El reloj parado
Por Federico Bello
Landrove
Hay relatos que apenas necesitan de presentación. Creo que este es uno de
ellos, pues el tema es un clásico, un tópico: El de la persona cuya vida parece
haberse ido con la del ser amado. ¿Solo lo parece?
La Naturaleza no es justa, sino sabia y, casi siempre,
inexorable. Es una meditación que me acompaña cuando pienso en la tragedia
estética que supone envejecer para quienes han sido paradigma de belleza. Como
mi amiga Estela, por ejemplo. No es cosa de detallar la ruina estética: ustedes
pueden imaginársela por experiencia. Tampoco es el tema de este cuento. No me
inspiran las arrugas, las inflamaciones, las formas caídas. Para glosarlas no
me hace falta escribir: tan solo mirarme al espejo.
De lo que quiero
tratar es de algo más sutil y más profundo. También, menos ineluctable. En todo
caso, suficientemente conocido. Me refiero al dolor que produce la muerte del
amado, cuando la unión con él ha sido estrechísima. Sufrimiento que encarcela
al sobreviviente en los recuerdos y le impide llevar una vida minimamente
personal, no alienada. Lógico, sin duda. Frecuente, según dicen. Objetivamente
injusto, me parece, pues trasmuta un amor casi perfecto en lo más parecido a
una muerte en vida.
Mi amiga me recibe
como siempre. Nuestros lazos se remontan más de medio siglo atrás, enriquecidos
por intensas vivencias comunes, potenciados con familiares y amigos
compartidos. Nos vemos con cierta frecuencia y la he telefoneado, avisándola de
mi visita. Era de suponer que la encontrase bien vestida, sonriente, hasta
acicalada. No siempre se sale a cenar con un amigo entrañable, en ocasión muy
señalada. Pero no es así. Me abre con semblante de circunstancias y me dice:
-
Entra
y pisa donde puedas, que tengo la sala manga por hombro.
En efecto,
numerosos folios escritos a máquina se desperdigan por el tresillo, la
alfombra, el parqué. Las carpetas de cartón y gomas que debieron servirles de
albergue durante muchos años yacen vacías, desinfladas, sobre dos mesas y un
sillón. Siguiendo el camino sincopado de baldosas blancas, llego hasta la mesa
de despacho y me siento en el confidente.
Estela toma asiento frente a mí. Me explica que está ordenando –una vez más-
los papeles de su difunto Ángel, aquellos que con amorosa dedicación mi amiga
convirtió en publicaciones editadas y sufragadas por ella.
-
Ahora,
me dice, no tiene sentido guardar fotocopias y originales mecanografiados, de
algo que ya se imprimió. ¿No te parece?
-
¡Mujer!,
si hay alguno con correcciones manuscritas, podrías conservarlo –respondo
condescendiente-.
-
¡Bah!,
ni aún así –replica muy valentona-. Nada, nada; más tarde lo recogeré todo y lo
tiraré.
¿Adónde irán esos papeles añejos,
marchitos, inservibles, que fueron el fruto de una dedicación intelectual y
amorosa? ¿A la basura? No lo creo: es un destino demasiado bajo. ¿Reciclados?
¿Triturados a máquina, tal vez? La veo perpleja. Apunto:
-
Tal
vez, a alguno de tus hijos puedan interesarle por motivos sentimentales… O a tu
nieta Alicia, tan unida a vosotros.
-
¡Quia!
Si apenas pusieron interés cuando me quemé las pestañas ordenando los
materiales, corrigiendo pruebas, pagando de mi bolsillo la impresión… Si fuese
ahora, con la ayuda de la moderna informática…
En ese momento, me
llaman al móvil. Le pido un lápiz bien tajado, o un bolígrafo que escriba, para
tomar nota de una dirección. Imposible. Al fin, encuentra un lapicero de mina
apenas saliente y garabateo algo medianamente visible. Lo único que parece
funcionar de aquel buró es una buena lupa, que mi pobre Estela utiliza para
releer, pese a su miopía, las notas y correcciones de mano angélica, de letra tan pequeña y enrevesada, como grande y noblote
era su autor.
***
Se está haciendo
tarde. Estela se excusa y toma el camino de su cámara para completar el
vestuario.
-
Aquí
te dejo –me dice-. Echa un vistazo a las fotografías. Seguro que conoces a la
mayoría de los que en ellas salen.
En efecto. Los
conozco a casi todos. Conozco, incluso, las instantáneas, de tantos años como
las alejan del presente. Ellos dos por doquier, en cualquier parte,
preferiblemente muchos años atrás. Hijos en abundancia. Nietos. ¡Ay, nuestros
amigos y familiares comunes! Me empieza a doler el corazón y a formárseme el
inevitable nudo en la garganta. Levanto la vista a los cuadros que cuelgan,
coloristas y cándidos, reproducciones, de la mano firme y geométrica de Ángel.
Ángel, siempre Ángel, hoy como ayer.
-
Siete
años, ya –Estela reaparece-. Es duro. Y eso que para él fue lo mejor; así, de
repente, lo que todos desearíamos.
Y añade:
-
Pero
tan solo, sin una ayuda, sin que nadie lo oyese, sin poder fijar en una cara
amiga su última mirada…
Cambio de tema,
casi con brusquedad:
-
He
reconocido a casi todos los fotografiados, salvo aquella señora del marquito
dorado.
-
¡Pero
si es tu madrina! Claro, todavía joven.
-
Yo
la conocí de unos setenta y cinco años. Bueno, de lo anterior no conservo
recuerdo.
-
Mira,
mira esta –insiste-. Mi padre y tu madre de niños. ¡Siempre me encantó! Esa
niñera fornida que lleva en sus brazos a la niña, con la muñequita colgando del
cinturón, como una limosnera figurativa.
Pongo cara de
circunstancias, pero en el fondo siento deseos de besar el cristal, de abrazar
a Estela, de huir de este presente casi invernal y retornar al cálido pasado en
que era una minúscula célula en germen de aquella niña, ahora muerta. Pero mi
amiga interpreta mi posición estatuaria como una invitación a seguir hundiendo
su estilete en mi llaga:
- Vamos
para el cuarto del fondo. Tengo un montón de álbumes…
-
Mejor
otro día, Estela. Se nos va a hacer tarde para cenar.
-
Tienes
razón. Me pongo el echarpe y estoy lista.
Al salir, miro el
reloj del vestíbulo, que me recuerda al pequeño pendular de caja, que teníamos
en casa. Marca las nueve, casi como la hora que efectivamente es. Pero, ¿de qué
día? El péndulo no oscila. El reloj está parado. Como el corazón de Estela,
aunque siga latiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario