Justicia por delegación
Por Federico Bello Landrove
In memoriam, Andrea Camilleri
(1925-2019)
¿Quién no gusta de
los relatos del Comisario Montalbano, aunque solo los conozca por la
televisión? Yo los disfruto como el que más, al ser un apasionado por Italia y
aficionado a los cuentos policiacos. En este caso, déjenme que los conduzca por "Vigáta" en los años en que, aunque Camilleri era solo un niño de dos o tres
años, ya existían su pequeña ciudad, la Mafia y el amor muy cerca del crimen.
Porto Empedocle (vista de la zona
portuaria)
1. El enamorado de Italia
Quienes me conocen
bien saben de mi afición por las librerías de viejo, donde más de una vez he
encontrado materiales para los relatos de este blog. Por tanto, no es de
extrañar que, en una de tantas visitas a mi librería de lance favorita, me
topara con un tocho de holandesas, encuadernado de la misma guisa[1],
en cuyo lomo, en letras doradas, podía leerse: Laureano Avilés. Tesis
Doctoral. La primera página mecanografiada daba, como es obvio, algunos
datos más:
“Estudio comparado de las
legislaciones italiana y española sobre las relaciones entre el Poder Judicial
y el Ministerio Fiscal”
Tesis que para la obtención del
título de Doctor por la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca
presenta el Licenciado, Laureano Avilés Zapatero
Enero de 1929
Por mi ocupación
profesional, el tema me pareció interesante y, en lo que recordaba de memoria,
aquel texto nunca había llegado a la imprenta. De modo que pregunté al librero:
-
¿Recuerdas
de donde te viene esta reliquia, tan bien conservada?
-
Como
tantas otras -me contestó-, de vaciar una casa por fallecimiento de su morador.
-
Dada
la fecha de la tesis -supuse- lo más probable es que el difunto fuese un
descendiente del flamante alevín de doctor; tal vez, algún nieto.
-
Si
tanta curiosidad tiene -sugirió- lo más probable es que haya alguna referencia
en los viejos listines del Colegio de Abogados.
-
¡Bah!,
dejémoslo. De interesarme el libro por algo, sería por el tema. ¿Qué me pides
por él?
Había hecho mal
mostrando cierta inclinación por el volumen. Elías se despachó -pese a la
amistad- pidiéndome una cantidad excesiva. Regateamos y, entre tanto, iba yo
hojeando el texto, por si le faltaban páginas. Nada: las 521 de que constaba
estaban todas… y algunas más. Digo esto porque, encuadernadas a continuación,
aunque de forma que bien se notaba su autonomía, había otras cuantas, si bien
manuscritas por ambas caras, con letra cursiva, algo historiada, pero regular y
perfectamente legible. En la primera de ellas, figuraba como encabezamiento la
siguiente rúbrica:
Resumen de dos viajes a Porto
Empedocle en los años 1927 y 1928.
¡Cáspita! No
parecía una materia para presentar ante un tribunal de doctorado. Por tanto,
era obvio que se habían adjuntado a la tesis ulteriormente a su lectura, bien
para conservarlas mejor, bien porque guardasen alguna relación con el trabajo
académico. En fin, fue el argumento definitivo para pagar trescientas pesetas
por el ejemplar, tesis y crónica de viajes en una pieza. Pero no iba a ser la
última sorpresa que me deparase aquella adquisición. Cuando fui al Colegio de
Abogados a preguntar por el autor, su oficial -ya añoso y salmantino de pura
cepa- hizo memoria:
-
¿Laureano
Avilés, dice usted? Creo recordar que tenía bufete abierto en la calle Pozo
Amarillo, pero cuidado si antes no había sido compañero suyo.
-
¿Quiere
decir que fue fiscal?
-
Fiscal
o juez, algo de eso sentí. Lo que no sé es si lo represaliaron cuando la guerra
o…
-
…
O es que no le llegaba el sueldo para mantener a la familia, dije completando
la frase que el bueno del oficial no osaba redondear en mi presencia.
En fin, fuera una
cosa u otra, ¿qué más me daba a los efectos de sentirme próximo al viajero de
Sicilia? Y mucho menos les importará a ustedes, que leen por mera curiosidad
estas páginas, escritas casi un siglo después que las de Avilés. Pasemos, pues,
a lo narrado por nuestro cronista, máxime porque el hombre era bastante
prolijo; tanto que, hasta que ponga el pie en la bella ‘A Marina[2],
tendré que hacer una selección o excerpta de cuanto dejó escrito.
***
Por mera
presunción, o para explicar su enamoramiento de Italia, Laureano empezaba
recordando que, durante el curso 1920-21, había sido alumno del Colegio Español
de Bolonia[3],
lo que le había dado un buen conocimiento del idioma italiano y una
predilección por aquel país, que le llevaba a escribir: De poder elegir en
dónde haber nacido, sin duda optaría por Italia; o, quizá mejor, por ser
español en Italia. Todavía en una época de fascismo rampante, pero no aún
en el Gobierno[4], Bolonia
y su entorno habían abierto los ojos a mi colega desde diversos puntos de
vista, uno de los cuales era, sin duda, el del corazón, gracias a una gentil
damisela, llamada Albertina, a la que el pudoroso Avilés citaba de
pasada, para añadir decepcionado: Año y medio más tarde, cuando me hallaba
en Madrid, en plena preparación de las oposiciones, me hizo saber por carta que
había contraído matrimonio con un profesor de la Academia bononiense, en la que
impartía la materia de Farmacología. Y agregaba, con un género de humor que
irán ustedes conociendo: ¡Quién hubiera podido estar a su lado, para
combatir el veneno de aquel miserable médico con la triaca de un honrado
jurista de Miranda del Castañar[5].
¿Qué oposiciones
preparaba nuestro joven amigo y cuál fue su fortuna en el empeño? Dejemos que
él mismo nos lo aclare: En la primavera de 1923, aprobé con muy buen número
los exámenes para ingresar conjuntamente en las Carreras judicial y fiscal, es
decir, en momento ligeramente anterior al golpe de Estado de Primo de Rivera[6]
y, desde luego, a que ambas Carreras hermanas quedasen separadas, como más
adelante detallaré[7].
Por mi afición al Derecho Penal y mi desinterés por los pueblos que eran
cabecera de los Partidos judiciales de entrada, opté por incorporarme como
fiscal a la Audiencia Provincial de Vizcaya, donde estuve trabajando -¡y de qué
manera!- hasta que, en junio de 1926, hube de optar casi definitivamente por
fiscal o juez[8], decidiéndome
por la primera de dichas vías.
***
Muchas
casualidades hubieron de darse para que Laureano Avilés diera con sus huesos en
Sicilia: políticas, jurídicas y personales. Las políticas casi las hemos
perdido ya en las brumas de la historia lejana, pero bueno seré recordar que en
los años veinte del siglo pasado, Italia y España se hallaban aherrojadas por
sendas dictaduras, encabezadas por Mussolini y Primo de Rivera, personajes muy
diversos en lo personal[9],
pero llamados a mantener buenas relaciones, aunque solo fuera por la común
necesidad de tener a raya a los peligrosos anarquistas de ambos países,
interconectados para cometer algunos atentados. Laureano lo cuenta así:
Según informes
policiacos solventes, el cabecilla del anarquismo italiano, Malatesta[10],
desesperando de que pudiesen acabar con la vida de Mussolini sus propios
compatriotas, hizo el encarguito a los españoles, aunque finalmente se
desistiera del empeño. A cambio, hubo un cierto apoyo italiano en la tentativa
de asesinar con armas de fuego al Rey de España, Don Alfonso XIII, en París,
cuando se hallaba de camino a Inglaterra, en julio de 1926[11].
Por estas y otras razones, surgió a nivel gubernamental el deseo de
intercambiar información y dotar a ciertos altos funcionarios de preparación y
métodos comunes de reacción frente al terrorismo.
Las razones
jurídicas son resumidas por el fiscal Avilés:
El Ministerio
Público español, ya desligado de sus compañeros del Poder Judicial, y con un
Estatuto que atribuía sobre él múltiples poderes al Gobierno y al Ministerio de
Justicia, estaba -por así decir- en un momento de indefinición, que permitía a
los políticos manipularlo y darle la forma que podía perfilarlo en los años
venideros. Ni siquiera el fascismo se había atrevido formalmente a tanto pues,
por lo que yo sé, los Procuratori[12]
seguían formando parte de la Carrera judicial, con capacidad para pasar de
una a otra, según su voluntad y las vacantes que hubiera. En cualquier caso,
muy mediatizados por el Gobierno, podían servir de ejemplo a sus colegas
españoles, a la hora de acoger de manera acrítica, o incluso con servilismo,
las consignas y criterios de una dictadura.
Como podrán notar,
no parece que Avilés estuviera entre los fiscales más proclives a la nueva
época de ordeno y mando. Incluso, empiezo a pensar que su ulterior
abandono de la Carrera pudo deberse a razones políticas. Pero, según eso, ¿por
qué fue seleccionado para formar parte del reducido grupo de compañeros que
iban a viajar hasta Italia, para intercambiar y aprender experiencias y
directrices? Muy sencillo. Él lo compendia en una palabra: Bolonia. Y
argumenta:
Aunque el idioma
no tenía por qué representar un obstáculo insalvable, es lo cierto que el
Ministro Ponte[13] quería llevar a Sicilia una
representación lucida del nuevo Ministerio Fiscal español y, en tal
sentido, yo daba el tipo: Joven, conocedor del idioma del país y antiguo alumno
del más afamado Colegio de la más antigua Universidad de Italia. Lo cierto es
que, cuando me telefoneó el Teniente Fiscal del Tribunal Supremo[14]
-que presidiría el grupo de fiscales destinados para el viaje- no dudó ni por
un momento de mi aceptación; la verdad, yo tampoco. Tal vez, si hubiese sabido
que el viaje se realizaría por vía marítima, me lo habría pensado mejor…[15]
2. En el país de la paranza
El mareante
periplo de Laureano Avilés por el Mediterráneo acabó en Palermo, desde donde
inmediatamente se trasladaría hasta Porto Empedocle por vía férrea; no tan
aprisa, sin embargo, como para dejar de rendir visita a Cesare Mori, el Prefecto[16]
de Hierro, el azote de la Mafia quien, desde hacía dos años, venía combatiendo
con gran eficacia y dureza a los mafiosos de toda la isla. Parecería que
Laureano hubiera caído de pie en Sicilia. Veamos por qué afirmo tal cosa:
Podría parecer
extraño que una panda
de fiscales españoles, sin apenas haber soltado las maletas, fuesen llevados
a la Prefectura para cumplimentar a su titular. Pero no se trataba de un
gobernante al uso, ni del montón: Era el gran Cesare Mori, el Prefecto de
Hierro, modelo y orgullo de Mussolini, puesto allí para demostrar que, fuera
del fascismo, no había otra autoridad o poder en Sicilia. El Procurador del Rey
pronunció las palabras de salutación, a las que nuestro Don Federico añadió
pocas más en italiano macarrónico. Mori debía de tener prisa pues ahorró
contestar y pasó directamente a saludarnos. A estas alturas, yo ya había dado
con la respuesta a dónde había visto antes aquellos rasgos grabados a buril:
Nada menos que en un acto académico del Colegio Albornociano en Bolonia. En
aquel entonces -apenas cinco años antes- pasaba por el modelo de político que
el fascismo jamás habría de tolerar, hasta el punto de dar severas órdenes de
vapulear a los camisas negras[17]
que provocaban desórdenes. ¡Quién lo habría imaginado dotado ahora de plenos
poderes por el mismo Duce!
Cuando me iba a
presentar Don Federico, me adelanté y, exagerando el episodio boloñés, le dije:
Ya tuve ocasión de
ser presentado a Su Excelencia hace cinco años, cuando era colegial del Español
en Bolonia. Mori retuvo mi mano con firmeza, suspiró y dijo: ¡Buenos
tiempos aquellos!; a lo que yo me atreví a matizar: ¡Pero estos son más
activos! Sonrió y me preguntó: ¿Dónde ejerce usted? Repuse, en
Bilbao. No debía de haber oído hablar de la capital vizcaína; el caso es que
agregó: Barcelona; pida traslado a Barcelona. Es el Palermo de España. Evidentemente,
el Señor Mori metía en el mismo saco a nuestros anarquistas y a sus mafiosos.
No hablamos más, obviamente, pero fue lo bastante para que, en adelante,
nuestros anfitriones se pasaran unos a otros la pintoresca afirmación de que yo
era amigo del Prefecto Mori. Me temo que semejante título acabara por jugarme
alguna mala pasada.
Porto Empedocle (El hotel Villa
Romana es su estado actual)
***
Aunque la línea de
tren de Palermo a Porto Empedocle era muy moderna[18],
nuestro fiscal la calificaba como la puntilla de un viaje agotador. Llegaron
a la caída de la tarde -y eso que las horas de sol eran muchas, pues se había
programado el viaje para el primer periodo de las vacaciones judiciales[19]-
y todavía tuvieron que hacer unos kilómetros para llegar desde la estación
hasta Villa Romana, el pintoresco hotelito junto al mar, que les había
sido asignado por los organizadores de aquel mini congreso. Avilés explicaba
así aquella especie de confinamiento:
Tengo para mí que,
con Prefecto de Hierro o sin él, la Mafia era y seguía siendo la Mafia, y no
era cosa de alertarlos de nuestra presencia durante los quince días que esta
iba a durar en tierras sicilianas; tanto más, cuanto que nos acompañaban varios
colegas italianos, algunos de los cuales sin duda eran bien conocidos por los
señores de la Cosa
Nostra. Pero se cumplió una vez más el adagio de que no hay mal que por
bien no venga. Perdido en los confines de una larga línea de playas[20],
aquel hotelito, bordeado de piscina y jardines que iban a morir en la arena a
la orilla del mar, era un remanso de paz, con espléndidas vistas que, al
ponerse el sol, llegaban a cortar la respiración. Ciertamente, los policías de
paisano y algún carabiniere[21]
se mezclaban con los recepcionistas y camareros, pero no se creaba ninguna
sensación de custodia o de inseguridad. Limpiadoras, cocineras y demás criadas,
impolutamente ataviadas de negro con delantales y cofias blancas, habrían
parecido salidas de algún palacio veneciano, si no fuera por su endiablado
dialecto siciliano, que me resultaba imposible de entender cuando hablaban
entre ellas a su normal velocidad de crucero. Y, para mi contento, he de
hacer constar que, pasada la primera noche, dejé de compartir habitación con
otro colega. Me bastó con formular una leve queja por los ronquidos ajenos al Ispettore
Falcone -nuestro ángel guardián en jefe-, para ser trasladado en solitario a
la segunda y última planta del edificio; gentileza a distancia de mi amigo Mori.
Pero, ¿de qué
diablos se iba a tratar en aquel conciliábulo italo-español, organizado en un
lugar que, no por paradisiaco, dejaba de estar tal lejos de casi todo? Avilés
mantenía el secreto, o tal vez fuera que él mismo no había captado aún el fondo
del asunto. La verdad es que los dos folios impresos que les habían entregado
al inicio no eran muy expresivos: Figuraban también unidos a la crónica y
encuadernados con ella. Muy detallados, ciertamente, en horarios,
conferenciantes y actos complementarios, pero lo que es el membrete… Véanlo,
debidamente traducido:
Primer encuentro de Fiscales
españoles e italianos para intercambiar información y experiencias sobre
delincuencia de especial peligrosidad.
Porto Empedocle, 18 al 30 de julio de
1927
Así pues, vale más que nos dejemos llevan por
el orden de la crónica y, si acaso, meditemos ya sobre una sola palabra, que
supongo sería Laureano quien la dejó escrita al margen del primer folio del
programa del Encuentro. Era esta: PARANZA[22].
***
Aunque no
concordase bien con la impresión de sigilo y aislamiento que ofrecía Laureano acerca
del alojamiento, lo cierto es que los organizadores del evento decidieron que
las charlas y conferencias del mismo se desarrollaran en pleno centro de Porto
Empedocle, con el tráfago que suponía trasladar a una veintena de personas
-entre españoles e italianos-, del hotel al salón de reuniones y viceversa, al
menos una vez al día. Consultadas las páginas turísticas sobre la ciudad, me
inclino a pensar que hubo un cierto componente de ostentación, pues se trataba
del palacio más opulento en ella existente, que seguramente la familia
propietaria cedió parcial y temporalmente para la ocasión. Hoy, el Palazzo
Montagna es solo un recuerdo, pues sus ruinosos restos fueron totalmente
demolidos en dos mil once, tras unos doscientos años de gloria, decadencia y
desolación: Sic transit gloria mundi[23].
Pero dejemos que Avilés nos lo presente en época más lucida:
El palacio estaba
todavía parcialmente habitado por miembros de la familia que le daba nombre,
tal vez venidos a menos por ese caballo de batalla en ‘A Marina[24], que es la decadencia del comercio
en bruto del azufre, obtenido en minas próximas y trasladado hasta aquí en
ferrocarril, con vistas a su exportación por vía marítima. El hecho ha sido
que, por afinidades políticas o por dinero, los Montagna han cedido casi toda
la primera planta de su palacio para nuestros menesteres. En el gran salón con
balconada han preparado un estrado con tres sillones de terciopelo, así como
unas filas de sillas de brazos, con soporte para la escritura, en los que nos
sentamos los fiscales y el selecto grupo de invitados -sin duda, policías y
alguna autoridad local-. El conferenciante no tiene mesa propia, sino que toma
asiento en la mesa presidencial, a la izquierda del Procuratore que presida -para Don
Federico se reserva siempre el sitial de la derecha-. En una antesala,
encontramos a media mañana bebidas y viandas, para reponer fuerzas y facilitar
una conversación más distendida. Noto que los italianos querrían romper el
hielo con mis compatriotas, pero estos se muestran vergonzosos al no defenderse
en el idioma de Petrarca y tienden a formar un par de corrillos entre ellos.
Para satisfacción de Don Federico y de los ítalos, yo me muevo como pez en el
agua, charlando con unos y con otros, siendo presentado a todo bicho viviente
que por allí aparece. Y, aunque pueda tomarse a exageración, no me privo de dar
mi sincera opinión, cuando me la piden, acerca de lo que acabemos de escuchar,
que aunque explicable y fundado, peca con frecuencia de exceso y -por decirlo
con finura- de muy dudosa legalidad.
¡Vaya! Parece que
nuestro fiscal está ya dispuesto a explicarnos el contenido de aquel encuentro
de colegas pero antes va a introducir a una figura clave en su relato. Así
pues, presten ustedes atención:
Presencia
constante en las conferencias y los entreactos tiene una señorita que está en
boca de todos, por su belleza y simpatía. Habla muy bien español y hace los
honores a los invitados que nos visitan. Parece ser que cumple funciones de
traducción y supervisión de la logística de las jornadas, estando llamada a ser
la guía turística en nuestras programadas visitas a la ciudad y sus
alrededores, incluyendo los famosos templos griegos de Agrigento, que espero
con verdadera ansia, dado que, cuando anduve por Italia hace años, estuve en
Paestum[25],
pero no en Sicilia. Esta joven, llamada Valeria Peruzzo, no vive habitualmente
aquí, pero tiene con ‘A Marina una relación y contactos que hasta ahora no me
ha precisado.
Bueno, ya sabemos
algo de la Signorina Peruzzo. Ahora nos toca zambullirnos en esas aguas
procelosas del exceso y la ilegalidad, según ilustrado juicio de nuestro
cronista:
Cuando fui
convocado para asistir a estas jornadas, bien pensé que se trataría de poner en
común experiencias y acciones para reprimir el terrorismo anarquista, que a
ambos países azota. La audiencia del Prefecto Mori y la propia ubicación del
congreso me hicieron imaginar que la lucha contra la Mafia podría tener algún
papel en nuestro encuentro. Finalmente, vamos a tratar de algo mucho más
general y que preocupa a jueces y fiscales desde que el mundo es mundo: Cómo
evitar que los delincuentes violentos o influyentes impidan el descubrimiento
de los delitos o coarten la libertad de los testigos. Claro que es una
preocupación en los juicios contra los anarquistas y los mafiosos, entre otros,
pero también cuando la delincuencia se organiza de cualquier modo, o los
poderosos procuran su propia impunidad. Aquí están saliendo a relucir formas y
métodos de combatir el silencio y la falsedad de los testigos que merecen ser
ensayados, junto a otros tan decididamente ilegales, que me asombro de que se
reconozcan o fomenten en público, aunque seamos un grupo reducido de
profesionales. En un aparte, me atreví a exponer mis reservas a Don Federico
quien, no sé hasta qué punto con ironía, me respondió: Observe, amigo Laureano, que aquí se
habla para incondicionales. Como no sabía si me estaba respondiendo en serio
o en broma -dicho de otro modo, si él mismo era, o no, un incondicional-,
me limité a sonreír y nada dije. Desde luego, yo no me siento tal.
3. Entre el amor y la muerte
Tal vez me haya embalado
a la hora de titular este capítulo pues, aunque Laureano pudiera ser un
joven de corazón cálido -lo que no me consta-, es difícil concluir que
estuviera enamorado de Valeria al cabo de pocos días, y viceversa. Desde luego,
su crónica es muy parca -casi pudibunda- en noticias al respecto:
A poco de estar
en ‘A Marina, me sentí inclinado a tener con la Señorita Peruzzo una atención,
que compensara de algún modo las suyas con todos nosotros, en general, y
conmigo, en particular. La invité a cenar, sugiriéndole que fijara ella el
lugar y el menú, dentro de lo más típico del lugar. Tuvo la gentileza de irme a
esperar a la vera del hotel, en el hermoso Lungomare Nettuno, teniendo luego la
ocurrencia de descalzarnos y hacer el recorrido hasta el pueblo, no por calles,
sino por la orilla del mar. Ella iba vestida de manera informal, pero mi
estampa debía de ser pintoresca, de traje y corbata, pero descalzo de pie y
pierna, pues hube de quitarme los calcetines y doblar las perneras hasta las
rodillas. Fuimos hablando de todo un poco, con ligereza y sinceridad a la vez.
Así, tuve ocasión de enterarme de que era licenciada en letras por la
Universidad de Palermo, bibliotecaria auxiliar de la hermosísima -y
abandonadísima, según ella- Biblioteca Lucchesiana de Agrigento[26].
Buena conocedora -como creo ya haber dicho- del idioma español, había sido
contratada para servirnos de guía y azafata, gracias a su parentesco con el
Comisario de Policía de ‘A Marina, de quien es sobrina por parte de su esposa.
A la puesta del
sol, llegamos a nuestro destino, una trattoria[27]
junto al puerto, llamada ‘A Vecchia Masseria, cuyas cristaleras velaban
fruncidas cortinas a cuadros blancos y rojos, haciendo juego con los manteles
de las mesas. Estas y las sillas eran de recia madera clara y torneada, en
tanto los aparadores, macizos y oscuros, daban impresión de pesadez, aligerada
por la colorida cerámica de vasares y paredes, de un azul ciano. Aunque ya casi
todas ocupadas, la camarera nos condujo hasta una de las mejores mesas, junto a
las vidrieras, que Valeria había reservado previamente, ante la previsible
afluencia que generarían las actuales fiestas de la Virgen del Carmen[28].
Creo que lo
expuesto es más que suficiente para dejar constancia del detalle con que
Laureano recordaba los momentos y lugares de su primer encuentro a solas con
Valeria. Con todo, no puedo obviar los instantes finales de su estancia en la trattoria,
decisivos para mucho de lo que vino después. Avilés lo narraba con calculada
frialdad:
A los postres,
comoquiera que se hacía tarde y la camarera ni a bien ni a mal viniera para
cobrar la cuenta, decidí pasar a la entrada, a la parte de mostrador, para
abonar la consumición. Junto a una mesa de las que dedicaban solamente a las
libaciones, había una pendencia, entre un individuo de mediana edad, que se
hallaba de pie, y otro, como de mi edad, sentado y muy pálido, que apenas hacía
otra cosa que aguantar el chaparrón de amenazas e improperios. Digo tal, por la
apariencia y lo que supe después, pues la vehemencia de las voces y mi ignorancia
del dialecto de la isla me impedían captar el significado propio de las
palabras. Finalmente, el individuo que estaba de pie se llevó la mano al
gaznate e hizo la típica seña de cortar el cuello al prójimo, no llegando la
cosa a más, gracias a la interposición y sujeción de algunos circunstantes. Un
sujeto que estaba junto a mí me comentó, como si yo conociera el paño: Mal
le va a ir al Gabbiano, que Biscia es de los que solo amenazan una vez. Momentos
después, aplacado todo y con el tal Biscia fuera del local, fui por fin
atendido en mi papel de pagano y pude regresar al lado de Valeria, sin
que, por el momento, juzgara necesario narrarle el incidente del que había sido
testigo.
***
Tengo para mí que
Laureano Avilés maldeciría más de una vez el momento en que se le ocurrió
contar al Comisario, Saverio Balducci, lo que había presenciado en ‘A
Vecchia Masseria cuando allí estuvo cenando con su sobrina. En realidad, de
entrada solo le había hecho una pregunta para saciar su curiosidad, pero… En
fin, recojámoslo con sus mismas palabras:
Durante el café
de media mañana, me acerqué al Comisario y, por simple cortesía, le informé de
que había estado cenando anteanoche con su sobrina Valeria. Comoquiera que me
comentase muy sonriente que era una gran chica y que había pasado conmigo una
velada muy agradable -según le había confesado-, me vino a la cabeza el
incidente entre el Biscia y el Gabbiano[29].
Escuchar esos dos apodos y ponerse en guardia fue todo uno. Me hizo repetir
con todo detalle lo visto y oído y, al punto, se ausentó, pretextando una
diligencia urgente. ¡Y tanto! Como que esa misma mañana había aparecido en la
playa el cadáver del Gabbiano degollado, al parecer, con una navaja
barbera. Cuando terminó la jornada matinal de nuestro congreso, Balducci me
estaba esperando a la puerta del salón y, sin dejarme casi respirar, me cogió
del brazo y dijo: Hoy tengo el gusto de invitarlo a comer en mi casa. Aunque
sorprendido, me sentí halagado y se lo agradecí, haciéndole ver que tendríamos
que terminar temprano pues aquella tarde estaba prevista la visita al Valle de
los Templos[30]. Ningún
problema -me contestó, sonriendo-; precisamente nos acompañará en el
ágape su cicerone. En efecto, en casa del Comisario, en vía Crispi, encontré
a Valeria que, mientras durase el simposio italo-español, era huésped de sus
tíos.
A poca imaginación
que le echemos, hemos de percatarnos de haber llegado al nudo del relato; punto
en donde confluyen y enlazan la línea recta de la teoría y la sinuosa de su
llevanza a la práctica. Pero lo que lo hacía inextricable era que la presunta
rectitud de la norma estaba aquí desvirtuada por los entresijos de la lucha
contra la delincuencia organizada, que eran el objeto -poco legal y tortuoso-
de aquel congreso que Laureano ya nos ha presentado con los tintes de un conciliábulo.
Menos mal que la anfitriona de aquella comida, Doña Adelaida Peruzzo, salió en
defensa del atribulado Avilés, no tanto por respeto hacia él, cuanto por afecto
a su sobrina. Al menos, eso es lo que creía nuestro fiscal, según puede
deducirse de su relato:
Apenas en un par
de horas, el Comisario -gracias a mi testimonio en privado- había sido capaz de
hacerse la composición de lugar acerca del homicidio del Gabbiano. Era de
dominio público en la comarca que Don Vincentino Sinesio, alias Biscia, era el
cabecilla de la mafia de ‘A Marina, que vivía de extorsionar, so capa de
protección, a los pescadores de aquellos mares y a los comerciantes de la
localidad; como era también de todos conocido que el Gabbiano era uno de sus hombres de honor, que le había
salido rana al meterse en deudas de juego y envío de dinero para ayudar a sus
familiares emigrados a América. Al decir de Don Saverio, demasiadas sisas y
engaños le había aguantado el Biscia para lo que en él era habitual. En fin,
con las amenazas hechas en público dos días antes, el caso presentaba para el
jefecillo mafioso muy mal cariz. Claro que faltaba encontrar un par de testigos
que declararan en su contra, y eso ni que decir tiene que iba a resultar
imposible. El Comisario, al aludir a los hipotéticos testigos, se me quedó
mirando, momento en que saltó su esposa y lo apostrofó, por imaginar siquiera
que un chico extranjero, tan amable y tan amigo de Valerina, fuera a
jugarse la vida por descubrir al asesino de otro malhechor. Don Saverio aseguró
que no era esa su intención, sin perjuicio de que, tal vez pudiera yo prestar
algún modesto servicio a la justicia italiana. Ya hablaremos uno de estos días
-concluyó-, pero ahora partid hacia el Valle de los Templos y disfrutad de
su belleza. No digo que no gozara con tanta hermosura, y más junto a Valeria
y descrita por ella, pero al momento volvía a recordar las palabras de su tío y
el couscous alla trapanese[31]
se me ponía de punta en el estómago.
No fue solo el
estómago lo que se le puso de punta a Laureano. Me figuro que también se le
erizaría el cabello cuando, al concluir la visita a los templos de Ákragas[32]
y regresar a Porto Empedocle, Valeria le dijo de sopetón que quería que
cenasen juntos, si bien esta vez sería ella quien corriese con el gasto.
¿Razones? Nos las cuenta el invitado:
Esta vez, Valeria
buscó una pequeña pizzería junto a la Chiesa Madre[33], y me leyó la cartilla -como
suele decirse- por no haberle narrado a ella el incidente y sí a su tío, de
quien dijo que, aunque buena persona y no muy fascista, era capaz de cosas
bastante irregulares, con tal de apuntarse un buen tanto como policía. Me
aseguró que, entre su tía y ella, iban a hacer lo posible por pararme el golpe antes
de que llegase mi testimonio a los oídos del Procuratore de Agrigento o del
anti mafia de Palermo[34].
Entre tanto, debía negarme en redondo a prestar cualquier tipo de cooperación
en el caso Gabbiano pues podía irme en ello la vida. Siendo extranjero en
visita oficial -argumentó-, no se atreverán a forzarte a colaborar.
De las escasas
alusiones de la crónica avilesina a las relaciones del narrador con
Valeria, se infiere que la tensión emocional que les produjo el peligro generó
entre ellos una intimidad cómplice, que jugó muy a favor de provocar lo que
-ahora sí- podríamos calificar de amorosa solidaridad. De hecho, la joven, pese
a su aseveración de que en ‘A Marina la mafia se entera de todo antes,
incluso, de que suceda, no quiso abandonar la compañía asidua de Laureano,
pese a las sugerencias en tal sentido de sus tíos y a los comentarios jocosos
de los demás fiscales del curso.
4. El modus vivendi
El lunes, 25 de
julio, se produjo lo que Laureano llevaba varios días esperando. Del tono serio
y un tanto imperativo de la reunión era buena muestra que, frente a Avilés, se
encontraran el fiscal jefe de Palermo. Renzo Sinise, el Comisario Balducci, y
el Teniente Fiscal del Tribunal Supremo español, Federico López. La verdad es
que aquello le pareció a nuestro un poco intimidado fiscal la segunda parte de
las conferencias de aquella mañana, dedicadas a algo que a mí me pareció harto
confuso, por más que mi colega de otra época histórica lo describiese muy bien:
Se trataba, en el
fondo, de una especie de justicia por delegación. Comoquiera que no
habría un testigo tan valiente -o tan loco- como para declarar en contra de Don
Vincentino, la policía buscaría lejos de Sicilia a un sujeto que, por dinero o
por convicción, estuviera dispuesto a actuar como testigo falso. Claro que la
falsedad solo sería porque no había visto ni oído nada por sí mismo, pero lo
que declararía sería la verdad absoluta, corroborada por la opinión pública y
por la plena convicción de la Policía y del Procuratore. Cuando ya estaba
sudando y tragando saliva, en el convencimiento de que el intrépido forastero
iba a ser yo, Don Federico me aclaró en español paladino que los colegas
italianos ya tenían aspirante para tan peligroso papel, y que yo no tendría
otra cosa que hacer sino afirmar ante el tribunal que me hallaba casualmente
hablando con él, o junto a él, en el restaurante, cuando se produjo la riña y
amenaza por parte del Biscia. Cómo estaría de preocupado y nervioso, que la oferta me pareció de perlas, pese
a que me hacía autor de un falso testimonio como la copa de un pino; pero, al
menos, no tendría que testificar ni una palabra contra el jefecillo mafioso,
con el pretexto de que estaba distraído, tratando de pagar la consumición, y no
entendía lo bastante el siciliano. Por supuesto, ni palabra de la presencia de
Valeria: Yo habría estado en la barra, tomando un marsala y disfrutando del
ambiente de fiesta, como un turista más.
El Procuratore palermitano se extendió en explicaciones, que amén de cortesía, evidenciaban
que no todos los magistrados sicilianos tenían las tragaderas de comulgar con
los excesos del Prefecto de Hierro y sus adláteres, aunque se tratara de
un empeño tan benemérito como el de desarraigar la planta de la Mafia del feraz
solar siciliano. Avilés lo explicaba así:
Ante otro
tribunal, tal vez mi postura de testigo de corroboración no habría sido
precisa, pero es que en la Corte d’Assise[35]
de la provincia de Agrigento -a la que pertenecía Porto Empedocle- presidía
el tribunal penal un tal Mattia di Pietro, que solía tomar en solfa la
declaración de los testigos presentados por la Policía -a quienes calificaba de
testes ex machina[36]-,
haciéndoles preguntas enrevesadas y sugiriendo a los jurados[37]
que valorasen con mucho tiento sus manifestaciones. De ahí, la necesidad de mi
apoyo para probar la presencia del testigo delegado, cosa que podría ser
decisiva para que se le creyera, aunque para la Mafia mi intervención tendría
mucho menos significado que si depusiera acerca de lo hecho y dicho por su capo
empedoclino. De todos modos, se darían los menores detalles posibles, para
que la Cosa Nostra[38]
no pudiese ejercer amenazas o represalias sobre mí, ni antes ni después del
juicio.
Todavía recibió Avilés
algunas otras satisfacciones, de parte de sus solicitantes, que contribuyeron a
tranquilizarlo, por el momento:
No habría de
figurar como testigo en la fase de instrucción de las diligencias sumariales,
sino que el fiscal me propondría, por primera vez, para el acto del juicio.
Siendo así que este habría de demorarse unos cuantos meses, se me citaría en
España, a través del consulado de Italia en Madrid, sin dejar constancia en los
autos de mi domicilio y profesión. Recibiría la autorización de mis superiores
para viajar con tal objeto a Sicilia, y el Estado italiano me abonaría todos
los gastos de viaje y estancia. Ese fue el modus vivendi al que llegué con mis
superiores o, por mejor decir, el que me impusieron.
No fueron esas las
últimas consideraciones recibidas por Avilés en aquellos días. El Comisario lo
autorizó para que lo llamase Saverio, y su propia esposa pienso que no se
hubiese opuesto a que aquel fiscal tan amigo de su sobrina pasara a tratarla de
zia[39]. De
manera más formal -y sorprendente, para mí-, cuando se entregó un diploma final
de asistencia y aprovechamiento del simposio, los fiscales españoles, como si
de escolares se tratara, recibieron todos la calificación de buono,
salvo Laureano:
Cuando iba a
meter el documento en la maleta, me percaté de que mi valoración era de lode[40].
Se ve que habían tomado en cuenta anticipadamente mi labor práctica.
Pero no todo eran
parabienes, como apreciaremos en la segunda parte de este capítulo.
***
Valeria estaba
indignada de la forma con que las autoridades italianas y, en particular, su
tío, habían disfrazado la cooperación de Laureano para intentar conseguir la
condena de Don Vincentino por asesinato. Para ella, todo lo que fuera incomodar
a la Mafia suponía peligro de muerte. Avilés no sabía hasta qué punto
había llegado su amiga en la indignación hacia tío Saverio, pero sí era muy
consciente de lo enfadada que estaba con él, por haber transigido con el plan
del Procuratore de Palermo, e hizo todo lo posible por disuadirle de
regresar a Sicilia para el juicio. Así lo expresa nuestro fiscal en su crónica:
Los pocos días que
quedaban para mi inevitable partida, que podrían haber sido tan hermosos, se
convirtieron en un calvario. Valeria pasaba todo el tiempo que estaba conmigo
recriminando mi condescendencia, tratando de que volviera de mi decisión de
ayudar a la Justicia italiana y llorando, no sé si de pena por mi futuro, o de
rabia por lo que me habían hecho y yo consentido. En los días anteriores, había
pasado por mi cabeza el dejar marchar a mis colegas y quedarme todas las
vacaciones en ‘A
Marina o en Agrigento, disfrutando de la compañía de Valeria; pero de la forma
en que se habían torcido los acontecimientos, fue para mí una liberación coger
el tren para Palermo el 31 de julio, como estaba previsto por la organización
del congreso.
Avilés nunca quiso convertir su
narración en una exposición detallada e íntima de sucesos ni de sentimientos.
Somos sus lectores quienes tenemos que poner de nuestra parte, para entender y
valorar las encontradas emociones de la pareja en aquellos días. Al final,
parece que en Laureano dominó el deseo de escapar de aquel ambiente ominoso y
opresivo, que le impedía pensar con una mínima tranquilidad. En Valeria, por
encima de todo, acabó primando su genio vivo y el afán por evitar cualquier
daño a su amado spagnoletto[41].
En cualquier caso, la despedida fue triste:
Quedamos
citados la tarde anterior en una terraza, frente a la torre de Carlos V[42].
Apenas fuimos capaces de mantener una mínima conversación. Teníamos la
sensación de estar atrapados por el destino: Si yo no volvía, la perdería para
siempre; si regresaba, sería en contra de su voluntad y con riesgo para mi
vida. Fue cayendo el sol y el camarero se acercó para ver si pedíamos algo de
comer. Tomé la iniciativa y pedí un plato de paranza, que quedó entero
cuando nos fuimos, como testigo mudo de muestro abandono. Nos despedimos allí
mismo y, si alguien nos hubiese oído, no habría podido por menos de extrañarse
y sonreír. Yo dije: Volveré. Y ella: Ni se te ocurra. Bien sabía
yo sus motivos.
5. Un conflictivo regreso
Dos cosas podemos
dar por seguras en el intervalo que medió entre la primera y la segunda
estancias de Laureano Avilés en Porto Empedocle. Una, que Valeria y él habían
mantenido una relación epistolar durante ese periodo, suficiente, al menos,
para que ella supiera que Laureano no tendría más remedio que ir a testificar,
aunque no fuese esa su libre voluntad. Otra, que nuestro fiscal hizo todo lo
posible por zafarse de la citada obligación, hasta el punto de forzar la
intervención del Ministro de Justicia español. Pero antes de pasar a tratar de
la imposición ministerial, es curioso -al menos, para los juristas españoles-
la incidencia que tuvo, o estuvo a punto de tener, el modelo de justicia por
delegación, aprendido en Porto Empedocle. Laureano nos lo explica:
Al regresar de
nuestra estancia en Italia, pese a tratarse del mes de agosto, tan vacacional,
nos recibió en el Ministerio de Justicia su titular, Don Galo Ponte[43], a quien el Teniente Fiscal del
Tribunal Supremo, Don Federico López, le hizo un resumen de lo tratado y le
entregó una versión bilingüe por escrito de la crónica del congreso y de sus
conclusiones. Yo quedé admirado de la rapidez con que se había redactado e
impreso esa reseña. Un compañero de viaje me respondió en dos palabras -eficacia fascista-, dando a
entender que todo se había preparado entre Porto Empedocle y Palermo, tal vez
bajo la supervisión del Prefetto di Ferro. No volví a tener noticia de los
efectos en nuestra práctica penal de tales insensateces jurídicas. Solo me llegó
el rumor de que se estaban haciendo algunas gestiones para que fuesen miembros
de confianza del Somatén[44]
los seleccionados para presentarse en los sumarios y juicios como denunciantes
y testigos de complacencia o delegados.
Por tanto, Avilés
ya conocía al Ministro Ponte cuando tuvo con él una entrevista mucho menos
tranquila que la aludida de agosto de 1927. Fue a raíz de que, conforme a lo
convenido, la Procuraduría italiana lo citase para acudir al juicio por
asesinato contra Vincentino Sinesio, alias Biscia. Era por marzo de 1928
y, tras recoger la cédula en el Consulado, Laureano se presentó en la Fiscalía
del Tribunal Supremo, dispuesto a hacer valer su propósito de no viajar a
Italia, aunque hubiera que disfrazarlo de alguna forma medianamente digna. Don
Federico, el Teniente Fiscal, quiso imponerse, pero nuestro fiscal le recordó,
sin rebozo alguno, que lo que de él se pretendía era un falso testimonio.
Llegados a ese punto, debió de recabarse la mediación del Fiscal jefe, Señor
Oppelt[45],
quien decidió elevar una informal consulta al Ministro, como máxima autoridad
de la Carrera Fiscal según el Estatuto de 1926[46].
Y aquí fue Troya, o poco menos, según cuenta el fiscal Avilés:
El Ministro me arrojó
a la cara todo un arsenal de argumentos, desde el deber de cumplir la palabra
dada, al de mantener el prestigio del Ministerio Fiscal español ante una
Potencia extranjera. De manera bastante clara, me acusó de cobardía y de
cortedad de miras, al olvidar que la falsedad que define el delito de falso
testimonio no es formal, sino material o de fondo, lo que en este caso no se
daba en absoluto. Yo insistí en que había falsedad, se mirara como se mirase,
toda vez que iba a declarar conocimiento y presencia de una persona que para mí
era un fantasma. En mal momento empleé esa metáfora, ya que el Señor Ponte la
aprovechó para decirme que el fantasma era yo, pues pretendía hacer una fantasmada,
envaneciéndome de escrupuloso cumplidor de la ley, cuando con mis actos iba a
lograr la absolución de un peligroso asesino. Finalmente, me aseguró que, de no
marchar incontinente para Sicilia, lo tomaría como desobediencia y grave
infracción al honor del Ministerio Público[47],
lo que me acarrearía la expulsión de la Carrera o poco menos. En consecuencia,
esa misma mañana dejé cumplidos los trámites administrativos del viaje y decidí
no volver a pensar en el asunto hasta que estuviera a la vista de Palermo. Como
es obvio, no pude cumplir mi saludable propósito.
***
Desde que puso los
pies en el puerto de Palermo, Laureano Avilés tuvo la sensación de que lo
cogían en volandas y lo depositaban a la vera del tribunal de Agrigento. Menos
mal que el Comisario Balducci, alertado por su sobrina, tuvo la gentileza de
hacerse guardián de aquel testigo protegido, dando pie así a que los dos
enamorados pudieran reencontrarse, aunque fuese en circunstancias poco gratas.
Decía Avilés:
Para evitar
cualquier suspicacia de contubernio, el Comisario tenía prohibido alojarme en
su casa; de modo que Donna Adelina, su mujer, hizo valer su íntima amistad con
la opulenta familia Melluso para que me hiciesen un hueco en su espléndido
palacete Art Nouveau de la Piazza della Chiesa Vecchia[48].
Su amiga del alma, Donna Concettina Melluso, debía de estar totalmente al tanto
de mi cariño por Valeria y de los malos tiempos por los que pasaba, pues me
recibió como a su querido sobrino de España, dando así cobertura a mi
presencia en la mansión, así como a las visitas de Valeria, procurando que
saliese yo lo menos posible a la calle para que no pudieran vernos juntos los
esbirros de Biscia.
Lamento que Avilés
no fuera más explícito sobre su segunda visita a Porto Empedocle, ni tampoco
acerca de los sentimientos recíprocos entre él y su pareja. Su crónica se va
volviendo más seca a medida que avanza hacia su final. ¿Estaba cansado? ¿Ocultaba
algo? De cualquier modo que sea, sigamos leyendo:
Eran los días de
principios de mayo. Valeria procuraba terminar su trabajo en la Biblioteca
Lucchesiana durante la mañana y hacía en bicicleta el corto trayecto hasta ‘A
Marina, para así pasar las tardes conmigo en el palacio. En ocasiones, nada más
comer, me encaminaba, línea de playa adelante, hasta el Lido Azzurro y, a la
vera de mi hotel del año anterior, la esperaba y pasábamos el rato paseando
junto al mar o sentados en un banco del Lungomare Nettuno. Una tarde me
sorprendió, así, de sopetón, advirtiéndome que, para el día siguiente, tendría
que estar preparado de traje, pues había quedado a las cuatro con una persona
que me vendría muy bien conocer. Me condujo hasta una hermosa casa de dos pisos
en Via Roma, a dos pasos del Pallazzo di Città[49]. Llamó a una puerta del
piso principal, sobre la que una placa rezaba: Gualberto Montagna.
Avvocato. Una sirvienta nos pasó al despacho, ostentoso y forrado de
estanterías repletas de libros jurídicos. A poco, entró un sujeto como
de cincuenta años, rechoncho, calvo y con gafas, cuya leontina de oro y un
espectacular solitario daban la apariencia de un ostentoso almacenista, o eso
imaginé. Claro está que se trataba del abogado de la placa o, para mayor precisión,
del letrado defensor del acusado Vincenzo Sinesio y, seguramente, el candidato
favorito para patrocinar a todos los mafiosos de la provincia.
¡Increíble! ¿Cómo
es posible que la tierna y amorosa Signorina Peruzzo hubiese llevado a
su cariño hasta la guarida del lobo? ¿Qué pretendía, de espaldas a su voluntad
y conocimiento? ¿O es que habían sido descubiertos por la Mafia y ella había
decidido rendirse y traicionarlo? Es claro que esa posibilidad nos sentimos
inclinados a descartarla, por más que nos hallemos en una tierra que, pese a
Mussolini y a su Prefecto de Hierro, controla y dirige con mano larga la
Cosa Nostra. Pero, si Valeria está siendo dueña de su propio destino y
del sino del ignorante Laureano, ¿qué pretende con esta visita? Avilés nos lo
explica, una vez que entendió en toda su complejidad y peligro el objetivo de
su amiga:
Solo una mujer
como Valeria era capaz de intentar la cuadratura del círculo, y hasta de
conseguirla. Sabía que yo había sido contrario a volver a Sicilia para declarar
en el juicio, tanto por el riesgo que suponía, como por tener que dar un
testimonio falso. También le constaba que, a estas alturas, ni mis superiores
españoles, ni las autoridades italianas, me permitirían eludir esa
responsabilidad, ni que fuese yo espontáneamente quien confesara la verdad y
les echara a perder la condena de Don Vincentino a ergastolo[50].
Y, finalmente, de ningún modo podía aceptar que, declarando yo falsamente en
contra del Biscia, pudiera jugarme la vida, y quién sabe si también la
de ella, caso de que supieran los mafiosos de nuestra relación. ¿Y qué hilo
maravilloso podría usar aquella Ariadna para rescatar salvo a su Teseo? Pues el
que ya había tejido en previas visitas al Avvocato Montagna y acordado
con este. Con voz melosa y susurrante, que me habría adormecido en aquella
atmósfera cálida y penumbrosa, si no fuera por el contenido de las frases, Montagna
expuso en tres puntos su plan salvífico, que era el urdido por y con Valeria.
Primero: Nosotros y él guardaríamos perpetuo silencio sobre nuestro acuerdo,
pactado allí y entonces. Segundo: Él se encargaría de hacerme, como si fuesen
de su personal conocimiento, las preguntas que evidenciarían cómo yo no era un
testigo de fiar, para que un jurado -de individuos acomplejados por la
siniestra fama del acusado- condenase por asesinato a una pena tremenda. Y
tercero: De seguirle yo la corriente, el fiscal no podría hacer otra cosa que
maldecir la mala suerte de que su añagaza se hubiese descubierto no por mi
culpa, sino por la Mafia, la cual no nos tocaría un pelo, ni a Valeria, ni a
mí. De otro modo…
Avilés dejaba el
párrafo en suspenso, aunque bien comprendemos lo que quería decir. Con todo,
aún se resistió un tanto y pidió dos o tres días para pensarlo y dar
contestación. Así el abogado como la joven le hicieron ver lo inoportuno de
andar con nuevas visitas o con llamadas telefónicas, dadas las circunstancias.
Comprendiendo lo razonable de la objeción, nuestro fiscal optó por invertir los
términos de una posible reflexión contradictoria:
Decidí aceptar, en
el tácito entendimiento de que, si al final rectificaba, podría hacerlo sin
necesidad de advertírselo a nadie y en un momento en que ya podría salir de
Sicilia protegido y a toda velocidad. El Abogado pareció mostrarse muy
satisfecho y nos despidió muy efusivo. Al salir a la escalera, Valeria me
invitó a subir con ella al segundo piso, donde trabajaba una encajera a la que
iba a comprarle unas puntillas para los visillos de su salita. No había mejor
forma de explicar nuestra visita a aquella casa, si alguien nos había visto entrar
en el portal. Ya en la calle, mi perspicaz acompañante deshizo el paquete de
bordados y los estuvo contemplando durante un par de minutos.
***
El juicio contra Biscia se demoraba entre
reclamaciones y recursos del defensor, dificultades para formar el jurado,
incomparecencias de testigos, que tenían que ser detenidos y llevados a
declarar a la fuerza… El Comisario le hacía llegar a Laureano información de
todo ello. Por otra parte, ya le constaba que el fiscal, en vista de que tenía
que venir de España, había solicitado con éxito del Presidente del Tribunal que
fuera él el último testigo en declarar, aunque fuese de la acusación[51].
Naturalmente, el Procuratore no había renunciado a ese derecho por la
circunstancia de que Avilés ya llevase casi un mes en Porto Empedocle;
Montagna, satisfecho del acuerdo con nuestro fiscal y con Valeria, tampoco
había dicho esta boca es mía, dejando el golpe de efecto para el final del
juicio. Y, entre tanto, el falso testigo presencial al que Avilés había de
corroborar, estaba confinado en Palermo, como león enjaulado, maldiciendo el
día en que, por unas cochinas liras, lo habían convencido para que
viniese desde Ferrara a amargarle la existencia a un mafioso de tres al cuarto…
Pero me estoy extendiendo demasiado y, tal vez, afirmando lo que, en el fondo,
supongo, más que conozco. Demos paso, una vez más, a la crónica avilesina:
El decurso de los
días me creaba tensión, pero también me permitía asimilar el acierto del
acuerdo a que habíamos llegado con el Abogado. Nada mejor se me habría ocurrido
para salir bien librado, dentro de lo que cabe. Y todo se lo debía a Valeria,
con quien, en aquel escenario de frescos mitológicos y de playas de oro y azur,
anudé una intensa relación amorosa que, aunque deseábamos de por vida, ambos ya
habíamos vivido lo bastante como para, en la tierra de Empédocles, comprender
que no podíamos contar solo con el amor nuestro, sino también con la enemistad
ajena, para conformar nuestra evolución y nuestro futuro.
Buen final
filosófico de nuestro amigo, para dejar paso al último capítulo de este relato,
basado en su crónica.
6. El juicio
Al fin, llegó el
gran día, 30 de mayo de 1928. A primera hora de la mañana, un coche de la
Comisaría fue a buscar a Laureano al palacio donde residía en Porto Empedocle y
lo condujo hasta el Tribunal de Agrigento. Una vez allí, a punto de empezar la
sesión del juicio, recibió en la sala de los testigos la visita del Procuratore
del Re[52], al que
ya conocía del verano pasado. El fiscal hizo aproximarse también al testigo por
delegación, a fin de que se conocieran físicamente. Luego, estuvo hablando
con cada uno de ellos por separado: más detenidamente con el ferrarés, para
preparar el interrogatorio, y muy brevemente con Avilés, perfecto conocedor de
este tipo de actuaciones. Estaban aún hablando cuando se oyó el campanillazo
que advertía de la entrada en la sala del jurado y, a continuación, del
magistrado presidente. El fiscal desapareció por la puerta que comunicaba ambas
estancias.
Sigamos leyendo el
relato de Laureano, a partir de ahora, de forma directa:
A los cinco
minutos, volvió a abrirse la puerta y un ujier llamó desde ella al testigo que
me precedía, Antonio Boara. Me quedé solo en la habitación, pequeña e iluminada
escasamente por un ventanuco abocinado. Entretuve el tiempo que Boara estuvo
declarando en dar cortos paseos por el recinto y en imaginar cómo sería mi
regreso a España, con el Ministro Ponte como agrio censor de mi conducta.
Afortunadamente, la espera no pasó de la media hora, lo que me hizo suponer que
el abogado Montagna había decidido no insistir mucho con este testigo, ante la
seguridad de desacreditarlo con mi testimonio. Momentos después reapareció el agente
judicial para acompañarme al estrado. Yo iba algo envarado, pero
sorprendentemente tranquilo. Me percaté de que el público no era numeroso
-señal inequívoca de que el juicio duraba ya demasiados días para la curiosidad
general-. Me constaba que Valeria no estaría entre los asistentes: su trabajo
en la biblioteca y mi petición expresa lo habían determinado.
Las preguntas del
fiscal estuvieron en la línea de lo convenido, como también mis respuestas: Sí,
yo había estado en el lugar, día y hora indicados, como un turista que
participaba del festejo de la Virgen del Carmen. En efecto, me percaté de que
se producía una discusión a voces, pero mi mediocre conocimiento del italiano,
nulo del dialecto siciliano, me impidieron conocer los motivos y el alcance de
la disputa. Más preocupado por pagar mi consumición que de los líos ajenos,
ignoro si el acusado hizo, o no, el gesto de rebanar el pescuezo a su antagonista.
Cierto, había bastante gente en torno al mostrador y a las mesas, pero recuerdo
perfectamente la fisonomía de la persona que se me indica, que está sentada en
la primera fila, a la cual he podido identificar sin dudas al verlo en la sala
de los testigos. En efecto, recuerdo que estaba a mi lado en el mostrador y
que, como yo, estuvo prestando atención a la riña; él sabrá si con mejor
precisión y acierto que yo mismo.
El Señor Montagna
empezó con una pregunta que pretendía dejarme en evidencia, hasta un punto que,
felizmente, pude rebatir. ¿Sostiene usted que es abogado? No señor, no lo sostengo.
Entonces, ¿por qué se afirma tal cosa en las actuaciones? Lo ignoro; no he
declarado tal cosa en ningún momento. Pero, sin embargo, el Procuratore… Lo
interrumpí, salvando, a un tiempo, la cara del fiscal y la mía. Supongo -dije-
que se trata de un error, debido a la distinta denominación de los oficios en
mi Patria. Yo soy, en efecto, abogado, pero abogado fiscal, es decir, un sustituto procuratore, un miembro
del Ministerio Público que no tiene mando ante el Tribunal de su provincia[53].
Luego usted es un fiscal, un procuratore, en España… En efecto, pero sustituto,
“abogado”, que decimos nosotros. En ese momento, el Presidente Di Pietro
-que parecía estar al tanto de nuestro organigrama español- se dirigió al
jurado y resumió: Entiendan ustedes que el testigo es un fiscal y dejemos
de dar vueltas al tema, que en nada afectan a este caso.
Pasado este
pequeño incidente, el interrogatorio se desarrolló con una placidez que supongo
contrastaría con el enfado que debió de sufrir el acusador: Sí, esa noche yo
era un visitante turístico de Porto Empedocle. Si, en efecto, el turismo no era
lo único que me había traído a Sicilia. En efecto, participaba en un congreso
de fiscales italianos y españoles. Así es, puede considerarse que el
Procuratore de Agrigento era uno de los organizadores y, desde luego, asistía a
las sesiones. Claro, entonces lo conocí y hablamos unas cuantas veces. Sí, el
congreso duró dos semanas. ¿Temática? Creo ser literal, al decirle que se trató
de las relaciones entre el Ministerio Fiscal y el Poder judicial en la
legislación italiana y española. ¿Detalles de las conferencias? ¿A qué se
refiere usted? Felizmente, el Presidente volvió a interrumpir: Letrado, esto no nos conduce a
ninguna parte, como no sea a alargar innecesariamente la sesión. El jurado
seguro que se ha percatado ya de que el acusador y el testigo son compañeros de
profesión y se conocieron en un congreso celebrado en Porto Empedocle el pasado
verano. Deje que sean los jurados quienes saquen sus conclusiones, a tenor de
las instrucciones que, conforme a la ley, les formularé antes de retirarse para
discutir su veredicto. Y así terminó mi actuación en el juicio contra el
mafioso Sinesio, alias Biscia.
En efecto,
concluyó aquí, pero sus efectos se proyectaron mucho más lejos, en el espacio y
en el tiempo. Por ejemplo, en relación con el Procuratore:
Nada más salir
yo de la sala, como era el último testigo del caso, el Presidente acordó la
suspensión del juicio hasta la tarde, para que las partes tuvieran ocasión de
presentar por escrito sus conclusiones. Yo esperaba en el pasillo la salida del
Fiscal que, como es lógico, estaba abrumado. ¿Cómo demonios puede haberse
enterado Montagna de nuestro congreso? Le contesté que la Mafia sabía casi
todo, y más en pequeñas localidades. Milagro sería, incluso, que no hubiese
husmeado acerca de la iniciativa de los testigos por delegación, por
donde parecía ir la curiosidad del defensor, si no lo para en seco el
Presidente. Teníamos que habernos decidido a que fuese usted quien subiera
el estrado como testigo principal, añadió con aire lamentoso. Seamos
optimistas, repliqué. No creo que mi condición de fiscal cambie mucho
las cosas, ni como testigo presencial, ni de mera corroboración. Me miró con
un dejo de ironía: Ya ha escuchado a Di Pietro. No va a dejar títere con
cabeza en sus instrucciones al jurado. Cambiando de tema, pregunté qué iba a
hacer conmigo a partir de ahora. ¿Quiere quedarse hasta que sepamos lo que
van a hacer con Don Vincentino?, inquirió. Por varias y poderosas razones le
contesté que estaría encantado.
***
Cuando Avilés
regresó al palacio Melluso, Donna Concettina le informó de que habían traído de
una confitería cercana una espectacular cassata y dos botellas de sambuca[54],
con una tarjeta dirigida a él. Era la mejor muestra de la celeridad y de la
cortesía de las que era capaz la Mafia cuando quería obsequiar a alguien pues,
según Laureano:
… La tarjeta
era de las de visita del Dottore Gualberto Montagna, Avvocato. Ni que
decir tiene que dimos buena cuenta de la tarta y de una de las botellas pues,
tanto mis anfitriones y sus deudos, como yo mismo, estábamos encantados de que
hubiese acabado aquel penoso episodio. De esta suerte, cuando a media tarde
llegó Valeria nos encontró muy animados, en especial a mí que, tras relatarle
lo sucedido en el juicio con todo detalle, me empeñé en solicitar su mano, a lo
que ella, tajante, puso la condición de que lo dejase para el día siguiente,
cuando estuviese más despejado.
Buena parte del
siguiente día se pasó en espera del veredicto del jurado. Laureano prefirió
viajar hasta Agrigento para escucharlo personalmente. Tranquilizados con el
regalo de Montagna, la pareja no se ocultó, comiendo en un restaurante típico de
Via Crispi y visitando después la decadente Biblioteca Lucchesiana[55],
donde trabajaba Valeria. Hacia las cuatro de la tarde se despidieron y Laureano
volvió al Tribunal, paseando por los pasillos hasta que, sobre las seis, se dio
la voz de audiencia, indicativa de que el jurado estaba presto para dar
su veredicto. Esta vez, la sala se llenó. Escuchemos a nuestro fiscal.
Por cuatro
votos contra seis, los jurados consideraron no probada la participación
criminal del acusado en la muerte del Gabbione, no reputando bastante el
que lo hubiese amenazado poco antes, ni que el difunto se hubiese quedado con
un dinero que Biscia consideraba suyo. En cambio, por unanimidad, el
jurado reputó probadas, tanto las amenazas de muerte de tipo mafioso, como el
hecho de que el reo formara parte como dirigente de una asociación para
delinquir, que cometía graves delitos y empleaba armas para ejecutarlos[56].
Con base en el veredicto y en las consideraciones orales presentadas por ambas
partes, el magistrado Di Pietro anunció una condena de 3 años de prisión por el
delito de amenazas y de 7 años por ser un cabecilla mafioso. Desde luego,
absolvió al reo del delito de asesinato. Para ser sincero, no me pareció una
sentencia injusta ni benevolente, habida cuenta de la catadura del difunto, la
mera presunción en que se basaba la culpabilidad por su muerte y -por qué no
reconocerlo- los riesgos que corrían los jurados en un caso como este, que yo
había empezado a comprender por propia experiencia.
A la mañana
siguiente, fui a visitar al Procuratore, Amedeo Bonsignore, en su despacho. Le
hice ver que la sentencia obtenida no era como para desdeñarla ni sentirse
disgustado, pero me dio la impresión de que también él había estado sometido a
una grave presión en este juicio -en su caso, ejercida por el Prefecto de
Hierro y el Procuratore de Palermo- y no sería extraño que pretendiese
descargar buena parte de ella en mi mediocre intervención como testigo. No
obstante, todo ello eran conjeturas, pues se mostró afectuoso conmigo y me
despidió, no sin indicarme que el Comisario de Porto Empedocle ya tenía órdenes
de trasladarme por carretera hasta Palermo, en cuya Procuraduría me entregarían
los documentos, billetes y libramientos oportunos.
Estamos llegando,
pues, al final de la crónica, que me temo vaya a defraudarles, como me ha
sucedido a mí. En efecto, como si quisiera olvidar el resto, o mantenerlo
pudorosamente celado a nuestros ojos, lo escrito por el fiscal Avilés tras lo
ya transcrito se reduce a un solo párrafo, el siguiente:
Al llegar a
España por Barcelona, viajé hasta Madrid, a fin de entregar documentos e
informe en el Ministerio y en la Fiscalía del Tribunal Supremo, sin que mis
superiores se interesaran mayormente por mi actuación siciliana, ni me hiciesen
comentarios sobre la misma. En consecuencia, aquella misma noche tomé el
expreso para Bilbao donde, al día siguiente, me reincorporé a mi trabajo
profesional. Todavía me acuerdo del chascarrillo de un compañero veterano, al
verme aparecer por la Fiscalía de la Audiencia: ¡Hay que ver lo bien que
vivís algunos!
Epílogo
En junio de 1929,
Cesare Mori, el Prefecto de Hierro, fue cesado en su cargo y funciones,
pasando al puesto meramente honorífico de Senador. La argumentación de
Mussolini fue que la Mafia había sido definitivamente vencida. En 1932, con
motivo del décimo aniversario del Régimen fascista, se concedió una amnistía
general, de la que no se excluyó a los mafiosos. Fue el momento en que Don
Vincentino Sinesio salió de la cárcel, como tantísimos otros, dispuesto a
reanudar sus actividades, si es que algunos más avispados no le habían
quitado el sitio.
De Laureano Avilés
Zapatero podría contarles algo más pero, con lo narrado hasta ahora, me parece
suficiente. Después de todo, creo que mi difusión de su crónica puede
darle los momentos de notoriedad que sus andanzas sicilianas merecen. No me
consta que se hiciese en vida acreedor de una mayor gloria.
¿Qué fue de la Signorina
Valeria Peruzzo? ¡Eso querría saber yo! Desde los registros parroquiales de
Porto Empedocle al del cementerio de Salamanca, pasando por las notas de
sociedad de la Gaceta y El Adelanto[57],
he rastreado sus posibles huellas sin el menor éxito. Así que les
recomiendo que se den una vueltecita por Porto Empedocle y por Salamanca, para
ayudarme con las indagaciones. Seguro que, cualquiera que sea el resultado, no
se arrepentirán.
[1]
La holandesa es una hoja de papel de tamaño similar al folio, pero más
equilibrada en sus dimensiones, 28x22 cm, aproximadamente. Encuadernación a la
holandesa es aquella en que el cartón de la cubierta va forrado de papel o
tela, y solo el lomo va de piel.
[2]
La ciudad (lo es desde 2009) de Porto Empedocle (provincia de Agrigento, región
de Sicilia) se llama en dialecto siciliano ‘A Marina, es decir, La
Marina (de Agrigento), nombre bastante más hermoso que el pedante que
actualmente tiene.
[3] O Real
Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles, fundado por el cardenal Gil
de Albornoz en 1364, que desde su apertura da preferencia para ocupar sus
plazas a estudiantes (habitualmente, posgraduados) de España y Portugal. Desde
el presente año (2020) admite también a mujeres.
[4] Eso acaecería en octubre de 1922.
[5] Se ve
que Laureano Avilés era natural de esa hermosa villa salmantina.
[6]
Dicho golpe de Estado se produjo en septiembre de 1923, abriendo un periodo
dictatorial continuado, hasta enero de 1930, por lo menos.
[7]
Para interesados en el tema, a mayores de lo que nos cuente Laureano Avilés, véase:
Francisco Javier de Benito Fraile, La independencia del Poder Judicial
durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1926). Realidad o ficción,
Anuario de Historia del Derecho Español, LXXXV, 2015, p. 344-375.
[8]
El Estatuto del Ministerio Fiscal de 21 de junio de 1926 (Gaceta de Madrid del
26) y su Reglamento de 28 de febrero de 1927 (Gaceta de Madrid del 3 de marzo)
establecieron la independencia de ambas Carreras, que se sigue manteniendo
hasta la fecha (2020). Laureano no fue constreñido plenamente por dicha
separación, gracias a los derechos adquiridos por haber ingresado en la Carrera
común antes de la entrada en vigor del citado Estatuto de 1926.
[9]
Lo recuerda, desde el título de la obra, el siguiente libro: Ramón Tamames, Ni
Mussolini, ni Franco. La dictadura de Primo de Rivera y su tiempo, Planeta,
Barcelona, 2008.
[10] Errico
Malatesta (1853-1932), conocido y respetado por el anarquismo internacional.
[11]
Versión de uno de los implicados, Juan García Oliver, recogida en: CNT.
Federació Provincial de València, 1923-1930: Clandestinidad en la Dictadura
de Primo de Rivera, en la web, valencia.cnt.es. El enlace con los italianos
fue el camarada, Raffaele Schiavina (1894-1987), conocido en los Estados
Unidos con el alias de Max Sartin.
[12] Nombre
italiano de los fiscales.
[13] Don Galo
Ponte Escartín (1867-1943), Ministro de Gracia y Justicia entre 1925 y 1930.
[14]
A la sazón, Don Federico López González.
[15]
Según una parte del relato de Avilés, que obvio, el trayecto por vía marítima
se hizo en dos etapas: Barcelona-Nápoles y Nápoles-Palermo. En la capital de
Sicilia tomaron un tren directo a Porto Empedocle.
[16]
Equivalente al Gobernador Civil español de entonces. Cesare Mori (1871-1942),
además de sus poderes en la provincia palermitana, los tenía para combatir a la
Mafia en toda Sicilia, como también el Procuratore del Re (Fiscal Jefe) de
Palermo. Como resumen, véase: Mike La Sorte, Heil Cesare! The life and times
of Cesare Mori, the scourge of the Mafia, en www.americanmafia.com, entrada de junio de
2005.
[17] Mayor
rasgo distintivo del uniforme o vestuario fascista.
[18] Había
sido concluida en 1923, es decir, cuatro años antes de que la usaran Avilés y
sus colegas.
[19]
Que entonces se desarrollaban entre el 15 de julio y el 15 de septiembre,
periodo en que se interrumpían juicios y vistas.
[20]
Cada una con su nombre, pero enlazadas entre sí: Lido d’Ancora, Lido
Marinella, Lido Azzurro, etc.
[21] Policía
uniformada y militarizada, similar a nuestra Guardia Civil.
[22]
En italiano esta palabra -que tiene su paralelo homónimo en español- significa,
entre otras cosas, una técnica de pesca costera; el pescado que de ella se
obtiene; una compañía íntima o inseparable; una forma de contrabando; combate
con bastón siciliano; una forma de colocarse un grupo musical, etc. Varias de
estas acepciones son regionalismos, en general, campanos o sicilianos. Quizá
sea aún muy pronto para captar en qué sentido o sentidos la empleó el fiscal
Avilés.
[23]
“Así pasa la gloria de este mundo”. Sobre el desaparecido Palazzo Montagna
(conocido en su ciudad como U casamentu) véase: Margherita Biondo, C’era
una volta il palazzo Montagna, en la página web,
margheritabiondo.wordpress.com, entrada del 7 de septiembre de 2016.
[24] Aún a riesgo de crear alguna confusión,
conservo este nombre dado en siciliano a Porto Empedocle, y que va a ser
profusamente empleado por Laureano Avilés, una vez inmerso en la vida
empedoclina.
[25]
La localidad campana de Paestum y la siciliana de Agrigento cuentan
entre las mejores y mayores ubicaciones en Italia para disfrutar de los templos
que allí dejó la Magna Graecia.
[26]
Magnífica obra, por continente y contenido, dotada en 1765 por un obispo
agrigentino de apellido Lucchesi Palli, abandonada y expoliada durante muchas
décadas, pero hoy felizmente restaurada en casi todo su prístino esplendor.
Agrigento es la capital de la provincia a la que pertenece Porto Empedocle, del
que dista unos diez quilómetros. En la época de la visita de Avilés, Porto
Empedocle tenía unos quince mil habitantes y Agrigento el doble.
[27]
Una de tantas clases de restaurantes italianos, originalmente de tipo popular y
especializado en preparar la pasta.
[28]
Las fiestas de la Madonna del Carmine en Porto Empedocle se celebran en
tres días: el 16 de julio y el fin de semana siguiente a ese día. En 1927, el
día 16 cayó en domingo, por lo que esta festa del mare se extendió a los
días 22 y 23 de julio.
[29]
Avilés se había percatado de que eran dos apodos que, respectivamente,
significaban Culebra y Gaviota.
[30] Véase
antes, nota 25.
[31] Plato
típico de la cocina del oeste de Sicilia, consistente en cuscús -de influencia
árabe-, con marisco y pescado blanco. Se supone que había sido el plato
principal de la comida en casa del Comisario.
[32] Nombre
de Agrigento cuando formaba parte de la Magna Grecia.
[33]
Elegante iglesia consagrada en diciembre de 1904 y dedicada a la Virgen
Santísima, bajo la advocación del Buen Consejo. Radica en Vía Roma. En
realidad, además de a la Virgen, está dedicada al Salvador y a San Gerlando,
patrono de Porto Empedocle.
[34]
En esta época se dieron los primeros pasos para establecer una infraestructura
judicial antimafia. Entre otros acuerdos, el Prefecto de Hierro logró
que diesen al Procuratore del Re de Palermo competencia antimafiosa
sobre toda Sicilia.
[35]
Equivalente aproximado a las Audiencias provinciales españolas. Por encima de
ellas, se hallan las Cortes de Apelación (como la de Palermo) y, en la
cúspide, el Tribunal Supremo. Para ciertas cuestiones civiles y penales menores
existían, y existen, los Pretores, especie de jueces unipersonales,
que no me consta existieran en el pequeño Porto Empedocle, ni entonces, ni
ahora.
[36]
Expresión con la que se querría significar que el testigo era una invención
policial, o que decía lo que la Policía quería.
[37]
Así como la Dictadura de Primo de Rivera suspendió inmediatamente el Jurado en
España (Real Decreto de 21 de septiembre de 1923), el Fascismo italiano lo
mantuvo en activo hasta el año 1931. El jurado italiano, desde un Real Decreto
de 5 de octubre de 1913, había reducido de doce a diez el número de sus
miembros titulares (más cuatro suplentes).
[38]
Denominación exacta de la mafia siciliana, en el decir de sus integrantes.
[39] De
manera similar a la rural en España, zia (tía) puede ser un
título de afecto o de respeto.
[40] Laude
o alabanza, máxima calificación académica en Italia.
[41]
Diminutivo de español que aquí empleo de modo cariñoso, no porque
Laureano Avilés fuese de corta estatura, como el afamado pintor José de Ribera
(1591-1652), el Españoleto por antonomasia.
[42]
Fortificación exenta en el puerto empedoclano, construida hacia 1554, pero con
tradición protectora de la rada desde el siglo XIV. Véase: Elia di Bella, Fortezza
di Carlo V, www.agrigentoierieoggi.it,
entrada del 23 de octubre de 2014.
[43]
Recuérdese la nota 13.
[44]
Cuerpo paramilitar, de procedencia medieval catalana, que se potenció y
extendió mucho durante la Dictadura de Primo de Rivera, como agentes de la
autoridad al servicio del Gobierno. Véase: Eduardo González Calleja, (2005), La
España de Primo de Rivera. La modernización autoritaria 1923-1930, Alianza
Editorial, Madrid, 2005, pp. 164 y siguientes.
[45] José
Oppelt García, Fiscal del Tribunal Supremo entre el 4 de enero de 1928 y el 6
de febrero de 1930.
[46]
Recuérdese lo expuesto en el capítulo 1 y notas 7 y 8 de este relato.
[47]
En la normativa de los fiscales de entonces, como en la de la mayoría de
funcionarios, existían sanciones por conductas contrarias al honor de la
profesión, que eran juzgadas por los llamados Tribunales de Honor.
[48]
Véase, La Redazione, Palazzo Melluso, l’Art Nouveau a Porto Empedocle, www.portoempedocle.altervista.org.
Afortunadamente, debidamente restaurado como hotel, luce actualmente (2020) en
todo su esplendor.
[49] En español, Ayuntamiento. El de Porto
Empedocle es un edificio modesto, a la vera de la Iglesia Madre.
[50]
Máxima pena con el Código penal italiano entonces vigente. Viene a equivaler a
la cadena perpetua o, dicho en términos actuales, a la prisión permanente
revisable. Avilés nos da a entender con ello que la pretensión del Procuratore
de Agrigento era la de que Vincenzo Sinesio fuese condenado por asesinato.
[51] Sabido
es que, salvo razones de peso aceptadas por el tribunal, el orden de
declaración de los testigos ha de ser, primero, los de la acusación y, luego,
los de la defensa.
[52]
Equivalente a Fiscal Jefe de la provincia.
[53]
En la época del relato, cada Fiscalía española tenía un Fiscal, que era su
jefe, un Teniente Fiscal, o subjefe de la Fiscalía, y Abogados fiscales, que
eran los fiscales sin mando, a las órdenes de sus jefes y actuando por
delegación de ellos. A eso se agarró como subterfugio nuestro Laureano
Avilés.
[54]
Cassata: pastel o tarta que tiene como principales ingredientes
bizcocho, queso y frutas confitadas. Sambuca: licor anisado, al que
pueden agregarse café y otras yerbas. Ambos productos son elaborados en Porto
Empedocle, como en otros muchos lugares de Italia.
[55]
Recuérdese la nota 26.
[56]
Los indicados delitos estaban previstos y penados en el Código penal italiano
vigente, en los artículos 154 (amenazas) y 248 (asociación para delinquir). Se
observa que la persecución penal especial de las actividades mafiosas no es una
novedad de tiempos recientes.
[57]
Los diarios de la Salamanca de entonces. El Adelanto se publicó entre
1883 y 2013. La Gaceta Regional de Salamanca lleva un siglo exacto
publicándose (1920-2020).
No hay comentarios:
Publicar un comentario