El síndrome de Matías Pascal (I)
Por Federico Bello Landrove
Con inspiración lejana en la conocida obra teatral de Pirandello, así como
con la ayuda de un psiquiatra imaginario ya conocido de otros relatos míos,
presento una serie de retratos -de estudio, algunos; de fotomatón,
otros-, que vienen a poner de manifiesto cómo una guerra civil y una posguerra
que la perpetúe pueden hacer realidad frecuente la ficción pirandeliana:
Cambiar de identidad o de personalidad puede ser necesario, pero pocas veces
resulta afortunado. Dejaré constancia de qué personajes están basados en
sujetos reales, para satisfacer la probable -y razonable- curiosidad del
lector.
1. Presentación del relato
Tal vez recuerden ustedes al psiquiatra, Isaías del Águila, con consulta
abierta en la calle Duque de la Victoria de Castellar y plaza de adjunto en su
Hospital Psiquiátrico Provincial, que durante tantos años dirigió el
inolvidable Doctor Villacieros. Yo lo conocí, afortunadamente no como paciente,
sino por ser íntimo amigo de su hijo Alberto. Gracias a esa relación, tuve
ocasión hace años de presentar a ustedes una serie de relatos, titulada Psicopatología
de la vida amorosa, basados en una decena de casos clínicos que del Águila
trató o, en algún caso, protagonizó[1].
Si han tenido la suerte de leer alguno, recordarán que mi empeño llegó a tener
un objetivo ejemplar: advertir a los enamorados incautos de los riesgos que
corren, si se dejan llevar de Cupido por derroteros equivocados.
Pero esta vez la cosa es completamente distinta. Ni Don Isaías me ha
hablado del mal de amores, ni su hijo me ha impuesto deberes didácticos. Todo
arrancó, hace ya muchos años -tantos como para seguir Franco, todavía arrecho,
en el Palacio de El Pardo[2]-
de haber leído yo, con más alarde que aprovechamiento, la fundamental y
enrevesada novela El difunto Matías Pascal[3].
Cogiendo el rábano por las hojas, se me ocurrió criticar la obra por lo
rebuscado y excepcional de su clave argumental: que alguien tenga la
oportunidad y la decisión de hacerse pasar por otra persona, dejando morir su propia
identidad. Don Isaías me miró de arriba abajo, sonrió con suficiencia y dijo:
-
Muchacho,
eso es de lo más normal. Yo lo veo todos los días, y sin necesidad de meterme
en la consulta.
-
Ya
será menos, papá, le replicó su hijo Alberto, convirtiendo en palabras lo mismo
que estaba pensando yo.
Alberto tenía la ventaja de que estaba empezando los estudios de
Medicina, en tanto yo había cometido la vulgaridad de iniciar los de Derecho.
Así que su padre tenía una razón docente para facilitarle el acceso a su
espléndido archivo de casos clínicos que, conforme a la época, conservaba en
soporte de papel, debidamente ordenado en archivadores y carpetas.
-
Anda,
ve al despacho y tráeme el fichero LO-MA, indicó su padre.
Alberto cumplió en un vuelo y regresó, pasillo adelante, con el largo
cajón que, en su frontis, tenía una tarjeta con dichas iniciales. El Doctor lo
colocó sobre la mesa camilla y, con dedos ágiles y sabios, extrajo una ficha,
dejando en vertical la siguiente. Me la mostró con aire de triunfo. En letras
rojas podía leerse, Síndrome de Matías Pascal. Yo quedé atónito.
-
Estuve
dudando acerca de cómo llamarlo -prosiguió, con simulado aire humilde-. Al
final, opté por respetar nombre y apellido, no fuera que se asociara con el
gran Blas Pascal[4].
A continuación de la rúbrica, la tarjeta enumeraba, renglón por renglón,
una serie de no menos de veinticinco pacientes, cuyos expedientes podían ser
oportunamente consultados. Don Isaías agregó:
-
Conste
que esos han sido enfermos míos que, como añadiese los de otros colegas del
Psiquiátrico y los que conozco al margen de la profesión…
Las cosas quedaron así, en lo que a mí respecta. Tengo por cierto que
Alberto pronto sabría mucho más, pero se cuidó muy mucho de revelármelo. ¡Bueno
era su padre con el secreto profesional! Mas la muerte -la de verdad, la
tercera[5]-
nos llega a todos y toda reserva acaba perdiendo su sentido. El Doctor del
Águila falleció en 1985 y su magnífico archivo -oportunamente digitalizado-
acabó convertido en un disco duro externo, guardado bajo llave en el buró
del despacho de Alberto.
El día que celebró con sus colegas y amigos sus bodas de oro médicas,
nos quedamos charlando en su casa hasta las tantas. Como siempre, salió a
relucir su padre y, esa vez, ambos recordamos el síndrome de Matías Pascal,
quizá porque yo acababa de viajar a Sicilia y anduve por la tierra natal de
Pirandello[6].
Ambicioso por encontrar temas sobre los que escribir, le indiqué:
-
Recordarás
que, hace unos años, hice algo famoso a tu padre, recordando el complejo de
Creek, por él descrito, pero aún no suficientemente conocido[7].
¿No podríamos hacer algo así con el síndrome de Matías Pascal?
-
Hum,
musitó, no estaría mal, pero temo tu estilo, tan extenso y detallista. Déjame
que te haga unos resúmenes, a modo de retazos o escenas, y luego tú lo
redondeas como quieras, evitando toda precisión sobre la identidad de los
enfermos. ¿Te parece?
-
¡Qué
remedio!; pero no tardes, que ya vamos estando un poco cascados.
-
¡Serás
tú!, exclamó muy ofendido. En fin, no solo me daré prisa, sino que añadiré de
mi cosecha un epílogo, con el que puedes hacer lo que te dé la gana[8].
Bien, Alberto ha cumplido su palabra y ahora me toca a mí hacer realidad
lo que le prometí. De modo y manera que tienen ante ustedes una verdadera
primicia: El síndrome de Matías Pascal, según las historias clínicas del
Doctor Isaías del Águila. Espero que la exposición sea de su agrado, aunque
no sean médicos, historiadores ni psicólogos. A fin de cuentas, yo tampoco lo
soy, aunque a veces lo parezca.
2.
La princesa, en su torre
Tenía dieciséis años y, aunque no buena estudiante, estaba terminando el
bachiller en el Instituto de la localidad, que ¡bueno era su padre como para
llevarla a un colegio de monjas! No era lo que se dice guapa pero ya apuntaba
las maneras desenvueltas y la apariencia frescachona que la
caracterizarían en su edad adulta. El caso es que unos cuantos caballeretes de
pantalones bombachos andaban ya tras ella, aunque Carmen[9]
suspiraba por el hijo del dentista que se las veía y deseaba para poner orden y
concierto en sus piezas dentales. El muchacho estudiaba en los Baberos[10]
y ni se dignaba prestarle atención, fuera del saludo protocolario cuando coincidían
en el cine, las ferias o el paseo. Y casi fue una suerte dicho desapego, ya que
el jovenzuelo, hallándose de vacaciones en Francia cuando estalló el
Movimiento[11],
no volvería por Castellar en una temporada larga, muy larga. Claro que es de
suponer que, por el momento, su ausencia nada le importaría a Carmen quien, de
la noche a la mañana, vio diezmada la parte masculina de su familia, incautado
el modesto patrimonio de esta y cerradas las puertas de la continuación de sus
estudios y de las casas de sus amigos y compañeros.
Hasta aquí, el escueto resumen -no me criticará Alberto…- de ese
episodio de muerte de una época, de una realidad presente y de un horizonte
vital, sin necesidad de que la afectada tuviese que pasar por el cementerio.
Pero los Matías Pascal tienen que revivir con una nueva identidad
o, cuando menos, una distinta personalidad. Y eso no seré yo capaz de
expresarlo mejor que el Doctor del Águila en su anamnesis del caso:
La muerte y la ruina que, repentina e inopinadamente, se cernieron
sobre la familia Bustamante solo pudieron ser paliadas por el abandono de los
estudios de las hijas, la tremenda parsimonia en los gastos y la asunción de
algunas tareas asumidas como un modus vivendi de circunstancias, pero
que habría de perdurar durante bastantes años: la conversión de parte de la
casa en pensión y la ocupación del tiempo libre y del robado al reposo para
confeccionar ropa militar, entonces una tarea doméstica muy frecuente y
afanosa. En estas labores se ocuparon la Señora Bustamante y su hija pequeña,
sin tenerlo a desdoro; mas la joven Carmen, ahora mi paciente, presa de la
repugnancia hacia tales tareas y considerando que podría ocuparse en algo
mejor, aprovechó la buscada cooperación de una de las pocas conocidas que
entonces no le cerraron sus puertas, para buscar trabajo como empleada de
comercio. Comenzó su tarea en un almacén de droguería pero, al cabo de seis
meses, quedó vacante una plaza en la perfumería de un cuñado del droguero y, de
acuerdo ambos patronos, Carmen pasó a ocuparse como vendedora de cosméticos en el
establecimiento del ramo “L.M.”, uno de los más acreditados de esta ciudad.
Al parecer, el nuevo empleo cambió radicalmente la apariencia y el modo
de pensar de la joven que, tras pasar por tan dura y repulsiva fase de Cenicienta,
se halló convertida en lucida damisela, objeto de elogios y requiebros. Lo
cierto es que, aunque continuó colaborando en las tareas domésticas y, por
supuesto, viviendo con su madre y hermana, cada vez lo hacía más a desgana,
considerándose digna y capaz de algo mucho mejor.
Y llegamos al punto álgido de la nueva vida de Carmen Bustamante que,
con el tiempo, vino a determinar que se pusiera en manos de Don Isaías.
Anticipándoles mi opinión, no es nada que no fuese previsible, aunque está adornado
de tales detalles, que explican el rótulo de este capítulo. Volvamos a la
prosa, precisa y profesional, del Doctor:
Al cabo de más de un año de relación profesional, la paciente y su
principal entablaron relaciones sentimentales de forma muy reservada, que se
concretaron en encontrarse todas las semanas, en día de jueves, en el chalé que
el perfumista tenía en las afueras de esta ciudad, llamativamente caracterizado
por un elemento constructivo consistente en una torre de planta cuadrada, de
dos pisos de altura por encima del principal, con remate de terraza abalaustrada,
con vistas a los cuatro vientos a través de sendos ventanales trilobulados.
Allí, ataviada con las mejores galas heredadas de sus padres por el dueño de la
mansión, este hacía a Carmen toda clase de zalemas y reverencias, que no
siempre concluían en la forma que era de prever en dos amantes. La estancia en
la torre acababa a las ocho en punto de la tarde. Ello suponía, en buena parte
del año, que ambos contemplaran el ocaso, momento en que el anfitrión le
recitaba algunos de los poemas que, años antes, siendo un prometedor poeta
joven, compuso para su esposa. En los meses de menor duración del día, el
caballero encendía todas las luces de la torre, que brillaba cual ascua de luz, en opinión de mi
paciente. He de decir que no le faltaba razón pues más de una vez tuve la
ocasión de contemplar la luminaria, al ir o al regresar a pie del Hospital
Psiquiátrico en las jornadas de guardia.
¿Qué fue lo que llevó a la ya destronada princesa hasta la consulta de
Don Isaías? Parece ser que, después de varios años de sentirse tan importante
y, tal vez, de tratar con altanería a su arrobado súbdito, hubo de intentar
despojarse de su manto y preeminencias, que ya no encajaban en una señora de
cierta edad, casada con un asentador de frutas, no muy dispuesto a seguirle la
corriente, por más que su padre hubiera servido al Rey en la guerra de
Marruecos. Espero que el Doctor lograra librarla de sus delirios de grandeza,
antes de que el ejemplo -el mal ejemplo- cuajara en algo peor. Y es que, en el
expediente de Doña Carmen Bustamante, figura como último documento un recorte
periodístico de El Mensajero Regional de Castellar, que no me siento con
fuerzas para silenciar, aunque cambiaré algunas circunstancias, para respetar
la intimidad de quienes, por otra parte, llevan ya muchos años dando malvas:
Grave accidente en el Camino Viejo de
Colmenares
En la tarde de ayer resultó gravemente herida Doña R.M.S., esposa del
conocido industrial de esta ciudad, Don N.L.V., al precipitarse al suelo desde
lo alto de la torre de su villa. El suceso se produjo, al parecer, al ceder
parte de la balaustrada, seguramente por efecto de su antigüedad. La lesionada
fue trasladada en ambulancia a un centro hospitalario próximo, donde fue
operada y se halla en recuperación de su traumatismo.
¿Accidente? ¿Intento de suicidio? ¿Emulación fallida de la gentil
princesa Carmen? Me parece estar oyendo a Don Isaías, exhalando el humo de su
pipa:
-
Amigo
Federico, aquí el que sabe de Derecho penal eres tú.
3.
Un Rey Mago de uniforme
Es posible que la primera muerte de Maximino Palanca datase de
bastante antes de la guerra civil. Buen estudiante y vástago de una dinastía
política de gentes de izquierdas, ante su inesperado fracaso al pretender
ingresar en la Escuela de Ingenieros de Caminos, decidió no perder su buena
preparación y, de forma casi secreta, se presentó a los exámenes para cadete
del Arma de Ingenieros, que aprobó sin dificultad. No eran años aquellos en que
la Izquierda viesen con buenos ojos los uniformes militares, pero Maxi
era terco y vitalista. Asumió con esperanza su nueva vida y procuró que lo
destinasen lo más lejos posible de su indignada familia. Diez años y varios
desengaños amorosos después, había ascendido a capitán, seguía soltero y apenas
mantenía contacto con sus parientes.
El inicio de la guerra lo pilló en Canarias, por lo que tuvo muy pocas
oportunidades de abandonar el bando sublevado, en el improbable caso de que lo
hubiese pretendido. En cambio, su familia directa, sorprendida por el Movimiento
en Castellar, hubo de sufrir los embates de la violencia y la malignidad. En lo
que Maxi tardó en enterarse de lo sucedido y trasladarse a la Península con su
Unidad, los llamados nacionales habían llevado al cementerio, la cárcel
o el frente a los hombres y reducido al luto, el paro y la penuria a las
mujeres. La situación y la actitud del capitán Palanca eran así descritas por
el Doctor del Águila, quien años después llegaría a ser amigo suyo:
El bueno de Palanca se encontraba entre la espada y la pared. Bastaba
con solo citar su apellido para que sus compañeros militares lo mirasen con
desconfianza, como si lo único que lo mantuviera a su lado fuera la casualidad
de haber caído en la zona de los vencedores. De hecho, las pocas veces que
regresó a Castellar durante la guerra, o inmediatamente después, sentía lo que
él mismo llamaba la
decepción de no poder meterlo en la cárcel o de escupirlo en la cara, debido a
que vestía uniforme. Pero tampoco le iban mejor las cosas con sus presuntos
correligionarios, que lo consideraban un traidor, le negaban el saludo y -como
su propia familia- rechazaban su ayuda material, una vez habían salido de la
miseria, a base de trabajos mediocres y penalidades. Y eso que dinero es lo
único que puedo ofrecerles -se lamentaba Palanca- ya que hasta visitar a
mi padre en la cárcel me lo llegaron a negar: Yo sería capitán, pero no era “de
los suyos”, “de los buenos”. De todas formas, hizo por acercarse a
Castellar, donde, al parecer, no hay guarnición de Ingenieros. Finalmente,
acabo recalando en Burgos, donde radica su Academia[12],
cuyas amplias vacaciones le permiten una mayor libertad de desplazamientos.
¿De dónde le venía a Don Isaías tanto conocimiento del tal Maxi,
si no lo había tenido de paciente? La verdad es que la cosa era bastante
intrincada; de modo que me permitirán que vuelva a acogerme a la charla del
Doctor quien, pese a ser psiquiatra, tiene las ideas y su expresión muy claras.
En el Psiquiátrico tenemos una enfermera, llamada Inés, que pertenece a
la plantilla de mi sala. Es muy entregada y bastante alegre, por lo que, hace
algún tiempo, me extrañó verla con síntomas serios de preocupación. Aunque tú
no lo creas, los loqueros
tenemos buen ojo clínico: Me di cuenta y le pregunté con finura. Debía de
estarlo deseando, porque me lo contó todo. Meses atrás había ido a una
pastelería a encargar una tarta para el santo de su madre. Al dar el nombre y
la dirección, un señor a su lado pareció sorprenderse, la miró, pero siguió
comprando -unos bombones, creo-. Salieron casi a la vez y él se le presentó.
Resulta que era de una familia muy amiga de la de sus padres, de antes de la
guerra, si bien ahora se tratan mucho menos. Como el caballero es unos diez o
doce años mayor que ella, ninguno de los dos se acordaba del otro. En fin,
hablaron, congeniaron y le dijo que era militar y estaba destinado en Burgos,
por lo que solo venía de Castellar de vez en cuando. Se despidieron junto a la
Catedral y, por si tenía tiempo de pasarse a saludar a su madre en otra
ocasión, pidió a Inés el número de teléfono. Y siguió diciéndome: En
fin, ya se imaginará usted. Lo que seguro que le llamará la atención es que,
cuando le comenté el encuentro a mi madre, lo puso de vuelta y media: Que si
era un chaquetero, por no decir algo peor; que no había movido un dedo por su
familia; que venía de vez en cuando por Castellar y, luego, si te he visto, no
me acuerdo; que, como se le ocurriese telefonearnos, le colgaba el aparato…
Para sorpresa de Inés, le contesté que la reacción de la familia del militar y
la de la suya propia eran de lo más corrientes en nuestro atormentado país,
donde muchos se empeñaban en seguir la guerra por otros medios, no siempre
menos dolorosos y traumáticos que los bélicos. Pareció tranquilizarse y
prometió tenerme informado de lo que sucediese.
Dice el refrán que mal de muchos, consuelo de bobos, e Inés no debía
de ser una boba, precisamente. Quiero decir que Maxi y ella sufrieron lo
suyo y no lo tuvieron nada fácil cuando empezaron a lucirse por la calle
Santiago y el Campo Grande, y eso que el señor -como lo apodaba Inés,
con segundas, y hasta con terceras- dejaba el uniforme en el armario, en cuanto
llegaba al hotel castellarense donde habitualmente paraba. Con todo, la
relación de la pareja progresaba, con arreglo al conocido aforismo de que lo
que no te mata te hace más fuerte. Tan es así que Don Isaías recibió,
bastante sorprendido, el siguiente recado de su enfermera:
-
Doctor,
mi… novio tendría mucho gusto en conocerlo.
-
¿Vendrá
por aquí el próximo domingo?
-
Así
lo espero.
-
Pues
pasaos por el Manicomio a la hora de comer. Tengo guardia y me escaparé un
rato. Podemos yantar en La Goya[13].
Y proseguía el Doctor:
El Señor Palanca me pidió que lo ayudara para hacer llegar
anónimamente algunas dádivas a familias allegadas, de las que le constaba su
necesidad de las mismas, pero también el rechazo que recibiría si las entregaba
personalmente. Aunque la labor era benéfica, excedía tanto de mis habituales
ocupaciones que contesté que le haría llegar mi decisión por medio de Inés, una
vez reflexionara sobre el asunto. A la postre fue mi esposa Inga -suiza, como
sabes- quien me convenció de aceptar, asumiendo ella el protagonismo, como si
se tratase de donativos de la Cruz Roja[14].
Los estuvo haciendo llegar por giro postal y no afrento a nadie si asevero que
algunos de ellos tuvieron como destinatarios a miembros de algunas de las
familias más notorias de la vieja izquierda de Castellar. Aquello duró unos
cuantos años; desde luego, más que el trabajo de la enfermera Inés en mi Hospital,
que no tardó en abandonar para seguir la estela del capitán Palanca, tras haber
contraído matrimonio, casi de tapadillo, en la iglesia de La Antigua.
Si no hubiese habido más que esto, el caso no merecería la llamativa
rúbrica con que lo he encabezado; mas resulta que una de las primeras fiestas
navideñas después de lo de los giros de la Cruz Roja, el capitán Maxi,
ya comandante, apareció por Castellar. Era un periodo en que el Doctor del
Águila era uno de los vocales de la Junta del Círculo de Recreo y andaba
buscando un Rey Mago que entregase los juguetes a los socios, sin dar el cante
de ser una persona conocida. ¡Cuidado que habría pasado eso cientos de veces,
salvándolo mal que bien con una peluca y unas barbas, pero Don Isaías era tan
perfeccionista…! Encontrarse en la calle con Maxi e Inés y asaltarle la
idea fue todo uno, y bastante lógico, además:
-
Oiga,
Maxi, ¿no le importaría hacer de Rey Mago para los niños del Círculo?
Tiene usted buena planta y en Castellar se le conoce muy poco.
-
¡Caramba,
Doctor, es lo que faltaba: un Palanca monárquico! ¡Qué digo monárquico: con
corona y todo!
Cuando pararon de reír, Inés respondió a Don Isaías en lugar de su
marido:
-
¿A
qué hora tiene que estar en el Círculo para vestirse?
Por poco yo no había nacido y, desde luego, me faltaban décadas para oír
hablar de Maxi. ¡Lástima!, pues por nada del mundo me habría perdido
aquella visión del Comandante en el rellano de la gran escalinata del Círculo,
coronado y sentado en su trono, rodeado de niños, que a buen seguro no
rechazarían los juguetes por venir de manos de un sujeto tan poco recomendable,
en opinión de sus papás.
4.
Empédocles en el Valle de la Muerte
Los alumnos lo llamaban Empédocles, no tanto por su dedicación a
los filósofos presocráticos, cuanto por las implicaciones jocosas de las
sílabas centrales del apodo. Era -innecesario es decirlo- profesor de Filosofía;
catedrático en el Instituto de Castellar, tras pasar por otros tres centros,
casi siempre en las duras tierras castellanas[15].
La guerra le pilló con cuarenta y pico de años, esposa, tres hijos adolescentes
y una vitola de hombre prudente y moderado ya que, como él decía, era hijo
espiritual de Bonilla San Martín, por lo que podía llamar abuelo a Menéndez y
Pelayo[16].
¡Buena carta de presentación para el Régimen que se estaba consolidando en
la llamada zona nacional!, aunque ello no podía librarlo de la inevitable
depuración que, poniendo en solfa todos los derechos funcionariales,
dejaba la vida académica a los pies de los caballos de gualdrapa azul mahón con
lábaro bordado[17].
Puede que todo hubiera ido mejor para el bueno de Empédocles -Adalberto
Blanco por nombre-, si el Inspector Jefe no hubiese tenido tan buen oído. En el
acto conmemorativo del 1º de Octubre[18]
-unos dicen que en 1938; otros, que en el 39-, celebrado en el salón de actos
del Instituto, a los gritos de “Franco, Franco, Franco” algunos
escucharon una vocecilla que contestaba: “Menos Franco y más pan blanco”[19].
El timbre de voz era el inconfundible de Empédocles y dicen los
entendidos que el susurro le costó cinco años de suspensión de empleo y sueldo,
con pérdida de la plaza en el liceo castellarense.
Lo primero que se le ocurrió a la familia Blanco fue reducir gastos de
alquiler y estudios de los chicos, uno de los cuales pasó a colocarse de
escribiente en una agencia de seguros. La madre, maestra no ejerciente, se
ocupó en dar clases particulares, mientras Don Adalberto, represaliado y todo,
trataba de sacar unas pesetas colaborando en los proyectos colectivos de libros
de Filosofía que preparaban las editoriales, creadas por y para los boyantes
colegios religiosos. No era cosa fácil pues los curas se creían con
conocimientos más que suficientes para redactar los manuales de latín y
filosofía, debido a su formación en los seminarios. El bueno de Empédocles,
no obstante, logró el puesto de negro para ciertos padres y hermanos,
que no se encontraban muy seguros con los retorcimientos mentales de Leibnitz o
Heidegger. Aquello no lo sacaba de pobre, máxime considerando que las ediciones
crecían de año en año pero casi siempre en forma de reimpresión, sin otro
cambio que el del precio de venta.
Presa de la angustia, Don Adalberto se decidió a viajar a Madrid para
visitar al antiguo editor de su tesis doctoral. Encontró la empresa convertida
en una antítesis de lo que fue antes de la guerra:
-
Lo
que se dice editar libros serios -le comentó el empleado que lo atendió-
solo lo hacemos con los que se agotan con buenas posibilidades de venta
todavía, así como algunos compromisos, que nos caen de las altas
esferas: Si no, nos dejarían al margen del cupo de papel, y no nos darían algún
momio, como esos catecismos de Frente de Juventudes y de la
Sección Femenina, que se venden como rosquillas. Bueno -carraspeó-, estamos
ahora embarcados en un proyecto…, pero no creo que le interese a usted.
Don Adalberto explotó:
-
Está
usted hablando con un funcionario cesante, que no ha comido nada desde anoche.
Así que me interesa todo, aunque me den una perra chica[20]
por ejemplar vendido.
-
Pues
aguarde usted, que lo voy a pasar con Don Dámaso.
El tal Dámaso debía de ser un habilísimo demonio tentador pues, con
ayuda del hambre de pan, Don Adalberto entró en su despacho siendo un digno
exprofesor, y salió de allí convertido en un alevín de autor de novelas del
Oeste. Al volver a pasar ante la mesa del oficinista que lo había atendido
primero, este lo interpeló:
-
¿Qué,
hace o no hace?
-
Hace,
hace -repuso nuestro filósofo-. He firmado por cinco novelas, de aquí a fin de
mes.
-
¡Eso
hay que celebrarlo, Don Adalberto! Venga, lo invito a un café con porras.
-
¡Hombre!,
tendría que ser yo el que…
-
La
próxima vez que nos veamos será tan famoso como Zane Grey[21]
y me invitará usted.
-
Ya
he escogido seudónimo -repuso Blanco, muy orgulloso-: Roger Bacon[22].
La verdad es que a Don Adalberto se le dieron muy bien los westerns;
tanto que en un par de años ganaba más que el paniaguado colega que vino
a reemplazarlo en su cátedra del liceo[23].
Pero no hay rosa sin espinas y, para sacárselas, Roger Bacon hubo de
visitar al Doctor del Águila. Veamos cómo lo cuenta este:
Acuciado por la premura con que le urgen las entregas de nuevas
novelas y por la seriedad con que se toma su publicación, me cuenta que apenas
duerme y, cuando lo hace, inevitablemente sueña con tribus de indios merodeando
por el Valle de la Muerte[24],
bisontes de estampida en la pradera o tahúres jugando al póquer y disparando
contra el pianista. Padece acúfenos de tiros de Winchester[25]
y de aullidos comanches. Para inspirarse, ha llenado su casa de cactos y
agaves; se pone a escribir con la cara tiznada con pinturas de guerra; a falta
de serpientes de cascabel, caza por las orillas del río culebras de agua y de
Esculapio, lo que ha motivado más de un patatús de su esposa y airadas protestas
vecinales. En suma, padece un trastorno obsesivo, complicado con manía
persecutoria, pues últimamente ha dado en imaginar que su alter ego, el
auténtico Roger Bacon, lo persigue por toda la casa, enarbolando su Opus
Maius en un solo tomo[26],
con el consiguiente riesgo si lo alcanza.
Ante la imposibilidad práctica de que el paciente abandonara por algún
tiempo su acuciante trabajo y se dedicara al excursionismo y la pesca de la
trucha, Don Isaías optó por diversificar el objeto de las obsesiones del
profesor Blanco y le aconsejó que compatibilizara el Oeste americano con la
novela policiaca, que también publicaba con notable éxito la misma editorial.
No me ofrece dudas que el consejo clínico del galeno fue seguido al pie de
la letra por su paciente: Por ahí siguen circulando enésimas ediciones de la
así llamada Serie Negra de William James[27],
en las que Don Adalberto vertió lo más granado de sus conocimientos
psicológicos. De otros, como los balísticos y toxicológicos, pese a sus
denodados esfuerzos, habría mucho que hablar…
En fin, allá por 1947, el profesor Blanco, ya rehabilitado políticamente
y con la cartera muy abultada -conste que me refiero a la del dinero, o
billetera-, se retiró de la literatura y regresó a la cátedra. Lo readmitieron
en un Instituto de León. Muy emocionado él -bastante menos los alumnos-, no se
le ocurrió nada más original que comenzar la lección inaugural con el famoso: Decíamos
ayer…
Por unos instantes, estuvo tentado de completar la frase con el
inolvidable menos Franco y más pan blanco. Afortunadamente, recordó que
al Generalísimo le quedaban muchos años de dictador y que los inspectores
seguían teniendo un oído muy fino. Se mordió la lengua y agregó:
-
…
Que los duelos, con pan, lo son menos.
5.
Pitiminí se suelta el pelo
Me lo recordaba Don Isaías, comentando las muy diversas maneras de hacer
de Matías Pascal:
-
No
siempre te das cuenta, así de repente, de que estás muerto. En ocasiones, la
muerte del espíritu te llega poco a poco, de puntillas, como a la mayoría de
nosotros la física, la de verdad… Ahí tienes, sin ir más lejos, al amigo
Javier, más conocido por Pitiminí.
Por mi rictus de ignorancia, comprendería que no tenía ni idea de quién
estaba hablando. Aspiró el humo de la pipa y prosiguió:
-
El
bueno de Javier no era tan poca cosa como su apodo da a entender, pero era tan repulido
y tan finolis, que la aliteración de la i le iba que ni pintada. Y con Pitiminí
se quedó…, aunque con el tiempo todo se olvida, hasta los motes.
No considero yo que el ejemplo del tal Javier Mayo estuviese tan bien
traído como el Doctor opinaba[28].
Era cierto que la guerra segó muchas vidas de aquellos poetas de las
generaciones del 27 y del 36 llamados a dar gloria a las letras españolas pero,
a fin de cuentas, el amigo Piti, ni había llegado a ser gran cosa cuando
estalló la contienda, ni esta lo arrumbó en una esquina de la historia, como a
otros personajes de estos relatos. Mayo era muy de derechas -todo lo posible,
sin dejar de ser culto y humano- y, ya antes del año 36, casado y con prole,
buscaba confortable acomodo en las esferas de la pública administración. La
edad lo libró de tener que ir a pegar tiros y su consideración de escritor con
obra le dio vela en la procesión de la intelectualidad que a corto plazo
triunfaría. Entonces, ¿dónde está la muerte, Doctor?
-
Ni
tú ni yo sabemos de poesía, como para juzgarla -me contestó Don Isaías-. Los
que sí decían saber lo consideraban una cáscara vacía: el vate oficial de una
ciudad provinciana, ordenador de palabras en renglones sin alma, el escritor
que se viste y acicala para parecer tal. Vamos, un trampantojo, una caricatura,
una vana ilusión…
-
¡Caramba!,
Don Isaías. No creía yo que la cosa fuese tan fuerte. Si es así…
-
No
hagas mucho caso. Son opiniones de gente ilustrada pero que quizá respire por
la herida. No veas la de envidias que concitó en torno suyo el amigo Mayo
cuando lo nombraron director de El Mensajero Regional. Ahí es nada:
poder y pesetas.
-
Pero
¿sabía algo de periodismo?
-
Ni
papa, pero hay que reconocer que tenía amor propio: se esmeró en aprender, se
rodeó de buenos colaboradores y, poco a poco, fue haciéndose con los mandos del
diario…, para su desgracia.
-
Vamos,
que fue entonces cuando le llegó la muerte al estilo de Matías Pascal.
-
Exactamente,
muchacho.
-
Y
cuando, ya cadáver, vino a su consulta para perfilar su nueva personalidad.
-
En
eso te equivocas. Pitiminí nunca fue paciente mío. Si precisó de los
servicios de un psiquiatra, iría a ver a otro colega, aunque éramos muy pocos
entonces.
Me ha defraudado un tanto. El Doctor del Águila pierde mucho cuando se
queda, meramente, en Don Isaías. Él se da cuenta de mi desilusión y me concede
un favor especial:
-
Voy
a dictarte lo que sucedió después, como si lo hubieras leído en uno de mis
informes. Venga, toma nota.
Me pasa pluma y papel, y escribo:
El señor Mayo, por herencia familiar y por personales convicciones,
es un monárquico de pro y católico a machamartillo, de los que siguen las
directrices de una conocida Asociación, a muchos de cuyos principales
dirigentes se siente muy unido[29].
Con el paso del tiempo y su experiencia de director de un periódico, el
paciente ha llegado al convencimiento -quizá subconsciente- de que las fuerzas
militares y falangistas que predominan en el Régimen español son retardatarias
y hasta contraproducentes para sus ideales monárquicos y católicos. De forma
paulatina, pero también bastante anárquica, va dejando paso en su diario a
formas menos agobiantes y ditirámbicas de abordar el gobierno y la figura del
general Franco y de sus secuaces centrales o provinciales. La reacción de los
perjudicados y ofendidos viene siendo más y más severa, con reiteradas
advertencias y, últimamente, severas sanciones, que incluyen multas de días de
haber y amenazas de ser destituido de su cargo. Le sugiero que, para empezar,
se tome las cosas con más calma, que tanto la monarquía como la Iglesia son
instituciones llamadas, como eternas o casi, a medir el tiempo, no en años,
sino en evos. Me responde con poética ambigüedad: Si yo pudiera decir/lo que me
pasa aquí dentro…/ Pero no tengo palabras./Sólo tengo sentimientos.
-
Vaya,
Don Isaías, colijo que, por esta vez, Matías Pascal se abrió a su segunda vida,
no con un gran premio en el casino[30],
sino con una mano detrás y otra delante.
-
La
cosa no llegó a tanto -responde de forma imprecisa-. Para mí, lo interesante
del caso -concluye- es que el síndrome pascaliano afecte, no solo a los
vencidos, sino también a los vencedores. Javier Mayo es un mediocre ejemplo de
ello, pero algún día te aportaré algún supuesto más espectacular.
En ello quedamos. Para su conocimiento, amigos lectores, les informo de
que dicho caso figurará en la segunda parte de esta colección de relatos,
dedicados a divulgar y explicar el síndrome de Matías Pascal.
6. La cruzada del Padre Valiente
Nacido de una humilde familia
de labriegos en un pequeño pueblo zamorano, junto a la raya de Portugal,
el Padre Valiente[31],
una vez concluidos sus estudios para cura, parecía destinado a vegetar
en alguna parroquia perdida; pero el joven clérigo tenía talento natural y
ganas de prosperar. Pidió licencia a su obispo y entró en el noviciado más
próximo para llegar a profesar en la Orden de los Jesuitas. Lo lograría en
vísperas de la caída de Primo de Rivera y ulterior proclamación de la República[32].
En aquel momento, según el Doctor del Águila:
El paciente tenía la ferviente ilusión de marchar a las misiones. En
particular, soñaba con que lo destinaran a la India, donde los portugueses
dominaban Goa y algunas otras pequeñas colonias. Contaba para ello con su buen
conocimiento de la lengua portuguesa -de uso frecuente en su aldea natal- y las
abundantes lecturas sobre las más variadas cuestiones hindúes, que se había
procurado durante los años de noviciado. Pero, de pronto, todas sus esperanzas
se desvanecieron. Al parecer, viendo sus superiores en él una edad y un manejo
de los resortes sociales superiores a los del resto de su curso, lo destinaron temporalmente
al colegio de la Orden en Castellar, no en labores docentes, sino de tipo
administrativo y económico. El paciente me manifiesta que la supuesta corta
duración de su adscripción no era sino una disculpa, para contar con él ante
los malos tiempos que se avecinaban para los jesuitas en España.
¡Bah! No me parece a mí que pueda considerarse tan tremendo que a un
sacerdote, tan vinculado por el deber de obediencia, lo envíen a un puesto o a
otro. Con todo, sigamos la anamnesis del Doctor, sin emitir juicios
precipitados:
Su capacidad de gestión y su habilidad y experiencia en construcción
dan lugar a que, a mediados de 1931, sea promovido a Director del colegio en
que prestaba sus servicios. Esta labor sí que resultó muy temporal -confiesa
el paciente, con amargura-, pues, a comienzos del año siguiente, hubo de
entregar a la autoridad civil las llaves del centro docente y exiliarse de
España, por ministerio de la ley[33].
Eligió marchar del país por Portugal, para así despedirse de sus padres y, me
dice, también con la secreta esperanza de hacer entonces realidad su deseo de
misionar en Goa. Sus superiores lo autorizaron a permanecer en tierra lusa
durante varios años, pero no con el objetivo deseado por el Padre, sino para
impartir docencia y atender espiritualmente a los niños y adolescentes hispanos
que en aquel periodo se acogieron a Portugal, solos o en unión de sus
familiares.
Hasta aquí, sigo diciendo que el caso del Padre Valiente es dudoso que
se acomode a la primera muerte de Matías Pascal. Mucho menos encuentro que
pasara bruscamente a una nueva vida, como lo experimentó el epónimo del síndrome
que venimos analizando en esta serie de relatos. Pero, ¡al fin!, hete aquí
que:
Producido el Alzamiento militar de julio de 1936, el paciente recibe el
encargo de su Orden de regresar a Castellar y, en unión de otros miembros de la
misma, hacerse cargo nuevamente de la dirección del colegio de enseñanza,
recuperando y restaurando lo que fuese menester. Me relata que lo encontró en
un estado tan lamentable, que no pudo menos que indignarse con los que él llama
enemigos de la
religión y de la humanidad. La tensión emocional a que parece estuvo
sometido se vio incrementada, según refiere, por el agobiante trabajo y la poca
ayuda eficaz recibida de sus hermanos, a excepción de uno de ellos, el Padre
N., así como por las luctuosas noticias llegadas de la otra zona bélica,
relativas a asesinatos y sacrilegios, que alcanzaban en ocasiones a personas y
lugares por él amados o conocidos. A partir de esa época, empieza a tener
serias dificultades para dormir por las noches, así como para controlar su
temperamento durante el día, observando cómo va produciéndose un
distanciamiento de sus hermanos de comunidad y con los alumnos del centro.
Algo empieza a aclararse aunque todavía insuficiente, en mi opinión.
Muchas personas de mal carácter se desataron en aquella época de
violencia y de opresión, so capa de ejercer con firmeza su autoridad y bajo la
disculpa de que había que meter en vereda a los recalcitrantes, para evitar
males mayores. Claro está que, con harta frecuencia, el desahogo y la auto
indulgencia se cebaron sobre los más débiles: aquellos que no podían levantar
la voz porque eran los vencidos. ¿Era el Padre Valiente de los que
hacían tal distinción antes de descargar el insulto o el zurriagazo? No
siempre, a juzgar por la alusión a sus compañeros de la Orden. Y eso fue lo que
acabó pasándole factura, como veremos. Pero sigamos leyendo el historial
clínico:
Con el tiempo, el paciente comienza a tener alucinaciones visuales,
imaginando la presencia del diablo, bajo los rasgos de conocidos políticos de
la Segunda República, aparecidos detrás de las personas de los alumnos que, por
incurrir en alguna presunta falta grave, eran llevados ante él, como director
del Colegio. Me confiesa que, en tales ocasiones, pierde el control de sus
actos, como si saliera su espíritu del cuerpo -en suma, sintiéndose fuera de
sí-. En tales circunstancias, tras descargar una sarta de improperios, que van
dirigidos a los trasuntos de los políticos que él detesta, pero que reciben en
realidad los alumnos que son acusados, la emprende a golpes de mano o, en los
casos más graves, a vergajazos, sin que las protestas o quejas de los agredidos
lo calmen, hasta que se va desdibujando la provocativa y sonriente imagen del
diablo con rostro humano, como antes ha dicho. Me asegura que, a fin de
calmarse, difiere los castigos de verga hasta la noche, pero el remedio ha
resultado peor que la enfermedad pues, a la tenue luz de su despacho, los
demonios parecen más grandes y sombríos, y los infractores, más ligados a sus
espíritus tentadores. Le pregunto si no es capaz de diferenciar entre el
espíritu maligno, producto de su mente, y la criatura conocida y menor de edad,
que es completamente real, y me contesta que, lejos de juzgar acertada mi
distinción entre el diablo y la persona, él ha llegado a pensar, o cuando menos
se lo ha gritado a los alumnos díscolos, que son engendros del diablo. A
mi pregunta de por qué lo cree así, contesta que simplemente es un exabrupto,
producto del enfado o directamente de la ira. Insisto en la cuestión,
haciéndole ver que la excitación del ánimo no es justificación suficiente para
que aflore una valoración tan grave y elaborada, como la de tener a un niño por
engendro diabólico. Tarda algún tiempo en contestar, reflexionando. Finalmente,
sugiere que, salvo honrosas excepciones, los hijos de los rojos no pueden
ser buenos y necesitarán de mucho olvido y disciplina, para arrancar de su
alma la planta del odio y la irreligiosidad y empezar así a ser tierra en que
no se ahogue la buena semilla de nuestro Salvador.
El Padre Valiente había acudido a la consulta de Don Isaías por orden
del Padre Provincial, acompañado por el Padre N., persona de la plena confianza
de Valiente, cuya presencia en la consulta hubo de ser aceptada por el Doctor,
contra lo que era su práctica constante con los pacientes, por razones
psicológicas que él sabría. Por tanto, los consejos terapéuticos habían de
conocerlos, tanto el paciente, como la Orden a que pertenecía. Pero, si en todo
cuanto antecede he podido ser explícito, a base de cambiar nombres,
circunstancias y Orden religiosa implicada, en lo relativo a la receta del
Doctor del Águila he de ser más reservado. Sustancialmente, se decía en ella:
Aconsejo vivamente que el paciente sea retirado de la función docente y del
contacto con los alumnos en cualquier colegio de la Orden, hasta que
experimente una sustancial mejoría en su estado, debidamente apreciada y
controlada por los médicos. Igualmente, adjunto una receta con la medicación
que podrá tomar el Padre Valiente para calmar sus nervios y aplacar los raptos
de iracundia, así verbales, como físicos. Habida cuenta de su formación y
conciencia, podría serle beneficioso una cura progresiva, consistente en: 1º.
Combatir su ferocidad verbal con el silencio, lo más completo posible. 2º.
Aplicarse a sí mismo, una vez al día, la ración máxima de golpes que antes daba
a los alumnos cogidos en falta. Dicho tratamiento puede irse mitigando con el
tiempo, según vaya alcanzando el Padre el dominio de sí mismo. Y, en cuanto a
las alucinaciones visuales, es de esperar que, con nueva ocupación y más
relajado ambiente, logre superarlas sin necesidad de un tratamiento específico.
El paciente y la Orden jesuítica llevaron a rajatabla las prescripciones
de Don Isaías, hasta un punto que bien podría definirse como la recíproca
liberación del uno de la otra: El Padre Valiente abandonó el colegio
castellarense -dejando en paz a sus compañeros y alumnos- y se acogió a la
hospitalidad de una comunidad trapense del montañoso Norte, de donde nunca
regresó para recibir el consuelo médico del Doctor. Me consta, por indagaciones
personales, muy posteriores a los años de la inmediata posguerra, que allí
vivió y murió en edad avanzada. De modo que finalmente se cumplió el síndrome
de Matías Pascal en lo relativo a nacer a una vida nueva. Felizmente para
aquel enfermo, su renacimiento fue satisfactorio y su segunda muerte lo
fue de manera efectiva[34],
sin necesidad de una tercera. Me parece estar escuchando uno de los aforismos
favoritos de Don Isaías:
-
Muchacho,
la Medicina no es una ciencia exacta.
A lo que yo, para chincharlo, agregaba entre dientes:
-
Y
la Psiquiatría ni siquiera es una ciencia.
7.
Si te he visto, no me acuerdo
El relato con el que voy a cerrar esta entrada no corresponde a
los casos clínicos del Doctor. Antes al contrario, se refiere a un profesional
al que Don Isaías fue a pedir asesoramiento en un tema de extranjería, que
afectaba a su esposa Inga, suiza, como ya sabemos. El abogado a quien acudió
era un hombre joven, de unos de treinta años, pero ya descollaba entre sus
colegas de Castellar por su talento y sus éxitos profesionales[35].
-
Y
no le había sido nada fácil -añadía Del Águila-, pues su familia estaba
considerada como socialista. De hecho, a su padre lo ejecutaron a poco de
empezar la guerra.
-
No
era buena carta de presentación -comenté-; claro que, siendo un profesional
liberal, las cosas eran muy diferentes que si se tratara de un funcionario.
-
En
efecto, confirmó el Doctor. Pero había un punto flaco, que era la clientela.
Muy bueno tenía que ser un letrado de izquierdas para que la gente bien osara
entrar en su despacho, aunque solo fuese por el qué dirán.
-
Pero
en cambio -apunté con mordacidad- los de la cáscara amarga le dispensarían
inicialmente toda su confianza.
-
No
fue mi caso, enteradillo -replicó, sonriendo-. Yo fui porque me habían
hablado muy bien de él y porque, como profesional joven, aún no cobraba
demasiado.
Don Isaías entornó los ojos, como mirando al vacío. Era síntoma evidente
de que estaba a punto de dejar volar verbalmente su imaginación. Así que a mi
pregunta convencional de si el abogado había acertado con el problema de Doña
Inga, me salió con un breve discurso sobre la persona del citado profesional.
Más o menos, dijo así:
-
No
lo tuvo fácil, no, aunque -como si dijéramos- una de cal y otra de arena. La
guerra lo pilló estudiando Derecho, con lo que ya tenía mucho ganado cuando, no
teniendo la edad de ser reclutado, decidió alistarse, o le obligaron. ¡Quién
sabe qué habría sido de él, pese a su inteligencia, de no haber recibido ayuda
al acabar la contienda pero, entre sus mujeres y el bueno de Talavante…!
-
Siendo
así -me atreví a interrumpir el soliloquio-, el abogado ese tuvo el santo de
cara y no merece ser distinguido con el síndrome de Matías Pascal.
Con cierta pereza, Don Isaías volvió al aquí y ahora. Su mente analítica
se puso pronto al corriente.
-
¿No
te he dicho su nombre? Mejor. Aunque en esta ciudad nos conocemos todos, mejor
será que les des trabajo a tus neuronas y descubras de quién se trata
efectivamente. Para entendernos, démosle el nombre de Antonio Hernández.
-
Si
le parece -acepté de mala gana-… Pero no me salga por peteneras en lo de sus
mujeres.
-
¡Descuida,
hombre! ¡Si esa es la clave de todo! El abogado Hernández es una hechura de sus
mujeres.
-
¡Anda,
vaya originalidad!, ironicé. ¡Pues como todos!
Mis interrupciones y comentarios acabaron por sacar de quicio al Doctor.
Como era hombre educado y paciente, se limitó a entregarme papel y pluma y a
decirme:
-
Toma
y copia.
Y he aquí lo que copié aquella tarde:
Antonio Hernández acabó sus treinta y tres meses de servicio militar[36] deprimido y, como antes se decía,
espiritado. Felizmente, sus últimos tiempos de combatiente los había
pasado sentado en un camión, manejando su volante. Al licenciarse, un amigo de
la mili le ofreció colocación en la empresa de transportes de su padre.
Ya estaba el mozo dispuesto a tomar ese derrotero, cuando su madre se le echó
encima y, pobre y azacanada como se encontraba, le espetó: Tú, a estudiar,
que para sacar adelante la familia, ya estamos tus hermanas y yo. Aprueba,
colócate y, cuando ganes para ello, nos ayudas en lo que necesitemos, sobre
todo, a tus hermanas. El chico aceptó y, como tenía muy buena cabeza, en un
par de cursos acabó lo que le faltaba de la Carrera.
-
Y
entonces, si te he visto, no me acuerdo, comenté en voz alta, harto de escribir
sin interrupción y bastante aprisa.
-
¿Qué
pasa, voy muy rápido?, preguntó Don Isaías, que había notado como sacudía la
mano derecha.
-
Seguro
que más agudo que el letrado Hernández para echar una mano en casa.
Del Águila sonrió y se dispuso a proseguir su narración. En
consecuencia, escribí:
Dos oportunidades pintiparadas se le ofrecieron al ya Don Antonio,
nada más terminar sus estudios un poco mayorcito, por la interrupción de la
guerra. De una parte, la ayuda del letrado Talavante -que antes he citado-, uno
de los mejores y más chirenes[37]
de Castellar, que abrió las puertas de su bufete y de su corazón al hijo de una
gran persona, fusilada por su adscripción política, no muy lejana de la suya.
Claro está que entrar de pasante, por bueno que fueras, no era la forma más
rápida de progresar, como habría sido hacer una oposición o colocarse en una
oficina. Una vez más, la madre de Antonio le echó un capote, cuando ya
empezaban a gruñir sus hermanas: No se va a estropear el destino de vuestro
hermano por un año más o menos.
-
Un
momento, Don Isaías -solicité-, que me estoy quedando sin tinta.
Cargamos la estilográfica y estuve preparado para acoger en el relato a
la cuarta y la quinta mujeres de aquel letrado, que llevaba camino de alcanzar
a Barba Azul[38].
Pues bien, nuestro Don Antonio no tenía vocación de soltería; de manera
que, tan pronto empezó a cobrar un dinero del abogado Talavante, ennovió con
una señorita de pocos estudios y alguna fortuna, perteneciente a una familia de
propietarios de fincas en las provincias de Castellar y de Palencia. No es que
fuesen lo que se dice unos terratenientes, pero la niña, hija única, no estaba descalza
precisamente y bebía los vientos por aquel galán de buen porte y elegante vestuario
-a cargo, este último, de sus mujeres por la sangre, naturalmente-. Todo habría
salido a pedir de boca, si no hubiese sido por la suegra, suspicaz y
derechista, que no tomaba a bien emparentar con una familia de tan mala
fama, que solo podía perjudicar el futuro de la joven pareja. Resultado…
-
…
De la joven pareja. Resultado…, repetí para reflejar lo difícil que me estaba
siendo tomar al dictado las palabras del Doctor.
Este calló unos instantes, carraspeó y continuó la exposición. Estaba
deseando acabar.
… Resultado, que entre las serias reservas de la suegra y el
severo carácter y firmes convicciones de la madre viuda, los primeros contactos
entre familias fueron un desastre. Y, para colmo, a la hermana mayor le cayó
como un tiro la mosquita muerta de la novia de Antonio, con lo que parecía
aludir a que la chica fuese taimada y de poca sustancia. Conclusión, que el
flamante abogado dio su brazo a torcer, tomó partido por el bando más fuerte y
decidió proseguir su vida casi como si su familia consanguínea no existiera. En
fin, podría contarte bastantes cosas más sobre cómo han salido adelante las Hernández
sin la ayuda del hermano. La madre ya ha fallecido y no sé si la suegra le ha
seguido los pasos. Es posible que, rodeado de algunas mujeres menos que antaño,
Don Antonio haga con sus hermanas unas paces que, al menos, cubran las
apariencias.
Aquello olía a fin de la narración. En consecuencia, me atreví a tomarle
un poquito el pelo a Don Isaías:
-
Yo
creí -haciéndome el sorprendido- que los psiquiatras pasaban por encima de las
apariencias e iban al fondo de la psique…
-
Mi
querido y mordaz crítico -replicó-, cuando se ha visto y vivido tanto y tan
duro como yo, unas buenas apariencias son muy de agradecer, aunque engañen.
[1]
Véanse los relatos bajo etiqueta de Psicopatología de la vida amorosa, en
este mismo blog.
[2]
Para entendernos, hacia 1965.
[3]
Novela del autor italiano, Luigi Pirandello, publicada en 1904.
[4]
Filósofo y científico francés, que vivió entre 1623 y 1662.
[5]
El Matías Pascal de la novela, por exigencias de su argumento, habría de morir
tres veces para hacerlo de verdad.
[6]
Luigi Pirandello (1867-1936), premio Nobel de Literatura en 1934, nació en
Agrigento.
[7]
Véase mi relato, en este blog, Psicopatología de la vida amorosa
(VIII), Las relaciones asimétricas, El complejo de Creek. En casi seis años
lo han leído la friolera de… ¡77 personas!
[8]
Dicho Epílogo figura al final del relato El síndrome de Matías Pascal
(II).
[9] Personaje basado en uno real, aunque no las
peripecias concretas que vive en este cuento.
[10]
Alusión al pequeño peto de lienzo del
hábito que llevaban entonces los Hermanos de las Escuelas Cristianas, o de
la Salle.
[11]
Hecho que acaeció, por término medio, el 18 de julio de 1936.
[12]
La Academia de Ingenieros Militares estuvo en Burgos entre en final de la guerra
civil y el año 1986.
[13]
Merendero y casa de comidas fundado en 1902, relativamente cercana al viejo
Manicomio de Castellar.
[14]
Tal vez ayudase a la falacia el que Doña Inga y la Cruz Roja eran ambas
inicialmente suizas.
[15]
Personaje basado en uno real, aunque no así las peripecias concretas que vive
en este cuento.
[16] Famosos filósofos españoles, siendo Bonilla
discípulo de Menéndez y Pelayo. Uno y otro, sobre todo el segundo, estaban bien
vistos por los ideólogos del Movimiento Nacional.
[17] Obvias alusiones a los uniformes falangistas
y a la enseña constantiniana, símbolo del cesaropapismo.
[18]
El 1 de octubre de 1936 fue proclamado el general Francisco Franco Bahamonde Generalísimo
de los Ejércitos nacionales y Jefe del Gobierno del Estado español.
[19]
Esta apócrifa contestación al grito patriótico fue muy conocida en
España, cuando menos, desde el llamado Desfile de la Victoria, celebrado
en Madrid el 19 de mayo de 1939.
[20]
Moneda de 5 céntimos de peseta.
[21]
Tal vez, el más famoso autor de novelas del oeste. Vivió entre 1872 y 1939 y,
en los alrededor de treinta años en que escribió ese tipo de relatos, publicó
unos noventa títulos.
[22]
Seguro que Don Adalberto Blanco lo había tomado del nombre del famoso filósofo
y científico inglés, Roger Bacon (c. 1214-1294).
[23]
Su sueldo, con unos quince años de antigüedad escalafonal, era de unas mil
pesetas mensuales.
[24]
Valle desértico en el sureste de California, hoy convertido en Parque Nacional.
[25]
Fusil con acción de palanca, patentado inicialmente (1866) por la empresa
estadounidense, Winchester Repeating Arms Company.
[26]
La obra, una de las grandes científico-filosóficas de su tiempo (1267), por su
gran extensión, suele editarse en dos volúmenes.
[27]
William James (1842-1910), profesor estadounidense, destacado filósofo
pragmatista y uno de los padres de la Psicología, en su corriente del funcionalismo.
[28]
El protagonista de este relato está inspirado en una persona real y los sucesos
literarios tampoco están muy alejados de otros, realmente acaecidos.
[29]
Por los detalles ofrecidos, supongo que Don Isaías alude a la Asociación
Católica Nacional de Propagandistas, fundada en 1909, que constituyó uno de
los sectores más preparados e influyentes del llamado en épocas posteriores nacional-catolicismo.
Con mucha menos influencia social y ya sin el epíteto de nacional, la
Asociación Católica de Propagandistas continúa existiendo al presente
(2020).
[30]
Así sucede en la novela de Pirandello aludida en el capítulo 1.
[31]
El protagonista de este relato está inspirado por un personaje real, como
también parte de los hechos que aquí se narran, incluidas las violencias físicas
y verbales del mismo.
[32]
Es decir, los años 1930 y 1931, respectivamente.
[33]
Decreto de 23 de enero de 1932, que afectó personalmente a unos 3.000 jesuitas
entonces residentes en España.
[34]
En concreto, falleció en el año 1993.
[35]
El relato está inspirado en la identidad y conducta de una persona real.
[36]
Más o menos, toda la guerra civil española, de julio de 1936 a abril de 1939.
[37]
Creo que don Isaías del Águila no era vasco, pero el caso es que le salió este
vocablo, derivado del eusquera txirene, alusivo a las personas que son
ocurrentes, chistosas o bromistas, con un toque excéntrico o fanfarrón. En mi
opinión, el epíteto le iba a Talavante como anillo al dedo.
[38] Como suele decirse, ese personaje de un
cuento de Charles Perrault, publicado en 1697, llegó a tener siete mujeres,
aunque creo que el cuentista francés no da el número exacto de las mismas. Sí
lo hace Anatole France, en su relato sobre el tema (Las siete mujeres de Barba Azul), publicado en 1909.
No hay comentarios:
Publicar un comentario