PARÁBOLA
DEL MÁS ALLÁ
Por Federico Bello Landrove
¿Deben los espíritus del pasado regir
nuestras vidas, por el hecho de que los hayamos amado y merezcan que se les
haga justicia? Esquilo y Shakespeare,
entre otros, abordaron el tema y dieron sobre el papel una respuesta positiva.
Veamos si les lleva, o no, la contraria una joven española del siglo XX, en el
ambiente mefítico de nuestra guerra civil.
Aparición
a Hamlet del espíritu de su padre (según pintura de Henry Fuseli)
1.
El
viaje de estudios
Pocas veces se atrevía Alicia a
contradecir a su padre, cuando menos, en lo tocante a decisiones acerca de sus
estudios. No en vano ella era una adolescente de dieciséis años, con el
bachiller recién terminado, y su padre, don Néstor, todo un catedrático de
Filosofía del Instituto y presidente de la Diputación Provincial. Y, a mayores,
a pesar del relajo republicano, todavía estamos en el año de 1936:
demasiado pronto, por tanto, para que una muchacha de buena familia y mejores
modales se atreva a enfrentarse con su padre por “quítame allá esas pajas”,
como quien dice.
Hemos hablado del año 1936 y que nadie
dude de que nos encontramos en España: En concreto en la Muy noble, muy leal
y heroica ciudad de Castellar. La conjunción de una circunstancia con otra
explica la disculpa que Alicia está poniendo a su padre, tratando de evitar el
coger la maleta, camino de Francia, unos días más tarde:
-
Pero,
papá, ¿cómo voy a dejaros con la que se avecina? Y nada menos que marchando al
extranjero, con todas las complicaciones del papeleo, máxime siendo menor de
edad.
Don Néstor ha enarcado las cejas,
simulando ignorancia, en cuanto ha escuchado las primeras palabras de su hija,
sobre las que vuelve, pidiéndole concreción:
-
¿A
qué te refieres con eso de la que se avecina?
-
¡Vamos,
papá! -protesta Alicia-, si en la FUE[1] lo comenta todo el mundo,
que los militares están en un tris de sublevarse. ¿Cómo vas a ignorarlo tú,
siendo el presidente de la Diputación?
La muchacha calla y baja la mirada, como
temerosa de haber usado con su progenitor de una expresión en exceso enfática.
Comoquiera que don Néstor tampoco le responde una sola palabra, Alicia vuelve a
la carga, pero buscando un testigo más concreto que sus amigos de la
Federación. Precisa:
-
Ricardo
me dijo que, hace unos días, entraron en el café del Norte unos falangistas y,
enseñando sus pistolas, obligaron a los que allí estaban a cantar el Cara al
Sol, brazo en alto; y, al marchar, les amenazaron con que pronto iban a
hacer con las armas algo más que mostrárselas.
A don Néstor la salió la vena de padre y
bramó:
-
¡Mejor
le vendría a tu hermano quedarse en casa estudiando, que irse de parranda con
los amigos, para luego volver y llenarte la cabeza de chismes y exageraciones!
Dos suspensos le han caído y, gracias a que algunos profesores me conocen, no ha sido alguno más.
Alicia lamentó haber delatado a su
hermano y plegó velas:
-
Vamos,
que no tengo otra opción que coger el tren para Lyon el próximo día 3… En fin,
espero que me entiendan en Francia cuando pida un vaso de agua, o una tortilla.
Su padre sonrió beatíficamente:
-
No
seas tan modesta. Una alumna de la Alianza Francesa con mención de honor
puede desenvolverse en el vecino país perfectamente. Y, donde no, allí estará Madame
Dumanoir para todo lo que necesites. Seguro que te trata como a una hija,
mientras estés allí.
***
Aquella misma noche, el matrimonio
Manzanares conversaba en susurros en el dormitorio, a propósito de la charla
precedente entre don Néstor y su protestante retoño:
-
Dios
quiera -anhela doña Pilar- que Alicia no tenga razón. Anteayer me encontré en
el mercado con mi conocida Águeda -ya sabes, la mujer del comandante Duque- y,
como quien no puede revelar del todo un secreto, me animó a que adelantáramos
las vacaciones de este año a Santander. No me explicó el porqué pero, a buen
entendedor…
-
Santander
o Castellar -gruñó don Néstor-, ¿qué más da? Si las cosas se ponen bravas, a
saber en dónde lo pasaríamos peor. En todo caso, ningún sitio más seguro que
Francia. De hecho, mandaría también para allá a Ricardo, si no fuera un vaina
que no daría ni golpe en todo el verano y tendría que repetir curso… A quienes
sí os puedo mandar fuera es a tu madre y a ti: Estaríais más seguras en el
pueblo y, de paso, ella podría cobrar las rentas del año, ya que no hace otra
cosa que echarlas en falta.
-
¡Ni
hablar! Que mi madre haga lo que quiera, pero lo que es yo, me quedo aquí con
Roberto y contigo, y que salga el sol por dondequiera.
-
¡Bah!
-replicó el catedrático, con forzada displicencia-, no llegará la sangre al
río. Si acaso, agilizaré los asuntos pendientes en la Diputación y el 25 de
julio, a más tardar, marchamos para el Norte, que ya voy teniendo ganas de
disfrutar de la playa.
Simultáneamente, pero dos habitaciones más
allá, Alicia -según su costumbre- musita su soliloquio antes de dormir. No es
fácil de entender, pero hagamos un esfuerzo.
-
Ya
me suponía yo que no me iba a hacer ni caso. ¡Anda, que no está pesado ni nada
con eso de que el francés es clave para seguir la carrera de Filosofía y
Letras! Total, para traducir algún libro de texto y entenderme con los franchutes,
con lo que se aprende en la Alianza es más que suficiente. Claro que soy
un poco pava y, en vez de decirle francamente lo que pensaba, me he andado por
las ramas, dando razones bobas, y hasta dejando a Roberto en mal lugar. Pero,
por otra parte, ¡cualquiera le dice a mi padre que lo que yo quería eran unas
semanas libres para salir con Enrique y tontear un poco con él!; porque,
entre los estudios y la manía suya de andar metiéndose en política, durante el
curso apenas hemos podido cruzar media docena de palabras. Eso en julio y, en
agosto, a Santander con los papás, que cada vez me gusta más, aunque lo tenga
ya muy visto. En fin, ¡menudo cambiazo! En vez de Enrique y Santander, la tal Madame
Dumanoir y Lyon, que será una gran ciudad -no lo discuto- pero sin mar y
sin amigos…
¿Qué tal será la Madame? En la
Alianza me han dicho que es una profesora de latín de liceo, soltera y muy
acogedora. Espero que sepa algo de español, sobre todo, para los primeros días,
y que me busque a alguien amable de mi edad con quien salir porque, si no…
Bueno, no creo que en Francia se coman a nadie. Será cosa de acomodarse y de
vestir bien, que en eso las chicas de allá se llevan la palma… Por cierto,
tengo todavía que hacer la lista de cosas a llevar de equipaje. A ver si mañana
encuentro tiempo para hacer la selección, que ya anda mamá fastidiando con que,
con una maleta grande y un bolso de mano tienen que ser suficiente, que luego
todo son problemas con los trasbordos, en Hendaya y en París.
En el reloj del salón dan las once y las
campanadas amortiguan el roce de un llavín en la cerradura de la entrada,
preámbulo de los pasos de Ricardo, de puntillas, pasillo adelante. La abuela Reme,
que estaba a oscuras en la cocina, oído avizor, enciende la luz y sirve a su
nieto la cena, recalentada en la chapa de la económica, mientras le echa la
consabida regañina por su retraso:
-
Suerte
tienes de que tus padres hoy se hayan retirado temprano que, si no…
***
Como estaba previsto, el viernes, 3 de
julio de 1936, Alicia Manzanares tomó en la estación de Castellar el expreso de
la tarde, con destino Irún y Hendaya. En su equipaje, además de objetos
personales y una mantilla de blonda de regalo para Madame Dumanoir, la
jovencita llevaba consigo las inquietudes e ilusiones de su primer viaje al
extranjero. En el andén quedaron sus padres, seguramente más inquietos que
ella, pero mucho menos ilusionados. En apenas quince días, sus actuales
preocupaciones tendrían la más trágica confirmación.
2.
Estalla
la guerra civil
Presentados con cierta parsimonia en el
capítulo anterior los miembros de la familia Manzanares -o, si lo prefieren,
Manzanares Abadía, para incluir el apellido de doña Pilar-, es llegado el
momento de reflejar con unas pinceladas las consecuencias que para dicho grupo
tuvo el desencadenamiento en Castellar de nuestra guerra civil. Y lo primero de
todo es dejar constancia de que la ciudad y su región quedaron durante toda la
contienda en manos de los sublevados contra la República, hasta su victoria final.
Don Néstor, hombre conspicuo, como
presidente de la Diputación, era también un conocido azañista[2]. De haberlo pillado en
un primer momento, es llano que le hubieran dado el paseo, pero, al
igual que sus hijos, conocía lo ominoso de la situación y el riesgo que corría.
No estoy en condiciones de informarles de los preparativos que pudiera haber
hecho en los días anteriores para salvar su vida. Solo sé -porque me lo
contaron quienes lo vieron- que, a primera hora de la noche del 18 de julio,
mientras las fuerzas contendientes pugnaban por hacerse con el control de la
ciudad, don Néstor salió de su casa, con el sombrero echado y gafas oscuras,
portando un maletín con lo indispensable, y se encaminó a hurtadillas a casa de
su buen amigo, Agustín Valladares, casado con una prima suya y bastante más
templado y cauto en sus ideas políticas que el refugiado. Las dos casas estaban
separadas por no más de medio quilómetro, que recorrió el huido con buena
fortuna, sin que, al parecer, nadie se percatara tampoco del lugar de su
refugio.
Como es natural, el resto de la familia
quedó al retortero. Apremiados por la policía y los militares, doña Pilar, su
madre y Ricardo contaron la misma historia, acordada de antemano: Que el cabeza
de familia había salido de casa a mediodía del 18, al parecer con la intención
de llegarse a Madrid, sin que les hubiera dado mayores detalles. Por el
momento, los agentes se limitaron a registrar la casa, de la manera
destructiva y violenta que empezaba a ser habitual, llevándose cuanto de valor
o de gusto tuvieron por conveniente. Ricardo también se llevó algún que otro
tortazo. Como doña Pilar tuvo ocasión de comprobar al lunes siguiente, día 20,
la cuenta bancaria del matrimonio había sido intervenida por orden de la
autoridad militar. Pocos días más tarde, tendría constancia de que su marido
quedaba suspendido de empleo y sueldo en el instituto y destituido de su cargo
de presidente de la Diputación. Vamos, que los Manzanares Abadía contaban tan
solo con solo novecientas pesetas para no perecer de inanición, salvadas de la
incautación bajo una pila de antracita en la carbonera. Estaba claro que
tendrían que adoptar decisiones drásticas para evitar dicha causa de
fallecimiento… y otras más probables y apremiantes.
La primera medida tuvo como sujeto pasivo
a Ricardo, de quien por fortuna no se habían acordado todavía sus antagonistas
del SEU[3]. Recién cumplidos los
dieciocho años, estaba en condiciones de incorporarse como voluntario al
Ejército, como subterfugio para eludir la persecución política más letal. Doña
Pilar suplicó a tal efecto la influencia de su amiga Águeda ante su marido, el comandante
Duque. Este, un poco a regañadientes, influyó para que lo destinasen a su
batallón, que estaba a punto de partir para el frente de la sierra de
Guadarrama. Con el tiempo, el comandante se dejaría ganar por la simpatía y
disciplina de su recomendado y, notando que este no era bien visto por sus
compañeros de unidad -falangistas muchos de ellos-, decidió trasladarlo a una
sección mandada por un alférez provisional de su confianza, con la indicación
de que procurara evitarle cualquier abuso o discriminación por ser hijo de
quien era. El alférez Del Moral, en la vida civil un joven maestro, cumplió a
las mil maravillas el encargo hasta el momento en que, en junio de 1938, fue
herido en el frente de Levante, quedando inútil para el servicio. En fin, con la
ayuda de las buenas gentes y de la baraka de los protegidos por los
hados, Ricardo pudo sobrevivir a la guerra y reanudar su carrera de medicina al
terminar aquella. Más adelante puntualizaremos algo a este respecto.
Como su propio nombre auguraba, Doña Reme
podía ser el remedio de la penuria familiar, siempre que lograse cobrar las
bastante cuantiosas rentas de sus tierras en Villacontén, pero la pretensión le
salió rana. Prevalidos de la precaria situación política de la dueña, sus
colonos se llamaron andana y llevaron su tradicional morosidad hasta términos
de abierta negativa a cumplir sus compromisos. Claro que cabía que la señora
recurriese a los tribunales, pero los pocos abogados dispuestos a defenderla le
pidieron por adelantado una elevada provisión de fondos, que le resultó
imposible de pagar. En conclusión, que doña Remedios no remedió nada, sino que,
a mayores, se agarró un berrinche -depresión la llamó su médico de
cabecera-, que todavía redujo más los medios de la familia, con gran
satisfacción de la farmacia a la que acudían a comprar los específicos
recetados.
Hubo de quedar, pues, doña Pilar como
único sostén de la familia, y a fe que en ello cumplió como las buenas. De
soltera y en los primeros tiempos de su matrimonio había sido su profesión la
de costurera -para que no se incomode, digámosle modista-. Al nacer
Alicia y mejorar el sueldo de su marido, fue reduciendo sus horas de aguja,
limitando sus servicios a las clientas de más postín; y así, hasta que la
posición política de don Néstor hizo inconveniente, en opinión de ambos, que su
esposa continuara trabajando, esto es, ganando algún dinero. En
consecuencia, al estallar la guerra, doña Pilar había abandonado la práctica de
su oficio, al que inmediatamente hubo de recurrir, al apretarle el zapato de la
estrechez. Pero una cosa es que quisiera volver a la costura -incluso
anunciándose por palabras en El Noticiero- y otra que sus antiguas
parroquianas volvieran a llamar a su puerta, con la que estaba cayendo.
Clientas, amigas, vecinas, casi todas le volvieron la espalda, temiendo ser
señaladas como afectas a una republicanota que tenía a su marido en
busca y captura. Total, que tuvo que acudir, una vez más, a llorarle las penas
a su amiga Águeda:
-
¿No
podrías echarme una mano hasta que salgamos del apuro?... No, si no te estoy
pidiendo dinero, sino que tu marido influya en que me den a coser ropa para el
Ejército.
Por la dureza de las telas y por lo poco
que pagaban y la rapidez que exigían, pocas modistas se prestaban a una tarea
tan penosa. No obstante, Águeda rehusó:
-
Imposible,
tratándose de ti y estando tu marido huido… o escondido. Si mi Faustino te
recomendara, le montarían una bronca… Claro que… ¡espera! Me parece que he dado
con una posible solución; pero seré yo quien ponga la cara por ti, a riesgo de
que me la rompan.
Dicho y hecho. Águeda habló con una de las
destajistas que confeccionaban ropa militar y que no podían dar abasto con los
encargos. En unos días y bajo cuerda, empezaron a llegar a casa de Pilar
docenas de cortes de camisas, que esta se encargaría de ensamblar, así como de
coser los botones y ojalar. A cambio, la generosa contratista le abonaría la
mitad de lo que el Ejército le pagaba a ella. Si la subcontratada trabajaba no
menos de doce horas diarias, sería probable que pudieran pagar el alquiler y comer
caliente todos los días…
Nos queda por pasar revista a la joven
Alicia, a quien habíamos dejado saliendo de la estación de Castellar, camino de
Lyon. Naturalmente, a estas alturas, ya ha llegado a su destino y, por
descontado, conoce que el Alzamiento se ha producido y triunfado en Castellar.
Pero, para saber de su familia y de lo que su madre espera de ella, tendrá que
llegarle, vía Alianza Francesa y Madame Dumanoir, la siguiente
carta, que el director de la Alianza en Castellar se ha encargado de que
externamente lleve un sobre con el membrete de la institución. La misiva, que
obra ahora en mi poder, decía así:
Castellar, 25 de agosto de 1936.
Queridísima hija:
Aunque imagino la zozobra que habrás
tenido en todos estos días por la situación de aquí y la forma en que podría
afectarnos, no he querido escribirte hasta contar con la ayuda del señor
Épinal, el director en Castellar de la Alianza Francesa, ya que, de escribirte
nosotros directamente, de seguro que habría sido la carta interceptada por la
censura del correo. Ahora, con la seguridad que me ha dado el director, me
apresuro a escribirte, contándote, ante todo, cómo nos encontramos, para así
liberarte en lo posible de toda preocupación porque nos hubiese alcanzado
alguna desgracia.
Comenzando por papá, te diré que el día
antes del alzamiento decidió marchar de casa, en vista de lo que se avecinaba,
y dirigirse a Madrid, donde supongo llegaría sin novedad, ya que en aquella
tarde funcionaron trenes y vehículos de alquiler sin novedad. Es verdad que no
he tenido noticias suyas -tal vez tú hayas tenido mejor suerte-, pero no es
extraño, habida cuenta del estado de guerra y de encontrarnos en zonas
contrarias. Quiera Dios protegerlo y que, en acabando esta guerra lo antes
posible, volvamos a reunirnos sanos y salvos.
De tu hermano Ricardo te diré que, para
evitar peores contratiempos, se ha alistado en el bando nacional, siendo
enviado enseguida a uno de los frentes. Ya he tenido una carta suya, que me
produjo gran alegría, pues dice que le han destinado en el batallón que manda
el marido de mi amiga Águeda, con lo que ello puede suponer de protección o,
cuando menos, de que no lo maltraten por ser hijo de quien es.
La abuela está bien, aunque triste por
vuestra ausencia, y te manda un millón de besos y abrazos, con el consejo de
que no te inquietes por nosotras, que estamos tranquilas y acomodándonos a
nuestra nueva situación, sino que mires por ti y te quedes en Francia hasta que
la situación por acá mejore.
Yo comparto totalmente las palabras de la
abuela. En efecto, como no andamos bien de dinero, he vuelto a coser y, no
faltándome trabajo, tengo pensado coger a alguna ayudante -oficial o
aprendiza-, para que me ayude. Mientras tanto, la abuela me echa una mano con
la costura y con la casa, que ya sabes la maña que se ha dado siempre con la
compra y la cocina. ¡Con decirte que habla de coger algún huésped, ahora que
Castellar bulle de militares y de refugiados huidos de la zona republicana!
Pero el apuro económico no es para tanto; de modo que, por ahora, las
habitaciones de Ricardo y tuya quedarán como estaban, esperando ansiosas
vuestro regreso.
Y, hablando de tu retorno, papá y yo
hablamos sobre ello al momento de separarnos y los dos llegamos al mismo
acuerdo: Que no se te ocurra volver a España hasta que la miseria y la
violencia de la guerra no den paso a la paz o, al menos, a una situación más
segura y esperanzadora para ti. Ya que hemos tenido la suerte de que la guerra
te pillara en el extranjero, debes quedarte ahí, con la completa tranquilidad
de que no te necesitamos materialmente, sino que, por el contrario, tu regreso
sería fuente de mayores preocupaciones.
Te preguntarás qué opinará Madame Dumanoir
sobre que prolongues indefinidamente tu estancia en Lyon. Sobre ello, Monsieur
Épinal me ha asegurado que, dadas las circunstancias y tu relación con la
Alianza Francesa, hablarán con Madame para que siga acogiéndote y, donde no,
buscarán otra casa de confianza que te albergue. Claro que queda la cuestión
económica, pues tu manutención no puede correr de cuenta de quienes te
hospedan; pero sobre eso, por ahora, no hay ninguna angustia, ya que, por
conducto de la Alianza, haré llegar a tu alojadora algún dinero que teníamos en
casa para imprevistos y, cuando se acabe, irán llegando por el mismo conducto
otras cantidades que salgan de la aguja y la máquina de coser, que trabajo no
ha de faltar. De todos modos, papá me dejó para ti el encargo de que, de no
poder seguir en Francia con los estudios, veas de emplearte en algún trabajo
digno y propio de tu edad y conocimientos: Ya sabes cómo es él de riguroso y
responsable para con sus hijos. Pero no adelantemos acontecimientos.
Muchas más cosas querría decirte en esta,
Alicia de mi alma, pero Monsieur Épinal me apremia a que le entregue la carta
cuanto antes. Así que dejemos el resto para otra ocasión, cuando tenga la
posibilidad de escribirte por el mismo conducto. Por tu parte, me dicen que
puedes enviarme noticias tuyas cada cierto tiempo también a través de la
Alianza Francesa, que me las transmitirán de inmediato; de modo que ya estoy
contando los días que falten para tener ante mis ojos tu hermosa letra y tus
noticias. Hasta entonces, recibe todo el amor de
Mamá
Hasta aquí, la carta. De sus reticencias y
mentiras piadosas ya se habrán percatado ustedes, sin que yo tenga que
resaltarlas. Sobre sus consecuencias, iremos conociendo con el transcurso de
esta verídica historia.
3.
Una vida en dos
países. Francia
Es
evidente que, desde que se inició en España la guerra civil, la vida de Alicia
hubo de desarrollarse en dos espacios distintos, con indudable, aunque muy
diferente, repercusión. De una parte, en la ciudad francesa de Lyon, la joven
vivía su existencia, digamos, corporal, puesto que allí moraba y tendría que
procurarse sus medios de subsistencia. De otra, su alma estaba puesta en la
hispana Castellar, de donde, de tiempo en tiempo, le llegaban por conducto de
la Alianza Francesa las cartas de su madre -¡solo de ella!- en las que le
contaba a su modo los acontecimientos que afectaban a sus seres queridos. La
buena de doña Pilar, con el objeto de inspirar a su hija tranquilidad y
animarla a permanecer en Francia, le pintaba su situación de color de rosa,
hasta un punto difícilmente creíble. Según ella, el taller de costura marchaba
viento en popa, con la imprevista colaboración de doña Solita, una vecina con
la que, por diferencias políticas, habían tenido hasta entonces una relación
meramente formal, pero que, desde que había iniciado doña Pilar sus trabajos de
confección, se había incorporado a ellos como si de una oficiala se tratase,
llegando, por la frecuencia y solicitud de trato, a convertirse en una más de
la familia. RIcardo, ascendido a cabo, había tenido por fin un permiso, que le
había permitido comprobar que, aunque con varios quilos de menos, seguía
estando animoso y con buena salud. Una salud que acompañaba también a la
abuela, que llevaba las cosas de la casa, mientras ella se entregaba a las
propias de una modista. ¿Y el padre?
Panorámica parcial de la ciudad de Lyon
De
papá –le contaba en una carta, a finales del treinta y seis-, sigo sin
tener noticias, como es natural dadas las circunstancias, pero todo invita a
pensar que, no solo haya salvado la vida, sino que se halle sano y salvo en la
zona roja, lo que es de esperar, dados su prestigio y buena relación con el
señor Azaña, quien, pese a todos los pesares, continúa siendo presidente de la
República...
De
vez en cuando, verdadero o verosímil, alguna carta le traía a Alicia un dato
concreto, que la hacía sonreír y recordar, como aquella en que se decía:
A
falta de los nuestros, hasta tenemos ya un hombre en la casa, lo que en estos
tiempos es de agradecer. Se trata del señor Posidio –el bedel del instituto, al
que tu hermano llamaba “la morsa”, por sus largos bigotes blancos-. El hombre,
tan afecto a tu padre, venía por casa todas las semanas para ver si
necesitábamos algo y, de paso, nos traía alguna verdura o unos huevos, del
pequeño huerto con gallinero que se le toleraba tener en torno de su casa,
ocupando un trocito del patio de recreo. Pues bien, al tener que jubilarse y
perder por ello la vivienda oficial, como el pobre se quedó viudo hace un par
de años y sus hijos viven fuera, tu abuela y yo le ofrecimos hospedarle en
nuestra casa, empeñándose él en pagarnos una módica cantidad, acorde a lo corto
de su pensión. Lo hemos colocado en la habitación de Ricardo, con el compromiso
de que la abandonará cuando este regrese al terminar la guerra, lo que bien se
está haciendo de rogar.
Pero
en lo que insistía doña Pilar en todas sus cartas era en la necesidad de que su
hija permaneciera en Francia hasta el final de la contienda civil, conforme
también con la voluntad expresada por su padre antes de huir. Alicia, de
inicio, había discrepado francamente de tal decisión, no solo por el deseo de
compartir el destino de su familia y ayudarla en lo posible, sino también por
los gastos y complicaciones que una estancia indefinida en casa de madame Dumanoir
podía ocasionarle. Sin embargo, con el tiempo y la ignorancia sobre lo que en
Castellar acontecía, Alicia fue acomodándose a vivir en Francia, más allá,
incluso, del término que le habían fijado sus padres. En el presente capítulo
veremos qué sucesos fueron provocando este cambio en Alicia y cuáles fueron los
acontecimientos más significativos de su vida en el país que la acogía.
***
Madame
Dumanoir, soltera y sin descendencia conocida, se había encariñado con
Alicia, no solo por compasión, sino por la compañía que le hacía y los
servicios, cada vez más frecuentes, que le prestaba, por más que tuviera una
criadita de Bourg-en-Bresse, que poco más hacía que ir a la compra –con sisas
dignas de La Menegilda[4]
– y preparar desabridos guisos, que su señora definía jocosamente como el
menú de supervivencia. En el colmo de la generosidad, la Dumanoir –a la que
ciertamente no le sobraba el dinero por lo escaso de su paga como
profesora de latín- intentó que Alicia se pusiera al día en francés de los
conocimientos precisos para seguir los estudios de historia en la universidad
lionesa. Finalmente y de mutuo acuerdo, hospedadora y pupila llegaron a la
conclusión de que tal camino no era el más adecuado para una jovencita que, más
pronto que tarde, habría de regresar a España, ni para una mentora que andaba
escasa de fondos. En resumidas cuentas: Alicia, por lo pronto, decidió
colocarse en algún comercio de la ciudad, previas gestiones y recomendación de Madame.
Hablar español y tener una sólida base de ciencias naturales y de
química, obtenida en su bien superado bachiller, le abrieron las puertas de la
farmacia de Monsieur Roger Guimard, de la que la señora Dumanoir era
buena cliente desde hacía décadas. Pronto se hizo Alicia con la confianza de su
patrón, hasta el punto de ponerla a las órdenes directas suyas y de su viejo
mancebo en aquellos puntos en que la farmacia se jugaba fama y honradez: la
dispensación de las recetas que requerían un expreso control legal y la
confección de aquellas fórmulas magistrales que tenían como principios activos
sustancias que podían resultar fatales con una pequeña alteración de las
proporciones aplicadas. La joven empleada despertaba la admiración del señor
Guimard, y hasta la hilaridad, cuando, oscureciendo su voz hasta el punto de
fingirla masculina, le repetía el conocido latiguillo aprendido de los clásicos[5]:
–
Monsieur, nunca olvide usted que la
clave de un veneno no está en la sustancia, sino en la dosis.
Como en tantos relatos románticos, el patrón de la empleadita tenía un
hijo algo mayor que esta. Se llamaba Gastón -consiéntame la tilde, a la
española- y, como primogénito del dueño de un buen negocio, se preparaba para
suceder en su día al padre. Quiere decirse que se hallaba finalizando la
licenciatura en farmacia, la cual obtendría muy pronto, a juzgar por su
aplicación y privilegiada memoria. A Alicia, que no había tardado en fijarse
en él, le recordaba a su hermano: desde luego, no por ser buen estudiante,
sino por sus inclinaciones hacia la política activa, bajo las siglas de moda en
la izquierda francesa, de Frente Popular. Por su parte, Gastón pronto no
tuvo ojos, además de para los libros de texto, más que para aquella bella
española, exiliada por huir de la brutalidad fascista, y que, con su
bata blanca y su simpático acento español, guardaba sin duda unas dotes
intelectuales y de las otras verdaderamente muy notables.
Pero a diferencia de los dramas románticos que desembocan en tragedia,
los señores de Guimard –incluida la esposa, Martine- también veían con agrado
el obvio interés de su hijo mayor por la joven española como ellos la
nombraban en la intimidad. De modo que no tardó en quedar convenido tácitamente
que el matrimonio de Alicia y Gastón tan solo habría de esperar a que el
muchacho concluyese sus estudios. He aquí, pues, la explicación del cambio de
actitud de la joven en cuanto a despedirse de Francia tan pronto los nacionales
diesen buena cuenta –como ya se veía venir- de la resistencia republicana y de
las Brigadas Internacionales, en las que los Guimard incluso tenían un primo
combatiendo. Esa reticencia de Alicia por volver desde Lyon a Castellar hubo de
hacerse explícita cuando, dos meses después de concluida la guerra en España,
su madre le remitió por el conducto habitual, una nueva carta, en la que decía:
No
creas, querida, que no me ilusiona lo bien que te vas abriendo paso en Francia,
aunque no haya sido en la forma académica que tu padre y yo imaginábamos para
ti. Con todo, y sin negarte el derecho que tienes de procurar –aunque
sigas siendo menor de edad[6]- tu felicidad
en la forma que juzgues más justa, no puedo menos de exponerte sin ambages cuál
es nuestra situación aquí. He de confesarte ante todo que papá falleció en mayo
del treinta y siete, fusilado por los militares, aquí en Castellar, donde había
permanecido escondido desde que estalló la guerra, logrando que su paradero
permaneciese ignorado durante más de medio año. Si no te lo comuniqué, hija
mía, fue por evitarte tan tremendo dolor siendo casi una niña, y no ponerte en
la situación de intentar volver para acompañarme en tan triste trance, siendo
así que ello solo te traería dolor y desprecios. Espero que comprendas mi
decisión de haber buscado lo mejor para ti –como papá hubiese querido- y que,
lejos del abatimiento y del odio, no tengas otros sentimientos que el orgullo
por llevar su sangre, que otros injustamente derramaron, y el de ser digna de
seguir sus pasos de honradez y humanidad.
...
Nuestra común felicidad ha de ser el que tu hermano haya regresado de la guerra
sano y salvo, convertido en todo un sargento licenciado con la consideración de
adicto al Régimen, o algo semejante, lo que le permitirá proseguir su carrera
de medicina y acabarla de manera más rápida que antaño. Quiero decir que, ante
la falta de profesionales y la necesidad de premiar los méritos de guerra, el
nuevo gobierno está dispuesto a abreviar la duración de la licenciatura,
pudiendo aprobar dos cursos por cada año de estudio... No sabes lo cambiado que
está, máxime sabiendo el sacrificio que tu abuela y yo estamos dispuestas a
hacer para que logre su propósito y pueda fijar en el portal de nuestra casa
–es un decir- la placa de doctor. Estoy segura de que el esfuerzo merecerá la
pena y que pronto tendremos entre nosotras a un hombre nuestro,
no como el bueno de Posidio, que ahora está acogido en el asilo, pues no
estaba ya para poder valerse por sí solo -que Dios le dé pronto el premio que
merece por sus bondades-; un Manzanares que mire por nuestra
seguridad y nuestra hacienda, devolviéndonos con creces cuanto de sus
antecesores recibió...
La
abuela -me mataría, si viese que te escribo lo que sigue- está la pobre cada
día más achacosa, de manera que ya le resulta casi imposible ayudarme con la
casa; en particular, está perdiendo rápidamente la memoria y lo que tu hermano
llama pudorosamente el control de los esfínteres. Estoy
pensando una vez más en recabar ayuda ajena y contratar a alguna criadita –una
de tantas chicas que la guerra ha dejado prácticamente en la calle- para que me
ayude, mientras yo me dedico a la costura -cada vez con mayor demanda, te lo
aseguro-, aprovechando que el final de la guerra y la victoria del bando
dominante en Castellar anima a las señoras bien a meterse en gastos, haciendo
cada vez menos desprecios a quienes, aun siendo de la cáscara amarga, sabemos nuestro
oficio y las servimos a buen precio y puntualmente.
...
Con todo, Alicia querida, nada sería mejor, ni nos aportaría mayor felicidad,
que tu regreso entre nosotros, en la seguridad de que, con tu actual
experiencia y conocimiento del francés, podrías colocarte muy bien en
Castellar, y hasta ingresar en la universidad, una vez que tu hermano acabe de
gravarnos con sus estudios... De todos modos, leo entre líneas en tus cartas
que ese hijo del farmacéutico, que es tan buen muchacho, podría ser “algo más”
de lo que me das a entender, y vuestra relación pudiera terminar en campanas de
boda. No deja de entristecerme que tu hogar termine establecido tan lejos de
mí, pero lo primero es tu felicidad, y tiempo y medios habrá para el
reencuentro y para contarnos todo lo mucho que no puede ni debe decirse por escrito,
en momentos en que la sinceridad sigue proscrita por la censura y el temor.
Toda la moderación y la conformidad que
destilaba el último párrafo de esta carta no fueron suficientes para dejar de
conmover a Alicia, y aún hacerle llorar. Ante su imaginación iban desfilando y
perdiéndose en el horizonte su casa y su instituto; el tibio Enrique y el
veraneo en Santander; las calles amigas de Castellar y aquel parque que
guardaba los mejores recuerdos de su infancia, y, de manera recurrente, los
rostros de su abuela y de sus padres, envejeciendo a través del tiempo, y hasta
el de su hermano –que nunca fue santo de su devoción-, con el pelo engominado y
la mirada insolente, tal y como quedó inmortalizado en la foto de estudio que
le apeteció sacarse en el estudio Daguerre en las navidades del treinta
y cinco. En suma, era su vida, en retazos aleatorios, pero entrañables, la que
pasaba ante sus ojos llorosos, como si el hecho de no retornar a Castellar le
hubiese hecho perder su sentido, convirtiéndola a ella en una paria,
desagradecida y sin memoria.
Hubo de ser Madame Dumanoir quien,
ante su pronto de hacer las maletas y prepararse de la noche a la mañana para
despedirse de afectos y trabajo en Francia, calmó sus ímpetus, con aquella
capacidad de raciocinio que la hacía irrebatible.
–
Alicia
–la sermoneó pacientemente-, solo hay una razón sólida y atendible para que
dejes plantado el futuro que te espera en Francia, por el regreso al pasado que
significaría la vuelta a lo que dejaste en España hace tres años y que, por
otra parte, la guerra ha destruido y reemplazado por un mundo oscuro y hostil.
Esa razón –lo sabes bien- es la de no abandonar a los tuyos, la de ayudar a tu
madre en sus afanes y penurias. Y eso lo puedes hacer desde Lyon mejor,
incluso, que en Castellar. Recapacita: Eres una muchacha desacostumbrada a los
trabajos duros de la casa y que desconoce casi todo de la profesión de la
confección y la costura. Durante bastante tiempo serías para tu madre, más una
carga, que una ayuda efectiva. ¿Qué necesitan en el fondo tu madre y el resto
de la familia para salir adelante? Solo una cosa, que tú puedes hacerles llegar
desde Francia: dinero. El dinero que tú ganas y tienes ahorrado. Con eso, tu
madre podrá conseguir servicio; tu abuela, atención médica y reposo; tu
hermano, ayuda para sus estudios, aunque mejor haría en procurársela él,
trabajando para mantenerse...
–
No
todo es cosa de dinero –replicó Alicia-. También están la soledad y la tristeza
en que dejo a los míos con mi ausencia.
–
Ninguna
madre que ame a sus hijos se sentirá de verdad sola y triste porque estos vuelen
y busquen su destino y su felicidad. Así sucede con la tuya, que ya ves
cómo te anima en tus propósitos matrimoniales, aunque lamente –como es humano-
que vayas a residir tan lejos de ella. Es ley de vida y tú no buscaste que el
amor brotara tan lejos de Castellar. Además, está Gastón. También tienes con
él, no solo una deuda de cariño, sino de justicia. No puedes abandonarlo por el
simple hecho de que esté hecha su vida a orillas del Ródano..., como lo está la
tuya, si de verdad lo quieres.
Alicia empezaba a vacilar. Madame comprendió
que lo mejor era dejar que madurase su decisión, pero aún agregó lo siguiente:
–
Vuelve
a dejar en el armario tu equipaje y tómate unos días para recapacitar. Relee
cuidadosamente la carta de tu madre y, sobre todo, habla con Gastón y exponle
tus inquietudes. Cada cual tiene sus deberes y su conciencia, pero los que se
aman han de habituarse a comunicarse todo y a tomar en común las más graves
decisiones que a ambos atañan.
De aquella charla crucial surgieron, en
efecto, las resoluciones que marcarían el inmediato futuro de Alicia. Gastón y
ella se prometieron en matrimonio. Los Guimard se ofrecieron para ayudar
económicamente a doña Pilar en cuanto fuese necesario. Y Alicia permaneció en
Lyon, creyendo que ese habría de ser su destino definitivo. Pero, por suerte o
por desgracia, la guerra volvió a torcer las vidas y los destinos de los
jóvenes; en nuestro caso, los de los jóvenes franceses. A comienzos de
septiembre de 1939, empezaba la Segunda Guerra Mundial, con Francia como uno de
los principales beligerantes. Gaston fue llamado a filas y movilizado al
frente. De común acuerdo, Alicia y él optaron por aplazar los planes de boda
por algún tiempo.
***
Entre septiembre de 1939 y abril de 1940,
los franceses empezaron a dudar sobre si aquella guerra que habían declarado a
la Alemania nazi sería un sueño o una broma: Tanto es así, que se referían a
ella con el divertido apelativo de drôle de guèrre[7]. Incluso en la
familia Guimard se habló de fijar una fecha para la boda, aprovechando alguno
de los breves permisos que Gastón recibía para ir a ver a la familia. Alicia
escribió directamente a su hermano para que averiguase las posibilidades que
habría de que las autoridades españolas diesen un visado, al menos, a doña
Pilar, a fin de que pudiera asistir a la boda. Ricardo cercenó cualquier
intento de consulta, manifestándole que mamá, con harto dolor de su corazón,
descarta el viaje por sus múltiples dificultades prácticas y la situación de
guerra en Europa, considerando preferible que, cuando buenamente podáis,
viajéis vosotros a Castellar, para conocer al novio y poder abrazarnos al fin,
después de tantos y tan tristes años. En cualquier caso, la sugerencia de
Alicia quedó muy pronto en agua de borrajas, como vamos a comprobar a
continuación.
En el mes de mayo de 1940, cual si de un
rayo se tratase, la guerra azotó por fin la tierra francesa. En apenas tres
meses, las tropas alemanas dominaron Francia y el improvisado y discutido
gobierno de esta, encabezado por el mariscal Pétain, hubo de firmar un
armisticio[8] que, por un
tiempo, supuso que una amplia zona del este y sur del país quedó libre de
ocupación formal por las fuerzas teutonas. Precisamente, la ciudad de Lyon
quedó dentro de dicha zona, como su población más importante, aunque la capital
de ese simulacro de Estado Francés radicó efectivamente en la coqueta
villa balnearia de Vichy.
Al cesar las hostilidades en Francia,
buena parte de los integrantes del derrotado ejército galo fueron hechos
prisioneros e internados en campos de concentración o de trabajo en territorio
alemán, de donde no regresarían –los que lo consiguieron- hasta cuatro años
después. Gastón fue de los afortunados que, ante la descomposición de su
unidad y lo inevitable de la derrota, se despojó del uniforme y, tras múltiples
avatares que él nunca reveló –en los que parece tuvo un significado positivo su
conocimiento farmacológico-, apareció una dichosa tarde de agosto del cuarenta
por su casa lionesa, aunque de tal guisa y desmejoramiento, que costaba
reconocerlo.
Monsieur Guimard, ante lo llamativo
y ominoso de la deserción filial, optó por adoptar toda clase de prevenciones.
Tuvo primero al prófugo escondido durante unas semanas en el desván de la casa,
sin informar de su presencia ni siquiera a Alicia, que ya lo creía prisionero
de los nazis, Dios sabe por cuánto tiempo. Luego, normalizada la situación
política en la zona no ocupada, Gastón pasó a ocuparse de la botica, como
segundo titulado de la misma, liberando a su fatigado padre de buena parte del
trabajo. Finalmente, cuando aquel malhadado 1940 tocaba a su fin, los Guimard
accedieron a lo que ya no podía esperar más y, con poco anuncio y afluencia
solo de los más íntimos, se celebró en la alcaldía la ceremonia nupcial de
Gastón y Alicia, no sin un buen regalo para quien la autorizó, para que cerrase
los ojos ante los varios óbices administrativos que la nacionalidad y la menor
edad de la novia suponían. Le faltó tiempo a Alicia para notificar a su familia
de sangre la buena noticia, atreviéndose a acompañar la carta con una
certificación del enlace, por si fuera posible que el mismo quedase reflejado
en el registro civil español: vano intento, ya por insalvables deficiencias de
derecho, ya por el poco interés de Ricardo en llevar las gestiones hasta los ministerios
de Madrid, como un oficial del registro castellarense le sugirió.
Antes he escrito con cierta malicia que el
matrimonio de Alicia y Gastón ya no podía esperar más, y me temo que
ustedes lo hayan entendido de forma equivocada. Si algo quedó convenido desde
un principio entre los jóvenes es que evitarían tener hijos mientras durase la
guerra. Fue algo que, por el momento, decidieron mantener dentro de la
intimidad de la pareja, pero que de algún modo, años después, Alicia reveló a
una amiga, cuando ya nada importaba aquel llamativo pero sensato acuerdo, y de
la confidente, por el conocido método del boca a boca, acabó por llegar
a mis oídos. Mi divulgación del hecho es aquí disculpable, pues el mismo está
íntimamente relacionado con la vida y la muerte de Gastón Guimard y, por ende,
de Alicia. Les explicaré el porqué.
Ya he dejado dicho que, en sus años mozos
de anteguerra, Gastón era un estudiante comprometido con sus ideas políticas,
coincidentes, en más o en menos, con las del Frente Popular. El peligro
nazi, la guerra franco-alemana y su propia fuga del escenario de los últimos
combates de la misma, dieron lugar a que el joven, aun recién casado y con
responsabilidades profesionales, estuviera dispuesto a compartir los riesgos y
las actividades en que muy pronto –tanto, como mediados de 1941, como máximo-
asumirían numerosos patriotas franceses, ya bajo las rojas enseñas del
partido comunista, ya bajo las tricolores con la cruz de Lorena de los
seguidores del general De Gaulle[9]. Alicia fue debidamente
advertida de ello por su marido y, ante el grave peligro que suponía la
adhesión a las fuerzas de la llamada Resistencia, Gastón juzgó
conveniente no tener hijos mientras durase la guerra. Alicia, que comprendía lo
ilusorio de intentar apartar a Gastón de la lucha armada, aceptó de buen grado
tal espera, fácilmente practicable con los conocimientos y medios que un
farmacéutico tenía a su disposición.
Abreviemos el desarrollo de los
acontecimientos. En fecha de 1943, que no me ha sido dado precisar, un comando
de resistentes asaltó en Villeurbanne un cuartel de la Milice Française[10], con el
objetivo de robar cuantas armas pudieran. El tiroteo que
se produjo entre asaltantes y policías de guardia ocasionó el fallecimiento de
Gastón. Era un suceso perfectamente previsible. A menos, Alicia estaba
convencida de que, en aquel juego de héroes contra villanos, Gastón tenía pocas
posibilidades de sobrevivir. El propio patriota debía de convenir en
ello, toda vez que había imaginado la soledad y desvalimiento de Alicia en
aquella Francia gris y miserable, y, de conformidad con sus deseos –que
llegarían a ser su testamento-, todos –padres y esposa- habían aceptado lo que
Gastón les proponía: mantener unida a aquella familia durante la guerra, como
si él no les faltase. Luego, que Alicia decidiera el camino a seguir, contando
en todo caso con la ayuda de los Guimard. Y así se cumplió, entre el luto y las
expectativas imaginarias, los dos años que aún duró la guerra.
De lo que luego fue de Alicia, valdrá más
que tratemos más adelante, pues antes –aunque casi lo hayamos olvidado- habré
de escribir acerca de lo que simultáneamente aconteció a los Manzanares de
Castellar o, por así decir, de cuanto acaeció en el lugar en que Alicia había
dejado su alma, viviendo una vida que solo en parte le fue entonces conocida.
4.
Una vida en dos países. España
La familia Manzanares siempre mantuvo una
prudente reserva sobre lo acaecido en el tiempo que su cabeza, don Néstor,
permaneció escondido en una casa amiga de Castellar, tratando de evitar la
prisión y casi indefectible condena a muerte. Por supuesto, no tenía sentido
–por público y notorio- ocultar que el hogar que lo acogió –como ya he dicho-
fue el de don Agustín Valladares y familia; un lugar muy bien pensado para
ocultarse, ya que las relaciones de parentesco y de amistad que unían a
Valladares y Manzanares no parecían a terceros lo suficientemente íntimas, como
para correr aquellos el riesgo de ser severamente castigados como encubridores.
De aquí nacían las primeras habladurías sobre el caso, poniendo en duda el
altruismo de los hermanos castellarenses de don Néstor, o de los de su esposa,
que vivían en un pueblo a escasa distancia de Castellar... Descarten ustedes
tales infundios: Sé de buena tinta que había mediado un previo ofrecimiento de
refugio por parte de don Agustín si llegare a precisarlo su amigo don Néstor
para salvar su vida. El albergue, pues, estaba pronto, aunque con la esperanza
de que lo fuese por pocos días: los justos para que el gobierno republicano
impusiera su autoridad o, en el peor de los casos, pudiese el profesor dar
el salto a la otra zona, o quién sabe si a Francia o a América, como lo
logró con la ayuda de sus parientes gallegos el dentista Fagúndez, quien salió
de Castellar primorosamente disfrazado de mujer y se mantuvo de tal guisa hasta
embarcarse en La Coruña. Mas esos pocos días estaban llamados a
convertirse en semanas, en meses, en años...
Incertidumbres..., habladurías... Como la
de qué manera, y por conducto de quién, doña Pilar hizo llegar a su marido la
ropa indispensable para que pudiera mudarse de la mínima que don Néstor había
llevado consigo en un maletín. O la de cómo pudo mantenerse un sepulcral
silencio sobre la presencia del enclaustrado en una casa donde, además de don
Agustín y su esposa Veneranda, moraban una hija jovencita, oficinista de la
Confederación Hidrográfica, y una criada de las de toda la vida, sin
duda digna de plena confianza, pero charlatana como la que más. Y, sobre todo,
aquello de la escena del mirador, que los Manzanares describían de
manera tan vívida, como si la hubiesen visto representada en alguna comedia de
enredo en el teatro Alarcón.
Pero volvamos a la cruda realidad,
descrita con la objetividad que exigen los hechos históricos. En un capítulo
anterior se aludió a los reiterados esfuerzos que realizaron la policía
y sus adláteres para arrancar a los Manzanares el paradero de don Néstor:
algo de lo que, por principio, solo estaba
al tanto doña Pilar y estoy por asegurar que de su boca no salió palabra, ni
siquiera para informar a Ricardo o a doña Reme. Y, aunque la esposa del fugado
trató de hacer creer a los investigadores que su marido podría haber tomado un
tren para Madrid a mediodía del último día de paz, aquellos acabaron por
descartar tal posibilidad, al no haber sido visto el supuesto viajero en la
estación, ni adquirido el billete preciso para acceder a andenes y montar en el
convoy. Ítem más: Algunas personas decían haber visto a don Néstor acudir a la
reunión de autoridades que a media tarde había convocado el gobernador civil,
con vistas a adoptar las resoluciones más eficaces para cortar en Castellar el
levantamiento armado que entonces se iniciaba. Incluso algunos vecinos decían
haber oído, hacia las diez de la noche a don Néstor saliendo del portal. En
resumen, las nuevas autoridades de Castellar, así como sus agentes y esbirros,
llegaron a la conclusión de que don Néstor difícilmente habría podido salir de
la ciudad, sino que se habría escondido en casa de algún conocido. A tenor de
esta convicción, iniciaron sus pesquisas y registros. Y, conforme estos
–iniciados en los domicilios de sus familiares y amigos más íntimos- iban
resultando infructuosos, los gerifaltes tornaron el enfado en indignación,
acuciando a sus subordinados para que dieran con el único pájaro de mayor
cuenta que había volado. Tenían razón: El resto de la bandada de las
primeras autoridades de izquierdas –y aún de otras, que no eran primeras, ni
particularmente izquierdistas- había sido cazado en los primeros días a
escopetazos, no siempre con el debido permiso de caza expedido por la autoridad
judicial militar.
Y vamos ya con la escena del mirador. Hacia mediados de agosto del 36, tocó el turno de los registros en los lugares
sospechosos a la casa de los Valladares. En aquel momento la policía no había
sido todavía apremiada por los dirigentes políticos y aún se hacía acompañar
por aquellos falangistas que, lejos de luchar en los frentes, gustaban de operar
en la retaguardia, satisfaciendo
sus ansias de venganza o de botín. Quiere decirse que la pesquisa no pasó de lo
rutinario y, si algún exceso hubo, no fue para sacar de su escondrijo al
posible emboscado, sino para desparramar por los suelos o hacer trizas ropas y
cristalería. El hecho es que don Néstor no apareció y la vivienda de la calle
de Moyano ostentó desde entonces en el pertinente expediente policíaco la
indicación de registrada con resultado negativo.
La
segunda vuelta se llevó a cabo en enero del año siguiente, 1937. Para entonces,
la búsqueda del desaparecido presidente de la Diputación se había hecho
apremiante, por la simple razón de que era la única pieza importante que
faltaba por cobrar y los cazadores se sentían ridiculizados por su fracaso en
conseguirla. Los Valladares volvieron a recibir la visita de los agentes
–ahora, sin la inestimable cooperación de los activistas de la camisa azul[11]-. El
registro, a diferencia del anterior, se realizó –vaya usted a saber por qué- a
primera hora de la noche, resultando ser tan ineficaz como el anterior. Al
final del mismo, los ocupantes del piso fueron conminados con las penas del
infierno si, por un casual, resultare que el señor Manzanares acabara por
ser hallado dentro de la casa, a lo que la veterana tata de la familia
replicó rezongando:
–
Si los señores policías no han dado con él en dos
ocasiones, a lo mejor es que ese señor Manzanares se ha convertido en fantasma,
con sábana y todo.
Miradores (foto de M.A.
Aguadilla)
Aparte
del pertinente bofetón, propinado por el amostazado sargento de Seguridad que
dirigía la diligencia, la criada recibió una buena reprimenda de su señora,
alarmadísima, al parecer, por aquello de imaginar a don Néstor envuelto en una
sábana. La tata, con esa confianza que dan los años de servicio y la
común complicidad en algo peligroso, hizo caso omiso de la filípica y replicó
en tono crítico:
–
Lo que es, si los policías siguen viniendo, acabarán
por encontrar al fantasma, y mal nos va a ir a quienes lo hemos dejado quedarse
tanto tiempo en esta casa.
Don
Agustín barruntó el peligro de que la sirvienta acabase por cantar y
optó por quitar hierro la situación:
–
No es de esperar que vuelvan, tras dos
registros infructuosos. Y, de todos modos, como cabeza de familia y responsable
de lo que pase en esta casa, el único que se la juega soy yo. Es lo que viene
sucediendo en casos parecidos. Recordad, incluso, el caso del concejal que se
escondió en casa de las hermanas Rubiales, primas suyas: Cuando lo encontraron,
ellas libraron con una quincena y un corte de pelo al cero.
–
Y con que se quedaran sin la clientela que
tenían antes –intervino Lucita Valladares-, que dicen que no ha vuelto a entrar
por la puerta de su mercería ni un alma.
Don
Agustín y doña Veneranda se miraron de soslayo. El frente común inexpugnable
parecía empezar a cuartearse.
–
Bueno, bueno –opinó el primero-, que no cunda
el desánimo. Quizá tenga razón Emilia y estemos rebasando los límites de lo
razonable, tentando a la Providencia. Hablaré con Néstor y veremos qué pueda
hacerse para bien de todos.
Enfatizó estas dos últimas palabras, de forma que fuesen recta y
certeramente comprendidas. Incluyo entre los buenos entendedores al huésped que
empezaba a ser indeseable y que, después del susto de la intromisión policial,
se había quedado deambulando por el pasillo, tratando de tranquilizarse tras el
cerote. Por ello, cuando su amigo le dijo después de la cena que tenían que
hablar, Don Néstor tomó la iniciativa y, tras un sólido aporte de razones
para ello, les aseguró que estaba presto a abandonar aquel bendito refugio,
librando a sus benefactores del daño que, de no hacerlo, acabaría por
alcanzarlos a todos. Tan solo les pidió paciencia –no más de un par de
semanas- para tratar de preparar su salida, con la ayuda de su esposa, a
quien haría llegar una nota explicativa por el conducto habitual –expresión
confirmativa de que, de algún modo, se comunicaron don Néstor y doña Pilar
durante la reclusión de aquel-. Emocionados, los dos amigos se abrazaron en
presencia de las tres mujeres de la casa, dado que –seguro que por casualidad-
la tata entraba en ese momento en el comedor con la tortilla de patatas,
segundo plato indefectible en la cena de los Valladares.
Para desgracia del recluso, no hubo tiempo de preparar la descubierta.
El miércoles, 3 de febrero de 1937, se realizó el tercer registro en la casa de
los Valladares. Para perplejidad de todos, los policías fueron directamente al
mirador con que el despacho de la vivienda se asomaba a la calle, púdicamente
celado por una cortina de viscosa blanca, guarnecida a ambos lados por unos
pesados cortinones de terciopelo carmesí, lo bastante largos y cumplidos como
para poder envolverse en ellos una persona, sin dejar apariencia externa de
ello. Esa persona era a la sazón don Néstor Manzanares, quien, como un cordero
bien mandado, se dejó detener sin un ademán ni una palabra. Mejor dicho, con
cuatro palabras: ¿Puedo llevar un abrigo?
Hasta aquí, tal vez con mayor prolijidad de la debida, la escena del
mirador, como por tradición oral ha llegado hasta nosotros. Pero para saber
qué otra persona estaba detrás de la repentina ciencia infusa de los
policías, habremos de llegar mucho más cerca del final de esta historia. Las
reglas de una aceptable narración de misterio no permiten otra técnica.
***
Doña Pilar, contra toda lógica empírica, mantenía la esperanza de que su
marido librase la última pena, a causa del tiempo que ya iba transcurrido desde
el principio de la guerra. Vana expectativa para quien leía diariamente El
Noticiero y podía constatar cómo, tras una relativa pausa otoñal, diciembre
había sido el mes más sangriento en los consejos de guerra, y nada hacía
presagiar mayor benevolencia de los tribunales, como no fuera porque los reos
que ante ellos comparecían eran cada vez de menos notoriedad. Pero no era ese,
sin duda, el caso de don Néstor, el último pájaro de cuenta, máxime
después de la lata que había dado para echarle mano. Quienes manejaban los
hilos del proceso decidieron, para empezar, tomarse con calma su tramitación sumarísima
y demoraron tres meses la celebración del juicio, durante los cuales doña Pilar
apenas fue autorizada un par de veces a comunicar con su marido, ya que los
paquetes con víveres y ropa presuntamente le eran entregados por conducto de
sus carceleros. El preso, aunque demacrado y con bastantes quilos menos que en
la primavera precedente, se mostró ante su esposa tranquilo y preocupado tan
solo por la suerte de su familia. Al confirmarle que Ricardo seguía pegando
tiros con buena salud y que Alicia permanecía sin novedad en Francia, se sintió
muy aliviado y recomendó a su mujer:
–
Por mucho que te cueste –y bien que lamento
que trabajéis como azacanas-, no traigas a la niña a este antro de
opresión y de muerte, hasta que acabe la guerra. No te preocupes por mí, que ya
tengo mi destino marcado y solo me remuerde la conciencia por dejarte
desamparada; pero eres fuerte y no habrás olvidado lo primorosa que eras con la
aguja. Y dile al bueno de Posidio que le agradezco en el alma su gesto, que me
compensa en parte de la ingratitud de tantos.
Como muestra de exhibicionismo –si no de ludibrio-, el consejo de guerra
de don Néstor se celebró en el salón de sesiones del palacio de la Diputación,
donde tantas veces había él presidido los plenos de la institución. Esa vez, el
lunes, 10 de mayo de 1937, le correspondió presidir al teniente coronel que
venía haciéndolo habitualmente en Castellar desde hacía unos meses, ocupando
Néstor –los acusados perdían el don, por ley o por costumbre- el
banquillo, flanqueado por dos guardias civiles armados. Del juicio dio escueta
y puntual reseña El Noticiero del día siguiente, en estos términos:
Juicio
al antiguo Presidente de la Diputación
A
las once de la mañana del día de ayer, se celebró el consejo de guerra contra
Néstor Manzanares Setién, que fue hasta el 18 de Julio presidente de la
Diputación Provincial de Castellar. Leído el apuntamiento y practicada prueba
testifical, el Señor Fiscal solicitó la pena de muerte por delito de rebelión
militar, acogiéndose el defensor a la benevolencia del tribunal. Tras la
oportuna deliberación, el Consejo de Guerra condenó al señor Manzanares a la
pena capital, elevándose la sentencia la la Autoridad Militar para su
confirmación.
No haré apostillas a esta nota de prensa que,
como todas las de su especie, era redactada y remitida para su publicación por
la oficina de prensa del Gobierno Civil, o del Militar. Solo quiero recoger el
contenido de la última palabra del reo, que algunos tomaron como de mal
tono en quien estaba a merced de la clemencia ajena. En efecto, doña Pilar,
asistente al juicio, grabó en su mente las palabras de su marido:
–
Pido al tribunal sea benévolo cuando juzgue a
don Agustín Valladares, que me acogió en su casa, no por afinidades políticas,
sino por pura amistad. En cuanto a mí, solo pido que me ejecuten lo antes
posible, para abreviar el sufrimiento de mi familia, cuya triste suerte es el
único cargo de conciencia con que me iré de esta vida.
Un
poco largo, quizá, como para que no cortase secamente la perorata el colérico
señor presidente, pero su esposa lo recordaba así, e incluso lo transcribió de
su puño y letra en una cuartilla que, como preciada reliquia, guardó toda su
vida. Pero larga o breve, la petición de don Néstor no fue del todo atendida
pues la sentencia tardó casi tres meses en ejecutarse; una demora excesiva para
deberse tan solo a los trámites legales indispensables[12],
y que sugiere cierta vacilación a la hora de cumplir el fallo. Ni que decir
tiene que, durante aquellas semanas, doña Pilar y su madre se echaron a la
calle e iniciaron una desesperada búsqueda de recomendaciones y peticiones de
clemencia que, cuando no terminaban con la puerta en las narices, se acogían a
la disculpa de que no conocían a nadie que tuviera mano en asuntos como
aquel. Con todo, alguien habría de corazón más generoso, que apoyase el indulto
solicitado por la esposa, pero no me constan nombres ni cargos. En cualquier
caso, la clemencia no llegó y, tras la dramática despedida de doña Pilar y de
su madre en la tarde anterior, don Néstor fue fusilado en la campa de San
Severo en la madrugada del día 3 de junio de 1937, festividad de Santa Clotilde.
He
recogido poco antes el emotivo recuerdo que tuvo don Néstor para su amigo
Agustín el día del juicio, completamente merecido, por cierto. Por aquel
peligroso y prolongado gesto de acogimiento, el señor Valladares fue condenado
a doce años de prisión mayor. Como era habitual en aquellos días, en que urgía
aliviar la carga de presos hacinados en las prisiones, la privación de libertad
quedó reducida a tres años y medio, obteniendo la libertad condicional para las
ferias castellarenses de 1940. Ciertamente, aunque fuera una alegría, la cosa
no era como para celebrar los festejos: Agustín salió de presidio con
infiltrado tuberculoso, expulsado del cuerpo del magisterio y desterrado de
Castellar por un año, a no menos de cien quilómetros de dicha ciudad. Con el
tiempo, don Agustín se repondría de la tuberculosis, y hasta se emplearía como
contable de los Almacenes El Águila, pero solo él y su esposa sabían lo
que tuvieron que sufrir por su bondad. A fuer de sinceros, habremos de convenir
en que llevaba razón la tata Emilia en lo que repetía una y otra vez, al
morir don Agustín en el año cuarenta y nueve:
–
Si hay Gloria, el señor –con minúscula-
está en ella.
***
Poco a poco, hemos enlazado con lo que Alicia fue conociendo por las
cartas de su madre, de las que ya tenemos noticia. Tan solo nos falta dar un
par de pinceladas en el cuadro de los Manzanares para tener completo el
panorama que la joven ha de encontrar, para el caso probable de hallar un
motivo que la impulse a abandonar su exilio francés y regresar a sus
raíces hispánicas, ahora que tanto sufrimiento y desastre se encuentra en un
país como en el otro, por mor de las guerras. Y la verdad es que el acabado de
ese retrato de los Manzanares con guerra al fondo no resulta
particularmente halagüeño.
Comencemos por referirnos a Ricardo Manzanares, el hombre de la casa, en
quien doña Pilar fiaba la fortuna de esta tras el sacrificio de financiar su
carrera de médico. El joven, en efecto, madurado al sol de la contienda, olvidó
sus prístinas inclinaciones políticas y la bohemia de la vida estudiantil de
preguerra, tardando apenas tres años y medio en convertirse en un doctor,
con vocación por la pediatría. Mas simultáneamente ennovió con una
atractiva y enérgica muchacha, llamada Begoña Bermúdez, de conspicua familia de
derechas castellarense, de las de toda la vida. Bueno, lo de conspicua
merecería, tal vez, una aclaración y nadie mejor que doña Reme, la abuela
de Ricardo, para hacerla, con la sinceridad y vehemencia que siempre la
caracterizaron, hasta sus últimos días, que ya estaban discurriendo:
–
Hija –le comentaba a doña Pilar-, tú dirás lo
que quieras, pero me da en la nariz que Ricardo lleva camino de hacer una buena
boda, pero también de dejar a su familia en la estacada. Y no me refiero solo a
que emparente con esos estraperlistas de derechas, avergonzando la memoria de
su padre, sino a que, si estás confiada en que el chico nos eche una mano para
salir del hoyo, puedes esperar sentada.
–
No le ocultaré, madre –repuso doña Pilar-, que
en ciertos aspectos no es la chica que yo hubiera querido para Ricardo, pero,
de eso a pensar que lo vaya a apartar de nosotras, incumpliendo sus deberes de
hijo...
–
Si no es cosa de él ni de ella, mujer –aclaró
doña Reme-, sino de los Bermúdez que, como nuevos ricos y adictos al régimen,
harán todo lo posible para no tener nada que ver con nosotras. Por respeto a la
voluntad de su hija, o por darse pote con un médico de porvenir en su familia,
han transigido con aceptarlo por yerno, pero ya verás como ha sido con la
condición de que, tras él, no vayamos nosotras.
Doña Rita titubeaba a la hora de dar la razón a doña Reme, tratando
–como madre que se precie- de disculpar al hijo y echar sobre la nuera la
tierra de los defectos y desencuentros:
–
Bah, madre, eso son aprensiones suyas. A fin
de cuentas, Ricardo es ahora un hombre de carácter y, poniendo a Begoña en su
sitio, sabrá comportarse como debe y le ha sido enseñado.
–
Dios te oiga, hija –concluyó doña Reme-, pero
no esperes mucho de mi nieto, si no quieres sufrir una decepción morrocotuda.
Ya
en el dormitorio aquella noche, rememorando la precedente conversación, la
abuela no pudo evitar un pensamiento, que llevó hasta sus labios en un susurro:
–
Alicia, que seguro que querría, no puede.
Ricardo, que puede, no querrá. En cuanto yo cierre el ojo, ¡menuda vida de
soledad le espera a mi pobre hija!
En
fin, parte del presagio de la anciana tuvo su confirmación dos años más tarde,
cuando Ricardo marchó para Madrid, contratado por el prestigioso Hospital
del Niño Jesús. Como decía muchos años después quien tenía buenos motivos
para saberlo:
–
Aquella marcha tuvo mucho de fuga, de escapar
de su pasado y de las contradicciones entre aquel y su presente. Es
comprensible. Pero nada disculpa el que se despreocupara de su familia por la
sangre, a la que apenas ayudó a partir de entonces en lo económico y nada en lo
moral. Dicen que, al final de su vida, sufrió muchos remordimientos y hasta
escribió una breve y sentida biografía de su padre, al cumplirse los cincuenta
años de su ejecución. Pero lo que es su madre, murió con la aguja en la mano,
víctima de un cáncer y del terrible tratamiento de radioterapia de antaño.
Acababa de cumplir los sesenta...
***
La
abuela Reme no tardaría en fallecer, allá por el año 45, con el tiempo justo de
despedir a su nieto cuando partía para Madrid. Si se percató, o no, de la
confirmación de sus oscuros presentimientos, es cosa que puede ponerse
felizmente en duda pues, al decir de uno de los asistentes al velatorio, la
pobre señora ya estaba más pallá que pacá. De ser así, mejor para ella.
Doña
Pilar dio tierra a su madre y evitó informar del fallecimiento a Alicia, para
no condicionar sus decisiones. Tengo para mí que la señora tendría presente la
conducta de Ricardo, para no cargar sobre los hombros y la conciencia de su
hija lo que el hermano bien que podía hacer y no asumía. O acaso –seamos
optimistas por una vez- se sintió fuerte y segura, gracias a lo que iba
mejorando paulatinamente su situación monetaria, según la guerra civil se
alejaba y, con ella, la miseria de los modestos y el desprecio de los
vencedores pudientes. Así que doña Pilar optó por contratar a una segunda
oficiala y puso la marcha de los asuntos domésticos en manos de una criada
fija, recomendada por la tata Emilia, la de los Valladares, para que le
sirviese de ayuda y de compañía.
Y
con esto podemos retirar el cuadro del caballete y mandarlo a enmarcar.
Recuerden: Es el año 1945, aquel en que concluyó la Segunda Guerra Mundial. A
partir de ahora, mi historia deja de estar condicionada por avatares bélicos
bien reales, para sufrir el acoso del mundo de los espíritus. Aunque, a fin de
cuentas, ¿están los muertos fuera de la realidad? Yo no sabría qué
decir, ni es mi obligación pronunciarme. Solo soy la modesta narradora de la
presente historia.
5. El regreso de Alicia
A poco de producirse la muerte de su
esposo, Alicia empezó a tener de forma recurrente un sueño, de visión cada vez
más precisa. Don Néstor, su padre, se le aparecía y rogaba que volviese a
España para hacerle justicia. Un psiquiatra habría interpretado con
facilidad el caso como un ejemplo del síndrome de Hamlet[13], aunque ese diagnóstico
tenía en Alicia una objeción no desdeñable: la joven no había vuelto a leer
dicha tragedia desde los ya lejanos tiempos del bachiller. Por otra parte, en
su sueño no se producía el necesario diálogo entre el aparecido y la
protagonista; de modo que mal podía esta conocer quién, o quiénes, eran las
personas sobre las que habría de “hacer justicia”, ni cuál era la maldad o delito
concretos que debería ajusticiar.
Como es
natural, Alicia experimentó ante su repetido sueño sentimientos sucesivamente
más intensos. La sola visión onírica del padre engendró en su ánimo una triste
inquietud, que no acababa de superar, por más que se dijera una y otra vez que los
sueños sueños son, máxime cuando –por ocultación del hecho por su madre- no
sabía que su padre había muerto, si bien lo presentía. Pero, cuando recibió en
el año 45 la carta en que doña Pilar le informaba de la ejecución de su padre,
la mera inquietud se convirtió en angustia. Empezaba a ver claro qué era lo que
el espectro de su padre podía pretender de ella, por más que todavía le
faltasen los necesarios detalles. Fue entonces cuando paró mientes en la vieja
historia del príncipe de Dinamarca y en la probabilidad de que la identidad de
los personajes sobre los que hacer de justiciera estuviesen ligados a la muerte
de su padre con el estigma de la traición.
Con todo, Alicia tenía poderosas razones
para mandar a paseo a aquella inoportuna alma en pena, por más que fuese
la de su querido padre. Para empezar, un sueño, por insistente que sea, no
tiene por qué ser otra cosa que el fruto de un subconsciente calenturiento.
En segundo lugar, de ser una llamada de su padre desde el otro mundo, parecía
obvio que lo que pretendía de ella era, lisa y llanamente, imposible, mientras
gobernasen en España las autoridades que la guerra civil había instaurado en
España, a saber por cuántos años. Puesta a tomar cada vez más en serio su
sueño, Alicia argumentaba ya en términos prácticos y se decía que, con Francia
victoriosa de los nazis y hostil hacia la España de Franco, malamente iba a
poder pasar la frontera una exiliada de izquierdas, con un mandato de
hacer justicia frente a las personas que fusilaron a su padre.
De la ética y la sensatez de nuestra
protagonista da cumplida prueba la razón por la que, en principio, decidió
descartar la toma en consideración de la petición espectral. Mi padre –se
decía- era un hombre recto y nada violento: Nunca osaría pedir a su hija que
cometiese un grave delito o, cuando menos, una barbaridad moral. ¡Ojalá que
Alicia hubiese persistido en esa certera deducción, aunque con ello nos
hubiésemos quedado sin historia!
Fue esa argumentación moralizadora la que
hizo que Alicia superase en parte sus angustias y, como algo curioso y ya
pasado, se sincerase con Martine, su suegra, y le revelase su visión a la
enésima vez que esta hubo envenenado su sueño[14]. Seguramente
la la nuera lo hizo por razón de confianza y de convivencia, sin detenerse a
considerar –quizá no conocía esa faceta de su suegra- que Martine era
aficionada al espiritismo. Inmediatamente reaccionó a la revelación de la viuda
de su hijo:
–
Querida
–aseguró-, ese no es un simple sueño. La precisión del recuerdo y la
insistencia en el mismo significan que de verdad es tu pobre padre, que quiere
comunicarse contigo para darte un encargo preciso.
Alicia, nada creyente en esas conexiones
de ultratumba, trató de quitarse de en medio las inconsistencias de su
suegra y le replicó con cierta ironía:
–
Pues
ya me dirás cómo voy a interpelar a mi padre para que me explique qué es lo que
quiere de mí y a qué personas he de buscarles las cosquillas, porque yo no sé
cómo meterme en el sueño y, por supuesto, no voy a viajar a España para esperar
allí instrucciones.
Martine sonrió. Se veía que la chica no
estaba muy ducha en las cosas del Más Allá:
–
Muchas
de nosotras recibimos señales y mensajes de los espíritus, pero muy pocas
estamos en condiciones de entablar relación con ellos. Para conseguirlo están
los médiums.
Alicia calló, con la secreta esperanza de que
su suegra no supiese de ninguna de esas criaturas privilegiadas que parecen
gozar de tales poderes paranormales, pero se equivocaba:
–
Precisamente –prosiguió Martine- conozco a una
vidente a la que he consultado con provecho en más de una ocasión. Se hace
llamar Madame Audelà[15]. Aunque solo
sea para que salgas de dudas, le haremos una visita... No te niegues, por
favor. Es una mujer muy discreta y seguro que la experiencia te resulta muy
gratificante... Si quieres, correré yo con los gastos, ya que te he propuesto
la idea.
Con
tal cúmulo de seguridades, Alicia no tuvo más remedio que consentir.
***
Pese a la opinión muy favorable que Madame Guimard tenía de la
médium y a la apariencia amable y nada estrafalaria de esta, resultaba evidente
la actitud fría y reservada que Alicia mantuvo mientras su suegra hacía las
presentaciones e iniciaba la exposición del caso, visto que la joven no se arrancaba
a explicarlo por sí misma. Madame Audelà interrumpió tal relato y,
dirigiéndose a Alicia –a quien no había dejado de observar atentamente desde
que entró en su casa-, le preguntó sin acritud:
–
La señora no parece muy convencida de poder
sacar nada en limpio de esta visita: ¿me equivoco?
La
interpelada tenía la respuesta negativa en la mente, pero le pareció de mal
gusto expresarla con palabras. Optó por contestar con otra pregunta:
–
¿Debo estarlo para que usted pueda ejercer su labor
con éxito?
–
No necesariamente –repuso Audelà-, pero
ayudaría. De hecho, la indiferencia no parece la mejor postura en quien tan
entrañablemente amó a su padre, y este a ella.
Alicia se quedó de piedra, pues la narración de Madame Guimard no
había llegado a identificar al espectro. Pero en seguida comprendió que ambas madames
podrían haber concretado algo más al concertar la visita. Rebajó entonces
la estupefacción y precisó con claridad su objetivo:
–
Lleva razón en lo relativo a los sentimientos
hacia mi padre. El amor que le profesé, y sigo teniéndole, es lo que me impulsa
a extremar mi atención al sueño en que se me aparece, con independencia de que
me sienta más o menos impelida a considerarlo como algo más que una fantasía.
La
vidente volvió a darle una muestra más de su presciencia:
–
Hará bien en sopesar seriamente las peticiones
de un difunto, sobre todo cuando, como sucedió con su padre, fallece de manera
repentina, o a manos de otras personas.
Alicia quedó en silencio, aunque cada vez más inclinada a aceptar que se
hallaba ante una persona de facultades muy especiales. Madame Audelà
insistió en sus preguntas:
–
En definitiva, madame, no perdamos el
tiempo, ni hagamos concebir al espíritu falsas esperanzas. ¿Está usted
dispuesta a cumplir su voluntad, si él se aparece y corrobora lo que le
pidió en sueños?
–
Si eso sucede –comprometió Alicia- haré cuanto
mi padre quiera, siempre que esté en mi mano.
–
Pierda cuidado –afirmó la médium-. Los
espíritus pueden pedir cosas difíciles, pero nunca imposibles.
Madame
Guimard intervino, anhelante por asistir a una sesión de espiritismo con
asistencia del alma de su consuegro. Terció, pues, y sugirió:
–
Creo que ya está todo dicho. ¿Qué le parece, Madame
Audelà, si fijamos la fecha de la próxima visita?
–
Estas cosas, querida, no funcionan así. Ya les
avisaré cuando el espíritu de Monsieur Manzanares y yo estemos
preparados.
***
El
espíritu y la médium estuvieron prestos a los quince días y ni que decir tiene
que Alicia y Martine acudieron emocionadas y con una tensión que llegaba a
resultar angustiosa. Tanto, que para quien, como Madame Guimard, acudía
como a un espectáculo, la sesión resultó decepcionante. Sentadas en torno a una
mesa camilla, a la luz tenue de unas velas y uniendo de tanto en tanto sus
manos, tan tópica y sencilla escenografía sirvió para un simple juego de
preguntas y respuestas, en que la médium fue la única en hablar, erigiéndose en
intérprete y transmisora de la voluntad y de las precisiones que decía
expresaba el espíritu de don Néstor. Ni golpes en las paredes, ni
desplazamiento de muebles, ni siquiera ronquera de la vidente al dar voz al
alma a la que invocaba. Pero lo que Alicia deseaba era simplemente la
confirmación de su sueño, con todo el detalle que fuese posible; y, para eso,
ante la confusión de su mente y la necesidad de tener el encargo de su padre
meridianamente claro, cuando el espíritu se retiró y la médium se levantó de la
mesa y encendió la luz eléctrica, le rogó que hiciera un relato de corrido de
cuanto su padre hubiese expresado. Madame Audelà lo resumió así:
–
El espíritu de su padre quiere, en efecto, que
le haga justicia frente a quien lo entregó a sus enemigos. Dijo también que,
para ello, tendrá que regresar a España. Finalmente prometió que, si vuelve a
la ciudad de Castellar, le hará conocer a una persona que le ayudará a cumplir
su voluntad.
Alicia, quizá juzgando la revelación demasiado escueta, o tal vez
deseando una más amplia comunicación con su padre, preguntó si el espíritu de
este no había dejado dicho para ella nada más. Madame Audelà contestó:
–
Nada que tenga que ver con su voluntad, pero
sí con la forma de ser de usted... El espíritu dijo: Mi amada hija está
adornada de las mejores cualidades, pero entre ellas no cuenta la credulidad.
Si te pidiere una señal de veracidad, le dirás: Tu abuela Reme ya está conmigo
en este mundo y lamenta haberse ido del vuestro sin poder despedirse de su amada
nieta Alicia. Eso me dijo y, cuando yo le indiqué que tal prueba resultaba
innecesaria, dada la fe que usted parecía denotar, el espíritu sonrió y me
dijo: Tengo mucha más experiencia que tú de lo terca que es mi pequeña.
Alicia
se echó a llorar inconteniblemente al escuchar esas últimas palabras de su
padre, cuya autenticidad le pareció irrebatible, así en la forma, como en
el contenido. No obstante, antes de tomar una decisión tan trascendental en su
vida, escribió a su madre y, al preguntar en la carta por su abuela, utilizó un
subterfugio, a fin de evitar que doña Pilar siguiera ocultándole su muerte: Dime
la verdad, mamá, pues he soñado varias veces que la abuela nos había dejado. La
madre contestó con veracidad, haciéndole saber que doña Reme había fallecido
meses atrás. A partir de ese momento, Alicia no tuvo ninguna duda sobre qué
debía hacer y puso manos a la obra de superar los obstáculos para lograrlo.
Aparte del deseo de los Guimard de que continuase con ellos, la mayor
dificultad para regresar a España era la tirantez de las relaciones entre los
gobiernos francés y español, tras finalizar la Guerra Mundial y pretender
vanamente los vencedores poner en un aprieto al Generalísimo Franco, rompiendo
con su país relaciones diplomáticas. Pero ese prurito democrático no duró mucho
y en 1947, aduciendo francamente su condición de española y la necesidad que su
madre –de edad y viuda- tenía de su ayuda, Alicia pudo poner al día su
pasaporte y obtuvo el pertinente plácet para su regreso a España. Así,
once años después de su partida, una todavía veinteañera Alicia Manzanares
pisaba nuevamente el andén de la estación de Castellar. La identidad del lugar
le hizo concebir la emoción de que seguía siendo la misma chiquilla que de allí
partiera para perfeccionar su francés, pero era obvio que se equivocaba. Las
canas y arrugas de aquella madre a la que abrazaba al bajar del tren eran la
primera prueba de la cruda realidad. El sibilino y perentorio deber que la
había hecho volver era otra.
6. La traición y los presuntos aleves
Alicia no venía descalza de Francia. Entre sus ahorros y la generosa
cantidad que los Guimard le entregaron como viático, en recuerdo de nuestro
querido Gastón, traía en moneda francesa efectivo suficiente como para
vivir holgadamente en Castellar, al menos, un par de años. Los posibles
inconvenientes legales para convertir los francos en pesetas los obvió tras una
entrevista con el señor Acebes, alto empleado del Banco Castellano, con
el que su padre había llevado siempre sus asuntos financieros antes de la
guerra. Tan solo le puso una condición:
–
Vaya cambiando el dinero poco a poco. Al no
haberlo declarado en frontera, podrían incautárselo, si lo hiciese de golpe.
En
el patio de operaciones observó que era el blanco de muchas miradas, y no solo
masculinas. Supuso que la habían reconocido, pese a los muchos años
transcurridos. No era así: El paso de una década había transformado a la
pizpireta bachillera en una hermosa mujer, cuyo estilo y ropas a la francesa
contrastaban favorablemente con los trapos de las féminas de
Castellar. Pero no era admiración lo que pretendía; de modo que se prometió
comprar algunos vestidos y otras prendas en cualquier comercio de medio pelo de
los soportales y, por supuesto, retirar todos esos bérets y esas casquettes
con que se tocaba[16].
No le sirvió de mucho tan humilde propósito. En cuanto su madre la vio llegar
con una falda y un jersey color marrón teresiano, le echó una buena
bronca:
–
... Así que la señorita –para doña Pilar era
como si el matrimonio de su hija no hubiese existido- se gasta el dinero en
esas birrias, en vez de permitir que su madre le haga los vestidos. En casa del
herrero, cuchillo de palo.
–
Perdona, mamá. Solo trataba de no darte
trabajo, que ya tienes demasiado cosiendo para afuera.
Y
era cierto. La viuda de Manzanares –como ya empezaban a llamarla en sociedad-
se estaba convirtiendo en una de las más afamadas modistas de Castellar, por
más que ella no quisiera significarse de ningún modo, precisamente por ser
viuda de quien era. Pero ni por esas: En su taller, que ya ocupaba la mitad de
la casa, dos oficialas y una aprendiza se afanaban a la aguja o con la máquina
de coser. Alicia hubo de conformarse con ayudar en tareas domésticas y en algunos
asuntillos contables o administrativos que el trabajo de su madre generaba. Por
lo demás, ni pensar en quitarle el puesto a Severina, la recomendada de la tata
de los Valladares, tan buena criada, como dominante y celosa en sus
cosas, a quien llevaban los demonios tan pronto entraba Alicia en la cocina
a la hora de guisar, o la veía con un plumero en las manos:
–
¡Deje, señorita! –ordenaba- y salga a pasear
un rato, que hace un día precioso para ello.
La
verdad es que la apreciación del buen tiempo por la Seve era en ocasiones muy
discutible, pero Alicia, en el fondo, no dejaba de darle la razón: Necesitaba
tomar el aire de la calle, mezclarse con la gente, recuperar el interés por la
vida que correspondía a una joven de su edad; pero sus buenos propósitos
naufragaban una y otra vez contra las aprensiones políticas y la sensación de
vergüenza al haraganear, del viejo instituto, al parque; de los soportales, a
esa universidad que ya nunca frecuentaría. Tenía que salir de sus casillas,
pero no para flotar sobre aquella ciudad de recuerdos y camisas azules, sino
para implicarse en nuevas ocupaciones, útiles y compartidas. Su Gastón lo
expresaba otrora en un idioma que llegaría más tarde a odiar: lieben und
arbeiten, amar y trabajar[17]. A ella, por
ahora, no le apetecía amar. Así pues, tendría que limitarse a trabajar. Mas
antes, y por encima de todo, habría de dar los primeros pasos por el camino de
Némesis[18]
y nadie mejor que su madre para que fuera su mentora.
***
Alicia había decidido desde un principio
mantener en completo secreto el encargo de su padre y su voluntad de hacer lo
posible por cumplirlo. Ese sigilo también rezaba para con su madre, aunque, de
estar al tanto, tal vez asumiría con satisfacción la tarea de hacer justicia,
sea ello lo que fuere. La verdad es que doña Pilar estaba deseando hablar con
su hija del triste fin de su padre, ya que se había empeñado, por buenas
razones, en omitir u ocultar en las cartas muchos detalles. Rememorando ahora
estos, no dejaba de sufrir al revivirlos, pero también le producía la extraña
sensación de que retrocedía en el tiempo y, de alguna forma, rescataba a su
esposo de la muerte y el olvido. Y, al hacerlo con su hija, no solo podía
sincerarse plenamente, sino cumplir el deber de devolverle los momentos –por
amargos que hubieran sido- que no había podido vivir en su día.
Pero Alicia, por lo pronto, no quería entrar en el terreno de
menudencias y sensiblerías al que parecía querer conducirla su madre. Le dejaba
hablar y hablar pero, en el fondo, lo que quería era llevarla a revelar lo
referente a la traición, es decir, a las personas que, según el
espectro, lo habían entregado a sus enemigos. Finalmente, no tuvo más
remedio que preguntar directamente a su madre:
–
Aun siendo lógico que la policía acabase dando
con el paradero de papá, ¿no te has detenido a pensar en lo sospechoso que fue
el que lograra burlarlos por dos veces y lo detuviesen a la tercera, apenas
pocos días después del segundo registro? ¿No pasaría algo entre medias:
algún chivatazo, por ejemplo?
Para su sorpresa, y como si le hubiese leído el pensamiento, doña Pilar
se excusó:
–
Hija, no le demos vueltas inútilmente a
aquellos días tan tristes. A papá le sucedió lo inevitable. Demasiado tiempo
logró el pobre pasar inadvertido en aquella ratonera. ¿Te imaginas? Siete meses
sin salir de casa, temiendo que en cualquier momento vinieran a capturarlo. ¡Y
luego cinco meses más en prisión, esperando el juicio y después el
fusilamiento!
Alicia se incomodó por aquella respuesta que, no solo le privaba de
conocimientos, sino que le parecía poco interesada por saber cuanto se pudiera
acerca de lo sucedido a un ser tan querido. Replicó a su madre con excesiva
rudeza:
–
¡No me digas que no te importa que papá fuese
delatado por alguna persona, siendo privado por ello de la posibilidad de
sobrevivir, por muy difícil que fuera!
La
madre, dolida, replicó, asimismo sin mucha contención:
–
Si convirtiéndome en detective pudiera
devolverle la vida a tu padre, o conseguir que les dieran su merecido a sus
asesinos, no dudes de que revolvería Roma con Santiago por averiguar hasta el
último detalle de cuanto sucedió. Pero papá está muerto, Alicia, y nosotras
tendremos que convivir con ese dolor hasta el fin de nuestros días, con el
añadido de ver a quienes lo mataron victoriosos y sin castigo, salvo el que
Dios les tenga reservado en la otra vida.
Al
escuchar a su madre hablar de la otra vida, Alicia no pudo por menos de
relacionarla con el encargo paterno, que ella se sentía llamada a cumplir:
–
Que haya Dios y que castigue las malas acciones
después de la muerte no excusa que nosotros no procuremos la justicia en este
mundo. ¡Aviados estaríamos si no nos enfrentásemos a los criminales, antes y
después de que cometan sus fechorías!
–
Algún día podrá hacerse justicia y recuperar
el honor y el buen nombre de quienes murieron simplemente por sus ideas
–concedió doña Pilar-. Pero ahora, con la situación en que vivimos, solo nos
queda guardar su recuerdo en la memoria y salir adelante. De dar vueltas a lo
que pasó y hacerse constantemente mala sangre, solo sacaremos el destrozar aún
más lo que nos queda de vida. ¡Qué más querrían aquellos asesinos: Acabar con
los hijos, tras hacerlo con sus padres!
Alicia todavía insistió, aún a riesgo de transparentar sus intenciones:
–
Pero, mamá, ¿no crees que a papá le gustaría
que fuésemos más activos y enérgicos a la hora de tenerlo presente, en lugar de
limitarnos a vivir la vida como si fuese exclusivamente nuestra?
–
De ningún modo –replicó la madre con
vehemencia-. Tu padre fue a la muerte con la tranquilidad que le daba su
conciencia, sin otro sufrimiento que el de dejarnos desasistidos. No tenemos
mayor obligación para con él que la de salir adelante y, en lo que a Ricardo y
a ti respecta, hacer buena la sangre que de él lleváis, con vuestro trabajo y
honradez.
De
un modo u otro, Severina tuvo noticia del interés de Alicia por saber los
detalles de la detención de don Néstor, así como de las reticencias de su madre
para informarle de los mismos. Lo comentó con la tata Emilia –la criada
de los Valladares- y le faltó tiempo a esta para trasladar a su amiga cuanto se
sospechaba acerca del tema. A fin de abreviar la exposición, expondré de un
tirón lo que Emilia contó a Severina, para que esta, a su vez, lo hiciese
llegar a su señorita. He aquí el relato:
–
Para mí que doña Pilar no hace bien ocultando
a la niña lo que quiera saber sobre la detención de su padre, aunque se
haga mala sangre y no pasen de ser sospechas, que han salpicado a muchos:
¡Hasta llegaron a pensar mal de mí y de Lucita, con el cuento de que éramos muy
habladoras y no estábamos conformes con el riesgo que suponía tener a don
Néstor escondido en nuestra casa! Pero tampoco me parece a mí que haga bien
Alicia criticando a su madre, como si no le hubiese importado nada lo que pasó.
¡Bien que anduvo intrigando por el juzgado para que le dieran noticia de quién
había denunciado a su marido, hasta que la echaron con cajas destempladas y con
la amenaza de que, si seguía metiendo las narices donde no debía, se las iban a
tener que cortar! Porque eso sí, Seve, alguien se fue de la lengua, eso es
seguro. Te lo digo yo, que vi cómo los policías iban como rayos al cortinón en
que se envolvía el pobre don Néstor. ¡Y lo que le dijeron al portero, cuando
este se sorprendió de que volviesen tan de seguido: Esta vez será la última!
En fin, Seve, que puedes asegurarle a tu señorita que, lo que es, chivatazo lo
hubo; pero, ¿de quién? ¡Ahí está el detalle!: Que eso solo lo pueden saber a
ciencia cierta los policías que entonces lo detuvieron; y eso, si el cuento no
fue anónimo, o sea, una carta o un telefonazo de alguien que no se diera a
conocer.
Bueno,
vamos al grano. Como no se trata de volver loca a la señorita, le vas a decir
que hay dos teorías más probables. La primera, que algún vecino de la acera de
enfrente viese a don Néstor esconderse alguna de las veces que lo hizo y lo
delatase. Eso es lo que creen mis señores, aunque es poco decir, pues no es
fácil de localizar el vecino que lo denunció, entre los varios que pudieron
verlo. Don Agustín opina que habría de ser alguien de derechas, o de izquierdas
que quisiera hacer méritos ante las autoridades. Ya sabes que él se pasó varios
años en prisión por haberlo escondido en su casa, por lo que no sabe lo que
pasó en ese tiempo, pero la señora tenía entre ceja y ceja a la de Orozco, una
señora de misa diaria en los capuchinos, casada con un viajante que, a poco de
la detención de don Néstor y de mi señor, lo nombraron para no sé qué cargo en
Burgos y allá que se fueron, que a Castellar no han vuelto, que yo sepa.
Claro
que tu señora, doña Pilar, ha sospechado siempre de una vecina suya, doña
Solita, casada con un militar al que mataron en el Alto del León, a los pocos
días de empezar la guerra. Doña Pilar y ella nunca se habían tratado más que de
hola y adiós, pero, a poco de quedarse viuda, la tal doña Solita, con el cuento
de que se sentía muy sola y necesitaba distraerse haciendo algo, empezó
a bajar a casa de los Manzanares y a ayudar en pequeñas cosas e, incluso, a
echar una mano con la costura, que no se le daba mal, y sin querer cobrar nunca
nada. A doña Pilar se le hacían los dedos huéspedes de tanta visita y tanto
entremetimiento, pero su madre estaba muy a gusto con Solita y le quitaba a su
hija de la cabeza sus barruntos. Debes saber, Seve, que, a cada poco y de
muchas maneras de tapadillo, doña Pilar hacía llegar a mi señora ropa, libros,
cartas y algunas otras cosas para que se las diera a don Néstor, al tiempo que
recibía noticias de su salud y estado de ánimo, así como unas notas muy
emocionantes suyas para sus hijos, que alguna vez me atreví a leer y me hacían
pingar el moco. Bueno, pues que algo de eso pudo llegar a los oídos atentos de
la vecina, seguramente por alguna indiscreción de doña Reme, y, de la espía a
los policías, solo hubo un paso... Como en el caso de la de Orozco, también con
doña Solita hubo de qué sospechar, pues, tras la detención de don Néstor,
aquella alma caritativa dejó de visitar y ayudar a sus vecinas y, cuando
doña Reme se lo echó en cara, Solita salió con que la viuda de Onésimo le había
pedido su cooperación para el Auxilio Social[19] y ahora
estaba muy atareada. ¡Qué casualidad!, ¿verdad?
Hasta aquí, el relato de lo que Emilia
narró a Severina para que satisficiera los deseos de Alicia de conocer
aquello que su madre no quería que supiera, por su bien. No era lo suficiente
para pensar seriamente en hacer justicia pero, al menos, dejaba claro
que en aquella tragedia, como en Hamlet o en Agamenón[20]
, había habido un traidor –o varios-, aunque en este caso, no pudiendo dar
muerte por su mano a la víctima, la habían entregado a los sicarios para que la
llevaran al matadero. Poco podía hacer Alicia para dar con las personas que
habían vendido a su padre, pero el hecho es que no quiso quedarse cruzada de
brazos hasta que aquel le enviase desde el otro mundo la ayuda prometida.
Emblema del Auxilio Social
***
Optó por indagar primeramente acerca de los vecinos sospechosos de los
Valladares. Bien fácil le era acudir a Emilia, su espontánea
informadora, y pedirle concreciones sobre aquellos Orozco, que parecían haber
medrado a raíz de la prisión de su padre. La tata torció el gesto:
–
Han pasado muchos años, niña mía –objetó-,
para conseguir lo que quieres, pero todavía son pocos para que la gente hable
sobre ciertas cosas. A lo mejor, los señores podrían informarte mejor.
Alicia sonrió: Resultaba que la propia Emilia era un buen ejemplo de la
gente a la que le incomodaba hablar sobre ciertas cosas.
–
No me parece una buena idea –rechazó la
joven-. Lógicamente ellos estarán más afectados que tú por lo sucedido y,
además, le faltaría tiempo a doña Veneranda para contarle a mi madre que sigo,
erre que erre, con mis malas ideas.
La tata transigió:
–
Está bien, señorita. Procuraré enterarme y le
contaré; pero mejor quedamos en algún sitio fuera de casa. No querría que mi
señora me preguntase qué andamos tramando a sus espaldas... O, si no, se lo
digo por conducto de la Seve, como la otra vez.
Al
cabo de unos días, en efecto, Severina le tenía toda la información, que se
había aprendido al dedillo:
–
Orozco era el apellido de la mujer, que el del
marido no he encontrado a nadie que lo recuerde: ¡Han cambiado tanto los
vecinos desde entonces! Vivían en el piso segundo, centro, frente por frente de
nuestra casa, pero un piso más arriba. Desde que se marcharon de Castellar en
el 37, no han vuelto a aparecer por aquí. ¡Ah!, me dijo el portero que, hace
unos años, pasó por allí un señor, todavía joven, que dijo ser hijo de los que
allí vivieron y le preguntó si podría echar un vistazo al piso, para refrescar
sus recuerdos de la infancia. ¡Figúrate! El conserje le dijo que la vivienda
estaba alquilada y que, si quería entrar, tendría que pedir permiso a los
actuales inquilinos. El señor dio media vuelta y el portero no ha sabido más de
él.
Así
que los sospechosos habían vivido en el segundo centro... Le faltó tiempo a
Alicia para constituirse en la calle del Licenciado Pozas, esquina a Moyano, y
hacerse una idea de la perspectiva y la visibilidad que se podía tener del
mirador de los Valladares, que tan bien había llegado a conocer. La calle era
bastante estrecha y recta. Seguramente la visión era satisfactoria desde la
casa de la Orozco, como desde otras tres o cuatro de su inmueble y del contiguo.
Le habían dicho que el segundo de los registros había sido ya de noche. Hizo la
prueba de colocarse en la acera de enfrente y pedirle a Emilia que se situara
entre cristales. Era evidente que, en horario nocturno, la identificación
personal resultaba imposible. Emilia, algo obtusa y todo, le hizo observar:
–
Eso no prueba nada, señorita. Aunque el
denunciante no reconociese a don Néstor, ni siquiera lo hubiese visto nunca, le
bastaría con ver a una persona esconderse como lo hizo ante la llegada de la
policía, para comprender que se trataba de tu padre.
–
Pero nadie sabía que estaba escondido en
vuestra casa, ni tenía por qué conocer que don Agustín y él eran tan amigos...
–
Niña mía –replicó la tata-, a raíz del
primer registro, en el vecindario no se hablaba de otra cosa. ¡Anda que no tuve
yo que hacerme la tonta, o mandar a paseo, a quienes querían tirarme de la
lengua!
***
La siguiente averiguación de Alicia vino rodada, pues se tropezó con
doña Solita en las inmediaciones del mercado del Val. Al saludarla, la señora
quedó sinceramente sorprendida, pues no reconoció a su antigua vecinita después
de tanto tiempo. Al identificarse Alicia, doña Solita simuló alegría y le
dedicó unas cuantas zalemas, a propósito de su buena apariencia, a las que la
joven replicó de manera análoga. Pero no se trataba de andar con finezas, sino
de aprovechar la oportunidad para aclarar ciertas cosas. En consecuencia,
Alicia inmediatamente entró en materia:
–
Ya que la veo, quiero agradecerle lo que hizo
por mi familia en los primeros tiempos de la guerra. Mamá ya me ha contado...
La
señora la cortó, mostrando cierto nerviosismo:
–
No fue nada. Para eso estamos los vecinos,
para ayudarnos. Por cierto, no sé si sabes que me quedé viuda a poco de
estallar el Alzamiento.
–
¡Es verdad, no había caído! Me lo contó mamá.
La acompaño en el sentimiento. ¡Qué espanto! Primero, usted; luego, mi madre, y
finalmente, yo... Me casé el Francia y mi marido también cayó en la guerra de
allá.
–
¡Pobrecita! Créeme que lo siento mucho, pero
eres joven y seguro que reharás tu vida. ¿Tienes hijos?
–
No, señora. Mi esposo murió a poco de
casarnos.
–
Mejor así, y perdona que te lo diga. En otros
casos, la falta de hijos hace sentir la soledad, pero tú puedes volver a
casarte aquí en España y te será más fácil si..., bueno, si eres completamente
libre.
Alicia entendió que doña Solita ya estaba madura para entrarle a
fondo, antes de que pudiera escabullirse con el pretexto de que tenía prisa, o
algo parecido.
–
Por cierto, doña Solita, mi madre quedó muy
preocupada de que dejase de ir por casa, así, de repente, como si la hubiese
faltado en algo, cuando tan bien se había portado usted con mi abuela y con
ella...
–
¡Quita allá, chiquilla! Creo que ya le dije en
su día que todo fue cosa de otras amigas, también mujeres de militares, que me
echaron en cara el que anduviese entrando en casa de un prófugo, cuando mi
marido había muerto luchando contra los vuestros. ¡No sabes cómo eran
las cosas entonces! En fin, luego me cambié a otra casa más acomodada a mis
necesidades y... Eso fue todo.
–
Pues ahora que la guerra se va olvidando
–ironizó Alicia-, vuelva usted a visitarnos. No dude que la recibiremos con el
mayor cariño.
Por
compromiso, doña Solita asintió y e hizo ademán de despedirse, momento que
aprovechó Alicia para presentarle el anzuelo que le tenía preparado:
–
Adiós y espero que hasta pronto. ¡Ah! Y no
olvide dar recuerdos de mi parte a doña Mercedes Sanz.
–
¿A quién?, preguntó sorprendida doña Solita.
–
A Mercedes Sanz Bachiller, insistió Alicia,
añadiendo el segundo apellido.
–
No caigo –reiteró Solita-. No creo conocer a
esa señora.
Quizá no debería haber hecho aclaración alguna, pero el hecho es que
Alicia repuso, con una sonrisa mefistofélica:
–
¿No? Pues es la señora que fundó el Auxilio
Social[21] y
que, según le dijo usted a mi madre, llamó personalmente a usted para que
cooperara en tan benemérita labor.
Roja como un tomate, doña Solita masculló algo así como una despedida y
salió escopetada. Alicia, sin perder la sonrisa, le dijo mientras la veía
alejarse:
–
Hasta pronto, buena vecina.
7. La ayuda prometida
Alicia entendió que, por el momento, nada más podía hacer por complacer
a su padre, mientras este no le aclarase la confusión en que se hallaba sumida,
cumpliendo con el compromiso de proporcionarle una persona que la ayudase a
cumplir su voluntad. Diariamente, al retirarse por la noche a descansar, cual
si de una oración se tratara, se dirigía al espíritu paterno y le rogaba que
volviese a ponerse en contacto con ella, aunque solo fuera en sueños, y le
hiciese llegar la ayuda prometida. Pero los días pasaban y su petición no
recibía respuesta ninguna, hasta el punto de que empezó a cansarse, suplicando
cada vez con menor confianza y vehemencia. Llegó el momento en que comenzó a
dudar de los mensajes deferidos por Madame Audelà y a creerse víctima de
la credulidad en los sueños, como tantos otros embaucados a lo largo de los
siglos por quienes, desde el profeta Daniel al psiquiatra Freud[22], se habían
erigido en intérpretes de los delirios oníricos.
Fuese por esta creciente decepción, o por la sensación de inutilidad y
de vacío a que hemos aludido en el capítulo anterior, el caso es que, un buen
día de mayo, Alicia vistió sus mejores galas y le espetó a doña Pilar: Mamá,
voy a salir a buscar trabajo.
La
madre se hizo de cruces y apostrofó a su hija, no sin razón:
–
¡No sabes lo que dices! ¡Y así, de pronto, sin
explorar el terreno ni buscar algunas referencias! ¡Pues anda, que está el
empleo como para que se lo den a la primera que llegue a pedirlo! ¡Y siendo la
hija de quien eres!
–
Pues una de dos, mamá –repuso Alicia con
guasa-: O salgo a buscar novio, o a buscar trabajo. De alguna forma tendré que
mantenerme. Y, precisamente por ser hija de quien soy, veo más digno ponerme a
trabajar que a pasearme por la calle de Santiago, luciendo palmito.
Doña Pilar resopló y bajó el volumen de su voz:
–
Eres imposible... Por lo menos, compra El
Noticiero y busca en los anuncios por palabras.
–
Mamaíta, que hasta ahí ya llego, repuso
Alicia. Ya tengo echado el ojo a unas cuantas ofertas.
–
Ten cuidado de dónde te metes –insistió doña
Pilar-. Para estar despachando lentejas por cuatro perras, mejor te quedas en
casa, laborando en el taller.
–
Ya sabes que la costura no es lo mío –replicó
Alicia- aunque, si no encuentro algo potable, todo se andará.
En
el fondo, no era la torpeza de sus manos lo que apartaba a Alicia del taller de
su madre, sino un razonable deseo de salir de casa e integrarse en la vida
social de la ciudad, aunque los comienzos fuesen tan limitados, como el ponerse
detrás de un mostrador a despachar lentejas.
Una
de las ofertas de trabajo hacía referencia a una tienda de tejidos en la calle
de Las Calderonas. La gestión resultó fallida porque, según el encargado,
acababan de contratar a otra persona el día anterior, y bien que lo sentía,
agregó con una malicia que presagiaba rijosidad. Alicia dio media vuelta y
salió sin una palabra. Casualmente, frente por frente, un amplio
establecimiento ostentaba el siguiente rótulo:
Farmacia,
Perfumería y Droguería
La
Española
Hijos
de Celestino Recio
Un sexto sentido la animó a entrar de una
manera bastante desenfadada:
– Buenos días, ¿puedo hablar con un hijo
de don Celestino Recio?
– ¿Con cuál de ellos?, contestó un señor
de mediana edad, con bata blanca y corbata.
– Con el que esté al cargo de la
farmacia.
– El farmacéutico es mi hermano –aclaró
el señor-. Salga usted y entre por la puerta de más abajo.
Resultó que el comercio estaba dividido en dos partes contiguas,
comunicadas por el interior pero con entradas independientes. Alicia comprendió
que era lo lógico, para evitar toda contaminación de los fármacos con los
productos de droguería.
El farmacéutico, Doctor Fidel Recio, según la placa, recibió con
interés la petición de trabajo de Alicia, aunque le aclaró que, por el momento,
no tenía ningún puesto vacante.
– Es una lástima –replicó la joven-.
Acabo de llegar de Francia, donde ejercí de oficial de farmacia en una
importante botica de Lyon durante varios años, y me molestaría tener que
emplearme en una tienda de cualquier otro ramo menos científico.
El señor Recio quedó pensativo unos momentos y, al cabo de ellos, le
dijo:
– Tendrá usted referencias.
– No contaba con su buena acogida. Deme
una hora y volveré con ellas que, por supuesto, verá que son excelentes.
El tiempo real fue de cuarenta minutos. Evidentemente, Alicia estaba
loca por conseguir un empleo así. El farmacéutico leyó de corrido el informe,
aunque estaba escrito en francés. Al concluir, dijo a la joven:
– Ya veo que está usted muy cualificada.
¿Cómo es que, estando ya ambientada en Francia, ha regresado aquí?
Dijo esta última palabra con un deje tal, que Alicia intuyó certeramente
que incluía un notable desprecio por la actual situación española.
– ¿Qué quiere usted?, repuso. A mi
marido francés lo mataron durante la guerra y mi madre viuda estaba sola en
Castellar. Así que...
– No se tratará de la viuda del señor
Manzanares que fue presidente de la Diputación –dedujo el farmacéutico-.
– En efecto, dijo Alicia. ¿Lo conoció
usted?
– Fue profesor de mis hijos en el
instituto. Un buen profesor, por cierto.
Alicia se emocionó y sintió un nudo en la garganta. El señor Recio le
preguntó:
– Hablará usted correctamente en
francés, me imagino.
– Figúrese. Estuve once años viviendo en
Lyon.
Recio concluyó:
– Pues, si está interesada en trabajar
para nosotros, puede presentarse el próximo primero de mes. Entonces firmaremos
el contrato y concretaremos los emolumentos... No creo que quede descontenta
con el sueldo.
– Confío plenamente en su honradez y
caballerosidad –repuso Alicia sinceramente-. Hasta el día uno... y muchas
gracias.
– ¡Mamá, ya tengo empleo!, exclamó
Alicia tan pronto entró en casa.
– ¿Dónde?, si puede saberse –pregunto
doña Pilar, temiéndose lo de las lentejas.
– En la Farmacia, Perfumería y
Droguería de los hermanos Recio, repuso Alicia, separando las sílabas del
establecimiento, muy ufana.
– ¿En la calle de las Calderonas?,
preguntó formulariamente la señora. Es un comercio importante... Creo que has
tenido suerte.
– Suerte y algo más –replicó la joven-.
Me parece que se empieza a respetar y valorar nuestro apellido.
***
Diríase que los espíritus son envidiosos, cuando menos el de don Néstor.
Digo esto porque quien se había hecho el sordo cuando Alicia solo vivía para
invocarlo, debió de sentirse molesto de que su hija empezase a hacer vida
normal, despachando recetas, iniciando amistades –femeninas, por ahora- y hasta
yendo al cine de vez en cuando. Doña Pilar estaba encantada, de eso y de lo
relativamente abultado del sobre con la paga mensual, si bien ejerció de madre
generosa:
– Hija, con una tercera parte ya cubres
con creces tus gastos. Quédate el resto y mételo en el banco, que nunca se sabe
lo que pueda depararnos el futuro.
– Mamá –contestó Alicia, echándose a
reír-, como tiren la bomba atómica, se irá todo al garete, incluido el Banco
Castellano.
Lo dicho, que
los espectros son muy suyos y quieren que se esté siempre pendiente de ellos.
De buenas a primeras, se presentó el de don Néstor en los sueños de su hija y
volvió con la perra de que le hiciese justicia. A Alicia le pareció,
dormida y todo como estaba, que el señor Manzanares tenía cara de estar
bastante enfadado, pero nada pudo replicarle ya que el guionista del
sueño seguía empecinado en no incluirla como intérprete con frase. En
consecuencia, la joven, un poco irritada, a su vez, cambió la fórmula de su oración
nocturna y se dirigió así a su padre:
– Padre mío, yo he cumplido mi parte del
trato: He regresado a Castellar y hecho lo posible por averiguar quién te
traicionó, aunque infructuosamente. Ahora te corresponde, como prometiste,
presentarme a la persona que habrá de ayudarme en la misión que me tienes
encomendada. De no hacerlo, papá querido, tendrás que esperar a que te haga
justicia Dios, Nuestro Señor, en el juicio final.
El espíritu se dio por aludido y, al cabo de dos noches, volvió a los
sueños de Alicia, cambiando su cantinela y dando respuesta a lo que su hija
tanto le solicitaba. Bueno, eso lo interpretó Alicia, pues la aparición no
pronunció otras palabras que esta frase sibilina: Si quieres saber, hazte
niña. Eso mismo –y solo eso- repitió las noches siguientes, desoyendo los
ruegos de su hija de que fuese más explícito en su admonición.
La joven dio todas las vueltas posibles al acertijo, pero no llegaba más
allá de intuir que sería haciéndose niña como descubriría la verdad, o la
justicia, o llegaría hasta quien había de ayudarla. Como regular conocedora de
los Evangelios, una y otra vez recordaba aquel pasaje en que Jesús, rodeado de
niños, censuraba a sus apóstoles por su cerrazón de mollera y los aleccionaba
con aquello de: si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos[23]. No era mala regla moral, pero Alicia no
llegaba con ella a parte alguna. Eso, suponiendo que la consigna de su padre
tuviese tan sagrado sentido.
Casi toda paciencia tiene un límite, incluso para quien, como Alicia,
era fiel cumplidora de su palabra y muy amante de su padre. Claro –pensaba
ella- que no podía pasarse la vida dando vueltas en torno a un acertijo
inextricable. Así que, si su padre no le daba nueva luz sobre el asunto, ella
procuraría olvidar aquel fantasmal aspecto de su vida, intentando llevar esta
por el sendero de lo normal. En consecuencia, intentó reconducir las
relaciones con su padre al punto del que quizá nunca deberían haber salido:
venerar su memoria y rezar por su alma. Y, de paso, reanudó cada vez con más
ahínco y éxito su relación con el mundo sensible, que la iba absorbiendo con el
brillo y la novedad de su recobrada juventud. Tanto, que su madre dejaba caer
con frecuencia advertencias y reproches, que la hija recibía respetuosamente,
para no disputar, pero con la atención y eficacia de quien oye llover. En ese
sentido, don Néstor era mucho más comprensivo. Al parecer, se tomaba más
a la ligera los centímetros del largo de la falda, los cafés en las terrazas
con los compañeros de trabajo, o las veladas de teatro ¡y hasta de foxtrot! Nada de eso parecía importarle a quien no
había vuelto a aparecerse desde aquellas noches en que había encarecido a su
niña que procurase seguir siendo tal.
***
Un domingo de final de verano, por la
mañana, se le apeteció a Alicia dar un paseo por el Parque Grande que, entre el
trabajo y las distracciones de adulta, apenas visitaba. En la rotonda de la
Fama, acertó a ver a un barquillero, al que inmediatamente reconoció como
Evaristo, aquel que en su infancia, cuando con sus manitas hacía girar la
ruleta del bombo, siempre la obsequiaba con algún canutillo de más. Fuese por
gula, o por sentimentalismo al verlo sin clientela, se acercó y pidió un par de
gofres, melosos y con aroma a canela. Mientras pagaba, se aproximó al
barquillero un chiquillo, acompañado de un hombre bien trajeado, de edad poco
mayor que la de Alicia, con el mismo objetivo de mercar la apetitosa golosina.
El caballero sacó del bolso para pagar unas monedas, varias de las cuales cayó
al suelo. Ante la aparente impotencia del dueño para recogerlas, lo hizo
Alicia, recibiendo la gratitud del favorecido, quien añadió:
– A veces
logro agacharme, pero, con esta pierna, prefiero no dar un espectáculo en
público.
Solo entonces se percató la joven de que
su interlocutor tenía alguna inestabilidad al permanecer parado, así como que
cojeaba ligeramente al caminar. Entre tanto, el niño cogió los canutillos y le
faltó tiempo para desenvolver uno de ellos y comerse la mitad de un bocado. El
hombre sonrió y comentó a Alicia:
– Ojalá fuese
yo tan rápido andando, como Vicentín comiendo barquillos.
Alicia le replicó engullendo un buen trozo
de gofre, al tiempo que le seguía la broma:
– Pues yo no
voy a ser menos, que estos gofres están diciendo cómeme.
De pronto, se dio cuenta de su descortesía
y la subsanó:
– Perdone, no
le he ofrecido... ¿Usted gusta?
El caballero declinó la invitación y
agregó:
– En todo
caso, tendría que ser el niño quien me ofreciese, pero, al paso que va, no sé
si le quedará algo más que los envoltorios.
Vicentín se había sentado en un banco y,
pese a su evidente apetito, se dedicaba a citar con un trozo de barquillo a un
pavo real próximo. Su acompañante dijo a Alicia:
– Veo que
tendré que sentarme con el niño y la verdad es que lo agradezco. ¿No quiere
hacerlo usted también y así podrá degustar los gofres más reposadamente?...
Pero, ante todo, permita que me presente: Víctor del Moral, servidor de usted.
– Alicia
Manzanares, mucho gusto en conocerlo.
Se estrecharon las manos y se sentaron a
la vera de Vicentín, que todavía no había logrado ganarse la confianza del
pavo. Y mientras Alicia degustaba los barquillos –ahora con mucha más calma que
en un principio-, Víctor volvió sobre el tema de su pierna:
– Fue durante
la guerra, una grave herida de metralla. No sé si habrían podido salvármela,
pero la medicina de urgencia en el frente, ya se sabe. La verdad es que se ha
avanzado mucho en esto de las prótesis y uno se va habituando a las
limitaciones... Pero le estoy dando la lata con mis miserias. Quien más, quien
menos, ha sufrido en la guerra lo suyo.
Aparentando más curiosidad de la que
efectivamente tenía en el tema, Alicia se interesó por la actual situación del
mutilado:
– ¿Ha podido
colocarse razonablemente, pese a su limitación?
– En efecto,
repuso Víctor. Cuando me hirieron, era ya teniente. Me respetaron la graduación
y, al terminar la guerra, pedí continuar de militar en algún destino compatible
con mi estado. Me colocaron en tareas de oficina y esta es la fecha que estoy
prestando servicio administrativo aquí, en Castellar.
Alicia se sintió obligada a darle, a
cambio, alguna información sobre ella, optando por la estrictamente
profesional:
– Pues yo hace
unos meses que me he colocado en una farmacia de la calle de Las Calderonas.
– Lo tendré
presente –repuso Víctor-. La mayor parte de lo mucho que necesito me lo
facilita la farmacia militar, pero siempre hay alguna cosa que se sale del
petitorio y la tengo que adquirir en las farmacias civiles.
Alicia y
Vicentín concluyeron sus respectivas golosinas y el chico empezó a dar muestras
de aburrirse y comenzó a tirar piedrecillas a pavos y palomas. Finalmente,
cortó la charla de los mayores:
– ¿No vamos a
montar en la barca del estanque?
– No hay prisa
–replicó Víctor-. Espera un poco.
Alicia terció, viendo la ocasión
pintiparada de seguir sola su paseo campestre:
– Vaya, vaya
–animó al militar-. No haga esperar a su hijo.
Víctor, sonriendo, le aclaró en voz baja,
para que no lo oyera Vicentín:
– No es hijo
mío. Es un huérfano del colegio militar de Santiago, al que saco casi todos los
domingos para que pase el día de fiesta conmigo... Como soy oficial de
caballería, les tengo un apego especial a esos muchachos.
Se despidieron y Alicia continuó su paseo,
pensando que no le disgustaría volver a encontrar a aquel sujeto, de por sí
bastante vulgar, pero que tenía sensibilidad y ternura como para pasarse los
domingos haciendo de padre con un niño que carecía de él.
***
No le fue difícil a nuestra pareja el
reencuentro, y no porque Castellar fuese un pañuelo, sino porque no
tardó apenas una semana en personarse Víctor en la farmacia Recio, para
hacer la importante compra de un rollo de esparadrapo y un tubo de dentífrico.
Alicia estaba en la rebotica preparando una fórmula magistral, pero el cliente
preguntó por ella para darle un recado de parte de una amiga. La joven,
bastante volada, poco más que lo saludó y le preguntó cómo seguía de los
dolores de la pierna; pero, al insistir Víctor, tres días más tarde, en
aparecer por la farmacia por un cepillo de dientes, Alicia comprendió que
estaban a punto de llamar la atención de los demás empleados y, muy por lo
bajo, lo despidió diciendo: el domingo, a las doce, donde la otra vez. Al
menos así –imaginó la chica-, tendrían como carabina a Vicentín. Pero el
niño no apareció porque, al parecer, tenía un catarro muy fuerte.
Así, con el huérfano de caballería o sin
él, Alicia y Víctor empezaron a quedar los domingos; primero, en el parque,
donde el barquillero ya preparaba los gofres al verlos acercarse; luego, por la
tarde, pues a Alicia le daba pena ser la causa de que Vicentín se quedase sin
su paseo en barca y la comida de restaurante. Paseaban e, incluso, iban al
cine, al que ambos eran muy aficionados, ahora que llegaba el invierno y el
tiempo no hacía recomendable soportar el gris de la anochecida. La tarde solía
concluir para ellos en el café Suizo, donde sustituían los matinales
gofres por unas floretas con
el café, o un chocolate con bizcochos de soletilla, según la temperatura que
marcase el termómetro de su espinazo.
Aquella amable costumbre –no podemos creer otra cosa- era tan gratamente
recibida por el caballero como por la damisela. Pero atracción, lo que se dice
atracción, solo la sufría Víctor, quien nunca imaginó –humilde que era,
o escarmentado que estaba- a una chica del porte y la distinción de Alicia
prestando atención y tiempo a un cojitranco como él, con unos cuantos
años más y, por añadidura, con bastante poco pelo. Y, como dicen que suele
suceder en estos casos, la joven, que en un principio podía haber parado con
facilidad los acercamientos de Víctor, cada vez encontraba más difícil e injusto
el explicarle en detalle que no sentía nada especial por él y, en consecuencia,
que no se hiciese ilusiones de su relación. Claro que, mientras ella no le
diese motivos ni esperanzas, nada impedía que se siguiesen viendo de domingo en
domingo, con la casta apariencia de dos amigos que se complacen en la mutua
compañía. Y en eso, Víctor le daba toda clase de facilidades: ni un roce
intencionado, ni una indirecta maliciosa, ni una clara insinuación. Diríase,
conociéndolo un poco, que sentía temor de que Alicia fuese una sombra que,
cuando fuera a tocarla, se desvaneciera, como tan bellamente escribió el poeta[24].
Pero, sombra o corporeidad, Alicia era percibida también por los
castellarenses de dos piernas, quienes empezar a comentar sobre la asiduidad
con que se la veía con Víctor. Se dice que la primera persona en hacer llegar
la especie a doña Pilar fue una de sus más encopetadas parroquianas, quien
conocía al acompañante de su hija e hizo de él una descripción bastante objetiva:
–
Es
un militar –teniente o capitán, creo-, que perdió una pierna en la guerra... Un
señor muy serio, de una buena familia de derechas.
A nadie extrañará que esta presentación del presunto pretendiente
encendiera las iras de la modista, también de buena familia, pero de
izquierdas:
– ¡Mira que no decirme nada y tener que
enterarme por gente de fuera! Y, por lo que me han contado, no eres muy
selecta, que digamos, al escoger pareja.
La filípica pilló a Alicia tan desprevenida, que la madre pudo seguir
sin interrupción:
– Mira que con lo que tú vales, y con lo
que fue tu padre, y vas y te fijas en un militar de derechas, ¡y cojo, por
añadidura!
Aquello era demasiado. Alicia replicó a modo y se armó una bronca de
campeonato, que acabó por llamar la atención de Seve, quien acudió desde la
cocina, dispuesta a pacificar la riña, como hacía con cierta frecuencia. La
verdad es que la señorita tenía un carácter muy vivo, y a la señora
era difícil aguantarla desde que se descubrió un bulto en el pecho y los
médicos le estaban haciendo pruebas, con bastante mal pronóstico.
Las aguas volvieron a su cauce por el momento, pero a la primera
discusión siguieron otras muchas, cada vez más frecuentes, o, por mejor decir,
doña Pilar se dedicaba a zaherir constantemente a su hija por no dar calabazas
inmediatamente a ese sujeto, al que ella no había visto nunca, ni
cruzado con él una sola palabra. Alicia optaba por hacer oídos sordos a las
invectivas maternas, a partir de que a la señora le hubieran diagnosticado un
agresivo cáncer de mama, cuya única esperanza de supervivencia pasaba por
amputar ambos órganos y someterse a una severa radioterapia, que la
inhabilitaría para su trabajo personal como costurera. Pero una cosa era
comprender y tolerar el mal genio de su madre y otra obedecerla en todo y
encerrarse en casa, mandando al garete a Víctor y a todas sus demás amistades.
Ante el razonable temor de la enferma de quedarse sola y desasistida, si Alicia
se casaba, y más con un militarote, de derechas y sin una pierna, Alicia
llamó a capítulo a su madre, con la Seve como testigo, y le transmitió su plan
de vida para el próximo futuro. Más o menos, le dijo así:
– Mamá, tendrás que operarte y someterte
a los demás tratamientos que te prescriban los médicos. Será duro, pero es muy
probable que salgas adelante y vivas todavía muchos años. No puedes pretender
que yo deje pasar mi vida hasta que tú agotes la tuya. Lo que sí tienes el
derecho de pedirme, y yo el deber de ofrecerte, es todo el apoyo que necesites
de ahora en adelante. Lo más fácil es que, una vez te repongas, puedas seguir
dirigiendo el taller, aunque tú no pongas mano en la labor. Y, sea esto
factible o no, aquí estoy yo para ayudarte con mi salario, y aquí está la Seve
para seguir al frente de la casa, como hasta ahora. Así que no vuelvas a
ofenderme con quejas de que te abandono, ni vituperes a quien no conoces,
tratándolo tan injustamente por sus ideas políticas, como lo han hecho por el
mismo motivo con nosotras... Y ahora démonos un beso y recemos un padrenuestro
para que Dios dirija las manos de los cirujanos que van a operarte.
Con todo, tras haber mantenido enhiesto el pabellón de su dignidad de
mujer libre, Alicia asumió íntimamente que no tenía mucho sentido continuar
saliendo con Víctor, si en realidad no lo amaba, perdiendo ambos su tiempo y
dando que hablar al respetable público. Mas hete aquí que la cirugía de
doña Pilar trajo, ¡al fin!, a Castellar a su hijo Ricardo, y con él tomaría un
nuevo giro esta historia.
***
Era la segunda vez que Alicia se encontraba con su hermano. La primera,
a poco de llegar ella a España, fue en Madrid, donde él seguía trabajando como
pediatra en el hospital del Niño Jesús. Sin entrar en líos de familia,
diré simplemente que la joven no simpatizó con su cuñada, hasta el punto
de reducir a tres días la estancia en su domicilio, prevista para una semana.
Es posible que ello fuese un motivo más de los muchos que encontraba Ricardo
para no aparecer por Castellar y mandar a su madre un giro postal, o alguna
carta, de pascuas a ramos.
Esta vez, jugándose la vida su madre en un quirófano, el médico de la
familia no tuvo otra opción que la de pedir un permiso y llegarse a Castellar;
naturalmente, solo, pues Begoña ha tenido que quedarse en Madrid con los
niños y os manda un beso muy grande, lamentando no poder venir. Tanto
Alicia, como doña Pilar, agradecieron sobremanera la imposibilidad de
que la abnegada madre no pudiera dejar solos a dos hijos como de diez
años, con las dos criadas que tenían de servicio.
Mientras esperaban en la habitación de la clínica durante el desarrollo
de la larga operación, Ricardo y Alicia tuvieron tiempo de charlar sobre los
más variados temas, hasta el extremo de que, volviendo a sentirse unida a su
hermano hasta el punto –cierto punto- que lo habían estado de chicos, la
joven sacó a colación, un poco en broma, al personaje de Víctor:
– Fíjate –destacó Alicia- el miedo que
tiene mamá de quedarse sola, que me tiene marcada, no sea que me dé por
echarme novio y abandonar mi púdica viudez.
– Es normal en su estado –opinó Ricardo-,
que
es verdaderamente muy preocupante; pero, en fin, ¿es que le has dado motivos
para sospechar de un pronto cambio de estado?
Alicia se echó a reír y respondió con una
verdad que, ni era toda, ni nada más que:
– Según
ella, me tiene echado el ojo un militar de derechas y con una sola pierna.
– La
verdad es que no es un retrato muy favorecedor, bromeó Ricardo.
– Pues
no creas, matizó Alicia. Víctor del Moral es un caballero de la cabeza... al
pie.
Ricardo dio un respingo:
– ¿Víctor
del Moral, dices? ¿Militar y mutilado? A ver si va a ser el alférez provisional
que me protegió durante la guerra. Descríbemelo.
Alicia hizo todo lo posible por hacerlo
detalladamente, pero el personaje era de lo más corriente y los años
transcurridos desde la guerra alejaban aún más el posible parecido. Ricardo se
dio por vencido, una vez quedó claro que su hermana no guardaba fotografía
ninguna del aspirante. En vista de ello, sugirió:
– Pregúntale
si estudió magisterio antes de la guerra, o si le hirieron en la sierra de Espadán.
De responderte afirmativamente, no cabrá duda de que es el mismo que tan bien
se portó conmigo, y con todos los hombres de su unidad. ¡Cuánto me gustaría
volver a verlo!
– Pues
quédate unos días y podré presentártelo.
– Imposible,
pasado mañana mismo tengo que regresar sin falta a Madrid... Pero sí voy a
decirte una cosa: Si el tal Víctor es quien yo supongo y no está amargado de su
desgracia, no lo dudes, hermana: Ese hombre vale más con una pierna que la
mayoría de nosotros con dos. Y no dejes de transmitirle mi recuerdo y gratitud.
Hay cosas que, por mucho tiempo que pase, permanecerán en la memoria.
8. El ayudante se resiste
Los meses siguientes fueron para Alicia un
sin vivir. Apenas respuesta de la extirpación mamaria, su madre hubo de
someterse a un severo tratamiento de radioterapia, que en aquella época de sus
inicios suponía una tremenda cauterización de toda la zona y de su periferia,
que la dejaba dolorida y chamuscada para los restos. Semejante barbaridad solo
se realizaba en algunos hospitales avanzados de España, entre ellos, el
provincial de Castellar. Por supuesto, también se llevaba a cabo, con mayor
precisión y garantía, en varios de Madrid, pero ante las primeras insinuaciones
de su hermana, Ricardo se había mostrado inflexible:
– Que la
trataran aquí no supondría ninguna ventaja clínica y, en cambio, se hallaría
descentrada. Para la convalecencia, nada mejor que su propia casa.
Así pues, un par de veces por semana,
Alicia acompañaba a doña Pilar al hospital para que recibiera su dosis de
radiación. Iban y venían en taxi –la ambulancia les fue denegada- y, si la
señora se sentía sin fuerzas, el médico autorizaba que se recuperase durante
unas horas en una cama del hospital.
Pese a todo, la joven hubo de
reincorporarse a su trabajo en la farmacia, aunque don Ángel se comportó como
correspondía a su nombre: Le autorizó a faltar y a no atenerse al horario,
siempre que fuera necesario, y le facilitaba a precio de coste y a plazos los
medicamentos que su madre precisaba, en especial, analgésicos. En este aspecto,
también se ofreció a cooperar –y, de hecho, lo hizo- Víctor del Moral, sacando
de la farmacia militar vendas, pomadas y otros productos que podía hacer pasar
como destinados a cuidar su muñón.
Hablando de Víctor, Alicia no dejaba de
valorar su finura, a la hora de ofrecerse y mostrar interés por su madre,
liberándola a ella de cualquier solicitud de proseguir sus salidas de los
domingos. Todo lo más, una o dos veces por semana, al caer la tarde, la
esperaba a la salida del trabajo, en el camino de la farmacia a su casa, para
preguntarle cómo iban las cosas y ofrecerse para lo que fuera necesario. La
joven imaginaba si, de saber todo esto, su madre seguiría vituperando al
militarote de derechas al que le faltaba una pierna. Precisamente esa carencia
fue objeto de la lamentación de Víctor, aunque por razón muy diferente de la
personal:
– Es
lástima que con la pierna ortopédica no pueda sacar el permiso de conducir. Si
lo tuviera, podría haberme comprado un coche y ahora os llevaría al hospital,
en vez de que tengáis que gastaros un pico en la carrera.
– No te
apures, Víctor –contestó Alicia-. Llamamos siempre al mismo taxista y nos hace
un precio bastante rebajado.
Así fueron pasando los meses y 1948 tocó a
su fin. Doña Pilar se recobró cuanto era posible, con la esperanza de los
médicos en que el cáncer no se reprodujese en cualquier otro lugar de su
cuerpo. Lo que resultó irrecuperable fue el taller de costura, que no habían
tenido más remedio que cerrar, en vista de lo largo que iba a ser el proceso de
curación. Las empleadas se concertaron para abrir otro, bajo la dirección de la
oficiala más experta, y, cuando doña Pilar las llamó para reanudar el trabajo
con ella como titular, rechazaron la oferta. En las circunstancias de debilidad
en que estaba, no era cosa de empezar desde cero; de modo que la señora, con
harto dolor, se avino a vivir con la
mínima pensión que le correspondía por incapacidad para el trabajo de modista,
por el que había cotizado durante diez años, así como de las rentas que
producían las tierras de Villacontén, heredadas de su madre, que con el cambio
de régimen los llevadores ahora pagaban religiosamente. Por lo demás, la señora
era de las de genio y figura y siguió oponiéndose a vivir del salario de
su hija. Aunque ya no se refiriese a nadie en concreto, le decía con mucho
retintín:
– Anda y
mételo en el banco, que cualquier día te casas y no quiero que vayas descalza
al altar.
– ¿Casarme
yo?, bromeaba Alicia. Me van a caer los treinta, y nada. Tendré que ir buscando
el santo al que vestir.
En el fondo, Alicia no sentía ninguna
preocupación por su soltería. Ante todo –aunque ya quedaba lejano- había
experimentado la felicidad y los dolores del matrimonio, por más que en
Castellar todos se empeñasen en tratarla como si no fuese viuda; cosa lógica
pues, salvo sus íntimos, nadie había sabido de su matrimonio en Francia. Cuando
se lo dijo, Víctor se quedó de piedra, aunque no cambiara en lo más mínimo su
trato para con ella. Si acaso, lo de ser viuda de guerra debió de
inspirarle mayor paciencia y comprensión.
También se quedó asombrada Alicia cuando,
a los pocos días de su charla con Ricardo, preguntó a Víctor:
– Por
cierto, ¿no tendrías durante la guerra a tus órdenes a un soldado, llamado
Ricardo Manzanares?
– Por
supuesto -repuso Víctor-; y, desde que me dijiste que eras hija del difunto
presidente de la Diputación, comprendí que Ricardo era tu hermano.
Boquiabierta, la joven inquirió:
– Entonces,
¿por qué no me lo hiciste saber?
Víctor sonrió, un poco avergonzado, y
explicó:
– Supongo
que no quería que me tratases con el agradecimiento debido a quien había hecho
tanto por tu hermano. Y conste –agregó con malicia- que, a pesar de la
recomendación del comandante Duque, más de una vez estuve a punto de meterle un
buen paquete. Habrá llegado a ser un gran médico, pero en filas era un completo
patoso.
¡Así que era eso! El bueno de Víctor no
quería gratitud, ni deseaba mezclarla con otros sentimientos más íntimos.
Alicia empezó a pensar que tal vez el amor no tuviera que ser siempre como el
que había sentido por Gastón; que podría tener muchas formas, según fuese la
persona querida y el momento de la vida en que brotase; en suma, que, si Víctor
se le declaraba, probablemente le diría que sí, sin más análisis ni
ponderaciones...
Y, así las cosas, el espíritu de don
Néstor reapareció.
***
Nunca le había parecido el espectro tan
enfadado como esta vez. Y no era para menos, dado que echó en cara a Alicia,
con todo rigor y todas las letras, no haber hecho honor a la palabra
empeñada. Como venía sucediendo en las apariciones anteriores, la durmiente
no tenía modo de entrar en el sueño y pedir a su padre las aclaraciones
oportunas. Pese a ello, don Néstor parecía adivinar lo que su hija quería, pero
no podía, decirle y prosiguió:
– ¡Tanta
urgencia en que te enviara al cooperador para hacerme la justicia que habías
prometido y, en vez de utilizarlo en debida forma, vas y te enamoriscas de él!
La angustia de la joven era tal, que entró
en apnea. El espíritu fue desvaneciéndose y ella despertó angustiada y
jadeante, costándole un rato recuperar el aliento. Al recobrarse, intentó
vanamente volver a dormirse, por si la visión tenía a bien completar su
mensaje, pero fue en vano. Ni en esa noche, ni en las sucesivas en que se
presentó el aparecido, este amplió o aclaró su indicado mensaje. Tampoco
suavizó el rictus ni el indignado vigor de sus palabras.
La verdad es que, si bien Alicia tenía
bastante en lo que ocuparse con las cosas de este mundo, el fantasma también
podía esgrimir motivos para sentirse decepcionado por la falta de perspicacia
de su vástago. Para el parcialmente finado don Néstor, resultaba
paladino que Alicia –como él le prometió- había recibido a su emisario gracias
a hacerse niña, esto es, a acercarse al barquillero de su niñez para
comprarle aquellos gofres chorreando miel, que le despertaban sensaciones
infantiles adormecidas, pero nunca olvidadas. ¿A quién había encontrado
entonces? A Víctor, naturalmente. Y no solo lo había hallado sino que, de la
manera más imprevista, había entablado con él la conversación, principio de su
muy especial amistad. ¿Qué más quería aquella infiel como señal de
ultratumba?
Sí, todo eso estaba muy bien –pensaba
Alicia-, pero ¿cómo demonios iba a favorecer el mutilado militar que ella
hiciese justicia a su padre? Desde luego, no era persona violenta, dispuesta a
prestarse a participar en un delito, ni tenía cuentas pendientes con las gentes
de derechas, por muy criminales que fueran. Entonces, ¿cuál era el género de
colaboración que podía esperar de Víctor? Tras mucho elucubrar, la joven llegó
a la conclusión de que solo había una causa lógica para esperar ayuda de él: Su
acompañante sabía algo que a ella podía permitirle cerrar el círculo de
sus sospechas y dar con la persona exacta que había entregado a su padre a los
verdugos. Era por ahí, con tiento y reserva, como podría servirse de Víctor
para su secreto designio; pero ¿cómo lograrlo sin soltar prenda sobre su
objetivo?
Como tantas veces sucede, la casualidad
premió a quien se halla alerta. Aconteció que, aunque Víctor le había informado
de que trabajaba en oficinas militares, no había hecho más precisiones, ni le
indicó en cuál de los muchos edificios que las albergaban era donde tenía su
despacho. Pero una mañana de primavera, Alicia, tras pasar una mala noche
–quién sabe si por culpa del espíritu gruñón-, decidió salir de casa más
temprano de lo habitual y encaminarse a la farmacia dando un buen rodeo, para
acabar de desperezarse. Y entonces lo vio de espaldas, vestido de militar,
tratando de dar a su paso el aire firme y marcial que se espera en un oficial.
La joven optó por seguirlo a cierta distancia, con la curiosidad que hasta
entonces le había faltado. No tardó ni cinco minutos en verlo entrar en un
elegante edificio de la calle de la Cárcava, ornado con la bandera nacional y
el pretencioso Todo por la Patria, propio de las dependencias del
Ejército. Dejó pasar un par de minutos y, a su vez, se acercó al portalón,
hasta poder leer el dorado rótulo que definía la función del palacete:
Auditoría
de la 7ª Región Militar
Juzgados
Militares de Plaza
Fiscalía
Militar
Por el momento, tomó nota mentalmente y
siguió su camino al trabajo, pues se le estaba haciendo tarde; pero a los dos
días obtuvo licencia de don Ángel Recio para entrar a trabajar a las diez y,
armándose de osadía, volvió a llegarse al mismo edificio y preguntó a uno de
los soldados que guardaban la puerta:
– Por
favor, ¿puede indicarme si trabaja aquí el teniente Víctor del Moral?
– En
efecto, señora. Es el secretario del Juzgado número 1... ¿Quiere usted verlo?
– No,
muchas gracias –rehusó de inmediato Alicia-. Solo trataba de confirmar si tiene
su despacho aquí o en el edificio de Capitanía General.
A partir de ahí, Alicia fue atando cabos,
lo que le fue sencillo, habida cuenta de que era perfectamente consciente de
que su padre había sido juzgado y condenado en consejo de guerra, es decir, por
un tribunal militar. Era lógico deducir que el expediente del asunto estuviese
archivado en las dependencias judiciales militares, y que allí había de figurar
–tal vez como el primero de los documentos- la denuncia del traidor, que
también tendría que haber declarado ante el juez castrense, para ratificar su
delación y dar cuantos detalles le fuesen solicitados. También era obvio que la
identidad del delator se mantuvo secreta a todo lo largo del juicio –de hecho,
así se lo confirmaron a la joven su madre y Severina, asistentes a aquel-,
precio –entre otros- que las autoridades habrían pagado a quien les hizo tan
señalado servicio; un favor, por otra parte, que la policía no querría que se
supiese, para presumir así de esfuerzo y de eficacia.
El eslabón final de toda esa concatenación
de premisas era el siguiente: Si las actuaciones estaban archivadas en el
archivo judicial militar, nada más fácil para un secretario de un juzgado de
dicha naturaleza que averiguar el número de la causa –de hecho, la madre de
Alicia lo recordaba de memoria-, ir por el legajo y descubrir el nombre del
denunciante. ¡Ahora sí que le quedaba meridianamente clara la ayuda que Víctor
podía prestarle, como paso necesario, aunque no suficiente, para que pudiera
cumplir la promesa hecha a su padre! Era cosa de hablar con el guardián de
aquel tesoro informativo y conseguir que se lo entregara; en principio, sin
explicarle los motivos ni, menos aún, la ultraterrena procedencia de la
solicitud. Alicia asumió que la empresa no iba a ser fácil, pero no imaginó
hasta qué punto llegarían las dificultades.
***
La joven empezó por preguntar a Víctor lo
que, en realidad, ya sabía, pero quería oír de sus labios y obtener mayores
precisiones. El teniente pareció mostrarse sorprendido de la pregunta que, no
obstante, contestó con veracidad:
– Aunque
no soy del Cuerpo Jurídico ni nada por el estilo, me colocaron de secretario de
uno de los juzgados hace unos años, cuando no parábamos de trabajar, para
desgracia de los desafectos al régimen. Como maestro, tenía destreza en la
escritura y, además, sabía mecanografía. Todo lo demás –como me dijo el
capitán-juez- se reducía a conocer unos pocos artículos del Código de Justicia
Militar y a apretar las clavijas a los declarantes. Afortunadamente todo
aquello pasó y ahora ya no son muchos los casos políticos graves que pasan por
mis manos, ni me puedo permitir hacer ascos al puesto en que me han colocado.
Con mi mutilación, como me ponga exquisito, me mandan para casa con una
pensión de cuatro perras, a hacer muñequitos de madera y echarles migajas a las
palomas.
No era una justificación de conducta lo
que esperaba Alicia de Víctor, sino conocer sus posibilidades de llegar a la
información que ella necesitaba. Le sondeó:
– Aunque
no estuvieras desde el principio de la guerra de secretario, supongo que podrás
informarte de algunos detalles de los asuntos anteriores a tu nombramiento.
– Salvo
excepciones, todos los expedientes estarán archivados –repuso Víctor, y añadió
poniéndose en guardia-, pero su custodia es cosa de otros compañeros y su
consulta tiene que ser autorizada, con justa causa, por el jefe del archivo...
¿Por qué lo preguntas?
Alicia no tuvo más remedio que sincerarse
hasta cierto punto:
– Al
haber estado en Francia cuando juzgaron a mi padre, no tengo otra noticia que
lo poco y confuso que accede a contarme mi madre... Supongo que, si tú
estuvieses en mi situación, también querrías saber lo que pasó para guardarlo
en el corazón y, en su día, transmitirlo a tus hijos.
Víctor procuró eludir el compromiso que
veía pender de su cabeza, cual espada de Damocles:
– Para
serte sincero, Alicia, he de confesarte que, si no alegas una causa más
concreta y detallas lo que quieres conocer del legajo, el comandante denegará
tu petición. Será duro, pero así son las normas... Quizás, andando el tiempo,
cuando pasen muchos años, las causas archivadas lleguen a ser de libre consulta
para los condenados y sus familias.
La joven insistió, de la forma que Víctor
se estaba temiendo:
– No
creo que hagan falta tantos requilorios para lo que yo pretendo. Tu mismo, en
un vuelo, podrías conseguírmelo... Verás, con lo que me han ido contando
algunas personas que estuvieron en el juicio, tengo una idea medianamente clara
de lo que allí pasó. Solo me queda un vacío importante, no sé si porque no se
habló de ello, o porque pasó desapercibido... Con que solo me informases de eso,
me daría por satisfecha... Verás que es bien poca cosa.
– ¿Qué
es lo que quieres conocer?, preguntó Víctor.
– El
nombre de las personas que revelaron a las autoridades el lugar donde se
escondía mi padre, contestó Alicia con firmeza.
– ¡Así
que es eso! –exclamó el teniente-. Ese es un extremo –prosiguió- que nunca se
daba a conocer a los inculpados, ni se hacía público en el juicio, por motivos
perfectamente comprensibles. De hecho, no siempre figuraba en los autos: La
denuncia podía figurar en un papel anónimo, o hacerse por teléfono sin que se
identificase el comunicante.
– ¡Bah!,
dijo Alicia fingiendo indiferencia. Puede que en el año 37 esos secretismos
tuviesen razón de ser, pero ya han pasado doce años y los delatores, si aún
viven, pueden estar tranquilos: Ellos ganaron la guerra, mi padre está bajo
tierra y mi madre y yo no estamos como para pedir cuentas a nadie.
Víctor no tragó con la argumentación
tranquilizadora de Alicia, pero, en principio la rebatió como un simple
leguleyo:
– Puede
que tengas razón, pero las normas son las normas y yo no puedo desobedecerlas y
exponerme a una sanción grave.
– No
exageres. Solo habrías de echar un vistazo a un asunto archivado, como tantas
veces habrás tenido que hacer; y, por supuesto, tienes mi palabra de que no
revelaré a nadie la información que me transmitas.
– Salvo
a tus hijos, matizó Víctor, entre la ironía y la incredulidad. No insistas,
Alicia –añadió-. Créeme que no puedo te conceder lo que me pides. Es un caso de
conciencia.
La joven saltó al escuchar esa última
frase:
– ¡Un
caso de conciencia! Vaya forma rimbombante de referirte a que, por el hecho de
que haya una remota posibilidad de que te sancionen, te niegas a hacer un favor
a una amiga tan buena como yo.
Víctor, a su vez, también explotó, aunque
con buenas formas:
– Mira,
Alicia, la misma insistencia y fuerza que pones en tu petición no hace sino
confirmar mi convencimiento de que, detrás de ella, hay algo más que una
inocente curiosidad. A nadie se le oculta que una información como la que me
exiges podría ser –de hecho, sería- la fuente para resucitar viejas querellas y
provocar los odios y venganzas que ha dejado vivos la guerra pasada... No estoy
dispuesto a dar pábulo a tales sentimientos, y menos en ti, que parecías
haberlos superado. Precisamente el que seas para mí, no ya una buena amiga,
sino la persona a la que profeso mayor afecto, me determina a negarte eso que
tú llamas favor y que, en realidad, envenenaría tu vida.
Alicia no daba su brazo a torcer:
– Muchas
gracias –replicó sarcástica- por decidir por mí lo que más me conviene, que,
según tú, es ignorar todo cuanto pueda hacerme daño; incluso, quién fue
culpable de que matasen a mi padre.
– Querida
Alicia –concluyó Víctor-, a tu padre lo mataron entre muchos, y ya no tiene
remedio. No permitas que esos mismos acaben también con el alma de su hija.
***
Nuestra Alicia era una compleja mezcla de
empecinamiento y reflexión. Como niña terca –en expresión de su padre-
se sentía obligada a cumplir la promesa hecha a don Néstor y, desde luego, no
iba a cejar porque surgiesen dificultades, ni a causa de los argumentos
paternalistas de Víctor, que rechazaba hacerle un pequeño favor porque, supuestamente,
de consentir en él podía envenenar su vida. La joven se sintió ofendida
por esta intromisión, tanto o más que por la negativa a ayudarla. En
consecuencia, el militar perdió atractivo a sus ojos, aunque no por ello dejó
de frecuentarlo, renunciando ambos, de tácito acuerdo, a volver al tema del
archivo y sus secretos.
Pero Alicia también reflexionaba, y para
ello le ayudó la cerrazón de Víctor. Desde luego, a ella le tenía sin cuidado
que su conducta presente reprodujera o perpetuara en su vida la guerra civil. A
fin de cuentas, Víctor era un iluso, si creía que la contienda había acabado:
Ciertamente los soldados no se mataban en los frentes, pero los vencidos
seguían sojuzgados, discriminados, fusilados y llenaban las cárceles: No era el
recuerdo del pasado lo que envenenaba su vida, sino aquel presente, hosco y tenebroso,
en que los últimos años de su juventud se empantanaban. Sí, los argumentos de
Víctor la resbalaban en lo que pretendían, pero hicieron que se fijara en algo
que, curiosamente, no había analizado hasta entonces: ¿En qué consistía hacer
justicia a su padre? ¿Hasta qué punto le sería eso posible y, de serlo, qué
consecuencias directas le acarrearía?
Tiempo atrás, es posible que la respuesta
a estas preguntas la hubiese impetrado de su propio padre, pero ya estaba harta
de las demoras y ambigüedades del buen señor al aparecerse en sus sueños. Por
otra parte, no hacía falta ser muy lista para comprender que lo que don Néstor
llamaba justicia no sería otra cosa que Alicia consiguiera castigar con la
muerte a quienes lo habían delatado. No sin enfado consigo misma, la joven
acabó por entender que había comprometido su palabra para algo que no podía ni
quería hacer: matar a alguien.
Y en esas estaba, cuando de nuevo el
espectro de su padre volvió a entenebrecer sus sueños. Como si el espíritu de
don Néstor conociera sus más íntimos pensamientos, cuanto más se inclinaba
Alicia por abandonar su compromiso, más la atormentaba aquel fantasma,
recordándole su deber a cada noche. La muchacha sentía repugnancia de acostarse
y angustia al ser vencida por el sopor que presagiaba aquella aparición que,
aun siendo la de su amado padre, detestaba con todo su corazón. La falta de
descanso nocturno hacía de sus días una secuencia de horas cansinas y turbias,
lo que apreciaban con preocupación y tristeza cuantos la querían; entre ellos,
Víctor, que se sentía culpable, imaginando que su negativa tuviera que ver con
el decaimiento de la joven que, en cualquier caso, esta se negaba a explicar.
Al borde del agotamiento y la depresión,
Alicia hizo un intento desesperado para ponerse en contacto con el espíritu.
Una noche, se arrodilló junto a la cama y, con lágrimas en los ojos, suplicó a
su padre que la dispensara de su promesa, toda vez que matar a alguien, aunque
fuera para hacer justicia, sería en ella un gravísimo pecado, que nadie que la
amara como él la había amado podía atreverse a cargar sobre su conciencia.
– No
puedo creer, padre mío –musitó Alicia-, que tu destino en el otro mundo pueda
ser otro que el cielo de los bienaventurados. Siendo así, no puedes pretender
que yo me condene, impidiendo que nos reunamos para siempre en la vida eterna.
La súplica de Alicia era bella y
coherente, supuesto –lo que yo no estoy en condiciones de afirmar- que don
Néstor fuera, o estuviese llamado a ser, uno de los moradores del cielo. Sea
como fuere, la petición tuvo el efecto esperado. La aparición tomó la forma de
una simple mano con el índice extendido en ademán de señalar. Primeramente,
indicó una página evangélica, en la que Alicia pudo leer con toda claridad:
No temáis a los que matan el cuerpo,
pero no pueden matar el alma
Seguidamente, la mano señaló hacía una
mesa, a la que estaban sentados su madre, Ricardo y ella misma, inmóviles,
lívidos, con la mirada perdida, como muertos; pero no lo estaban, pues movían
los labios para hablar –aunque de ellos no brotaba palabra alguna- y alargaban
las manos unos hacia otros, sin llegar nunca a tocarse. Finalmente, la mano
señaló un reloj, cuyas agujas estaban a punto de superponerse en la cifra de
las doce. Luego, la visión se desvaneció.
Cuando Alicia despertó, la claridad del
sol iluminaba ya la habitación y ella misma se sintió invadida por una
inesperada sensación de alivio y sosiego. Había dormido de un tirón toda la
noche y se sentía eufórica y relajada. Todo ello le hizo comprender que,
cualquiera que fuese lo que le deparara el futuro, aquella noche la había
visitado el espectro de su padre por última vez.
***
Alicia recompuso con cierta facilidad una
interpretación del sueño, integrando sus tres partes en un todo coherente. Por
de pronto, la alusión bíblica aclaraba que su padre no pretendía convertirla en
una homicida, sino nada más –y nada menos- que en el instrumento de un castigo
tan severo, que fuese capaz de matar el alma de quienes lo hubiesen
traicionado. La segunda visión implicaba una doble consideración: Lo de matar
el alma no tenía el estricto sentido evangélico de provocar al pecado a otros
mediante el escándalo, sino dejarlos tan anonadados, que siguieran viviendo
solo en apariencia, pero secos y destruidos por dentro. Y otra consideración
era la de que esa destrucción de la vida espiritual sería el trasunto de la que
había causado en la familia de los Manzanares la muerte de don Néstor.
Finalmente, el reloj a punto de dar las doce daba a entender que el tiempo se
acababa para algo o para alguien: Lo más probable es que fuese para el espectro
del difunto profesor, a quien ya no le sería dado manifestarse más a los
mortales. Alicia, pues, tendría que actuar sin más sugestiones, o bien
abandonar definitivamente el compromiso con su padre.
Definitivamente, aquel giro de guion sobre
lo que ella había temido llevó a la joven a decidirse por cumplir su palabra.
En verdad que el delator –quienquiera que fuese- se merecía un castigo ejemplar
y Alicia estaba dispuesta a proporcionárselo. Cada vez que veía a su madre
convertida en una anciana encorvada y medio ciega por las interminables
jornadas de costura, y lacerada por el cáncer, sin tener siquiera el apoyo y el
consuelo de su amante marido, sino el permanente recuerdo de su injusta pérdida,
Alicia apretaba los dientes y se preguntaba cómo matar el alma de los causantes
de aquella tragedia. En el reloj de la cercana iglesia de los franciscanos
sonaban las doce campanadas, noche tras noche: Un nuevo día empezaba en que
algún cínico culpable, lejos de recibir su merecido, disfrutaba en un bien
amueblado dormitorio del salario de su crimen.
Alicia, obsesionada por cumplir su
cometido, llegó hasta el extremo: Puso a Víctor ante el dilema de revelarle el
nombre de los denunciantes de su padre, o romper la relación que entre ellos,
aunque lánguida, se mantenía. Para su avergonzada sorpresa, el presionado optó
por rechazar aquel chantaje, cerrándole así el conocimiento del delator a
castigar. La joven, tras un primer momento de desconcierto, comenzó a
experimentar la grata sensación del caminante que, creyéndose perdido,
encuentra una señal inequívoca, indicándole la salida de su laberinto. En
efecto, con la negativa de Víctor, lograba poner fin a la esclavitud de vivir
para el espectro justiciero de un padre y para un blando y pegajoso espejismo
de amor. ¡Bienvenida a una nueva fase de su vida, que podría trazar con su mano
o, cuando menos, recorrer en libertad, abierta al azar y a la esperanza!
9. Justicia
cumplida
Como atendiendo a la llamada del mes de
los difuntos, don Agustín Valladares falleció a mediados de noviembre de 1949.
Las Manzanares no conocían que el caritativo señor estaba gravemente enfermo de
una pulmonía doble, que se lo llevó en cosa de días; de modo que hubieron de
enterarse por la esquela de El Noticiero. Doña Pilar, que estaba pasando
una temporada más de dolores y agotamiento, no se atrevió a acompañar a su hija
al velatorio que, según la costumbre del momento, se cumplía en casa del difunto,
permaneciendo los más allegados toda la noche allí, rezando, conversando y
tomando tentempiés, más o menos suculentos.
Mientras Alicia, formalmente vestida de
negro, se encaminaba hacia aquella casa, refugio de su padre durante tantos
meses, no dejaba de pensar que, lo mismo que él le había pedido que le hiciese
justicia, don Agustín podría también haberlo hecho, por los años que la misma
denuncia le había tenido en prisión, perdiendo con ello salud y trabajo. Se ve
–pensaba- que el señor Valladares era más conformista, o tal vez le habría
hecho el macabro encargo a Lucita, su hija del alma. Precisamente fue esta la
que, al llegar Alicia, la abrazó e hizo sentarse a su lado, seguramente por ser
la asistente más próxima a ella en edad.
Pasado el primer rato, muy concurrido, en
que los rezos y los suspiros se mezclaban con bisbiseos acerca de la última
enfermedad del finado y las bellas cualidades que lo adornaban, llegó la noche
y, con ella, fueron despidiéndose las visitas hasta la misa de funeral a
celebrar, corpore insepulto, al mediodía siguiente. Alicia hizo
intención de retirarse, aduciendo la conveniencia de no dejar sola para cenar a
su madre, pero Lucita, como si estuviera deseando saber de la vida sentimental
de su conocida, le preguntó de sopetón:
– Por
cierto, ¿sigues saliendo con ese señor un poco cojo, que fue antaño vecino
nuestro?
No deseando contestar, pero sí obtener más
información, Alicia respondió a la pregunta de Lucita con otra:
– ¿Vecino
vuestro de antiguo? No estaba al corriente de ese extremo.
Lucita se quedó cortada, pero no era de
las que callan, una vez que han empezado un tema de conversación:
– ¿Ah,
no habéis hablado de ello entre vosotros? Pues sí; yo no me acordaba después de
tanto tiempo, pero mis padres comentaron, al verte paseando con él, que no les
cabía la menor duda. Tu acompañante era vecino de la casa de enfrente y se fue
voluntario a la guerra, nada más iniciarse.
Un fulgurante rayo de luz atravesó el
cerebro de Alicia, al escuchar esas palabras. En lugar de marcharse de
inmediato, se despidió de Lucita y explicó:
– Voy a
pasar un momento a la cocina para saludar a la Seve.
En efecto, allí estaba Severina, dedicada
a preparar platos y copas para los que iban a velar de noche. Tan pronto vio a
Alicia, la cocinera aprovechó para poner ante ella una bandejita de pastas
aceitadas y una copa de moscatel. La joven se sentó e hilvanó la charla, de
forma que su interlocutora no tuviera otra salida que la de sincerarse con
ella:
– Seve,
yo creía que me tenías aprecio y te importaba mi felicidad, pero mira por dónde
me he enterado de que me has estado ocultando algo muy importante, que yo debía
conocer.
La criada quedó atónita y, sin saber aún a
qué se refería Alicia, solo acertó a decir: Señorita, yo... La joven,
sin dejarle reaccionar, prosiguió:
– Así
que me veis por la calle con uno de los que delató a mi padre y os calláis como
zorros, dejando que me interese por él como una lela. ¡Anda y que no se habrá
reído de mí ese sinvergüenza, luciendo a su lado a la hija de quien traicionó!
La andanada de Alicia había sido tan
imponente, que la Seve, con verdad o sin ella, optó por echar la culpa a quien
no podía ya disculparse, aunque quisiera:
– Yo se
lo habría dicho, señorita. Es más, estuve dispuesta a hacerlo, pero el difunto
don Agustín me lo prohibió de manera tajante. Recuerdo que me dijo –Dios me
castigue sin miento-: La guerra acabó hace muchos años y es de razón que
también concluyan los odios y las venganzas. Además, ese señor que sale con
Alicia era un jovencito cuando marchó al frente, y no se encontraba en
Castellar cuando nos delataron.
Alicia insistió:
– ¿Lo
sabían también doña Veneranda y Lucita?
– También,
señorita –afirmó la Seve-. Precisamente fue la señora quien primero reconoció
al cojo –usted dispense el señalar- como uno de los hijos de la señora Orozco:
esos que vivían en el segundo al otro lado de la calle y que, a poco de
llevarse la policía a su papá y al señor, marcharon a otra ciudad, y no
precisamente descalzos.
Aunque convencida de no equivocarse,
Alicia se presentó, días más tarde, en la casa que había sido la de los
presuntos delatores. Con mucha suavidad y el señuelo de una propina, preguntó
al portero si recordaba el apellido de unos antiguos vecinos, que habían vivido
en el segundo piso del inmueble:
– Verá
–explicó-, es cosa de mi madre, que está enferma y querría encontrar a una
antigua amiga, que vivió aquí, y se apellidaba Orozco; pero no recuerda el
apellido del marido, que es imprescindible para localizarlos por la guía
telefónica de la ciudad donde viven ahora.
El conserje, con gesto avinagrado a pesar
de la dádiva, contestó:
– Supongo
que se referirá usted a los Del Moral. Yo no los he conocido, pero hace no
mucho vino por aquí un señor que tenía ese apellido, con la pretensión de que
le enseñase el piso en que había vivido de niño. ¡Fíjese qué idea, estando
ahora alquilado por otros señores! ¡Como para jugarme el puesto!
En un instante se le borraron a Alicia
cuantos escrúpulos o dificultades había imaginado a la hora de cumplir la
voluntad de su padre. El hipócrita de Víctor, con el cuento de impedir que envenenase
su vida, lo que estaba haciendo era encubrir la participación de sus padres
en la desgracia de don Néstor y de su acogedor. ¿Y para qué? Era obvio que no
se trataba de evitar a aquellos un mal trago, pues el régimen político los
protegía, hasta el punto de haberles premiado por su delación. ¡No!, lo que Víctor
pretendía era quedarse con el santo y la limosna, o sea, su familia con las
prebendas y él con la hija de la víctima con que las habían obtenido. ¡Vaya
jugada sucia, e innecesaria, además!
¿Innecesaria? Hasta cierto punto,
por lo menos. Ella se le había mostrado siempre abierta y generosa, sin
importarle su profesión, sus ideas..., su mutilación. Si Víctor, a la
recíproca, se hubiese sincerado con ella, si le hubiese pedido perdón en nombre
de sus familiares culpables, es muy probable que se lo hubiera concedido, pese
al espectro y sus desmedidas ansias de venganza. ¡Pero no! El caballero
había optado por el camino de la reserva y del engaño, satisfecho de que su
familia siguiera aprovechándose de las ventajas que su delación le proporcionó.
Decía la Seve que Víctor se marchó a la guerra, por lo que nada había tenido
que ver con la denuncia. Cierto, pero, cuando había tenido la ocasión de
desmarcarse de los culpables directos, con su silencio cómplice había hecho con
ellos causa común.
La suerte estaba echada. Alicia llegaría
hasta el extremo, así en los medios, como en los fines. Don Néstor tendría por
fin su justicia, pero ahora había en ello una no pequeña diferencia: La
hija consideraba que no era solo para su padre, sino también para ella misma.
***
Estaba claro que Alicia, si quería
consumar su propósito, habría de volver a entablar relaciones con Víctor, y eso
no resultaría sencillo: No porque el militar fuera a poner dificultades –la
joven estaba convencida de que la seguía queriendo-, sino para explicar de
manera convincente la rectificación de su conducta, pues Víctor no era tonto,
ni aún enamorado, y a Alicia no se le daba bien mentir.
Todo lo despejó el acontecimiento luctuoso
que se produjo por aquel entonces en la familia Manzanares. Doña Pilar recayó
en el proceso canceroso y los médicos descartaron el encarnizamiento
terapéutico, que solo iba a conseguir dilatar unos meses su vida, a costa de
grandes gastos y sufrimientos. Era evidente que el fallecimiento de su madre
liberaba a Alicia de todo compromiso moral, dejándola libre para realizar lo
que se propusiera, sin causar con ello el abandono de nadie de ella
dependiente.
La muerte de doña Pilar se produjo en
marzo de 1950 y Alicia contrató la inserción de la oportuna esquela en El
Noticiero. Al entierro –bastante más concurrido de lo que lo hubiese estado
unos años antes- acudieron, por supuesto, su hermano Ricardo y el teniente,
Víctor del Moral, quienes por fin tuvieron ocasión de reencontrarse y darse el
abrazo que llevaba esperando más de una década. Al despedirse ambos hermanos,
Ricardo volvió a insistir a Alicia:
– Del
Moral me ha dado a entender que habéis dejado vuestra relación por no sé qué
punto de honrilla. Los años pasan y la soledad pesa cada vez más. No lo dudes y
comprométete con él. Seguro que no te arrepentirás.
Aunque no quería enfadarse con su hermano
en tal ocasión, Alicia no pudo menos de replicarle:
–
A Víctor y a mí nos separa algo más que la
honrilla, y ya sabes aquello que se dice: Vale más estar solo que mal
acompañado.
Ricardo se encogió de hombros. Verdaderamente,
su hermana tenía un carácter cada vez menos soportable.
De todos modos, Alicia correspondió a las
atenciones funerarias de Víctor, de la manera entonces habitual: Le envió por
correo a la Auditoria un recordatorio y una tarjeta impresa agradeciéndole su
asistencia al entierro y funeral de su madre. Le pareció que, como señuelo, era
lo bastante para que fuera él quien diera el primer paso.
En efecto, así sucedió. Al cabo de dos o
tres días, Víctor la esperaba a la salida de la farmacia, según él, para saber
cómo se encontraba después de sufrir tan irreparable pérdida. Ella le
contestó:
– Resignada,
ante el alivio que supuso para mi madre el dejar de sufrir tantísimo, y
reconfortada por la seguridad de haber hecho por ella en vida todo cuanto pude.
Por lo demás, el volver a casa y encontrarla vacía de su presencia resulta
bastante duro.
– ¿Sigues
conservando a la criada fija que llevaba bastantes años con vosotras?
– ¿A
Emilia? –dijo Alicia-. Un día de estos tendré que pagarle la indemnización y
despedirla. Mi economía no me permite ese dispendio que, por otra parte, ya no
tiene sentido, una vez muerta mi madre.
– Pues
vas a encontrarte muy sola en casa –dedujo Víctor-. Por lo menos, no te aísles
del resto del mundo –agregó, con obvias intenciones-.
– Mientras
tenga mi trabajo... –replicó Alicia, saliendo deliberadamente por los cerros de
Úbeda-. Es muy interesante y absorbente: Me pasaría las horas muertas entre
morteros y redomas.
A partir de aquella tarde, Víctor la
esperaba todos los días, ya sin la precedente cautela de no hacerlo junto a la
farmacia. Por esta y otras evidencias, Alicia dedujo que Ricardo también había tocado
a su antiguo benefactor, ponderándole las virtudes de su hermana y la buena
pareja que hacían juntos, tan pronto superaran sus pequeñas diferencias. Tan
animado se veía a Víctor, que no tardó en hablar de matrimonio con Alicia. El
teniente parecía tenerlo todo pensado:
– Por lo
que me cuentas –le dijo a la joven-, tu casa resulta demasiado grande para ser
solo el hogar de una familia, sin tener que montar en ella un taller de
costura, ni nada parecido. Tal vez, te gustaría más la mía que, a mayores,
queda más cerca de tu trabajo..., suponiendo que quieras seguir empleada cuando
te cases.
Alicia no había estado nunca en el
domicilio de Víctor –como correspondía a una honesta joven y a un hombre que
vivía solo-. Sentía cierta curiosidad, pero, sobre todo, le pareció una ocasión
pintiparada para ejecutar sus planes:
– Para
decirte sí o no –respondió a la invitación-, tendría primero que conocer tu
piso. Claro que no sé si te parecerá correcto, por si alguien nos ve y lo
censura.
Víctor rechazó la objeción y repuso
entusiasmado:
– Mujer,
si estamos preparando nuestro futuro, no tiene mal que parecer. Es más, voy a
sorprenderte con una de mis cualidades ocultas: ¡Soy un buen cocinero! Te
invito a comer en mi casa y verás lo que es bueno.
Alicia empezó a concebir alguna sospecha
acerca de lo que su galán entendería por ver lo que es bueno, pero, no
obstante, aceptó:
– Conforme.
Yo me encargo de llevar el postre y el vino.
– No
tienes que traer nada, pero si te empeñas...
***
– Comisario,
aquí hay dos cartas.
El aludido resopló con resignación y se
permitió una gracieta:
– Se ve
que en este caso todo va a pares: dos cadáveres, dos cosas envenenadas y,
ahora, dos cartas.
El inspector entregó las misivas a su
jefe. Iban en sendos sobres cerrados, dirigidas a diferentes destinatarios,
escritos con la misma letra, redondilla, muy clara, que hizo susurrar al
comisario:
– Letra
de colegio de monjas. Seguro que las escribió la chica.
Entre tanto, el inspector repasaba las
notas que había tomado del suceso, con vistas a pasar un primer informe al juez
de instrucción, como este le había indicado al personarse en la vivienda,
acompañado del secretario judicial y del médico forense. Repasó mentalmente lo
que había escrito:
Dos cadáveres de personas fallecidas
unos tres días antes, según forense. Hombre de entre treinta y cinco y cuarenta
años, al que le falta la pierna izquierda desde la rodilla, en decúbito prono,
tirado en el suelo del cuarto de estar. Mujer de unos treinta años, en decúbito
lateral, echada sobre la cama del dormitorio. Bandeja de pasteles sobre una
mesa de comedor, que desprenden olor que el forense identifica como de cianuro.
Botella de vino de Rioja tinto, abierta y medio llena, en que se aprecia un poso
presuntamente venenoso. Dos copas del mismo vino. Una de ellas, caída sobre el
mantel, con líquido derramado. Otra, en pie sobre la misma mesa, apurada casi
hasta el fondo. En el primer cajón de la cómoda del dormitorio, sendas cartas
en sobres cerrados. Una, dirigida a los padres de Víctor del Moral. Otra,
destinada al Señor Juez, sin más precisiones.
Gracias a la gentileza, o al descuido, del
inspector de policía, pude leer el atestado que se redactó con motivo del que El
Noticiero tituló El crimen de la calle Colmenares, ofreciendo muy
poca información sobre el mismo y siempre bajo la tijera de la censura. La
carta dirigida a los padres de Víctor decía escuetamente:
La muerte de su hijo Víctor es la
consecuencia de la canallada que ustedes cometieron al denunciar a la policía
el lugar donde se escondía mi padre, don Néstor Manzanares. Así pierdan su
alma, como su hijo pierde la vida.
En la carta dirigida al señor juez, podía
leerse:
Yo, Alicia Manzanares Abadía, he
dado muerte por veneno a Víctor del Moral, sin conocimiento ni ayuda de nadie,
por razones que a mí sola incumben. Seguidamente, ingiero el mismo veneno de
manera voluntaria, prefiriendo el suicidio a la ejecución por mano ajena.
10. Donde
el cuento se transforma en parábola
– ¡Arriba,
dormilona, que se va a hacer tarde para la misa!
La voz estridente de doña Pilar, su madre,
despertó sobresaltada a Alicia que, por lo demás, tenía buenas razones para
dormir como un leño a las nueve de la mañana. Y no se trataba, solo, de que
fuese un día festivo -¡nada menos que domingo de Resurrección!-, sino que no se
había dormido hasta las dos y media de la mañana, por dar los últimos toques al
extenso relato que descansaba en la mesilla de noche, listo para emprender al
día siguiente –primero lectivo del tercer trimestre- el camino del instituto.
Si nos vence la curiosidad, tenemos la ocasión de escrutar la portada, antes de
que llegue a manos de su destinataria, la competente y rigurosa catedrática de
Lengua y Literatura, doña Manolita Herranz. Aunque el resto de la obra está
escrita a máquina -condescendiente préstamo de la Olimpia por su hermano
Ricardo-, la cubierta va rotulada a mano, a tres tintas, y en ella puede
leerse:
Instituto
“Ciudad Laureada” de Castellar
Cátedra
de Lengua y Literatura
Curso 1949-1950
UN CUENTO INSPIRADO
EN “HAMLET”
Trabajo
para Fin de Curso que presenta la alumna
Alicia
Manzanares Abadía
Sexto
Curso Número 24
Calzó las chinelas y echó sobre el camisón
una bata azul, que apenas le tapaba las rodillas, tras el estirón del año
pasado, cuando pasó el sarampión. De la cocina le llegaron los efluvios del chocolate a
la taza y los churros, señal inequívoca de que se celebraba por todo lo alto
una fiesta señalada. Se dio un chapuzón y corrió hacia la fuente de aquellos
aromas. Su hermano ya estaba a la mesa, comiendo sin esperar a nadie, como en
él era costumbre. Alicia se sentó e hizo lo propio. La madre le afeó a ella lo
que toleraba a Ricardo, que para eso era hombre y alevín de galeno. Finalmente,
con los tres a la mesa, doña Pilar empezó a leer la cartilla a su adolescente
retoño:
– Alicia, por favor, no
te emperejiles como el domingo pasado. Recuerda que aún estamos de alivio de
luto por la abuela.
– Mamá
–rezongó la chica-, hoy es fiesta religiosa muy grande: la más importante del
año, según mi profesor de Religión.
– Y,
además –terció Ricardo, tan mortificante como de costumbre-, estarán en misa
doña Solita y su hijo, y ya se sabe que Alicita bebe los vientos por el
poliomielítico de Víctor.
Aunque Alicia no estaba muy segura de
entender el palabro que acababa de soltar su hermano, se puso en
guardia, dispuesta a replicar con acritud. La intervención de su madre lo
impidió:
– No seas cruel,
Ricardo, que nadie debe burlarse de las flaquezas ajenas y, menos aún, quien va
para médico... Con todo y con eso, Alicia, ya sabes que no me agrada que trates
con doña Solita y su familia, más allá de hola y adiós.
– Pero, mamá –se lamentó
la hija-, ¿otra vez con las cosas de la guerra? Va para once años que acabó. Yo
entonces tenía cinco años...
– Hay cosas que ni
pueden, ni deben, olvidarse –aseveró doña Pilar-. Cuando tengas unos años más,
ya te lo explicaré más a fondo.
Alicia optó por dejar la charla y
dedicarse a los churros, que ya escaseaban en el plato. Mentalmente, hizo
cuentas de los años que tenía Víctor cuando el final de la guerra civil y llegó
a la fácil conclusión de que eran cuatro, puesto que el muchacho, aunque de su
mismo año natural, no cumplía hasta junio. Claro que, según su madre –y, ahora
que caía, según su trabajo de Literatura-, hay cosas que no pueden ni deben
olvidarse. Quizá su madre y Hamlet estuviesen en lo cierto; pero a lo que, ni
ella, ni Víctor estaban dispuestos era a que ese recuerdo condicionase –envenenase-
sus vidas.
***
Mes y medio más tarde, Alicia regresó del
instituto al borde del llanto, el cual se desbordó tan pronto halló refugio en
su dormitorio, rompiendo en sollozos. La causa de su pena se hallaba dentro de
la cartera, aunque muchas de sus compañeras habrían hallado en ella un motivo
de alborozo. Aquel día, la profesora Herranz había devuelto corregidos los trabajos
para fin de curso, con la puntuación que le habían merecido. Lejos del diez
que nuestra protagonista esperaba, su narración había alcanzado tan solo un
siete que, dicho sea de paso, había sido la segunda nota de la clase. Una
escueta crítica de la rigurosa doña Manolita hacía constar su opinión al
respecto:
Narración bien construida y con notable
riqueza de vocabulario, pero demasiado extensa y con una peripecia
excesivamente personal.
Cuando se le pasó el cuajo, sacó la narración
demasiado extensa del cartapacio y la sepultó en el hondón de su armario.
Fue una sepultura meramente temporal pues, al terminar brillantemente el curso
–y el bachillerato con él-, el cuento inspirado en “Hamlet” fue a parar,
con los libros de texto de los últimos cursos, a una de las dos grandes cajas
de cartón en que Alicia enterró los recuerdos más tangibles de sus años de
instituto. Allí permaneció hasta que su nieta Victoria practicó una segunda y
piadosa exhumación, al morir su abuela. De momento, se contentó con leer el
original de Alicia, sin decidirse a ponerlo ante los ojos de nuevos lectores,
quizá más severos aún que la profesora Herranz. Y así lo conservó, envejecido y
olvidado...
... Hasta ahora.
Orestes matando a su madre, Clitemnestra
(cerámica griega antigua).
[1]
Siglas de Federación
Universitaria Escolar, organización fundada en 1926 para aglutinar, a modo
de sindicato, a estudiantes de enseñanzas media y superior, de ideología
izquierdista.
[2]
Adjetivo muy conocido -aunque no
admitido en el diccionario de la Real Academia-, alusivo al político español de
izquierdas, Manuel Azaña Díaz (1880-1940), que ocuparía, entre otros, los
cargos de presidente del Consejo de Ministros (1931-1933) y de la República
Española (1936-1939).
[3]
Acrónimo de Sindicato Español
Universitario, fundado en 1933 dentro de la estructura del partido político
Falange Española, y que en 1939 se constituyó en la única organización
estudiantil legal del Régimen franquista.
[4]
Nombre
coloquial de la famosa sirvienta de la zarzuela La Gran Vía (estrenada
em 1886, el libreto es obra de Felipe Pérez González y la partitura, de los
maestros Federico Chueca y Joaquín Valverde), que cifraba su prosperidad en
hurtar a los señores a quienes servía.
[5] En concreto, el aforismo que a continuación se
dirá viene atribuido a Paracelso.
[6]
Entre
1889 y 1943, la mayoría de edad vino fijada por el Código Civil español en los
23 años, con ciertas limitaciones adicionales para las mujeres hasta cumplir
los 25.
[7]
Traducible por “guerra en broma”, que duró para Francia de septiembre de 1939, hasta mayo de 1940.
[8] Se firmó
en Rethondes, el 22 de junio de 1940.
[9]
Charles de Gaulle (1891-1970), líder del movimiento de la Francia Libre
a partir de junio de 1940. Posteriormente, sería presidente de la República
Francesa entre 1959 y 1969.
[10]
Fuerza armada, paramilitar primero, militar oficial desde enero de 1943, al
servicio del régimen de Vichy, con el objetivo esencial de luchar contra la Resistencia
a la ocupación alemana.
[11]
A
estas alturas de la Historia, quizá convenga recordar que, en el reparto de
colores en los uniformes de las mesnadas partidistas de la época, el azul mahón
correspondió a las de Falange Española. Su fundador, José Antonio Primo
de Rivera y Sáenz de Heredia (1903-1936) justificó su elección por ser un color
neto, serio y proletario.
[12]
Tales
diligencias eran la aprobación de la sentencia por la autoridad militar, previo
dictamen de su auditor y, puesto que la condena era a muerte, el visto bueno
del Generalísimo a la ejecución.
[13]
Al
comienzo de la tragedia homónima de Shakespeare, es bien sabido que el espectro
de su padre se aparece a Hamlet, le explica cómo y por quién ha sido asesinado
y le ruega tome cumplida venganza de ello (perdón por tan prosaico
recordatorio).
[14]
Posible
alusión de la autora del relato a la hermosa metáfora acogida por el poeta,
Luis Cernuda, en su poema “Un español habla de su patria”, y posteriormente por
Joaquín Leguina en el título de su novela, Tu nombre envenena mis sueños.
[15]
El
francés au-delà, como el italiano al di là, significan más
allá, aunque con una connotación meramente topológica, que la Madame del
relato parece usar con un significado de más allá de este mundo.
[16]
Béret equivale a boina. Casquette es un tipo de sombrero redondo
y sin ala, que se ciñe a la forma del cráneo al modo de los cascos militares.
Se supone en el relato que son dos tipos de tocado característicos de la
indumentaria femenina francesa.
[17]
El
idioma, por supuesto, es el alemán. Al parecer, esa fue la respuesta de un ya
anciano Sigmund Freud cuando, al llegar exiliado a Inglaterra en 1938, los
periodistas le preguntaron qué pensaba hacer en esa nueva etapa de su vida.
[18] Diosa
griega de la venganza.
[19]
Esta organización de beneficencia fue creada en Valladolid, en octubre de 1936,
bajo los auspicios de Falange Española, por iniciativa de Mercedes Sanz
Bachiller, entonces viuda del abogado y político, Onésimo Redondo Ortega.
[20] Se
alude a las inmortales tragedias de Shakespeare y Esquilo, respectivamente.
[21] Véase
antes, nota 19.
[22]
Sobre el profeta Daniel y su interpretación de sueños o visiones, véase el
libro profético de Daniel en el Antiguo Testamento de la Biblia. Sobre Sigmund
Freud y los sueños, es esencial su obra, La interpretación de los sueños
(1900).
[23] Véase
en el Evangelio según San Mateo el pasaje, Mt, 18, 3-4.
[24] Rima XV, de Gustavo Adolfo Bécquer,
que comienza: Cendal flotante de leve bruma…
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