El tránsito de Françoise Dorléac
Por Federico Bello Landrove
In memoriam Françoise Dorléac
(1942-1967)
Para quienes
conozcan la trágica forma de morir de la actriz francesa Françoise Dorléac,
esta presentación es casi innecesaria. Para aquellos que la ignoren, mi consejo
es que se informen previamente sobre aquel suceso y, a ser posible, de algunos
aspectos de la vida y carácter de nuestra protagonista[1].
Resumiendo el relato, y parafraseando un texto bíblico[2],
podría decir que, en ocasiones, un segundo vale por un siglo y un siglo, por un
segundo.
Escena primera
Como si se
despertara de la modorra de una breve siesta veraniega, Françoise fue
recobrando la conciencia paulatinamente, como a fragmentos. Recostada en el
asiento posterior del tiburón[3],
le resultaba doloroso cualquier intento de incorporarse, de modo que apenas
veía el cráneo y los hombros del conductor. A juzgar por la abundancia y color
del cabello, así como por el polo asalmonado que vestía, la joven imaginó que
debía de tratarse de algún individuo, más o menos, de su misma edad, pero que
la aspasen si caía en la cuenta de cómo rayos había llegado ella hasta allí. Tampoco
parecía importarle mucho, pues así, encogida en posición fetal y volviendo en
si mecida por la excelente suspensión y el potente ronroneo del coche, estaba a
punto de cerrar de nuevo los ojos y dejarse transportar al reino de Morfeo.
Finalmente, fue la identidad del turismo lo que le hizo despertarse de golpe:
-
Perdone,
señor -interpeló tontamente-, ¿no iba yo hace un momento al volante de un R-10[4]?
Sin volverse, ni
mostrar extrañeza, el conductor respondió:
-
Desde
luego, pero, tal y como ha quedado tras el cacharrazo, creo que le ha convenido
cambiar de medio de transporte.
Vagamente, Françoise
recordó una carretera encharcada por la lluvia y un mojón inoportuno,
situado en una curva, a la salida de la autovía. Ató cabos:
-
Me
la pegué… ¿No es cierto?
-
Consecuencias
de ir demasiado aprisa, con un coche que, como alquilado poco antes, apenas
conocía -puntualizó su improvisado chófer-.
Se sintió molesta
por el reproche, pero apenas objetó:
-
Un
derrape con el pavimento mojado lo tiene cualquiera -se justificó-. Además, he
salido ilesa, a lo que se ve, y de los daños del coche se hará cargo el rent-a-car[5].
-
Bueno
-puntualizó el conductor-, ilesa -lo que se dice ilesa- es mucho decir.
En todo caso, convendrá que le hagan un reconocimiento.
Françoise, por el
momento, no le llevó la contraria: Empezaba a recelar de aquel tipo que había
debido de recogerla tras el accidente, a saber a qué precio, pues se
encontraba, como quien dice, con lo puesto: Ni maletas, ni neceser, ni el bolso
de mano, tan siquiera. ¿Sería un sujeto de fiar, o estaría dispuesto a cobrarse
en especie, y quién sabe si con su cuerpo gentil de moza bien plantada? Si
alguien pudiera explicarle con claridad lo sucedido… ¡Tate!, ¿quién mejor que
su amigo del alma? A ese no se la daban con queso, ni consentía que
ningún desconocido se le acercase, sin alertar a medio mundo con sus ladridos.
-
¿Y
mi perro? -inquirió con énfasis-. ¿Dónde está Ouah-Ouah[6]?
El hombre
comprendió inmediatamente la preocupación de su pasajera, tanto por el
chihuahua, como por todos sus efectos personales. Le aclaró:
-
Ha
sido conveniente evacuarla con rapidez, pero no se inquiete: De todo lo que
eche en falta se ha hecho cargo un tal Guiliano, quien también se ha ocupado de
llamar a los bomberos y a la policía.
-
¡Menudo
jaleo que han organizado ustedes por un simple topetazo! -censuró la joven-. En
fin, suspiró, con tal que no me haya reconocido y alarme a mi familia…
-
Eso
me temo, confirmó el individuo, suponiendo que llevase usted en el bolso la
documentación personal.
Un Renault-10
Françoise tuvo ya fuerzas para sulfurarse,
aunque sin incorporarse del todo en el asiento:
-
¡Dé
usted inmediatamente la vuelta, y lléveme adonde ha quedado el coche con mi
perro y mis cosas!
-
¡De
ninguna forma!, exclamó a su vez su interlocutor. Vamos camino de Niza y no le
dejaré escapar hasta que le hagan un examen médico completo y vean en el
hospital si está usted como para darle de alta.
Oír la palabra Niza
y despejársele a François la neblina mental fue todo uno. ¡Eso es en lo que
estaba cuando el R-10 se topó con el hito!: dirigirse al aeropuerto nizardo, a
fin de coger el avión de las 18:30 a París. Bajando un poco el tono de su
exigencia, solicitó:
-
De
acuerdo, vamos a Niza pero, en lugar de al hospital, me lleva al aeropuerto,
pues es urgente que embarque para París. En sus instalaciones o, mejor aún, en
el avión, podrán ponerme un parche hasta que llegue a la capital.
El conductor,
tomando el camino del menor esfuerzo, inquirió:
-
¿A
qué hora despega ese avión que tiene tanta prisa en coger?
-
A
las seis y media. Si se apura un poco, seguro que llegamos.
El hombre consultó
su reloj y no admitió tal posibilidad:
-
¿Sabe
qué hora es?... Pues las seis y cinco. Y estamos a ochenta y tantos quilómetros
de Niza. De modo que…
-
¡Más
de las seis!, exclamó asombrada Françoise. ¡Pero si la última vez que miré la
hora no eran ni las cinco y media!
-
Bueno
-aclaró pacientemente el sujeto aquel-, no fue nada sencillo sacarla a usted
del coche. Y eso que Roger Guiliano se empleó a fondo…, como también yo.
La joven apenas
prestó atención a estas últimas aclaraciones. Se dejó caer nuevamente a la
horizontal, suspirando y entre rezongos. El caballero acabó por deprimirla, con
expresiones un tanto confianzudas, aunque exactas:
-
Si
Mademoiselle no fuese a todas partes con retraso y apurada, a estas
horas estaría a punto de embarcar y, por cierto, bomberos y policías, Guiliano
y un servidor de usted, andaríamos tranquilos, a nuestras ocupaciones. Pero
claro está que, según usted, la culpa de todo la tienen el pavimento mojado y
esa puñetera señal, colocada en plena curva…
Françoise no
replicó. Dulcificando la voz, su censor le precisó:
-
Por
cierto, este servidor de usted se llama Rivette, Armand Rivette.
-
Y
yo Françoise, repuso la joven, de manera aparentemente superflua, pues el tal
Armand le aseguró:
-
Ya
lo sabía… He visto algunas películas suyas… aunque, en este momento, no hace
usted honor a su rutilante imagen de la pantalla.
2. Escena segunda
Finalmente, la
pareja se puso de acuerdo. Françoise se sintió repentinamente tan mejorada que
convenció a su acompañante de que maldita la falta que le hacía un examen
clínico. Lo consiguió de una manera muy suya:
-
Por
favor, Armand, para un momento en el arcén, que voy a hacerte una demostración.
Intrigado, el
conductor estacionó el vehículo. La chica salió del habitáculo y le obsequió
con unas espléndidas sentadillas, seguidas de un vibrante contoneo de todo el
cuerpo mientras canturreaba Je suis d’accord[7].
Ello conseguido, Françoise pasó a ocupar el asiento junto al del piloto.
Parecía haber superado todas sus reservas hacia las presuntas intenciones
malévolas de Armand. Dejó pasar unos momentos y sugirió:
-
Tienes
un coche potente y pareces conducir como los ángeles. ¿Podrías llevarme hasta París?
Desde allí, podría coger un vuelo a Londres, que era mi destino final cuando me
la pegué, a poco de salir de Saint-Tropez.
El joven vacilaba:
-
No
tengo tanta costumbre de conducir por carretera, como para hacer un viaje muy
largo. Además, seguro que me pides que vaya a toda velocidad, siguiendo tu
manía de jugarte el cuello y, de paso, poner en peligro a los demás.
La joven insistió:
-
Por
favor, llévame a la Ciudad Luz[8],
a la velocidad que tú quieras…, pero que sea rapidito.
-
¿Quieres
ir a la Ciudad de la Luz? -trocó Armand- Está bien. Precisamente es
mi destino. Y por el tiempo no te preocupes: Allí acaba llegándose siempre oportunamente.
Françoise entendió
esta aseveración a su modo:
-
Tienes
razón. Hay un montón de vuelos de París a Londres. Claro que, por tu culpa y la
del Señor Guiliano, tendré que hacer antes algunas compras por los Campos
Elíseos.
Muy sonriente,
Armand matizó:
-
Allí
no necesitarás dinero para conseguir lo preciso. ¿No recuerdas aquello de los
lirios del campo?[9]
-
Eso
se lo cuentas a Christian Dior[10],
replicó Françoise, echándose a reír.
Para ser un hombre
sin prisa, Armand conducía a velocidad de vértigo. Su acompañante veía pasar
tan velozmente el paisaje por las ventanillas, que optó por cerrar los ojos,
evitando así marearse. Eso fue entendido por el conductor como que la chica se
estaba quedando traspuesta, después de tantas emociones. Y no le faltaba razón:
Françoise experimentaba una sensación de sosiego, que le recordaba la que la
embargaba cuando hacía el muerto en la piscina desierta de su buen amigo
Roland[11],
acunada por su levísimo oleaje. Por su parte, Armand había respetado el
silencio, una vez le aseguró que llegarían a la Ciudad de la Luz con tiempo
sobrado y que se despreocupara del equipaje de una repajolera vez. La
verdad es que el joven era de pocas palabras, pese a lo cual tenía la virtud de
inspirar confianza y de encontrar soluciones para todo.
Un Citroën DS, o tiburón
La sacó de su
grato duermevela una repentina angustia, en forma de llamaradas, que la
rodeaban y parecían a punto de devorarla. Abrió los ojos de repente y se asió
con fuerza al brazo derecho de Armand. De forma cada vez más vívida, recordaba
ahora su vehículo en llamas y las manos salvadoras que pugnaban por sacarla del
fuego. Su compañero comprendió al punto lo que le sucedía:
-
Ya
pasó todo. El infierno ha quedado atrás, le dijo.
-
Sí,
sí, pero, de no haber sido por ti y por ese Señor Guiliano…
-
Entonces,
mi maliciosa amiga, ¿no sospechas ya que, entre los dos, te hayamos birlado las
maletas y todo lo demás?
Françoise se
ruborizó y acertó a decir:
-
Poco
pago sería ese a cambio de salvarme la vida.
Armand quitó
importancia a la acción, con una frase oscura y extravagante:
-
Ganar
o perder la vida es cosa de cada cual. Los demás solo podemos echar una mano.
La joven lo
entendió como una forma humilde de quitarse importancia. Aflojó su presa, hasta
convertirla en una caricia sobre el antebrazo desnudo de Armand. Ahora le
parecía conocerlo de toda la vida y sintió unas ganas irrefrenables de
convertirse en la incansable Cosette Bavard[12]de
sus buenos momentos. Y, como es natural, empezó por tomarse a sí misma de tema
de conversación. A fin de cuentas, este simpático Monsieur Rivette no
sabía nada de ella, ni parecía haber riesgo de que la interrumpiese: Educado y
poco hablador, seguro que no pondría objeciones a conocer la vida y milagros de
la famosa a quien acababa de salvar, dijera él lo que dijese.
3.
Escena tercera
Aunque estuvieran
a finales de junio y, por tanto, en los días más largos del año, a Françoise le
iba saliendo de ojo que el sol tardaba demasiado en acercarse al horizonte. Mejor
-pensaba ella-: Así llegaremos antes a París. Y seguía hablando y
hablando, aunque, por las apostillas que le hacía Armand, habría asegurado que
sabía casi todo sobre ella, incluso acerca de su carácter y de ciertas
aseveraciones que, como era su genio desde niña, hacía de manera tajante, pese
a que no las tenía tan claras como quería dar a entender. Aquella ciencia
infusa de su interlocutor estaba empezando a ponerla nerviosa: tantas
matizaciones; tan sutil ironía; aquel estar de vuelta de todo, por más que no
tendría el pollo más de treinta años. Así que, de pronto, cambió de
conversación:
-
Bueno,
vale ya de hablar de mí. Ahora es tu turno. ¿Me lo cuentas de seguido o
prefieres que te vaya preguntando?
Por la repentina
tensión de su mandíbula inferior, Françoise coligió que no le había gustado el
cambio de tercio. Quizá por ello, Armand optó por la primera de las
posibilidades que la chica le había ofrecido:
-
Te
aburrirías, si no te lo resumiera en solo unas pocas frases. Ya sabes mi
nombre, que no te dirá nada, por supuesto. He sido… soy militar y, por fas o
por nefas, he pasado los últimos tiempos fuera de Francia, en un país muy
lejano.
-
No
me digas más: Fuiste poilu en Vietnam[13]…;
aunque, ahora que caigo, eres demasiado joven para haberte metido en el fregado
de Indochina… Entonces, habrá sido en Argelia[14],
aunque, para nuestra desgracia nacional, no es un país tan lejano como dices.
-
La
verdad es que prefiero olvidar aquella etapa de mi vida. Ahora estoy mucho más
tranquilo, dedicado a recorrer mundo y rescatar jovencitas.
-
Ya
veo, ya -sonrió Françoise-. ¿Y a dónde te dirigías cuando se produjo nuestro
inesperado encuentro?
El joven dudó
durante unos momentos, simulando un golpe de tos. Finalmente, respondió:
-
A
Rochefort[15].
Françoise exclamó
jubilosa:
-
¡Qué
me dices! Precisamente acabo de rodar allí una película con mi hermana
Catherine. Cuando me di el tortazo, iba a viajar a Londres para asistir
a su estreno en Inglaterra… Bueno, iba y voy, si tu bólido y los aviones
no me juegan una mala pasada.
Y, como si hubiese
cambiado de idea repentinamente, olvidó el interrogatorio de Armand y volvió a
erigirse en protagonista. Durante un rato largo, Françoise le contó
atropelladamente infinidad de cosas sobre aquella película musical[16],
su rodaje y la cordial acogida de los ciudadanos de Rochefort. Cuando buenamente
podía, el caballero metía baza, recordando sus recuerdos de los viejos -muy
viejos- tiempos de la ciudad, pero era en vano: Aquella película había sido
para la joven mucho más que un trabajo más. La oportunidad de rodar codo con
codo con su hermana un film popular y de éxito había supuesto, en buena medida,
su reconciliación con Catherine, arrancando al fin de su corazón una dolorosa
espina, hecha de incomprensión y de envidias.
Perro de raza chihuahua
Sabia y sutilmente
guiada por Armand -que había acabado por perder todo interés por Rochefort-,
Françoise le abrió de par en par las puertas de su vida profesional: la gloria,
siempre efímera; las críticas, a menudo ácidas y prejuiciosas; la juventud,
entregada a un trabajo agotador y absorbente; la pérdida de la privacidad; las
prisas, que tendían a convertir en promiscuidad el amor… Él la dejaba hablar,
pero no perdía oportunidad de quitar importancia a los oropeles de una
profesión que, a fin de cuentas, no pasaba de ser una mezcolanza de arte menor
y de artificioso espectáculo. Llegó un momento, en que Françoise cortó de
repente su perorata, se le quedó mirando de hito en hito y le espetó:
-
Ya
veo que no entiendes nada de nada; más aún, que haces de menos mi trabajo y
debes de tomarme por un bicho raro…
-
Querida
-respondió Armand, engolando intencionadamente la voz-, no diría yo que Charlot[17] -por poner un ejemplo destacado de
cineasta- me parezca tan excitante como Napoleón. En cualquier caso, no he pretendido
molestarte, sino quitar importancia y determinismo a cuanto te pasa, y que tú
achacas constantemente a los condicionamientos de tu profesión.
Françoise emitió
un suave gruñido, a la vez que esbozaba un mohín de disgusto. Se recostó en el
asiento, cerró los ojos y le dio por tratar de recordar los últimos días
pasados en Saint-Tropez, en casa de su hermana, haciendo grata vida de familia,
hasta que -como siempre- la partida de los seres queridos y la afluencia de los
moscardones, había acabado por hacerle poco agradable la estancia. Sin
solución de continuidad, pasó del recuerdo silente al comentario en voz alta:
-
¡Valientes
amigos! Los muy gorrones dejaron que me las arreglase sola con el equipaje y el
coche alquilado. ¡Qué trabajo les habría supuesto llevarme al aeropuerto! De
ser así, a estas horas estaría llegando a Orly[18],
sin necesidad de molestar a Monsieur Rivette y aguantar sus monsergas.
Armand estuvo a
punto de perder su beatífica paciencia. La miró de reojo con cierta severidad y
pontificó, con una altisonancia digna de mejor momento:
-
Amiga
mía, ya has cumplido los veinticinco. Es hora de que dejes de echar siempre la
culpa a los demás y te dispongas a asumir tus propias responsabilidades.
4.
Escena cuarta
-
A
ver si te vas a creer que soy una zangolotina, que ha llegado adonde ahora está
por su cara bonita y a base de conceder sus favores, replicó Françoise a
la alegación de Armand sobre su falta de auto exigencia.
-
Según
tú -inquirió el hombre-, ¿en dónde estás ahora exactamente?
La joven no
entendió el sentido último de la pregunta, pero tampoco contestó de manera
directa:
-
¿Qué
dirías de una chiquilla que, habiendo pensado primer en meterse monja, acabó
por ser expulsada del colegio a los quince años por su rebeldía incorregible?
¿Y de una adolescente que, apenas tres años después, hacía con éxito cine y
teatro, bailaba estupendamente y pasaba modelos de alta costura? Es posible que
haya dado muchos bandazos y cometido bastantes errores en mi vida, pero no
precisamente por ser una cabeza loca ni una irresponsable, sino por no
encontrar el camino y las personas que me estaban destinados… ¿No crees tú en
la predestinación?
-
Opino
que hay oportunidades y afinidades. De nosotros depende descubrirlas y aprovecharlas,
pero siempre dentro de la libertad y de hacer lo mejor para conseguirlo.
La respuesta no
era el sí o no que esperaba Françoise, y no estaba dispuesta a entrar en una
disquisición filosófica; así que volvió a las andadas:
-
¿Qué
hacías tú a los veinte años? Seguro que devorar libros en alguna academia
militar…
-
Entonces
ingresábamos muy niños. Para los veinte, ya andaba pegando tiros por la Vendée[19].
-
¿La
Vendée?, repitió la joven. No sabía que…
Armand corrigió
sobre la marcha y lo mejor que supo:
-
Llamábamos
así a una zona del Oranesado, donde los cabileños y nosotros llevábamos a
guerra a sangre y fuego… Bueno, con mayor crueldad que en otras partes de
Argelia, lo que ya es decir.
Françoise lo tenía
en sus manos y decidió aprovechar la oportunidad, como él había sugerido
momentos antes:
-
¡Pues
vaya una profesión que escogiste!: Dedicarte a repartir violencia y dolor a tu
alrededor. ¡Y yo que creía que la mía era dura y complicada, por tener que dar
a algunos colegas una puñalada por la espalda!
El interpelado se
encogió de hombros y salió de apuros con un tópico:
-
Por
difícil que a veces pueda resultar, todo trabajo puede hacerse bien o mal, con
mérito o con reprensión… Y, a fin de cuentas, hace mucho que salí de la Vendée
y ya he purgado lo mío.
El tiburón seguía
devorando quilómetros y finalmente se estaba echando encima la noche.
Françoise, completamente desorientada, preguntó si todavía faltaba mucho para
llegar a París. Armand le contestó afirmativamente, aunque con ambigüedad:
-
Ya
vamos estando cerca de la luz. No tardaremos en arribar.
Inopinadamente
-incluso para ella misma-, la pasajera concluyó:
-
Siendo
así, ¿no podríamos parar en algún hotel de los alrededores? La verdad es que
estoy cansadísima.
Armand se dijo
que, por mucha que pudiera ser la sabiduría atesorada en su larga vida, siempre
habría mujeres a las que no sería capaz de entender…, afortunadamente.
Las Señoritas de Rochefort, por
antonomasia
5.
Escena quinta
-
Anda,
saca tu equipaje del coche, mientras yo hago el registro.
Françoise pasó a
recepción, que felizmente no tenía otros clientes. Un sujeto de aspecto
andrógino, joven y de pulquérrimo uniforme blanco y celeste, se limitó a
preguntarle:
-
¿Cuántas
habitaciones?
-
Una,
respondió sin titubear, aunque percibió que se había puesto colorada.
Recogió la llave
que se le entregó y, de forma inmediata tomó el camino del ascensor, no sin
aclarar:
-
Cuando
entre un caballero de polo salmón, indíquele el número de la habitación.
Ya con la puerta
del elevador abierta, recordó que venía solo con lo puesto.
-
Por
cierto -preguntó-, no tendrán ustedes un camisón. Es que, con las urgencias…
-
La
señora encontrará arriba cuanto necesite.
En efecto. A
primera vista, se percató de que, sobre la cama, tenía un vaporoso camisón que,
por cierto, era idéntico a los que usaba…, cuando se los ponía. En el baño, a
mayores de los habituales útiles de aseo, halló un albornoz y, ¡oh sorpresa!,
la fragancia de Chanel a la que era adicta. A toda prisa, procurando
encontrarse ya en la bañera cuando subiera Armand, se quitó la ropa, tan ajada
como era de esperar tras su accidente y el largo viaje ulterior. Ni se molestó
en leer el tarjetón de bienvenida que se encontraba sobre la mesa de
escritorio, junto al hermoso cesto de fruta, obsequio del albergue. Se limitó a
coger un plátano, para entretener el estómago y, apenas tres minutos
después, yacía sepultada hasta el cuello por una masa humeante de agua,
coronada de espuma.
Le volvieron en sí
unos golpecitos en la puerta del baño. ¡Pues no se había quedado dormida! La
voz de Armand le advirtió:
-
He
encargado la cena para las nueve. No admiten comensales después de esa hora.
-
¿Y
cuál es ahora, chéri?, inquirió la joven. Tengo el reloj parado a la
hora del cacharrazo.
-
Las
ocho y veinticinco. Y recuerda que, si me das unos minutos para que me duche y
rasure, te quedaré muy agradecido.
Chapoteando con
unas chinelas obsequio de la casa, y envuelta en un albornoz rosa, tan de
regalo como el calzado, Françoise salió del baño apenas diez minutos más tarde,
con una toalla alrededor de la cabeza y un intenso perfume, fusión improvisada
de espuma de Legrain y colonia a la bergamota. Armand, ya con su neceser
en la mano, no pudo evitar un rictus nasal cuando se cruzaron. Françoise le
aclaró muy risueña:
-
Ya
que no tengo nada que ponerme, lo he reemplazado con una onza de Chanel,
al modo Marilyn[20].
-
Tampoco
ando yo muy sobrado de recambios, pues no contaba con pernoctar fuera de casa,
contestó Armand con mucho retintín al final.
-
No
te molestará que haya cogido una sola habitación -retrucó Françoise
maliciosamente-. No sabía cómo andabas de fondos y, lo que es yo, estoy pelada,
como bien conoces.
-
No
te preocupes, concluyó el joven. Yo me arreglo con muy poco espacio.
A un lado y a otro
del tabique del cuarto de baño, los dos cohabitantes le estaban dando
vueltas a la misma cuestión, a saber, qué diantres habría movido a Françoise a
tomarse tan descarada libertad. Ella -para quien la circunstancia tenía no
mucho de excepcional- no estaba inquieta por la situación misma, sino por los
motivos para haber tomado tal iniciativa, con un tipo al que apenas conocía de
una tarde y ni siquiera le parecía particularmente atractivo. En los pocos
minutos que tuvo para pensarlo, acabó por suponer que la cosa no tenía otra
explicación que la de que, habiendo estado -al parecer- a punto de palmarla,
el Señor Rivette la había sacado del apuro y, aún mejor, lo había hecho con toda
sencillez y como un caballero -algo cargante, pero amable, al fin y al
cabo-. En suma, concluyó sonriendo, favor por favor.
Por su parte,
incordiado por el zumbido de su afeitadora, Armand también pensaba en Françoise
y en la noche que les esperaba, pero le traía al fresco la causa por la que la
chica había actuado con semejante descaro. Ya se sabe, las jóvenes de hoy…
Y, por muy espiritual que él fuese, no dejaba de ser…, mejor dicho, de haber
sido un apuesto militar sin muchas oportunidades de ser halagado por las
mujeres. La cuestión para él era cómo darle calabazas a la muchacha sin que se
sintiera ofendida, ni tuviese que explicarle la situación más allá de lo
permitido. Ensayó mentalmente tres o cuatro frases corteses, y miró su reloj.
¡Cielos, las nueve menos cuarto pasadas! También él se echó más loción
posafeitado de lo habitual y salió del lavabo. En aquel mismo momento,
Françoise, fresca, perfumada y con su cabello corto graciosamente desordenado,
estaba acabando de abrocharse la blusa negra con estampado de flores del
trópico. Sonrió al verlo:
-
Vamos,
vamos, Armand -dijo-, un poco de rapidez, que Madame Garnier no tolera
los retrasos.
-
¿Madame Garnier?, preguntó asombrado el hombre.
-
Pues sí. En el tarjetón de la fruta figura: Albergue “La estrella azul”. Yvonne Garnier, propietaria. Ya es
casualidad, ¿no es cierto?[21]
6.
Escena sexta
El andrógino de
aspecto angelical, al verlos pasar camino del restaurante, consultó la hora en
el reloj de pared y les aclaró:
-
Lo
sentimos mucho, pero andamos muy cortos de servicio y el único camarero ya ha
terminado su jornada; pero no se inquieten -bromeó-, que en este hotel nadie se
muere de hambre. En la mesa número tres encontrarán una cena fría: vichyssoise
de melón y lenguado a la meunière. ¡Ah! y de postre, fresas con
nata… La bebida corre de cuenta de la casa, para que disculpen el tener que
servirse ustedes mismos.
Pese al apetito
que creía tener, Françoise apenas tomó unas cucharadas de la crema y una prueba
de las patatas de guarnición del lenguado. No sabiendo a qué achacarlo, se
justificó con el plátano tomado un rato antes, que la estaba bailando en el
estómago -exageró-. Eso sí, haciendo un cierto esfuerzo, trasegó cuatro
copas de champán, más que por gula, por ponerse a tono, aunque ello estuviera
muy alejado de su costumbre. Sorprendentemente, la bebida pareció despejarla,
en lugar de transportarla al mundo de la desinhibición, como era su propósito.
Con todo, al notar que Armand, tan inapetente o más que ella, cruzaba los
cubiertos y posaba la servilleta sobre la mesa, le insinuó:
-
Creo
que deberíamos retirarnos, si mañana queremos estar en condiciones de seguir
viaje temprano.
-
No
hay prisa -respondió el joven, con evidente incomodidad-. Al ir a recoger el
equipaje, eché un vistazo a los jardines en torno al albergue y creo que
merecería la pena que nos diésemos un paseo por ellos.
Finalmente, el
champán debía de estar haciendo su efecto excitante, pues Françoise le lanzó
una pulla, totalmente fuera de lugar:
-
Espero
que el jardín de Madame Garnier no te parezca tan atractivo, como para
que nos pasemos en él toda la noche.
Así pues, Armand
se vio obligado a ensayar una de las disculpas pergeñadas mientras se afeitaba:
-
Amiga
mía -replicó-, espero haber alcanzado suficiente gracia ante ti, como para que
creas que lo que sugieres me resulta imposible…, y para que no me obligues a
explicarte el motivo por ahora.
Debería haber
probado con otra excusa, pues esta hirió a Françoise en lo más vivo: aquel
complejo de creer que no le agradaba a la gente que le llevaba la contraria,
viniéndose abajo por ello. Quedó en silencio durante unos momentos, pensando
una salida rápida para la situación, por más forzada que aquella
pareciera:
-
Soy
una egoísta incorregible -arguyó falazmente- y estoy abusando hasta el extremo
de tu amabilidad. Quédate aquí; descansa, pasea y duerme cuanto quieras. Lo
mejor y más lógico es que pida un taxi desde la recepción, para que esta misma
noche me lleve hasta París, a tiempo de hacer los preparativos y volar a
Londres a mediodía.
-
Hay
tiempo para todo -repuso el caballero-, que apenas son las diez y acaba de hacerse
de noche. Creo que estamos en luna llena -añadió Armand, levantándose y
animando a la joven a seguirlo-.
Le ofreció
cortésmente el brazo y, por la cristalera que daba directamente al jardín,
salieron al frescor del anochecer. Las sombras eran lo bastante espesas, como
para no poderse apreciar ya la belleza de la vegetación, anunciada por Armand.
En cambio, la luna brillaba espléndida, en toda su rotundidad, y se replicaba
en las tersas aguas de un estanque presidido por una blanca estatua de mujer,
ataviada con una túnica apenas ceñida en la cintura. Françoise se estremeció y
se asió con energía al brazo de Armand:
-
La
Dama del Lago[22],
susurró. No es santo de mi devoción… Volvamos al hotel, si no tienes
inconveniente.
-
Mujer
-concedió Armand, con sorna-, tenemos que acostumbrarnos al mundo de los espíritus.
En cualquier caso, mi predilección no está con la Dama del Lago, sino con la
Dama Blanca[23]… ¿No la
conoces?... Pues te la voy a presentar.
Contra lo que
supuso Françoise, no volvieron a perderse en la noche, sino que regresaron al
albergue. Armand, como si la conociese de antemano, se encaminó sin dudar hasta
una sala, mezcla de estar y de biblioteca, en uno de cuyos rincones dormitaba
un piano de cola -y Pleyel, nada menos-.
-
Siéntese
la bella joven, que en esta velada constituirá mi único, y distinguido,
público.
Una representación de La Dama del
Lago
El improvisado tenor y pianista -todo en
una pieza- se arrancó, como correspondía, con Quel plaisir d’être soldat!,
con tal emoción que, pese a las lógicas imperfecciones, Françoise hubo de
comprender que la milicia era para Armand mucho más que una simple profesión. Descansó
seguidamente la voz, con una pieza menos comprometida, Vive à jamais notre
nouveau seigneur!, reduciendo la parte del coro a meramente instrumental.
Finalmente, dirigiéndose en pie a su arrobada oyente, presentó:
-
Y,
ahora, mi esquiva dama, escuchad el latido de mi corazón.
Y, con toda la
ternura de que era capaz, cantó la bellísima aria, Viens, gentille dame, como
final del breve recital[24].
Françoise, con alguna humedad delatadora en los ojos y en el pañuelo, le premió
con algo mucho más querido para Armand que los aplausos:
-
Me
parece, amigo Armand, que esta noche no voy a necesitar de taxi alguno.
7.
Escena séptima
Apenas llegada al
dormitorio, Françoise se dejó caer en el lecho, agotada. Armand le quitó los
zapatos y descorrió las cortinas del balcón. Una claridad de plata iluminó el
rostro de la joven. Las nubes velaban y descubrían por momentos el foco de
aquella luminosidad mágica. Françoise hizo un mohín de disgusto ante aquella
lucha de la luz y las sombras. Su amigo comentó:
-
¡Qué
hermoso sería contemplar el Universo desde arriba, sin nubes que lo
oculten, ni horizontes que le pongan límites!
La chica no
contestó, pero comprendió que Armand le estaba sugiriendo algo nuevo, otra
forma de vida, distinta y maravillosa; tal vez una existencia que ambos podrían
compartir. En su interior, aquella posibilidad desencadenaba un angustioso
combate, entre el miedo a perder cuanto tenía y la atracción por un mundo
desconocido, que la convocaba de forma irresistible y le impedía pensar en
ninguna otra cosa. ¡Y estaba convencida de que Armand tenía la clave del
misterio! Volvió el rostro hacia la oscuridad a que él se había retirado y le
pidió con voz apagada:
-
Llévame adonde vayas. No me dejes sola aquí.
Armand respondió,
un poco sarcásticamente:
-
Querida,
descansa. Mañana decidirás si quieres venir conmigo, o ir al estreno de Las
Señoritas en Londres.
Probablemente,
Françoise no llegó ya a escuchar la respuesta, a juzgar por su respiración
regular y profunda. Armand volvió a correr las cortinas y la tapó con la
colcha.
François-Adrien Boieldieu
8.
Escena octava
Amaneció envuelto
en niebla, que a Françoise le pareció una metáfora de su propia confusión.
Levantando el cortinaje con la mano, Armand pronosticó:
-
Neblina
de madrugada. No tardará en rasgarla el sol… Habrá que irse preparando para la
última etapa del viaje a la Ciudad de la Luz.
La joven objetó:
-
¿Por
qué no nos quedamos aquí?
-
¿En
un albergue de carretera? -preguntó él-. ¡Menudo sitio para quedarse a vivir!
-
No
sé tú -replicó ella-, pero yo no quiero partir así, con la vida en flor, casi
desnuda, horra de equipaje[25].
De modo que puedes marchar sin preocuparte más por mí que, con un par de
llamadas telefónicas, lo tendré todo resuelto.
Armand se sintió
frustrado ante el riesgo inminente de que su gestión concluyera en
fracaso, pero también él tenía sus límites, a fin de respetar la libertad de la
chica:
-
Voy
a bajar a desayunar -arguyó para ganar tiempo-. Entre tanto, señorita, si no
tienes nada mejor que hacer, vete pensando en cuáles son esas cosas tan
importantes que te tienen tan atada a tu mundo, hasta el punto de rebelarte
contra el destino de tener que abandonarlas… ¡Ah!, y no cuentes con el
teléfono: Es el momento de valerte exclusivamente por ti misma.
Armand desapareció
y Françoise, echada sobre la cama, cerró los ojos. Como en una película a
cámara rápida, pasó la cinta de sus veinticinco años de vida. La mayor parte de
las escenas discurrían de forma indiferente, oscura, sin que su recuerdo le suscitase
la menor emoción. Otras, pocas, se iluminaban con un flash, archivándose en la
memoria. Aquellos fogonazos iban difuminándose con el fulgor de las llamaradas
que parecían envolver su lecho, como el de una hoguera que fuese cercándola. A
duras penas, ardiente y angustiada, conservó en su mente las imágenes de la
casa de sus padres, frente por frente a la suya, siempre cercana y protectora;
de las carantoñas de su perro, que seguramente habría de sufrir su mismo sino;
de Catherine, con una gran pamela rosa; de los sobres de las cartas de Roland,
dirigidas a Mademoiselle Framboise[26].
¿Era eso todo por lo que merecía la pena rebelarse y luchar hasta la
extenuación?
Cuando volvió
Armand de su supuesto desayuno, encontró a Françoise todavía en la cama, con
una sonrisa de oreja a oreja. Había trocado su ajada ropa de calle por el
vaporoso camisón amarillo, obsequio del hotel y extendido cuidadosamente la
colcha sobre su cuerpo. Se hizo la valiente y le guiñó el ojo:
-
¿Qué,
te vas o no te vas?, le preguntó.
-
¿Qué
harás tú?, repreguntó él, con inquietud.
-
¡Mira
este!, exclamó la joven. Pues esperar a que se me lleven. Pero que sea pronto,
que me parece que empiezo a chamuscarme.
Así debía de ser,
pues de repente se le demudó el rostro y suplicó:
-
Te
lo ruego, Armand, cógeme fuerte las manos y no me sueltes por nada del mundo.
Así lo hizo, con
la misma energía con que antaño había sostenido la enseña de Moreau en
Hohenlinden[27].
La muchacha nuevamente,
le rogó:
-
¿Te
importaría susurrarme al oído la palabra framboise?
Pero ya no era
Armand quien estaba a su lado y la sostenía, sino una mujer vestida de blanco,
con una gasa del mismo color velándole el rostro, que se le acercaba. Françoise
sintió un intenso alivio y repitió la frase que oyera cantar a su amigo la
pasada noche:
-
Viens, gentille Dame. Viens. Je t’attends; je t’attends; je t’attends[28].
9.
Escena final
De regreso a la
Ciudad de la Luz, Armand no perdió un instante en comparecer ante las
autoridades, para rendir cuentas del resultado de su misión. La verdad es
que maldita la falta que hacía, con el maravilloso servicio de información de
que disponían. Era el emisario quien necesitaba saber algo, que solo podía
conocer preguntando.
-
¿Qué
me puede decir de ella, Excelencia? ¿Le ha servido de algo mi aparición?
-
Lo
único que puedo decirle, Monsieur Rivette, es que todavía tardaremos
bastante en ver a su amiga por estas celestiales moradas.
-
Bien
está lo que bien acaba, señor, repuso Armand con una mezcla casi infinita de
alegría y de alivio. No obstante, si me lo permite…
-
No
se lo permito. Bastante ha hecho usted, con el divino beneplácito, salvando a
su patrocinada de la desesperación y el dolor, y preparándola para su tránsito
final. Deje que, a partir de ahora, sean otros seres, de aquí o de allá,
quienes intercedan por ella, si su misericordia les lleva a acordarse de su
alma.
Armand agachó las
orejas, saludó respetuosamente y se retiró. No acababa, empero, de sentirse a
gusto con su desempeño de la misión. Y es que el coronel Rivette, bien por ser
demasiado exigente consigo mismo, bien por algún motivo más sentimental, nunca
admitiría haber hecho ya cuanto estaba en su mano por una señorita de
Rochefort.
La Dama Blanca
[1]
El texto clave para ello sería el libro que escribió su hermana: Catherine
Deneuve (con Patrick Modiano), Elle s’appelait Françoise. Canal +
Éditions, 1ª edición, Paris, 1996. En Internet, resulta suficiente consultar
las siguientes referencias: Ce qu’en a dit Catherine Deneuve sur Françoise
Dorléac: son caractère, sa carrière, sa disparition, en toutsurdeneuve.free.fr.;
Ianko López, Su nombre era Françoise: la trágica historia de la hermana de
Catherine Deneuve, “Vanity Fair”, 7 de septiembre de 2016; Charlie
Connelly, Great european lives: Françoise Dorléac, en “The New European”;
Eddy Przybylski, Françoise Dorléac, soeur de Catherine Deneuve, décédait il
y a cinquante ans, en “DH Les Sports”, 25 de junio de 2017.
[2] “Para el
Señor, un día es como mil años y mil años, como un día” (2 Pe., 3, 8).
[3] Apelativo encomiástico del automóvil Citroën
DS, que se fabricó entre 1955 y 1975, con gran éxito de ventas (1,5 millones de
unidades) y de crítica, tanto por su mecánica, como por la estética.
[4]
Apócope por Renault-10, modelo que se fabricó entre 1966 y 1971 y que, pese a
sus notables prestaciones, no obtuvo crítica favorable unánime, siendo retirado
prematuramente. Una de las mayores objeciones fue la de reputarlo demasiado
veloz para su estabilidad, lo que dio lugar a que en España se le calificase,
un tanto exageradamente, como el coche de las viudas.
[5]
Conocida expresión en inglés, con la que internacionalmente se alude al
alquiler de vehículos sin conductor.
[6] Respeto la ortografía francesa que,
obviamente, incluye la onomatopeya de un ladrido. Por otra parte, siendo un chihuahua
el perro de Françoise, el acierto del nombre aparece duplicado.
[7] Famoso twist,
popularizado por la cantante Françoise Hardy en 1964.
[8]
Sinónimo conocidísimo por París: la Ville Lumière. Jugando con ello,
Armand transformará la expresión en la Ciudad de la Luz, de muy
diverso significado, como inmediatamente veremos.
[9]
Obsérvese que los Campos Elíseos, antes que el nombre de la más famosa avenida
de París, eran el lugar donde, según la religión greco-romana, iban a parar al
morir las personas más virtuosas o heroicas; dándose por extensión dicho nombre
al Cielo cristiano. La alusión pertinente a los lirios del campo, en
el Evangelio según San Mateo, capít. 6, versículos 28-29.
[10]
La referencia a la famosa casa de modas puede tener que ver con que la verdadera
Françoise fue modelo de la misma durante su primera juventud.
[11]
Probable alusión a François Roland Truffaut (1932-1984), notable
director de cine y actor francés.
[12]
Nombre y apellido formados a partir de los verbos causer y bavarder. El
primero puede traducirse por “charlar”. El segundo, peyorativo, es sinónimo de
“cotorrear” o de “hablar por los codos”.
[13]
Desde la Primera Guerra Mundial, poilu ha sido sinónimo en francés de
soldado veterano. El Ejército francés combatió contra los independentistas
vietnamitas entre 1946 y 1954.
[14] La
guerra de independencia argelina se desarrolló entre 1954 y 1962.
[15]
En concreto, Rochefort-sur-Mer, en el departamento de la Charente Maritime. Ello
nos pone sobre la pista de que este Armand Rivette no sea otro que el
protagonista de mi relato, Napoleón en Rochefort, que pueden encontrar
en este mismo blog, dentro de la etiqueta de “cuentos históricos”. En su
capítulo 1 encontrarán resumida parcialmente la biografía de Rivette.
[16]
Se trata de Las señoritas de Rochefort, dirigida por Jacques Demy en 1966,
con Catherine Deneuve, Françoise Dorléac, Gene Kelly, Danielle Darrieux, George
Chakiris, Michel Piccoli y Jacques Perrin como actores más destacados.
[17]
Diminutivo en francés para el personaje del vagabundo encarnado por Charles
Chaplin (1889-1977), en especial, en cortometrajes de la década de 1910-1920.
[18]
Nombre histórico del famoso aeropuerto parisino (inaugurado en 1909), que
actualmente comparte su función con el más moderno y utilizado, Paris-Charles
de Gaulle.
[19]
Especie de implacable guerra civil entre republicanos y realistas, que se
desarrolló en esta región al sur del bajo Loira, principalmente entre 1793 y
1796, concluyendo con el triunfo de la República Francesa.
[20] Alusión a la conocida y, al parecer,
auténtica respuesta de la actriz Marilyn Monroe, cuando le preguntaron qué se
ponía para irse a la cama. Chanel Nº
5, respondió la descarada diva. Una onza equivale a 28,75 gramos, es decir,
alrededor de la cuarta parte del contenido de un frasco tipo, de 100
mililitros.
[21] Yvonne Garnier era el nombre de la posadera
que, muchos años antes, había acogido a Armand Rivette en Rochefort, y el de la
dueña del café de la Plaza Colbert de dicha ciudad, que hacía de madre de
Solange y Delphine, encarnadas por Françoise Dorléac y Catherine Deneuve, en el
film Las señoritas de Rochefort. Véanse antes, notas 15 y 16.
[22]
Históricamente, es un complejo y poderoso personaje mitológico del ciclo
artúrico. Puesta en boca de Françoise, probablemente aludirá a la novela
policiaca de Raymond Chandler, Lady in the lake (1943), que sirvió de
guion para una notable película de cine negro del mismo título, dirigida
y protagonizada por Robert Montgomery en 1946.
[23]
La predilección de Armand no sería muy lógica, de referirse a la dama de
blanco que pena por los caminos, buscando la venganza por pasados
sufrimientos, o el extravío de quienes la encuentren. Hay quienes identifican a
la Dama Blanca con una personificación de la Muerte. Pero pronto veremos que La
dama blanca aludida por Armand es el título de una ópera, basada en relatos
del novelista Walter Scott (1771-1832). Véase más abajo la nota 24.
[24]
Los fragmentos de ópera aludidos pueden disfrutarse por Internet, en youtube.
François Adrien Boieldieu (1775-1834) es el autor de su partitura, y Eugène
Scribe (1791-1861) del libreto. La dame blanche se estrenó en París, el
10 de diciembre de 1825.
[25]
“Cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha
de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como
los hijos de la mar”. Así presagió certeramente Antonio Machado (1875-1939) la
circunstancia de su muerte en el poema Retrato, recogido en el libro, Campos
de Castilla (1912). ¿Lo conocería nuestra Françoise?
[26]
Framboise (frambuesa) por Françoise. Se trataba de una simple
broma para provocar la sonrisa, pero lo cierto es que Françoise tenía cierta
tendencia a presentar rojeces en la piel. Sobre Roland, véase la nota
11.
[27]
Véase nota 15. Se alude al general francés Jean-Victor-Marie Moreau (1763-1813),
vencedor de los austriacos en la decisiva batalla de Hohenlinden (3 de
diciembre de 1800).
[28] Véase
antes, nota 24. En español: “Ven, Dama gentil. Ven. Te espero; te espero; te
espero”.
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