El final de Turandot[1]
Por Federico Bello
Landrove
A mi amigo, Evaristo
Merino
¿Qué pasaría si Turandot y Liu fueran una sola mujer? ¿Qué, si los sueños
de la princesa la impulsaran al perdón y no al odio? ¿Cómo habría acabado la
famosa ópera, si Puccini no hubiera muerto antes de concluirla? Dejemos que
vuele la imaginación por el reino de la música, aunque nos lleve lejos, muy
lejos, del escenario y del libreto.
1. Sentir, sufrir, soñar
No negaré que, a las veces, me sacuda un
ramalazo sentimental, romántico casi, un si es no es sensiblero. Es seguro que
sentí esa dolorosa y dulce sacudida cuando conocí a Carlos. Y, aunque no quiera
reconocerlo, mis lectores dicen encontrar sus huellas en el fondo de mis relatos.
Otros, en cambio, me juzgan fuerte, rígida, dura. A poca costa, me digo, con todo lo que he tenido que pasar, hasta
encontrar mi cuota de soledad y de respeto. Claro que es posible que lo uno no
quite lo otro. Nadie es monolítico, exacto, perfectamente coherente. Y, si se
siente un poco poeta y tiene a sus ancianos padres felizmente cerca, pues razón
de más.
Mis padres… ¿Quién me iba a decir que un
día tomarían el tole y vendrían a morar junto a esta hija, que tanto celó su
independencia y quiso construir tan lejos de ellos vida y trabajo? Debe de ser
que, al tiempo que me voy secando por fuera, por dentro se me reblandece el
corazón. ¡Cuántas tardes, bajo el sol inclemente velado por el estor, mi padre
dormita, mientras mi madre y yo repasamos recuerdos, espectros, papeles sepia, viejas
fotografías festoneadas! Y, sobre todo esto, normal después de todo, la llamada
memoria histórica, que en tan
destacado lugar ha situado a nuestros deudos. Yo soy nieta de un gran hombre,
de un ser generoso y prudente, de un mártir de sus ideas. Mi madre tiene una
gran retentiva; de mí dicen que soy escritora. Se impone, pues, recopilar y
ordenar documentos; sistematizarlos y catalogarlos; volcarlos en libros y
entrevistas, tan justos como emotivos. Eso nos ha unido a mi madre y a mí más
que nada actualmente. La Rafi de antaño se ha convertido en Rafaela Valcarce y
García de la Liébana. Y a mucha honra.
Es algo más que cuestión de apellidos y de
memorias. Aunque nací muchos años después de que mataran a mi abuelo, siento
que su mano se posa en ocasiones sobre mi hombro, que su mirada bien viva me
escruta desde sus retratos y, sobre todo, que su índice me marca el camino,
aquél que, cuando estuve sola y me sentí vulnerable, acompañó de palabras
imaginadas, con una voz –como la canción de mi juventud- de terciopelo y fuego[2].
***
Los sueños sueños son, dicen. Con todo,
este era tan frecuente, que empecé a inquietarme por su sentido. Algo me
parecía evidente: los retornos al pasado habían de estar detrás de de aquella
visión onírica, breve e inalterable. Trataré de reproducirla sobre el papel.
Una joven con atuendo a la antigua tiende sus manos hacia una sombra,
tratando infructuosamente de retenerla junto a sí. Yo me encuentro presente y,
ante su muda súplica, entiendo que me pide ayuda. Se la concedería de buen
grado, pero soy incapaz de moverme. Ella me mira con pena y sus pensamientos
sin palabras se me clavan en el corazón: Tarde, demasiado tarde... El conato se esfuma y retorna, al hilo de las ondas de mi sueño,
hasta que, agotado el motivo, voy volviendo a mi ser. Lo último que se difumina
es el rostro de la mujer, en el que cada vez más nítidamente voy encontrando
parecidos con el mío de antaño.
En mi Facultad hay de todo, aunque no es
la de Farmacia. Lupe, en el café, me comentó:
-
Eso
es que alguien se pone en contacto contigo, para pedirte o aconsejarte algo. De
no ser así, no sería tan insistente.
Yo me eché a reír:
-
Pero,
Lupe, si no la conozco de nada, ni siquiera sé si ha existido nunca. En todo
caso, a juzgar por sus ropas, tendría que ser de la quinta de mi abuela.
-
Pues
algún día encontrarás la explicación y su identidad… A menos que…
-
…
Que sea una entelequia.
-
No
era eso lo que quería decir, Rafi. Me escama lo de que se parezca a ti. A ver
si tiene que ver con la metempsícosis.
-
Estupendo.
Así, al menos, estaría segura de que mi alma ha transmigrado desde una señora
de buen ver, no de una rata o de una zanahoria.
La cosa quedó ahí, aunque mi alma gemela seguía visitando mis
sueños cada cierto tiempo. Tanto así, que mi propia imagen onírica ya no se
limitaba a reiterar el acto fallido de la ayuda a la dama, sino que boqueaba,
tratando de comunicarse con ella. Todo en vano…, o eso creía yo.
Fue una tarde de vísperas navideñas. Para
variar, papá rehusó la siesta y se mostró un poco envidioso de nuestra atención
para con los álbumes fotográficos de mi familia materna:
-
Reme,
querida, ¿no trajimos también de Castellar algunas fotografías de mis parientes? Tal vez le gustaría
verlas a la niña.
La solicitud era tan tierna y perentoria,
que mamá se levantó camino de la estantería de los recuerdos y, tras un
laborioso escudriño, retornó con un álbum y varios sobres rasgados. Suspiró y
dijo:
-
He
aquí a los Valcarce. Acércate, Gabriel, que vamos a necesitar tu ayuda.
***
Era
una foto colectiva, en la que cinco mujeres hacían labores en torno a una mesa
camilla. Estaba segura de no haberla visto nunca, mezclada como estaba con
viejas cartas, unos recibos de contribución y un billete en tercera clase de
Bembibre a León. Mi padre me la pasó con este preámbulo:
-
Son
mi madre y mi abuela, con otras señoras de la familia y vecinas, cosiendo y
haciendo punto. Eso debió de ser antes de nacer yo.
Un tanto aburrida de la monotonía, pasé la
vista por aquella deslucida cartulina y me quedé de piedra. La joven sentada a
la derecha de mi bisabuela era la misma que poblaba mis sueños.
La miré de hito en hito durante unos
segundos, hasta estar bien segura. Luego, inquirí:
-
¿Y
esta chica del ganchillo?
-
La
tía Dolores –contestó mi madre, sin vacilar-. Era la hermana mayor de tu abuela
Ascensión. Murió poco antes de nacer tú.
Aparté la fotografía del rimero y seguimos
con la revisión del pasado. A mi pesar, la tía-abuela Dolores no volvió a
aparecer por el escenario. Así que, agotado el repertorio, pregunté a papá:
-
¿Qué
tal era tu tía Dolores? No recuerdo haberos oído hablar de ella.
-
¡Ah,
muy maja!, ¿verdad, Reme? Nos visitó un par de veces en nuestra casa de
Castellar. A tu madre le tenía mucho cariño.
Mamá se encogió de hombros:
-
Como
a otra familiar cualquiera. Lo que sí recuerdo es el enorme lebrillo de cobre
que nos regaló por la boda. Como que os bañábamos en él cuando erais pequeños.
A tu prima Carmen se lo dejé cuando para acá nos vinimos. ¡Menudo trasto!
Las mujeres reímos de buena gana. Papá,
simuladamente serio en defensa de su tía carnal, protestó:
-
Pues
con su antigüedad y buen metal, seguro que ahora vale un pico.
-
Tienes
razón, cariño –bromeó mi madre-. La próxima vez que Rafi vaya por Castellar,
que se lo reclame a su prima y lo traiga en el neceser.
Papá gruñó. Decidí interrumpir la
controversia matrimonial:
-
¿No
tuvo hijos? Tía Dolores, quiero decir.
Mamá conocía el caso y tenía más ganas de
explicarse acerca del mismo:
-
Quiá,
se quedó soltera y no por falta de buenos partidos, pero es que lo de Annual[3] la dejó marcada para
siempre, y con razón.
Aunque guardó silencio por unos momentos,
mi rostro atentísimo la animó a continuar:
-
Verás,
Dolores tuvo un pretendiente de mocita, vecino suyo, del que estaba muy
enamorada. Lo cierto es que al chico le dio por tontear en las fiestas de
Ponferrada con una forastera y le fueron con el cuento a Dolores las
metomentodo de costumbre. Tu tía abuela lo despidió con cajas destempladas y
rechazó todas sus peticiones de perdón e intentos de reconciliación. Aquello
fue por el año veinte, pues muy pronto lo llamaron a filas, cuando el desastre
de Annual. El mozo –como en la zarzuela- se fue a despedir, si bien no creo que
le prometiese los entorchados de brigadier[4]. Lo cierto es que Dolores,
aunque un tanto ablandada, apenas se dignó cruzar unas palabras de despedida,
sin mostrarle ningún afecto…
-
Mujer
–terció papá-, lo cuentas como si hubieses estado allí. Tal vez no fuera tan
rigurosa.
-
Tu
propia madre me lo refirió muchas veces, así que… Bueno, a lo que iba, que el
chico partió para Marruecos. Las cosas estaban tan mal allí que, por fin,
Dolores dio su brazo a torcer y le escribió una carta cariñosa, que encerraba
de forma bastante clara una promesa de esperarle. Pero…
-
No
digas más –salté incontenible-. La misiva llegó demasiado tarde.
-
En
efecto, se la devolvieron sin abrir, meses después. El destinatario había
muerto en combate a poco de llegar.
-
¡Cosas
que pasan!, comenté un poco estremecida. De todos modos, tampoco es como para
amargarse la vida para los restos.
-
Es
que aún hay más, concluyó mamá. Dolores tuvo siempre la sensación de haber
contribuido decisivamente a su muerte. De hecho, si se hubieran casado antes,
el joven se habría librado de ir a Marruecos. Así que un sí de ella pudo haberlo
salvado.
-
Tarde, demasiado tarde…, repetí de manera inconsciente las
palabras de la aparición en mis sueños.
Con la típica insensibilidad masculina,
papá desdramatizó:
-
¡Bah!,
eso es que tía Dolores fue toda su vida un poco… exagerada.
-
Desde
luego, esposo mío: Ahí está el enorme lebrillo para demostrarlo.
2. La dulce poetisa, camino de Castellar
Era como si aquella revelación hubiese
ahuyentado a Dolores. Bueno, lo de ahuyentarla
era un decir. Rafi tenía la extraña sensación de que se hubiera evadido de su
sueño para invadir su estado vigil. La expectativa de una recidiva cancerosa,
que tanto condicionaba su carácter y ritmo vital, se disipaba en periodos cada
vez más largos, aliviando aquel peso angustioso que oprimía su garganta. Menos
rigurosa en el día a día, tornaba cada vez más al pasado, al tiempo alacre de
su adolescencia, o al alampante de su primera juventud. Bien lo sabía ella: por
aquellos senderos oníricos de su ciudad, triste y pretenciosa, habría de
encontrar a quienes, aun opuestos y enfrentados, fueron los coautores de sus
desgracias amorosas. El sueño había cambiado. Ahora deambulaba en calles que
resumían todos sus espacios vitales, para darse de manos a boca con una iglesia,
un instituto, un parque, en que vanamente aguardaba a alguien, para tan solo
hallar soledad o a desconocidos. Subía escaleras y cruzaba puertas, para
acceder a estancias apenas entrevistas, lejanamente familiares, cuyo anticuado
mobiliario la impulsaba a sentarse y trabajar de mala gana, excitada y
discutidora, sin encontrar compañía ni sosiego. Se despertaba, exasperada y
tensa, tras entablar violentas discusiones con los jefes, compañeros o alumnos
que habitaban su sueño.
Si no me lo hubiese referido ella misma
–como también el contenido de sus quimeras nocturnas-, no lo habría creído. ¡La
profesora Valcarce visitando a una médium! Bueno, la expresión puede resultar
desafortunada. Fue una relativa coincidencia, provocada por la amiga Lupe, de
quien –de ella, sí- podía esperarse tal cosa:
-
Veo
que estás muy unida a una persona de la familia, que viene ejerciendo sobre ti
una benéfica influencia.
Con gesto entre cansino y molesto, Rafi
miró a Lupe, que negó con un ademán. Percatóse de ello la espiritista y
continuó:
-
¡Ah,
no! No me refería a esa señora, tía abuela tuya, que se te viene apareciendo en
sueños últimamente, sino a otro señor de la familia, fallecido en trágicas
circunstancias.
Y aquí, con toda clase de detalles, que
solo ella podía conocer, Rafi recibió el más exacto y completo resumen de su
vida íntima espiritual con el abuelo materno. Tan abrumada quedó, que apenas
pudo decir:
-
¿Y
qué me aconsejas respecto de lo de mi tía Dolores?
-
Cuando
los espíritus tienen tanta iniciativa e interés en darnos algún mensaje, parece
razonable que lo interpretemos y sigamos. Ahora bien, en tu caso, hay algo que
me preocupa y que, de ser como yo me figuro, cambiaría radicalmente el sentido
de mi consejo.
-
¿Qué
es ello?
-
Pues
que tu tía Dolores y tú… Bueno, digamos que estuvieseis tan unidas, que ella
continuase de alguna forma existiendo en ti. Siendo así, tienes que procurar
vivir tu propia vida, como una persona autónoma, no como un mero avatar.
-
No
obstante, ese déjà vu o, por mejor decir, déjà vécu[5]
puede encerrar una enseñanza de valor universal: la tolerancia, el perdón, el…
-
El
predominio del amor sobre el egoísmo o el orgullo. Tal vez… Si lo crees así,
recibe el contacto con el más allá, con el pasado, como un don que asumes y
haces tuyo. Pero, bajo ningún concepto imites o sigas la corriente a una
sombra, a un sueño o a una obsesión. Dolores, bien o mal, ya vivió su vida.
Ahora te toca a ti vivir plenamente la tuya.
***
Aquel marido, zafio y posesivo, que había
envenenado sus ilusiones, no estaba lejos en el espacio, pero ella se
encontraba a infinita distancia de brindarle una segunda oportunidad, para el
caso de que él la hubiese deseado. Lo de Carlos era otra cosa muy distinta:
había sido su verdadero amor, maduro y pleno. ¡Con qué ansia habría dado marcha
atrás en el reloj de sus vidas, olvidando su fatuidad y su cobardía! Su orgullo
femenino, su candidez masculina –Rafi era maestra en permutar los tópicos de
sexo-, le hacían apetecible intentar un acercamiento. Tal vez no fuera aún,
como Dolores suspiraba, tarde, demasiado
tarde. Aquella noche demoró
acostarse, a fuer de comparar su lánguida silueta actual con aquella rozagante,
luminosa, embutida en el traje de baño amarillo oro, que la contemplaba desde
la instantánea que él le sacó en su
primera estancia juntos en Cala Camuy. ¡Y eso que sólo habían pasado cuatro
años, pero qué años!
Soñó que un mar cobalto y encrespado
englutía su inerme figura gualda, que descendía entre las aguas, con la
maravillosa sensación de formar parte de ellas, como el embrión que bucea en el
líquido amniótico, escuchando los latidos de su propio corazón. ¡El tictac del
viejo despertador!, pensó en sueños, y siguió bajando, bajando, hasta rozarse
con un objeto, grande y oscuro, que le hizo girar la cabeza. La escasa
insolación que no reverberaba fue suficiente para hacerle gritar sin sonido:
¡Carlos! Allí estaba él, desnudo e hinchado, como otrora había sido capaz de
verlo y de sentirlo, mientras él se pavoneaba monologando ante sus pazguatos auditorios.
Fue lo suficiente para que ella también se sintiera anóxica y desnuda, que el
mar transmutaba de cuna en tumba. Dio un grito agudísimo y braceó
desesperadamente buscando la superficie, por hosca y airada que fuese…
-
¿Te
pasa algo hija? ¿Una pesadilla tal vez?
-
Disculpa,
mamá, vuelve a la cama. Ha debido sentarme mal la morcilla.
Doña Reme se retiró. Rafi tuvo que taparse
la boca, para sofocar la risa:
-
Y
tanto que la morcilla. Carlos, querido, ¡que te la den también a ti!
***
A la mañana siguiente, un telefonema
alteró la tranquilidad externa de la familia. Tía Antonia, la hermana de mamá, estaba agonizando. Al pronto,
nuestra profesora pensó que era ley de vida y que antes debía cuidar de los
vivos que la necesitaban. Su madre la fulminó:
-
O
vas tú o voy yo, aunque sea arrastrándome. Por nosotros, ni te preocupes.
Estamos como rosas y tenemos la ayuda de la asistenta y de los vecinos. El caso
es que puedas arreglar tus compromisos académicos.
-
Eso
es lo de menos. No tengo nada pendiente y, entre Lupe y Salvador, me pueden
sustituir en las clases.
Hizo el equipaje en un santiamén. La
cabeza le daba vueltas y el corazón, zozobras. ¡Volver a sus orígenes, al
Castellar de sus entretelas, sin padres, sin casa propia, sin seguridad de propósitos
ni solidez de intenciones! Pero, ¿qué es eso? ¿Soy Rafaela Valcarce y García de
la Liébana, o una poetisa de pitiminí, una adolescente de coletas? Irguió su ya
maciza estructura y apretó los dientes en señal de desafío. Pero la firmeza no
duró mucho:
-
Papá,
¿dónde está enterrada la tía Dolores? ¿En Castellar, tal vez?
-
Huy,
no. Está en Toreno, con mis padres.
Rafi pensó para sí:
-
Pues
muchas veces imagino que lo está dentro de mí.
3. Una ilustre nulidad
Durante muchos años, tía
Antonia había sido para ella una segunda madre. Estéril, apasionada y
terriblemente sincera, paseaba su rolliza humanidad por la pantalla de sus
párpados, forzosamente cerrados bajo el antifaz de sus largos viajes en avión.
Ahora que seguramente estaría saliendo de este mundo, su tía retornaba a la
lozanía y calidez de cuando ella era niña, lejos de la decrepitud mental y del
alejamiento anímico de los últimos años. Brotaba de la oscuridad el seno cálido, los
brazos robustos, la voz desgarrada, que tal vez Rafi hubiera amado por la
fuerza atractiva de los contrarios, hasta que sintió el desapego y el reproche
que generaba su naciente rebeldía.
¡Rebelde; ella rebelde! Pero
si había sido cándida y obediente hasta decir basta. ¡Tenían que haber conocido
entonces a la generación de sus hijos, o a la de sus alumnos actuales! Claro
que una cosa era ser respetuosa y otra dejarse manejar en lo más sagrado. Y
allí es donde aparecía, borrosa y fría, la imagen de Bernardo, el encanto de
sus mayores, el aspirante oficial, el predestinado, en palabra que un
día ella había lanzado a la cara de tía Antonia, su promotora más tenaz.
Había sido el primero y bien
podría haber resultado el último, el definitivo, el correcto. Ese era el
epíteto perfecto para él: correcto. Ni un rasgo defectuoso, ni una
palabra inconveniente, ni un gesto fuera de tono. El perfecto caballero en el
cuerpo de un adolescente. Reflexivo, equilibrado, flemático y severo. ¿Por qué
rayos se habría fijado en ella, le habría confesado su cariño? ¡Vaya pregunta!
Pues porque ella también era –parecía- así en aquel entonces, sufrida,
estudiosa, tímida, conveniente. Solo más adelante, con la edad y al
fuego de quien llegaría a ser su marido, había aflorado el cisne, brillante y
seguro de sí, aunque con el corazón por bandera. Rafi sonrió con el símil y
murmuró: así que batacazo seguro.
Nada hay más contagioso que la
nostalgia. Aquel elevado espécimen intelectual, completamente nulo como
luchador y como amante, había podido ser el hombre de su vida, el padre de sus
hijos, su compañero en la dulzura del lecho y en la amarga enfermedad. ¿Qué le
faltó para conseguirlo? Porque, para empezar, nuestra escritora no se sentía culpable.
Había estado coladita por él durante un tiempo y, durante otra temporada, sus
oportunidades le dio de recobrarla. Ahora era ella la cerebral y analítica, por
más que el runrún del avión empezara a hacer su efecto. ¿De qué careció esa
ilustre nulidad amatoria, a la que apenas ponía cara en aquella especie de
teatro de sombras? Hizo un esfuerzo de memoria y concluyó con tres palabras en
el muro, como en el festín del rey Baltasar: Paciencia, ternura, fortaleza. Por
un instante, se quitó la máscara, tomó un bolígrafo y anotó el trío de
cualidades en la agenda, para un futuro relato. Luego volvió a su reino de la
oscuridad y, como tal reina, se durmió plácidamente.
La despertaron unos toquecitos
de la azafata, acompañando las advertencias de rigor para el aterrizaje. A sus
pies, la llanura ocre y las modestas instalaciones que conformaban aquel
aeropuerto, fruto de las subvenciones y la tradición militar. No sin cierto
sobresalto, se alisó los cabellos y recompuso la ropa de batalla, propia de los viajes, sobre todo, tan precipitados como
este. Bolso, neceser, maleta; chaquetón de piel y bufanda, que buenos eran los
inviernos en Castellar; aduana, como mero trámite. Pero ¿dónde estaba su
hermano, o su cuñada? Una leve caricia en el pelo. Se volvió un tanto airada:
-
Rafi, no digas que ya no te acuerdas de mí.
Lo miró con la memoria, más
que con los ojos. Hablando del rey de Roma… Era Bernardo, aquella ilustre nulidad.
***
Había llegado justo a la
crítica de poder personarse en la capilla ardiente y asistir al sepelio. No
obstante, parecía que el tiempo se multiplicaba por obra y gracia de Bernardo:
-
Tendrás hambre después de una larga noche volando.
Ven, aunque no es hora, he conseguido que te preparen un plato combinado en la
cafetería del aeropuerto.
-
Gracias. Y tengo que llamar a alguna floristería.
Con las prisas olvidé encargar una corona, en nombre de mis padres y mío.
-
Ya está puesta desde anoche. Me tomé la libertad.
-
No se te habrá ocurrido también reservarme
habitación...
-
No. Me dijo tu hermano que habías declinado su
invitación de alojarte en su casa; de modo que llamé a dos o tres hoteles
céntricos y di con el que tú ya habías contratado.
-
Oye, oye, que esto es un marcaje en toda regla.
-
En absoluto, princesa. Se trata únicamente de
dejar mi coche en un aparcamiento muy próximo al hotel, para quedar a tu
disposición.
-
Vamos, pues, a tomar algo y, mientras tanto, me
cuentas el final de mi tía y lo que voy a encontrarme por aquí.
***
Realmente, no era mucho lo que
se estaba encontrando. El edificio de los tanatorios apenas resaltaba en la
niebla, frío y silencioso a esas horas matinales. Cumplido el monótono y penoso
ritual de los pésames y de la contemplación de la capilla ardiente, Rafi,
friolenta e insomne, se acurrucó entre su cuñada Alicia y Bernardo, incapaz de
mantener una conversación, ni siquiera de despegar los párpados. Al calor de
aquellos cuerpos amigos, cara a cara con las flores que, encorsetadas, enarcaban
su policromía tras el cristal, sentíase transportada a la rosaleda del Campo,
de la mano de tía Antonia, toda chaquetoncito de paño rojo con botones dorados,
engullendo gozosa un gofre que rezumaba miel. Alicia salmodiaba no sé que a su
oído, pero ella continuaba alejándose de la sala del duelo, flotando sobre el
estanque y la Pérgola, trocando el barquillo por claveles rojos, que Bernardo
le lanzaba desde el suelo, incapaz de alcanzarla. Del mundo real, le llegaba su
voz susurrante y fresca, anunciando la presencia de conocidos, ante los que
esbozaba un gesto y una sonrisa, para sepultarse de nuevo en el sofá, recobrando
como por ensalmo el pájaro azul de sus ensueños.
Venció la cabeza del lado
derecho y el pájaro se volvió la almohada blanca con siemprevivas rosas, que
más de una vez absorbió sus lágrimas y tapó sus miedos. Por la puerta
entreabierta llegaba el tableteo de la vieja máquina Singer y los
chascarrillos del tío Joaquín, salpicados de toses. El ventanuco a la escalera
filtraba, polvoriento, la pálida claridad del amanecer, pero ella se daba la
vuelta y suspiraba: dormir, dormir, soñar. Una mano inflexible y
todopoderosa tiraba de ella afuera de la cama: Se acabó la infancia, es la hora
de la responsabilidad y del amor. ¡Vamos, niña! La tía, demacrada y lívida
–como acababa de haberla visto- la convocaba exigente, imperiosa, opresora. Dio
un fuerte tirón tratando de liberarse, pero alguien la tocó en el hombro,
trayéndola a este mundo, del que quería escapar:
-
Rafi, ¿hace un café? Los de la funeraria están al
caer para el traslado.
Sobresaltada, se incorporó y
lo miró a los ojos. En el fondo de sus pupilas, tan negras, le pareció ver aún
la imagen de su tía.
-
Perdona Bernardo, me había quedado traspuesta.
Vamos.
Y, como nunca antes había
hecho, se colgó de su brazo.
***
El helor del camposanto
terminó de despejarla. Buscó el resguardo de la recia y altiva figura de su hermano,
del que pendía, tierna y encogida –como siempre- Alicia. Al otro costado, se le
pegó la prima Carmen, con un bolso en que podría haber cabido el famoso
lebrillo. ¿Dónde estaba Bernardo? ¡Mira que había poca gente, para lo abierta,
demasiado abierta, que había sido la tía! ¡Ah, ya!, cuidando de colocar bien
las coronas. Siempre tan en sus puntos, pero ocupando un puesto secundario: él
no era de la familia. ¿Lo era o no lo era? Después de Alberto, sobrino
favorito, Bernardo había sido el predilecto, el confidente, el hombre-orquesta. Era el mejor amigo, el
hijo en el alma, el estudiante admirado. Ahora, a la sombra de los cipreses,
ante la tumba familiar, Rafi lo vio claro. Él
sería –si había de serlo alguien- la sombra por la que intercedía tía-abuela
Dolores, el álter ego del soldadito de Annual. Después de todo y pese a todo,
la mujer a que acababan de dar tierra había estado en lo cierto.
Sintió que se tensaban sus
músculos y que la sangre afluía incontenible a las mejillas. Aquel individuo que
parecía no haber cambiado en cuarenta años, que le hacía los honores, que
recogía las flores del cementerio y las del huerto de Ronsard[6],
era el mismo que, con un leve aleteo –o, mejor, por no mover sus alas-, había
deshecho su vida y vivido cuanto ella habría deseado gozar desde la
cotidianidad de su ventana a la Catedral, en la normalidad de aquella
Universidad con la pátina de los siglos. Por más que… Tía Dolores reaparecía
entre las tumbas de aquel cuadro entrañable, mirándola con desaprobación: qué fácil
es repartir culpas, responsabilizar a otros de nuestros propios errores. A fin
de cuentas, ¿qué sabía a estas alturas de Bernardo; qué de cuanto ella podía
haber significado para él durante todos estos años? Luchaba consigo misma,
reflexión contra sentimiento, pasado contra presente, seguridades frente a
deseos.
Los sepultureros concluyeron
su trabajo. Formáronse los corrillos de despedida. Rafi, agitada y sin poder
refrenarse, tomó rauda el camino de salida. Su hermano la interpeló:
-
¡Espera! ¿Comes con nosotros? ¿Qué planes tienes?
-
Mañana, nos vemos mañana. Ahora tengo una jaqueca
insoportable. Me voy a descansar al hotel.
-
No te preocupes, Alberto –terció Bernardo-. Ya la
llevo yo. No pensaba regresar a Villafranca hasta la caída de la tarde.
Se volvió a adelantar.
Bernardo tuvo que alcanzarla a paso ligero. Sin apenas intercambiar palabra,
sobrepasaron el pórtico del cementerio y accedieron al aparcamiento. Para
sorpresa del conductor, su acompañante le obsequió con una amplia sonrisa. Aquel
inquirió:
-
¿Te encuentras mejor del dolor de cabeza?
-
Desde luego que sí.
-
Entonces, ¿te parece que comamos juntos?
-
Me parece personal, positivo, pleno.
Bernardo se sorprendió con tan
briosa aliteración. Si hubiese leído el último libro de poemas de Rafaela
Valcarce y García de la Liébana, habría podido ponerse en guardia.
4.
La prueba
Entre el resumen apresurado
del aeropuerto y la charla distendida en el comedor del hotel, se habían dicho
cuanto de hecho importaba para cerrar el inmenso paréntesis o, como Rafi
gustaba decir, para atar cabos. En
verdad, Bernardo podía haber hecho más nudos que ella, pues a la moza le encantaba hablar y él era el
oyente perfecto: atento, preguntador, generador de confianza. Ella era más de
enterarse por su innata perspicacia, su sexto sentido, su sutil captación del gesto y del contexto, en frase de Lupe que ella
gustaba de recordar. Mas, a pesar de tal arsenal de medios llamados femeninos,
la profesora de ultramar no acababa de descifrar qué rayos tenía aquel Bernardo,
profesional del foro, felizmente casado, con dos hijas y un nieto en camino,
para saltar por cima de cuarenta años de silencios y malentendidos, de arrugas
y tripita, y tratarla y hablarla como a la novia de siempre, a la amiga de toda
la vida, como si no hubiera corrido el tiempo.
Llegó el momento del café y,
cambiando levemente de ambiente y perspectiva, se arrellanaron junto a la
cristalera con vistas a la plaza, desde donde Rafi columbraba el balcón de la
habitación que fue de sus padres. Bernardo se percató:
-
¿Y qué? ¿Lograsteis vender la casa? Como parece que
no pensáis volver por aquí...
-
La alquilamos, nada más. Es ley de vida, chico. Tú
también, en Villafranca…
-
¡Qué remedio! A mi mujer y a mis hijas, Castellar no
les dice nada. Pero no creas, cuando vengo por aquí –y he de hacerlo a menudo-,
todavía me doy un paseo para ver como sigue mi casa natal. Bueno, también
procuro pasar por delante de la tuya de
entonces.
-
¡Uf, menudo vejestorio! ¡Cómo está la pobre! Casi
como una servidora.
-
El tiempo pasa, Rafi, pero estás estupenda.
-
Desde luego: cascada, solitaria y hasta incompleta;
pero estupenda.
Jamás le había gustado
provocar compasión, ni destacar sus desgracias, pero esta vez lo hacía con su
cuenta y razón. Bernardo cayó en el ardid:
-
Desde que llegaste, estoy pensando en ello, sin
atreverme a sacar el tema, pero no puedo dejarte marchar otros cuarenta años,
sin confesártelo.
Como antaño, inclinó el torso
hacia su interlocutora, la miró a los ojos y, en sentido y vibrante monólogo,
le reveló cuanto ella temía –y deseaba- escuchar: Que, desde que supo de sus desgracias, había empezado a sentirse
culpable de ellas. Responsable de animarla a estudiar una carrera alejada de su
vocación. Culpable de haberla dejado ir en brazos de un hombre vulgar y rudo.
Culpable de no haberla apoyado eficazmente cuando su penoso divorcio y su grave
enfermedad. Determinante de haber hecho de ella y de sus padres unos
desterrados. Y, mientras tanto, él había sido capaz, con la inestimable ayuda
de su familia, de construir un mundo de sosiego y prosperidad, tanto más
injusto y vergonzante, cuanto más lo comparase con el de ella.
Rafi iba recibiendo aquella
confesión de dolor y de perdón con ánimos encontrados. Una parte de ella daba
la razón a Bernardo; le reprochaba reconocer demasiado tarde sus errores;
clamaba venganza y destrucción para aquella vida labrada en la comodidad y una
autocrítica vacua. Pero otra recibía sus palabras como el cierre de su herida;
una suave lluvia que empapa la tierra seca y olvidada; el reconocimiento de su
propia lucha y de sus valores. ¿Qué podría responderle, si ella misma estaba
dividida? Supuesta su sinceridad –que en Bernardo era consustancial a su
carácter-, ya estaba descubriendo el origen de aquella anacronía, del retorno
al pasado que había admirado en él. No era, en el fondo, un retroceso en el tiempo.
¡Era que había quedado anclado, desde el momento en que conoció las funestas
consecuencias de aquella estúpida impertinencia juvenil, de que ella también
ahora se percataba! No era una pareja desdoblada en felicidad y desgracia, sino
dos personas buscando en círculos el sentido de sus vidas, sin hallar el
centro, o quizás no atreviéndose a alcanzarlo.
-
No puedo menos que apreciar tu sinceridad, tu
conmiseración y hasta una petición de perdón, que nunca está de más, aunque ese
sentimiento tiene forzosamente que ser recíproco. No tiene sentido atormentarse
por lo irremediable, ni responsabilizarse de las desgracias ajenas por una
remota causalidad. Yo recuerdo con agrado nuestro años mozos; el cariño que nos
tuvimos; cuánto aprendí de ti. Y, de nuestra conversación de ahora, quiero
retener lo mucho que me valoras; lo vivo que permanece en tu memoria mi
recuerdo; el interés que muestras por mi vida y la de mis padres. ¿No lo crees
así?
-
Seguramente tienes razón, pero mi cabeza vuelve una
y otra vez a la adolescencia; quiere aprehender los errores, más que aprender
de ellos; se atormenta por el tiempo perdido. Ha llegado un momento en que, en
vez de vivir plenamente y disfrutar de mi existencia, llevo vidas paralelas
que, en ocasiones, confluyen en una mezcolanza de la real y de otra, imaginaria,
contigo o en torno a ti. En el fondo, me veo obligado a reconocer que soy
culpable del mayor delito contra el amor: haber sido bendecido con el encuentro
de la mujer de mi vida y haberla dejado pasar.
***
Rafi torció levemente el gesto
y dejó correr su mirada por el jardín central de la plaza. Empezaba a caer la
niebla y las primeras luces parecían advertirla del fracaso de la prueba
primera. Aquel adusto de Bernardo no acababa de valorar el amor por encima del
deber, el presente sobre el pasado, la fuerza de los demás como más vigorosa
que sus propias culpas. En términos poéticos y prácticos, era evidente que su
modo de entender y vivir el amor no era positivo.
Ya puesta en situación, llevó
con limpieza a su interlocutor al terreno probatorio por segunda vez, de forma
mucho más consciente y deliberada que la anterior:
-
Hablas de dejar
pasar, pero eso no es del todo exacto. En algunas ocasiones extremas de mi
vida, recibí cartas tuyas, con ofertas de ayuda o intimidad que, por más que
fueran mesuradas y convenientes, yo interpreté –he de reconocértelo- como
peligrosas para mi libertad o tranquilidad, y preferí no contestar, a riesgo de
resultarte injusta y grosera.
-
No te ocultaré que juzgué tu silencio como desdeñoso
y desagradecido. Pero, pasado el primer momento, entendí que merecía tal
desapego. Además, he de confesarte algo…
-
Que no lo hacías espontáneamente, sino a instigación
de alguien que nos quería a ambos.
-
Has dado en el clavo, como siempre. Con todo, te
aseguro que era sincero y que aquella voz que siempre veló por nosotros era
también la de mi conciencia.
-
La voz de tía Antonia. ¡Qué bien habría estado
calladita, dejando correr nuestros sentimientos, primero, y nuestras vidas,
después! Hizo de mí una pequeña rebelde
sin causa –como ella decía- y luego grabó sobre ti el estigma de la
culpabilidad por mis desgracias. ¿A qué incordiarte, al naufragar mi
matrimonio, o al sufrir el cáncer?
-
Mujer, a veces necesitamos estímulos…
-
Pues mi experiencia de tales ayuditas ha sido
nefasta. Las detesto.
Bernardo no replicó, aunque le
pareció una indelicadeza, en el día del entierro de Antonia. Por su parte,
todavía encocorada, Rafi pensó: segunda prueba y segundo fracaso. Una forma de
actuar acomodaticia y mediatizada, nada personal
-una valoración, sin duda, exagerada, pero yo solo soy Salvador, profesor
ayudante de la catedrática Valcarce y narrador de la mayor parte de esta
historia-.
El lado adusto y justiciero de
Rafi pasó embalado a la tercera prueba. Si la primera se había suscitado casi
por casualidad y la segunda, por lucidez y coherencia, puede decirse que la
tercera la estaba deseando. ¿Por dónde le saldría el inconsolable destructor
del carácter sacral del amor perpetuo? ¿Cómo congeniaría su romanticismo con
los justos derechos de su santa esposa? ¿Qué iba a sugerirle como cuadratura de
su atormentado círculo?
-
¿Y qué, querido Bernardo? Ahora que hemos vuelto a
encontrarnos, hemos atado cabos y congeniado tan fácilmente, no volveremos a
meter la pata, por así decir…
-
Desde luego. Tengo el firme propósito de acabar con
esa torpe espiral de insensibilidad y dolor, de la única forma que juzgo digna
y posible para nosotros.
-
¿Y es?
-
La de transfigurar mi amor y nuestros recuerdos en
una amistad plena e incondicional. Vamos, en ser lo que nunca debimos olvidar:
la raíz de nuestro pasado, la intimidad para el presente y la ayuda para el
futuro. No volver a sentirnos solos y lejanos, cuando –nos guste o no- la
decadencia física ha empezado a visitarnos.
-
Me parece espléndido el programa, pero ¿hay alguna
razón para que esa hermosa transfiguración del amor a que aludes la limites
solo al tuyo?
-
Creí, para mi decepción, haberte entendido que lo nuestro era para ti un desvaído
recuerdo, casi perdido en tu tiempo, y que apenas te habías acordado de mí en
los momentos de recibir mis escasísimas cartas o mensajes. Por otra parte,
Rafi, es clara la diferencia entre nuestras respectivas situaciones. Tú,
divorciada desde hace muchos años, puedes hacer de tu amor lo que desees. Para
mí, es inevitable transfigurarlo,
entre otras cosas, porque ya sabes que estoy felizmente casado.
-
Claro, Bernardo. Tienes toda la razón. Solo estaba
aclarando conceptos.
Así pues –concluyó mentalmente
la profesora metida temporalmente a juez-, fracaso también en la tercera
prueba. No digo que no le honre esta especie de bigamia dentro de un orden, en
vez de aquello de si tú me dices ven…[7]
. Pero, en cualquier caso, de plenitud,
cero patatero.
***
Llevaban ya tres cafés y había
caído la tarde. Ahora sí que a Rafi empezaba a molestarle la cabeza, pero
Bernardo no miraba aún el reloj y parecía aguardar algo. Por parte de ella, la
voz escarmentada y rigurosa que llevaba dentro ya le había dicho cuanto tenía
que manifestar. Era el turno de la poetisa sentimental, del aroma de los
antiguos recuerdos, de las tías Dolores y Antonia, susurrándole consejos al
atardecer. Miraba de soslayo al balcón de la habitación de sus padres, más
imaginado que real en la neblina. Le dio un escalofrío al recordar aquellos
versos titubeantes de su primer poema:
Vieja casa en la calle del Jabón,
impiadosa,
Que entelaste tus muros con mi
primer amor.
Era una sensación extraña, la
de sentir que la marea del tiempo se agotaba y sus almas seguirían varadas en el
imperfecto pasado, por toda la eternidad. ¿Qué hacer, señor? Los versos
retornaban, ahora recientes:
Apenas rocé las alas raudas del
amor,
Personal, positivo, pleno...
... Pleno. ¿Qué derecho había
tenido ella para juzgarlo con unos parámetros que, para sí misma, no era capaz
de mantener? ¿Lo descartaba por ser el remedio más antiguo y vulgar del mundo,
o porque tenía miedo de presentarse ante él, no solo en espíritu, sino también en
puridad [8]?
Frunció simuladamente el entrecejo y lanzó la andanada[9]:
-
Bernardo, me está volviendo la jaqueca. Voy a subir
a la habitación y acostarme. Si quieres acompañarme para continuar el
diálogo...
-
Claro, Rafi, pero por mí no te preocupes: te
arroparé y velaré tu sueño.
Por la sonrisa del veterano
galán, todo hacía suponer que se tratara de una broma, pero la dama no estaba
para medias tintas:
-
¡Nessun dorma, nessun dorma![10],
exclamó con un imperio que hizo volver la cabeza al camarero.
Se levantaron. Bernardo la
cogió de la mano, como tantos años atrás a orillas del río. Rafi lo miró con
ternura, que reclamó como propia, no prestada de fantasmas ni entremetidas. Se
detuvo junto al ascensor y, muy seria, recitó:
Soy la dueña de mi destino,
soy la capitana de mi alma[11]
Como es lógico, Bernardo
estaba in albis, pero no dejaba de ser inteligente y hasta tenía sus
ocurrencias. Ocultando prudentemente la letra, tarareó una breve melodía de la
canción favorita de Rafi. Tengo para mí que había de ser la que sirve de música
para estos presuntos versos:
¿Qué más da lo que pueda pasar?
Prefiero equivocarme de nuevo.
Lo único que ahora quiero eres tú[12].
***
¿Es ese el final de Turandot
que pudo haber imaginado Puccini? Incluso, bien mirado, ¿es esta una historia
con final? Tal vez no pero, llegados aquí, la acotación reza: Bernardo y
Rafi salen de escena, mientras se van apagando las luces y cae lentamente el
TELÓN
[1] La correcta y completa comprensión de este
relato exige un conocimiento básico de la génesis y argumento de la famosa
ópera Turandot, inacabada de Giacomo
Puccini, estrenada en 1926. De todos modos, si prescinden de esta sugerencia,
tampoco va a pasar nada…
[2] Terciopelo
y fuego, excelente canción del grupo balear Falcons, favorita de nuestra protagonista, editada en 1978 y número
uno en España a comienzos del año siguiente.
[3]
Gran desastre del ejército español en el
protectorado de Marruecos (julio de 1921).
[4] Conocido fragmento de la Canción del soldadito de la zarzuela Luisa Fernanda: “Y el soldadito le prometía/paloma mía yo he de volver/y
en nuestra boda serán mis arras/los entorchados de brigadier”.
[5] Expresiones francesas de significado
psicológico concreto, cuya traducción es, respectivamente, ya visto y ya vivido.
[6] Corté las rosas del huerto de
Ronsard, conocido verso de Antonio Machado, alusivo a la metáfora amorosa
empleada por el gran poeta francés Pierre de Ronsard (1524-1585).
[7]
Pero, si tú me dices ven, lo dejo todo, fragmento
de la letra del conocido bolero del trío Los
Panchos.
[8] Juego de palabras alusivo a estar o encontrarse
in puribus, es decir, desnuda o en
cueros.
[9] Continuando con las
alusiones musicales, esta refiere a la ópera Marina, del compositor Emilio Arrieta.
[10] Primeras palabras de la
más conocida aria de tenor de Turandot,
traducibles por ¡Que no duerma nadie, que
no duerma nadie!
[11] Por esta vez,
Rafi no cita versos suyos, sino de William Ernest Henley (1849-1903), del famoso poema,
posteriormente titulado Invictus: I am the master of my fate. / I am the
captain of my soul.
[12] Segunda y última alusión por mi parte a la
canción Terciopelo y fuego. Si se
deciden a escucharla, me agradecerán la insistencia.
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