pili?!, reitera la misma laringe chirriante, ahora asomando desde
la puerta de la cocina.
-
No
me apetece nada, Nina. Deben de ser los nervios, pero aún tengo el
almuerzo en el estómago.
-
Te
prepararé una manzanilla con anises.
-
Déjalo.
Estoy cansada y mañana tendré que madrugar. Me voy a la cama, a ver si cojo
pronto el sueño.
-
Entonces,
te haré una valeriana.
-
¡Pero
no me la traigas abrasando, como acostumbras!
Por si las moscas,
Pili saca del botiquín un envase de Luminal[2],
somnífero que de vez en cuando tomaba su madre, en tiempo de Maricastaña, y lo
guarda en el cajón de la mesilla, que a la tata le da coraje verle tomar
esos potingues de señoritingas con esplín. Se pone el camisón, y ahueca
y dobla la almohada, dispuesta a repasar por enésima vez los apuntes para el
discurso de mañana. Tiempo justo, pues ya asoma la buena de Nina por la
puerta, con la tisana echando bombas; incluso se ha percatado de que pretendía
esconder de su vista los folios.
-
¡Pero
bueno!, gruñe Nina, ¿vas a dormir o a desojarte con esas monsergas?
-
Anda
-replica Pilar, para librarse momentáneamente de su presencia-, acércame una
servilleta, no sea que pingue.
Al instante, saca
el matute de la mesita y engulle un par de comprimidos con la valeriana,
que aún le quema la lengua.
Pocos minutos más
tarde, Nina regresa; recoge los folios dispersos sobre la colcha, retira el
servicio y apaga la luz, no sin contemplar por unos instantes el dulce rostro
de la poetisa, que ya viaja por el éter en brazos de Morfeo.
-
¡Lástima
que sus padres no puedan verla mañana!, suspira Angelina. En cambio, una, que
no entiende ni papa, todavía anda por aquí, dando guerra, a tropecientos
quilómetros de su pueblo.
2. La cencellada
La niña camina
sola por el impreciso sendero que la niebla abre y cierra con ella, ahogando el
crujido de sus pasos sobre la tierra escarchada. La vaga claridad que el sol
pugnante difunde a través de la bruma trueca en diamantes los tupidos cristales
de hielo que penden de ramas y acículas, mutando aquel entorno de soledad y de
silencio en recinto informe de poética belleza, aparejado para la Navidad.
También ella, vestida de blanco, mojada, arrecida, parece formar parte
del paisaje, por el que avanza casi a ciegas, impelida por una fuerza que nace
de no sabe qué recóndita esperanza.
Al fin, en un
desgarro de la niebla, se insinúa la glorieta en que desemboca el camino, junto
a otros varios, por los que columbra al muchacho que se acerca. Su rostro le
resulta atractivo; sonríe y hace ademán de saludo, rogándole que lo espere,
insinuándose con gesto arrogante y esa cálida entonación caribeña, que disipa
la calígine y la atrae a un vórtice de calidez. Ella, cansada de caminar entre penumbra
y ávida de cordialidad, se acoge al cenador, revestido de camelias,
pensamientos y rosas de heléboro.
El pretendiente la
abarca, la abraza, la oprime. Su voz la confunde y su vaho la asfixia. A duras
penas se suelta de las manos que asen sus vestidos y huye a través del
emparrado de jazmines y glicinias, cuyas ramas sarmentosas y vacías se
extienden como los brazos ominosos de trasgos de la fosca. La niña corre
desalada, desandando el camino, haciéndose cada vez más pequeña, rumbo hacia el
pasado, no menos brumoso que el porvenir, pero donde sabe de cierto, por un
arcano sentimiento sutil, que la espera él, tan ciego, tan débil, tan
necesitado, pero, al propio tiempo, tan fatal, tan… tan suyo.
Una campana tañe,
lenta y solemne, en la lejanía. Se desvanece la niebla, se pierde la esperanza
y la niña, agitada y sudorosa llega a tiempo de contar las cinco últimas
campanadas de la medianoche en el vecino reloj del ayuntamiento.
3. El templo del dolor
-
¡Que
se vayan todos!
Aunque recién
salida del quirófano, apenas trasladada a planta, la voz de la mujer
suena firme, imperiosa. Uno a uno, padres, hijos, sanitarios, van abandonando
la cabecera de la cama y desapareciendo de su vista tras la mampara cromada que
soporta la leve cortina de plástico gris. ¡Dios mío -piensa por un instante-,
qué tenue separación de mi dolor y el que aqueja a los demás ocupantes de esta
enorme sala, que ya acogió a mi abuela en parecido trance! A fin de cuentas, si
su sangre es mi sangre, si su tumor es como mi tumor, ¡qué de extraño hay en que
la nieta se acoja al mismo lecho, al mismo bisturí, al mismo templo, blanco y
rojo, del dolor!
-
¡Tú
quédate!, agrega, suavizando la voz, al apreciar que también él se
dispone a abandonarla.
Sí, no cabe la
menor duda, él no es el hombre inmenso y único, sino aquel
muchacho, tan querido de su madre, pura apariencia, fachada, fachenda, que la
esperaba -bulto encogido, silente, inexcusable- en un banco, a la vera del
camino nebuloso, el día de la cencellada. En efecto, no es el fatuo inmenso,
el desertor único, que la ha dejado sola, cara a cara con la terrible
enfermedad. Pero lo cierto es que también él, aunque todo compromiso y
atención, parecía querer escabullirse, escurrir el bulto entre los demás. ¡Y
eso sí que no! Ella necesita tener la certeza de su protección, de su apoyo, de
su amor, precisamente en este momento, cercenado su pecho, demediada su
feminidad.
Aparta la sábana
y, sin dejar de mirarle a los ojos, va retirando las vendas y apósitos que
cubren la herida funesta, la oquedad deforme, la asimetría cruel. Lo hace con
morosidad, suavemente, sin experimentar dolor ni emoción apenas. Por fin, la
mutilación queda al descubierto, sin que ella baje los ojos, siempre clavados
en los de él.
Ni una palabra, ni
un estremecimiento, ni una lágrima. Esbozando una sonrisa, se arrodilla junto
al lecho y va inclinando lentamente la cabeza, hasta que acaricia el valle que
antaño fue colina y deposita un beso sobre lo que fue placer de los dos y ahora
apenas recuerdo y huella. Luego, se incorpora, le cubre el pecho con la sábana
y musita:
-
¿Recuerdas,
Pili, que, cuando nos conocimos, apenas te apuntaban los senos?
Una pausa y
agrega:
-
¡Quién
pudiera, despojado y sencillo, volver al amor de nuestra infancia!
La mujer lo
ve alejarse, embebido en el escenario de cuanto la rodea, hasta quedar sola,
aislada, en el regazo del éter en que flota su cama; un lecho que va recobrando
la textura de la madera de cerezo y los boliches ennegrecidos de tanto
acariciarlos. Una…, dos…, tres…, cuatro campanadas. ¡Todavía! Enciende la luz y
rebusca los folios con el texto de lo de mañana. En vano. ¡Esta Nina!
Apaga y susurra de memoria las frases solemnes, rimbombantes, que Doña
Manolita ha pulido hasta convertirlas en hechura de su mano… La voz se
amortigua y la mente, en un último destello de conciencia, conduce sus manos al
pecho, íntimo y tibio, supuesto emblema de su femineidad.
(Por gentileza de Peakpx,
titular del copyright)
4. La mesa común
-
¡Que
hable el abuelo! ¡Que hable!
Por la apariencia
y número de los familiares que se sientan en torno a la mesa, se diría que el
abuelo debe de cumplir lo menos setenta años. Sin embargo, cuando, al fin,
reclamado con insistencia, se levanta, sigue siendo la persona que ella viene
admirando desde su tierna infancia: alto, robusto, de cabello entrecano y ese
bigotito pulcramente recortado, que alguien diría de falangista, si no
fuese porque él está todo lo lejos de la política extremista, cuanto debe
estarlo una persona laboriosa y pacífica. Pero ¡chitón!, que los cubiertos han
demandado silencio tintineando contra las copas. El orador suele ser sentido y
breve. Ella se ve, como años atrás, escondiéndose con el bloc de dibujo
bajo el mostrador, cuando su padre, entre chato y chato, se
acuclilla junto a ella, le coge el lápiz blando y, con un par de trazos sabios
y firmes, le bosqueja el búcaro con flores o el mobiliario de una sala con
perspectiva caballera. Siente ganas de abrazarse a sus fornidas pantorrillas
para agradecerle su ayuda de emergencia, pero su cuerpo ingrávido, envejecido
solo por dentro, se siente desplazado hasta la silla intermedia entre la
presidencial del homenajeado y la que ocupa él, el constante, el
predestinado, el figura, como coloquialmente lo apoda su padre,
ponderando por demás sus cualidades.
El abuelo desgrana recuerdos, se deshace en
elogios hacia su esposa, en gratitud hacía aquella familia, siempre presente y
unida, cuya pareja inicial de hijos ha sufrido un crecimiento exponencial en
aquellas chiquillas y jovenzuelos que aportan a la mesa mocedad y sonrisas de
circunstancias. ¿De quién será cada uno, de ella o de aquella chica,
apenas envejecida, con quien su hermano ennovió, todavía en el instituto?
Repasa las caras, tratando de encontrar parecidos y afinidades, y sufre un
desagradable estremecimiento al vislumbrar en alguno la morenez cetrina del aspirante
del trópico.
Su padre ha dicho.
Levanta la copa y los demás se incorporan y siguen su ademán, respondiendo al
brindis, que todos asumen:
-
¡Por
que sigamos juntos por siempre!
Sin perder la
sonrisa, la abuela pone el punto de sensatez:
-
Bueno,
bueno… ¡De hoy en un año!
Ella, al
entrechocar las copas, busca el rostro de él, esperando ver su sonrisa
o, quizás, recibir un beso. Él, serio, solemne, muy en sus puntos, fija
la mirada en el exquisito rostro de la abuela, la flor de su linaje, el
indestructible lazo de seda de su unión espiritual.
El comedor parece
desvanecerse y ajuar y rostros se difuminan en las sombras. Vacilante, la
niña se levanta de la mesa y acude apresurada a descorrer las cortinas del
mirador. Por unos instantes teme otear ceibas, reinitas y magas, pero no: Son
los plátanos de Castellar de toda la vida, las urracas, los gorriones…
-
Todo
como siempre -susurra-. ¡Quién pudiera decir con razón, no como recurso
poético: ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al
infinito; …ni el pasado ha muerto, ni está el mañana—ni el ayer—escrito![3]
5. El olvido freudiano[4]
-
¡Pili,
hija, que ya son las ocho!
Pese a lo temprano
de la hora, la voz de su madre resuena cantarina, mientras entreabre la
contraventana, por la que penetra inmisericorde la viva luz de los primeros
días veraniegos. Ella, adolescente, niña de nuevo, sacude la
galbana y se levanta presurosa, sin calzar siquiera las chinelas, camino del
cuarto de baño, en cuya bañera se sumerge mientras, al tiempo que el aseo,
repasa mentalmente las emocionantes expectativas que ha de depararle aquel día.
Unos discretos
golpes en la puerta le advierten de que ha de ir pensando en volver a la
realidad cotidiana, de la que se ha abstraído hasta el punto de adormecerse.
Vuelve a vestir el inveterado pijama de lunares celestes y recompone las
improvisadas trenzas nocturnas, justo a tiempo de escuchar la voz imperiosa de tata
Nina, gritándole desde la cocina:
-
¡Bella
durmiente, que se te va a enfriar el chocolate!
Con todo, desanda
el pasillo hasta su cuarto sobre cuya cama, como por ensalmo, han aparecido los
dos folios de letra apretada que encierran el discurso de despedida del
instituto que, en nombre de sus compañeras, habrá de pronunciar coram populo
en su paraninfo. La tata, fiel a su aforismo cada cosa a su tiempo y los
nabos en Adviento, retira de un manotazo los papeles de sobre la mesa, con
una disculpa plausible:
-
Con
lo boba que estás, solo falta que los vayas a pringar de chocolate.
***
De pronto, la saca
de su abstracción un timbrazo largo y chirriante. Mamá interrumpe por un
momento el cepillado de su melenita y mira de soslayo su Longines
dorado:
-
¡Cielos,
exclama, las once y cuarto ya!
Pili se levanta
escopetada de la banqueta y replica alarmada:
-
Será
Reme, que había quedado en venir a buscarme para ir juntas al acto.
Echa una carrera
hasta el balcón más cercano y, en efecto, contempla a su amiga, hecha un brazo
de mar, esperando en la acera.
-
¿Quieres
subir?... ¿No?... Pues ahora mismo bajo.
A toda marcha, se
pone la rebeca verde oliva sobre su ligero vestido rosa, dobla los folios y los
embute en uno de los bolsillos. Su madre, vigilante, la espera a la puerta de
entrada, vaporizador de Miss[5]
en ristre. De repente, la para en seco y reprocha:
-
¡Pero
Pili!, ¿a dónde crees que vas, para ponerte una simple rebequita de hilo? Anda
a cambiarte inmediatamente y ponte el chaquetón blanco de fiesta.
Todo en un
momento: Cambio de indumento; pulverización con la fragancia que huele como
el amor; beso robado en el flequillo y empujoncito hasta las escaleras.
-
¡Qué
pena que no dejen entrar a padres! ¡Se nos habría caído la baba de escucharte!
-
Es
que no hay sitio, mamá -explica la niña, una vez más-… Ya os lo contaré
todo cuando vuelva.
En la calle ya
calienta. Nada más doblar la esquina, Pili se despoja de la prenda festiva, la
dobla cuidadosamente y se la echa al brazo. Reme, tan rutilante como ella, no
deja de tirarle la consabida pulla:
-
Estás
de dulce, cariño. ¡Lástima que no te vea él!
***
-
Estoy
como un flan, profesora.
-
Siempre
es así antes de empezar -la tranquiliza Doña Manolita-. Ve a sentarte y a
charlar con las compañeras que, en cuanto salgas y leas la dedicatoria, los
nervios se habrán evaporado.
El director
anuncia el siguiente evento, aquél en que Pili, en nombre de toda su promoción,
se supone que manifestará su gratitud al Centro y dará la emocionada despedida
a los siete años felices vividos en el mismo. La niña se levanta y
camina hacia el estrado. Sus manos hurgan en los bolsillos del chaquetón, de
forma cada vez más ansiosa, tratando de encontrar los folios del discurso, pero
es en vano. La claridad del relámpago precede al rayo que está a punto de
fulminarla: ¡El maldito espiche[6]
se ha quedado en casa, en la rebeca verde oliva! Sus ojos se dirigen, como en
súplica, al rostro hierático de la catedrática de Literatura, y sus piernas, vacilantes,
suben los tres escalones y la llevan hasta el atril que, sobre el entarimado,
señala el puesto del orador y el lugar donde colocar los inexistentes papeles:
Sus papeles… ¿Sus papeles? ¡Pero si esos están en su mente, en su
corazón, dentro de ella! Los otros, los olvidados, no son suyos, sino
creación y estilo de la buena y rígida de Doña Manolita, la que tacha con tinta
roja cualquier veleidad de salirse del tiesto.
Pues, siendo así…
***
Bastantes minutos más
de los seis o siete inicialmente programados, una ovación que le parece
atronadora e interminable acoge el final de su discurso, entretejido de
sabrosas anécdotas escolares y de sentidas e ilusionadas inquietudes por los múltiples
y diversos caminos a recorrer, iluminados por las enseñanzas allí recibidas y
con el instituto como norte y faro, al que regresar de tiempo en tiempo, como
al hogar.
Al cerrarse el acto, las compañeras,
sonrientes, la estrujan y agobian con sus parabienes. Doña Manolita llega tan
lejos como su empaque y amor propio le permiten:
-
Se
salió con la suya, Cazorla. Con todo, no ha estado mal… Sobre todo, esas alusiones
a Borges y a Simone de Beauvoir[7],
aprendidas, por cierto, en mi cátedra…
-
La
más sustancial -le replica con acritud- ha sido la relativa a Karl Maeser[8]
que, por cierto, no debo a sus comentarios de textos.
El director, Don
Luis Solórzano, interrumpe el tenso intercambio de pareceres -tal vez,
deliberadamente-:
-
¡Bravo,
Pili! Es lo más divertido y certero que he escuchado en el salón de actos en
mucho tiempo. ¡Y sin guiaburros[9]!
-
Como
las arengas de Julio César -responde la niña a su querido profesor de
Latín-. Seguro -añade, crecida- que cruzó el Rubicón sin usar de ningún
mapa.
Solórzano se echa
a reír, complacido por el ejemplo:
-
¡Muy
cierto! -reconoce, pero luego matiza-, aunque no preveía en aquel momento que
acabaría desangrado al pie de la estatua de Pompeyo.
Excitada y fogosa,
baja la escalinata y rebasa la verja a la plaza. Un pensamiento hace que se
detenga en seco y rememore aquel mensaje que él le había inculcado
cuando todavía era una muñeca en sus manos:
-
Sé
tú misma, pero dando siempre tu mejor versión.
¿Habría dado
también él su mejor versión y la esperaría, para seguir juntos por el
inmenso e ignoto jardín de senderos que se bifurcan? Escruta la gran plaza,
aplanada por el inclemente sol de mediodía. Nadie. Nada. Soledad.
-
¡Vas
a coger una insolación! -la increpa Reme, que la ha alcanzado-.¿Qué demonios
haces aquí plantada?
-
Estaba
esperando en vano la felicidad, responde Pili, ambiguamente-.
Sonríe con
amargura y se apoya en el brazo de su compañera del alma. El grandioso
escenario se desvanece, mientras Reme, imitando la voz de Doña Manolita,
pontifica:
-
No
olvide, Señorita Cazorla, que las personas felices no tienen historia.
6. Los caminos que se unifican
Ella vuelve
a encontrarse en la misma glorieta del parque, antaño obscurecida por la
niebla, pero ahora, según avanza, los senderos se van juntando y la vía que
escoge resulta cada vez más inexorable. La tarde va cayendo y las sombras se
adueñan de los caminos, cada vez más largas y desdibujadas. Diríase que, al
fondo, a lo lejos, las veredas confluyen en un punto de fuga, en el que todas
van a morir. El cansancio y el hastío la invaden, y ni siquiera anima su paso
torpe la curiosidad por descubrir si muerte y nascencia coinciden, si el
Universo se replica en un eterno retorno.
La anciana,
vacilante pero de rostro terso y juvenil, fija casualmente su atención en las
sombras que comparten con ella viaje, familiares algunas, ignotas las más,
ensimismadas y decadentes. Y todas con un libro bajo el brazo, el libro de su
vida, ¡que ella todavía no porta, pues el ofrecimiento es mañana! La
angustia de su privación la paraliza. Trata de salir de camino trillado, mas la
maleza rasga sus ropas y ahoga su aliento. ¿Cómo rendir viaje al final de su
vía sin ese libro que todos llevan, cada quien con sus vivencias, sus
buenas o malas obras, su búsqueda del camino que supuestamente conduce a
su felicidad? Si aún pudiera esperar a mañana…
***
-
¡Arriba,
perezosa! -exclama la tata Nina-. Ha llamado Doña Flor; que va a venir a
buscarte dentro de una hora para llevarte hasta la Universidad en limusina.
Pili, sin saberse
dormida o despierta, se frota los ojos, todavía pitañosos, y vislumbra sobre la
cómoda dos ejemplares de sus literarios Ensueños, que tanto había echado
de menos. Prorrumpe en una carcajada, abraza a la Nina y trata de
despegar su oronda humanidad del suelo. Luego, toma de la mesita los libros y
bromea:
-
Con
limusina o en el coche de San Fernando, no olvidaremos, por si acaso, el
libro de la vida.
Y la tata, que
tiene su cultura bajo el pelo de la dehesa:
-
¡Jesús,
mi niña! ¡Qué tendrá que ver Santa Teresa[10]
en todo este enredo al que te empeñas en llevarme…!
Pili ató cabos con
su vieja tata, que la seguía inspirando desde el otro barrio: En la
casa de mi Padre hay muchas moradas… pues voy a prepararos lugar[11].
¡Qué felicidad, al final del camino, un lugar en la casa paterna, asignado
y dispuesto, sin tener que elegir, que decidir, que equivocarse, como casi
siempre ella!
Sin levantar mano de su libro,
reclina su cuerpo en el sofá, cierra los ojos y lenta, confiada, sabiamente,
recorre el último tramo del camino.
[1]
Alusión a Pedro Salinas Serrano (1891-1951), considerado como un gran poeta en
temas amorosos, en especial, por su tríptico de poemarios, La voz a ti
debida, Razón de amor y Largo lamento, publicado entre 1933 y 1939.
[2]
Específico que tiene como principio activo el fenobarbital. Empezó a fabricarse
en 1912 por la casa alemana Bayer.
[3]
Antonio Machado, poema El Dios Ibero.
[4]
Alusión a la tesis de Sigmund Freud acerca de olvidos que, en realidad, son
mecanismos subconscientes de defensa o -como en este caso- del deseo de fondo
de eludir lo que se considera molesto o intranscendente para el sujeto.
[5]
Fragancia de la casa parisina Dior, comercializada en 1947, de la que se
afirmaba, con ditirambo recogido más adelante, que olía como huele el amor.
[6] Descarado
anglicismo, procedente del vocablo speech, que hasta ahora (2022) no
admite el diccionario de la Real Academia Española, despreciando su uso
corriente en español. Equivale a discurso o perorata, con un
cierto sentido peyorativo.
[7]
Jorge Luis Borges (1899-1986) escribió (1941) El jardín de los senderos que
se bifurcan. A Simone de Beauvoir (1908-1986) se atribuye la frase, las
personas felices no tienen historia, que Roger Gérard Schwartzenberg (1943)
extendió a los pueblos felices.
[8]
Karl Gottfried Maeser (1828-1901),
educador y teólogo mormón, autor del consejo, sé tú mismo, pero siempre en
tu mejor versión, al que luego se alude en el relato.
[9]
Vulgarismo en paulatino desuso, no admitido oficialmente, alusivo a los
textos empleados por los oradores que no son capaces de exponer oralmente sin leer
guiones escritos.
[10]
Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en lo que aquí interesa, es autora de dos famosísimas
obras, impresas en 1588, conocidas como El libro de su vida y Las
moradas del castillo interior.
[11]
Véase, Evangelio según San Juan, capítulo 14, versículo 2.
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