Un ramito de
siemprevivas
Por Federico Bello Landrove
A Carmela Cazquin
Estoy en mi terreno: amores eternos –tal vez, por ser imposibles- y
reencarnaciones. Cabe una lectura reflexiva, preguntándose sobre el sentido y
la realidad de esas cosas o bien, considerándolas una entelequia, paladear la
anécdota del relato. Yo me atrevo a aconsejar una postura intermedia,
dubitativa y tolerante. ¡Bastante tienen los atormentados protagonistas con sus
cuitas, como para que les vengamos con desdenes!
1. Conmemorando
el cincuentenario
Bernardino Cienfuegos acabó de afeitarse, con la moral por los suelos.
Era su costumbre limitar el campo visual a la parte inferior del rostro y
rasurarse al tacto, pero aquel era un día especial. Mejor dicho, la víspera de una
jornada muy particular. Por tanto, tomó fuerzas, resopló y, con todos los vatios
de los halógenos, escrutó su cara en el espejo. No hubo una calva, arruga,
mancha o flacidez que no explorase, ni surco, bolsa o hirsutismo que quedase al
margen de su atención. Sí: era obvio, notorio, incontrovertible. Se le había
pasado el arroz.
Si hubiera sido más crédulo y comunicativo, podría haberse ahorrado el
sofocón. Familiares, compañeros y médicos le habrían dicho que, ciertamente, su
salud era buena; su ánimo, decidido; el ingenio, todavía fértil. Mas los años
no pasan en balde; nadie es inmortal. A su edad, la mayoría estaban jubilados,
poblaban las consultas médicas, portaban bolsas o paseaban perros. Por mucho
que se empeñara, él no era de otra pasta. Podría convencerse de que, por
dentro, era un chaval. Por fuera, la imagen inexpresiva y decadente del espejo
lo devolvió a la cruda realidad.
Viejo o a punto de serlo, Bernardino era el rey de los cambios de ánimo.
Al entrar en la cocina, oscura y solitaria, ya había apartado de su mente todo
ensueño de retorno al pasado. Al terminar de tostar las rebanadas, encontró el
encanto de trocar el imposible amor en amistad del alma. Cuando el microondas
hubo calentado el café, rumiaba la logística del siguiente día. Y, mientras
fregaba el servicio del desayuno, iba sopesando en voz queda los pros y los
contras de la compleja celebración.
De eso se trataba, en efecto: de celebrar o, por mejor decir, de
conmemorar el cincuentenario de su primera declaración de amor. ¡Ya es
memoria!, dirán ustedes conmigo, pero la cosa tenía su explicación. Aquel
primer amor, nacido el día de Santa Engracia de mil novecientos sesenta y tres,
había traído cola. Bernardino superó su ulterior fracaso con la ligereza de los
pocos años y la fortuna de ser amado de
Venus, como sarcásticamente denominaba su colega Hipólito a su cualidad de
escoger a las compañeras sentimentales con meridiano acierto, siendo por ellas
correspondido. Pero aquella entrañable personita, que compartió con él los
breves meses de su amor primero, había tenido mucha peor suerte, a juzgar por
las escasas noticias que le habían llegado. Con su mente analítica y un tanto
pesimista, el veterano profesor de literatura había asumido la debacle amorosa
de Chelo, como quien contempla los estragos de la tormenta desde la seguridad
de la ventana. En el fondo, se preguntaba qué habría podido impulsar a la niña,
dieciocho mil días atrás, a abandonar la severa solidez de su cariño por las engañosas
bondades de pasiones a conocer. Bernardino tenía buen corazón pero, llegado a
este paraje de su razonamiento, no podía menos de pensar que Caperucita Rincón encontró en el bosque
lo que nunca habría hallado, de continuar por el trillado sendero de la
costumbre.
Claro que eso fue antes de que él enviudara y de que Consuelo Rincón
regresara a su común ciudad natal y abriera una herboristería en la calle de la
Fontana. Es lo que tiene Internet: que uno puede enterarse de todo, incluso de
lo que merece la pena. En aquellos reveladores momentos, nuestro profesor
estaba enfrascado en un complejo libro sobre la simbología de la noche en las
obras de Hölderlin y Novalis[1].
Fuera el influjo de estos magnos poetas románticos, o bien la frialdad de su despacho
al atardecer, ello es que Bernardino dio en reproducir mentalmente los dorados
momentos de aquella relación, casi perdida en la niebla. Como la gota que
erosiona la piedra, los recuerdos, teñidos al cabo de nostalgia y de arrepentimiento,
fueron llenando sus muchos instantes de soledad; dando un sentido a sus horas
muertas; imágenes, al duermevela en una cama demasiado grande.
Pero el profesor era más rápido en la búsqueda de bibliografía que en las
resoluciones afectivas. Había concluido apéndices y notas a pie de página,
dejando el texto listo para su publicación, cuando todavía no había pasado de
la mera posibilidad de dejarse caer por el herbolario de marras, o de marcar
los nueve dígitos de su línea telefónica. ¿Qué sentido tenía aparecer en la
vida de Chelo así, sin pretexto, ni disculpa, ni seguridad de ser bien
recibido? Y, además, Castellar quedaba lejos y le repateaban los viajes, por no
hablar de lo gorda que le había
llegado a caer la ciudad de sus años mozos. Mas hete aquí que…
El calendario –por sorprendente
que fuera- dio el aldabonazo, con su descarado y ominoso 13, como últimas
cifras del año. ¡Cáspita, cómo pasa el tiempo! Cincuenta años ya desde que… ¿No
podría ser esa la ocasión deseada? Desde luego, no era la panacea pero, cuando
menos, tenía la vitola de bodas de oro
y el marchamo de una constancia que se parecía mucho a la eternidad
sentimental. Bien sabía él que la suya era una vocación tardía a la hermandad
del amor sempiterno. Es más, trataba de no ilusionarse y de gestionar el asunto
al resguardo, por así decir. Pero era
algo bonito, entretenido, que lo impulsaba hacia el futuro y -¿por qué no?-
resarcía de algún modo sus pasados errores, que tan funestas consecuencias
habían tenido para Chelo.
Allá para finales de febrero, no lo dudó más. A la cuenta de correo
electrónico de Hierbas la Mandrágora,
envió un mensaje de lo más contenido, aunque afectuoso:
Amiga Chelo: Por algunos conocidos
de ahí, he tenido noticias de tu regreso y de que has abierto una tienda tipo
parafarmacia. Te deseo lo mejor –pues te recuerdo con afecto- y adjunto mi dirección, teléfono y e-mail, por si vienes por Villafranca o deseas
ponerte en comunicación conmigo. Por mi parte, como viajo de vez en cuando
(sobre todo, a raíz de haber quedado viudo), si voy por Castellar, procuraré ir
a saludarte. Recuerdos a tus padres y un saludo cordial de Bernar.
Bernar, Chelo. ¡Qué tiempos aquellos! Por cierto,
esperaba no haber metido la pata en lo de sus padres pues, de vivir, tendrían que
ser ya muy mayores. En fin, a esperar la respuesta.
Pero no hubo contestación. El profesor fue pasando de la espera a la
sorpresa y, de esta, a una cierta indignación. ¡Qué se habría creído su silente
corresponsal! ¿Enfado persistente, suspicacias o, simplemente, mala educación?
Bernardino no creía ser merecedor de tal desprecio. Imaginó todas las causas
posibles, hasta dar con aquella que le pareció más razonable: Chelo, escaldada,
no quería retornos, o bien, no estaba
dispuesta a ponerle las cosas fáciles. No soy psicólogo, pero sostengo que, si
Chelo hubiese contestado a vuelta de correo, Bernardino habría perdido parte de
su interés por ella.
El silencio proseguía a primeros de abril. El caballero decidió jugarse
el todo por el todo. Siempre había sido así: hombre de tempestades y de calmas;
de titubeos y decisiones fulminantes; de tensiones cortas y tranquilidades
largas. A fin de cuentas, como tantos otros. Cogió el teléfono:
-
¿Chelo?
El pasado llama a tu puerta… Soy Bernar.
-
¡Hombre,
qué alegría oírte! Precisamente estaba pensando en contestar tu mensaje pero,
en estas fechas de Semana Santa, tengo un ajetreo tremendo.
-
Entonces
no sé si será buena idea la de ir a verte, pero es que voy a dar una
conferencia en Castellar y…
-
¿Por
qué no quedamos algún fin de semana? Cierro
la tienda los sábados a la una y media.
-
¿No
sería posible el martes, día 16 de abril?
-
¡Chico,
qué precisión! … Está bien: dejaré sola a la dependienta. Te vienes a comer a
casa, con mamá, que se acuerda mucho de ti. Luego, toda tuya, como habría dicho
el Papa[2].
-
Estupendo.
Puedo llegar allá sobre las doce. ¿Cuál es la dirección?
-
Espero
que no la hayas olvidado. Seguimos viviendo donde siempre, en la calle del
Jabón, ¿recuerdas?
Bernar recordaba; ¡cómo no iba a recordar! En su primer poemario lo había
cantado, con versos mediocres que le molestaba recitar. Le irritaba que Chelo
hubiese recibido la fecha de la cita con aparente indiferencia. ¿Sería posible
que no recordara aquel martes de Pascua, cincuenta años atrás? Pero, por de
pronto, todo se había desarrollado a pedir de boca. Luego, fantasías, sueños y
proyectos, hasta que aquel maldito espejo se interpuso en su camino. Dobló la
cerviz –como vimos-, aunque aún se resistía camino de la Facultad:
-
Desde
luego, estoy hecho una ruina, pero ¡a saber cómo está ella! Espero no
confundirla con su madre.
Le entró una risita sardónica, que le duró casi hasta el despacho. Abrió
la puerta y constató que apenas se veía la mesa bajo una montaña de ejemplares
de su libro sobre la noche y los poetas románticos. El amor y la noche: no era
un mal símil para su actual situación psicofísica. Asoció ideas:
-
Ya
tengo el obsequio apropiado. Hasta el envoltorio tiene un hermoso diseño.
***
El Campo de Marte no es mal lugar para reposar una digestión pesada y
repasar viejos amores. Nuestra pareja, estirada y peripuesta, caminaba un poco
estremecida, ya por mor de los sentimientos, ya por efecto del gris que
se filtraba entre las hojas recién nacidas de la temprana primavera. Bernar
miraba de reojo a su compañera, aún impresionado de lo espléndidamente bien que
se conservaba. Ella, todavía en su vieja casa, lo había explicado:
-
No
sabes tú lo que exige el dirigir un establecimiento cara al público. Además, el
mío –como sabes- tiene algo que ver con productos de estética.
-
Claro,
claro, pero has... madurado barbaramente. Y, luego, esa belleza fruto de la
vida y el carácter, que los mayores no podemos fingir.
-
Ahí
te equivocas, Bernar –terció la madre-. No negaré que Chelo sea un encanto,
pero sus retoques lleva en las clínicas de plástica.
-
¡Mamá
por Dios! ¡A quién se le ocurre descubrirme ante Bernar! Va a creer que, cuando
me retiro a dormir, dejo la mitad de mí en la mesilla de noche.
-
Será
cosa de comprobarlo, replicó el profesor, procurando ser oído solo por la hija.
Se fotografiaron con fondo de fuentes, estatuas y pavos reales. Ambos
sabían llegado el momento de la verdad y la conversación se resentía por ello:
silencios, indirectas y unas ganas incontenibles de estar solos. Finalmente,
tomaron asiento en la fría y desierta terraza de la Pérgola. Yo no estaba allí
para tomar nota de la conversación pero, conociendo a Bernar y Chelo, así como
el desenlace de su reencuentro, puedo especular que la charla se desarrollaría
en los siguientes, o parecidos, términos:
-
Veo
que estás preocupado, si no compungido, por el desastre de mi vida sentimental.
No hay para tanto, Bernar. De una parte, yo tuve tanta culpa, o más, que tú en
nuestra ruptura. Por otra, también he tenido mis buenos momentos, no te vayas a
creer. Incluso ahora...
-
¿Tienes
algún compromiso?
-
Tantos
cuantos quiera, repuso Chelo con una amplia sonrisa. Aunque ya sabes, la gata
escaldada... Y, además, está mi madre. Bajo ningún concepto la abandonaré, ni
compartiré, mientras viva.
-
Te
comprendo. Es una mujer excepcional. Yo la quiero como si fuera de tu familia.
-
O,
tal vez más –suspiró-. También ella te aprecia y admira. Pero el caso es, amigo
Bernar, que su hija es harina de otro costal. Aunque tengo una memoria
de elefante, nuestro pasado es para mí un recuerdo borroso, incapaz de pasar de
la cabeza al corazón. No sé si me explico.
-
Perfectamente.
En fin, veo que, tantos años después, seguimos con el paso cambiado.
-
No
así. Lo que yo he comprobado hoy es que, en gran medida, seguimos siendo los
mismos; que compartimos memorias y buenos momentos; que podemos ser amigos y
mantener un contacto fluido. En cuanto a lo demás, aunque yo sintiera lo que no
siento, sería demasiado tarde.
-
En
eso, aunque me duela, tengo que darte la razón. Tal vez me haya expresado mal,
con la emoción del encuentro, pero lo que yo deseo arraigar esta tarde es la
superación de estos malhadados años y nuestro compromiso de profunda y
fructífera amistad.
Aquella retirada, tan fácil y rápida, provocó en Chelo una imprevista
oleada de suspicacia y amor propio. Contraatacó:
-
Entonces,
la cita de García Márquez[3]
de hace un rato...
-
Mera
literatura.
-
Y
lo de presentarte en casa con un ramo de siemprevivas[4],
tan fuera de estación...
-
Me
costó encontrarlas, pero lo juzgué un detalle que tú estimarías en lo que vale.
-
Y
la dedicatoria del libro...
Bernar trató de recordar a la letra su texto, para encontrar una
inmediata disculpa. No era fácil, con semejante tenor: Tratemos de la noche
a la suave y tierna claridad del atardecer. Improvisó:
-
Simple
reconocimiento de que, aunque no despertemos pasiones, todavía estamos de buen
ver.
-
Eso,
querido, será si no hay mucha luz, como ahora... Claro, al atardecer.
Bernar la miró a los ojos, con esa profundidad que desarmaba. Chelo
pareció querer escapar:
-
¿Tú
crees en los espíritus? ¿Y en la transmigración de las almas?
-
Mujer,
así, de pronto... Digamos que considero posible el contacto con los primeros y
del todo improbable la segunda.
-
Pues
lo siento, chico. Yo, aquí, donde me ves, he tenido pruebas de una cosa y otra.
Y, con todo el detalle y firmeza de que era capaz, la dama le refirió
sus experiencias ultraterrenas. Bernar la escuchaba atónito, sin abrir
la boca. Y, al concluir, Chelo, aún emocionada por el contenido de su relato,
tomó la mano de su acompañante y dijo:
-
Así
pues, todavía tenemos una oportunidad de hacer trizas el tiempo pasado y, como
tú me pides y yo desearía, revivir aquel extinto amor de juventud. Tan solo
habrás de tener fe.
Bernar le siguió la corriente. Chelo estaba hermosísima y él, un pelín
emocionado:
-
Por
si acaso, mujer de mi vida, dame una cita.
-
No
creas que no me he percatado de que hoy hace cincuenta años que... En fin,
demos un margen razonable. Si Dios quiere y nuestra fe lo alcanza, nos
encontraremos dentro de otros cincuenta años, dondequiera que estemos.
-
¿Y
cómo podré reconocerte? Soy tan torpe...
Chelo recordó las siemprevivas que a mediodía había colocado en el jarrón:
-
Llevaré
un ramito de siemprevivas azules prendido en el vestido.
Bernar asintió. Se estaba haciendo de noche y amenazaba el catarro.
Comentó:
-
En
cualquier caso, aún hemos de vernos muchas veces con nuestra actual apariencia.
Chelo suspiró:
-
Ni
una sola, querido; ni comunicar siquiera. Es el precio que hemos de pagar por
la felicidad futura.
-
¿Merecerá
la pena? A saber si…
La señora lo miró con disgusto. Bernar comprendió que, de cualquier
forma, Chelo había dictado sentencia definitiva. Así que dio con ella el último
paseo, dijo las últimas palabras y le dio el último beso, que también era el
primero como es debido. Y pasó los siguientes once años buscando en los
tratados de metempsícosis la cláusula de alejamiento y prohibición de
comunicación, sin éxito. De todas formas, fue fiel a su promesa hasta la
muerte. Doy fe de ello.
En cuanto a Chelo, ignoro el momento de su defunción. Al morir su madre,
vendió casa y tienda y marchó a otras tierras. Conste que no es recurso de
narrador tópico, sino que la dama retornó a los lugares que la vieron antaño
padecer. Y es que hay gustos que merecen palos: Esto sí que es un lugar común.
2. La Fiesta de la Primavera
Allá por el dos mil sesenta y tres, tenía yo diecinueve años y estudiaba
Leyes en la Facultad de Castellar. Al llegar la Semana Santa, estaba muy
quemado y no me apetecía quedarme en la ciudad, con su batahola de desfiles
procesionales. Menos aún, encontrarme con Alicia, mi niña del alma hasta
las Navidades anteriores. Habíamos roto, por razones que no vienen al caso
(forma elegante de aludir a lo indescifrable) y la ciudad era lo bastante
pequeña, como para propiciar encuentros desagradables. Con el permiso y
financiación de mis padres, me decidí por La Coruña. Mi madre dudaba de la
bondad de mi resolución:
-
Hijo,
Galicia en estas fechas es mal tiempo seguro.
-
Estoy
harto de sequedad. Llevaré ropa adecuada.
Acerté plenamente. Con lluvia y sin ella, el viaje resultó inolvidable.
Torné a mis raíces de Ferrol y de Ares. Me empapé de mar y de leyendas en la
Costa da Morte. Llegué hasta Padrón, con Follas novas en la mochila[5].
El domingo 15, hube de emprender el regreso, con el plato fuerte por el camino:
Santiago. Llegué al atardecer, a tiempo de ver ponerse el sol tras las torres
del Obradoiro. Paseé mi gozosa soledad por las calles hasta las tantas,
escuchando el sonido de mis pasos, situando entre aquellas piedras centenarias
las imágenes, candentes o difusas, de mi corta historia. Parecía como si
semejante escenario empequeñeciese mis cuitas y trivializara los desengaños. Cansado
de tanto vagar, me retiré a la pensión y allí me visitó, una vez más, el
Caballero.
La visión era, en lo sustancial, siempre la misma. Un joven armado de
punta en blanco, sentado al pie de una tumba, con el yelmo sobre la lápida y un
clavel silvestre en la mano[6].
El caballero sonreía dulcemente y miraba en sentido contrario a la sepultura,
en actitud de confiada espera. Pero lo más admirable es que su rostro era el
mío, apenas ensombrecido por una barba corta, que yo jamás había dejado crecer,
aunque más de una vez hubiese estado tentado de ello, con el enfado de Alicia.
Extrañado por la repetición de un sueño para mí incomprensible, lo
comenté con mi madre, quien lo encontró, por el contrario, de lo más natural:
-
Hijo,
ya sabes que llevas el nombre de Enrique, en honor al caballero protagonista de
la famosa novela inconclusa de Novalis[7].
Naciste a poco de morir tu bisabuelo y yo quise hacerle ese homenaje a él, que
fue el mayor especialista hispano del autor alemán. Por tanto, el doncel de la
armadura y la flor, que tú llamas clavel –seguramente un aciano-, están bien
justificados. Tu parecido con él se deberá a una transferencia o identificación
con el personaje. Lo de la barba supongo que se trata de una asociación de
ideas con el abuelo Carlos, que llevó barba de jovencito y al que te pareces
cada vez más. Lástima que te empeñes en convertirte en un leguleyo, en vez de
seguir el camino de las Letras, como toda mi familia.
-
Vamos,
mamá –repliqué-, no vuelvas con la historia de siempre. Ya sabes que no me
llama Dios a la poesía. Además, que yo sepa, los juristas son gente letrada.
Mamá encampanó la voz y se arrancó con aquel apóstrofe satírico, esta
vez bien traído:
-
¡Vociferantes
teólogos, mugrientos filósofos, vil canalla médica,... caballeros juristas![8]
-
Eres
imposible, madre. Pero, volviendo a lo nuestro, ¿qué diantres significarán la
tumba y la mirada perdida en la dirección opuesta?
Se levantó, camino de la biblioteca, y volvió con un libro, antiguo y
manoseado, obra de mi bisabuelo Bernardino:
-
Tolle,
lege[9]
–dijo tendiéndome
el tomo-. Ahí encontrarás algunas respuestas. Otras habrás de hallarlas por ti
mismo.
***
Me levanté a las tantas y me
eché a las rúas compostelanas, casi endomingadas aquel festivo lunes de Pascua.
Desayuné en la Algalia de Arriba y, al salir de la cafetería, me sorprendió la
notable afluencia de grupos de jóvenes, que parecían seguir una misma dirección.
Curiosamente, casi todos portaban un adorno floral en su indumentaria. Pregunté
a algunos de ellos:
-
¿De
qué se trata? ¿Alguna celebración?
-
La
Fiesta de la Primavera. Es en la Herradura.
Soy poco festero. Además, no me sobraba el tiempo para hacer algo de
turismo en Compostela, dado que habría de tomar un autocar de la tarde. Me
encogí de hombros y tomé la vía a San Martín Pinario que, por descanso semanal,
hallé cerrado al público. Camino del Obradoiro, me topé con una floristería. La
voz de la sangre me llamó con tal fuerza que, pese a lo menguado de mi
economía, entré e inquirí:
-
Quería
un ramito de acianos.
-
¿Mande?
-
De
acianos. Unas flores azules que...
-
Lo
siento. No tenemos. Es que no es época.
¡Valiente botánica estaba hecha la dependienta! Época de floración o no,
no tenía ni idea de aquella humilde y vistosa flor del Romanticismo. Salí un
poco corrido, pero con la decisión tomada:
-
Pues,
con flores o sin ellas, vamos a ver ese festejo.
***
Los jardines de la Herradura refulgían en la solana, que convertía en
brillantes las gotas del generoso rocío matinal. La atmósfera, transparente y
límpida, rendía tributo a la lluvia purificadora de días anteriores. El aire,
fresco pero suave, animaba el bullir de los grupos, cada vez más numerosos, que
iban dispersándose hacia el plano inferior del viejo campus universitario.
Enrique sentía el contagio de la euforia juvenil y dejaba que los rayos del sol
transmitieran tibieza a sus miembros, todavía entumecidos por el relente de la
noche pasada. No obstante, no estaba para poesías, ni se encontraba cómodo
entre tantos rostros desconocidos. Algo, en su interior, le avisaba de que su
presencia allí no era una nadería, que tenía que encontrar una misión y un
sentido en medio de tanta euforia ajena y propia confusión.
Le dio por fijarse en los adornos de siemprevivas. Pese a lo temprano de
la estación, los invernaderos y el cambio climático habían hecho el milagro de
hacer florecer la humilde y resistente flor, para la consagración de la
primavera. Azules y blancas, moradas y amarillas, rojas y sonrosadas,
menudeaban en pecheras y solapas, como tributo y símbolo de la perennidad del
amor. Nuestro Renovales[10]
sentía el impulso incontenible de fijar los ojos en las jovencitas de la flor perpetua[11].
Él era naturalmente tímido y disimulado; de modo que, en el equilibrio entre su
carácter y sus impulsos, decidió acudir a las gafas de sol.
Fue en el momento de buscarlas, cuando tropezó con una chica que iba en
compañía de otras tres. El impactó hizo caer el libro que debía de llevar la
joven en la mano. Enrique, corrido, se agachó inmediatamente a recogerlo y leyó
estupefacto su título y autor: La noche
como símbolo en la poesía de Novalis y de Hölderlin, por Bernardino
Cienfuegos. Se irguió, entregó el libro a su dueña y, clavando sus ojos en el
ramillete de flores blancas de su pecho, preguntó con autoridad:
-
Señorita,
¿cómo es que sus siemprevivas no son azules?
Elvira se quedó petrificada, sin saber qué responder. En un sueño
recurrente, se veía vagando a la luz del plenilunio, con ropas talares, a la
vera de sepulcrales cruces, tratando de alcanzar infructuosamente una mata
florida, que brotaba en una hienda de la tapia del camposanto. Las corolas eran
de variadas formas y tamaños pero su tonalidad era siempre azul.
-
No
las encontré de tal color –mintió-.
Bien sabía ella lo que la había impulsado a ser infiel al azul: aquella
rebeldía, diabólica y funesta, que nos hace menospreciar la felicidad, con tal
de sentirnos libres. Enrique sonrió con la placidez infinita de quien descubre
la tierra prometida tras un largo y azaroso viaje. Las acompañantes de Elvira
siguieron lentamente por la alameda, dejándolos solos, afrontados y confusos, hablándose
sin palabras. Al fin, la muchacha rompió el silencio:
-
Es
ya antiguo y tiene una dedicatoria a mi bisabuela, que mi padre dice ser del
autor.
Le tendió el libro, abierto por la anteportada. Enrique reconoció la
letra, nerviosa y clara del bisabuelo escritor: Tratemos de la noche a la suave y tierna claridad del atardecer.
[1] Friedrich
Hölderlin (1770-1843) y Georg Friedrich Philipp von Hardenberg, Novalis (1772-1801), grandes poetas
alemanes. El Segundo de
ellos, precisamente, es autor de unos Himnos
a la noche.
[2] El
Papa Juan Pablo II (1920-2005), tenía como lema de su escudo las palabras Totus tuus, Maria, ego sum.
[3] Probable alusión a la novela El amor en los tiempos del cólera, cuyo
núcleo argumental es el amor de una pareja a través del tiempo, que solo se
consuma en su vejez.
[4] Desde el punto de vista botánico, muchas
especies son llamadas vulgarmente siemprevivas
o perpetuas, en atención a su
facilidad para conservarse secas y lozanas. Por ello, se consideran símbolo de
la perennidad del amor.
[5] La famosa poetisa Rosalía de Castro (1837-1885)
es autora del libro de poemas en lengua gallega, Follas novas, y falleció en Padrón. Había nacido, precisamente, en
Santiago de Compostela.
[6] La
denominación vulgar clavel silvestre
se corresponde con diversas flores. A juzgar por lo que sigue, en el texto se
establece la coincidencia con el aciano.
[7] Enrique
de Ofterdingen, novela inacabada de Novalis,
publicada póstumamente en 1802, año de su muerte.
[8] Este
apóstrofe, de origen y antigüedad que desconozco, es tradicional en la
Universidad de Salamanca. Espero que nadie se sienta ofendido por él. Desde
luego, debe de ser añejo, pues la Teología quedó excluida de las facultades
universitarias en el siglo XIX.
[9] Traducción
al español: Toma y lee, lema cuyo origen se
encuentra en las Confesiones
(397-398) de San Agustín de Hipona (354-430).
[10] No deja de ser afortunada la coincidencia del
apellido Renovales con el seudónimo Novalis,
pues ambas palabras tienen parecido significado agrícola.
[11] Como
quedó dicho en la nota 4, perpetua es
un sinónimo de siempreviva, usado de
modo corriente en diversos países hispanoamericanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario