Napoleón en Rochefort. El Memorial
del coronel Rivette
Por Federico Bello Landrove
¿Por qué, tras Waterloo, el emperador
Napoleón, en vez de proseguir la lucha, abandonó el poder, dejó pasar un mes
sin hacer nada eficaz y acabó por entregarse a los ingleses? Mi amigo imaginario, el coronel
Rivette, nos da en este relato casi todas las claves de que disponemos, más de
doscientos años después, para contestar a dichas preguntas.
Napoleón franqueando los Alpes, por
Jacques-Louis David ( La Malmaison)
1. Un militar muy escurridizo
Hace ya mucho
tiempo que el Memorial del coronel Rivette fue desempolvado en los
archivos secretos del antiguo Ministerio de la Policía General de
Francia[1]
y puesto a disposición de los historiadores, debido a su no escaso interés. Con
todo, los años transcurridos entre su descubrimiento y los hechos que en él se
narran lo habían privado de toda originalidad: Los sucesos ya eran conocidos
por otros varios documentos, salidos de la pluma de estudiosos mucho más
conocidos que el Coronel, y en lo tocante a la historia menuda que el
autor mezcla con la de los grandes personajes, desmerece mucho, al no haber
sido capaces en casi dos siglos de pergeñar una biografía de Rivette, fuera de
los contados episodios de aquella que él mismo desliza en su narración. Por
supuesto, tampoco yo he sido capaz de enriquecer con alguna novedad lo que ya
se sabe del Coronel; y eso que el escurridizo militar estuvo en España,
pues participó a las órdenes de Wellington en la Guerra Peninsular[2].
En consecuencia, habré de limitarme en este capítulo preliminar a presentar al
autor del por él llamado, con ambigüedad calculada, Memorial del servicio
prestado por encargo de Su Excelencia el Duque de Otranto[3],
Presidente del Gobierno Provisional, en los meses de junio y julio del año 1815,
que eleva a dicho Señor -ahora Ministro de la Policía General- el comisionado,
coronel Armand Rivette, del Cuerpo de Cazadores a Caballo[4];
un título que parece pensado para decir muy poco con muchas palabras y, en
consecuencia, para no animar a su lectura a todos aquellos que no hayan tenido
la obligación de enterarse de su contenido.
***
Para empezar, no
hemos llegado aún a saber ni dónde ni cuándo nació Rivette. En su Memorial encontramos,
no obstante, un dato que puede ayudarnos a precisar: El futuro coronel de
cazadores se formó cultural y militarmente en la Escuela de Pontlevoy[5],
un centro educativo que inició su andadura en 1776, al servicio de muy jóvenes
alumnos, cuya edad media de ingreso era de unos diez años. Como es sabido,
Pontlevoy es un histórico lugar entre Blois y Tours, famoso por su abadía
benedictina, en la que se instaló la citada Academia[6],
no habiendo constancia registral de que el alumno Armand Rivette fuese becario,
lo que permite suponer que su familia era económicamente acomodada. Que sus más
próximos parientes no residiesen lejos de Pontlevoy parece apoyado -aunque
mucho más débilmente- por otra circunstancia recogida en el Memorial:
Que, una vez cumplido el servicio que permitía convertirse a un diplomado de
escuela militar en oficial del ejército -como segundo teniente-, Rivette
tuviese, al parecer, su bautismo de guerra y de fuego en las siniestras
campañas de la Vendée[7],
relativamente próxima a la Turena, de donde presumiblemente procedía el
entonces bisoño teniente. Pero lo cierto es que, cuando Rivette tuvo ocasión de
pasar por Tours y sus proximidades, acompañando a Napoleón en 1815, no alude a
ningún conocimiento personal anterior de dichos lugares. De modo que dejemos
estas cuestiones en el terreno de lo probable: Que Rivette procediera de una
familia acomodada de la Turena; que hubiera nacido hacia 1770 -recordemos que
Napoleón lo hizo en 1769-, y que sus primeras armas como oficial las hiciera en
un conflicto tan repugnante y poco glorioso, como el de la pacificación de
la Vendée en la época de la Convención y del Directorio[8].
Una observación
más, antes de pasar a ocuparnos de los momentos en que, a partir del año 1804,
aunque no necesariamente en ese año, Rivette se convertiría en un traidor y
pasaría a colaborar con el ejército inglés, hasta la primera abdicación de
Napoleón, en 1814. Me refiero a las dudas existentes acerca del Arma militar a
la que pertenecía nuestro Coronel o, al menos, en que se había formado y era
más experto. Ya hemos indicado que, en el título de su Memorial, se
identifica como coronel del Cuerpo de Cazadores a Caballo, es decir, como un
jefe de Caballería. No obstante, en sus alusiones documentales a su desempeño
bajo las órdenes de Wellington, se refiere a haber cooperado con la artillería
anglo-portuguesa en Bussaco y en Torres Vedras[9],
no habiendo sido ajeno a ciertas decisiones artilleras en la batalla de
Waterloo[10]. En muy
posible -al menos, yo lo sugiero- que tuviese que ver en ello la excelente preparación
en matemáticas que a la sazón se impartía en la Academia Militar de Pontlevoy,
que la hizo famosa entre las de su género. De todos modos, lo más probable es
que la formación amplia de que hizo gala Rivette se originase como consecuencia
de su integración, como oficial de Estado Mayor y ayudante en la plana mayor de
su admirado general Moreau[11].
Pero esta relación merece aquí, en mi modesta opinión, una referencia
específica, al resultar decisiva en la asignación a Rivette, por parte del
ministro Fouché, de la peligrosa misión cerca del emperador Napoleón I, tema y
objeto del Memorial que pronto transcribiré íntegramente, llevando a
cabo la primera traducción del mismo al español.
***
Ignoramos la forma
y el momento en que el coronel Rivette -entonces probablemente capitán- se
incorporó al selecto círculo de los ayudantes y del estado mayor del general
Moreau. Por razones de simultaneidad con las llamadas primera y segunda
guerras de La Vendée -en las que Rivette intervino, como he dejado dicho-,
su integración en los ejércitos mandados por el general bretón[12]
hubo de producirse no antes de 1797, manteniéndose hasta 1801, cuando Moreau,
por razones más políticas que militares[13],
cayó en desgracia ante Napoleón, quien lo excluyó en lo sucesivo del mando de
tropas. Es de suponer fundadamente que la profunda relación de admiración y
respeto que Rivette contrajo con su general se fuese trabando a lo largo de
esos tres o cuatro años, durante los cuales aquel adquiriría amplia experiencia
y conocimientos militares, ganándose seguramente el ascenso, al menos, al grado
de comandante. También es de imaginar que la caída en desgracia de Moreau
afectaría a su ayudante, como se ha constatado respecto de otros compañeros
suyos[14],
incluido su jefe de estado mayor, el general Malet, que años después se haría
famoso encabezando una de las más ingeniosas y elaboradas conspiraciones contra
Napoleón[15]. Lo
cierto es que no consta que Rivette se incorporase al servicio activo, hasta el
momento en que, de resultas de su presunta participación en el intento de golpe
de Estado llamado de Cadoudal (o asunto del Duque de Enghien)[16],
Moreau fuera sucesivamente procesado, acusado y condenado -sustancialmente, por
no haber denunciado a los conspiradores que habían entrado en contacto con él-
a la modesta pena de dos años de prisión, que Napoleón, indignado con tal benignidad,
decidió conmutar, más que indultar, por extrañamiento de Moreau del territorio
francés, con el compromiso de trasladarse a los Estados Unidos de América[17].
Curiosamente, el
general Moreau y sus más allegados no emprendieron ese viaje desde Francia, ni
vía Inglaterra, sino trasladándose previamente a España, donde permanecerían
por tiempo de alrededor de un año, dado que la sentencia se dictó en junio de 1804,
pero el general y los suyos no se embarcarían en Cádiz para América, hasta
julio del año siguiente[18].
Esta circunstancia, así como la propia personalidad de Rivette -que ya podemos
calificar de anti bonapartista-, impulsó a este a dejar Francia, pero no para
acogerse a un tranquilo y lejano exilio en los Estados Unidos, sino para
ponerse a disposición de las autoridades militares británicas. Cuándo y cómo se
dirigió a ellas; si lo hizo -como es muy probable- con la recomendación de
Moreau, y si para ello se trasladó a Inglaterra o lo hizo pasando por tierras
de España a Portugal, son otros tantos interrogantes que sigue dejándonos
nuestro escurridizo oficial. Solo hay certeza de que su ofrecimiento fue
aceptado y Rivette se incorporó al cuerpo expedicionario británico que, desde
agosto de 1808, al mando del futuro duque de Wellington, combatiría en Portugal
y, luego, en España. Prueba de ello serán las alusiones del Memorial a
episodios de la Guerra Peninsular acaecidos en los años de 1809 y 1810,
así como al prestigio y consideración que Rivette logró ante Wellington, como
se deduce de su inmediata readmisión entre quienes combatieron en Waterloo, una
vez hubo aquel abandonado nuevamente el ejército francés tras el destronamiento
de Luis XVIII por Napoleón, en el llamado periodo de los Cien Días[19].
A partir de aquí,
mi presentación del coronel Rivette enlaza con el contenido de su Memorial,
haciendo innecesaria cualquier otra referencia biográfica, toda vez que,
redactado aquel -y se supone que entregado a Fouché-, nada más se sabe de
nuestro personaje. Su vida, a partir de entonces -verano de 1815-, se pierde
entre la niebla del pasado, para decepción de los estudiosos y satisfacción de
aquellos que prefieran echar a rodar su fantasía por los tortuosos caminos de
la Historia.
2. Memorial de Rivette. Preámbulo
Como expuse en su
día a Su Excelencia, la misión que finalmente me encomendó fue precedida de una
comisión similar que alcancé de Su Señoría, el Duque de Wellington, al
finalizar la batalla de Mont-Saint-Jean[20].
Recordaré que ya conocía a Milord de cuando serví durante varios años a
sus órdenes en las recientes campañas de Portugal y de España, desde los
tiempos de Torres Vedras y Bussaco, hasta el final de la guerra en el pasado
año de 1814, cuando, por merced real y del Ministro de la Guerra, el Conde de
Dupont[21],
reingresé en nuestro Ejército, con el grado de coronel. Y, como también conoce
Su Excelencia, hallándose en marzo pasado Bonaparte a las puertas de París y Su
Majestad presto a partir hacia Bélgica para evitar caer en sus manos, decidí
también yo emprender el camino de la frontera norte, acompañado por sesenta y
tres de los hombres a mis órdenes que, a excitación y previa arenga mía,
optaron por seguirme, antes que ponerse al servicio del usurpador. Y, una vez
en los Países Bajos[22],
habiendo sido mis hombres hechos prisioneros provisionalmente, pedí ser
recibido en audiencia por Lord Wellington, quien, en atención a cuanto le
expuse y a mis anteriores servicios, decidió integrar mi pequeña tropa como
escuadrón volante a mis órdenes, encuadrado en la brigada de húsares que
mandaba el general, Sir Hussey Vivian[23],
también conocido de mí por su participación en la Guerra Peninsular; se trataba
de unidad mixta, en la que figuraban incorporados a partes iguales soldados
británicos y alemanes. Se resolvió respetar nuestros uniformes, si bien, para
tener una señal distintiva que nos diferenciase de los soldados de Napoleón en
el combate, obtuve la aprobación para ostentar una banda o pañuelo blanco en la
manga derecha, honrando así el color de Su Majestad[24].
Napoleón en Waterloo (representación
imaginaria)
Nuestro pequeño
escuadrón, así encuadrado, no llegó al campo de batalla hasta la tarde del
sábado, 17 de junio pasado, cuando ya se habían librado los combates de
Quatre-Bras y de Ligny, con suerte diversa para ingleses y prusianos[25].
En la distribución de fuerzas para la decisiva y magna batalla que se
avecinaba, la brigada de caballería ligera del general Vivian fue situada en el
extremo del ala izquierda de las fuerzas, con el principal objetivo de servir
de reserva a las escasas tropas de infantería en aquel sector. A la mañana
siguiente, después de una intensísima tormenta que encenagó el campo de batalla
la tarde anterior, se procedió a emplazar la artillería que, en mi sector,
estaba formada por baterías con un total modesto de 33 cañones, de 6 y 12
libras. Por indicación expresa del Duque de Wellington, que tenía en aprecio mi
visión táctica al respecto, procedí a supervisar la colocación de las baterías
de mi zona, que, al dar directamente frente y vista al enemigo, me pareció muy
expuesta, por lo que sugerí desplazarlas algo más abajo de la colina, donde el
camino de Ohain se encajonaba y formaba una trinchera natural[26].
Creo que mi opinión, habiendo sido seguida, resultó altamente positiva para la
seguridad y rendimiento de nuestra artillería.
Por el desarrollo
de la batalla y las disposiciones de nuestro General en Jefe, la brigada al
mando del general Vivian no tuvo ocasión de tomar parte en la batalla hasta la
caída de la tarde, cuando esa unidad y la homóloga del general Vandeleur,
recibieron la orden de desplazarse a retaguardia de los combatientes en el
centro del frente. Se trataba de contrarrestar la presión que el enemigo venía
ejerciendo -sobre todo, con la caballería- desde que había caído en su poder la
posición de La Haie-Sainte[27],
además de animar a nuestros infantes, que empezaban a desertar, al no recibir
ayuda de caballería. Es mi opinión, Excelencia, la de que el desempeño de las
dos brigadas de húsares resultó crucial, tanto en aquellos momentos, como en
las cargas que siguieron a la entrada en liza de los batallones de la Guardia
Imperial, como último esfuerzo de Napoleón para ganar la batalla y, luego, para
poder organizar una retirada ordenada de las fuerzas que le quedaban. En todo
caso, el pundonor de nuestros hombres sufrió un desengaño cuando, a punto de
hacerse de noche, Lord Wellington ordenó la retirada de las fuerzas inglesas a
sus posiciones iniciales, dejando que fuesen los prusianos, más frescos como
recién llegados, quienes hiciesen la persecución nocturna de las unidades de
Napoleón en desbandada. Con licencia de mi general, ordené desmontar a mi
escuadrón y cabalgué hasta encontrar al Duque, quien estaba llegando a la Belle
Alliance[28] para
encontrarse con Blücher. De manera franca, le hice ver que la fuga de Napoleón
a Francia constituía un gravísimo peligro, y que nadie mejor que un grupo de
militares franceses realistas podría perseguirlo y detenerlo, gracias al
conocimiento de la lengua y del país, aparentando ser de los suyos. Como
vacilase en concederme ese favor, se lo reiteré, por la memoria del general
Moreau[29]
y de los diez años de destierro de mi patria, al servicio de Inglaterra.
Wellington me lo concedió, con esta frase:
-
Sea,
coronel, pero, llegado el caso, respete en lo posible la vida del Emperador.
Regresé junto a mis hombres, a quienes les presenté la empresa como una
forma de resolver la cuestión entre franceses, ahorrando la indeseada
participación de los extranjeros, máxime los prusianos, cuyo propósito no era
otro que el de acabar con Napoleón, matándolo inmediatamente como a un
malhechor. Todos se mostraron dispuestos a seguirme en la persecución, pero yo
elegí solo a veinte de ellos, ilesos y cuyas monturas parecían menos fatigadas.
Habría sido bueno proveernos de víveres, pero era tarea imposible en aquellos
momentos. Así, hacia las diez de la noche del mismo día 18 emprendimos el
camino de Genappe, el mismo que, según nos informaron, había tomado el
Emperador con su séquito, en principio, ocupando un grupo de tres o cuatro
carruajes. Pero, cuando llegamos allí hacía las once de la noche del mismo día,
encontramos que los prusianos habían interceptado los dos carruajes lujosos que
el Emperador habría empleado para desplazarse hasta el lugar de la batalla, los
cuales estaban cargados de efectos personales de Napoleón y de riquezas, dejado
todo al cargo de quien decía ser primer ayuda de cámara de aquel, por nombre
Marchand[30], para
mí desconocido. Habiéndolo interrogado, me confió, en la creencia de que era yo
un oficial del ejército bonapartista, que Su Majestad Imperial había
escapado a caballo, acompañado de varios mariscales[31],
con escolta de algunos dragones, siendo probable que ya estuviera muy lejos de
allí. Le pagué la confianza rogando al mayor prusiano von Keller, que había
detenido el convoy, que garantizase la seguridad del criado imperial y la
integridad del botín ocupado, cosas ambas que me prometió de forma que juzgué
sincera[32].
Las noticias de Marchand me hicieron suponer que iba a ser punto menos que
imposible alcanzar a Napoleón aquella noche, ni antes de que cruzara la
frontera de Francia, máxime con los caminos atascados de carruajes, tropas en
fuga y perseguidores prusianos que, al ver nuestros uniformes, nos obligaban a
parar e identificarnos como aliados. En consecuencia, ordené interrumpir la
persecución durante unas horas, para tratar de conseguir algunos víveres y
descabezar un sueño. Luego me informaría de que Napoleón y sus acompañantes
habían tomado parecida decisión, haciendo alto para vivaquear en un bosquecillo
cercano a Quatre-Bras, donde se había dado batalla del día 16, siguiendo luego,
por Charleroi, hasta Philippeville[33],
a la que llegó a las nueve de la mañana del día 19. Allí, entre otras cosas
-como bien sabe Su Excelencia-, redactó una carta dirigida a sus ministros,
informándolos a su modo de la derrota sufrida en Mont-Saint-Jean.
***
Una vez en territorio francés -como Su Excelencia bien sabe-, Napoleón
se detuvo en la ciudad de Laon, donde hizo alto durante unas horas, dedicándose
-entre otras cosas- a cursar órdenes a los desperdigados jefes de sus unidades
militares, a fin de que hiciesen lo posible para concentrar las fuerzas
disponibles y tratar de defender París. A continuación, tomó una calesa para
llegar a la capital sin detenerse más, lo que no impidió que las gentes a su
paso conociesen este y, según se dice, lo aclamasen[34],
con un entusiasmo digno de mejor causa. A través de algunos testigos, fui recibiendo
noticias del progreso de Bonaparte hacia París, constatando que nos llevaba
casi un día de ventaja, imposible de reducir por el cansancio de nuestros
caballos, para los que apenas encontrábamos forraje ni, por supuesto,
reemplazo. Los rumores de que Napoleón pensaba en reunir de nuevo un ejército,
incluido el poderoso Cuerpo de Grouchy[35],
me llenaron de indignación y me afianzaron en la decisión de emplear contra él
la violencia, si tenía la oportunidad de encontrarlo al alcance de mis armas.
Poco después confirmé las noticias, cuando tuve constancia de que, tan pronto
llegó a París en la mañana del día 21 de junio pasado, el Emperador se acogió
nuevamente al palacio del Elíseo y empezó a comportarse nuevamente como
soberano, tema en el que no insistiré, ya que Su Excelencia, como protagonista
de los sucesos, no tiene necesidad de que se los recuerde torpemente.
Es el hecho que, al llegar con mi pequeño destacamento a París, al día
siguiente que Napoleón, encontré la ciudad tan alterada, que apenas fijó nadie
su atención en nosotros. Con todo, para seguridad de mis hombres y mejor
intentar el logro de mis planes, dejé a casi todos ellos a las puertas de la
ciudad y, tan solo acompañado de un teniente, me dirigí al Elíseo, que se
hallaba severamente custodiado por la Guardia y rodeado por un sinfín de
ciudadanos que, ya vitoreaban al Emperador, ya cambiaban impresiones entre
ellos en voz alta, comentando una noticia que, aún en calidad de rumor, se
había ido extendiendo en aquella mañana: La de que Napoleón había presentado su
renuncia al trono, quizás a petición de sus ministros y de la mayoría de ambas
Cámaras[36].
Aunque pudiera tratarse de un bulo, no dejó de alegrarme pues podía significar
que mi auto conferida misión parecía en vías de resultar innecesaria, sin
correr más riesgos, ni emplear la violencia. En cualquier caso, Bonaparte
estaba protegido y a buen recaudo en el palacio, sin que yo tuviera pase o
argumento ninguno para franquearme la entrada. En consecuencia, despedí al
teniente que me acompañaba, con el encargo de que regresase adonde había
quedado mi destacamento y, a partir de entonces, se entendiesen liberados de mi
mando, obrando como mejor les pareciera, bien para reintegrarse al ejército
aliado, bien para eludir su detención por las fuerzas napoleónicas. Como Su
Excelencia podrá comprender, ya me había percatado de que -aunque en medio de
un aparente desorden- la ciudad de Paris llevaba el camino de convertirse en
plaza fuerte, que resistiera en su momento la acometida anglo-prusiana. Toda la
capital hervía de soldados[37]
y no era dudoso el destino que esperaría a los militares realistas hallados en
su recinto. Tengo la satisfacción de exponer que todos los hombres que me
habían seguido en avanzadilla hasta París pudieron llegar sanos y salvos hasta
las tropas prusianas, que eran las que se hallaban más cerca de la ciudad.
Por mi parte, no podía considerar cumplida la misión, toda vez que el ya
abdicado Emperador aún podía jugar un peligroso papel para el verdadero
bienestar y felicidad de Francia, si reunía en torno a sí las muchas tropas que
se hallaban en París, en los ejércitos del Rin, el Sur y la Vendée, así como el
Cuerpo de Grouchy, del que aún nada de cierto se sabía. Mis ominosas sospechas
pronto serían confirmadas por Su Excelencia, cuando al fin tuvo a bien
recibirme en audiencia[38],
siendo seguramente motivo por el que se ordenó a Bonaparte abandonar las
inmediaciones de París, junto con el de garantizar su vida ante la proximidad
de las tropas prusianas. Pero mis intenciones eran irrealizables por el momento
y, peor aún, no encontraba ningún camino para cambiar la situación. En tales
circunstancias, opté por retirarme hasta una pensión de la calle de L’Estrapade,
cuyos dueños me eran conocidos y los juzgaba de fiar. Allí obtuve ropa de
civil, con la que liberarme por el momento de mi uniforme; hecho lo cual,
regresé ante el palacio del Elíseo, si bien, para evitar en lo posible las
aglomeraciones y tratar de comunicar con alguna persona notoria para hacer
avanzar mi designio, me situé ante la puerta de servicio por la que habitualmente
entraban y salían los visitantes, para así mantener cerrada la principal de la
verja, evitando la invasión del populacho, aun pacífica. Comoquiera que el
tiempo pasaba y no hallaba momento ni
persona favorables, opté por redactar una breve misiva para Su Excelencia, en
su condición de Presidente de la Comisión de Gobierno, y hacérsela llegar a
través de sus ayudantes en el palacio del Luxemburgo, durante alguna sesión de
la Cámara de los Pares a la que, como era habitual en aquellos días, decidiera
acudir[39].
Para ello, volví a vestir mi uniforme de coronel de Cazadores a Caballo y, para
darle mayor relevancia, señalé en el sobre -de forma demasiado pretenciosa- que
la carta procedía de un colaborador y emisario del Duque de Wellington,
que residía ocasionalmente en la calle de L’Estrapade, donde aguardaría
sus órdenes, de no recibirme incontinente. Como recordará Su Excelencia, su
llamada no se produjo hasta la mañana del día 26 de junio, cuando ya el
emperador dimisionario había abandonado París, camino de la Malmaison[40],
según muy pronto se supo. Me permito recoger aquí, aunque no sea literalmente,
el contenido de mi breve nota para Su Excelencia. Era este:
Excelencia:
Acabo de llegar del frente del
Norte, donde tuve el honor de participar en la gran batalla que allí se dio el
pasado día 18, a las órdenes de Milord, el Duque de Wellington, quien, tan
pronto se consiguió la victoria, me comisionó para que, en unión de una pequeña
fuerza de caballería, tomase el camino de París y tratara de detener al
Emperador en fuga. No habiendo sido ello posible, me pongo a disposición de Su
Excelencia, para darle detalles adicionales del citado encargo y, en todo caso,
para cooperar en cuanto Vuecencia considere oportuno, dadas las actuales
circunstancias.
3.
Memorial
del coronel Rivette: Del 26 de junio al 3 de julio de 1815
A partir de este
punto, Excelencia, procuraré ajustar mi exposición a la forma de diario, no
solo por procurar que los hechos lleven la fecha en que se produjeron, sino
también por el mayor detalle y la recogida de anécdotas, que tal vez resulten
insulsas para Su Excelencia, pero sean ilustrativas para quienes hayan de leer
este Memorial cuando el tiempo haya desdibujado el ambiente y los
acontecimientos en él reflejados.
Vista general de La Malmaison
Día 26 de junio de 1815, a mediodía.
A mediodía me concedió audiencia Su
Excelencia en el Palacio Bourbon, durante un receso en la sesión de la Cámara
de los Representantes, teniendo por fin la oportunidad de relatarle el
contenido y circunstancias de la comisión que me había traído a París, con la
aprobación y beneplácito del Duque de Wellington. Tras haberse cerciorado de la
veracidad de lo expuesto, mediante el examen de los documentos identificativos
de mi personalidad y el interrogatorio pertinente, Su Excelencia me informó de
que mi iniciativa quedaba pospuesta por el momento, ya que no entraba en los
planes del Gobierno Provisional proceder a la detención del Emperador, al
menos, hasta que se hubieran entablado conversaciones y, de ser posible,
llegado a acuerdos con las Potencias aliadas. Entre tanto, se había considerado
pertinente el traslado de Napoleón fuera de la capital, para evitar cualquier
alteración del orden por parte del pueblo, que lo rodeaba y aclamaba desde que
había tenido conocimiento de su retorno. El emperador, en la tarde anterior, se
había desplazado con su séquito al palacio de la Malmaison, en el que
había residido durante el Consulado, y que había sido elegido ahora por él por
razones sentimentales. Su Excelencia agregó que, con Napoleón y sus
acompañantes, había viajado la mayor parte de su guardia de palacio, alrededor
de unos trescientos granaderos, fieles solo a sus órdenes, por lo que resultaba
por el momento totalmente ilusorio todo intento, no ya de detenerlo, sino de
llegar hasta su persona sin su autorización.
En vista de lo
expresado, manifesté a Su Excelencia la voluntad de regresar junto a las tropas
inglesas y manifestar a Milord el fracaso de mi misión y las razones del
mismo. Le sugerí, como de seguro recordará, la posibilidad de llevar algún
mensaje suyo, verbal o por escrito, lo que declinó Su Excelencia, indicándome
que sin duda habría de ponerse en contacto con el Duque para tratar de las
muchas cuestiones de común interés, pero que lo haría de forma más oficial y
mediante persona especialmente comisionada para ello[41].
Dispuesto ya a retirarme, Su Excelencia me mandó aguardar, pues bien podría ser
que, de aceptar, pudiera yo prestar un señalado servicio para el mismo objetivo
que me había llevado hasta París, a saber, evitar que el Emperador, pese a su
renuncia al trono del pasado día 22, intentara volver a ponerse al frente del
Ejército y proseguir una guerra sangrienta, funesta para Francia; o, como mal
menor -pero mal, al fin y al cabo-, partir hacia América sin el visto bueno de
las Potencias enemigas, que entonces harían caer el razonable encono que contra
él tenían sobre nuestro Gobierno, endureciendo las condiciones de un inminente
tratado de paz. Muy interesado en vuestra oferta y dispuesto en cualquier caso
a aceptarla, le rogué que me la revelase, lo que su Excelencia hizo en lo
posible, pues tenía ciertos aspectos que era razonable mantener en reserva. Tal
y como yo las recuerdo, vuestras indicaciones fueron las siguientes:
Para garantizar, a
un tiempo, la seguridad del Emperador y su condición de elemento pasivo en la
actual situación política y militar, el Gobierno Provisional ha encargado de la
custodia de su persona al teniente general Beker[42], quien habrá de cumplir las órdenes
recibidas del Gobierno y acompañar constantemente a Napoleón mientras
permanezca en suelo francés. En estos momentos, los Ministros de la Guerra y
del Interior están tomando las medidas oportunas para dotar al general de las
fuerzas armadas precisas para cumplir su misión, que pertenecerán a la Guardia
Nacional, a la Gendarmería y al Ejército.
Para el mando inmediato de ellas y el ejercicio de las labores de edecán, Beker
ha de ser dotado de un ayudante de rango inferior al de general, y aquí es
donde usted, coronel, entra en mis propósitos, por sus cualidades e ideas
políticas. Si acepta el encargo, le extenderé un nombramiento oficial, que
presentará tan solo a Beker, obviando cualquier revelación atinente a sus manejos con Wellington y a su
evidente animadversión hacia el Emperador.
Tan pronto acepté
la comisión aludida, Su Excelencia mandó a un secretario que redactase la
oportuna credencial, que me designaba como oficial a las órdenes inmediatas
y exclusivas de la Presidencia del Gobierno Provisional y del teniente general
Beker, para ayudar a este en el exacto cumplimiento de todo lo concerniente a
la seguridad de la persona del Emperador, en tanto este se halle en territorio
francés. Este nombramiento comprenderá el mando inmediato de cuantas fuerzas
sean asignadas por el Gobierno y sus delegados con el citado fin.
Su Excelencia me
despidió, encareciéndome la importancia de trasladarme al punto a la Malmaison
y de presentarme a Beker, para que este me detallara las urgencias y aspectos
de la misión, que no era del caso conociera por otras personas. Asimismo, me
aclaró que, salvo razones de estricta necesidad, quedaban vedadas las
comunicaciones directas entre el Gobierno y yo, debiendo usar de la
intermediación del general Beker, como en el ámbito militar procede.
Día 26 de junio
de 1815, por la tarde.
La mayor parte de la larga tarde de ese
día de lunes la pasé con el general Beker en la Malmaison, en un amplio
y positivo cambio de impresiones, que me permitiré ofrecer en esquema a Su
Excelencia, siguiendo un orden por materias, un tanto aleatorio:
-
El
General se sintió identificado con mi escasa simpatía personal por Napoleón,
habiendo sido también él apartado caprichosamente de la carrera militar, que
venía desempeñando seis años atrás en Alemania, a las órdenes del mariscal
Masséna. Estoy convencido, coronel -afirmó- de que el Presidente
Fouché nos ha elegido a usted y a mí por las cuentas pendientes que ambos
tenemos con el Emperador, aunque ni uno ni otro dejaremos por ello de
comportarnos como caballeros y antiguos soldados al servicio del más grande
capitán que ha visto este siglo. Añadió que, al presentarse ante Napoleón
para explicarle el cometido que cerca de él le había confiado el Gobierno, le
ofreció dimitir del mismo, si el Emperador guardaba hacia él alguna reserva,
recibiendo una cariñosa confirmación y una extensa conversación a dos, en
términos amistosos. Por mi parte, le aseguré análogo comportamiento, si bien le
pedí que, por el momento, me liberara de la cortesía de presentarme ante
Napoleón, a no ser que él lo solicitase expresamente.
-
El
general Beker confirmó que la verdadera protección del Emperador venía
correspondiendo a unos trescientos cazadores a pie de su Vieja Guardia, que
solo obedecían órdenes de sus oficiales y, por supuesto, de su protegido. El
palacete permanecía celosamente custodiado por ellos, con las puertas del
jardín cerradas, salvo para los familiares y próximos del Emperador. Con todo,
se había propagado la noticia de que Napoleón se hallaba en el interior,
concitando así la curiosidad de los vecinos y la adhesión de las tropas que, en
su retirada, pasaban ante las verjas de la Malmaison, vitoreando como
siempre al Emperador, ignorando su renuncia al cargo. Yo le confirmé la
decisión de Su Excelencia, de sustituir con el tiempo a los granaderos por
guardias nacionales y gendarmes, lo que ya sabía el General, indicándome que el
mariscal Masséna, a la sazón jefe de la Guardia Nacional de París, le había
ofrecido una o dos compañías de hombres seguros de la misma, para cuando
fuera factible reemplazar a la Guardia Imperial.
-
El
General me informó de las órdenes recibidas de Su Excelencia, en el sentido de
cumplir lo antes posible el deseo manifestado por el Emperador, de exiliarse a
los Estados Unidos de América, utilizando a ser posible para ello algún barco
de pabellón francés. En tal sentido, se había optado por su traslado hasta el
puerto de Rochefort[43]
y la isla de Aix, donde estaban ancladas dos fragatas bien armadas y
pertrechadas, que podrían servir al efecto. Todo ello quedaba supeditado a
recibir el pasaporte o visto bueno de las naciones aliadas en contra
Napoleón o, cuando menos, de Inglaterra, que era la que podía dificultar la
empresa mediante el bloqueo de la costa francesa. Con todo, la decisión era la
de esperar el permiso en el puerto, abandonando cuanto antes las proximidades
de París, amenazadas ya muy directamente por el ejército prusiano.
-
El
general Beker mostró su sorpresa por la lentitud y tranquilidad con que el
Emperador venía tomando los grandes acontecimientos de aquellos días, tanto en
las jornadas pasadas en el Elíseo, como ahora en la Malmaison, frente a
la tensión y el movimiento que se apreciaba en muchos de sus próximos que, a
espaldas del General, parecían provocar a Napoleón a que asumiera de nuevo los
poderes en Francia o, cuando menos, la dirección del Ejército y la defensa de
París. En un primer momento, la indolencia de Bonaparte pudo deberse a la
decepción por la derrota y a una tremenda lasitud corporal pero, a estas
alturas y conociendo la fuerza moral del Emperador, su custodio no acertaba a explicarse
la pasividad y control que mostraba de sus pasiones. Me atreví a sugerirle que
podrían existir maniobras ocultas, así como el muy realizable deseo de que
fueran el Gobierno y las Cámaras quienes lo llamasen para salvar a la
Nación, pero el General disintió: Él sabe bien que nuestros actuales
gobernantes no le son adictos en absoluto y que no habría peor cosa para la paz
y la integridad de Francia que el que tomase el mando de las operaciones
militares, por acertado que este fuere. Poco después tuve yo la confirmación
de estar en lo cierto, como expondré a Su Excelencia más adelante.
-
Aunque
el Emperador no mostraba signos de mucha actividad, ni de ganas de conceder
audiencias, fueron numerosas las personas que acudieron a la Malmaison
aquella tarde, o ya se encontraban dentro del palacio. A bastantes de ellos no
los conocía y hube de valerme de los buenos oficios de un antiguo criado de la
casa, servidor de la familia de Beauharnais. Él me fue susurrando las
identidades de cuantos iban entrando o saliendo, como José, Luciano y Jerónimo
Bonaparte, hermanos del Emperador; los generales Bertrand, Montholon y Gourgaud[44],
edecanes de Napoleón; el conde de Lavalette[45];
Marchand, el fiel criado del Emperador, a quien yo había encontrado en el
camino de Genappe la noche de la gran batalla[46]
y que, al reconocerme, se me mostró muy agradecido; o el duque de Vicenza,
Caulaincourt[47]. En
cualquier caso, procuré mantenerme en un segundo plano, intentando eludir por
el momento la inevitable llamada de Napoleón y la necesidad de explicarme ante
él, con mi pasado y mi presente.
***
Día 27 de junio, martes. Mañana.
Aunque aún no
se tiene fecha para iniciar el viaje hacia el sur, la lógica proximidad de ese
momento hace aconsejable agilizar la asignación de fuerzas para su guardia y
protección que, por ahora, permanecerán simplemente prevenidas, pues el general
Beker no quiere colisión ni enfrentamiento ninguno con los cientos de dragones
de la Guardia Imperial, que por ahora forman dentro de la Malmaison la
guardia de corps del Emperador. Por cierto, ante la eventualidad de tener que
dirigirme a Napoleón, he preguntado al General por el tratamiento que he de
darle. Beker, pese a mi objeción por haber renunciado a su condición de
Emperador de los Franceses, me ha aconsejado mantener los viejos tratamientos
de Sire o Majestad Imperial, y la alusión a Bonaparte con el
apelativo de el Emperador. Así lo cumpliré, considerándolo gajes de mi
oficio, que he asumido voluntariamente.
A las ocho de la mañana llegan dos compañías de la Guardia Nacional,
seleccionadas por su Jefe, el mariscal Masséna, de entre las menos afectas a
Napoleón. Han quedado acuarteladas en Sissone y Le Thour, hasta nuevo aviso.
Apenas media hora más tarde, se presenta en la Malmaison el Duque
de Rovigo, general Savary[48],
acompañado de un escuadrón de la Gendarmería de Élite[49],
con sus espléndidas monturas y airosos uniformes y penachos. Lo cumplimentamos
Beker y yo mismo. No tengo más opción por el momento que la de aceptar que se
incorporen a la fuerza que ha de acompañar al Emperador en su recorrido hasta
el puerto de destino, pero, a cambio, se me ahorra el trabajo de buscarles
manutención y alojamiento, pues Savary ya ha proveído a ello. El Duque de
Rovigo -cuya falta de moral y de humanidad son proverbiales[50]-
comunica a Beker que habremos de contar con él dentro del séquito que
acompañará a Napoleón dondequiera que este decida trasladarse, y manifiesta su
disgusto con Fouché por cuanto este no está dispuesto a permitir que el
Emperador salga de Francia sin el oportuno salvoconducto de las tropas
enemigas, que se va a recabar inmediatamente del Duque de Wellington. No le
satisface que se pongan obstáculos al deseo de Su Majestad de embarcarse rumbo
a América, lo que ahora podría llevarse a cabo sin especiales dificultades.
Beker le hace ver que es el propio Napoleón quien está demorando su decisión de
partir, arriesgando con ello su seguridad, dada la proximidad de los prusianos.
Savary, bajando la voz para evitar ser oído por otro que Beker, manifiesta que
no se trata de indecisión, sino de provocar un cambio en su situación, ya que
solo él puede reunir al Ejército y salvar París. Se trata -dice- de
esperar que produzca efecto su última proclama al Ejército de hace dos días, al
abandonar el Elíseo[51].
Concluida la conversación, Savary pasa a departir con el Emperador, momento que
aprovecho para preguntar a Beker si considera adecuado para nuestra misión el
aceptar entre nosotros una fuerza tan adicta a Napoleón y que, estando presente
Savary, solo a él obedecerá de buen grado. Me asegura que lo consultará con
Fouché, y he de adelantar que, en efecto, lo hizo, y con éxito: Su Excelencia, como bien conoce, exigió de Savary la retirada de la unidad de Gendarmes de la
Guardia y forzó su reemplazo por otra ordinaria, que sirviera a los mismos
fines, pero sin evocar tan intensamente tiempos a los que el propio
Emperador había decidido poner fin con su abdicación.
Pasadas las nueve, se persona en la Malmaison el ministro de
Marina, Decrès, lo que despierta cierta sorpresa, dado que, hasta el momento,
ningún miembro del Gobierno Provisional ha venido a entrevistarse con el
Emperador. El general Beker me confirma que su visita tiene que ver con el tema
de los barcos que pueden llevar hasta América a Napoleón, conforme a su deseo.
El Ministro no ha hecho sino confirmar a Bonaparte lo que el Gobierno ha
acordado y Fouché transmitido a Beker, a saber, que en la isla de Aix se hallan
ancladas dos fragatas de veinticuatro cañones, llamadas Saale y Méduse,
con órdenes de cargar carbón, pólvora y víveres, para trasladar al Emperador y
a su séquito hasta puerto americano, regresando acto seguido; pero que no
zarparán hasta tener los pasajeros los oportunos pasaportes del gobierno
británico, pues los capitanes tienen órdenes tajantes de no entablar combate con
los barcos enemigos que bloquean la costa del Atlántico, incluido el puerto de
Rochefort. Con ello, me quedó meridianamente claro el destino concreto que habrá de tener el
viaje de Napoleón -que, hasta entonces, ni Su Excelencia, ni el general Beker
me habían comunicado, por motivos de reserva, tal vez, excesivos-. En cualquier
caso, el General me informa de que no forma parte de mi cometido el establecer
las etapas ni la logística del recorrido, toda vez que el Director General de
Postas y los prefectos de los departamentos tienen ya las pertinentes
indicaciones.
Desde primera hora de la mañana, grupos de ciudadanos, vecinos y
curiosos, se agolpan en la verja del palacete, vitoreando de tanto en tanto al
Emperador. También lo hacen, y con entusiasmo, grupos de soldados y unidades
completas, que empiezan a llegar en tropel, procedentes del campo de batalla, o
del interior de Francia, para defender París. El entusiasmo queda enturbiado
por el estrépito, cada vez más cercano, de los cañones de los prusianos.
Personas venidas de la Capital para visitar al Emperador acreditan que cada vez
es más complicado llegar a su destino, habiéndose volado ya algún puente.
Cada vez mantengo relaciones más frecuentes con el ayuda de cámara
Marchand, que ha aceptado el encargo de tenerme al corriente de la identidad de
los visitantes, dado mi desconocimiento personal de la mayoría de ellos. La
confianza que va estableciéndose entre nosotros le lleva a confesarme que la
mayoría de las personas del entorno del Emperador, incluidos sus hermanos, le
aconsejan, y hasta lo presionan, para que desconozca la autoridad del Gobierno
Provisional y se subleve, tomando en París o sus alrededores el mando
del Ejército. Marchand me aclara: No se lo digo para que cumpla usted mejor
sus órdenes, sino porque me parece un disparate, que seguramente acabaría con
la vida de Su Majestad. En cualquier caso, tengo mis pistolas preparadas
porque, si fuese necesario y posible, no dudaría en dispararlas contra
Bonaparte, por el bien de nuestra patria.
A mediodía, Napoleón se deja ver por la zona más recoleta de los
jardines de la Malmaison. En este caso, pasea acompañado de quien se
dice es la actual dueña de la casa, su ahijada Hortensia[52],
con la que conversa animadamente, pero en voz baja, de forma que no sea oído
por quienes lo siguen a prudente distancia. También se mantienen casi
constantemente en la mansión sus hermanos de sangre, en particular, Luciano, de
quien Beker sospecha con fundamento que sea uno de los más insistentes en
provocar el alzamiento del Emperador, volviéndose atrás de su renuncia.
Me llaman la atención las frecuentes idas y venidas de un personaje de
edad, muy menudo y de aspecto distinguido, que en ocasiones se hace acompañar
por un muchacho, que debe de ser hijo suyo. Marchand me lo confirma y dice que
es un aristócrata de los de antes de la Revolución, el conde de Las Cases[53],
quien ha entrado a formar parte de la casa del Emperador en calidad de
secretario.
Día 27 de junio, por la tarde.
Bien podría decir que esta tarde ha estado dedicada a temas médicos y
conexos con ellos. Todo ha empezado por una llamada muy misteriosa de Monsieur
de Caulaincourt, duque de Vicenza, secretario y hombre de confianza del
Emperador, sobre todo, a partir de la retirada de Rusia en 1812[54].
Su reserva responde a que, contra lo que podría esperarse de él, no piensa
acompañar a Napoleón fuera de Francia, por lo que quiere compartir conmigo un
secreto, en interés de la vida del Emperador. Se trata de que, aunque Napoleón
se ha mostrado en reiteradas ocasiones contrario al suicidio, le consta que lo
intentó en 1814, a raíz de su primera abdicación[55],
y podría conseguirlo en cualquier momento, pues suele llevar al cuello un
pequeño saquito, que encierra una ampolla de veneno. Me ruega que vigile a Su
Majestad Imperial en caso de depresión o peligro, quitándole el frasquito de la
pócima, y llamando en último extremo a su médico. No creo que le haya
complacido mi respuesta, que fue, más o menos, la siguiente:
-
No
creo, Duque, que deba privarse a un ser humano de la edad, inteligencia y
situación personal del Emperador del derecho a disponer de su vida. Por tanto,
de todo lo que Su Excelencia me pide, solo cumpliré el guardar sobre esta
conversación la debida reserva.
No creo que el
revelarla en este Memorial oficial, dirigido exclusivamente a quien me
confió la misión en él relatada, constituya una violación indebida de mi
compromiso. Y, en todo caso, puedo afirmar que nunca vi el misterioso frasquito
y, por el contrario, oí decir que el Emperador había rechazado destempladamente
ciertas sugerencias de algunos íntimos[56],
que entendía como inductoras al suicidio, manifestando que este era cosa solo
de locos o de cobardes.
A media tarde, me
pide audiencia el protomédico del Emperador, Doctor Corvisart[57],
quien se manifiesta en unos términos, que me hacen pensar en que el Emperador
ha tomado ya la decisión de emprender su viaje a Rochefort de manera inminente.
Me indica que su edad y salud no le permiten acompañar a su ilustre paciente en
un largo viaje, por lo que habrá de dejar el encargo a su ilustre colega, el
Doctor Maingaut[58]. Me
ruega disponga lo necesario para que el citado doctor, sus ayudantes y todo el
equipo médico y quirúrgico hallen la ubicación y protección adecuadas. Yo así
se lo aseguro, y aprovecho para preguntarle cuál es el estado de salud actual
del Emperador. Me responde que es excelente, dentro de su edad y de la tensión
que viene soportando en las últimas semanas. Insisto en tema de estado de
ánimo, recordando lo que acaba de manifestarme Caulaincourt, y el doctor me asegura
que no le encuentra deprimido ni particularmente alterado, no creyendo que
hayan de tomarse precauciones a este respecto.
A la caída de la
tarde, me traslado a caballo hasta los acuartelamientos de las dos compañías de
la Guardia Nacional destacadas por el mariscal Masséna para cubrir la
vigilancia y protección de Napoleón durante el próximo viaje. Sucesivamente, me
reúno con todos los oficiales de las fuerzas acuarteladas en Le Thour y en
Sissone -como ya he dejado antes dicho- y, de manera franca les expongo el
objetivo que se persigue con este viaje y la conveniencia que el mismo
presenta, tanto para la seguridad del Emperador, como para el bien de Francia.
Todos los presentes, preguntados por mí, manifiestan su adhesión al Gobierno
Provisional y a que Napoleón se aleje de París y vea de embarcarse para
América, según su elección. Todavía no les revelo la meta de nuestro viaje, ni
las etapas previstas del mismo. Solo les indico la distancia aproximada a
recorrer y que será en dirección sur, evitando las comarcas en que parece estar
resurgiendo el desorden y hasta el terror blanco[59].
Igualmente, pasé
revista a las compañías, a las que encontré en forma satisfactoria. Finalmente,
cené en unión de todos los guardias de la unidad alojada en Sissone, procurando
darles noticias tranquilizadoras sobre la situación en la Malmaison y la
conformidad del Emperador con el viaje, durante el que ellos habrán de protegerlo
y garantizar su llegada a destino.
***
Miércoles, 28 de junio, por la mañana.
El día se presenta
con tintes decisivos. Como Su Excelencia bien sabe, pues lo firmó como
Presidente de la Comisión de Gobierno, el día anterior había recibido el
Ministro de la Guerra, Mariscal Davout[60],
una comunicación de dicho Presidente, en orden a vigilar mediante la
Gendarmería todos los caminos entre París y la Malmaison, así como a
adoptar, directamente o por medio del general Beker, las medidas de orden y
vigilancia conducentes a que se cumplieran por Napoleón los acuerdos del
Gobierno encaminados a su marcha a Rochefort y ulterior embarque. Por ello -y
por el rigor castrense que conocen los que lo tratan-, cuando se presentaron
ante él ciertos emisarios del Emperador pidiendo aclaraciones sobre estos
temas, el Ministro de la Guerra los despachó de manera inmediata, con esta
advertencia verbal, u otra de similar contenido: Que el Emperador se aleje
de forma inmediata o nos veremos obligados a detenerlo. ¡Yo mismo lo detendré! La
noticia, sin embargo, no llegó a tiempo de impedir que Napoleón, por medio del
general Beker, hiciera llegar a Su Excelencia un atrevido -y dilatorio-
mensaje, que algunos de sus próximos han divulgado, hasta alcanzar notoriedad[61],
ofreciendo expresamente al Gobierno sus servicios para mandar el Ejército y
salvar a la patria, no ya como monarca, sino como un general famoso y
experimentado; hecho lo cual, no tendría empacho en embarcarse para América. Su
Excelencia sabrá cómo se desenvolvió su audiencia con Beker, pero lo cierto es
que este volvió demudado y, tras comunicar con el Emperador, me hizo el
siguiente resumen: El Presidente no solo ha rechazado el contenido del
mensaje de Napoleón, juzgándolo poco menos que una broma de mal gusto, sino que
me ha abroncado por servir de emisario de una petición de ese jaez. No me
cabe duda de que un hecho y otro confirmaron al Emperador que no tenía otra
alternativa que la de obedecer de inmediato o declararse en rebeldía al
Gobierno, con incalculables consecuencias, incluso la guerra civil. En
consecuencia, resolvió hacia mediodía hacer el equipaje y comunicar a sus
próximos y al general Beker que estaría preparado para iniciar el viaje a la
mañana siguiente. El General debió de informar de inmediato a Su Excelencia y
al Ministro de la Guerra, y a mí me dio personalmente las órdenes de aprestar a
la fuerza y de informarme con exactitud de las personas que viajarían con
Napoleón. Entre tanto, fui recibiendo informes poco tranquilizadores acerca de
la proximidad de los prusianos y de levantamientos y alteraciones del orden en
diversos lugares próximos a nuestro trayecto. Por el contrario, los dragones de
la Guardia Vieja Imperial se mostraban contenidos, aunque ceñudos, y tampoco la
afluencia de gente a los alrededores de la Malmaison era masiva.
En cumplimiento de
las órdenes recibidas, ordené que durante la tarde se formaran piquetes y
patrullas con pelotones de la Guardia Nacional, para tomar posiciones en los
accesos a la Malmaison, y me puse en contacto con Marchand, a fin de que
me hiciese una lista completa de las personas que acompañarían en el viaje al
Emperador. No pude entrevistarme, por el momento, con el secretario Las Cases,
quien me dijeron se hallaba en París, despidiéndose de su esposa y haciendo los
preparativos y disposiciones precisos para una ausencia, que podría ser
prolongada.
A eso de las doce
y media, reclamó mi atención el conde de Lavalette, ayudante de campo, quien,
con aire avergonzado, me avisa de que no se encontrará entre los fieles que
acompañarán al Emperador, por graves razones familiares. Quizá por ello, siente
la necesidad de comunicarme parte de la conversación de despedida que ha tenido
con el Emperador[62], con
vistas a tranquilizarme y rogarme la mayor consideración con Su Majestad
Imperial. A tal fin, me informa de que Napoleón ha perdido definitivamente la
esperanza que ha tenido en días anteriores, de ser llamado para librar una
última campaña contra los enemigos de Francia, por lo cual ya no se demorará en
emprender el viaje, siguiendo dócilmente las indicaciones del Gobierno,
evitando cualquier roce que desemboque en una guerra entre franceses. Que
anhela retirarse a cualquier lugar de América -preferentemente, a los Estados
Unidos-, pero que no parece dispuesto a hacerlo huyendo deshonrosamente, como
un malhechor. Que, por ello, solo se embarcará con permiso y abiertamente, a
poder ser en un buque de guerra francés. Que, si ello no fuese posible,
descarta la solución de Aníbal, es decir, el suicidio, aunque se vea
obligado a entregarse a alguno de los enemigos, si con ello salva la
independencia e integridad de Francia. Que no tiene decidido, por ahora, a qué
país se entregaría, de ser ello inevitable, pero que lo pensará mucho antes de
decidirse, no agradándole la sugerencia de Lavalette de confiar su persona al
zar Alejandro.
Esta confesión,
que me parece sincera, la comunico de inmediato al general Beker, quien se
muestra muy conmovido y, por supuesto, tranquilizado: no sé si por la seguridad
que le da de cumplir el encargo del Gobierno, o, más aún, por no tener que usar
de la coerción para conseguirlo.
Día 28 de
junio, durante la tarde.
El momento
inevitable se ha producido hoy, a primera hora de la tarde. Marchand me entrega
la lista del séquito de Napoleón para el viaje pero, cuando me dispongo a
hojearla, me toma del brazo y me susurra al oído: Su Majestad espera a usted
en la biblioteca. Aunque ya voy conociendo bien el edificio, me acompaña
hasta dicha pieza, evitando así los controles de la Guardia Imperial y me
introduce ante su señor, retirándose seguidamente; de manera que,
aparentemente, nos encontramos los dos solos en la habitación, entonces
encortinada y penumbrosa. El Emperador, sentado junto a un velador, deja sobre
él el tomo que estaba leyendo y me espeta:
-
Marchand
me ha informado de que estuvo usted en la batalla del pasado día 18…
-
En
efecto, Sire -respondo-, pero en el lado contrario al de Su Majestad.
Su inexpresividad
me pone de manifiesto que ya estaba al corriente de ese extremo, como
seguramente de otros muchos atinentes a mi persona. Aprovecho su silencio para
continuar:
-
Bien
es cierto que mi desempeño fue bastante modesto: Ordenar la colocación de las
baterías de nuestra ala izquierda y participar en la última carga de la
jornada, contra los cuadros de vuestra Guardia.
Napoleón parece
sorprenderse:
-
¿Un
coronel de caballería emplazando los cañones?
-
Este
oficial de cazadores -respondo- ha hecho de todo, pues ha tenido preparación
matemática en Pontlevoy y ha formado parte de los estados mayores de Moreau y
de Wellington.
Los ojos del
Emperador se fijan en mí con la penetración proverbial en ellos. Dejo los míos
mirando respetuosamente al frente, pero añado con cierto orgullo:
-
Tuve
una amplia y exitosa experiencia en las fortificaciones de Torres Vedras.
-
¿Torres
Vedras? -reitera con interés-. Entonces podemos tener un buen tema de
conversación durante el viaje que vamos a emprender mañana.
Me hace ademán
para que tome asiento. Al punto, cambia de tema:
-
Marchand
ya le ha entregado la enumeración de mis acompañantes directos: Montholon,
Bertrand, Gourgaud, Las Cases y pocos más. En cuanto al resto, si quieren
seguirme, es cosa suya y lo harán por su cuenta y riesgo. Otros -prosigue con
cierta amargura- no lo harán, por la misma razón que las ratas abandonan un barco
que se hunde, aunque vayan a dar a lo profundo del mar[63].
-
Aún
no he tenido ocasión de repasar la lista -le confieso-, pero me consta que en
ella figurará el médico Maingaut y, quizás, algún familiar directo de Su
Majestad.
-
No.
Los miembros de mi familia que partan hacia el sur -explica, ambiguamente- lo
harán por su lado, declinando la amable protección del Gobierno
Provisional.
(Su Excelencia
habrá detectado inmediatamente la ironía del Emperador y las razones -por lo
demás, evidentes- que tendrían los hermanos de Napoleón para mantener su
autonomía viajera…)
El Emperador se
levanta y me invita a seguirlo en un breve paseo por los jardines inmediatos al
palacete. De camino hacia el exterior, vuelve con su interés por mi carrera
militar:
-
Su
apellido Rivette no me resulta familiar. ¿Dónde hizo sus primeras armas?
-
Lamento
confesar -respondo- que en un lugar tan poco grato y honroso, como La Vendée,
aunque me fuera dado servir a las órdenes del general Hoche[64].
-
Ya
veo -concluye- que ha conocido a grandes generales. ¿Contaría entre ellos a
Wellington?
-
Sin
duda, y eso que no tuve la suerte de participar en la batalla de Salamanca[65],
que él considera su obra maestra. Algún tiempo antes me habían herido en
el sitio de Badajoz[66]
y aún me encontraba convaleciente.
No parece
convencerlo mi juicio profesional sobre Milord, aunque insiste:
-
¿Y
como persona? ¿Puede uno fiarse de su palabra?
(Su Excelencia se
habrá percatado de por dónde iban las preguntas de Napoleón, al considerar que
su destino inmediato podía resultar afectado por el criterio y decisiones del
Duque de Wellington)
-
Desde
luego -repuse-, siempre que sea él, y no su Gobierno, quien tenga autoridad
para decidir. Ignoro -agregué- quién habrá de resolver en lo atinente a Su
Majestad, pero, tanto nuestro Gobierno, como el Duque, aclararán el concepto y
no harán vanas promesas.
Habíamos llegado
paseando hasta un airoso ejemplar de cedro joven. Napoleón se detuvo y me
informó:
-
La
emperatriz Josefina plantó este árbol el día en que tuvo conocimiento de mi
victoria de Marengo[67].
¡Quince años ya…!
-
En
efecto, Sire, repliqué con malicia: Los mismos que hará en diciembre de
la de Hohenlinden[68].
El cedro de Marengo (estado actual)
En aquel momento vimos avanzar por una
senda entre los rosales al conde Las Cases. Napoleón pareció experimentar un
cierto alivio, quizá por haber temido que las súplicas de su esposa lo hubieran
retenido finalmente en París. Sin más, me estrechó la mano con firmeza y me
despidió, al tiempo que bromeaba:
-
Coronel,
le dejo que vaya a preparar lo oportuno para nuestro viaje al
departamento de la Souricière Inférieure[69].
***
El resto de la
tarde y las primeras horas de la noche se nos pasaron al general Beker y a mí,
mano a mano, tomando las últimas providencias para el viaje, que había de
iniciarse, según indicaciones del Emperador, a las ocho de la mañana siguiente.
No es del caso abrumar a Su Excelencia con detalles, pero sí manifestar la
contrariedad que experimentamos al recibir la noticia de que, por la razón -o
la disculpa- de que no todos los equipajes estuvieran listos, Napoleón decidió
que solo lo acompañasen, y en su mismo coche, los generales Gourgaud y
Bertrand, la esposa de este, el conde Las Cases, su médico y el ayudante
militar Chiappe. En cambio, el general Montholon y su señora, los ayudantes
Planat de la Faye y Resigny y el joven hijo de Las Cases lo harían al día
siguiente, 30 de junio, siguiendo un trayecto diferente, dado que, en lugar de
viajar vía Tours, lo harían por Orléans. A esta segunda expedición es a la que
acompañarían otros seguidores de última hora del Emperador, hasta un
total de tres o cuatro carruajes. Esta división de personas nos planteaba la
necesidad de repartir los efectivos de guardia, lo que no era mayor problema,
al contar con unos doscientos cincuenta hombres, pero sí que originaba la
complicación de separarnos Beker y yo durante todo el trayecto. En
consecuencia, no juzgando satisfactorio esto último, el General consultó la
cuestión con el Ministro de la Guerra, quien nos respondió, tajante, que las
órdenes y prevenciones del Gobierno afectaban al viaje del Emperador; que su
séquito se las arreglase como Dios les diera a entender, en vista de que habían
decidido separarse de su Señor en la tierra. Con todo, el General decidió
dotar al séquito separado de una sección de la Guardia Nacional, al
mando del capitán de la compañía. Al general Savary, que no acababa de
decidirse sobre su plan de viaje, se le invitó a que contase para su guardia
con los efectivos íntegros de la Gendarmería allí destacados, toda vez que él
era el jefe de dicho Cuerpo.
Próxima la una de
la madrugada, recibimos las últimas noticias acerca de la ubicación de las
avanzadillas prusianas al norte y de los primeros levantamientos de las
milicias realistas por el sur. Aunque los caminos a seguir parecían despejados,
optamos por no atravesar territorio vendeano, cursando las pertinentes
indicaciones al ayudante de guardia del Emperador y a los oficiales de la
Guardia Nacional a nuestras órdenes directas.
Jueves, 29 de
junio, por la mañana. La partida.
Aunque todos
madrugamos y los medios de transporte estaban aprestados desde la madrugada, no
se cumplió estrictamente el horario fijado por Napoleón para su partida, pues
las despedidas fueron algo premiosas. El Emperador se demoró en particular con
la despedida de su madre, alargada por la aparición de un sujeto de mediana
edad, corpulento y vestido como un soldado, que irrumpió atrevidamente en la
cámara de los adioses y permaneció en ella hasta que Napoleón la abandonó. Se
trataba del famoso comediante Talma[70],
según me dijeron. Luego, como había notoriamente hecho en Fontainebleau un año
atrás, en ocasión semejante[71], Napoleón se despidió de la Guardia Imperial formada ante el palacio. Un grognard[72]
no identificado le gritó que lamentaba no haber podido morir por él y el
Emperador se emocionó. Fue la única manifestación exaltada de aquella guardia
de centenares de hombres, que había de despedirse de su General para
siempre. A partir de ese momento, el general Beker pasó a hacerse cargo en
efecto de la persona del Emperador, y su tutela y vigilancia correrían a cargo
de la Guardia Nacional, que estaba a mis órdenes inmediatas.
Napoleón emprendió
el viaje vestido de civil, portando un sombrero de ala ancha, que le permitía
ocultar el rostro, caso de desearlo. Subió a una amplia calesa cerrada, tirada
por cuatro caballos, sin escudo o emblema alguno, aunque de un llamativo color
amarillo, que no fue de mi agrado. En el momento de la partida, el General me
comunicó que en la víspera París había sido declarado en estado de sitio, ante
la inminencia de la llegada de los prusianos, así como de que Su Excelencia ya
había solicitado de Milord de Wellington los oportunos pasaportes para
que se viera de cumplir la voluntad de Napoleón de embarcarse libremente para
América. Tampoco fueron tranquilizadoras las referencias del General sobre la
excitación que podríamos hallar en el recorrido, bien a cargo de los sublevados
realistas, bien por parte de las tropas que acudían desde el sur a defender
París. En mi opinión, Excelencia, el éxito del viaje dependía más de la suerte
y de la colaboración del Emperador, que de nuestra habilidad y medios. Por eso,
una vez más, pensé en que podría ser inevitable que hiciera uso de mis armas
para que Bonaparte no pudiera volver a ponerse al frente del Ejército y de los
destinos de Francia. Era una posibilidad que tendría que gestionar con el
convencimiento de que no contaría con el apoyo del general Beker pues, en mi
opinión, no llevaría su obediencia al Gobierno hasta poner el riesgo la vida de
Napoleón, ni mucho menos a atentar contra ella.
Días 29 de
junio a 3 de julio. Breve resumen del viaje hasta Rochefort.
Comoquiera que Su Excelencia sabe
perfectamente que sus órdenes pudieron ser cumplidas sin contratiempos, no
entraré en excesivos detalles respecto al viaje del Emperador desde la Malmaison hasta el puerto de
Rochefort[73].
Durante el día 29, hicimos la etapa hasta
el castillo de Rambouillet, donde se sirvió la cena. El propósito de Napoleón
era el de descansar una hora y seguir viaje, pero se sintió indispuesto
ligeramente, por lo que optamos por aplazar la partida hasta la mañana
siguiente. En efecto, el día 30 hicimos sin novedad alguna el largo recorrido
hasta la ciudad de Tours, con parada en Vendôme para cambiar de caballos.
Inopinadamente, a medianoche, cuando continuábamos viaje, el Emperador ordenó
detener su carruaje y ordenó al general Savary que retrocediese hasta la
capital de la Turena[74] y
volviese con el prefecto del departamento, pues quería conversar unos momentos
con él. Para evitar tensiones, el General aceptó lo decidido unilateralmente
por Napoleón, ordenando que el Duque de Rovigo[75]
fuese acompañado por un pelotón de guardias, que igualmente habrían de ordenar
al prefecto su inmediata comparecencia, por orden del Gobierno Provisional. Ante
tan perentorio requerimiento, el prefecto -que era el Conde de Miramon, como
sabrá Su Excelencia-, hombre adicto a Bonaparte[76], se
presentó a la mayor brevedad posible y tuvo con el Emperador una entrevista
privada de unos diez minutos de duración. Por supuesto, ignoro su contenido, si
bien el conde Las Cases explicó al general Beker que Napoleón había querido
cerciorarse acerca de los correos o correspondencia que pudieran haberse
recibido en Tours, en lo tocante a que el Gobierno hubiese, al fin, decidido
llamarlo para contar con su experimentada dirección en los gravísimos asuntos
militares del momento. En cambio, días después, el criado Marchand me confió
una versión diferente: Que el Emperador temía alguna celada o emboscada para
acabar en ruta con su vida, y que no descartaba que el Gobierno pudiese inducir
a ello, enviando órdenes secretas. Su Excelencia puede escoger la versión que
juzgue más razonable, aunque ninguna de ellas tenga otra lógica, a mi parecer,
que la de un hombre en la máxima tensión de sus nervios.
Reemprendida la marcha, con el Emperador
más tranquilo al parecer, se hizo de un tirón el camino hasta Poitiers, en
medio de un calor agobiante. En cierto modo agradecí por ello ser llamado a su
calesa por Napoleón, a fin de entretener su aburrimiento charlando sobre
las fortificaciones de Torres Vedras. Como ya me constaba su interés sobre el
tema, había refrescado mi memoria y pude hacerle un croquis y exposición
bastante exactos, habida cuenta de que -como a Su Excelencia le consta-, el
Emperador es muy exigente con los datos y no soporta las ambigüedades en
materia militar. El resto de los ocupantes del carruaje parecían desatentos, y
hasta dormitaban, pese a lo cual Napoleón no dejaba de hacer comentarios en voz
alta, hasta acabar con uno dirigido al general Bertrand: He aquí un coronel que conmigo hace años que sería general y conde. A lo que
yo repliqué: Sire, también para mí es bastante con
la levita de coronel y, en cuanto a títulos, nada me distingue más que el no
tenerlos[77]. El
Emperador sonrió levemente y comentó como despedida: Ya veo que no quiere usted ser menos que su admirado general Moreau, que
rechazó la Legión de Honor. Observará Su Excelencia que
Bonaparte no es fácil perdonador de los desaires que le hacen[78].
Cazador a
Caballo de la Guardia Imperial (Eugène Delacroix, Louvre)
En la casa de postas de Poitiers, en las
afueras de la ciudad, nos detuvimos durante un par de horas, lo que aprovechó
el Emperador para solicitar del general Beker que enviase un correo hasta
Rochefort, para cerciorarse de que estuvieran ya surtas en la isla de Aix las
fragatas prometidas por el Gobierno, a fin de que, de ser así, aparejasen para
estar listas a zarpar en cuanto él llegase. El General cumplió el encargo,
solicitando la información del prefecto marítimo de Rochefort. Luego, bastante
agotados, proseguimos hasta las inmediaciones de Niort, en concreto, el arrabal
de Saint-Maixent, donde, tras día y medio de cabalgada casi ininterrumpida, el
Emperador decidió parar y pasar la noche, en un albergue bien acondicionado,
llamado “La Bola de Oro”[79].
En la etapa entre Poitiers y Niort, se
produjo el momento más angustioso de todo el viaje, cuando nuestra comitiva se
cruzó con dos regimientos de infantería francesa, que se dirigían hacia el
norte, para enfrentarse a los prusianos. Antes de que el General o yo mismo
pudiéramos evitarlo, el Emperador, bien por propia iniciativa, bien por haber
sido reconocido por los soldados, paró la calesa y bajó de la misma, entre el
vitoreo caluroso de la tropa. En tales circunstancias, no nos cabía otra opción
que la de ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Napoleón ordenó
que se le acercasen los comandantes de los dos regimientos y estuvo hablando en
voz baja con ellos, durante unos minutos que nos parecieron horas, pues
estábamos seguros de que se debatía acerca de la incorporación de Bonaparte al
Ejército. Finalmente, por culpa de uno o de los otros, no hubo acuerdo. Los
regimientos continuaron su camino y el Emperador volvió a subir al carruaje,
prosiguiendo nuestra marcha hacia el sur. Si Su Excelencia me exigiera una
opinión, le daría la de que en aquel momento tuvo Napoleón un instante de debilidad; de forma que fueron los generales[80]
quienes decidieron mantenerse en la obediencia al Gobierno, dejando que
cumpliésemos sin contratiempo nuestra labor.
***
Otros incidentes resultaban molestos, y
algunos de ellos eran particularmente peligrosos. El primero de ellos, un tanto
ridículo, fue el de que, por un error en el número y en la lógica
indeterminación de las identidades -para poder ocultar la de Napoleón-, los
pasaportes del Gobierno que llevaba el general Beker despertaron sospechas del
teniente que mandaba en Saint-Maixent el destacamento de la Guardia Nacional. Por
ello, ordenó, en principio, la retención de nuestra comitiva, hasta evacuar
consultas con sus jefes en Niort. Parecía no valer de nada nuestra superior
graduación y el que fuesen efectivos de dicha Guardia los que hicieran de
escoltas. Finalmente, el teniente, abrumado a recriminaciones -a las que se
unieron los generales Bertrand y Savary- acabó por ceder. Pero, entre tanto,
alertados por la discusión y la aparente categoría de los viajeros, fueron
concentrándose grupos de personas, cada vez más numerosos, quienes
afortunadamente no reconocieron al Emperador, que muy razonablemente se mantuvo
alejado de ellos pues, de haber sido identificado, el evidente bonapartismo de
la mayoría de los habitantes de la comarca habría provocado una emoción de
dudosas consecuencias. De hecho, según mi información -que Su Excelencia podrá
fácilmente constatar- el general Beker dirigió al Gobierno Provisional un breve
informe desde Saint-Maixent, indicando que Napoleón no había sido reconocido,
pero que eran cada vez más sensibles los rumores sobre su eventual paso por la
zona, los cuales despertaban un creciente interés.
Consecuencia de todos esos episodios fue
la de que no llegásemos hasta la vecina Niort hasta bien entrada la mañana del
día 2 de julio. El Emperador despachó por delante al Duque de Rovigo, para
anunciar reservadamente su llegada al prefecto[81].
Este, apellidado Busche, preparó de inmediato una recepción íntima en la prefectura
y, una vez en presencia de Napoleón y de todo el cortejo, le dedicó unas
emocionadas palabras, lamentando que hubiese pasado la noche anterior en La Bola de Oro, en vez de en el edificio oficial. El Emperador
agradeció el ofrecimiento y decidió alargar la estancia hasta la hora del
almuerzo, lo que dio lugar a que algún funcionario o militar lo reconociese,
haciendo correr la noticia. Al punto, una multitud de niorteses se concentró en
la plaza frente a la prefectura, vitoreando al ilustre huésped. Napoleón no
quiso alentar la algarada, y se rehusó a salir al balcón para saludar. Por el
contrario, el prefecto y los generales Bertrand y Beker bajaron a la calle para
tratar -inútilmente- de que el gentío se disolviera. Por su parte, el mayor
Voisin, del 2º de húsares, de guarnición en la plaza, se comprometió a no
alertar a los soldados, que se hallaban de maniobras en las cercanías. Con todo
ello, observará Su Excelencia que Bonaparte parecía ya más tranquilo y se
conformaba con la resolución gubernamental de que abandonase Francia.
No obstante, en el mismo Niort recibió
Napoleón la contestación del prefecto marítimo de Rochefort, capitán de navío
Bonnefous, que lo deprimió intensamente. El citado Bonnefous indicaba que todas
las salidas del puerto estaban bloqueadas por la marina inglesa, por lo que
resultaba imposible salir a mar abierto, de no tener permiso o pasaporte
británicos. Su Excelencia sabrá mejor que yo si tal cosa era cierta o no. En mi
opinión, a juzgar por lo que vi y supe después, el prefecto marítimo había
exagerado mucho los riesgos y la apretura del bloqueo, que directamente solo
llevaba a cabo en aquella zona de costa un buque de línea de 74 cañones, llamado
Bellerophon[82], y una o
dos embarcaciones menores. Con todo, el Emperador creyó a pies juntillas a Bonnefous
y, alarmado, solicitó del general Beker que, como hiciera desde la Malmaison
días atrás, oficiara al Gobierno para que le permitiera unirse al Ejército,
poniendo su espada al servicio de Francia. Me consta que el General no cursó un
correo de ese tenor, por tenerlo vedado por Su Excelencia, pero sí solicitó de
Vuecencia autorización para que el propio Emperador negociara con la Marina
británica una honrosa entrega bajo condiciones satisfactorias, ahorrando a Francia el dolor y la vergüenza de verlo entregado a la
discreción de sus enemigos. Siendo así que el General me
comisionase para entregar su misiva a un correo seguro y eficaz, Napoleón me
miró tristemente y dijo:
-
Ya ve, coronel, a qué extremos de doblez y de
incertidumbre se está llegando conmigo. ¿Llegará la perfidia inglesa a
la altura de la de nuestro Gobierno?
-
Majestad -le respondí, haciéndome eco de la opinión
del general Beker-, ni el Gobierno, ni quienes tenemos el honor de acompañarlo
y protegerlo, le vamos a privar de su derecho de entregarse voluntariamente a
Inglaterra.
No sé si Su Excelencia considerará que nos
excedimos en el compromiso, pero es lo cierto que el Gobierno que a la sazón
presidía Vuecencia, no contestando a este último correo, consintió tácitamente
en que Napoleón tomara libremente la
resolución de entregarse a Inglaterra. Lo que el Emperador no tuvo en cuenta en
su momento es que el Gobierno británico no podía consentirle una segunda fuga
de Elba[83], ni
actuar de espaldas a las otras grandes potencias aliadas: Austria, Prusia y
Rusia. ¿Compartirá Su Excelencia esta consideración, que el tiempo ha
convertido en acertada?
***
Pero la estancia en Niort no había acabado
aún de ocasionarnos problemas. Súbitamente, hacia media tarde, se presentaron
en la prefectura José Bonaparte, hermano del emperador[84], y
el teniente general Lallemand[85]
quienes, en unión del general Gourgaud[86],
parece ser que empezaron a excitar la rebeldía del Emperador, proponiéndole
viajar hacia Maumusson para intentar embarcar por Saint-Nazaire -donde no
constaba hubiese bloqueo inglés-, cosa que Napoleón descartó de entrada por
falta de buque adecuado en que navegar hasta América, así como por el riesgo de
encontrarse con alguna partida realista. A
continuación, aprovechando que los húsares del 2º habían acabado por enterarse
de la presencia del Emperador y habían acudido en masa ante la prefectura para
aclamarlo, los adláteres de Napoleón lo animaban a tomar el mando del
regimiento y mandar llamar a las tropas que, al mando del general Lamarque,
combatían a los realistas de la Vendée. Decidido a
todo, aunque temiéndome el fracaso, ordené a la Guardia a mis órdenes que cerrase
las puertas y formase un cordón de protección ante la fachada de la prefectura,
con las bayonetas caladas, reteniendo en el interior una sección como de
treinta hombres, guardando la escalera de acceso al piso principal y el
vestíbulo ante el despacho donde se hallaba Napoleón. A continuación, entré en
la sala y, dirigiéndome al general Beker con voz alta y clara, le espeté: Mi general, todo listo. De aquí, o salimos todos, o ninguno. En honor
del Emperador, he de confesar que, adelantándose a cualquier otra respuesta, se
nos acercó y dijo:
-
Calma, señores. Los enemigos a combatir no están
aquí, sino sobre París.
Y agregó inmediatamente, con evidente
prudencia y sensatez:
-
General Beker, prepare lo necesario para partir,
una vez cenados, hacia Rochefort.
No debió de serle fácil al emperador
convencer a su séquito militar para que cediera y se aviniese a lo ordenado por
el Gobierno. Lo digo porque eran las cuatro de la mañana del siguiente día, 3
de julio, cuando por fin nos pusimos en camino para Rochefort. Pese a lo
intempestivo de la hora, todo el regimiento del 2º de húsares estaba formado a
caballo, para presentar armas por última vez a su Emperador. Entre el
pueblo concentrado, muchos gritaban vivas a Napoleón y le pedían que se quedase
allí, con ellos. Todavía un pelotón, mandado por un capitán, se empeñó en
escoltar la calesa imperial hasta que, a las afueras de la ciudad, Napoleón
mandó parar el coche; se bajó y, tras dar las gracias al oficial, le ordenó que
se retiraran, entregando para cada uno de sus hombres una moneda de veinte
francos con su imagen[87],
como recuerdo del evento. Sucedió esto cuando amanecía y, al volver al entrar
en el carruaje, Napoleón me invitó a subir a él, con estas o parecidas
palabras: Si el coronel no está somnoliento, podríamos seguir
nuestra charla sobre la guerra de España. Naturalmente, acepté la
sugerencia y, apenas sentado ante el Emperador, osé darle personalmente las
gracias, por la manera en que había sabido contentar a todos, sin llegar a la
violencia. Él me interrogó:
-
¿Habría usted ordenado hacer fuego a la Guardia
Nacional contra todo un regimiento?
-
No habría sido necesario -repuse con franqueza-.
Los cuerpos de los húsares estaban en la plaza, pero su alma se hallaba en la
prefectura, en mis manos.
Creo, Excelencia, que Napoleón comprendió
claramente hasta qué extremo podría llegar en el cumplimiento de las órdenes
recibidas. Si así fue, he de estarle agradecido de que respetara mi libertad y
mi vida, de las que fácilmente hubiera podido privarme en los días que
siguieron.
Ya sin incidencias dignas de mención,
fuimos pasando por las localidades de Mauzé, Saint-Georges, Muron y
Saint-Louis, en todas las cuales grupos cada vez más numerosos, advertidos de
la presencia y paso del Emperador, salían al camino para aclamarlo. Muchos de
ellos eran campesinos que madrugaban para las labores de la siega, que entonces
concluían. Napoleón, orgulloso, interpretó así la adhesión popular,
dirigiéndose al General: Vea, Beker, cómo agradecen las
poblaciones lo que he hecho por ellos. Por dondequiera que paso, me testimonian
su gratitud.
Creo, Excelencia, que se refería a los
trabajos de drenaje ordenados por él en 1807, gracias a los cuales aquella
región pantanosa, estéril y malsana, se había transformado en una vasta
pradería.
En fin, en la mañana del 3 de julio,
Napoleón y toda su comitiva entrábamos en Rochefort. El Emperador y sus
guardianes creíamos que la estancia sería poco menos que momentánea, pero la
verdad fue -como bien sabe Su Excelencia- que, entre dicha ciudad y la isla de
Aix, nos demoramos hasta el día 15 de dicho mes. Parte de los motivos los
conocería mucho mejor el Gobierno Provisional que nosotros mismos; pero otras
causas han de integrarse con las actitudes y gestiones de Napoleón y las de las
fuerzas navales inglesas de la zona, y de todo ello puede ser que Su Excelencia
reciba alguna ilustración por las páginas de este Memorial.
Estado
actual de la plaza de Los Capuchinos de Rochefort (hoy, Place Colbert)
4.
Memorial
del coronel Rivette. En la ratonera de
Rochefort
Día 3 de
julio de 1815, lunes.
A las ocho horas de este día la comitiva
del Emperador llegaba a Rochefort, y yo con ella. Con el beneplácito del
prefecto marítimo, Bonnefous, Napoleón y las mayores autoridades que lo
acompañaban -incluido el general Beker- quedaron alojados en las habitaciones
que ya estaban preparadas para ellos, en el palacio de la prefectura. Bonaparte
manifestó que en modo alguno le era extraño el edificio, toda vez que a él se
había acogido con la emperatriz Josefina en agosto de 1808, cuando había venido
a inspeccionar las obras de fortificación ordenadas para el puerto de Rochefort
y la isla de Aix[88].
Por el momento, parte de los aposentos asignados quedó sin ocuparse, dado que
el séquito de Napoleón, que había hecho el camino por Orléans, estaba teniendo
ciertos problemas para pasar por entre las partidas realistas, particularmente
en Saintes, si bien su escasa guardia había sido reforzada por efectivos de la Gendarmería
Nacional. También nos llegaban noticias de insurrecciones en la capital del
departamento, La Rochelle, donde había llegado a izarse la bandera blanca
borbónica. Ya sabe Su Excelencia que, en aquellos mismos momentos, estaba a
punto de firmarse en Saint-Cloud el armisticio entre los ejércitos francés y de
los aliados, por virtud del cual, París pasaba a ser ciudad abierta y nuestras
fuerzas quedaban obligadas a replegarse de inmediato al sur del Loira.
Finalmente, el resto de la comitiva, incluidos el general Montholon, el conde
Las Cases, José Bonaparte y otros personajes, pudo llegar hasta Rochefort en la
tarde de este mismo día.
Permítame Su Excelencia que aluda al
alojamiento de las dos compañías de la Guardia Nacional que servían al cuidado del Emperador. Pese a las seguridades que nos
ofrecía el prefecto Bonnefous, el general Beker no quiso renunciar a su
protección y remitirlas a París, aduciendo las alteraciones y cambios políticos
que incesantemente se estaban produciendo. Mal que bien, me encargué de
acuartelarlos dignamente: Parte de ellos, en las dependencias anejas a la
Prefectura y la parte mayor en edificios sin servicio actual del Arsenal y la
Cordelería Real. Yo mismo, para estar más cerca del General, aconsejado por un
alférez rocafortés[89] de
nuestra guardia, me alojé con dos ayudantes en la pensión Au Serpent Bleu, ubicada en la todavía conocida como plaza de los
Capuchinos[90],
en pleno centro de la población y a no más de diez minutos a pie de la
prefectura.
De no haber sido por los vientos
contrarios, es muy probable que Napoleón hubiese partido en pocas horas hacia
la isla de Aix, para embarcarse en las fragatas Saale y Méduse allí surtas, toda vez que Bonnefous le
aseguró que -cumpliendo órdenes del ministro Decrès- las mismas ya habían
cargado pólvora y bastimentos como para navegar hasta América. Apenas se paró
mientes en la presencia de navíos de guerra ingleses, pese a que el general
Beker, para robustecer su opinión de no zarpar contra la voluntad de los
británicos, había tenido la dudosa iniciativa de reunir en la prefectura un
consejo de oficiales de marina, al que también acudió el vicealmirante Martin,
anterior prefecto, retirado años antes y residente en una aldea próxima a
Rochefort. Como era de esperar, de tal reunión salió un parecer mayoritario
favorable a intentar burlar el bloqueo, por la fuerza si resultare necesario.
Contaron entre los más propicios a ello el capitán Ponée, de la fragata Méduse,
y el capitán Baudin, de la corbeta La Bayadère, quienes juzgaban que las
fuerzas con que se contaba eran suficientes para resistir al navío inglés Bellerophon,
hasta que la Saale, con Napoleón y su séquito a bordo, pudiese escapar.
Más prudente -y dando ejemplo a otros, más tibios en ello-, el capitán
Philibert, al mando de la Saale y superior de Ponée, rechazó tan
flagrante desobediencia de las órdenes del Gobierno y amenazó con arrestar a
cualquier oficial o marinero de las fragatas que decidiera enfrentarse a
cañonazos con los británicos. También se discutió una fórmula intermedia
-igualmente contraria a las órdenes recibidas de Vuecencia-, consistente en
proseguir viaje hasta el puerto de Royan -menos vigilado por los ingleses- y
zarpar del estuario de la Gironda, no en las fragatas, sino en las corbetas La
Bayadère y L’Infatigable, abordando luego en alta mar alguno de los
barcos norteamericanos que por allí andaban dedicados al corso, cuya rapidez de
navegación era proverbial[91].
Pero, aunque sin llegar a desautorizar a sus partidarios, Napoleón
rechazó aquellos planes, al no contar por el momento con vientos favorables
para embarcar, ni con suficientes contactos con los aludidos buques americanos.
En ulterior conversación, el General me refirió lo que dejo dicho, añadiendo
que, en su opinión, el Emperador no parecía inclinado a forzar el bloqueo y
tratar de huir a costa de la vida de muchos hombres generosos, sino, más bien,
a entregarse a los ingleses de forma voluntaria, si es que antes no le llamaba
el Gobierno francés para combatir como simple general. En honor de la verdad,
Excelencia, he de confesarle que me parecieron las del general Beker
impresiones demasiado optimistas, fruto de su afecto por Napoleón y de
considerar que el prohibir burlar el bloqueo por la fuerza colocaba al
Emperador en una posición efectiva de prisionero de nuestro Gobierno, en
tierra, y de los ingleses, en el mar. Y, de todos modos, si Bonaparte resolvía
partir hacia América, contaba con fuerza suficiente para intentarlo, con
nuestro asentimiento o sin él.
***
Día 4 de julio
de 1815, martes.
Como invitando a una actitud de
espera, el viento seguía soplando desfavorable y débil. Solo al final del día
empezaron a llegar noticias -todavía mediante rumores- del armisticio acordado
el día anterior, con la consecuencia de retirada de nuestro ejército al sur y
el oeste del Loira. Seguramente, ello animaría a los partidarios de la vuelta
de Napoleón, pues ahora podría contar en las proximidades de Rochefort con las
tropas de Grouchy y las que, al mando de Davout, guarnecían París. En cualquier
caso, la calma fue la tónica de este día, después de la agitación del anterior.
En la ciudad de Rochefort, los ciudadanos
seguían concentrándose ante la prefectura, en la amplia plaza ajardinada que
los naturales llaman Grande Place[92], para
aclamar al Emperador quien, rompiendo con su reserva anterior, salió en varias
ocasiones a la balconada para saludar, sombrero en mano, siempre de paisano.
Con todo, era obvio que las simpatías bonapartistas de la mayoría de la
población -fruto de su gratitud por el interés de Napoleón por la ciudad y su
comarca, cuando fue Emperador de derecho- no ocultaban la existencia de
partidas realistas en los alrededores, así como de gentes que no le perdonaban
el extremo de muerte y derrota al que había llevado a la nación. Procurando
conocer lo mejor posible las opiniones políticas, a fin de servir mejor a la
seguridad de Napoleón, cambié impresiones con la bien informada posadera de Au Serpent Bleu, la señora Yvonne Garnier -viuda de un sargento
caído con la Grande Armée en Rusia-,
y con sus hijas gemelas, Delphine y Solange, que con ella vivían y le ayudaban
en la pensión[93].
Las tres, por separado, me manifestaron su convicción de que no había exaltados
rocaforteses, ni infiltrados en la ciudad, que pensaran en atentar contra
Napoleón. Una criada de la misma hostería, llamada Geneviève Thénier, me llevó
reservadamente y de paisano a conocer a un tal Monsieur Dutrouz,
antaño chuan[94] y siempre
contrario a la República y al Emperador. Tras intercambiar algunos recuerdos de
las guerras vendeanas y asegurarse de que yo era mucho más realista que partidario
de Bonaparte, Dutrouz también me aseguró desconocer a una sola persona capaz de
asesinar al Emperador; máxime habida cuenta de que era vox pópuli que este se encontraba en Rochefort con vistas a
exiliarse, esta vez, definitivamente. Entonces le revelé mi identidad y le
rogué que, en cuanto de él dependiese, invitara a sus correligionarios a dejar a los prusianos y los ingleses el trabajo sucio de retirar de la política a Napoleón. Esta frase mía le hizo sonreír
con amargura y me replicó:
-
Es triste que, tras quince años de tiranía, los
franceses dejemos que sean los extranjeros los que nos libren del Tirano.
***
Días 5, 6 y 7 de julio.
Como bien sabe Su Excelencia,
estas fechas coincidieron con la entrada de las tropas prusianas en París,
llegando en su desprecio y atrevimiento hasta ocupar los jardines de las
Tullerías, motivando que la Cámara de los Representantes decidiese poner fin a
sus sesiones por falta de libertad y, con ello, al último vestigio de las
instituciones creadas para gobernar Francia bajo el Emperador. De la caída de
París se tuvo conocimiento cierto en Rochefort dos días después, gracias a los
diarios llegados de la Capital. Beker me aseguró que Napoleón se había sentido
desolado y hablado muy duramente de quienes, como los mariscales Davout y
Marmont, habían traicionado a su patria, según él opinaba. Tal noticia supuso
la pérdida por su parte de toda esperanza de victoria militar in extremis, así como de incorporarse al ejército sin provocar
una guerra civil. Dicho de otro modo, no le quedaba otra salida digna que la de
procurar su exilio americano con la venia inglesa o, en otro caso, la de
entregarse a merced de alguna de las potencias enemigas.
Tratando de conseguir la fuga por mar a
cualquier precio, intentaron prepararla en un pequeño mercante de bandera
danesa, patroneado por un antiguo oficial de la Marina francesa, apellidado
Besson[95].
Ello requería varios días para pergeñar un escondite y meter en él a Napoleón
solo, cosas ambas que disgustaron al Emperador, aunque siguió debatiéndose el plan
durante unos días, de lo que tuve sospecha por las diversas visitas que el
teniente de navío Besson hizo a la prefectura.
Entre tanto, el grupo de fieles al
Emperador, que presuntamente querían seguir su suerte, no hacía sino aumentar,
hasta alcanzar unas cincuenta personas. Como el número era excesivo, acordamos
buscar un alojamiento conveniente para los oficiales de menor categoría,
criados y ayudas de cámara, ocurriéndosenos el Hospital de la Marina, que tenía
muchas plazas libres, con habitaciones separadas para los militares y las tres
camareras que hasta allí habían acompañado a Napoleón. No todos estuvieron de
acuerdo con nuestra decisión: A estos se les aconsejó que buscasen alojamiento
por su cuenta y a su cargo. Yo tuve el acierto de sugerir a dos oficiales de
servicio de palacio, el capitán Mercher y el teniente Rivière, que se alojaran
en mi misma pensión, lo que aceptaron y me dio la oportunidad de tener una
estimable fuente de confidencias de lo que se gestaba en el entorno imperial.
Retrato muy favorecedor de
Joseph Fouché
Todas las tardes de estos días,
al caer el sol, la multitud se congregaba en la plaza ante la prefectura, en
número que no soy capaz de concretar, pero tan grande, que no se alejaría mucho
de la verdad quien dijo que, durante las cinco tardes que Napoleón pasó en
Rochefort, le rendiría visita la mayor parte de la población, que alcanzaba las
quince mil almas. Claro está que la mera curiosidad podía ser el aliciente. No
lo entendió así el general, marqués de Maleyssye, que había servido en la
Guardia del Rey hasta 1793, quien me llamó la atención por consentir semejantes
muestras de entusiasmo hacia un ciudadano que ya no
era Emperador, ni quizá general. Me molestó la filípica y le repliqué que
también los simples ciudadanos podían ser vitoreados por sus iguales. El
general concluyó su sofión asegurándome que tendría en cuenta mi irrespetuosa
respuesta, lo que ignoro si habrá trasladado a altas personas de su
conocimiento[96].
A propósito de lo que antes escribía,
acerca de que los criados de Napoleón disconformes con el alojamiento preparado
se procurasen otro a sus expensas, he de decir a Su Excelencia que, cuando
manifesté algunas objeciones al general Beker, este me aseguró que con el
Emperador y su séquito viajaban multitud de joyas, grandes cantidades de dinero
y otros objetos valiosos, sin olvidar los tres millones de francos que había
girado al famoso y honesto banquero Laffitte[97],
cuyos negocios precisamente radicaban ahora en los Estados Unidos.
-
¿Por qué cree usted, coronel -me dijo- que el
Emperador está tan resuelto a embarcarse para América? Laffitte es la clave y,
si algo lo retiene hasta ahora en Francia no es solo abandonar sin salida a sus
acompañantes, sino también tener que decir adiós a sus atesoradas riquezas.
Despierte, coronel -concluyó-. También los grandes hombres tienen sus
debilidades, y además han de mantener su tren de vida, cuando la gloria se les acaba.
Creo, Excelencia, que, en el caso de
Napoleón, como en otros muchos, el General tenía toda la razón.
Día 8 de julio, sábado.
Su Excelencia recordará perfectamente que
en esta jornada Su Majestad, Luis XVIII, volvió a París de manera poco notoria,
habiendo recibido previamente en Saint-Denis la protesta de lealtad de
Vuecencia, que significaba, al propio tiempo, la extinción de la Comisión de
Gobierno Provisional que presidía. Esto no fue aún sabido en Rochefort, pero
las noticias del armisticio y de la ocupación de París fueron suficientes para
que en este día 8 los acontecimientos se sucedieran con bastante agilidad,
después de unas jornadas de titubeos y planes utópicos. Sin embargo, la
recepción por el general Beker de una orden del Gobierno Provisional, fechada
el día 4, nos planteó una nueva complicación puesto que, a las anteriores
prescripciones, añadía la de que Napoleón no fuese autorizado a parlamentar ni
acordar nada por sí con la Marina inglesa. De manera bastante razonable -me
permito pensar-, el General consideró que la nueva prohibición hacía ilusoria
la orden principal, que era la de que el Emperador se embarcase cuanto antes
para salir de Francia. ¿Cómo hacerlo, si la Marina británica bloqueaba los
puertos y no estaban los buques franceses autorizados a oponérsela? En
consecuencia, el general Beker resolvió hacer caso omiso del veto a negociar,
siempre que Napoleón se resolviera inmediatamente a abandonar Rochefort y
trasladarse a la isla de Aix, donde las fragatas nuestras estaban atracadas.
Pidió audiencia al Emperador y le convenció de que seguir en la ciudad era para
él cada vez más peligroso, a más de inútil. Bonaparte accedió a partir enseguida
para la isla, a fin de estar cerca de las fragatas y poder embarcarse en ellas,
tan pronto los vientos fueran favorables para su salida.
Retrato
áulico del Duque de Wellington
A
las cuatro de la tarde, entre las aclamaciones populares, Napoleón, su séquito
y su guardia, tomamos la carretera de La Rochelle, hasta Fouras, donde nos
esperaban las chalupas oficiales del puerto de Rochefort. Los vientos
contrarios obligaron a realizar el embarque con el agua hasta los muslos, salvo
en el caso de las autoridades, que fueron llevadas a brazo por los marineros,
en presencia de algunos pescadores, que vitorearon al Emperador. Una vez en las
chalupas, Napoleón ordenó aproar, no hacia Aix, sino al fondeadero de Enet,
donde se hallaban las fragatas, sin duda con el propósito de zarpar
inmediatamente, aprovechando la marea y el probable giro del viento.
Desgraciadamente, este no roló, sino que siguió soplando hacia tierra, hasta el
punto de hacer el viaje algo peligroso y muy lento, pues duró hora y media.
Llegado a la Saale, el
Emperador subió a bordo, recibiendo los honores militares, pero sin salvas, que
habían sido excusadas para no alertar a los ingleses -según se dijo-.
En la Saale mantuvimos
una conferencia el General y yo, pues no teníamos claro si, con el embarque del
Emperador, concluía la misión que nos había conferido Su Excelencia, como
presidente del Gobierno Provisional, y cuya redacción escrita indicaba que el
objeto de la misma era la conducción y guardia de Napoleón hasta llegar a la
isla de Aix, con vistas a embarcarse para América. De común acuerdo, convinimos
en mantener la vigilancia del ilustre personaje hasta nueva orden, o hasta que
en efecto zarpase. Para llevarlo a cabo, el General decidió quedarse a la vera
de Napoleón en la fragata; una sección de la Guardia, al mando de un capitán,
permanecería en la isla de Aix; el resto de la fuerza y yo mismo regresaríamos
a Rochefort, a la expectativa. Decidimos reclamar del prefecto Bonnefous un
aviso[98] para
mantener enlace en todo momento. A partir de entonces, mi conocimiento de lo
acaecido hubo de depender en buena parte de los informes de terceros, pero
también tuve la oportunidad de entrar en contacto con el navío inglés Bellerophon de manera personal y oficiosa, lo que es probable
que Su Excelencia encuentre interesante o, cuando menos, curioso.
***
Domingo, 9 de julio.
En este día se recibió una contraorden del
Gobierno Provisional, fechada el 6, en la que -como Su Excelencia conoce- el
Emperador quedaba autorizado para embarcar por propia iniciativa en el navío
inglés que lo vigilaba, recibiendo de las autoridades francesas los medios
necesarios para consumar dicho embarque. En todo lo demás, se mantenían las
prescripciones anteriores, sin que hubiese referencia ninguna al mantenimiento
o supresión de la guardia y vigilancia llevada a cabo por el General Beker y el
personal a sus órdenes, entre el que yo me encontraba.
En el aviso La Foudre me
dispuse a llevar las nuevas órdenes hasta La Saale, pero me
encontré con que Napoleón, los generales Beker y Gourgaud, el conde Las Cases y
varios oficiales se habían trasladado a la isla de Aix donde, tras pasar
revista al 14º Regimiento de Marina, se hallaba girando detenida visita a las
fortificaciones de la isla, haciendo amplias indicaciones y críticas, tan
precisas como en él era habitual. Inmediatamente entregué el despacho recibido
a Beker, que lo acogió con gran satisfacción, al coincidir con su precedente
decisión. Expuse al General que no había novedad en Rochefort y su comarca,
pero no le informé de lo que yo pretendía hacer inmediatamente: Tan solo le
indiqué que iba a probar La Foudre para determinar su velocidad de crucero en mar abierto.
La verdad es que, pretextando órdenes
superiores, ordené al alférez que capitaneaba la embarcación que navegase hacia
el navío inglés, que fondeaba en la Rada de los Vascos[99]. Sin
mayor percance, aunque muy vigilados por un brick[100] inglés, acostamos al Bellerophon. Subí yo
solo a bordo y, en mi inglés bastante aceptable, me identifiqué como coronel francés
y pedí ser recibido por el capitán. Este resultó ser un caballero como de
cuarenta años, apellidado Maitland[101], a
quien, con sinceridad pero con hipérbole, la expliqué mi enrolamiento con el
ejército británico en la guerra de España; mi amistosa relación con el Duque de
Wellington; mi participación en la batalla de Mont-Saint-Jean[102], y el
compromiso adquirido con Milord de impedir
que Napoleón volviera a escaparse. Terminé rogándole completa reserva de cuanto
hablásemos, como habría de guardarla yo. El capitán se mostró muy afable y me
invitó a precisar mi objetivo al abordar su barco. Le adelanté -con pleno
acierto, como luego se verá- que no tardaría el Emperador en entrar en contacto
con él para ver de entregarse al Gobierno inglés, dado que no tenía la menor
confianza, ni en escapar burlando el bloqueo, ni en permanecer en Francia y
recibir aquí un trato benévolo. Maitland me demostró que estaba al tanto, por
espías en Rochefort, de los planes de huida de Napoleón, abandonados antes de
intentarlos, y mostró su esperanzada satisfacción de que todo acabase con el
honor de recibir al gran Bonaparte en su barco. Favor por favor, le rogué me
confiara lo que supiera sobre los pasaportes para América de Napoleón y los
suyos pues, de ser probable su recepción, sería mucho más fácil contener los arrebatos imperiales. El capitán, con toda razón, juzgó muy
improbable que se dejase libre a tan peligroso enemigo, por más que se exiliase
en América, siendo esta también la opinión de su superior inmediato, el
almirante Hotham, que pronto recibiría la confirmación del Gobierno de Londres.
Aunque comprenderá usted -me dijo sonriendo- que no le revele tal decisión, como tampoco al Emperador, para el caso de
que me lo pregunte.
Habiéndole ponderado la historia de su
buque -en particular, combatiendo en Trafalgar-, me mostró buena parte del
mismo, aprovechando para asegurarme que, si las fragatas y las corbetas
francesas se le enfrentasen, no podrían resistirlo ni media hora. Luego, me
invitó a almorzar a bordo con la oficialidad, pero me excusé por consideración
a la tripulación de La Foudre, que ya
estaría empezando a impacientarse. Se despidió de mí con estas palabras:
-
¡Cuánto tendremos que contar un día, usted y yo[103], si
Napoleón se despide de la Historia en este barco!
-
No dejará de ser curioso -repliqué- que un tirano
monte sobre un rufián.
El chiste -que el capitán rio a
carcajadas- respondía a la circunstancia de que, con arreglo a una costumbre de
muchas marinas del mundo, el Bellerophon -nombre
insólito para unos marineros poco cultos- tenía un sobrenombre vulgar: Billy Ruffian; expresión para la que Su Excelencia estoy seguro
que no necesita de traducción[104].
En fin, de mi atrevida visita al buque
inglés saqué la consecuencia de que no habría pasaportes para Napoleón. Este
había caído, pues, en una ratonera, como
sospechaba.
Vista
general de la isla de Aix
***
Lunes, 10 de julio.
Para esta fecha, Su Majestad, Luis XVIII,
había confiado al Príncipe de Talleyrand[105] la
jefatura de su Gobierno, dejando en manos de Su Excelencia el Ministerio de
Policía; episodios políticos que, por el momento, no habían sido conocidos en
Rochefort, y que no habrían hecho sino fomentar en el Emperador su deseo de
partir de Francia cuanto antes, siempre con honor y protegiendo a sus
seguidores. No otro designio hubo de inspirarlo en este día, cuando, bajo
cobertura escrita del Gran Mariscal Bertrand,
envió en un brick al duque
de Rovigo y el conde de Las Cases al Bellerophon, mientras
él permanecía en la fragata La Saale, aguardando
el resultado de la entrevista. El objetivo explícito de este encuentro con el
capitán Maitland no era otro que el de preguntar por los pasaportes para viajar
a América pero, de modo encubierto, se pretendía sondear a los ingleses sobre
si dejarían pasar de extranjis a una
fragata con Napoleón a bordo. En último extremo, se intentaría conocer la
posibilidad de que el Gobierno inglés acogiera en su territorio al Emperador,
no como prisionero de guerra, sino como refugiado sin compromiso político en lo
sucesivo.
El conde Las Cases sabía inglés, pero
decidió disimularlo, a fin de sorprender alguna conversación entre los
oficiales británicos: No lo consiguió, pues el capitán Maitland evitó
intercambiar palabra alguna con sus subordinados. A fin de cuentas, y por lo
que el general Beker luego me refirió, Maitland aseguró no haber recibido aún
noticias de los pasaportes -ni favorables, ni negativas de su concesión-, y
advirtió seriamente contra todo intento de escapar de la isla de Aix sin su
permiso. A título personal, sugirió que el Emperador se entregase en el Bellerophon al asilo del Gobierno inglés, que en todo caso se
ajustaría a la cortesía y a las leyes de su democrático país. Así mismo, los
tres interlocutores estuvieron de acuerdo en que sería inhumano que el
Emperador provocase un incidente violento en su propio interés, cosa a la que
de ningún modo estaba decidido. Nuestra delegación se despidió con el
compromiso de volver a entrar en contacto con la Marina británica, y viceversa,
en cuanto el almirante Hotham comunicase algo definitivo acerca de los
salvoconductos solicitados.
Aunque el duque de Rovigo y el conde Las
Cases dieron a Napoleón a su regreso una impresión no desfavorable de la
entrevista, así como su creencia de que Maitland decía la verdad, la opinión
general, así como la del propio Emperador, fue de oposición y tristeza. Los ingleses están alargando la espera para reducir nuestras
posibilidades de escapar, se decía. Y el Emperador: Me están ofreciendo un asilo que quiere decir cautividad. En
consecuencia, se volvió a la sugerencia de enfrentarse con las dos fragatas al
crucero inglés: Mientras La Méduse combatía
contra él, La Saale trataría de poner a salvo a
Napoleón. Incluso, se montaron sobre el puente de nuestros barcos unas
carronadas del 36 para fortalecer su potencia de fuego desde corta distancia.
El capitán Ponée, de la Méduse, era
ferviente partidario de esa especie de suicidio de su tripulación, pero su
superior en el mando, el de La Saale, Philibert,
invocó las órdenes recibidas, por no aludir a las muy escasas posibilidades de
llegar hasta América. Algunos de los presentes en la reunión lo miraron
torvamente, dirigiéndole indirectas de cobardía y traición. Beker apoyó a
Philibert, y con buenas razones, pues un acto de violencia de la Marina
francesa en beneficio de Napoleón podía dar al traste con la convención que
acababa de firmarse en París, entre Su Excelencia y Lord Wellington, por virtud
de la cual se acordaba un armisticio razonable. Finalmente, Napoleón llegó a la
conclusión de que no podía esperar nada de las fragatas y, presa de nerviosismo
y decepción, optó por abandonar La Saale y regresar
a la isla de Aix, lo que finalmente no se produjo el día siguiente, según lo
previsto, sino el 12.
***
11 de julio, martes.
Toda esta jornada pasó en las enojosas
tareas de volver a cargar el copioso equipaje del Emperador y de su séquito a
bordo de los bricks puestos a
su disposición, así como en trasbordar a aquel; todo ello, rumbo a la isla de
Aix. Por lo que me contó el general Beker, los ánimos parecían bastante
desquiciados, aunque Napoleón procuraba mantener siempre la compostura. Prueba
de ello es que, no pudiendo ya contar con buques de cierto porte y potencia de
fuego, como las dos fragatas, se tuvo la ocurrencia de emplear las dos modestas
corbetas que fondeaban a la entrada del estuario de la Gironda, y cuya
cooperación había ofrecido el capitán Baudin, que estaba al mando de una de
ellas, La Bayadère. Napoleón despachó al general
Lallemand para explorar la situación y confirmar la enérgica disposición de
capitanes y tripulaciones de las corbetas. Igualmente, dicho general, en contra
de cuanto su colega Beker había de procurar, tenía que constatar si el camino
estaba expedito para que el Emperador pudiera viajar hasta la rada de Verdon,
donde estaban anclados los barcos. En efecto, Lallemand partió para su
cometido, del que regresaría dos días después, como luego expondré.
Por lo demás, en la ciudad de Rochefort se
recibieron en este día los diarios parisinos del 5, con la noticia de la
capitulación de París. El periódico también llegó por no sé qué conducto hasta
Napoleón quien, según me refirió el General, tiró el ejemplar al suelo y se
retiró a su camarote sin pronunciar palabra.
La aparición de algunas banderas blancas y
la presencia de ciertas partidas realistas en las inmediaciones de Rochefort me
impulsaron a poner en estado de alerta las fuerzas de la Guardia Nacional a mis
órdenes, mandando que patrullaran las calles de la población por escuadras. El
prefecto Bonnefous decidió adoptar la misma resolución respecto de las tropas
de Marina, con vistas a proteger los numerosos edificios que dicho ministerio
poseía en la ciudad.
El general
Jean-Victor Moreau, modelo para el
coronel Rivette
***
Miércoles, 12 de julio.
Conforme a lo acordado, Napoleón y su
cortejo, así como los respectivos equipajes, abandonaron la fragata La Saale y, en tres pequeñas embarcaciones, se dirigieron
de nuevo a la isla de Aix, donde desembarcaron. Tan pronto arribaron y se
instalaron en las dependencias militares adecuadas, comenzaron los
conciliábulos encaminados a salir de aquel atolladero, cada vez con propuestas
más descabelladas. No habiendo regresado todavía el general Lallemand de su descubierta, les tocó el turno a varios jóvenes oficiales de
marina destinados en Aix[106],
que se ofrecieron al general Bertrand para pilotar hasta alta mar dos chalupas
pesqueras, llevando en ellas al Emperador y sus más próximos, hasta que se
pudiera abordar un barco neutral que, mediante precio, los condujera hasta
América o, cuando menos, fuera del alcance de los ingleses. Como es lógico,
Napoleón declinó tan valiente ofrecimiento, dando las gracias a los voluntarios
por su abnegación. En opinión del general Beker -que fue quien me hizo saber
este episodio, cuando fui a reportar con él en el aviso-, Bonaparte había
perdido en el fondo todo interés por semejantes aventuras.
Habiéndose producido el armisticio y acordado el regreso de Su Majestad, Luis
XVIII, a las Tullerías, eran ya imposibles dos de las salidas previstas a su
situación, a saber, ponerlo el Gobierno al frente del ejército, o embarcarse en
las fragatas con el aparato propio de un antiguo Emperador. Ahora solo le
quedaba una opción que contemplase como digna de él: entregarse al honor de
Inglaterra.
Que yo sepa, al menos uno de los miembros
del séquito del Emperador se separó en este día 12 de él y, en un brick llamado L’Épervier[107], navegó
hasta Rochefort, hospedándose de nuevo en la prefectura. Al parecer en un
último gesto de fidelidad, este Grande, José Bonaparte, que guardaba parecido
con el Emperador, se ofrecería a hacerse pasar por él, quedándose en Aix,
mientras Napoleón trataba de escapar de allí bajo identidad supuesta. El
Emperador rechazará en su momento ese gesto de su hermano mayor. Enterado de
que José Bonaparte se dirigía a Rochefort, pregunté al General cuál había de
ser mi comportamiento para con él, recibiendo la orden de vigilarlo
discretamente para garantizar su seguridad, pero sin impedirle que partiera con
cualquier rumbo, si él voluntariamente lo decidía. Al parecer, prevaliéndose de
su alta graduación en la masonería[108], José
había logrado del Venerable, François
Pelletreau, importante comerciante y armador de Nantes, que fletase para él, su
riquísimo equipaje y su séquito, un navío norteamericano en Burdeos, esperando
-como así sucedió- que la Marina inglesa no impidiese su huida. Por el momento,
al instalarse en la prefectura, tuve ocasión de entrevistarme con él y de
tratarlo, aunque brevemente, tras informarle de que no se pondría por mi parte
ningún obstáculo a su plena libertad de movimientos.
***
Día 13 de julio, jueves.
Me atrevo, Excelencia, a considerar esta
fecha como clave en el largo y complejo proceso de la partida de Francia de
Napoleón. Para mí, comenzó con una urgente llamada de José Bonaparte, debida a
que de madrugada había recibido una carta de su esposa -que permanecía en
París-, en la que le daba cuenta de que, días antes, Su Majestad, Luis XVIII,
había entrado en la capital y establecido un nuevo Gobierno; rumoreándose que
pondría fuera de la ley a los bonapartistas más destacados, con obvio peligro
para sus vidas. Me rogó lo llevase en mi aviso hasta la isla de Aix, de forma
inmediata, para conferenciar con el Emperador, a lo que accedí, pues era mi
propósito el de departir con el general Beker, también de manera inminente.
Al llegar a la isla, todo era convulsión,
pues acababa de regresar el general Lallemand de su viaje de inspección, con la
noticia de que todo el sur de Rochefort, entre Royan y La Tremblade, era un
hervidero de banderas blancas y de grupos de chuanes armados,
que hacían muy difícil el viajar; tanto más, para sospechosos de bonapartismo.
En consecuencia, era imperioso partir cuento antes, y por mar, si se quería
embarcar en la Gironda, concretamente en La Tremblade, que es donde los
esperaba el capitán Baudin con las corbetas. Beker se encontraba en un
verdadero apuro, sobre todo, si Napoleón se decidía a emprender el viaje por
tierra, ya que en Blaye y, por supuesto, en Burdeos, había guarniciones
ardientemente partidarias suyas, a las que su mera presencia podía sublevar
contra el Gobierno. Afortunadamente, el Emperador resolvió desplazarse por mar
-no contraviniendo las órdenes de pisar tierra francesa- y, en su
consecuencia, mandó cargar todo su abundante equipaje en una chalupa de
servicio.
En ese momento, estando yo presente, se
desencadenó un verdadero pandemonio de discusiones y hasta de desafíos entre el
séquito imperial. Habían comprendido que en la goleta danesa[109] apenas
habría sitio para algunos de ellos. La voz más airada la llevaban las esposas
de los generales Bertrand y Montholon, pues estaba decidido que las mujeres se
quedarían en tierra, al no ser previsibles represalias contra ellas. El
vehemente general Gourgaud encabezaba las protestas de los hombres, en su caso,
por juzgar indigno del Emperador fugarse como un aventurero,
corriendo un riesgo que, a la postre, tenía todo el aspecto de resultar inútil,
pero que afectaría a su honor y lo denigraría ante la Historia. La
proposición de Gourgaud -contraria a otras que había realizado días antes- era
la de llevar el sacrificio hasta el extremo, aunque ello supusiera terminar
todos en la Torre de Londres. Con harta paciencia,
Napoleón soportó tales invectivas, confesando que se inclinaba por la solución
que Gourgaud sugería ahora, pero que no acababa de soportar la idea de acabar sus días, privado de libertad, en medio de sus enemigos. Nada
definitivo se resolvió por el momento; de manera que varios oficiales, a las
órdenes del coronel Planât, siguieron cargando equipajes y distribuyendo
puestos en las chalupas que estaban a su disposición. Yo resolví permanecer en
Aix, mientras no observara que alguna embarcación tomaba la ruta de Rochefort.
Se almorzó en grupo, pero en ausencia del
Emperador y sin apenas romper el silencio. Alguien dijo que aquello parecían
unos funerales. La previsión para zarpar fue dada para la medianoche. Entre
tanto, Napoleón se había recluido en la pequeña habitación que ocupaba en el primer
piso, no saliendo de ella y recibiendo contadas visitas, entre las cuales, la
de su hermano José, siendo entonces cuando debió de proponerse y rechazarse la
idea del cambio de identidad de un hermano por otro. Lo cierto es que, a eso de
las cinco de la tarde, José me buscó entre los circunstantes y me pidió usar el
aviso para regresar del inmediato a Rochefort. Con autorización de Beker, se lo
di, ordenando al oficial que lo capitaneaba que regresara de inmediato a la
isla.
Hacia las once de la noche, el general
Bertrand entró en la cámara de Napoleón para informarle de que los equipajes
habían sido cargados y todas las embarcaciones estaban listas para zarpar. Tras
unos momentos de conversación, el Grand-Maréchal salió
demudado; reunió a todos los presentes en el piso bajo y nos hizo verbalmente
el siguiente comunicado:
-
De orden de Su Majestad, el embarque queda
suspendido y ha decidido pasar aquí toda la noche. Mañana adoptará nuevas
resoluciones.
Como es lógico, el general Bertrand se
callaba los motivos o argumentos que Napoleón le habría dado para dejar sin
efecto todo el operativo de fuga. Su Excelencia, con base en lo ya expuesto y
en su buen conocimiento del Emperador, podrá inferir cuáles fueran esas
razones. En cualquier caso, según me confió Beker, las órdenes a Bertrand
habían incluido otro término, verdaderamente decisivo. Era este:
-
Informe al conde Las Cases y al general Lallemand
que estén preparados al amanecer para dirigirse a bordo del Bellerophon.
Es muy probable que Napoleón no durmiese
mucho esa noche. En cualquier caso, alguna parte de ella la ocupó en redactar
el borrador de su mensaje al Príncipe Regente de Inglaterra, que se está
haciendo famoso[110],
como Vuecencia sabe.
Modelo a
escala de la fragata La Saale
***
Viernes, 14 de julio.
Me permito
recordar aquí -como lo hizo mi imaginación en su momento- que en esta fecha se produjo
la toma de la Bastilla y se celebraron las primera y segunda Fiestas de la
Federación[111].
Seguramente Napoleón también lo recordaría mientras esperaba
el regreso de sus emisarios y la respuesta por ellos recibida.
La primera visita de los enviados
imperiales al Bellerophon fue
completamente inútil, pues apenas sirvió para confirmar que no se habían
extendido los anhelados pasaportes, siendo más que probable que tales
salvoconductos para zarpar nunca llegarían. Por su parte, el capitán Maitland
insistió en que estaba autorizado para recibir a Napoleón y a su séquito en su
barco y trasladarlos a Inglaterra, donde era lógico que recibieran un trato
correcto y un establecimiento conveniente. La entrevista se desarrolló con
rapidez pues, a eso de las once horas, Las Cases y Lallemand estuvieron de
vuelta y dieron cuenta al Emperador. En seguida, Napoleón convocó a consejo a
sus más allegados, de suerte que Beker solo pudo seguir la reunión por
referencias. Cuatro de los convocados -Las Cases, Rovigo, Bertrand y Gourgaud-
convinieron desde un principio en entregarse a los ingleses, pero disintieron
Montholon y Lallemand: El primero proponía intentar la jugada de las corbetas,
que esperaban aparejadas en el estuario de la Gironda, mientras que Lallemand
sugirió la solución desesperada de viajar por tierra hasta Niort para alzar al
2º de Húsares y, de allí, hasta Burdeos, para sublevar a su guarnición, que
mandaba el mariscal Clausel. De inmediato, Napoleón excluyó cualquier salida
que supusiera un levantamiento militar, no en interés de la nación, sino en el
suyo propio. Ello enfrió los ánimos de la minoría disidente, que acabó por
plegarse a la opinión mayoritaria. Napoleón finalizó la reunión decidiendo que
se embarcaría en el Bellerophon a primera
hora de la mañana del día siguiente.
El resto de la mañana lo pasó el Emperador
departiendo tranquilamente con el general Gourgaud, que sería con Las Cases su
último embajador ante Maitland, para llevarle la
breve misiva a que antes me referí, la cual dictó el propio Napoleón a dicho
general[112].
También se redactó la lista completa de personas que, con el Emperador, tenían decidido
embarcarse y acompañarlo, al menos, hasta Inglaterra; dicha relación comprendía
unas cincuenta personas[113].
Finalmente, a eso de las cuatro de la tarde, los emisarios partieron hacia el
crucero inglés, llevando asimismo una carta del general Bertrand, indicando que
los preparativos en aquel tenían que ser perentorios, pues el Emperador y su
cortejo pensaban salir hacia el Bellerophon al
amanecer del siguiente día.
Tomada ya la decisión final, el Emperador
se confió a sus íntimos y empezó a hacer planes de futuro, imaginando su
posible estancia en los Estados Unidos, país que prefería a cualquier otro para
su exilio, desechando la posibilidad de acogerse a otras colonias o países de
América. De no ser ello posible, le sería grato instalarse en la campiña
inglesa, no lejos de Londres, aunque siempre con el compromiso firme de no
volver a mezclarse en política. Para pasar más desapercibido, ya tenía pensado
el seudónimo que emplearía: Sería el coronel Muiron. Como no ignora Su
Excelencia, el capitán Muiron fue un oficial que salvó la vida de Napoleón en
Arcola[114],
cubriéndolo con su cuerpo y muriendo a resultas de su heroísmo. En un momento
dado, el Emperador se fijó en que me encontraba junto al general Beker y
señalándome, dijo a sus interlocutores: He ahí una persona
informada, que puede asesorarnos sobre Inglaterra. A lo que,
molesto porque pretendiera dejarme en evidencia ante altas autoridades
militares, le repliqué con adustez: Sire, no estoy mejor informado que
las decenas de miles de franceses que, por tener unas u otras ideas, hubieron
de expatriarse y buscarse la vida en Inglaterra u otras partes. Como
comprenderá Vuecencia, aquí terminó el cruce de frases. Ninguna otra palabra
más me dirigió en adelante Napoleón.
A la caída de la tarde, acostó a La Saale un brick que traía
al capitán Bonnefous y a un caballero que Su Excelencia conoce bien, pero que
yo no había visto nunca: el barón Richard, antiguo político de los tiempos de
la Convención[115],
que sorprendentemente acababa de ser nombrado prefecto del departamento de la
Charente-Inférieure. Venían con el propósito de acelerar al máximo la partida
de Napoleón, dado que el ministro de Marina del nuevo Gobierno, conde de
Jaucourt, cumpliendo acuerdo del Rey, había cambiado en parte las órdenes
respecto de Napoleón, quien ahora tenía que ser retenido en las fragatas, hasta
que el Gobierno francés resolviera lo procedente, de acuerdo con las potencias
hasta hacía poco enemigas. Su Excelencia sabrá mucho mejor que yo lo que ese
cambio podía significar, pero lo cierto es que todos en la isla de Aix opinaron
que era una manera de preparar el juicio y, en su caso, la condena de Napoleón
como un delincuente común. En cualquier caso, la advertencia generosa de ambos
prefectos en nada alteró la decisión del Emperador, ni los plazos para
consumarla. Ya para entonces la goleta Sophie tenía a
bordo los equipajes y el brick, L’Épervier, estaba
surto en el fondeadero de Enet, presto a trasladar a los pasajeros hasta el
navío inglés.
Aquella noche, a indicación del general
Beker, la pasé en un camastro de campaña en la isla y he de reconocer a Su
Excelencia que apenas pegué ojo.
***
Viernes, 15 de julio de 1815, último día
de mi misión.
Al amanecer, Napoleón, ahora con el
sencillo uniforme de coronel de cazadores de su Guardia, tan conocido en todo
el mundo, fue el primero en subir a bordo del brick, L’Épervier, con toda
la tripulación formada en cubierta, mandada por el teniente Jourdan de la
Passardière. Este último había recibido la advertencia de un oficial emisario
de la fragata La Saale, para que
zarpara de inmediato, pues se aproximaban algunas embarcaciones procedentes de
Rochefort, con el evidente objetivo de detener al Emperador. Jourdan exclamó,
de manera perfectamente audible para mí, que había embarcado ya en el aviso
para escoltar al brick: ¡No será en L’Épervier, al menos, mientras yo viva! En
seguida levó anclas y lentamente, debido al mal viento y la marea, portando
bandera de tregua, fue arrumbando hacia el Bellerophon. Poco antes
de llegar, una lancha del navío acostó al Épervier y subió a
bordo un oficial inglés. Luego supe que era el segundo de Maitland, el teniente
de navío Mott, con la orden de escoltar de respeto al Emperador. A eso de las
seis de la mañana, Napoleón, acompañado de su oficial de escolta, subió a bordo
del crucero y se perdió de nuestra vista. Pocos minutos más tarde, cuando lo
hizo el brick, ordené yo al aviso que virase
hacia la isla de Aix, para informar al General. Lo encontré aún en el muelle,
muy emocionado, y me confió sus últimas palabras con el Emperador:
Napoleón a
bordo del H.M.S. Bellerophon (W.K.
Orchardson, Tate Gallery)
-
Sire -dijo el General-, ¿desea Su Majestad que lo
acompañe hasta que se encuentre a bordo del crucero, para así cumplir hasta el
extremo las órdenes del Gobierno?
-
No, general Beker -respondió Napoleón-. Permaneced
en la isla de Aix. Que no pueda decirse que Francia me ha entregado a los
ingleses.
***
Acabada, pues, nuestra misión, el General
y yo volvimos a la prefectura marítima de Rochefort y enviamos desde allí sendos
correos a la Presidencia del Consejo de Ministros y al Ministerio de la Guerra,
comunicando el embarque de Napoleón y su séquito en el Bellerophon. Seguidamente, concentramos a los guardias
nacionales y gendarmes que habían llevado a cabo la tarea de escolta y
vigilancia de Napoleón, y los dejamos acuartelados en edificios militares de la
ciudad, a la espera de las órdenes oportunas de la superioridad. Mas, ante la
necesidad de actuar con la mayor diligencia, en evitación de encuentros
violentos con las partidas realistas, que empezaban a practicar el terror blanco[116] -como a
Su Excelencia le consta--, el general Beker decidió viajar hasta París en la misma calesa
que había utilizado Napoleón, debidamente escoltado por un pelotón
de la Guardia Nacional y otro de la Gendarmería, quedando yo como comandante de
toda la fuerza que permanecía en Rochefort, la cual no tuvo novedad.
He de exponer, finalmente, a Su Excelencia
que, al regresar el día 15 de julio a Rochefort, procedente de la isla de Aix,
no encontré ya aquí a José Bonaparte. Según las referencias que me dieron, dos
días antes había partido por tierra hacia Burdeos, con su comitiva y equipajes,
con el designio de desterrarse en los Estados Unidos. Al no haber vuelto a
tenerse noticias de él, me atrevo a suponer que haya logrado, a diferencia de
su hermano Napoleón, burlar el bloqueo británico, camino de un exilio
previsiblemente definitivo o, cuando menos, muy largo[117].
Napoleón
en la isla de Santa Helena
[1]
Este Ministerio funcionó en Francia como autónomo entre 1796 y 1818 y, de
nuevo, en 1852-1853. Su titular más famoso y duradero fue Joseph Fouché
(1759-1820), del que se escribirá reiteradamente a lo largo de este relato.
[2]
Nombre dado en Inglaterra a las campañas de su ejército (aliado con españoles y
portugueses) contra el francés, en la Península Ibérica, entre 1807 y 1814.
[3]
Título nobiliario otorgado por Napoleón en 1809 a Joseph Fouché. Es de notar
que este último fue Presidente del Gobierno Provisional entre el 22 de junio y
el 9 de julio de 1815, cuando fue sucedido por Charles Maurice de Talleyrand al
frente del Gobierno, quedando Fouché como Ministro de la Policía General hasta
el 26 de septiembre de 1815. Estas fechas nos dan buena idea del momento del encargo
al coronel Rivette y de aquel en que este presentaría su Memorial al
comitente.
[4]
El tema es puramente colateral, pero se encuentran interesantes referencias a
dicho Cuerpo en la Francia de la época en el artículo anónimo, Histoire des
Chasseurs. Les Chasseurs à cheval: Deux siècles d’histoire, en
archive.wikiwix.com.
[5]
Sobre las reformas de las escuelas militares del conde de Saint Germain y, en
particular, acerca de la de Pontlevoy, véase: Daniel Porquet, L’École royale
militaire de Pontlevoy (1776-1793), www.yumpu.com/fr
(en Pontlevoy et sa región, pp. 257/278).
[6]
El parecido con la academia militar de Brienne -entre otras-, en la que se
formó Napoleón Bonaparte entre 1779 y 1785, es evidente y llamativo: ¡una
academia militar regentada por los benedictinos!
[7] Especie de implacable guerra civil entre
republicanos y realistas, que se desarrolló en esta región al sur del bajo
Loira, principalmente entre 1793 y 1796, concluyendo con el triunfo de la
República Francesa. Las tropas vencedoras fueron sucesivamente mandadas en ese
periodo por los generales Turreau, Dumas y Hoche, entre otros.
[8] La
Convención Nacional fue el apelativo del régimen político francés entre 1792 y
1795. El Directorio lo fue del que estuvo en el poder entre 1795 y 1799.
[9]
La batalla de Bussaco (27 de septiembre de 1810) fue una notable victoria del
ejército anglo-portugués (Wellington) ante el francés (Masséna). Las
fortificaciones y trincheras de Torres Vedras, levantadas entre el otoño de
1809 y el de 1810, permitieron al ejército de Wellington resistir tras ellas y
salvar Lisboa del asalto francés hasta 1812, en que los aliados pudieron
tomar la ofensiva.
[10]
Derrota definitiva de Napoleón, producida el 18 de junio de 1815, a unos quince
quilómetros al sur de Bruselas, ante los ejércitos comandados por el británico Wellington
y el prusiano Blücher.
[11]
Jean Victor Marie Moreau (1763-1813), famoso general francés, figura muy
controvertida en términos políticos: Adolphe Thiers, en su imperecedera Histoire
du Consulat el de l’Empire (1845-1862), es el prototipo del
historiador que desdeña o denigra a Moreau, en tanto que es modelo de lo
contrario el moderno biógrafo de Moreau: Frédéric Hulot, Le général Moreau,
adversaire et victime de Napoléon, Pygmalion, 2001.
[12] Moreau
era natural de Morlaix, actual departamento de Finisterre, en la región
bretona.
[13]
Tampoco faltaron razones más personales, al rechazar Moreau sucesivas
ofertas de matrimonio sugeridas por Napoleón (incluso con su hermana Carolina
Bonaparte y su ahijada, Hortensia Beauharnais), casándose, por el contrario,
sin licencia del Primer Cónsul, con una joven de familia criolla,
enemistada con la de la esposa de Napoleón, Josefina.
[14]
Así, el capitán Paul Marie, el coronel Delabée o el ayudante general Rapatel,
cuyos nombres saldrían a relucir cuando se investigó y juzgó a Moreau por su
presunta participación en el compló antibonapartista llamado de Georges Cadoudal (1803-1804). Véase: Ernest
Daudet, L’éxil et la mort du général Moreau. I. Moreau et la conspiration de
Georges, Revue des Deux Mondes, tomo 47 (1908), pp. 833-866, nota 1 (puede
consultarse por Internet).
[15]
Resumen de dicha conspiración y avanzada tentativa de golpe de Estado en:
VV.AA., Historia del Mundo en la Edad Moderna, tomo VIII (Napoleón),
Ramón Sopena, Barcelona, 1950, pp. 174-176. El texto citado está a cargo del
profesor Georges Parisot.
[16] Aunque
la principal figura de la conjura fuese el general Pichegru. Véase resumen en
la obra colectiva citada en la nota 15, pp. 60-64.
[17] Véanse
las obras citadas antes, en las notas 14 y 15.
[18]
Dato este que no es fácil de encontrar. Véase, por ejemplo, en Alain Tanguy, en
Le Telegramme de Brest, ejemplar de 10 de octubre de 2021.
[19]
Quizá merezca la pena consignar que Luis XVIII reinó en Francia casi un año
(abril 1814-marzo 1815), antes de ser destronado por Napoleón I durante poco
más de tres meses (los Cien Días), entre marzo y junio de 1815. Pasado
este periodo, Napoleón I abdicó definitivamente y Luis XVIII volvió a reinar,
hasta su fallecimiento en septiembre de 1824.
[20]
En un primer momento, la batalla de Waterloo -nombre finalmente impuesto por
influencia británica- fue denominada de Mont-Saint-Jean por los franceses y de
la Belle-Alliance por los prusianos. No es del caso argumentar sobre esos
nombres, sino solo dejar constancia de su identidad de significado.
[21]
Pierre Antoine Dupont de l’Étang, militar y político francés, que ocupó el
cargo de ministro de la Guerra entre abril y diciembre de 1814. En España es
famoso por haber mandado el ejército napoleónico derrotado por el español en
Bailén (julio de 1808).
[22]
Debe recordarse que Bélgica, como país independiente del Reino de los Países
Bajos, no apareció hasta 1830.
[23]
Richard Hussey Vivian (1775-1842), general y político inglés. Cuenta con una
moderna biografía, a cargo de un descendiente suyo: Claude Vivian, Hussey
Vivian, Wellington’s Hussar General. The career of Richard Hussey Vivian during
the campaings in the Low Countries, the Peninsular War & the Waterloo
Campaign of 1815, Leonaur, 2010.
[24] Era el
color de los Borbones, en lugar del tricolor propio de la República Francesa y
de Napoleón.
[25]
Dichas batallas, preliminares de la de Waterloo, se dieron
simultáneamente en la tarde del 16 de junio de 1815, con resultados no
decisivos, aunque suele sostenerse que la de Quatre-Bras, entre franceses
(mandados por Ney) y aliados (comandados por Wellington) terminó en
tablas, en tanto la de Ligny, entre franceses (Napoleón) y prusianos (Blücher)
fue ganada por los primeros.
[26]
Dicho camino corría de oeste a este, a todo lo ancho del campo de batalla,
constituyendo un accidente que resultó muy relevante para el desarrollo de la
batalla en el ala izquierda del ejército de Wellington, donde el camino se
encajonaba y constituía un serio obstáculo para los franceses que pretendieran
salvarlo, al ascender la suave línea de colinas que constituía la posición a la
defensiva de los aliados.
[27]
Posición adelantada en el centro del frente, ocupada por los aliados antes
de iniciarse el combate y perdida por estos tras varias horas de asalto. Se
trataba de una granja, cuya posesión era relevante, pero no decisiva para el
resultado de la batalla, como se comprobaría poco después.
[28]
Granja y hospedaje a retaguardia de las posiciones del ejército de Napoleón,
donde este había pernoctado la noche anterior a la batalla y, a eso de las 22
horas del día de Waterloo, se encontrarían al fin Wellington y Blücher, los
Comandantes en Jefe victoriosos (no obstante, hay quien sostiene que ese
histórico encuentro tuvo lugar más al sur, en la zona de Genappe).
[29]
Tras abandonar su destierro americano,
Moreau se incorporó al ejército como asesor militar del zar, Alejandro I,
falleciendo en agosto de 1813, durante la batalla de Dresde (ganada por
Napoleón), a resultas de heridas de metralla de la artillería francesa.
[30]
Louis Joseph Narcisse Marchand (1791-1874), servidor de Napoleón entre 1811 y
1821, de forma tan fiel y exacta, que el Emperador le otorgó el título de conde
y la ejecución de algunas de sus disposiciones testamentarias. Posteriormente,
se haría famoso por la publicación de unas Memorias de su vida con
Napoleón, reiteradamente editadas, aunque no me consta que hayan sido
traducidas al español.
[31]
En concreto, se trataba de Soult, Bertrand, Clausel y Mouton (conde de Lobau),
así como del general de división, Drouot. Se ha dicho que la escolta armada
solo comprendía a seis hombres, cosa difícil de creer.
[32]
Se sostiene que, en efecto, Von Keller logró recuperar la mayor parte de los
objetos que iban en los carruajes napoleónicos, pese a que ya habían empezado
los soldados a apoderarse de ellos, como botín.
[33] Todavía
en territorio que el Congreso de Viena había asignado al Reino de los Países Bajos.
[34] Véase “Le Dimanche Illustré”, Des champs
de Waterloo aux routes de l’exil pour Napoléon, número del 19 de octubre de
1924, puesto al día en el de 18 de junio de 2019 (accesible por Internet).
[35]
Emmanuel de Grouchy (1766-1847),
mariscal francés que, al mando de un Cuerpo de Ejército de unos 30.000 hombres,
trató infructuosamente de impedir que los prusianos participasen en la batalla
de Waterloo, con lo que, en cambio, perdió la oportunidad de hacerlo él,
arruinando las posibilidades de victoria francesas. Tras una retirada modélica
y ciertos triunfos menores, renunció a su mando a los pocos días, dejándolo en
manos del mariscal Davout.
[36]
Dichas Cámaras, a tenor de la Constitución monárquica de 1814, adicionada por
el Acta napoleónica de 1815, eran la de los Pares y la de los Representantes.
Por lo demás, los citados rumores eran exactos: Ante la amenaza de ser
destituido por la Asamblea, previa deliberación con sus ministros y algunos fieles,
Napoleón I abdicó en la mañana del 22 de junio de 1815, designando como
sucesor a su hijo legítimo, Napoleón Francisco Carlos José (1811-1832), hasta
entonces Rey de Roma, que sería nominalmente el Emperador, Napoleón II,
hasta su formal destitución parlamentaria el 7 de julio de 1815.
[37]
Se ha estimado en unos 70.000 hombres los que el mariscal al mando, Louis
Nicolas Davout, tenía como guarnición para intentar la defensa de País, que
finalmente apenas se realizó, alcanzándose un armisticio el 3 de julio
siguiente.
[38]
Véase el capítulo siguiente. El propio Napoleón hizo al Gobierno Provisional
de Francia la oferta por escrito, desde la Malmaison, de que, si le
confiaban el mando del ejército, se pondría al frente del mismo, no como
emperador, sino como un general cuyo nombre y reputación pueden ejercer todavía
una influencia sobre la suerte de la nación. El ofrecimiento fue rechazado
de plano por Fouché, a quien se le había transmitido en mano por el general Beker,
quien custodiaba al ex Emperador por encargo del Gobierno Provisional que
Fouché dirigía.
[39]
La intervención y conducta del Fouché en esos momentos están aceptablemente
recogidas por: Stephan Zweig, Fouché: Retrato de un político, biografía
clásica que puede consultarse por Internet, por ejemplo, en www.academia.edu.; véanse pp. 337-366.
[40]
La Malmaison es un palacete neoclásico rodeado de verja y extensos
jardines, situado a unos 12 quilómetros de París en dirección oeste. Su
propiedad fue concedida por Napoleón a su primera esposa, Josefina de
Beauharnais (o Tascher de la Pagerie), cuando su divorcio, y ella la habitó
hasta su muerte en 1814, pasando seguidamente a sus hijos, en concreto, a
Hortensia de Beauharnais, que la habitaba cuando llegó allí Napoleón el 25 de
junio de 1815.
[41]
Finalmente, sería Eugène François D’Arnauld, barón de Vitrolles (1774-1854),
militar y político, que alcanzaría puestos ministeriales tras el retorno de
Luis XVIII en 1815.
[42]
Nicolas Léonard Bagert Beker (o Becker)
(1770-1840), ilustre militar francés que, por disensiones con Napoleón, fue
privado de mando entre 1809 y 1814. Pese a ello, y a haber sido restituido en
puestos de mando por el Gobierno Provisional, mantuvo en todo momento
fidelidad al Emperador, como tendremos ocasión de constatar a lo largo de este
relato.
[43]
En concreto, Rochefort-sur-Mer, en el departamento de la Charente Maritime. La
isla fortificada de Aix es un islote, que guarda la bocana principal del
puerto.
[44]
Henri Gatien Bertrand (1773-1853), Charles Tristan de Montholon (1783-1853) y
Gaspard Gourgaud (1783-1852). Los tres acompañarían a Napoleón en su viaje
hasta Rochefort y en el confinamiento en la isla de Santa Elena.
[45]
Antoine Marie Chamans, conde de Lavalette (1769-1830), casado con una sobrina
de la emperatriz Josefina, ayudante de campo de Napoleón y, desde 1801,
dedicado a labores administrativas (Director General de Correos, hasta 1814).
Condenado a muerte por los realistas en 1815, escapó de la cárcel y fue
finalmente indultado, en 1822.
[46] Véase capítulo
2 y nota 30.
[47]
Armand Auguste Louis de Caulaincourt (1773-1827), militar y diplomático,
acompañó a Napoleón en su precipitada retirada de Rusia y, con su influencia
ante el zar Alejandro I, trató infructuosamente de que las potencias reunidas
en Viena consintiesen en la consolidación de Napoleón como emperador en 1815.
[48]
Anne Jean Marie Réné Savary (1774-1833), Duque de Rovigo, militar y
diplomático, a la sazón Inspector General de la Gendarmería. Acompañaría a
Napoleón en su viaje a Inglaterra (julio de 1815), pero no lo seguiría
hasta su confinamiento en la isla de Santa Helena, al haber sido detenido e
internado en Malta por el Gobierno británico.
[49]
Gendarmería de Élite de la Guardia Imperial, fuerza armada especialmente
creada para la protección y asistencia al Emperador y otros personajes
ilustres. Funcionó entre 1801 y 1815.
[50]
Esta acotación tan dura para con Savary puede deberse en parte a que fue este
el principal montador e investigador del compló de 1803-1804 contra
Napoleón, en el que tan injustamente fueron tratados el Duque de Enghien y el
general Moreau, de quien sabemos que era querido y admirado por el coronel
Rivette.
[51]
Versión completa de la misma en: Emil Ludwig, Napoleón, traducción
española para Editorial Juventud, Barcelona, 1950, p. 419 (este famosísimo libro
fue publicado por primera vez en alemán, en 1926).
[52]
Hortensia Eugenia Cecilia de Beauharnais (1783-1831), hija de la emperatriz
Josefina y de su primer marido, Alejandro de Beauharnais. Prohijada, como su
hermano Eugenio, por Napoleón, este arregló el matrimonio con su hermano, Luis
Bonaparte, llegando ambos a ser reyes de Holanda. Aunque el matrimonio no fue
feliz, Hortensia mantuvo fidelidad a su egregio cuñado. Uno de sus hijos,
Napoleón Luis, sería el futuro emperador de los franceses, Napoleón III.
[53]
Emmanuel de Las Cases (1766-1842), que alcanzó fama imperecedera con su Memorial
de Santa Helena, el cual redactó durante el año que convivió en dicha isla
con Napoleón. El manuscrito le fue incautado por las autoridades británicas
hasta la muerte del Emperador (1821), siendo luego publicado en ocho volúmenes,
en 1823, con un éxito incomparable. He hecho de él amplio uso para este relato.
[54]
Sobre Caulaincourt, véase nota 47. Con carácter póstumo, Charlotte de Sor
recopiló y publicó sus Recuerdos: Armand de Caulaincourt, Souvenirs
du duc de Vicence, Hauman, Catoir et Cie., Bruxelles, 1837-1840. En español
se ha editado una pequeña parte de los mismos: En trineo con Napoleón.
Durante la retirada de Rusia, 1812, Interfolio, 2021.
[55] No todos los autores prestan crédito al testimonio de Caulaincourt. Ludwig (véase nota 51) lo ignora; lo admite André Maurois, Historia de Francia, Círculo de Lectores, Barcelona 1973, p. 366. Yo lo considero digno de crédito, entre otras cosas, por los detalles que ofrece, así como por los huecos o dudas que refleja. Un resumen del suceso, accesible por Internet: Amélie de Bourbon Parme, Histoire: le jour où l’Empereur tenta de se suicider, “Le Parisien Week-end”, ejemplar de 30 de septiembre de 2018.
[56]
Emil Ludwig, Napoleón, citado en la nota 51, pp. 421-422. El pretendido inductor
era el conde de Lavalette, ya aludido en la nota 45.
[57]
Jean Nicolas Corvisart (1755-1821). Sobre este y otros ilustres galenos del
periodo napoleónico, véase: Xavier Riaud, Napoléon I et ses médecins, L’Harmattan,
2012. En particular, sobre Corvisart: Paul Ganière, Corvisart, médecin de
Napoléon, Flammarion, 1951.
[58]
Al parecer, la elección de Corvisart no resultó correcta: Maingaut resultó
menos eficaz de lo que se creía y, seriamente afectado por el mareo, abandonó a
Napoleón al llegar a Inglaterra, desechando acompañarlo hasta Santa Helena. De
triste y pusilánime tilda a Mangaut: Claude Maceron, Le dernier choix de
Napoléon: 14 Juillet 1815, edit. Robert Laffont, 1959 (aunque se presenta
como un libro de historia, opino que esta obra tiene mucho de novelesca
y no es particularmente fiable).
[59]
Blanco, como sinónimo de realista, o vindicativo contra los
republicanos y los bonapartistas.
[60]
Louis Nicolas Davout (1770-1823), mariscal y Príncipe de Eckmuhl, a la sazón
Ministro de la Guerra y jefe directo de la guarnición de París. El susodicho
oficio de Fouché a Davout fue publicado ya por Las Cases, entre los documentos
que figuran en nota o apéndice a su Memorial. El exabrupto de Davout,
en: Des champs de Waterloo aux routes de
l’exil pour Napoléon, “Le Dimanche
Illustré”, 19 de octubre de 1924 (puesto al día el 18 de junio de 2019) por “La
Rédaction” del dominical.
[61] Su
contenido puede hallarse, por ejemplo, en Emil Ludwig, Napoléon, citado
en nota 51, pp. 419-420.
[62]
La recoge, con su habitual omisión de fuentes, Emil Ludwig, Napoléon,
citado en nota 51, pp. 420-422.
[63]
Entre los abandonistas que más contrariaron al Emperador, se encontraban
Drouot, Lavalette y uno de sus secretarios. Véase, Ludwig, Napoleón, citado
en la nota 51, pp. 418-419, con alusiones a sus pretextos, así como a las
posturas de algunos de los familiares napoleónicos.
[64] Lazare
Hoche (1768-1797), brillante militar, fallecido a los 29 años, al parecer, de
tuberculosis.
[65]
Nombre con que en Inglaterra y Francia suele ser conocida la batalla de Los
Arapiles (22 de julio de 1812). Véase: VV.AA., Los Arapiles. Encuentro de
Europa. Diputación de Salamanca, 2002, en especial el trabajo de Guido
Tessainer, La batalla de Los Arapiles, 22 de julio de 1812, íbidem, pp.
211-242.
[66] Dicho
asedio, duro y sangriento, se produjo entre el 16 de marzo y el 6 de abril de
1812.
[67]
La batalla se dio el 14 de junio de 1800. El cedro, ahora majestuoso, continúa (año
2022) en el mismo lugar.
[68]
Se trata de la mayor victoria del general Moreau, el día 3 de diciembre de
1800, quien, como es sabido, tuvo serias rivalidades y grave enemistad con
Napoleón: véase antes, nota 11.
[69]
Rochefort-sur-Mer se halla en el departamento de la Charente-Inférieure (hoy,
Charente-Maritime). Napoleón sustituye la voz Charente, alusiva a un
río, por la de souricière (ratonera), adelantando la hipótesis, que
resultó cierta, de que no pudiese salir de allí en libertad.
[70]
François Joseph Talma (1763-1826), gran actor, que mantuvo con Napoleón
relaciones de amistad y mutua admiración.
[71] La de
la primera abdicación de Napoleón, el 20 de abril de 1814.
[72]
Epíteto que solía darse a los veteranos de la Guardia Imperial. Literalmente,
significa gruñón o malhumorado.
[73] La verdad es que tampoco abundan las
referencias extensas al mismo. Sigo la mejor que he encontrado, obra del
conocido historiador, Henri Houssaye: La route de Sainte-Hélène. Les
derniers jours de Napoléon en France. II.
Rochefort et le “Bellérophon”, Revue des Deux Mondes, 5e période,
tome 20, 1904, pp. 5-34.
[74]
Es decir, la ciudad de Tours, que la comitiva había ya dejado atrás unos diez
minutos antes de ordenar Napoleón de improviso que se detuviera.
[75] Título
napoleónico otorgado al general Savary.
[76] Había
sido uno de sus antiguos chambelanes.
[77]
El coronel Rivette está aludiendo al hecho de que Napoleón, siendo Emperador,
prefería como indumentaria militar la levita o frac propio de los
coroneles; y a que fue incesante -y, sin duda, excesiva- la concesión de
títulos nobiliarios por parte de Napoleón.
[78]
Opinan algunos que Moreau perdió el favor de Bonaparte, Primer Cónsul, por
desairarle en dos ocasiones: No aceptando el matrimonio con Carolina Bonaparte
y declinando el honor de ingresar en la Orden de la Legión de Honor,
entonces recién creada.
[79]
Referencia exacta. El rótulo en francés era, por supuesto, La Boule d’Or.
[80]
Más lógico es que los regimientos fuesen mandados por coroneles, pero, en
cualquier caso, a generales se refiere claramente el Memorial que
ahora manejo y traduzco.
[81] Niort
es la capital del departamento de Deux-Sèvres y sede de su Prefectura.
[82]
Navío de guerra de tres puentes y 74 cañones, botado en 1786, que tuvo el honor
de participar, entre otras, en las batallas de Abukir y Trafalgar, aunque su
fama imperecedera se cimentó por trasladar a Napoleón de Francia a Inglaterra,
como luego veremos con detalle. Fue retirado y desguazado en 1836.
[83]
Alusión a la conocida fuga de Napoleón de la isla toscana de Elba, donde se
hallaba confinado por decisión de sus enemigos vencedores de 1814.
[84]
José Bonaparte (1768-1844), hermano mayor de Napoleón, quien lo nombró
sucesivamente rey de Nápoles y de España. A partir de 1815, vivió exiliado en
los Estados Unidos y en Italia, donde falleció.
[85]
François Antoine “Charles” Lallemand (1774-1839), teniente general de
Caballería, mandó la fuerza de cazadores a caballo de la Guardia Imperial en
las batallas de Ligny y Waterloo. Preso de los ingleses en 1815, logró evadirse
y emigrar a los Estados Unidos en 1817, regresando a Francia en 1830.
[86]
Nacido en 1783, fue primer oficial de órdenes de Napoleón, que lo apreciaba
mucho. Acompañó al Emperador a Santa Helena pero se volvió al cabo de tres
años, en 1818, falleciendo en 1852. Su Journal Inédite de Sainte-Hélène,
en dos volúmenes, publicado póstumamente en 1899, se considera una de las más
veraces e interesantes fuentes sobre la vida y entorno de Napoleón durante su
cautiverio.
[87] Esta
moneda, llamada por antonomasia napoleón, circuló entre 1803 y 1815, con
diversas y sucesivas imágenes de Napoleón en el anverso. Pesaba 6,45 gramos y
la pureza en oro era de 900 milésimas.
[88]
Conocido con el nombre de Hôtel de la Marine, fue construido a partir de
1670, con el propósito de servir de Maison du Roi, para alojamiento del
Monarca francés cuando viniese a visitar el arsenal y otras instalaciones de la
Marina en Rochefort. Entre 1800 y 1927, albergó la Prefectura Marítima de
Rochefort. Actualmente (2022) es sede del Comando General de las Escuelas de la
Gendarmería Nacional.
[89]
Me decido a acuñar este gentilicio en español para rochefortais, o
nacido en Rochefort-sur-Mer.
[90]
Actualmente, Place Colbert. La iglesia de los Capuchinos, considerada
bien nacional en 1790, fue casi totalmente derruida acto seguido. El emblema de
la pensión -una serpiente azul- hacía seguramente alusión al blasón de
caballero del gran ministro de marina, Jean Baptiste Colbert (1619-1683), que
representaba una culebra azul ondulante (juzgando que el francés Colbert
podría proceder del latino coluber, es decir, culebra).
[91]
En concreto, se habló de los llamados Pike y Ludlow. Recuérdese
que apenas acababa de concluir la guerra anglo-americana de 1812-1815,
consecuencia indirecta de la problemática del bloqueo continental.
[92]
Actualmente, la plaza ajardinada se extiende por una superficie mucho mayor, al
enlazar el Jardin de la Marine, frontero de la antigua Prefectura, con
el Jardin de la Corderie, a todo lo largo del edificio de la “Cordelería
Real”.
[93]
Me sorprendió en su día que los nombres, parentescos y oficios de todos estos
rocaforteses coincidieran con los de personajes de la película de 1967, “Las
señoritas de Rochefort” (Les demoiselles de Rochefort), dirigida por
Jacques Demy. De no ser una increíble casualidad, habremos de convenir en que
Demy, autor del guion original, conocía de antemano el Memorial del
coronel Rivette e hizo de él un uso evocador. Y ya, de metidos en cine, una
recomendación: Francesc Marí Company, Napoleón Bonaparte y el cine. Una
interpretación histórica, tesis doctoral del Departamento de Historia
Contemporánea, Universidad de Barcelona, Barcelona, 2015, espec. pp. 191-251
(accesible libremente por Internet).
[94]
Apelativo (chouan) dado a los combatientes realistas de la Vendée,
especialmente, en los años de 1793 a 1796 (Primera y Segunda Guerras Vendeanas).
[95]
Al parecer, el barco era propiedad del suegro de Besson. Curiosamente, tras
dimitir de su puesto en la Marina francesa, Besson entró en 1820 al servicio de
Mehemet-Ali y se le considera el creador de la Marina egipcia, de la que fue
nombrado vicealmirante, con el título de bey.
[96]
Solo consta que escribió una carta, nada menos que al Conde de Artois -hermano integrista
de Luis XVIII y futuro Carlos X-, en la que literalmente se decía con indignación: Buonaparte
fue recibido en Rochefort como un dios.
[97]
Jacques Laffitte (1767-1844), banquero de Napoleón I y de Luis XVIII, que llegó
a ser Primer Ministro de Francia entre 1830 y 1831. En la época del relato, se
hallaba residiendo en los Estados Unidos, con un gran predicamento, pues había
financiado en parte a esta nación en su guerra contra los ingleses de 1812. Esa
pudiera ser una de las razones del interés de Napoleón en exiliarse a
los Estados Unidos.
[98]
Es decir, una “embarcación de guerra, pequeña y muy ligera, utilizada
antiguamente para llevar pliegos y órdenes y, después, para otros usos
auxiliares”. (Diccionario de la Real Academia Española).
[99]
Rade des Basques, amplio canal entre las islas de Ré y de Oléron, que
abre paso, desde el Atlántico, a la isla de Aix, la desembocadura del río
Charente y el puerto de Rochefort.
[100]
Pequeño buque de guerra, para usos auxiliares, de tamaño intermedio entre el de
la corbeta y el del aviso. Tal vez podría traducirse por patrullera.
[101]
Frederick Lewis Maitland (1777-1839), quien alcanzó el rango de Vicealmirante
en la Royal Navy.
[102]
O de Waterloo (véase nota 20).
[103]
Lo que contó el coronel Rivette lo están ustedes leyendo. Lo que relató el
capitán Maitland fue publicado por primera vez en 1826 (Edit. Colburn, Londres,
248 pp.) con el título principal de Narrative of the surrender of Buonaparte
and his residence on board H.M.S. Bellerophon. Es más conocida (y accesible
por Internet) la edición de 1904 (William Blackwood editor, Edimburgo y
Londres), localizable en www.gutenberg.org.
[104]
Belerofonte es un personaje de la mitología griega, auriga del caballo alado
Pegaso. La pronunciación aproximada de la palabra en inglés es “bilirofon”, que
tiene un cierto parecido con “bilirofian”, lo que convierte a Belerofonte
en Guillermo el rufián (o el bergante).
[105]
Charles Maurice de Talleyrand-Perigord (1754-1838), insigne político francés
que, entre otros muchos cargos, ostentó el de primer ministro entre el 9 de
julio y el 26 de septiembre de 1815. De sus numerosas biografías, es
recomendable por su afán desmitificador y la recogida de datos, no solo
históricos, sino también legendarios o de fantasía, la siguiente: Emmanuel
de Waresquiel, Talleyrand : Le Prince immobile, Fayard, Paris, 2003.
[106]
La mística napoleónica recuerda sus nombres: Eran el teniente Genty; los
alféreces Doret, Salis y Peltier, y los guardiamarinas o aspirantes Châteauneuf
y Montcousu.
[107]
En español, El Gavilán. Pronto se haría famoso, al ser el que llevó a
Napoleón, de la isla de Aix, hasta el Bellerophon, en el que sería su
último viaje en libertad.
[108]
Había sido Gran Maestro del Gran Oriente de Francia de la Masonería. Hay quien
opina que lo seguía siendo en el momento de su emigración a los Estados
Unidos.
[109]
Véase antes, texto y nota 95.
[110]
Véase más abajo, nota 112.
[111]
Acontecimientos patrióticos de tipo revolucionario, que dieron lugar a que, en
1880, se legislase en Francia que La República adopta el 14 de Julio como
fiesta nacional anual (Ley Raspail, de 6 de julio de 1880).
[112]
Su traducción podría ser la siguiente: Expuesto a las facciones que dividen
mi país y a la enemistad de las mayores potencias de Europa, he terminado mi
carrera política y vengo, como Temístocles, a sentarme al hogar del pueblo
británico. Me pongo bajo la protección de sus leyes, la cual reclamo de Vuestra
Alteza, como el más poderoso, el más constante y el más generoso de mis
enemigos. La carta iba dirigida al Príncipe Regente de Inglaterra (por
incapacidad mental del rey Jorge III), que posteriormente reinaría como Jorge
IV, entre 1820 y 1830.
[113]
Ofrece literalmente esta relación, Sir Frederick Lewis Maitland, The
surrender of Napoleon, edición de 1904, cit. en nota 103, pp. 54-56.
[114]
La batalla del puente de Arcola se desarrolló en la región italiana del Véneto,
en los días 15 al 17 de noviembre de 1796, concluyendo con la victoria de las
armas francesas ante los austriacos.
[115]
Nombre que suele darse al régimen político francés entre 1792 y 1795. El barón
Richard fue uno de los regicidas, es decir, de los diputados que votaron
la condena a muerte de Luis XVI.
[116]
Nombre que se da en la Historia de Francia a los actos de terrorismo y
violencia privada atribuidos a los partidarios de la monarquía borbónica en los
años finales del siglo XVIII y a partir de 1815.
[117]
José Bonaparte no volvería a pisar -que se sepa- tierra francesa. En 1864,
Napoleón III autorizó el traslado de sus restos a los Inválidos, en París,
donde desde entonces reposan junto a los de su hermano Napoleón.
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