Crímenes gemelos: el
de Cuenca y el de Araguarí/Crimes gêmeos: O de Cuenca e o de Araguari
Por Federico Bello
Landrove
El Crimen de Cuenca en España y el de
Araguarí en Brasil pasan por ser los casos más famosos de error judicial en
ambos países. Aparte ese dato común, los hechos son tan parecidos, que me he
animado a hacer un ensayo comparativo de ambos, en el que tampoco se olvidarán
las principales diferencias entre ellos, ni la casi obligada referencia a las
películas que han contribuido a hacerlos famosos.
La ciudad de
Araguari[2]
se halla situada en el estado brasileño de Minas Gerais, ya en el límite con el
de Goiás. Enclavada en una comarca agropecuaria y buen nudo de comunicaciones
(incluso por ferrocarril), tenía en el año 1937 la considerable población de
40.000 habitantes. En consecuencia, disponía de una Delegación de Policía y de
sede judicial, a nivel de Juez de Derecho. La ciudad de Uberlândia -que la
doblaba en población- era el núcleo o capital administrativa y económica más
próxima.
Allá por el año 1937, tres de los habitantes
de Araguari eran los hermanos Naves, Sebastião (35 años) y Joaquim (de 30), y
Benedito Pereira Caetano (de 32 años). Los dos primeros estaban casados[3]
y con descendencia, en tanto Benedito era soltero, lo que le animó a hospedarse
onerosamente en casa de Sebastião, dado que se llevaban bien y que
los padres de aquel residían en la villa de Nova Ponte, distante de Araguari
unos doscientos kilómetros. Benedito y los hermanos Naves se dedicaban al
campo, si bien la situación económica de aquel era mucho más desahogada. Entre
los tres habían adquirido un camión para el transporte público de mercancías,
siendo socios en lo tocante a su explotación. Completaré la presentación de los
protagonistas del caso, aludiendo a la madre de los Naves, Ana Rosa, que por
aquel entonces tendría unos cincuenta y cinco años de edad[4].
Por unas u otras
razones, le dio a Benedito por especular en arroz, adquiriendo una gran
cantidad de dicho cereal, hasta invertir en la operación un montante aproximado
de 140 contos de réis[5],
buena parte de los cuales los obtuvo a crédito. Mas en aquella temporada
empezó a bajar alarmantemente el valor del arroz, de tal forma que Benedito
decidió venderlo al precio que buenamente pudiera, obteniendo finalmente unos
90 contos. De todo ello, tuvieron
noticia los hermanos Naves, como es de suponer que también otros conocidos y
negociantes de la zona. Luego, sin revelar su propósito a nadie, en la
madrugada del 30 de noviembre de 1937 Benedito subió al ferrocarril con destino
a Anápolis[6],
llevando consigo la totalidad del dinero obtenido con la venta del arroz. Nadie
que lo conociera lo vio en la estación, ni en el tren.
La desaparición de
Benedito provocó la lógica preocupación en sus amigos, en especial, en los
hermanos Naves, dado que aquel era su huésped y socio, y que tenían
conocimiento de que guardaba una importante cantidad de dinero. Parece que fue
Sebastião Naves quien denunció formalmente el hecho ante el Delegado
de Policía, pero nada de cierto se supo sobre Benedito. El desaparecido se perdería durante muchos años en la
inmensidad de la geografía brasileña, aunque la mayor parte del tiempo se
desplazase por los estados de Minas Gerais y de Goiás. En retrospectiva, pude
decirse que hizo de todo: holgó, gastó el dinero, trabajó en diversos oficios,
contrajo matrimonio y tuvo hijos. Seguramente para evitar el acoso de sus
acreedores araguarinos, pasó a llamarse y documentarse como José Alves Gomes,
siendo conocido cuando viajaba fuera de Goiás con el apelativo de José Goiano.
Pues bien, la
gente en general y la familia de Benedito en particular, empezaron a sospechar
que el caso no se resolvía por la ineficacia de las Autoridades concernidas,
que eran el Delegado de Policía y el Juez de Derecho de la localidad, a la
sazón, un juez de paz, al encontrarse vacante la plaza. Movieron sus
influencias y los jefes policiales del estado destituyeron al Delegado inicial y
lo reemplazaron por un Teniente militar, llamado Francisco Vieira dos Santos,
conocido por Chico Vieira, que en la
capital mineira, Belo Horizonte,
tenía fama de eficaz y violento. Examinadas las actuaciones previas y tras
realizar las pertinentes entrevistas, Vieira llegó al convencimiento de que
habían sido los hermanos Naves los responsables de la desaparición de Benedito, suponiendo que lo habrían matado para
robarlo, que le habrían quitado el dinero y, finalmente, habrían enterrado el
cadáver en algún lugar recóndito de las proximidades de Araguari[7].
A partir de
entonces y durante varias semanas, el teniente y los policías a sus órdenes se
dedicaron a torturar de manera repetida y muy violenta, no solo a Sebastião y a Joaquim, sino a sus esposas y madre, manteniendo a los
dos primeros en situación de detención permanente en los calabozos de la
Delegación de Policía, mientras que las mujeres entraban y salían, según el
capricho de Vieira[8]. Se
trataba, simplemente, de hacerles confesar el homicidio y el robo, así como de
recuperar en lo posible el cadáver y el botín. En paralelo, se realizaron
algunas pesquisas adicionales, de las que merecen destacarse dos:
-
Un
cuñado de los Naves, sospechando de ellos, delató que él guardaba casi un conto de réis, que los hermanos le
habían pedido que escondiera, seguramente para evitar sospechas y decomiso. El
teniente entendió que la procedencia sería de lo robado a Benedito y que
tendría que haber mucho más, oculto en otros lugares, para descubrir los cuales
endureció las torturas, favorecido por el hecho de que las realizaba en pleno
campo y sin testigos.
-
Un
tal José Prontidão se presentó a declarar que había
estado trabajando en Uberlândia en una obra con Benedito Caetano, después de su
desaparición. El teniente, no solo lo tomó como una tomadura de pelo, sino que,
creyendo que pudiera saber algo del crimen,
también lo torturó y tuvo preso durante un tiempo.
La resistencia de los hermanos Naves a la
tortura fue homérica, ayudados por la postura de su madre, que les aconsejaba
no ceder pues sería peor, siendo inocentes. Mas, a la postre, tanto ellos, como
sus mujeres, reconocieron todo cuanto el teniente Vieira deseaba, con
precisiones de lugar y tiempo suficientes para formular una acusación, aunque
no hubiesen aparecido los restos de Benedito, ni el dinero robado.
***
En la ciudad de
Araguari vivía y ejercía como abogado el doutor
João Alamy Filho, de 30 años de edad[9],
quien no había querido implicarse desde un principio en el caso, dado que él
-según la opinión dominante de Araguari- creía culpables a los hermanos Naves y
no tenía constancia de los malos tratos a que estaban siendo sometidos. Con
todo, la madre de aquellos, una vez libre, visitó al letrado y le pidió que
asumiera la defensa de los hijos presos[10].
Al ver en la señora Ana señales evidentes de tortura, aceptó el caso y se
presentó de inmediato en la Delegación de Policía y en el Juzgado de Araguari,
sin conseguir resultados tangibles. En vista de ello, se desplazó para
entrevistarse con el Juez de Derecho que reglamentariamente sustituía al de
Araguari durante la inexistencia de titular. Dicho juez, Merolino Raimundo de
Lima Corrêa, al tomar cartas en el asunto -siquiera de forma circunspecta y muy
respetuosa del teniente Vieira- no terminó con las torturas, pero imprimió un
giro más ágil a la tramitación, que finalmente dio lugar al equivalente a
nuestro auto de hechos justiciables -fechado el 21 de marzo de 1938-, en el que
acogía lo sustancial de la investigación policial y de las confesiones
forzadas, sin perjuicio de reconocer que, dadas las circunstancias del caso,
era posible un tremendo error judicial,
lo que obligaba a valorar las pruebas con sumo cuidado. También se recogía en
la resolución la alegación del defensor, de que las confesiones fueran
obtenidas por la violencia, cuando menos, en buena parte de la actuación
policial. Lo único decisivo de esta resolución fue dejar fuera del juicio a la
madre de los hermanos Naves, a quien la investigación policial había reputado
cómplice del delito, cosa que el Juez de Derecho consideró contradictoria, ya
que no podía haber complicidad posterior a la comisión del latrocinio.
El 27 de junio de
1938 se celebró el primer juicio por Jurado de este caso -con seis jurados
varones y una mujer-. El punto esencial de la vista fue la retractación de tres
de los cuatro confesos (los dos hermanos y una de sus mujeres, Salviana), dando
todo lujo de detalles de las formas en que fueron maltratados. Diversos
testigos corroboraron los síntomas (heridas, gritos, etc.) que indicaban las
torturas, siquiera uno de los fundamentales -el chófer de servicio público que
llevaba a descampado a los presos y los policías- no admitió haber sido testigo
presencial de maltratos. También resultó llamativa y contraproducente para la
tesis acusatoria la actitud intimidatoria del teniente Vieira quien, tras haber
concluido su declaración, permaneció un tiempo en la sala paseándose ostensiblemente
y haciendo gestos y mascullando palabras amenazadoras hacia el abogado
defensor. Finalmente, el Jurado votó la absolución por seis votos contra uno.
Ello suponía automáticamente que se dictase una sentencia absolutoria pero, al
recurrirla el fiscal, fue obligado por ley que los acusados permaneciesen en
prisión preventiva, hasta que se pronunciase el Tribunal de apelación.
El recurso fue
estimado por una razón técnica: el veredicto no contenía las preguntas
legalmente precisas en los casos de coautoría, como era el de los hermanos
Naves. La causa hubo, pues, de volver a verse ante un nuevo Jurado, si bien con
el mismo juez presidente de la vez anterior, el citado Merolino Corrêa. La
vista se desarrolló de forma similar a la primera, el día 21 de marzo de 1939,
solo que en este momento la corriente de opinión social había cambiado de modo radical,
teniendo el teniente Vieira que salir esta vez de la sala entre las amenazas de
algunos de los circunstantes. Nuevamente, el veredicto fue de inocencia para
ambos acusados, por seis votos a uno en el caso de Sebastião y por cinco a dos en el de Joaquim.
Si no se hubiese
producido una circunstancia desgraciada para los hermanos Naves, aquí y así
habría terminado su enjuiciamiento. Pero sucedió que, entre tanto, había sido
promulgada una reforma de la legislación brasileña del Jurado, que permitía,
por primera vez en su historia, apelar de la decisión de los jurados ante el
Tribunal de Justicia del Estado, por error en la valoración de las pruebas[11].
Así lo interesó el Fiscal, ante el Tribunal de Minas Gerais, que le dio la
razón y revocó la absolución, imponiendo a cada uno de los hermanos Naves, por
el robo con homicidio de que se les acusaba, la pena de veinticinco años y seis
meses de prisión celular. Dicha pena fue objeto de revisión al año siguiente,
1940, quedando definitivamente reducida a dieciséis años y seis meses de
duración. En todo lo demás, la revisión fue desestimada.
El cumplimiento
efectivo de las penas resultó muy aminorado ya que, por comportamiento penitenciario ejemplar, los dos hermanos obtuvieron
la libertad condicional en agosto de 1946, tras ocho años y nueve meses de
privación de libertad. Dos años más tarde, víctima de dolencias que sin duda
tenían que ver con las torturas, falleció Joaquim Naves. El teniente Chico Vieira lo había precedido, apenas
tres meses antes, víctima de un trastorno del aparato circulatorio.
***
En el año 1952, un
primo[12]
de Sebastião Naves vio de casualidad por la villa mineira de Nova Ponte a Benedito Caetano, quien se había desplazado
hasta allí para visitar a sus padres. Enterado de ello Sebastião, con la colaboración de un periodista[13] y del
jefe de Policía de Araguari, se trasladó en un taxi hasta Nova Ponte, pudiendo
todos comprobar que, en efecto, Benedito estaba vivo y, al parecer, muy
arrepentido de haber causado tanto trastorno, por lo que inmediatamente pidió
perdón a Sebastião.
La indignación del
pueblo araguariano fue grande, determinando la apertura de causa criminal
contra Benedito, quien se escudó en que desconocía en absoluto que se hubiera
juzgado y condenado a nadie por su presunta muerte. Sus padres corroboraron tan
dudosa ignorancia, que el hijo explicó por lo lejos que había estado durante
aquellos quince años. Como explicación de su marcha subrepticia, alegó que tres
individuos le habían robado el dinero de la venta del arroz y él, avergonzado y
no pudiendo hacer frente a sus deudas, había escapado de la comarca.
Nadie sabe cómo
habrían terminado las cosas para Benedito, de no haber sido por otro hecho
desgraciado que se produjo en el caso. Y fue que, habiendo citado la Justicia a
sus familiares (en especial, mujer e hijos) para aclarar su presunta ignorancia
y los lugares en que hubiesen vivido, el avión en que viajaban hasta el estado
de Minas Gerais sufrió un accidente y murieron todos los ocupantes. Habría sido
inicuo, después de tal penitencia, exacerbar el castigo: la causa contra
Benedito Caetano fue archivada, en cuanto a su posible responsabilidad por el
error judicial; y, en lo tocante a haberse quedado con los 90 contos (que en su gran mayoría eran
ajenos), la apropiación indebida había ya prescrito.
Como es natural,
la otra consecuencia procesal de la aparición de Benedito fue la de anular la
sentencia condenatoria en todos sus aspectos desfavorables (antecedentes
penales, limitaciones de la libertad condicional). A mayor abundamiento, los
tribunales fijaron una indemnización por error judicial, a cargo del estado de
Minas Gerais, de 24 contos de réis, a
repartir entre Sebastião Naves y los herederos de su hermano
Joaquim. Eso fue en 1956 pero, por la actitud cicatera de la Administración,
los trámites se demoraron hasta el año 1960, cuando el Pleno del Supremo
Tribunal Federal, con fecha 4 de agosto, ordenó definitivamente el pago, con
abono de los intereses, aunque no del anatocismo. A partir de aquí, las
dificultades no fueron jurídicas, sino prácticas. El hecho es que, según la
prensa de la época, el abono de la indemnización -ya en la nueva moneda de
entonces de Brasil- se hizo en 1973, alcanzando un montante de 62.241,99 cruzeiros[14].
Dicha cantidad -dijeron muy expresivamente los beneficiarios- apenas llegaba
para comprarse una casa. Para entonces, Sebastião y Benedito ya habían pasado a mejor
vida[15].
2.
El crimen de Cuenca o de Osa de la
Vega
Aunque en España el caso que voy a relatar es generalmente
conocido como el crimen de Cuenca, su
denominación topográfica correcta sería de Osa de la Vega, pueblo de la
provincia conquense en el que, presuntamente, se habría perpetrado en agosto de
1910 el homicidio del pastor, José María Grimaldos López. Cuenca es tan solo la
capital de la provincia, razón por la cual los sucesivos juicios del caso -de
1918 y de 1935- se vieron ante su Audiencia, ya como Tribunal de Jurado, ya
como estricto Tribunal de Derecho[16].
Tanto el pastor
Grimaldos, como los que luego pasarían por sus matadores, llamados León Sánchez
Gascón y Gregorio Valero Contreras[17],
estaban al servicio del terrateniente más importante de Osa de la Vega: Grimaldos,
cuidando el rebaño de ganado lanar; León, como mayoral de todo el ganado de la
finca; Gregorio, como guarda, en especial, del palomar de la explotación. Lo
mismo León que Gregorio tenían fama de anarquistas y conflictivos, mientras que
Grimaldos pasaba por ser un débil mental medio, a quien los otros dos -y varios
individuos de la zona- embromaban de manera pesada y se las hacían pasar
bastante mal. Insisto en que era un simple rumor, que el propio Grimaldos
rebatiría -como veremos- a su regreso a Osa, en el año 1926.
Es ello que, hacía
el 20 de agosto de 1910, Grimaldos -soltero, sin hijos y, a lo que parece, bastante
harto de su vida presente- tuvo el barrunto[18]
de marcharse de Osa en busca de nuevos horizontes, sin avisar de ello a nadie
o, en todo caso, presentándolo como una escapada muy breve, para tomar las
aguas y lodos del cercano balneario de La Celadilla[19]. Grimaldos manifestó a dónde iba -o a
dónde decía que iba a ir- a León Sánchez, como mayoral que era del ganado que
tenía a su cuidado como pastor. Se da por seguro que llevaba una cantidad
indeterminada de dinero, pero de cierta importancia[20],
procedente de la venta de unos corderos u ovejas. Es algo perfectamente
posible, tanto si también cuidaba de ganado propio, como si parte de su soldada
se le pagaba en un determinado número de crías de las ovejas del rebaño. No
parece que Grimaldos se despidiera de los familiares con los que convivía
cuando estaba en Tresjuncos (padres, hermanos), ni me consta que se hiciera una
indagación seria en el balneario de La Celadilla, para comprobar si había
pasado por allí. Añadiré en este párrafo que León Sánchez y Gregorio Valero
vivían en Osa de la Vega, en unión de sus mujeres e hijos. Y, en cuanto a las
edades que entonces tenían, se asignan 28 años a Grimaldos -alias El Cepa- y alrededor de 30 a Gregorio y
León[21].
Habiendo pasado
unas tres semanas de ausencia sin noticias suyas, un hermano de Grimaldos,
Urbano, presentó la oportuna denuncia en el Juzgado Municipal de Osa de la Vega,
en la que ya señalaba como sospechosos de posible criminalidad a León y
Gregorio. La suspicacia tenía el motivo patente de las bromas y abusos que se
decía realizaban hacia el pastor, pero la causa latente era la animadversión
que ambos despertaban en el denunciante, debido a su carácter, ideas políticas
y piquillas localistas entre los
pueblos rivales de Osa y Tresjuncos. El juez municipal osense tomó declaración
al denunciante, a los denunciados y a otras personas[22],
tras de lo cual remitió estas primeras diligencias al Juzgado de Instrucción de
Belmonte, que abrió el oportuno sumario, número 94 de 1910. En él, se
reiteraron las declaraciones, se inspeccionó sin fruto los lugares donde se
decía había sido visto últimamente Grimaldos y, en definitiva, se practicaron
las diligencias pertinentes para indagar acerca del paradero del desaparecido.
Dicho sumario, remitido que fue a la Audiencia Provincial de Cuenca, fue
archivado por esta el día 11 de septiembre de 1911, sin haber conseguido
ninguna aclaración ni, en consecuencia, establecer la responsabilidad de
persona alguna en los hechos denunciados.
El archivo
provisional de la causa no fue bien recibido por la familia de Grimaldos ni, en
general, por los tresjunqueños, que acuñaron otra de las expresiones lapidarias
del caso: En el Partido Judicial de
Belmonte, los asesinos andan sueltos. Parece cosa cierta que la especie
llegó a impresionar al Diputado conservador del distrito[23],
quizá por el tinte anarquista de los sospechosos. El hecho es que, tan pronto
tomó posesión del Juzgado belmonteño un nuevo juez, don Emilio de Isasa
Echenique[24],
reabrió el sumario con muy poco fundamento adicional -el 2 de abril de 1913- y,
apenas quince días más tarde -el 17 de abril de 1913- ya dictó auto de
procesamiento por el homicidio de Grimaldos contra León Sánchez y Gregorio
Valero, respecto de quienes acordó la situación personal de prisión preventiva
sin liberación por fianza. En las declaraciones indagatorias, ambos procesados
negaron en absoluto los hechos y el delito que se les imputaba. Así continuó la
situación, hasta el 27 de abril cuando, a causa de las torturas[25]
a las que eran sometidos por miembros de la Guardia Civil actuante[26],
empezó una serie de declaraciones, pocas veces uniformes, pero cada vez más
auto inculpatorias[27].
Baste con indicar que, a la postre, los acusados admitieron que, usando un
garrote y un cuchillo, habían dado muerte a Grimaldos en un palomar de la finca
en que laboraban, con el objeto de robarle el dinero que sabían llevaba,
obteniendo de tal forma unas 75 pesetas, y que posteriormente habían
descuartizado el cadáver, echando la carne a los cerdos, y pulverizando y
quemando los huesos. De esa forma, quedó explicada la desaparición de los
restos cadavéricos, una vez que los médicos forenses descartaron que algunos
existentes en el cementerio fueran los de Grimaldos. Y, en cuanto a las
torturas, los forenses[28]
dijeron no encontrar huellas de las mismas en los procesados, por más que León
Sánchez, más decidido que su compañero, afirmó ante el Juez de Instrucción haber
recibido vergajazos y culatazos, hasta atontarlo
en sus declaraciones.
El 11 de noviembre
de 1913, dando por cierto el homicidio de Grimaldos, se procedió a inscribir su
óbito en el Registro Civil de Osa de la Vega, fijando como data de la muerte el
21 de agosto de 1910, en hora entre las ocho y media y las nueve de la noche[29].
Fue una de las últimas diligencias importantes practicadas en un sumario, que
sufrió varias conclusiones y reaperturas durante casi dos años, para ampliar la
instrucción, en ocasiones, a instancia del Ministerio Fiscal -al parecer, no
muy convencido de la suficiencia de las indagaciones, como para poder estar
seguro de un delito tan grave-.
***
Abierto procedimiento
ante el Tribunal del Jurado[30]
en la Audiencia de Cuenca, el fiscal[31]
formuló conclusiones provisionales respecto de ambos acusados, siguiendo de
cerca los hechos confesados que antes he dicho, con ciertas salvedades, como
que los huesos machacados, junto con grandes piedras, los habían arrojado en
una espuerta a un río innominado. Los hechos eran valorados como robo con
homicidio (artículo 516 del Código penal de 1870, vigente a la sazón).
Comoquiera que se apreciaban las agravantes de alevosía y empleo de astucia
para ambos acusados[32],
y que no se aplicaba atenuante alguna, resultó obligada la petición de pena de
muerte para los dos reos[33],
a más de una indemnización de 5.000 pesetas para los familiares más allegados
del difunto Grimaldos.
Las defensas de
los acusados negaron la muerte de Grimaldos y, por supuesto, el crimen de sus
patrocinados, interesando en consecuencia su absolución. La tesis defensiva era
que el pastor, desde los baños de La Celadilla, había partido con rumbo
desconocido, siendo posible -según uno de los defensores- que pudiera hallarse en el Brasil, a donde repetidas
veces había mostrado predilección de irse. Me permito la humorada de
señalar esta alusión a la atractiva tierra brasileña, como una trivial y poco
conocida relación del crimen de Cuenca con el de Araguarí.
Sobre esta base
fáctica hubo de celebrarse el juicio oral, el día 25 de mayo de 1918, cuyas
sesiones duraron siete horas. Pese a lo dilatado de la labor probatoria, me
atrevo a decir que la suerte estaba echada, no por lo que resultara del
plenario, sino por la labor soterrada de convicción de los defensores hacia el
fiscal. Bastante de eso trascendió posteriormente[34],
pero, además, la lógica y la experiencia me llevan a convenir en que fue la
conciencia del acusador público[35]
y, si acaso, su ojo clínico lo decisivo
para que aquel caso de flagrante error judicial no tuviese resultados mortales.
Paso a explicar mi punto de vista, con el detalle que creo merece.
La petición de
pena de muerte por el fiscal respondía perfectamente, no solo a la ley, sino al
clima justiciero de la presunta mayoría social[36],
aunque presentaba el riesgo de convertir el juicio en una palestra para la
discusión de las probables torturas, de modo que -como tantas veces sucede en
los juicios- se invirtieran las tornas y los acusados pasaran a convertirse en acusadores; todo ello,
con el temor añadido de suscitarlo ante un tribunal de legos en Derecho, cual
es el Jurado. En consecuencia, los defensores[37]
-es de suponer que de acuerdo con sus defendidos-, en un momento indeterminado
-probablemente, a punto de iniciarse el juicio, para así evitar durante él las
alusiones a las torturas- pactaron con el fiscal la aceptación de una pena de
cárcel no demasiado larga, a cambio de no traer a colación los maltratos sufridos.
El fiscal debió sentir el descargo de su conciencia, al no pedir pena de muerte
en un caso tan enrevesado, y se dispuso a dar un cambio sorprendente y radical en sus conclusiones definitivas, para modificar
la imputación de robo con homicidio por la de homicidio a secas. No obstante,
el juicio se celebró con la tensión y amplitud que el caso merecía, sin dar
pábulo a sospechas de un acuerdo entre las partes[38],
declarando un número muy considerable de los treinta y cinco testigos
propuestos, y acabando el juicio ya de noche, tras sesiones matinal y de
tarde. Y así, tras las siete horas que duró el plenario, el fiscal formuló
conclusiones definitivas excluyendo el móvil de robo y la agravante de alevosía,
con lo que los hechos quedaron reducidos a un homicidio simple[39].
Apreció en ambos acusados las agravantes de abuso de superioridad y nocturnidad
o despoblado y, además, la de reincidencia en León Sánchez -por condena
anterior por delito de lesiones-, sin concurrencia de atenuantes, lo que
permitía solicitar, si el Jurado apoyaba su tesis, una pena de reclusión entre
diecisiete años, cuatro meses y un día, y veinte años.
Las defensas modificaron
sus hechos, inventando un relato poco
original: En la tarde del 21 de agosto de 1910, León y Gregorio habían estado
celebrando con Grimaldos la despedida de este, en un palomar, a solas.
Merendaron un conejo y bebieron de forma copiosa, hasta embriagarse.
Seguidamente, se pusieron a jugar a las cartas y de ahí surgió una discusión
entre el pastor y los dos acusados, en la que se acometieron mutuamente y estos
mataron a aquel. En consecuencia, aceptaban la calificación de homicidio
propuesta por el fiscal, aunque con diversas atenuantes[40],
en especial, la de embriaguez, ninguna de las cuales sería aceptada por el
Jurado en su veredicto.
La deliberación
del Jurado duró tan solo media hora, cosa lógica ante la conformidad casi plena
de acusación y defensas, acogiendo las tesis de muerte, coautoría y empleo de
un garrote y un cuchillo, pero rechazando la embriaguez y demás atenuantes
propuestas por las defensas. Con base en el veredicto aprobado, el fiscal
interesó una pena de 20 años de reclusión temporal y una indemnización de 4.000
pesetas para la familia de Grimaldos, en tanto que las defensas solicitaron la
de 17 años, 4 meses y un día de la misma pena. La Audiencia Provincial dictó
sentencia, condenando a los dos acusados a la pena de dieciocho años de
reclusión temporal, de los que habrían de descontarse los más de cinco pasados
en prisión preventiva. Ninguna de las partes recurrió tal sentencia que, por
tanto, alcanzó firmeza[41].
En su virtud, León Sánchez y Gregorio Valero pasaron a cumplir sus penas
privativas de libertad en Cartagena y Valencia, respectivamente. En tal
situación hubieron de permanecer hasta enero de 1925, habiéndose beneficiado entre
tanto de los indultos generales de 12 de septiembre de 1919 y 4 de julio de
1924. En consecuencia, la pena efectivamente cumplida ascendió, solo, a once años y nueve meses, en
números redondos[42].
Concluyo este
apartado referente al juicio oral, haciéndome la siguiente pregunta: ¿Qué
habría pasado, si los familiares de Grimaldos se hubiesen personado como
acusación particular? La respuesta, aunque hipotética, me parece obvia: En modo
alguno habrían consentido en apartarse de la tesis de robo con homicidio y pena
de muerte. En consecuencia, las defensas no podrían haberse conformado, el
fiscal no creo que se hubiese atrevido a rebajar sus pretensiones de las
provisionales y -en mi opinión- el Jurado habría provocado la condena a la pena
capital. Claro que también habría sido posible -pero muy poco probable, a mi
parecer- que, impresionados por la imagen de la tortura, y ante la ausencia de
otras pruebas directas y concluyentes, hubieran votado en contra del hecho de
la muerte de Grimaldos. En suma, por una cuestión tan colateral como que la familia de Grimaldos hubiese tenido la
decisión y el dinero para ejercitar la acusación, el juicio del crimen de Cuenca podría haber terminado
de muy otra manera, seguramente luctuosa.
***
Mientras León
Sánchez y Gregorio Valero se pudrían en
prisión, José María Grimaldos llevaba una vida muy similar a la de
Osa de la Vega -pastor, vendimiador, mulillero-, solo que en localidades de la
provincia de Valencia, limítrofes con la conquense: Camporrobles, Cuevas de
Utiel, Fuenterrobles y Villagordo del Cabriel[43].
A continuación, se colocó en trabajos del pueblo conquense de Mira de la Sierra,
relativamente alejado de Osa y Tresjuncos[44].
De vez en cuando, surgían rumores entre sus antiguos convecinos de que estaba
vivo o, incluso, de que se le había visto por los alrededores, pero nada de
cierto puede sostenerse, como no sea el envío de una carta a su hermana María desde
Mira, para informarle de que se encontraba vivo y había formado su propia
familia[45].
En efecto, había pasado a convivir establemente con una mujer, con la que tenía
dos hijas. En ningún momento explicaría con certeza el porqué de su casi
ocultación. Se limitó a asegurar que nunca había simulado otra personalidad, ni
usado documentación con nombre falso. También insistirá, en su momento, en que jamás
tuvo noción del proceso criminal por su presunta muerte ni, menos aún, de las
condenas de León y Gregorio. Precisamente, dijo, guardaba un buen recuerdo del
primero, que le había ayudado en diversas ocasiones; con el segundo manifestó
que apenas había tenido trato.
¿Qué sucedió para
que, finalmente, a principios de 1926, se confirmara sin dudas la supervivencia
de Grimaldos y, por tanto, la inexistencia de su homicidio? En el origen,
estuvo el deseo del pastor -inducido por el párroco mireño- de regularizar su
situación familiar, contrayendo matrimonio. El párroco le facilitó las cosas,
pidiendo por correo a su colega de Tresjuncos la partida de bautismo, necesaria
para celebrar unión canónica. Aunque el párroco tresjunqueño lo tomó a broma o
confusión[46], no
dejó de comentarlo con familiares de Grimaldos, si bien, finalmente, rompió la
carta y no proveyó a lo que se le solicitaba. Sin embargo, fue suficiente para
avivar los rumores anteriores, siendo el propio Juez de Instrucción de Belmonte
quien dio orden a la Guardia Civil de informarse en Mira y, de ser ciertas las
sospechas, traer conducido inmediatamente a Grimaldos hasta Tresjuncos, para
proceder a su reconocimiento visual por parte de familiares y conocidos. No es
cierto, por tanto, lo que algunos sostienen, en el sentido de que fue el propio
Grimaldos, motu proprio, quien se
presentó en su antiguo pueblo, para recabar directamente la partida bautismal[47].
A partir de aquí,
necesariamente he de abreviar, pues son sobradamente conocidos y obvios los
sentimientos de perdón y de júbilo entre todos los afectados, así como la
estimación por el Tribunal Supremo -sentencia de 10 de julio de 1926- del
recurso de revisión interpuesto por el Fiscal del mismo[48],
para conseguir la nulidad de la sentencia condenatoria por el homicidio de
Grimaldos y de la inscripción de su defunción en el Registro Civil. La
resolución del Tribunal Supremo dejaba abiertos los temas sangrantes de la
exigencia de responsabilidades penales y disciplinarias a los responsables de
las torturas, así como de la fijación de la pertinente indemnización a las
víctimas del craso y terrible error judicial.
Por ello, bien
merece dedicar un último apartado del capítulo a dos de las secuelas del crimen
de Cuenca: la implementación de la indemnización a los injustamente
condenados y el fallido intento de condenar a quienes, al parecer, mayor
responsabilidad habían tenido en los decisivos maltratos a León Sánchez y a
Gregorio Valero.
***
El tema de la
indemnización de los condenados por error
judicial se llevó con desesperante lentitud[49].
Bien es verdad que, tras la reaparición de Grimaldos, ambos reos habían rehecho
sus vidas. También lo es que, deseosos de cambiar de residencia, habían
aceptado la oferta del Ayuntamiento de Madrid[50]
de colocarlos como guardas municipales, preferentemente en tareas de parques y
jardines, dada su procedencia rústica. Pero lo cierto es que, hasta el mes de diciembre
de 1935, no se fijó por ley la forma y montante indemnizatorios: pensión
vitalicia de 3.000 pesetas anuales para cada uno[51],
abonables con retroactividad del 1 de enero de 1931 -es decir, de cinco años-.
En cuanto a la
cuestión del juicio penal contra los presuntos responsables de las torturas a
León y Gregorio, la cosa también fue con despacio; tanto que la vista de la
causa no se celebró hasta el mes de mayo de 1935. Este segundo juicio del crimen de Cuenca es bastante desconocido[52],
por lo que me voy a permitir una referencia algo detallada.
Para empezar, el
descubrimiento del error y la reacción del Gobierno y del Poder Judicial ya empezaron
su función mucho antes de llegar al juicio, aunque el alcance de las
consecuencias no está exento de confusión. El 21 de julio de 1926 -a los pocos
días de la sentencia de revisión del Tribunal Supremo-, fallecía en Sevilla,
donde ejercía como magistrado de su Audiencia Territorial, el juez Isasa, a los 49 años de edad[53].
La causa oficial de su muerte fue una angina de pecho, pero se sospechó
suicidio, habida cuenta de la depresión moral
que se dijo sufría desde que había sabido de la aparición de Grimaldos vivo[54].
Por su parte, el forense Jáuregui solicitó la excedencia en su Carrera, pasando
a ejercer como médico en Madrid; todo ello, pese a haber sido condecorado por
el Gobierno por su buen hacer en el caso que nos ocupa[55].
Y los guardias civiles más implicados se dice que sufrieron expulsión del Cuerpo[56].
Todo ello no les libró de ser acusados a los médicos Jáuregui y Labarga[57],
a los guardias civiles Regidor, Taboada y Díaz[58],
y al secretario judicial, señor Rodríguez de Vera[59],
aunque no todos por todos los acusadores, como diré a continuación.
En efecto, unos
siete años después[60]
de reaparecer Grimaldos y de ordenar el Tribunal Supremo que se procediese
penal y disciplinariamente contra los responsables del error judicial,
formularon sus acusaciones el fiscal y los acusadores particulares -en nombre
de los perjudicados, León Sánchez y Gregorio Valero-. La del fiscal, pese al
procesamiento y a su postura inculpatoria a todo lo largo del sumario, fue
solicitar el sobreseimiento respecto de los guardias civiles procesados -dado
que, en 1928, el Tribunal Supremo había entendido competente a la Jurisdicción
militar-, limitando la acusación a los médicos Jáuregui y Labarga y al
secretario judicial, Rodríguez de Vera, entendiendo que eran autores de delitos
de falsedad en documento oficial en el ejercicio de sus funciones, solicitando
penas entre 8 y 10 años de presidio mayor, multas entre 2.500 y 5.000 pesetas,
e indemnización de 25.000[61].
Dicha postura abstencionista para con los guardias civiles fue mantenida en las
conclusiones definitivas.
Mostrando una casi
total falta de sintonía con el Ministerio Fiscal, las acusaciones particulares
no acusaron a los médicos[62],
pero sí a los tres guardias civiles procesados, a quienes consideraron autores
de delitos de amenazas y coacciones[63],
moviéndose en penas de cuatro a seis meses de arresto mayor y multas entre 500
y 1.250 pesetas. Solo comulgaban con la tesis del fiscal en lo relativo a la
falsedad documental del secretario judicial, por la que solicitaban una pena de
diez años y un día de presidio y 5.000 pesetas de multa. Las indemnizaciones
eran elevadas hasta cifras de 50.000 (Gregorio Valero) y 100.000 pesetas (León
Sánchez), interesando la responsabilidad civil subsidiaria del Estado.
Las defensas -tres
abogados en total- negaron los hechos imputados a sus patrocinados respectivos,
pidiendo para ellos la absolución.
El primer
señalamiento de juicio oral ante la Audiencia Provincial de Cuenca se fijó para
el 31 de enero de 1934. De su relevancia -a todas luces, exagerada- da fe que
se citó a unos cuatrocientos testigos. Imagínese la indignación de muchos
cuando hubo de suspenderse la vista, ante la incomparecencia poco o nada
justificable del acusado Jáuregui -el ex médico forense-, así como de los
testigos funcionarios judiciales que habían intervenido en la causa[64].
Al menos, se aprovechó la suspensión para solicitar -tal vez, demasiado tarde,
procesalmente hablando- la presencia e intervención de la Abogacía del Estado.
Por fin, el 17 de
mayo de 1935, el intento de celebración del plenario resultó fructífero. La
expectación fue muy grande[65]
y las conclusiones definitivas de todas las partes no trajeron cambios respecto
de las provisionales.
En la tarde del 20
de mayo de 1935, se conoció la sentencia. La Audiencia conquense absolvió a
todos los acusados de todos los delitos que se les imputaban, con los efectos
legales correspondientes. La censura
de prensa existente en la época impidió a los medios escritos recoger la
motivación de un fallo[66]
que pugnaba directamente, nada menos, con el revisorio del Tribunal Supremo de
1926, dado que la absolución estaba efectivamente basada en la falta de pruebas
de la tortura y demás infracciones objeto del juicio, acompañada de alusiones a
la falta de intencionalidad (dolo) y al hecho de que la violencia hacia León y
Gregorio no había tenido el objetivo ni el efecto de producir intimidación.
También resulta llamativo que -por lo que yo sé- la sentencia no fuese
recurrida por ninguna de las acusaciones.
De todas formas,
si no estoy equivocado, la absolución podría haberse acordado por una razón
puramente técnica que, sin embargo, no se alegó formalmente: la prescripción de
todos los delitos. Conforme al Código penal de 1932[67],
la prescripción empezaba a contar, en todo caso, el día en que el delito se
hubiera cometido. Dando por evidente que todos los delitos se habían perpetrado
durante el año 1913- y que para el delito más grave imputado -la falsedad
documental- se interesaban penas de presidio, el plazo de prescripción era de
diez años. Habida cuenta de que la causa penal contra personas determinadas no
se abrió hasta avanzado el año 1926, tengo por cierto que el plazo decenal ya
estaba cumplido de sobra. Y, tanto más, en el caso de los guardias civiles
pues, al pedírseles una pena máxima de seis meses de arresto mayor, el plazo de
prescripción era tan solo de cinco años. En consecuencia, entiendo que la
absolución podría haberse llevado por vía legal y técnica, sin necesidad de
hacer política ni de cerrar los ojos a conductas reprobables, debidamente
acreditadas.
No quiero concluir
este extenso capítulo sin referirme al impreciso, pero evidente, destino del
sargento retirado de la Guardia Civil, Juan Taboada Mora. Este principal
ejecutor de las torturas del caso acabo siendo fusilado durante nuestra Guerra
Civil, siendo opinión general que contribuyó a tan trágico final su conocida
implicación en el crimen de Cuenca[68].
3. Diferencias entre ambos casos
Partiendo de la
base de que no hay dos casos procesales idénticos, es evidente que los de
Cuenca y Araguari son tan parecidos, que no merece la pena enumerar sus
similitudes, pero sí -en mi opinión- destacar las diferencias. Dos son, a mi
parecer, las más significativas y, en cierto modo, de una deriva la otra.
·
Sea
la primera que, mientras en el juicio del caso de Cuenca, los dos acusados
mantuvieron su confesión del crimen,
en el de Araguari los hermanos Naves se retractaron y denunciaron las torturas
que los habían llevado a reconocerse culpables. El motivo por el que los
acusados León Sánchez y Gregorio Valero siguieron diciéndose criminales ante el
Jurado no fue otra que el acuerdo al que habían llegado previamente sus
abogados defensores con el fiscal. En el capítulo 2 ya he tenido ocasión de valorar
y comentar dicha tácita conformidad, por lo que no incurriré ahora en
repetición.
·
De
la diversa postura de los respectivos acusados en los juicios se deduce la
lógica de los pronunciamientos de ambos Jurados en sus veredictos. Los Jurados
brasileños, ante la retractación y la alegación sólida de torturas, se manifestaron
en favor de la absolución, dado que no había ninguna otra prueba concluyente
del latrocinio, es decir, del robo
con homicidio. El Jurado conquense, ante la sumisión de acusados y defensores a
la tesis acusatoria dulcificada del Fiscal, no podía hacer otra cosa sensata
que inclinarse por la condena, dado que la tortura no se había planteado ante
ellos como causa de las confesiones de los reos.
A estas dos
diferencias fácticas, se añade una jurídica, responsable de que, al final,
Cuenca y Araguari concluyeran en injustas condenas a largas penas de cárcel. Me
refiero a los recursos del fiscal brasileño contra las sentencias absolutorias,
que a la postre lograron la condena por un Tribunal de Derecho, dentro de las
amplias facultades de revisión que le había dado la reforma de la Ley del
Jurado, llevada a cabo en enero de 1938. En cambio, estando de acuerdo todas
las partes, en el caso de Cuenca no se interpusieron recursos y la sentencia
que brotó del Tribunal del Jurado se mantuvo firme, hasta el recurso de
revisión formulado en 1926, ante la aparición de José María Grimaldos vivo.
Aunque tuvo nula
eficacia práctica penal[69],
al desembocar en la absolución de todos los acusados, conviene señalar otra
diferencia jurídica: El error judicial de Araguari no supuso la apertura de
causa criminal contra los torturadores, sino contra la falsa víctima, aunque ya
he dicho que el proceso se sobreseyó. Esta postura pasiva ante la tortura es
muy probable que estuviera basada en el previo fallecimiento del teniente
Vieira, verdadero inductor y cabecilla de todos los torturadores. En cambio, el
crimen de Cuenca vino a desembocar en
un mero conato (investigación) de exigir responsabilidades a la reaparecida víctima, pero sí supuso el desarrollo de
toda una causa criminal contra los responsables de las coacciones torturantes o
de su encubrimiento, que permanecían con vida a la sazón: tres miembros de la
Guardia Civil, dos médicos forenses y un secretario judicial. Bien es verdad
que la sentencia resultó absolutoria para todos ellos, por las razones que he apuntado
en el capítulo 2. En suma, la disparidad entre ambos casos, que en este párrafo
he indicado, acabó por no tener consecuencias punitivas en nadie.
Para ir
concluyendo el tema de las diferencias, que no deseo resulte en exceso prolijo
(ya dije al principio que no hay dos casos criminales iguales), quiero apuntar
una circunstancia discutible, que atañe al diferente papel jugado por los
jueces, a la hora de tener una responsabilidad por las torturas. En mi personal
opinión, el señor Isasa -segundo juez de instrucción del caso de Cuenca- provocó
la acción violenta de los guardias para con los presos, la cual es probable no
se hubiera producido -cuando menos, a tal nivel-, si no les hubiera exigido resultados y tolerado y encubierto los
excesos. En cambio, el teniente
Vieira ya vino de Belo Horizonte con la convicción -si acaso, estimulada por
sus jefes policiacos- de que tendría que usar de su habitual metodología para
obtener la confesión de los ternes araguarinos. En este caso, tal vez por la
menor intervención del Juez de Derecho en la instrucción brasileña de la época, los jueces (tanto el sustituto,
como don Merolino Corrêa) pecaron por omisión, por hacer la vista gorda, sin
que en modo alguno pueda decirse que estimulasen al Teniente con su presión.
La presión en uno y otro caso fue, sin
duda, de carácter social: la de unas colectividades, reducidas y justicieras,
que transmitieron a las autoridades y a sus agentes los prejuicios y las ansias
de condena; sin duda, el peor caldo de cultivo posible para una convicción, tan
racional como peligrosa, sentida en Brasil, en España y en muchas otras partes:
la de que la confesión es la reina de las pruebas y que, en lográndola,
resultan superfluas todas las demás. En ambos casos, la tortura se encargó de
poner de manifiesto trágicamente la debilidad de ese razonamiento procesal[70].
Con frecuencia, al
tratar de explicar los crasos errores judiciales de Cuenca y de Araguari, se
alude a una situación política poco propicia al control judicial efectivo de
los investigadores policiales. Se dice que, en España, eso era un mal endémico,
como consecuencia -entre otras cosas- de la escasa energía y el poco apoyo
oficial con el que contaban los jueces de instrucción, a la hora de controlar,
dirigir y sancionar a los policías y guardias civiles, teóricamente a sus órdenes. Para Brasil, se recuerda
que, desde la Revolución de 1930, se había ido trazando el camino a la
dictadura de Getúlio Vargas, siendo el caso de los Hermanos Naves casi simultáneo
de la implantación, en 1937, del semi fascista Estado Novo. Yo me limito a apuntar aquí esas opiniones, que no
entraré a analizar, dados los lógicos límites de un ensayo.
Más relevancia,
para evitar errores similares a los de Cuenca y Araguari, podría tener la
exigencia, para condenar por homicidio, de que aparezca el cadáver o, cuando
menos, una porción de restos cadavéricos suficiente para determinar su
identidad. Esta fórmula rígida, de tener el cuerpo
del delito para poder acusar por homicidio, es admitida en otros
ordenamientos penales; no así en el español ni en el brasileño de la época. He
de reconocer que imponer tan drástico remedio del error judicial puede ser
contraproducente en otros casos, cuando el criminal, a mayores de eliminar a su
víctima, hace desaparecer su cuerpo. Esta cuestión, como la de los delitos
cualificados por la sospecha de muerte[71],
nos puede llevar muy lejos: demasiado para mi objetivo ensayístico presente.
4. Apéndice cinematográfico
Los dos crímenes -Cuenca y Araguari- estaban ya
algo olvidados por el común de los ciudadanos, cuando sendas películas vinieron
a ponerlos de actualidad. Y aquí sí que el destino inmediato de ambas cintas
fue muy diverso, como tendré ocasión de exponer.
La película
brasileña -El caso de los Hermanos Naves,
sería su título en español- fue rodada bajo la dirección de Luís Sérgio Person
y estrenada en 1967[72].
Pese a la crudeza de sus escenas de maltrato y tortura[73],
así como al hecho de que el jefe de los torturadores fuera un oficial del Ejército
y el Gobierno brasileño de entonces una dictadura militar, la película obtuvo
una difusión normal y hasta tuvo el honor de representar a su país en la
carrera a los premios Oscar de 1968,
si bien no fue siquiera nominada. Posteriormente, ha sido incluida en la lista
de las cien mejores películas brasileñas de todos los tiempos[74].
La película
española, El crimen de Cuenca -dirigida
por Pilar Miró y lista para ser estrenada en 1979- tuvo unos inicios muy
conflictivos, como consecuencia de la causa criminal que, por delito contra el
honor de la Guardia Civil, se le siguió a su directora, entre dicho año y 1981,
ante la Jurisdicción militar, primero, y ante la ordinaria, después[75].
Hasta que se sobreseyó el proceso, estuvo secuestrada la película, aunque una
de sus copias fue exhibida oficialmente en el Festival de Berlín de 1980.
Finalmente, tras año y medio en los armarios, la película pudo estrenarse en
España e iniciar su respetable andadura artística y comercial[76],
para la que el indeseado escándalo tuvo agridulces efectos.
Recordaré, por
último, que la actitud administrativa, militar y judicial contra El crimen de Cuenca solo es comprensible
en aquellos momentos de tránsito de la España dictatorial franquista hacia la
democracia[77].
Cuando, por fin, se estrenó la película en las salas españolas[78],
no hacía ni seis meses que se había producido el fallido golpe de Estado de 23
de febrero de 1981, con numerosa participación de militares y guardias civiles,
asaltando el palacio de Las Cortes y secuestrando al Gobierno y a los
diputados.
[1]
Resumen bueno y fiable: Rogério Schietti Machado da Cruz, O Caso dos Irmãos
Naves, narrado por…, Ministério Público do Distrito Federal e Territórios,
Brasilia, www.geocities.ws.
[2] A partir
de este momento, paso a la ortografía brasileña, dejando claro que la palabra
es aguda.
[3] Sus
mujeres se llamaban Salviana y Antônia Rita.
[4]
El tema no es relevante, pero lo cierto es que las fuentes no son uniformes en
el tema de los años del nacimiento y muerte de doña Ana Rosa. Algunas elevan la
edad hasta diez años más pero, supuesto que Ana Rosa Naves falleció en 1966, no
es nada probable que treinta años atrás tuviera ya 65 años.
[5]
Es decir, ciento cuarenta millones de reales. En aquella época los 1.000 réis valían aproximadamente diez
centavos de dólar americano; luego la cantidad invertida venía a ser de unos 1.400
dólares. El valor actual (2018) en dólares sería de unos 20.000.
[6] Ciudad del estado de Goiás, distante de
Araguari unos 350 kilómetros. Su población en aquella época era de unos 35.000
habitantes.
[7] Para los aspectos penales y judiciales del
caso de los Hermanos Naves, véanse: João Vítor Leal Rabbi, O caso dos Irmãos
Naves, Iusbrasil, con
bibliografía; Luís Mário Salvador Caetano, O caso dos Irmãos
Naves sob a ótica do atual Direito penal, Boletim Jurídico, ano XVII, núm. 1520, 18/12/2010.
[8] Detalladamente en: Camila Garcia da Silva, O
caso dos Irmãos Naves: Todo o que disse foi de medo e pancada…, Revista Liberdades, nº 4, maio-agosto
2010, Instituto Brasileiro de Ciências Criminais, São Paulo, páginas 78-85.
[9] Nació en
1908 y falleció en 1993.
[10]
Alamy es autor del relato clásico sobre el caso, aunque algo literaturizado: João
Alamy Filho, O caso dos Irmãos Naves: O erro judiciário de
Araguari, Círculo do Livro, São Paulo, 1960.
[11]
Se trata del Decreto-Ley nº 167, de 5 de enero de 1938, artículos 91 y siguientes
(Diário Oficial da União, 08/01/1938).
[12]
Al parecer, se trataba del mismo José Prontidão, que testificó en la
investigación policial que había estado trabajando con Benedito Caetano después
de su desaparición de Araguari, ut supra
dixi.
[13] Su
nombre era Felício de Lucca Neto.
[14]
Diario carioca O Globo, 5 de octubre
de 1973, página 8. El estado de Minas Gerais,
aceptando el mandato del Supremo Tribunal Federal, acordó pagar la
indemnización en 1962, aunque la demora fue la que dejo dicha: véase Tribunal
de Justiza do Estado de Minas Gerais, O caso dos Irmãos
Naves, disponível para consulta, 27/04/2017. O Estado protelou, al parecer, porque pouco se sabe sobre o destino das vítimas e dos seus descendentes.
Por tanto, no es exacto que la indemnización se abonara efectivamente en 1962,
como algunos afirman.
[16]
Para mejor ilustración, fijaré las distancias y población (en 1910) de las
principales localidades del caso. Osa de la Vega y Tresjuncos tenían cada una
unos 1.300 habitantes y estaban separadas por poco más de 5 kilómetros. El
pueblo de Mira (de la Sierra) tenía entonces 2.100 habitantes, distando 170
kilómetros de Osa de la Vega por carretera. Finalmente, Cuenca capital tenía en
1910 unos 11.700 habitantes y distaba de Osa de la Vega, por carretera, 70
kilómetros. La instrucción del sumario del caso correspondió al Juzgado de
Belmonte (Cuenca), a cuyo Partido pertenecían Tresjuncos y Osa de la Vega.
[17] En algunos de los documentos judiciales se
suprime la ese del apellido, que queda en Contrera. Su alias era Varela.
[18]
Es una de las palabras más conocidas del caso. Seguramente Grimaldos la empleó
de manera inadecuada con arreglo al Diccionario de la Real Academia, pero todos
entendieron que quería decir el pronto,
la ventolera, o algo por el estilo.
[19] Se halla en el término municipal de El
Pedernoso, a unos cuatro kilómetros de Osa de la Vega. Probablemente, las
instalaciones de aquella época hicieran pretencioso llamarlo balneario. Confirma la precariedad de
las instalaciones en aquella época, (Lola) Salvador Maldonado, El crimen de
Cuenca. El drama que se convirtió en leyenda, edit. Argos Vergara, Barcelona,
1979; cito por la décima edición (febrero de 1981), pp. 27, 28 y 30.
[20]
Las cifras manejadas van, desde unas 125 pesetas, hasta quinientos duros (un duro equivalía a cinco
pesetas). Lo más probable es que la cantidad no rebasara las trescientas pesetas
-según el fiscal, lo que los procesados le robaron a Grimaldos fue solo 75
pesetas-. Como orientación del valor del dinero en 1910, puede decirse que el
sueldo de un albañil castellano era de tres pesetas diarias, que podían bajar a
dos, tratándose de braceros del campo. Véase Javier Moreno Lázaro, El nivel
de vida en la España atrasada entre 1800 y 1936. El caso de Palencia, Investigaciones en Historia Económica, 2006,
invierno, nº 4, pp. 9-50, en especial, pp. 20-22. No creo que Cuenca estuviera
menos “atrasada” que Palencia.
[21]
En entrevista al periodista, Sr. Solís, de El
Heraldo de Madrid, 6 de marzo de 1926, Gregorio Valero dijo que tenía
entonces 46 años, era casado y había tenido cinco hijos. No obstante, en el
encabezamiento de la sentencia de 25 de mayo de 1918, se asignan a León y
Gregorio 33 años de edad, pero es de suponer que esa fuese la edad al momento
del procesamiento, no del juicio.
[22]
Entre ellas, al patrono de Grimaldos, León y Gregorio, el terrateniente y
Alcalde de Osa, Francisco Antonio Ruiz. Véase para todo el caso la siguiente
fuente, escueta pero fiable: Jacobo López Barja de Quiroga (Director), Los
procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia,
volumen 1 (Siglo XIX) y volumen 2 (siglo XX), editorial del Boletín Oficial del
Estado, Madrid, 2014; el apartado de El crimen de Cuenca corrió a cargo
de Miguel Ángel Encinar del Pozo y comprende las pp. 81-97 del volumen 2.
[23]
Se trataría del diputado por el distrito de San Clemente (Cuenca), desde 1903,
Sr. Martínez Contreras. Véase Ángel Luis López Villaverde, El “Crimen de
Cuenca” en treinta artículos. Antología periodística del error judicial,
Centro de Estudios de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 2010, pp. 34 y 47 (en
notas).
[24]
Su hoja de servicios no puede consultarse por Internet, pero me consta que en
1913 tenía unos 35 años de edad -murió en 1926, con 49- y que era hijo de don
Santos de Isasa y Valseca (1822-1907), que fue Ministro de Fomento y Presidente
del Tribunal Supremo. Según el diario madrileño ABC de 10 de marzo de 1926, llegó
a Belmonte en los comienzos de su carrera, cosa que coincide con la
categoría de dicho Juzgado, pero no con la edad habitual de iniciar la función
judicial: Lo explica brevemente Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca,
citado en nota 19, p. 38.
[25] Me parece innecesario enumerar los más que
probables métodos de tortura empleados. La fuente principal de información fueron
los mismos torturados, en declaraciones de 1926 al periodista de El Sol y literato, Ramón J. Sender:
véase la hemeroteca de ese famoso diario madrileño, correspondiente al citado año,
y depositada en la Biblioteca Nacional (consultable por Internet). Yo me acojo
al resumen trascrito en la muy interesante entrada Cien años de la desaparición de “El Cepa”, en el blog eldesvandemislibros.blogspot.com.es, a
cargo del periodista C. Moral, en los días 21 a 26 de agosto de 2010. Véanse
también, Jiménez de Asúa, El error judicial…, pp. 79-80, citado infra, en nota 70; Salvador Maldonado, El
crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 48 y sigtes. y 80 y sigtes.
[26]
La fuerza actuante estaba mandada por el teniente jefe de Línea, Gregorio
Regidor Suárez, aunque la dirección inmediata solía corresponder al sargento
jefe de Puesto, Juan Taboada Mora (Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca,
citado en nota 19, repetidamente lo asciende
a teniente, ignoro con qué fundamento, y dice que se le trajo desde su
destino de El Bonillo -Albacete- específicamente para las diligencias de este
sumario; ver obra cit., pp. 43 s., 47, etc.). De los guardias sin graduación,
se distinguió negativamente Telesforo Díaz Ortega. Es obvio que no todos los
guardias civiles maltrataron a los procesados.
[27]
No creo necesario detallar el contenido particular de esas declaraciones, de 27
de abril, 30 de abril, 1 de mayo y 13 de julio de 1913, entre otras. Están
suficientemente resumidas por el magistrado Miguel Ángel Encinar del Pozo, en
la obra citada en nota 22, páginas 84-85. Impresiona que la propia mujer de
Gregorio Valero inculpara a su marido sin prueba ninguna, lo que induce a creer
en la existencia de maltratos también hacia ella: ver El Liberal de 12 de marzo de 1926 (artículo de Ángel Ossorio y
Gallardo) y, sobre todo, el relato de Ramón J. Sender en La Libertad de Madrid, día 28 de julio de 1935, y Salvador
Maldonado, El Crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 87 y sigtes. En
cambio -ignoro con qué certeza-, el abogado León de las Casas, en El Liberal (Madrid) de 23 de marzo de
1926, achaca la acusación por parte de la citada esposa a histerismo.
[28]
Se trataba de don Juan José Jáuregui Mendoza y de don Baldomero Labarga Salazar.
En realidad, el doctor Labarga parece que no era forense, sino un médico titular
de asistencia pública de Osa de la Vega, incorporado para cumplir la Ley en lo
tocante a que los informes sumariales se hicieran por dos facultativos. En todo
caso, era el doctor Jáuregui el forense titular del Juzgado de Belmonte en
aquella época. Otro médico, dice de
Labarga Miguel Ángel Espinar, El crimen de Cuenca, citado en nota 22, p.
84. El mendaz informe de los facultativos se dio con fecha 1 de mayo de 1913.
[29]
La verdad es que, a esas horas, es discutible el hablar de noche un 21 de agosto, por más que, en 1910, no regía el especial
adelanto del horario de verano. No obstante, la sentencia apreció la agravante
de nocturnidad y el fiscal se refirió en su calificación a las sombras de la noche.
[30]
Según la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888, entonces vigente, el Jurado se
componía de doce miembros, encargados por mayoría de emitir el veredicto,
conforme al cual dictaba sentencia la Sección de Derecho, formada por tres
magistrados de carrera. El Presidente de la Sección de Derecho era el encargado
de presidir y dirigir conforme a ley las sesiones del juicio oral.
[31]
El fiscal del caso fue D. José María Sánchez Vera, posteriormente fiscal en La
Coruña y en el Tribunal Supremo. Su relato de hechos en la calificación es
recogido en El Liberal de Cuenca, 22
de mayo de 1918. Las agravantes apreciadas las tomo del citado número de El Liberal (Cuenca), que alude a las
circunstancias de alevosía y astucia, y además de la reincidencia -esta, solo
en León Sánchez-, mezclando las conclusiones provisionales con las definitivas.
[32] Relato íntegro de las conclusiones
provisionales del Fiscal, de 25 de agosto de 1915, en Salvador Maldonado, El
crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 106-108. Por cierto, esta autora, en
la p. 115 de la obra citada, pone en boca del letrado Álvarez Neira que el
fiscal del juicio era Santos de Vega. En principio, me atengo a la identidad
citada en la nota precedente.
[33] Remito a los artículos 81 y 516-1º del Código
penal español de 17 de junio de 1870. Véase también Talia González Collantes, Las
penas de encierro perpetuo desde una perspectiva histórica, Foro. Nueva época, vol. 18, nº 2 (2015),
pp. 51-91, especialmente pp. 61-63.
[34]
Véase diario El Sol de Madrid, día 9
de marzo de 1926 (extensa explicación del abogado defensor, don Leopoldo
Garrido) y El Heraldo de Madrid del
20 de marzo de 1926 (menos prolija justificación del otro letrado defensor, don
Enrique Álvarez Neira). El diario ABC
de 10 de marzo de 1926 califica la modificación de conclusiones del fiscal de piadosa precaución.
[35] Ver
nota anterior. Me permito recordar que he sido fiscal durante más de 43 años.
[36]
Así lo sentía en la sala de vistas uno de los abogados defensores, según su
recuerdo posterior de lo acaecido. Sus manifestaciones (ver nota 34) son breves
e interesadas, pero, a la vez, sentidas y expresivas. Las tengo en cuenta al
dar mi opinión en lo que sigue. El letrado León de las Casas (que sería más
tarde defensor de los intereses de León Sánchez Gascón) llegó a hablar de
coacción de la opinión pública al tribunal del Jurado, en una conferencia
pronunciada en 1931 en Madrid: véase la referencia en La Voz de Cuenca, 5 de mayo de 1931. Ver también, Salvador
Maldonado, El crimen de Cuenca, citado en nota 19, pp. 115 y sigtes.
[37]
Se trataba de los letrados Leopoldo Garrido Cavero (defensor de Gregorio
Valero) y Enrique Álvarez Neira (defensor de León Sánchez). El tiempo mínimo
del que dispusieron para preparar su actuación (al parecer, porque el Colegio
de Abogados los designó a última hora, al no haber reparado en que era preciso
un turno especial de oficio, ya que se pedía en principio pena de muerte) me
lleva a apuntar poco más adelante que su acuerdo con el fiscal debió de ser
inmediatamente antes de iniciarse el juicio. La postura acomodaticia, o del mal menor, de los dos defensores fue luego
censurada por el ilustre letrado, Sr. Salazar Alonso, diciendo que hay que ir contra esa práctica de la
Abogacía y contra un sistema que la produce: véase La Correspondencia
Militar del 22 de marzo de 1926. Algo así se oye incesantemente ahora sobre
las conformidades incentivadas por
ministerio de la ley. Salvador
Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 110 y sigtes.,
asigna la iniciativa y protagonismo de la negociación al letrado Álvarez Neira
y achaca la culpa del escaso tiempo de preparación a la actitud recalcitrante
del letrado de oficio de Gregorio, don Ramón Sanchiz, que ni a bien ni a mal
quiso defenderlo, hasta el punto de excusarse malamente el día de la
celebración del juicio, obligando a un aplazamiento de 24 horas.
[38]
El abogado defensor que se sinceró ampliamente con el periodista de El Sol (véase nota 34) entendió que el
juicio había resultado muy negativo para las defensas, ya que numerosos
testigos llegaron hasta afirmar su conocimiento directo de cómo los acusados
quemaban los restos de Grimaldos en el palomar del crimen. Pese a ello, el fiscal mantuvo su criterio y su
palabra. Igualmente tajante, o más, se muestra, en lo tocante a motivos, el
Fiscal del Tribunal Supremo en su recurso de revisión: …evitar que un Jurado lleno de prejuicios impusiese al Tribunal de Derecho
la necesidad de pronunciar la condena a la pena de muerte (motivo 3º de la
revisión). ¡Al patíbulo, al patíbulo!,
gritaba la chusma cuando el juicio.
[39]
Se ve que el fiscal no quiso inventarse unos
hechos nuevos, como sí lo hicieron las defensas; a cambio, dejó el homicidio
carente de motivación concreta. Me imagino la perplejidad del Jurado y del
público ante ese escamoteo (no hablo de los magistrados de la Sección de
Derecho, a los que supongo pondría previamente al corriente de su propósito).
La tormentosa reacción del público a la rectificación del Fiscal fue recogida
por el defensor, Sr. Álvarez Neira, en declaraciones a El Heraldo de Madrid del 20 de marzo de 1926: La modificación de conclusiones hecha por el fiscal produjo en el
público pésimo efecto, y hubo nuevas voces y protestas.
[40]
Las de arrebato u obcecación, embriaguez y provocación inmediata en el caso de León,
y las de arrebato u obcecación y embriaguez para Gregorio. Al parecer, la
provocación se debería a que Grimaldos había tirado una silla a León, a fin de
golpearlo con ella -todo, según la defensa de León-. Ver Salvador Maldonado, El
crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 117-118, con referencia casi literal
a las conclusiones de las defensas.
[41]
De hecho, la moderada condena final se consideró un gran triunfo para los defensores: Así lo afirma El Liberal de Cuenca del día 29 de mayo
de 1918.
[42]
Sobre el buen comportamiento de ambos penados en la cárcel dan detalles El Liberal de Madrid, 17 de marzo de
1926, y El Sol (Madrid) de los días 8
y 10 de marzo de 1926.
[43]
Todas ellas son pequeñas localidades (entre 1.500 y 2.000 habitantes,
aproximadamente, en aquella época), pertenecientes a la comarca de Utiel,
separadas de Osa de la Vega por distancias de carretera entre 145 y 168
kilómetros. Según Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota
19, p. 28, los avisos judiciales en el sumario, para que se presentara
Grimaldos o diera información quien supiera de él, solo se habían repartido y
fijado por la provincia de Cuenca, no en la limítrofe de Valencia.
[44]
Para Mira de la Sierra, véase la nota 16. En el censo
de 1920, la población había aumentado hasta 2.400 habitantes.
[45]
La hermana, al parecer, consultó el caso
con el párroco de Tresjuncos. No dando crédito a la carta -escrita por otra
persona, pues Grimaldos era analfabeto, y, además, estaba sin firmar-, la
desdeñaron y rompieron. Véanse, con más detalles, Miguel Ángel Encinar, El
crimen de Cuenca, citado en nota 22, p. 88; Salvador Maldonado, El
crimen de Cuenca, cit., p. 131. Para otras posibles apariciones de Grimaldos antes de la decisiva, ver C. Moral, Cien
años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, entrada del 22 de agosto de
2010. Joaquín Jover, en La
Correspondencia Militar del 13 de marzo de 1926, pone en boca de dicha
hermana, María Grimaldos, que había recibido una carta hacia 1920, en que un
anónimo le informaba de que su hermano José María estaba viviendo en Mira
(Cuenca), pero por no llevar ninguna
firma la carta, no dio importancia a lo que le notificaban.
[46]
Como fecha de la carta, se da el 8 de febrero de 1926: así, C. Moral, Cien
años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, 26 de agosto de 2010. Versión
literal de la misma, en Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en
nota 19, p. 138.
[47]
Ello explica la tradición oral de los familiares, en el sentido de que, de
buenas a primeras, se encontraron con que circulaba por las calles el pastor
Grimaldos, entre guardias civiles: C.
Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandeloslibros.blogspot.com.es, 22
de agosto de 2010, poniendo por testigo a María, la hermana del pastor. Por su
parte, Miguel Ángel Encinar, El crimen de Cuenca, citado en nota 22, p.
88, señala que la Guardia Civil detuvo a
Grimaldos. Véanse también, El Día de
Cuenca, 2 de marzo de 1926: Grimaldos fue conducido a Belmonte; Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca,
cit. en nota 19, pp. 138 y sigtes.
[48]
La iniciativa partió del Ministro de
Justicia, D. Galo Ponte Escartín. El recurso fue redactado por el entonces
Fiscal del Tribunal Supremo, don Diego María Crehuet del Amo (1873-1956), y
tiene notable interés jurídico, al ser pionero en extender la posibilidad de
revisar las sentencias erróneas, aun cuando los condenados ya hubieran cumplido
todas las penas, por existir para tal interpretación extensiva razones de
lógica y de conciencia. Está transcrito íntegramente en la www.fiscal.es.
[49]
De hecho, la ciudadanía tomó la iniciativa, abriendo muy pronto una suscripción
pública en favor de los inocentes condenados, aunque ignoro cuánto se
consiguió, si es que el propósito se hizo realidad: ver La Voz de Cuenca, 17 de marzo de 1926. La responsabilidad
subsidiaria del Estado por errores judiciales arranca en España de la regulación
del recurso extraordinario de revisión penal, llamada de Azcárate, plasmada en Ley de 7 de agosto de 1899: Ver Abogacía
del Estado. Dirección del Servicio Jurídico del Estado, Manual de
responsabilidad pública. Homenaje a Pedro González Gutiérrez-Barquín,
Ministerios de Economía y Hacienda y de Justicia, 1ª edición, Madrid, 2004,
páginas 16-18.
[50]
Un veterano periodista recordaba que, en su infancia, Gregorio Valero, ya
mayor, había ejercido también de guarda en un almacén municipal de la calle Velázquez
de Madrid: Véase Antonio Garrido Buendía, Medio siglo en ABC, diario ABC de Madrid, 13 de abril de 1995,
página 28. En cuanto a León Sánchez, parece que no tardó en ausentarse de
Madrid y volver a sus ocupaciones habituales en Osa de la Vega y otros pueblos:
véase Mundo Gráfico del día 28 de
agosto de 1935.
[51]
Ver Ley de 6 de diciembre de 1935 (Gaceta de Madrid de 10-12-1935). Para
hacerse una idea del poder adquisitivo, puede compararse con el sueldo de
entrada de un juez, que era en aquel entonces de unas diez mil pesetas anuales.
[52]
Sin duda fue así por su menor dramatismo y por la escasa cobertura mediática,
debida a la censura que se ejercía en el permanente estado de prevención o de
alarma en que vivió la II República Española, desde el verano de 1933, hasta el
inicio de la Guerra Civil. Véase Manuel Ballbé, Orden público y militarismo
en la España constitucional (1812-1983), Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[53]
El fallecimiento de este magistrado determinó el sobreseimiento de la causa que
contra él se había abierto -cuando menos, para el antejuicio-, por querella de
los abogados de León y Gregorio. Ver La
Correspondencia Militar, 26 y 29 de marzo de 1926.
[54]
El cura párroco de Tresjuncos, Pedro Rufo Martínez Enciso, se había suicidado,
tirándose boca abajo a una gran tinaja llena de vino. No obstante, es dudoso
que lo impulsaran remordimientos por su conducta, tan poco propicia para
esclarecer la verdad, siendo más probable que lo hiciera al constatar que él y
su familia estaban arruinados, por obra y gracia de un sobrino manirroto. Véase
C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, en eldesvandemislibros,blogspot.com.es,
entrada del 23 de agosto de 2010.
[55]
La actuación del expresado forense había sido muy loable (y así lo reconocieron
luego León y Gregorio, no acusándolo) negándose a identificar mendazmente
supuestos restos de Grimaldos, pero luego lo
estropeó, al certificar que los torturados no presentaban huella ninguna de
maltrato: Es más, según después reconoció el propio Jáuregui, algunas de las
torturas habían sido en su presencia y, cuando trató de impedirlas, los
torturadores lo echaron de la habitación. Véanse referencias en los diarios
madrileños, El Imparcial, de 9 de
marzo de 1926, ABC, de 9 y 14 de
julio de 1927, y La Voz, de 9 de
abril de 1931. Y, según el escrito de revisión del Fiscal del Tribunal Supremo,
todavía en 1926, …dichos Médicos (es
decir, Labarga y Jáuregui) declaran en
este expediente, después de afirmar los malos tratos y haber observado en los
reos vestigios de ellos… No es la conducta más merecedora, desde luego, de
la Cruz de Beneficencia, que a Jáuregui se concedió en 1927. En parecido
sentido, Nati Villanueva, El Crimen de Cuenca. La intrahistoria de un error
judicial sobre un falso asesinato, en ABC,
versión digital, 9 de junio de 2014.
[56]
Véase la página web de la abogada y
escritora Anabel Rodríguez, anabelrodriguezescritora.com,
entrada El crimen de Cuenca, 5 de junio de 2016, con base en prensa de
la época. Me parece muy improbable dicha expulsión, dado que la sentencia
absolutoria de 20 de mayo de 1935 alude a los tres guardias civiles como retirados (Regidor tenía entonces 70
años, sesenta y cinco Taboada, y 56 Telesforo Díaz) y en el B.O.E. de 8 de
octubre de 1941 (p. 7768) he comprobado que una beneficiaria cobraba pensión
devengada por el difunto sargento, Juan Taboada Mora. Por el contrario, no he
hallado en la Gaceta de Madrid ninguna alusión a la expulsión de Regidor,
Taboada o Díaz del Cuerpo de la Guardia Civil. No tengo seguridad de la
expulsión más que en el caso de un guardia, llamado Mena (que fue un mero
testigo judicial de los hechos), pues así lo recoge el informe en el recurso de
revisión del Fiscal del Tribunal Supremo: ver La Lucha (Cuenca) del 18 de julio de 1926, recogiendo la crónica de
Rafael Carbonell en El Socialista (Madrid). No creo que tal expulsión tuviese que
ver con el caso Grimaldos.
[58]
En el texto ya ha quedado dicho que sus
graduaciones eran, respectivamente, las de teniente, sargento y guardia raso.
Cualquier duda al respecto queda despejada con el encabezamiento de la sentencia.
[59] El
nombre era Manuel.
[60]
El Imparcial del día 24 de mayo de
1933 (página 2) decía haber transcurrido diez años. Exageraba: solo habían sido algo menos de siete (la
sentencia de revisión del Tribunal Supremo era de julio de 1926). Y no sería
por demora en iniciarlo: El Día de Cuenca
del 15-9-1926 ya recogía las primeras diligencias sumariales; el 24 de mayo de
1927, El Heraldo de Madrid publicaba una
referencia a la vista de un recurso contra el auto de procesamiento; en 14 de
marzo de 1928, el mismo periódico se hacía eco de una segunda conclusión
del sumario por el Juzgado de Instrucción, con procesamiento de los médicos
Jáuregui y Labarga; en 3 de noviembre de 1928, el diario madrileño ABC reflejaba que el Tribunal Supremo había
decidido definitivamente en favor competencia de la Jurisdicción militar,
respecto de los guardias civiles presuntos torturadores. Quiere decirse que las
demoras fueron más bien por complejidad procesal y discusiones competenciales,
no por desinterés o desidia.
[61]
Fue noticia a nivel nacional: ver, por ejemplo, La Vanguardia (Barcelona) de 24 de mayo de 1933. La mayor severidad
de las penas pedidas al secretario judicial se debió a que concurría en él la
agravante de reiteración.
[62]
Llegó a decirse que León y Gregorio guardaban hacia el forense Jáuregui gratitud eterna por su recta intervención.
Ver El Heraldo de Madrid del 8 de
marzo de 1926. Véase también, supra,
nota 55.
[63]
Recuérdese que los Códigos penales de 1870 y 1932, vigentes en aquel largo periodo,
no preveían específicamente el delito de torturas, sino que había de asumirse
la tipificación como amenazas condicionales o como coacciones, debiendo
aplicarse el Texto legal más benévolo para los acusados. La insistencia de las
acusaciones particulares en mantener la competencia de la Jurisdicción
ordinaria, en contra del criterio firme del Tribunal Supremo, solo resulta
explicable porque había cambiado la legislación procesal militar desde 1928, cuando
se había pronunciado el Tribunal Supremo: ver nota 60, supra. Sabido es que la Dictadura de Primo de Rivera hipertrofió la
competencia de los tribunales militares (Real Decreto de 24 de julio de 1924),
en tanto la II República la redujo drásticamente: Decreto-Ley de 11 de mayo de
1931, convertido en Ley el 18 de agosto del mismo año. Véase jurisprudencia y
aplicación práctica, en Gaceta Jurídica de Guerra y Marina, en la web hemerotecadigital.bne.es. A mayor
abundamiento, un Decreto de 16 de agosto de 1932 transfirió la competencia
sobre la Guardia Civil, del Ministerio de la Guerra, al de Gobernación. En
suma, a tenor de la sentencia de la Audiencia de Cuenca, que absolvió a todos
los acusados (incluidos los Guardias Civiles), la razón asistía en este tema a
las acusaciones particulares, no al fiscal, quien debió modificar sus
conclusiones y solicitar lo que estimase pertinente para ellos (condena o
absolución), sin llegar a producir en ningún caso indefensión.
[64] Tampoco compareció el abogado defensor, Sr.
Salazar Alonso, famoso letrado, como también lo era su colega de la defensa, Sr.
La Cierva.
[65] Véase ABC del 18 de mayo de 1935, página 20.
[66]
Las referencias al mismo son mínimas e iguales en todos los diarios. A título
de ejemplo, véanse ABC, La Libertad y
El Heraldo de Madrid, de fecha 21 de mayo
de 1935. Alude también a la censura, Jiménez de Asúa, Crónica del crimen,
citado en nota 70. Leyendo la sentencia, la fundamentación (considerandos primero y segundo) y los
hechos (resultando tercero,
principalmente) rompen por completo con la tesis fáctica del recurso de
revisión y con lo que se viene considerando indiscutible desde entonces: la
existencia de torturas que forzaron las confesiones, así como la ocultación de
las mismas por los médicos. La sentencia llega hasta el extremo ridículo de reducir
la violencia a lo siguiente: …en ocasión
en que fueron conducidos a la posada de Osa de la Vega para la práctica de
cierta diligencia judicial, como dichos procesados cuestionasen llegando a las
manos, el Teniente de la Guardia civil, Don Gregorio Regidor, tuvo que
intervenir empleando fuerza sobre ellos para separarlos (transcripción
literal de la sentencia, en su resultando
tercero) Por lo demás, la pelea entre los dos reos había sido cierta: ver
Salvador Maldonado, El Crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 96-97;
pero el tribunal la acogió como inadmisible explicación de todas las violencias.
Más enjundia tiene la referencia (resultando
segundo de la sentencia) al grave defecto de la acusación en nombre de León
Sánchez que, a diferencia de la de Gregorio Valero, ni describió los maltratos,
ni concretó quiénes los practicaron. De todos modos, la sentencia absolvió de
las violencias imputadas por las dos acusaciones particulares, la incorrecta y
la bien formulada.
[67]
Era el Código penal de la II República Española, promulgado el 27 de octubre de
1932, más favorable en esto que el de 1870, vigente al momento de cometerse las
presuntas amenazas y coacciones.
[68]
El tema es atractivo y confuso, pero queda sustancialmente fuera de mi objetivo
en este ensayo (parece ser que la ejecución fue en el pueblo conquense de
Pozorrubio -de Santiago-, en agosto de 1936, y que fue practicada por
milicianos republicanos; el día bien pudo ser el 29, según la concesión de
pensión aludida supra, en la nota 56, pero C. Moral da el 20, infra, en esta misma nota). La sentencia
de 20 de mayo de 1935 dice de él que tenía 65 años de edad y vivía en Cuenca. Como
punto de arranque para un conocimiento de la cuestión, véase C. Moral, Cien
años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, entrada del 26 de agosto de
2010. Para algunas referencias al final de León, Gregorio y José María
Grimaldos, íbidem, así como El Día de Cuenca, 27/08/2010, pp. 22-23;
también, Mundo Gráfico, 28 de agosto
de 1935, para avatares vitales posteriores a 1925-1926. Y, para el guardia
Telesforo Díaz, heroesymartires.blogspot.com.es
(entrada de 22-11-2009) indica que fue ejecutado en Provencio (Cuenca) durante
nuestra Guerra Civil -supongo que su condición de guardia civil en la reserva
resultaría relevante-.
[69] Otra cosa fueron las consecuencias morales y
disciplinarias, algunas de las cuales se han señalado al final del capítulo
precedente.
[70]
A esa coincidencia terrible de torturas y suficiencia de la confesión se
refirió el más famoso de los comentaristas jurídicos del Crimen de Cuenca: Luis
Jiménez de Asúa, El error judicial en el caso Grimaldos, en Crónica
del crimen, 1ª edición, editorial Historia Nueva, Madrid, 1929. Hay numerosas
reediciones. De forma mucho más breve, La opinión del Señor Jiménez de Asúa,
en La Correspondencia Militar del día
23 de marzo de 1926. Otro catedrático destacado, Quintiliano Saldaña, se
pronunció muy a favor de la revisión de la sentencia condenatoria errónea, en La Correspondencia Militar, 30 de marzo
de 1926.
[71]
En el Código penal español se viene perpetuando un gravísimo castigo por la sospecha, cuando el secuestrador de una
persona no dé razón del paradero de la persona secuestrada, ni acredite
suficientemente haberla puesto en libertad: artículo 166 del vigente Código
penal de 1995. Véase Federico Bello Landrove, Consideraciones acerca de los
delitos de rapto y detenciones ilegales agravados de sospecha, Revista General de Legislación y
Jurisprudencia, editorial Reus, Madrid, 1978, pp. 171-181.
[72]
Al parecer, se tuvo la deferencia de hacerlo en la propia ciudad de Araguari, el
10 de junio de 1967. Ver José Calvo González, en Empório do Direito.com.br, 23/08/2017.
[73]
No ahorra al espectador otro aspecto desagradable que el del estupro de la madre y de una (o las dos)
esposas, que el abogado Alamy recogió como cierto y reiterado en su libro,
citado en la nota 10. En su lugar, la película señala que la voluntad de
Salviana y de Antônia Rita fue finalmente domeñada bajo la amenaza de matar a
alguno de sus hijos pequeños.
[74]
La selección se hizo en noviembre de 2015 y corrió a cargo de la Associacião
Brasileira de Críticos de Cínema (Abraccine).
En versión original, el film, O caso dos
Irmãos Naves, puede verse en youtube.
[75]
La bibliografía es muy extensa. Aconsejo: Francisco Soto Nieto y Francisco J.
Fernández, Imágenes y Justicia. El Derecho a través del Cine, capítulo V
-El crimen de Cuenca-, editorial La Ley,
Madrid, 2004, páginas 95-114. En general, los reproches -muy justificados, en
todo caso- hacía la actitud acusatoria de los mandos de la Guardia Civil de
1979 suelen basarse en las décadas transcurridas desde 1913 y en que la
película centraba en unos pocos guardias de baja graduación la culpabilidad por
las torturas. Quienes así opinan, olvidan o ignoran que, con arreglo a las
decisiones judiciales, tales torturas finalmente no pudieron probarse
(recuérdese la absolución general de la sentencia 58/1935, de 20 de mayo, de la
Audiencia de Cuenca, ampliamente aludida al final del capítulo 2 de este
ensayo). Ello no justifica -ni siquiera explica- que la Guardia Civil de 1979
se sintiera ofendida en su honor, pero sí podría haber servido para que se entendiera
afectado el honor de los familiares más allegados y de los herederos de
aquellas personas que la película consideraba torturadores, o inductores y
conniventes con las torturas: véase artº 466 del Código penal de 15 de
noviembre de 1971, vigente en la época del rodaje de la película.
[76] Los votantes en la conocida www.filmaffinity.com.es
le vienen dando, hasta 2018, una puntuación media de 7,1 sobre diez.
[77] En parecido sentido, Marie-Claude Chaput y
Javier Jurado, “El Crimen de Cuenca” y “Rocío”, o los límites de la libertad,
Área Abierta, vol. 15, nº 3,
noviembre de 2015, pp. 3-17.
[78]
Debe de ser una de las pocas películas
significativas, estrenadas en España en pleno agosto: el 14 de agosto de 1981,
en Barcelona; el 17 del mismo mes y año, en Madrid.
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