El cielo dentro de
ti
Por Federico Bello
Landrove
Este no es un cuento histórico, aunque
algunos de los hechos y personajes lo sean. Se elabora en torno a la
construcción de la maravillosa cúpula de Santa Sofía de Constantinopla, pero su
objetivo es el de traer a colación esta idea de mi experiencia y mi fantasía:
Que el amor y la casualidad no pueden ser ajenos a la racionalidad, ni en la
ciencia ni, menos aún, en el arte.
1. Un problema irresoluble
Corre el mes de junio del año 535. El ingeniero Isidoro de Mileto, director de las obras de la magna
basílica palatina de Santa Sofía en Constantinopla, encastillado en su
improvisado habitáculo del segundo piso del templo –llamado nido de golondrinas-, está sudando la
gota gorda. Y no es solo porque el calor agobie, sino que se va agotando el
plazo fijado por el Emperador para culminar la gran obra, que algunos ya
llaman, entre jocosos y enfadados, el
sueño de Justiniano[1]. Esta es la fecha, que la
coronación abovedada del magno templo brilla por su ausencia y, en su lugar,
improvisados toldos cierran en parte su espacio, tratando de protegerlo de
lluvias y solaneras. Isidoro recuerda…
Imagina la escena
de un día, tres años atrás, en que, acompañando al gran Antemio de Tralles, el
insigne matemático y creador de belleza, fue recibido en audiencia por el gran
Rey y presenció la más colosal trifulca que habría podido imaginar, cuando
con toda solemnidad Justiniano les hubo
dicho:
-
Las
turbas, desagradecidas e incontroladas, expoliaron y sometieron al fuego, unos
meses ha, la sede de la Divina Sabiduría. Quiero, arquitecto, levantar sobre
sus doloridos restos el templo que merece la Divinidad y la dignidad de quienes
en él oremos. La cosa urge y es mi voluntad que te sujetes a plazos
perentorios. Tendrás cuarenta días para presentarme los planos y, una vez sean
estos aprobados, cinco años para llevar la obra a feliz término.
No era persona
Antemio que permitiera imposiciones absurdas en su trabajo. Mal encarado, con
la indiferencia que dan los muchos años y, sobre todo, agotado e insomne por un
largo viaje a uña de caballo, replicó:
-
Ni
la solidez ni la belleza admiten tales plazos, fruto de la ignorancia de Su
Augusta Majestad en estos temas.
Allí fue ella. Las
palabras fueron subiendo de tono y de violencia. El Emperador, iracundo, empezó
a usar para sus dicterios el dialecto ilirio de su infancia, trufado de
eslavismos. No se quedaba corto en las respuestas el maestro lidio, que
paulatinamente iba perdiendo los estribos, hasta que Justiniano sentenció:
-
¡Maldito
bastardo, arquitecto de pacotilla! Tendrás al punto los hombres y los materiales
que necesites. ¡Pero, como no cumplas los plazos, te cortaré la nariz y las
orejas y echaré tus manos a los cerdos del Patriarca!
Con afectada
pomposidad, Antemio se inclinó ante el trono y, haciendo una seña al espantado
Isidoro, fueron caminando de espaldas hasta embocar la puerta de la gran sala.
Una vez fuera, el de Tralles sonrió al milesio y dijo:
-
No
te inquietes. El Emperador no es mala persona y, habiéndose comprometido ante
la Corte a no escatimar obreros ni suministros, podemos estar relativamente
seguros de que hará honor a su palabra. Por ahora, preocupémonos de los planos.
La Navidad de 537 está lejos todavía.
***
Al recordar
aquellos momentos, Isidoro no podía menos de reír entre dientes, mientras
aliviaba el calor aplicándose un paño húmedo a las sienes. ¡Claro que habían
cumplido con la cuarentena de los planos! Antemio parecía tener en la mente el
magno proyecto y, donde no, aprovechaba las trazas de la hermosa iglesia
arruinada por la rebelión de Niká. Isidoro se centraba en los cálculos de
resistencias y los materiales a emplear. El tiempo se agotaba, sin que Antemio
hubiese concluido el punto sobresaliente del abovedamiento y la cúpula del
templo. Celoso de su arte hasta el extremo, dijo a Isidoro:
-
¡Ea!,
presentémosle un bosquejo de líneas, figuras y medidas que dé el pego, como si
fuese la viva imagen del Cielo en la Tierra. La bóveda ya la tengo diseñada en
mi cabeza, ¡pero esa cúpula!
Isidoro asintió y,
durante los últimos días de los cuarenta prepararon un embeleco muy aparente y
creíble. Tuvieron la suerte de que el Emperador apenas dejó intervenir a sus
consejeros, dejándose engatusar por la labia de Antemio, por una vez respetuoso
y afable. No obstante, Justiniano era bastante entendido y se percató de la
falta de precisión del proyecto:
-
Esta
cúpula, arquitecto…
-
Será
la octava maravilla del mundo, mi Señor. Ved su inmensa circunferencia. Pero el
ingeniero y yo tenemos grandes
proyectos para hacerla más elevada y luminosa. Presentada ahora con carácter
definitivo, podría resultar pobre, comparada con lo que vamos a diseñar,
gracias a un estudio de las secciones cónicas que estoy ultimando. Claro que,
si Su Augusta Majestad quiere conformarse con lo que ahora podemos ofrecerle…
-
¡De
ninguna manera, arquitecto! ¡Quiero lo mejor! ¡Quiero vencer a Salomón!
¡Quiero… quiero…!
-
¿El
Cielo en la Tierra, Majestad?
-
¡Eso
mismo! ¡Y pobre de ti, trallano, como no me lo consigas!
Verdaderamente,
Antemio sabía salir airoso de casi cualquier situación.
***
Pues bien, los dos
años transcurridos desde aquella decisiva cuarentena, puede decirse que habían
sido bien aprovechados. El Emperador, cada vez más poderoso y rico, había
cumplido con creces la promesa hecha a Antemio. Sus dominios y los reinos
vecinos habían volcado sus tesoros sobre aquél rincón del Cuerno de Oro:
pórfidos y basalto, mármoles y vidrio, nácar y ébano, oro y bronce, habían ido
conformando la espléndida estructura, hasta levantar ciento veinte pies del
suelo. Diez mil operarios habían entregado su trabajo para convertir aquellas
montañas de sillares y ladrillos, aquellas inmensas balsas de mortero, en la
espléndida construcción que habría de sostener el Cielo de Justiniano. Isidoro
había bajado a los infiernos de la cimentación y se había ceñido los lomos como
un capataz más para dirigir la erección del ciclópeo zócalo de piedra caliza,
que dotaría al edificio con el don de la eternidad. Y luego, coser y cantar:
hiladas de grandes ladrillos, como soldados en formación, unidos y revocados
por el cemento rojizo de cientos de artesas. Arriba, arriba; más alto, siempre
hacia el cielo, sin pausa ni descanso, con la rapidez creciente de la
experiencia y la premura. Múltiples vanos, como un sutil tejido de luz, hacían
cada vez menos necesaria la tarea rutinaria de los albañiles y más perentorio
el cálculo y el lujo de los maestros de obras y los artesanos. Todo avanzaba
según lo previsto y, sin embargo…
Sin embargo,
Antemio, cada vez más irascible y achacoso, no acababa de dar con la fórmula
esencial para resolver el problema de aquella cúpula gigantesca de cien pies de
diámetro, que habría de flotar en el espacio como las esferas que soportan las
estrellas. Sí, con la ayuda de su ingenio y la de su inseparable Isidoro, había
resuelto el problema de la aparente levedad, gravitando sobre cuatro
esbeltísimos pilares centrales, que trasladaban casi todo el peso a los contrafuertes
de los muros exteriores, mediante el juego de los arcos de las naves laterales.
También había brotado de su mente la maravilla de las exedras y cupulinas en
disminución, que hacían el milagro técnico de servir a la esbeltez y belleza de
la cúpula madre, cual hijos dichosos de contribuir meramente a la gloria de su
progenitora.
Isidoro había
ideado los materiales ligeros que permitirían a la hemiesfera celestial
elevarse como nunca se había visto, y recibir la luz del astro rey por decenas
de ventanas, como estrellas que irradiasen los mil y un matices filtrados por
vidrios polícromos, fusionados al interior del templo en la claridad
iridiscente o ambarina con que se dice que los Santos desfilan ante el Cordero.
Sí pero… todo eso
estaba tan solo en la imaginación de los artistas. El tiempo pasaba y Antemio,
soberbio y aislado en su habitáculo de tablas y cuerdas, no superaba el escollo
mayor, aquel que impedía el progreso de toda la bóveda y reducía lo ya
realizado a la magia inútil y soberbia de la Torre de Babel. Isidoro daba mil
vueltas al problema, sin atreverse a preguntar al Gran Maestro, gruñidor y
achacoso, cuya respiración era un silbido y su paso un arrastrado desliz. Ya no
bajaba nunca a tierra; se hacía servir en las alturas el sustento y dormía
reclinado entre cojines, en una improvisada yacija adosada a un pilar central,
como si quisiera recibir la vida y la belleza por contacto con el broncíneo
collarín de la columna. Siempre las mismas dudas, los mismos errores, las horas
perdidas encorvado sobre los planos. ¿Cómo posar la cúpula femenina y celeste,
con su curvatura perfecta, sobre las líneas rectas, a escuadra, masculinas?
¿Cómo convertir el espacio cuadrado en una corona imperial? ¿Cómo, en fin,
alcanzar el éxtasis de la perfección esférica, descansando sobre la rutinaria
técnica del cuadro?
Así estaban las
cosas cuando, una mañana de otoño de 534, Antemio amaneció muerto. La cúpula
preciosa y obscena, como una amante caprichosa y exigente, le había negado sus
favores y dejado morir en la miseria moral. Era la hora de Isidoro. Él lo sabía
y un emisario de Palacio se lo confirmó. El nuevo arquitecto jefe se dijo:
-
El
Cielo ahora está dentro de mí.
2. La Leuca
Quedamos, amigo
lector, a comienzos del verano de 535, a falta de dos años para que se cumpla
el plazo del Emperador. Siete meses ha que Isidoro es el maestro principal de la construcción y esta no ha dejado de crecer
desde donde la hubo dejado el difunto Antemio de Tralles. Los ciento veinte
pies de altura de los muros han pasado a ser treinta más. Las bellezas del templo
se multiplican, al ritmo del lujo y el buen gusto. Cientos de artesanos
colorean las piezas que, cortadas luego en minúsculas teselas y cubiertas de
oro, formarán los sacros mosaicos, orgullo de los artífices bizantinos. Los
pintores bosquejan ya las escenas que se convertirán en frescos murales, a
mayor gloria de los Santos del cielo y de los optimates de la tierra. Todo
onece, sí…, pero Isidoro sigue empantanado con esa maldita media naranja inflada, sin la cual todo el magno
edificio es pasión inútil. Ha sucedido a su viejo antecesor en el nido de golondrinas, pero tan solo para
sufrir y envejecer como él. Tiene cumplidos los cincuenta años y apenas
encuentra fuerzas más que para pensar en términos de transformación armoniosa
del cuadrado en círculo, con la misma gracia que el mar besa la arena, o el sol
transforma en sangre el zafiro sombrío de la noche.
-
Dos
años… ¡Qué va! Dos meses, o dos semanas, días tal vez. Muchos obreros han sido
retirados por falta de trabajo, y la lenta y laboriosa transformación del la
fría arquitectura en asombroso decorado no permite ya más demora. ¡Ahora o
nunca!
Afortunadamente su
sobrino, Isidoro el Joven, ha aprendido ya lo bastante como para dirigir las
tareas allá abajo, liberando a su
angustiado tío de lo que despectivamente llama maestría de obras e intendencia rutinaria. Precisamente de allá abajo ascienden los ecos de alguna
trifulca de las que periódicamente protagonizan los obreros por ebriedad,
encontronazos o hurtos. ¿Qué será esta vez? Se asoma por entre las cuerdas que
sostienen su nido y acierta a divisar un grupo de operarios que zarandean y
empujan a otro de ellos. Los gritos más penetrantes denotan, por su agudeza, la
voz de una mujer. El Joven, casualmente junto a su tío, hace un gesto de
resignación y dice:
-
En
fin, voy a ver…
Pronto el griterío
cesa y el grupo airado se disuelve. Frente a frente quedan el arquitecto novel,
la mujer y el capataz:
-
Así
que eres una leuca[2],
asevera el Joven. ¿Cómo se te ocurre venir a trabajar aquí, trayéndonos el riesgo
del contagio?
-
No
estoy leprosa. Llevo conmigo estas manchas desde hace años y no he tenido el
menor síntoma de laceria.
-
Entonces
–terció el capataz-, ¿Por qué ocultabas las manchas de tus manos? ¿Por qué no
te presentaste a un protomédico que certificase tu limpieza?
-
No
preciso de ello.
-
¿Conque
no, eh? Esta miserable fregona se siente por encima de las normas que nos
obligan a todos.
-
¿Qué
patente aduces para exonerarte del reconocimiento?, inquirió el arquitecto.
-
Esta,
señor. Yo no vengo de la calle, sino de la mansión del general Belisario. Soy…,
fui amiga y luego criada de su esposa, Antonina. Ella me colocó aquí.
El Joven la miró a
los ojos. Además de hermosos, parecían sinceros. Algo había en el porte de
aquella fregona de pórfido y pulidora de bronce, que no se compadecía con la
ropa holgada y miserable que la cubría. Está bien: Había invocado a Antonina y
eso era como clamar en nombre de Teodora, la Emperatriz. La cosa podía resultar
complicada y no dejaba de ser curiosa. Resolvió tajante:
-
Capataz,
vuelve a tu puesto y tranquiliza a los obreros a tu cargo. Y tú, mujer, ven
conmigo. Expondrás tu caso al arquitecto jefe.
***
El arquitecto jefe
escuchó su relato:
-
Yo,
señor, me llamo Anastasia y soy hija de una familia de carpinteros de ribera
próxima a Tesalónica. Habiendo recibido la belleza por toda herencia, mis
padres me enviaron a esta Ciudad, recomendada a nuestra amiga Antonina, para
ser como ella actriz y suplicante en el Hipódromo. En verdad, con el pretexto
de aprender el oficio, vine a parar en “El oso azul”, donde tuve de pagar como
meretriz las lecciones teatrales que allí se me daban, las cuales tienen el
contenido erótico y lascivo que Su Excelencia, sin duda conoce.
El Joven iba a
reprender su atrevimiento, pero Isidoro lo contuvo con el gesto. La mujer, con
su bella voz grave de acento tesalio, aspirado y sibilante, prosiguió:
-
San
Narciso hubo de protegerme pues, no solo no tuve ninguna de esas repugnantes
afecciones que se contraen por do más pequé, sino que di por fin el paso hacia
la representación y la danza. Dios me fulmine si miento, pero llegué a ser
telonera de la Emperatriz Teodora. Yo representaba el Nacimiento de Venus, inmediatamente
antes de que ella embelesara al auditorio con su famoso número de la Posesión
de Leda[3].
Esta vez no pudo
el tío contener la vehemente interrupción del sobrino:
-
Si
tan brillante era tu carrera, infame descocada, como para rozarte con nuestra
Señora, ¿cómo es que has acabado fregando el suelo y cubierta de manchas?
-
Prosperé
–continuó Anastasia, sin inmutarse-, pero no hasta el punto de verme libre de
la violencia y lascivia de mis empresarios. Y cuando creí que surgía el arco
iris sobre la lluvia de mis lágrimas, he aquí que mi amado resultó ser el peor
de todos porque, siendo igual a ellos, pudo lograr lo que ninguno antes:
romperme el corazón.
-
No
es el corazón, muchacha, lo que te veo dañado, aunque a fe que lo lamente
–intervino Isidoro-, sino esas manos manchadas, que alarman a quienes se te
acercan.
-
Lo
uno trajo lo otro –repuso la mujer-. Maltratos y desengaños brotaron en mi piel
y llegaron a extenderse tanto que, no pudiendo ocultarlo por más tiempo, fui
expulsada de aquel negocio y rechazada por quien fue mi mayor tormento.
Dicho esto,
Anastasia se remangó y abrió la pechera de su oscuro sobretodo, dejando ver
cómo las decoloraciones de su epidermis se prolongaban y extendían por otras
zonas de su cuerpo. Se dejó contemplar por unos momentos, y dijo:
-
Abandonada
y mísera, me atreví a acudir a Antonina, quien ínterin había mudado tanto su
fortuna, que era la esposa del gran Belisario y vivía en palacios de ensueño.
Compadecida, me dio trabajo como limpiadora en su casa. Luego, tal vez temerosa
de un contagio, me despachó con su recomendación para esta santa obra, con el pretexto
de que aquí ganaría más, siempre que ocultase mi tara. Eso hice hasta el día de
hoy y es cuanto tengo que decir a Su Excelencia.
Isidoro suspiró.
Desde sus ya lejanos tiempos de estudiante en Mileto, tenía horror a las
decisiones comprometidas; pero no era menos cierto que su espíritu era
sensible. De otro modo, ¿cómo habría podido aspirar a la belleza en su arte?
Reflexionó durante unos momentos, miró con fijeza a Anastasia y dijo:
-
En
todas partes se puede limpiar y pulir. Cuidarás del orden y el aseo de este
habitáculo; sacarás brillo a los bronces de mi
pilar hasta que reluzcan como la espada de un arcángel, y procurarás que en
mi jarra haya siempre agua fresca y en mi plato, nueces e higos secos. Esa será
tu tarea, hasta…, -susurró- hasta que el Emperador ordene que me corten las
manos y la lengua. Pero, ¿qué haces ahí parada? ¡Ve abajo por lo que necesites!
Di que yo te lo he ordenado.
La mujer inclinó
con respeto la cabeza y se deslizó veloz por la escala. El Joven miró a su tío
de hito en hito, con cara de enfado. Este se sintió forzado a justificarse de
manera algo airada:
-
¿Qué
quieres que haga? Los obreros no la aceptan y Antonina no consentiría que la
echara. Al menos, me hará menos desagradable la estancia en esta maldita tela
de araña.
3. Las golondrinas en el nido
El verano declina.
En el Nido de golondrinas todo
continúa igual. Isidoro cavila de manera incesante acerca del cáliz –su cáliz de dolor, como lo llama- del que debe brotar la etérea corola,
cuyo perfume llegará hasta el trono de Dios. Más de una vez ha pensado en
vender su alma, ensayando fórmulas mediocres que puedan salvarle de la
mutilación, pero no de la vergüenza. De su parte, Anastasia sube y baja para
que su señor beba siempre el agua fresca y tenga las mejores nueces –esas que
se abren como cerebros disecados o batracios a punto de saltar- y los higos más
dulces – corazones de arrope, como los
que ella habría dado su vida por encontrar-. Todo igual: el calor sofocante, la
presencia autoritaria del Joven, el ascenso mural hasta las nubes… y ese sol
justiciero que, insinuándose por entre los huecos de los toldos, parece
burlarse de la inutilidad de tan colosal esfuerzo.
Todo continúa igual. ¿Es así?
Aparentemente. Pero cuando la mujer asciende con el cántaro, no solo escancia
el agua en la copa, sino que llena con ella una pequeña jofaina; enjuga el
sudor de la frente del arquitecto y mojando un paño blanco, enfría sus sienes y
sus muñecas. Es un pequeño gesto. Como lo es que, cuando Anastasia ciñe sus ropas
para pulir el bronce o restregar el suelo, Isidoro levante la vista de los
planos y siga con la mirada su vaivén o su cimbreo. Ella se ha percatado, como
también de que, al refrescarlo, reclina suavemente la cabeza sobre su pecho,
con sutil predilección. Isidoro es un hombre mayor, serio, acomodado, que se
siente desdichado por un motivo que ella no acierta a comprender. Es seguro
–piensa- que, si se fija un poco en ella, es por deseo; un deseo -ella lo sabe
muy bien-, que nace como suave céfiro en la mañana, estalla cual huracán a
mediodía y se agota en la brisa con que declina la tarde. ¡Bah!, toda su
cortesía y su respeto valen lo que los afectos de cualquiera de los hombres;
todos diversos en su apariencia pero iguales en egoísmo y dureza. ¡Si lo sabrá
ella, que lleva en el alma el sello del desprecio y en su cuerpo los estigmas
del horror sufrido!
¡Malditos,
malditos sean! ¡Cuánto habría dado por ser como Teodora y Antonina, cortesanas
astutas, lascivas, promiscuas, manipuladoras de hombres! ¡Ay, si sus llagas
hubiesen sido las enfermedades del sexo, con las que contagiarles el dolor, al
mismo tiempo que saciaban el fuego del deseo!
Y sin embargo…
¿Será posible que él no sea así?; ¿que vea, a través de su cuerpo, latir de su
alma?; ¿que se haya empapado de la majestad de los ángeles, a los que construye
esta casa? Sonríe y se declara estúpida. Así ha empezado siempre, confundiendo
realidad y deseo, la apariencia con el fondo, las palabras con las obras. Sí,
es cierto. Y sin embargo.
“Sin embargo, ayer
me excedí al mostrarle mi cuerpo y él lo percibió. No son solo manchas de
aurora las que surgen en mi piel. Pústulas y llagas se extienden por mis brazos
y mi vientre, con comezón irresistible, que arraso hasta hacerme sangre y que me
deprime hasta el llanto imposible de contener. ¡Tengo psora[4]!
Mi cuerpo va envolviéndose en una funda de cera y mis coyunturas –antaño
propias de una bailarina- se hinchan y entumecen, hasta el punto de
dificultarme el trabajo más sencillo. Pues bien, Isidoro lo percibió, me atrajo
hacia sí, me quitó el cepillo de pulimentar y tocó suavemente mis pústulas,
como acaricia un sanador. Solo dijo una palabra: ¿Sufres?
“No respondí, pero
así con fuerza su mano y lloré como siempre y como nunca; como todas las noches
y como cuando era niña. Lágrimas ardientes, hondas, profusas, que se ofrecen al
amigo pidiendo comprensión y piedad. Él no dijo nada. Dulcemente, me sentó en
su silla de arquitecto y, con esa su voz nasal y cálida, me mostró las trazas
del templo y me explicó los detalles de la obra, sus emociones, sus
dificultades, su dolor cupular.
¿Entiendes, alma mía? Me dio lo mejor de sí: su ilusión, su trabajo, sus
fracasos, sus sueños… Y, al caer la tarde, cuando todos abandonan el tajo, aún
estuvo un buen rato susurrando consuelos y atusándome el cabello. Y, ¿sabes lo
que más me conmovió? Que, a solas con él, escotada, abandonada a su voz y a sus
brazos, ni siquiera una vez observé que mirara mi pecho.
“En la oscuridad
de mi cuarto, en el calor insoportable del lecho, solo tengo ojos para su
imagen y una obsesión martillea mi mente: ¿Qué puedo hacer por él? ¿Cómo
tornaré placentera su ansiedad? En el fondo, ya estoy pensando como un mercader,
en pagarle su ternura. Él no pide nada de mí, es cierto. ¡Pero soy yo quien
quiere dar sentido a mi vida, entregándole algo de mí que le haga feliz!”
***
Amanece, incluso
en aquel cuartucho en el que Anastasia pernocta. Ya tiene la decisión tomada, después
de no haber pegado ojo durante la noche. Del baúl que guarda todas sus
pertenencias saca un frasquito de perfume de nardo y una pequeña prenda dorada.
Lava su cuerpo con agua salada; lo unge con lo que queda del perfume; cela sus
pechos regulares y firmes en aquella tela sutil, recuerdo de sus tiempos de
comediante de burdel; finalmente revístese de la basta y oscura túnica de
obrera. Un mínimo espejo le devuelve su rostro, moreno y triste, el cual va orlando
con sus trenzas de azabache, que podrían servir de guirnalda a la diosa Diana.
Sonríe. En otra ocasión se habría dicho parezco
una ternera preparada para el sacrificio. Hoy se siente una cordera que se
entrega fielmente a la firme voluntad de su corazón.
El día pasa,
lento, monótono, bochornoso. A media tarde, la calígine estalla en un mar de
lluvia, mientras los relámpagos rasgan el cielo y los truenos parece harán caer
aquel nido tejido en la cima del templo. Es el momento. Isidoro, regla en mano,
ajeno a todo, escudriña los planos.
Anastasia se
acerca, abre su vestido hasta la cintura, toma la mano del arquitecto y la posa
sobre la curva tibia y vital de uno de sus senos. Isidoro, aunque sorprendido,
deja hacer. La mira con ternura, acaricia la turgencia y, como un niño
hambriento y amoroso, deposita un beso en su cumbre oscura, que resalta tras la
tenue, casi transparente, sarga de seda dorada, tachonada de conchas color
turquí.
La mujer echa las
manos a la espalda, presta a desanudar el hilo de oro que separa su pecho del
la boca del amado. Mas, en ese mismo instante, al echarse levemente hacia atrás
para ayudarla en su empeño, su grito inesperado paraliza a ambos. A la luz,
violenta y azulada de un relámpago, Isidoro ha visto al fin todo el esplendor
de Anastasia. Los dos triángulos isósceles, dorados y planos, transformados en
dos perfectas curvas convexas, que cantan en la tormenta las glorias de Eva, la
tentadora reina de la Creación.
El arquitecto se
pone en pie y, tomando entre sus manos el rostro de la joven, besa su frente.
Luego, levantando los ojos, se enfrasca por unos instantes en la contemplación
del lugar donde habría de posarse la cúpula de sus desvelos. Anastasia,
corrida, cubre de nuevo el busto y no sabe qué hacer. Al punto, los ojos de
Isidoro vuelven a fijarse en ella y, tomando su mano, pronuncia estas sibilinas
palabras, antes de volver a la mesa de los cálculos:
-
Querida
muchacha, el Cielo está dentro de ti.
Ella,
mecánicamente, toma el cántaro y, poco a poco, desciende la escala, sabiendo
cada vez con mayor certeza que nunca más la volverá a subir.
***
Unos dejan morir
el amor; otros ignoran que lo han provocado. Quienes lo ocultan jugando a la
confusión; quienes lo llevan hasta el país eterno de lo imposible. Quizá todos,
alguna vez, han buscado afanosamente lo que por gracia se les daba. Quizá
todos, alguna vez, lo han hallado sin esperar. O, tal vez, todos somos, al
mismo tiempo, juguetes del Amor, que no admite reglas, ni tácticas, ni
raciocinios. Tal vez…
… Tal vez,
Anastasia, esa misma tarde, tomó la resolución de retornar a Tesalónica con su
familia, en las orillas del mar que besaba la playa, a la que su madre tantas
veces la llevó. Entre dientes, canturrea la canción que ambas entonaban cuando
sus pies hollaban la arena blanda o dejaban que los besara la espuma de las
olas. Recitaba su madre:
Dime, mi bien, qué
tiene el mar,
que te llama cual padre
en la mañana,
que te mece en la cuna
de los sueños,
que te acoge con brazos
de titán.
Y la niña, ahora
mujer, enferma y firme, enuncia la conocida letanía de gozos y dones del
piélago amigo:
Consejero en la brisa,
rumoroso consuelo,
rugiente fortaleza,
undosa eternidad…
Anastasia deja
atrás la Polis, la Ciudad por antonomasia y busca cura en las aguas, ya
oscuras, del mar.
4. Epílogo
Diciembre de 537. El gran Justiniano acaba de visitar la basílica de la
Santa Sabiduría de Dios, convertida en un ascua de oro, con la cúpula como
ornato celestial. Entre los esbeltos pilares oblongos y la semiesfera
estrellada, los insólitos y armoniosos triángulos esféricos, que un día
descubrió Isidoro en el pecho de alguien que lo amaba y por eso se le ofreció.
El Emperador está exultante. Bajo la cúpula grita:
- ¡Salomón, te he vencido!
Abraza con entusiasmo al arquitecto. Le pregunta:
-
Hermosos
soportes los de la cúpula. ¿Cómo los llamaremos?
-
Pechinas,
Majestad.
-
¡Cierto!
Parecen conchas.
-
En
efecto, Señor, conchas de Venus.
-
¿Cómo
que de Venus?, tercia Menas, el Patriarca.
-
Muchas
formas y caminos tiene el amor de Dios, sentencia Isidoro. No nos cerremos a la
infinita Sabiduría Divina en esta su sede santa.
***
En vísperas de la Natividad de aquel año de gracia, el arquitecto
Isidoro de Mileto encargó una lámpara votiva de bronce para colocar ante el
altar de la Epifanía. Era su modesto homenaje a la mujer que le había salvado
vida y honor. El metalista le preguntó qué leyenda habría de grabar. Isidoro
recordó aquellas pústulas que tanto le habían unido a Anastasia, y cómo esta
las curaba con agua salada. La voz se le entrecortó cuando pronunció la palabra
de la dedicación:
-
Zálassa
–el mar-.
Y, como olas que no refrena la arena, las lágrimas corrieron por el
rostro, curtido y ajado, del viejo ingeniero,
sabio y fiel al fin.
[1] Rindo tributo con esas palabras a la notable
novela histórica de Salvador Felip, El
sueño de Justiniano, publicada por Ediciones B, siendo su primera edición
del año 2010.
[2] Literalmente, una blanca, en alusión a la pérdida de melanóforos en la piel de
quienes padecen la enfermedad ahora llamada vitíligo. El mal puede considerarse
leve y no contagioso, aunque produzca un notable daño estético.
[3] Dicho número, que hizo famoso la luego
Emperatriz Teodora, simulaba la mitológica fecundación de Leda por Zeus,
convertido en cisne. Teodora lo representaba muy ligera de ropa, empleando ocas
en lugar del cisne y fomentando el picoteo de dichas anátidas en lugares
recónditos de su cuerpo, a base de ocultar en ellos semillas atractivas para
aquellas.
[4] Psora es palabra griega con la que se
designaba la sarna y, por extensión cualquier enfermedad que cursara con fuerte
picazón. Por el relato de Anastasia, es de suponer que padeciese psoriasis, una
enfermedad de la piel susceptible de producir artrosis y graves complicaciones
hepáticas y digestivas.
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