El ministro de Justicia y el menor de
los males
Por Federico Bello Landrove
¿Justifica un buen
fin el empleo de malos medios? ¿Es lícito combatir el mal con otro mal,
presumiblemente menor? ¿Está el infierno empedrado de buenas intenciones? Este
relato casi histórico,
ambientado en 1941 en la Francia vencida por los alemanes, les permitirá pensar
sus respuestas y, de paso, quizá les entretenga y les enseñe algunas
cosas.
1. Uno que fue a estudiar a París, con
resultado mediano
Se aproximaban las navidades del año
1944, que bien poco iban a tener de festivas para los habitantes de Lyon, ni
para mí particularmente. Con la guerra todavía en curso, la liberación de
Francia, sin haber acabado con la penuria material, había aportado a mayores la
miseria moral y la violencia incontrolada de los resistentes contra
quienes, adictos al régimen de Vichy o, simplemente, ejercientes de cargos o
funciones públicas en su seno, iban ahora a ser ahora las víctimas de una
justicia vindicativa, a cargo, las más de las veces, de jurados tan sesgados
políticamente, como jurídicamente ignaros. Es posible, con todo, que esta
opinión mía estuviese condicionada por el hecho de que, como prestigioso
abogado ejerciente en toda clase de asuntos -incluso penales-, temiera verme
imputado ante alguna de las varias jurisdicciones[1]
creadas por aquel entonces, con el único propósito de dejar fuera de
circulación a quienes hubieran desagradado a las nuevas autoridades por su
conducta en los cinco años anteriores.
Estaba atenazado
por esa preocupación personal, cuando me llegó una carta inesperada, que no
podía ser más inoportuna. Procedía del bufete de un tal abogado Blériot,
colegiado de Toulouse, quien se decía designado por el profesor Joseph
Barthélemy[2],
para defenderle en el proceso criminal que le había sido abierto ante el Alto
Tribunal de Justicia, por presuntas responsabilidades penales contraídas
durante el desempeño del cargo de ministro de Justicia entre 1941 y 1943. Mi
colega tolosano decía en su carta que se había tomado el atrevimiento de
escribirme por encargo de su cliente, actualmente preso preventivo en la cárcel
de Auch, para informarme de esa triste situación, empeorada por el decaída
de su salud, así como por el riguroso régimen penitenciario a que viene estando
sometido desde su encarcelamiento, el 6 de octubre pasado. Y el letrado
Blériot añadía:
… No se trata, por
ahora, de que usted se avenga de buen grado a ser testigo de la defensa del
señor Barthélemy, toda vez que aún parece estar lejano -si es que llega- el
momento de su juicio, sino de ofrecerme su autorizado conocimiento y punto de
vista acerca de muchas de las cuestiones que, a no dudar, formarán parte en su
día de la acusación contra él… Con tal fin, le remito un breve cuestionario
acerca de los temas y momentos que usted compartió con mi patrocinado, en
particular, durante los años de la guerra presente, que es a los que se
contrae, por mandato legal -como usted conoce perfectamente- una eventual
exigencia de responsabilidades penales y políticas.
Seguía a estos
párrafos el aludido cuestionario que, pese al compromiso de Blériot, no se
limitaba al tiempo de guerra, sino que hacía referencia a los años veinte,
cuando conocí y traté a Barthélemy como profesor, no como ministro. Reflexioné
acerca del interrogatorio y comprendí que, con solo responder superficialmente
al mismo, me estaría autodenunciando ante la Cámara Cívica, con el riesgo
evidente de que me privaran del ejercicio de la abogacía. En consecuencia,
contesté la carta de manera ambigua, demorando mi decisión hasta el momento en
que el exministro fuese objeto de una imputación escrita y formal por parte de la
acusación pública. No obstante, pudiendo ser citado como testigo en su día con
obligación de comparecer y declarar, opté por preparar un futuro testimonio de
la forma más favorable para el acusado y menos comprometedora para mí mismo.
Poco a poco, fui refrescando la memoria y pergeñando unas notas que me
sirvieran de guion para ello en su día.
Afortunadamente
-para mí- no llegó a celebrarse el juicio de Barthélemy, por la determinante
razón de que falleció antes de ser formalmente acusado. Su óbito se produjo el
14 de mayo de 1945, a causa de un cáncer bucal[3].
La noticia, curiosamente, no me la hizo llegar el abogado Blériot, sino una de
las hijas del finado, al tiempo que me agradecía -no sé si irónicamente- su
disposición de cooperar en la defensa de mi padre, quien tenía a usted en alto
concepto y estima. Seguramente de manera más sincera, aludía a los breves,
pero intensos, días en que coincidimos en Vichy, en el año 41, en los que usted
nos manifestó, tanto a mi padre como a mí, una dedicación y afecto que,
lamentablemente, la tormentosa política de la época impidió prolongar…
De todo esto han transcurrido
ya bastantes años: tantos, como para pasar página o, al menos, haber perdido el
miedo a hablar en público de ciertos hechos del pasado. Tal vez por ello, al
repasar viejos cartapacios y hallar lo que antaño escribí, me he animado a
ampliarlo y darle vida, esperando que halle algún favor entre los lectores y,
de paso, contribuya a liberarme del sambenito de haber merecido la indignidad
nacional, con la consiguiente condena a cinco años de degradación[4].
Al menos yo, creo que mis ofensas a la nación francesa podrían haber
merecido una consideración más benévola que la que les atribuyó la Cámara
Cívica de Lyon. En fin, juzguen ustedes los hechos por sí mismos.
Joseph Barthélemy en su época de
ministro de Justicia (1941-1943)
***
Se preguntarán cómo
conocí y llegué a hacer una buena amistad con el profesor Barthélemy mucho
antes de que se incorporase a las tareas de gobierno bajo el régimen de Vichy[5].
Concretamente ello sucedió en las aulas de la Facultad de Derecho de la
Universidad de París, a la que me había llevado mi terquedad -y los posibles de
mi padre- en preferir el renombre de los maestros parisinos, postergando a los
de mi Lyon natal. Mi progenitor, importante empleado de la industria sedera Prelle
et Compagnie[6], acabó
por acceder a mis deseos con solo dos condiciones: Mi asignación mensual no
rebasaría el salario de un obrero de su empresa y yo retornaría a Lyon al
primer curso que suspendiera. Supe hacer honor a esas dos exigencias virtuosas,
alcanzando entre mis compañeros y profesores cierta fama de persona seria y trabajadora,
aunque me esté mal el decirlo.
En aquella
Facultad, hacia 1925, destacaba por encima de casi todos los demás catedráticos
el señor Barthélemy, el Decano, como usualmente se le apodaba, por más
que no lo fuese de modo ininterrumpido. Y no se trataba solo de que fuese
considerado a la sazón como el constitucionalista más famoso de Francia, sino
que todo en él invitaba a la admiración y el afecto. Excelente orador, profesor
claro y ameno -siempre con una anécdota entretenida a mano-, de trato abierto y
simpático, accesible a los alumnos y a los jóvenes profesores de todas las
ideologías, era muy difícil no sentirse ganado por él para dedicarse con
intensidad al estudio de su asignatura. ¡A cuántos de los que luego lo
vilipendiaron o dieron la espalda he visto yo, unos años antes, hacerle corro
arrobados y encarecer sus cualidades docentes! Y eso que el Decano estaba
lejos de encerrarse en su reducto académico: Ejercía asiduamente como abogado;
se desempeñaba airosamente de periodista, en especial, en Le Temps[7];
representó en la Cámara de los Diputados al departamento del Gers hasta 1928,
dentro de un pequeño partido coaligado con las derechas, y, por supuesto,
publicaba frecuentemente libros doctrinales y de Derecho Constitucional, como
su famoso Tratado, cuya primera edición apareció precisamente en
aquellos años[8].
Pero no viene al
caso que trate en general sobre la vida de Barthélemy, ni sobre la peripecia
que, al socaire de los acontecimientos históricos, le fue haciendo derivar
hacia posiciones más favorables al autoritarismo y la democracia corporativa,
enfrentándose a las ideas del Frente Popular[9],
que él juzgaba el preámbulo de una revolución a la bolchevique. Todo eso
corresponde a un periodo del que no fui testigo directo, tras haberme alejado
de París para abrir despacho de abogado en mi ciudad natal de Lyon. He de
volver, pues, a los años anteriores solamente para explicar mi relación con el
profesor Barthélemy y, de paso, con algunos de los miembros de su familia.
***
Es posible que mi
relación con Barthélemy no hubiera pasado de la de un profesor consagrado con
un buen alumno, de no ser por coincidir en aquel una ocupación -¡otra más!-,
que tenía en muy alta estima: la de profesor titular de Historia parlamentaria
y legislativa en la prestigiosa Escuela libre de Ciencias políticas[10].
A mi vez, yo era un entusiasta aficionado a la historia en general y a la
del Derecho Constitucional en particular. De modo que, cuando con la tolerancia
de mi padre y una posible beca en ciernes, solicité al Decano que
aceptase dirigirme la tesis doctoral, tuvimos, más o menos, la siguiente
conversación:
-
¿En
qué tema había pensado usted, como objeto de su tesis?
-
En
un estudio comparativo del paso de los Estados Unidos y de Suiza, de
confederaciones, a Estados federales, así como de las tensiones y conflictos
políticos derivados de él.
-
Hum
-gruñó-, muy alto pica usted, querido amigo. Habrá que recortar los términos,
quizá eligiendo un país u otro. En cualquier caso, podría trabajar bajo los
auspicios de la Escuela de Ciencias Políticas: Allí se da gran relevancia al Derecho
Constitucional Comparado. ¿Qué le parece?
-
Pues
que, siempre que sea usted quien me dirija el trabajo, no tengo nada que
objetar… Solo que… No sé si sería posible obtener alguna ayuda económica…
¡Llevo tantos años sangrando a mis padres!
Barthélemy se
echó a reír y preguntó con sorna:
-
Pues
qué, ¿la seda de Lyon ya no da para más?... Si es así, haremos desde París un
esfuerzo para apoyarla.
El esfuerzo
se hizo, en efecto, en forma de una ayuda a la investigación, que me permitió
trabajar en mi tesis y concluirla, leyéndola en la primavera del año 34. Para
entonces, Barthélemy había desistido de presentarse a las elecciones a diputado[11],
aunque se las tenía tiesas con los que él llamaba los revolucionarios[12],
desde las páginas de Le Temps. El ambiente se fue caldeando en la
Universidad y Barthélemy pasó a convertirse en un profesor polémico, de quien
se decía que figuraba en las listas negras de los partidos de izquierdas. No
era la mejor forma de postularme, con su poco eficaz apoyo, para una plaza de
profesor agregado, lo que me permitiría alcanzar una situación económica
medianamente satisfactoria. Así se lo hice saber y nos despedimos
amistosamente, tomando yo el camino de Lyon, donde me fui olvidando del Derecho
Constitucional teórico y convirtiéndome en un abogado razonablemente bueno;
tanto, como para vivir del bufete y formar mi propia familia. El Decano pasó
a ser un grato recuerdo, cada vez más vago, que solo revivía con fuerza cuando
leía algunos de sus artículos periodísticos, tan bien escritos como siempre,
pero cada vez más destemplados.
***
Por mucho que
fuese el ímpetu ilusionado de mi primera juventud, es poco probable que me
hubiese ganado solo con él la simpatía de Barthélemy. Mas sucedió que, por un
comentario cogido al vuelo en el seminario de Constitucional, me enteré de que
la hija mayor del Decano iba a contraer matrimonio próximamente con un
caballero de rancio abolengo, un barón por más señas. No sé cómo me atreví a
interpelar al orgulloso padre de la futura novia, preguntándole si todavía funcionaban
los títulos nobiliarios en la República Francesa. Con la cordialidad
condescendiente que lo caracterizaba, Barthélemy me contestó:
-
No
tardará en aprender, señor Desfarges, que algunas instituciones desconocidas
por la ley cuentan entre las que más funcionan efectivamente en la sociedad.
Mi familia, sin ir más lejos, es de las de más alcurnia de Gascuña, aunque al
presente no tengamos título, y tal vez ello haya contado para el beneplácito de
los padres del novio tanto, o más, que mis títulos universitarios. ¿Y usted,
querido amigo, no tiene pedigrí para emparentar con alguna gran estirpe
de la ciudad de la seda?
La forma de
plantearme la pregunta, entre retadora y jocosa, hizo que perdiera mi inicial
vergüenza y le replicase con solemnidad:
-
Pues
le diré que empresarios con este apellido contaron en el mundo de las sederías,
cuando menos, desde el siglo pasado. De hecho, mi padre es un alto cargo de una
de las fábricas más antiguas y prestigiosas, las Manufacturas Prelle.
Barthélemy sonrió,
quedó suspenso unos momentos, y salió con una de las suyas, que me dejó
estupefacto:
-
Siendo
así, caballero, tendré mucho gusto en recibir a usted en mi casa el jueves
próximo a las cinco de la tarde, para tomar el té.
Y, extrayendo de
su cartera una tarjeta, me facilitó con ella la dirección de su casa. Empezaba
así mi vinculación, no del todo superficial, con el resto de la familia
Barthélemy.
Posible traje de novia de Marguerite
Barthélemy
***
La verdad es que
el origen de tan sorprendente invitación a un alumno de primer año de
licenciatura era bien interesado. Resultó que la joven Marguerite-Marie
Barthélemy tenía pensado encargar su vestido de novia a la famosa modista,
Jeanne Lanvin[13]. Esta
les había recomendado como tejido a emplear el dupión de seda, muy caro y no
fácil de encontrar en su más alta calidad. La madre de la novia, doña Ana
Laborie, dejó caer la sugerencia de una ayuda por mi parte -vale decir, de la
de mi padre- para obtener la mejor tela al mejor precio posible.
Desafortunadamente, la empresa Prelle se dedicaba en exclusiva a las
sedas para revestimiento u ornato de edificios, pero estaba seguro de que mi
padre podría organizar una búsqueda eficaz. Así fue, en efecto: la casa
Brochier[14]
facilitó el género preciso, y a un precio de amigo. Puedo, pues,
asegurar que contribuí, aunque modestamente, a la boda de Margot Barthélemy
con el barón[15], pero
no me hago responsable del resultado de dicho enlace.
No fue aquella mi
única visita a la casa del profesor, si bien mis lazos con su familia podría
decirse que eran de seda, pues me convertí en proveedor oficial de tan sutil
mercadería o -como Madame Barthélemy bromeaba- en su cónsul en Lyon.
De un modo u otro, trabé conocimiento con su hijo Pierre, que por entonces
estaba acabando la carrera de medicina y, sobre todo, con la hermana menor,
Paulette, el ojito derecho de su padre, todo un modelo de encanto y
dulzura, que durante algún tiempo llegó a alimentar mis sueños. Aunque todo
aquello acabó en nada, no tengo ninguna duda de que influyó positivamente en
mis relaciones académicas con el Decano y, todavía más, en las que
habría de establecer con él en el año 1941, cuando a su llamamiento acudí a
Vichy[16],
y no precisamente para tomar las aguas.
2. Nada nos es más necesario que una
nueva Constitución
Hasta las orillas
del Ródano[17] me
fueron llegando a cuentagotas noticias sobre la opinión y evolución políticas
del señor Barthélemy. Así, en 1936, en La Revue de Paris[18]
el Decano se despachó contra la posible ayuda que el gobierno francés del
Frente Popular tenía pensado prestar a la República Española, para superar la
reciente rebelión de una parte del Ejército, dando lugar a lo que sería una
larga y sangrienta guerra civil. El profesor argumentaba con que -por lo que él
sabía- el gobierno republicano español podía ser que gozase de la legalidad,
pero no de legitimidad, la cual correspondía a los alzados contra aquel. Yo -y
conmigo la mayoría de mis compatriotas- ni entraba ni salía en las razones de
los contendientes hispanos, pero sí nos quedamos con la boca dolorosamente
abierta, al leer que el autor extrapolaba su argumento para cualquier país
-incluida Francia- en que gente como los socialistas y los comunistas llegase
al poder, siquiera fuese mediante elecciones libres. Razón: Tan pronto se
hacían con el gobierno, estos extremistas implantaban una revolución a la
bolchevique y toda libertad y ulteriores elecciones libres quedaban
boicoteadas. Aquello era muy duro de asumir, por más que en Rusia se tuviera un
buen ejemplo de ello, por no referirse -Barthélemy, al menos, no lo hacía- a la
Italia fascista y a la Alemania nazi.
Un par de años
después, Barthélemy volvió a destacarse, esta vez de manera menos alejada del
pensamiento pacifista francés del momento[19],
apoyando de manera decidida el derecho del Reich alemán para anexionarse
el País de los Sudetes y, a mayores, los acuerdos firmados en Munich en
septiembre de 1938, entre la Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. Supongo
que, de saber cómo los iba a infringir Hitler en seguida, su parecer habría
sido muy diferente.
Pero la Historia,
para nuestra desgracia, no se detenía. En septiembre de 1939, Francia declaraba
la guerra a Alemania y, tras el periodo de conflicto limitado y alejado de
nuestro país, llamado con ironía la drôle de guerre[20],
Francia se vio invadida y vencida en poco más de un mes, llegándose, como
es sabido, al Armisticio de 22 de junio de 1940, así como a la consiguiente
sustitución de la Tercera República por el régimen del Estado Francés, o
de Vichy, acaudillado por el mariscal Pétain. Mi ciudad lionesa quedó, por el
momento, libre de la ocupación militar alemana y mayoritariamente a favor de la
deriva de la situación que había asumido in extremis el viejo Mariscal;
y eso que Lyon era una urbe industrial, con fuerte implantación de partidos muy
alejados de las ideas de los vichistas. Con todo, la discusión era viva
a la hora de valorar los términos o cláusulas del armisticio[21],
y ello me animó a enviar a la revista La bouche du Rhône[22]un
original de un par de páginas, que encabezaba manifestando mi sorpresa con que
todo un tipo como Hitler se aviniera a llegar a un armisticio de contenido
bastante moderado, en vez de imponer una rendición sin condiciones.
Seguidamente, elucubraba con las razones que podrían haber tenido los alemanes
para llegar a tal acuerdo, y los motivos -bastante más evidentes- que habían
aconsejado a Pétain y los suyos el aceptarlo. Seguidamente -por si ustedes no
quieren hacer el esfuerzo de leer el acuerdo de armisticio-, destacaba las
cláusulas que me parecían mejores y peores para los franceses. Entre las
primeras, situaba las de que el ejército alemán se abstuviera de ocupar
militarmente una zona de Francia notablemente extensa[23];
que se respetara la soberanía de Francia en el orden internacional, con el
derecho de mantener relaciones diplomáticas con los demás Estados, incluida
Alemania; que el imperio colonial francés quedara bajo la autoridad exclusiva
del Gobierno francés; que este conservara el control de las
unidades de policía y de un ejército de hasta 100.000 hombres, para sus
necesidades de mantenimiento del orden, si bien con armamento ligero y sin
aviación, aunque sí con el dominio de la flota de guerra, a condición de mantenerla
inactiva hasta el final de la contienda.
Entre los
artículos del armisticio más nefastos para mi país, recogía el de que los
prisioneros de guerra[24]
permanecerían en cautividad -generalmente, en Alemania- hasta el final de la contienda; que Francia debería proveer al mantenimiento del ejército alemán de
ocupación, sufragando sus gastos que, de entrada, se tasaban en una media de
400 millones de francos diarios; la confusa situación jurídica en que quedaban
Alsacia y Lorena, aún bajo soberanía francesa, pero ya gobernadas por las
autoridades alemanas; y el que Francia hubiera de entregar a Alemania a los
alemanes y austriacos refugiados en nuestro país, huyendo del nazismo.
Mi colaboración en
la prensa recibió, en general, una acogida favorable. A fin de cuentas, había
poco en ella con lo que en aquel verano de 1940 pudiera estarse en desacuerdo,
salvo que se fuera un gaullista de primera hora[25].
***
No volví a saber de Barthélemy hasta que,
de la manera más imprevista, recibí la noticia de que había sido nombrado
ministro de Justicia, el 27 de enero de 1941. La nueva llegó oficialmente a
nuestro Colegio de Abogados, donde me tocó firmar la felicitación de respuesta,
en mi calidad de vicedecano, toda vez que el compañero que ostentaba el
decanato se negaba, por razones políticas, a contestar con algo más que un
escueto acuse de recibo. Por supuesto, yo no tuve inconveniente en darme por
enterado del nombramiento de manera afectuosa, agregando aparte una carta
manuscrita más explícita, en la que aludía a mis mejores deseos de que tuviera
éxito en una tarea tan importante y en un momento tan delicado; la concluía
enviando mis saludos para su mujer e hijos, y ofreciéndome para lo poco en que
pudiera ayudarle. La contestación corrió a cargo de su hija Margot[26]
-yo no entendí entonces el porqué de la intervención de la hija-, quien, en
nombre de su padre, agradeció mis buenos deseos y apuntó la posibilidad de
usar, llegado el caso, de “mis excelentes cualidades de jurista”. Margot agregó
un post scriptum de su puño y letra, que rezaba así: Gracias por tus
amistosos sentimientos. “La gloria” le ha llegado a papá seguramente demasiado
tarde.
Así las cosas, la
prensa se hizo eco, poco tiempo después, de que el recién creado Consejo
Nacional iba a iniciar inmediatamente los trabajos preparatorios para redactar
una nueva Constitución[27],
para lo cual se formarían sucesivamente comisiones a fin de redactar sus
disposiciones esenciales. Le Temps del 27 de abril de 1941 afirmaba que,
sin más dilación, la primera comisión iniciaría sus trabajos el 6 de mayo
siguiente, versando estos sobre la administración regional a construir para
Francia sobre el molde de las provincias del Antiguo Régimen, que serían
restablecidas. Las noticias eran tan llamativas, que me sentí obligado, como
antiguo constitucionalista, a dar una réplica bien poco favorable, tanto al
propósito de redactar una constitución de nuevo cuño en época de guerra y de
ocupación, como al de pasar, del centralismo napoleónico, a las provincias o
grandes feudos que, con ciertos matices, habían fenecido políticamente en
tiempos de los Valois, de Luis XI en adelante[28].
Mis palabras, recogidas en Le Temps -que entonces tenía su sede en Lyon-
las voy a resumir escuetamente en un par de párrafos:
… No olvido que, por amplísima mayoría,
la Asamblea Nacional votó el mes de julio pasado por redactar una nueva
Constitución[29].
Seguramente la hoy vigente, con casi setenta años de antigüedad, merece una
honorable sustitución por otra, pero ¿es el mejor momento para ello el
presente, con el país vencido y parcialmente ocupado por un ejército
extranjero, inmersos en una guerra que, lejos de una conclusión rápida, tiene
los visos de ser larga? ¿Qué tranquilidad se tiene para discutir serenamente
tan sustancial ley, qué garantías de poder ser ratificada por el pueblo francés
unido y en libertad? Me viene a la mente el sabio consejo de Abraham Lincoln:
no debe cambiarse de caballo cuando se está vadeando un río[30]…
… No soy nadie
para aconsejar a nuestro Gobierno ni, mucho menos, a quien tan dignamente
ejerce la jefatura del Estado. Con todo, hay tan poca experiencia en gestionar
una situación prolongada de armisticio dentro de una guerra más amplia, que
toda mesura y prudencia son pocas para lograrlo… No me parece que sea este un
momento para la alta política, para las novedades constitucionales o para
sentar las sólidas bases del futuro. Antes bien, opino que el gobierno de
cualquier país ocupado y en situación de armisticio debe pretender, ante todo,
administrar, resolver los asuntos corrientes, mantener el orden y amortiguar
los inevitables choques entre el ejército ocupante y la población, discutiendo
las exigencias de los vencedores y obteniendo la mayor reducción posible de las
mismas[31].
Mi artículo de Le
Temps no fue obstáculo para que, unos diez días después, recibiera una
llamada telefónica del señor Barthélemy. En pocas palabras, con lucidez y
aplomo, me hizo saber que la reforma de la Constitución iba adelante. Al menos
-me dijo-, para preparar una redacción de las disposiciones esenciales
y, muy en particular, de todo lo concerniente a “restablecer la autoridad en
nuestro país”, cosa que no puede esperar un minuto más y que demostrado queda
que no puede conseguirse con la Constitución del 75, salvo que estemos
constantemente suspendiéndola, o reforzándola con decretos de poderes
especiales. Seguidamente, me hizo un esquema sobre cómo se abordarían tales
tareas, mediante comisiones en el seno del nuevo Consejo Nacional. Este
órgano es un totum revolutum de grandes personalidades y dirigentes del montón
-afirmó- pero espero encontrar suficientes elementos como para ponernos
manos a la obra.
-
¿Con
qué plan de actuación?, pregunté. ¿Y sin intervención de los diputados ni de
los senadores?, añadí.
-
Para
el Mariscal -me respondió el Ministro de Justicia-, la Asamblea Nacional es como
si se hubiera hecho el harakiri el mes de julio pasado… Y, en cuanto al
plan, vamos a desarrollar los trabajos por materias, en cuatro etapas
sucesivas. Espero que todo esté terminado de aquí a finales de verano[32].
Y, precisamente para la primera parte es para la que voy a pedirle su
cooperación: Aquí no tengo un solo constitucionalista de confianza, y en París,
por motivos políticos, casi todos me vuelven la espalda.
Mis protestas de estar retirado del
Derecho Constitucional no me sirvieron de nada. Cinco minutos después recibía
en firme el encargo de documentar e informar la peregrina idea básica,
que se le había ocurrido a Barthélemy para consagrar una mayor eficacia
administrativa en los aspectos económico y de orden público, mediante la
resurrección de las antiguas provincias francesas, como ya he dejado dicho poco
antes. No me contradiga ahora -me espetó-: Búsqueme precedentes,
estudie a fondo el tema y luego, con toda sinceridad y confianza, podrá contradecirme, si quiere… Eso sí, el tiempo apremia: tres semanas, cuatro a lo
sumo. A la comisión del Consejo Nacional le he fijado el plazo máximo de un
mes… Puede irme mandando por correo adelantos de su trabajo, pero la redacción
final quiero comentarla con usted aquí, en Vichy… Una visita breve, un par de
días y, si tiene alguna dificultad, aduzca un encargo oficial del Ministro de
Justicia.
***
Por unos días, me
encerré en la Universidad y me zambullí en los viejos proyectos e ideas de los
maestros franceses para corregir o matizar las asambleas parlamentarias
elegidas por sufragio universal, de Sieyès, a Tocqueville y al duque de
Broglie: Todo muy a la medida del corporativismo propio de nuestra época,
aunque con muy diversas pretensiones e ideología que los fascismos o el
autoritarismo salazarista[33],
tan bien visto por Pétain. Y, por otro lado, no encontraba yo en las antiguas
provincias francesas, tan ligadas al feudalismo, una demarcación adecuada para
intermediar entre los departamentos y el Estado, volviendo a un mecanismo de
gobernadores y de consejos de notables, que olía a un rancio tradicionalismo[34].
En consecuencia, hice un puntilloso aporte de datos históricos y de opiniones
de estudiosos, para concluir con una opinión de término medio: unidades
regionales más amplias que los departamentos, sí, pero limitadas a los asuntos
cuya resolución rebasara necesariamente el nivel departamental y precisara de
la colaboración de administraciones vecinas. Dichas competencias eran bastante
discutibles en época de paz; ahora, en situación de armisticio, los mayores
problemas a resolver de manera coordinada eran los abastecimientos y el orden
público. Para esa coordinación no me parecía razonable levantar un andamiaje de
asambleas de notables, que no harían sino difuminar la autoridad central y
crear complicaciones. Tampoco veía preciso volver al concepto de gobernador del
Antiguo Régimen: un prefecto regional, superior de los departamentales
dentro de sus competencias y auxiliado por varios asistentes funcionarios,
podría ser una infraestructura suficiente.
Me cabe la
satisfacción de comprobar que esa fórmula simplista mía fue la que acabó por
imponerse mientras duró la ocupación, y sin necesidad de incorporarla a una
nueva constitución[35].
El que resultara eficaz o no -dicen que, más bien, no- tuvo mucho más que ver
con la penuria de los avituallamientos y con la fuerza que acabó teniendo el
movimiento de la Resistencia[36].
Con mi trabajo ya
redactado, tomé el camino de Vichy el 5 de junio de 1941, no sin antes avisar
al Ministro quien no dejó de advertirme:
-
Esto
es un caos, Desfarges. No se encuentra una habitación libre en ningún hotel
decente de Vichy. Lo siento, pero tendrá usted que buscarse el alojamiento.
Un colega de Lyon,
buen conocedor de la zona por ser asiduo a los baños, me ofreció la solución:
-
Olvídate
de Vichy y alójate en Bellerive, en la otra orilla del Allier. Desde que
terminaron el puente, ir de una población a otra es un paseo[37].
Si quieres, yo conozco…
Hecho: Tomé por
teléfono una habitación en una pensión confortable en la avenida de Vichy,
cerca de la conocida Villa Boussange. Un obstáculo menos…
***
Tan pronto me
instalé en la pensión de la avenue Vichy, intenté comunicar con el
Ministro, pero lo más que de momento conseguí fue una comunicación telefónica
con su segundo en el Ministerio, el Secretario General, Dayras[38],
quien me convocó en el Hôtel Majestic[39]
para las nueve de la mañana del siguiente día. No tuve la suerte de cara pues,
por fas o por nefas, dieron las doce y “el señor Ministro sigue celebrando
audiencias o despachando con otras autoridades”. No estaba yo para muchas
bromas, después del viaje y el alojamiento improvisado. De modo que, con cierta
severidad, volví a la carga con Dayras y le expuse:
-
Mire,
señor Secretario General, yo no soy funcionario a sus órdenes, sino un antiguo
amigo del Ministro a quien este ha confiado con urgencia un trabajo ocasional;
de modo que, o hace usted para que me reciba antes del almuerzo, o dejo en sus
manos este portafolios y me vuelvo para Lyon, donde me esperan muchos asuntos
profesionales que atender.
Miniatura del Berliet-Dauphine de Hervé
Desfarges
Por el gesto del
alto funcionario, creo que no estuvo lejos de mandarme a freír espárragos, pero
justo en ese momento accedió al antedespacho una señora bien vestida que, al
ver a Dayras hablando no muy amistosamente conmigo, quedó parada en medio de la
pieza, esperando a que acabásemos de conversar. Inmediatamente, el
secretario cortó nuestra polémica y, muy ceremonioso, salió de tras su mesa,
saludando a Madame con toda cortesía:
-
Buenos
días, señora Barthélemy -dijo Dayras-. Su padre lleva una mañana agotadora, sin
salir siquiera del despacho. Precisamente se lo estaba explicando ahora a este
caballero, que dice ser antiguo amigo suyo…
En ese momento,
mutuamente interesados, nos giramos hasta quedar frente a frente. No cabía
duda. Los años no habían pasado en balde, pero estaba ante la mismísima Margot,
la hija mayor del Decano; ni tampoco la tuvo ella de que aquel airado
sujeto que estaba harto de hacer antesala era el buen de Hervé, el sedero de
Lyon.
3. Uno que iba a Vichy, y no para tomar
las aguas
Una hora más tarde, el Decano,
su hija y un servidor de ustedes estábamos sentados a la mesa en el restaurante
del Hôtel Carlton[40],
disfrutando de un excelente almuerzo, que la apretada agenda del señor Ministro
había demorado en exceso para mi hambriento estómago. El de mi anfitrión, a
juzgar por el volumen que había alcanzado su vientre, debía también de estar
muy necesitado de llenarse, por más que Margot le hubiese hecho para empezar
una discreta llamada a la templanza. Fue ese notable engrosamiento lo que más
me llamó la atención, respecto del Barthélemy que yo recordaba de una decena de
años atrás. Contemplándolo con más detenimiento, reparaba en su mirada, mucho
más triste y apagada que antaño, y en la voz -otrora vibrante y poderosa, que
llegaba tonante hasta el fondo de las aulas-, ahora carraspeña y algo cascada,
fruto del agotamiento por la edad, más que del catarro del que decía estar
afectado en aquellos momentos. De todos modos, yo me fijaba más en Margot a la
que, por haber visto mucho menos que a su padre -desde luego, casi nunca desde
que se casara en 1927-, recordaba yo en plena juventud. Ahora, rozando la
cuarentena, conservaba su distinción y serena belleza, pero me impresionó la
tristeza de su mirada y su escasa expresividad. He aquí alguien que no es
feliz, o quizá se encuentre desbordada por los acontecimientos, me dije.
-
Este
Vichy es insufrible -se quejó Barthélemy-. Siempre nublado, atestado de gente y
sin apenas sitio para desenvolverse. ¿Quiere creer que, como buena componenda,
ocupamos dos modestas habitaciones en el cuarto piso del Hôtel du Parc[41],
teniendo que desplazarme al anejo Majestic, para conseguir la
antesala y el despacho que acaba de conocer?
-
Eso
te pasa, papá -intervino Margot-, por empeñarte en vestir el cargo y vivir en
el mismo edificio que el Mariscal. En cualquier otro hotel de la ciudad
habríamos estado más tranquilos y dispondríamos de mayor espacio. Aquí tienes a
Hervé, que se ha acomodado en Bellerive, pese a ser un famoso abogado de Lyon,
además de consultor privado del Ministro de Justicia -bromeó-.
-
¡Quita,
quita!, gruñó su padre. Solo me faltaba necesitar el coche para ir a todas
partes, y con el lío de tráfico que hay por el centro… ¿Ha traído coche?, me
preguntó.
-
He
hecho el viaje desde Lyon en mi Berliet-Dauphine[42]
-contesté-, pero de Bellerive a Vichy he venido dando un paseo.
-
Las
carreteras no son para mí, aseveró el Ministro. En pudiendo, me desplazo
siempre por ferrocarril.
Toda la conversación
durante la comida se deslizó por vericuetos personales. En lo que pueda
interesar de algún modo a los lectores, recuerdo la explicación de los motivos
por los que Margot se encontraba en Vichy, acompañando a su padre. La he
nombrado mi secretaria particular, arguyó el Ministro. Margot
protestó:
-
Papá,
por Dios, no digas esas cosas. ¡Qué más quieren las malas lenguas, que ya me critican
y murmuran de mi presencia a tu lado!
-
Tienes
razón -reconoció el amonestado-, pero con Desfarges puedo permitirme esas
bromas. Lo cierto es que últimamente no ando muy bien de salud y todo este
tráfago del ministerio me pone de los nervios. Mi mujer ya está mayor para
salir de París y meterse en esta jaula de grillos. Así que ha sido la buena de
Margot quien decidió hacer de enfermera y dama de compañía del loco de su
padre, que ha tenido la ocurrencia de ejercer la alta política con setenta años[43]
y el panorama de guerra y división que nos atenaza.
-
Bueno
-concedió su hija-, la verdad es que también le ayudo un poco ordenándole
papeles o pasando algunas minutas a máquina… En algo me he de entretener, sobre
todo, por las mañanas.
Quedó claro, pues,
el tema de la presencia de Margot en Vichy. Y pronto lo estaría también que la
senda política de Barthélemy no estaba siendo, precisamente, un camino de
rosas:
-
Por
lo que yo sé -me reprochó-, ha abandonado usted la Universidad, pese a que
tendría en Lyon sobradas oportunidades de ejercer la docencia.
-
El
bufete me ocupa todo el tiempo -justifiqué- y la Facultad está muy revuelta en
estos tiempos.
-
¡Qué
me va a decir a mí!, suspiró. Dejé primero la Escuela de Ciencias Políticas,
porque no me parecía muy ético ejercer y cobrar de un centro privado, siendo
ministro de Justicia. Pero, lo que es, de la Universidad de Paris han acabado
por echarme unos cuantos energúmenos, con el aplauso o la indiferencia de
quienes se dicen mis compañeros.
Me quedé
asombrado, esperando la explicación. El Decano miró a su hija,
como pidiéndole que fuera ella quien narrase aquel lamentable episodio.
-
Muchos
estudiantes -explicó- están en contra del gobierno del Mariscal y no tragan a
los profesores que forman parte de él. Un día, en la Facultad, sacaron una
bandera alemana y envolvieron en ella a la fuerza a papá. Y otro, dentro de
clase, lo arrinconaron entre varios contra la pared y le pintaron en la espalda
una cruz gamada[44]… El
rector cursó las oportunas denuncias a la policía… y hasta ahora. Así que papá
está decidido a pedir la excedencia en tanto ocupe en Vichy algún cargo de
gobierno.
-
Y
todo eso lo daría por bien empleado -apostilló el Decano-, si mi
presencia y mi cargo aquí estuvieran siendo realmente útiles, pero hay
ocasiones en que me pregunto si tuvo sentido atender la llamada del Mariscal en
enero pasado, cruzando la línea de demarcación en medio de la nieve y a
escondidas, como un bandido[45].
De hecho, he llegado al convencimiento de que lo único que pretende de mí como
Ministro es que dirija los trabajos para su nueva Constitución y, la
verdad, para eso solo, mejor habría valido encargarme el proyecto, en calidad
de simple asesor o consejero.
-
Si
es así, Monsieur -repliqué-, su hora está próxima, puesto que las
comisiones del Consejo Nacional parecen estar funcionando a toda velocidad. Una
vez se hayan concluido los trabajos, puede usted darles forma definitiva y,
seguidamente, alegar con razón motivos de edad y de salud, y volverse a París,
o a sus propiedades de Gascuña, si a bien lo tiene.
-
Mal
me conoce, amigo Desfarges, si me cree capaz de abandonar el barco cuando su
capitán ha de afrontar graves tormentas, siendo mucho más viejo que yo[46].
Seguiré aquí, dando lo mejor de mí mismo, hasta que el Mariscal decida
prescindir de mis servicios.
Conversando de
todo un poco, concluimos la comida. No sé cómo se le ocurrió al Ministro la
idea que, al menos, yo estaba deseando:
-
En
fin, es llegada la hora de mi siesta. Vosotros podéis quedaros aquí de
sobremesa, que yo volveré al hotel con el chófer… Le espero a las tres y media
en mi despacho -me citó- para estudiar los materiales que me haya traído desde
Lyon.
Al quedarnos
solos, Margot y yo pasamos a un salón amueblado con divanes y butacas, para
tomar café y seguir dialogando. Lo cierto es que aquello resultó casi un
monólogo de mi amiga, con la situación política de su padre como monotema.
Estaba verdaderamente preocupada y dolida por la misma:
Pierre Pucheu
-
El
Mariscal le ha marginado como no veas. Quizá por la edad, Pétain está cada vez
más inexpresivo y frío con casi todo el mundo, pero a mi padre le afecta
especialmente porque él es un jurista y un liberal, sin ninguna ambición
personal, y en unas condiciones personales que hacen más difícil la lucha y el
desengaño que a sus colegas, bastante más jóvenes y sanos que él. La mayoría no
lo comprende y toma a chacota sus advertencias y reflexiones de profesor de la
vieja escuela. Para empezar, Pétain, que no soporta las largas reuniones del
Consejo de Ministros, ha formado un pequeño Gabinete en que se cuecen
los asuntos más importantes, del que mi padre no forma parte. El vicepresidente
Darlan[47],
superficial y hedonista, no se entiende con papá, al que considera un profesor
pedante y tiquismiquis. El ministro de Hacienda, Bouthillier[48],
no traga a papá y le niega cualquier asignación o aumento de sueldos para los
magistrados. El nuevo ministro del Interior[49],
Pucheu, un industrial ambicioso, le come el terreno, aprovechando cualquier
cuestión en que ambos ministerios deban funcionar al unísono. Y está también el
secretario general de mi padre[50],
con el que tú has discutido esta mañana: Papá se cree todas sus zalemas y
buenas expresiones, y confía en su servilismo, pero tengo motivos para pensar
que es el caballo de Troya de Pucheu en el ministerio de Justicia, poniéndole
al tanto hasta de los menores movimientos de mi padre. En fin, Hervé, para qué
seguir: Desde que Flandin[51]
fue despedido, papá no tiene un apoyo sólido ni un buen amigo en el Gobierno…
-
En
las circunstancias que me detallas -opiné-, es de esperar que, por su bien, lo
cesen pronto, ya que él parece que no piensa dimitir. La Constitución no
tardará en estar redactada y entonces es muy posible que, por fin, podáis
volveros a París.
-
Es
probable -convino Margot-, pero entre tanto tengo miedo de que pierda la salud,
o de que, harto de luchar contracorriente en vano, ceda a los extremistas y
acabe por hacerles el juego, perdiendo su autoestima y sus valores. Verás,
Hervé, hasta ahora me parece inicuo que crucifiquen a mi padre por
servir honradamente a Francia a las órdenes de su legítimo jefe del Estado,
pero están empezando a suceder ciertas cosas que… Lo del censo de los judíos,
por ejemplo[52].
La noté tan
decaída, que decidí dar por terminado el café y le dije, tras mirar el reloj:
-
Tu
padre es un liberal y un caballero: No llegará a consentir ni a encubrir a esos
fascistas revestidos de patriotas… Pero se está haciendo tarde y tengo que
repasar la lección para tu padre, como en los viejos tiempos. Anda, regresemos
paseando, que la tarde está muy agradable.
Al salir a la
calle, nos tropezamos con un desfile de escolares que cantaban el Maréchal,
nous voilà[53].
***
Aquella tarde no
me fue preciso “dar la lección” a Barthélemy, que se conformó con recibir mi
informe escrito y hojearlo brevemente. Te espero mañana a las ocho para
comentarlo y discutirlo -me dijo-. Y prometo no hacerte esperar.
Dediqué el resto
de la tarde a hacer turismo por Vichy: Ya se sabe, el Casino, la Ópera, el
balneario de Les Célestins… De buena gana habría llamado a Margot para
que me sirviera de guía, pero opté por no cambiarle los planes que pudiese
tener para aquellos momentos. Me recogí temprano en la pensión de Bellerive y
pasé un buen rato de la velada repasando y subrayando la copia del informe que
había entregado a Barthélemy.
La entrevista de
la mañana siguiente no pudo ser para mí más decepcionante. Como si hubiese
estado en el aula de la Facultad parisina, el Decano me abrumó a
comentarios y adiciones sobre mis citas de constitucionalistas pretéritos, y con
generalidades acerca del fracaso de la democracia parlamentaria y la necesidad
de corregirla severamente mediante mecanismos orgánicos y corporativos. Después
de una hora de escuchar pacientemente su disertación, me atreví a
interrumpirle, con dos sonoras andanadas:
-
Perdóneme,
señor Ministro, pero nadie podrá convencerme de que, en la hora presente, lo
que más necesite Francia sea dividirse y dispersarse en viejas provincias, la
mayoría de las cuales no dicen nada a sus habitantes, a los ciento cincuenta
años de su desaparición; ni podrá nadie hacerme creer que la mejor y más eficaz
manera de poner en marcha esos espectros del pasado sea a través de un consejo
de notables nombrado por su gobernador.
Barthélemy quedó
cortado y en silencio durante unos momentos, como dudando sobre la forma de
contestarme. Finalmente, optó por hacerlo con la mayor sinceridad:
-
Verá,
Desfarges, lo que usted propone en su informe coincide casi exactamente con lo
que Darlan tiene decidido acordar de inmediato[54];
pero, de cara a una nueva Constitución, me temo que los tradicionalistas de la
comisión de estudio, encabezados por su presidente, Romier[55],
impongan su criterio al Mariscal y Francia haya de volver a fórmulas anteriores
a la Revolución, con provincias históricas, gobernadores designados por el
Gobierno y asambleas de notables elegidos por el gobernador… Su trabajo me será
muy útil para tratar de modernizar en lo posible el proyecto, pero el
ascendiente de Romier sobre el Mariscal me temo que resulte decisivo[56].
-
Haga
cuanto pueda, profesor -le rogué-. Mal está, en mi opinión, implantar un nuevo
régimen y aprobar una Constitución en situación de armisticio interior y de
guerra exterior, pero sería aún peor volver a sembrar la división y
fragmentación de Francia para el futuro.
-
No
creo que un regionalismo bien entendido resulte contrario a la unidad de la
nación, sino, más bien, al centralismo napoleónico -me replicó-. En cualquier
caso, amigo Desfarges, estoy en deuda con usted: no solo por su excelente
trabajo a mi ruego, sino por haberme hecho revivir los buenos momentos de
antaño.
-
Ha
sido un placer también para mí -aseveré-. Cuídese y piense en su familia a la
hora de decidir su futuro.
-
A
mi edad -arguyó-, ya no hay más futuro que el de continuar y concluir lo
emprendido… Buen viaje de vuelta a Lyon y no olvide despedirse de Margot.
Obviamente, en mi
mente no cabía tal olvido. Ella y yo comimos juntos en el Hôtel Radio[57]
y, al despedirnos, tuve la debilidad de ofrecerme:
-
Si
crees que pueda serte útil, no dudes en llamarme. Haré todo lo posible por echarte
una mano.
***
De vuelta a Lyon,
no sé cómo se enteró de mi viaje a Vichy un notable magistrado del tribunal de
apelaciones, Richard du Moulin, con quien yo mantenía una respetuosa pero
franca relación personal. Hizo por encontrarme y, de buenas a primeras, me
preguntó:
-
¿Qué
tal por Vichy? ¿Cómo está el santurrón de Barthélemy?
Debió de verme tal
gesto de asombro, que se echó a reír y, sin esperar mi respuesta, aclaró:
-
No
tema el señor abogado, que no poseo ciencia infusa… Si para mientes en mi
apellido, podrá descubrir la razón de mi conocimiento.
Yo seguía en la
luna, de modo que no tuvo más remedio que explicarse:
-
Veamos,
Desfarges. ¿Cómo se llama el jefe de gabinete del Mariscal?... ¿No le suena un
tal Du Moulin de Labarthète[58]?
Pues soy primo suyo, algo lejano, pero en buenas relaciones con él… En fin, ya
sabe que Vichy es poco más que un pueblo y poco sucede allí que no se sepa a
los cuatro días.
-
Pues,
siendo así -repuse, un poco molesto-, ya sabrá que acudí al llamamiento del
señor ministro de Justicia, para aconsejarle sobre un aspecto concreto de la
reforma constitucional en marcha.
-
Me
consta, en efecto -afirmó el magistrado Du Moulin-. Por eso me lo comentó mi
primo, tratando de que le orientara sobre quién era usted y cuál su relación
con Barthélemy. Le aclaré que ustedes se conocían de antiguo, como expertos en
Derecho constitucional, y todo aclarado.
-
Me
alegro -confesé- porque no me gustaría que me tomasen por un adepto ni un
confidente de nadie, no siendo de la ley y de mi familia. Ahora bien,
confidencia por confidencia, explíqueme: ¿Por qué acaba de calificar de santurrón
al ministro?
-
Lo
mismo podría haberlo apodado Monsieur Circulaires, que es como lo
conocemos entre los magistrados, por su afición a aderezar con múltiples
circulares ministeriales cada ley polémica que se promulga, como si nosotros no
supiésemos interpretar correctamente el Derecho por nosotros mismos… Y, ya que
me pregunta, aclararé lo de santurrón: He querido decir que nuestro
ministro es uno de los voceros más entusiastas de esa cruzada de moralidad y
defensa de la patria que el Mariscal encabeza, con mejor voluntad que realismo…
Ahí tiene, sin ir más lejos, la reciente ley del divorcio[59],
que una circular de Barthélemy[60]
impuso se aplicara retroactivamente, reclamando de los jueces que, ya que el
adulterio dejaba de ser motivo suficiente para divorciarse, fuera juzgado más
severamente en el plano penal, para así compensar ambos efectos.
Se quedó callado
unos instantes y, de pronto, prorrumpió en una risa incontenible. Mascullando
entre carcajadas, me informó:
-
¿Sabe
usted lo que se rumorea en las altas instancias de la judicatura?... Pues que
va a sacar otra circular, castigando a los magistrados solteros o casados sin
hijos con no ascenderlos en su carrera… Pero no haga usted uso en serio de esta
primicia, por si acaso resultara que solo es un chiste[61].
4. Cuando lo excepcional se convierte en
ordinario[62]
Este relato podría
haber concluido aquí, a falta de sus hechos más interesantes, de no ser por una
circunstancia aparentemente ajena al mismo: El 21 de junio de 1941, sin previa
declaración de guerra, el ejército alemán invadió la Unión Soviética (en lo
sucesivo, la URSS), rompiendo el tratado de no agresión que, desde agosto de
1939, ligaba a los dos países. En lo que a Francia respecta, la consecuencia
más inmediata fue la de que, a partir de entonces, el fuerte y numeroso partido
comunista francés[63]
dejó de lado su poco patriótico pasotismo, resumido en el eslogan ni
De Gaulle, ni Pétain[64],
y pasó de inmediato a integrar el grupo más activo dentro de la Resistencia
contra los alemanes, colaborando hasta cierto punto con los gaullistas. De
ahí a participar en acciones de sabotaje y en atentados contra los militares y
autoridades alemanes había solo un paso, que los comunistas se apresuraron a
dar. En efecto, no tardaron mucho en perpetrar su primer asesinato político
contra un ocupante alemán: En la mañana del 21 de agosto de 1941, un comando
de militantes comunistas disparaba a matar, en una estación de metro de París,
contra un alférez de la Marina de Guerra alemana, llamado Alfred Moser, quien
fallecería de las resultas al cabo de pocas horas[65].
Vista antigua del Hôtel du Parc,
de Vichy
Algo debía saber,
o sospechar, al respecto el gobierno de Vichy, dado que nueve días antes -el
martes, 12 de agosto de 1941-, el mariscal Pétain emitió por prensa y radio una
alocución al pueblo francés, advirtiéndole del mal viento que empezaba a
soplar por todo el país, y llamando a combatirlo, entre otras cosas, con el
reforzamiento de la autoridad gubernamental. Y, apenas dos días más tarde, como
si fuera un efecto derivado de tal refuerzo, dirigido contra la independencia
de los tribunales, se publicaba el deber que tendrían todos los magistrados en
activo de jurar fidelidad al jefe del Estado[66],
si no querían ser expulsados de la carrera. Innecesario insistir en el revuelo
que me encontré al día siguiente al llegar al tribunal, con la más variada
división de opiniones: desde los que tildaban a Pétain de segundo Hitler, hasta
los que tomaban con la mayor indiferencia el tener que jurar algo tan ambiguo y
en tales condiciones de constricción. El propio magistrado Du Moulin se
encontraba entre estos últimos, aun sin dejar de censurar aquella polacada. Me
atreví a abordarlo y preguntarle en un aparte:
-
¿Tiene
idea, magistrado, de lo que persigue Vichy con esta sorprendente medida?
-
No
me parece difícil de interpretar -me replicó, adusto-. En todo caso, supongo
que su amigo, el ministro Barthélemy, podrá contestarle con mayor
fundamento que yo.
-
Seguro
que sí -convine, tragándome su censura-. En fin -me resarcí-, vaya poniéndose a
la cola del juramento, que no dudo va a estar muy concurrida.
Así de revueltas
andaban las cosas, pese a la amortiguación que implicaban el verano y las
vacaciones judiciales, cuando -como quien dice- el destino volvió a llamar a mi
puerta. Las cosas no estaban tan tranquilas, ni mi situación tan solvente, como
para irme de vacaciones con la familia a Saint-Tropez o a Annecy; de modo que
me había quedado trabajando en Lyon y enviado al resto de la familia a
Bourg-en-Bresse, con mis suegros. Ello me permitió responder afirmativamente a
la petición de auxilio que me llegó desde Vichy, de parte de una señora que me
había cogido por la palabra:
Vichy, a 18 de
agosto de 1941.
Estimado amigo Hervé:
La situación está
aquí tan exasperada, que se me ha hecho imposible manejar a mi padre… Como la cosa
tiene que ver con materias estrictamente jurídicas -penales, para mayor
precisión-, se me ha ocurrido acudir a ti, cosa que he dejado caer a papá, quien
ha parecido acogerlo con agrado. ¿Podrías, pues, llegarte hasta aquí unos
cuantos días, como si se tratase de unas vacaciones invitado por unos amigos? En
todo caso, está vez se trata de una invitación comme il faut, pues
tienes reserva a nuestra costa en el pequeño y coqueto Hôtel du Beaujolais,
uno de los pocos céntricos que no han sido requisados para personajes políticos
o dependencias oficiales.
Te ruego me
contestes a vuelta de correo o, mejor aún, me telefonees al Hôtel Majestic para darme tu
respuesta, que espero y deseo fervientemente sea positiva.
Muy
afectuosamente,
Margot Laurent-Atthalin[67].
***
Llegué a Vichy el
jueves, 21 de agosto de 1941, casi a la hora de almorzar. Como estaba previsto,
tenía reservada habitación en el Hôtel du Beaujolais. Avisé
inmediatamente por teléfono a Margot de mi llegada y se disculpó:
-
En
este momento, esto es una casa de locos… ¿No sabes lo que ha pasado?
-
Pues
no. He salido temprano de Lyon y acabo de llegar. Me disponía a comer y pensaba
si tú…
-
Imposible.
Quedemos a eso de las cinco aquí mismo, en el Hôtel Majestic, y a ver si
puedo retener a mi padre para que hable contigo.
Mientras esperaba
a que me sirvieran la comida, hojeé los diarios, pero no encontré ninguna
noticia que pudiera desencadenar la locura en las altas esferas.
Pregunté al camarero:
-
Acaban
de dar la información por la radio -me contestó-. Han tiroteado a un oficial boche[68]
en el metro de París esta mañana. Parece que está muy grave.
La cosa estaba
clara. Lo extraño es que fuese el primer atentado personal contra un militar
alemán tras un año de ocupación. Cierto es que había habido abundantes casos de
sabotajes, pero sin derramamiento de sangre. Aunque los autores no habían sido
detenidos, no hacía falta ser un lince para comprender que los comunistas
estaban detrás: lógica consecuencia de su incorporación a la Resistencia tan
pronto le dio a Hitler por invadir la URSS[69].
Parecía lógico que se montara un pandemonio y no les arrendaba la ganancia a
las personas que los alemanes tomasen como rehenes.
En fin, me eché un
rato y a la hora convenida me presenté en el Majestic, tras pasar más
controles de la guardia de lo que era habitual. Margot se hizo esperar casi
media hora y, con evidente desilusión, fue esto lo primero que me dijo:
-
Imposible
contar con papá. Acaba de salir para el castillo de Bost[70]…
Pero deja que te cuente.
Me reiteró lo que
me había adelantado el camarero y agregó:
-
El
militar está entre la vida y la muerte, pero, por si acaso fallece y no se
detiene en tres días a los culpables, los alemanes ya han advertido que tomarán
represalias y ejecutarán rehenes… Se habla de unos cincuenta.
Por primera vez,
me persuadí de que, por mucho que apreciase al profesor y a sus hijas, yo
estaba de más allí: La situación me rebasaba y cualquier ayuda de mi parte, no
solo resultaría inútil, sino que podría perjudicarme. Con suavidad se lo hice
ver a Margot:
-
Esto
no es Derecho penal, querida, sino brutalidad pura y dura. Y mucho me temo que
las cosas vayan de mal en peor. Creo que lo mejor que podéis hacer es retiraros
a Gascuña y, desde luego, yo volver a Lyon.
-
Ya
sabes -me replicó- que mi padre jamás va a dimitir y a abandonar al Mariscal.
Lo que ha pasado hoy, como comprenderás, no lo conocía cuando te escribí hace
unos días… Deja que te cuente lo que sabe papá desde hace tiempo y luego juzga libremente
si es, o no, una cuestión penal, en la que puedas ayudarnos con tu experiencia
y sosiego. Luego decidirás libremente lo que hacer.
Uno de los grandes balnearios de
Vichy
No tengo tiempo ni
memoria para plasmar sobre el papel todo lo que Margot me contó y que parecía
conocer tan bien como su propio padre. Baste con hacer un resumen que sirva a
los lectores para comprender los acontecimientos en que pronto me vería
inmerso, pues ya adelanto que fui lo bastante atrevido, como para no marcharme
ipso facto.
Cuando papá
entró en el Gobierno como ministro de Justicia, lo hizo con la confianza y el
refrendo de Pétain y del entonces vicepresidente, Flandin[71].
El mariscal esperaba de él, como gran experto en el tema, que redactara una
nueva constitución y las leyes principales que derivaran de ella. Por su parte,
Flandin es un liberal de derechas, que siempre se ha compenetrado perfectamente
con mi padre. Mas he aquí que, apenas ser nombrado ministro, papá se encontró a
las órdenes inmediatas del almirante Darlan[72],
de quien nada diré[73],
fuera de que es la antítesis de mi padre, al que sistemáticamente viene
orillando y haciendo de menos, sin que Pétain haga nada por evitarlo. La
situación se ha desbordado cuando el Almirante cedió su cartera de Interior a
Pierre Pucheu[74],
un sujeto ambicioso, venal y que no respeta mínimamente la legalidad. La
circunstancia de tener que entenderse y colaborar ambos ministerios, Justicia e
Interior, ha acabado por exacerbar los ánimos; tanto más, al tomar Pétain la
decisión de incorporar a Pucheu, y no a mi padre, a las reuniones restringidas
o en petit comité, donde se preparan las resoluciones que luego, mal que
bien, se pasan deprisa y corriendo al Consejo de Ministros en pleno.
Pues bien, con la clarividencia que da el ser jefe
supremo de la policía, Pucheu se olió que los desórdenes iban a ir a
más, de la mano de los comunistas, ahora celosos defensores del patriotismo y
del honor de Francia. En prevención de ello y de la previsible reacción
violenta de los alemanes, en una reunión del consejillo de Pétain[75],
Pucheu sugirió ampliar el decreto-ley anticomunista Daladier de 1939[76],
para extenderlo también a los anarquistas y castigar con severísimas penas,
incluidas la de muerte y de trabajos forzados a perpetuidad. Papá se enteró
días después, cuando le presentaron un proyecto ya redactado que, entre otras
lindezas, implicaba la creación de secciones especiales[77]
de libre designación para juzgar, sin posibilidad de recurso alguno contra sus
sentencias, incluso de pena capital. Como es lógico, puso el grito en el cielo
y se las tuvo tiesas con el ministro del Interior, pero este cuenta con el
respaldo de Darlan y del Mariscal; así que…
Al confesarme que
Pétain y Darlan estaban con Pucheu, me atreví a preguntarle qué razones argüían
ambos para apoyar tamaño disparate. Margot no vaciló en ofrecerme algunas, por
discutibles o dudosas que fueran. He aquí el resumen:
Empezaré por
los motivos de Pucheu que, como sabrás, es economista y empresario de
profesión, al que se le da un ardite la legalidad, con tal de conseguir la
eficacia. Su argumento es que no se puede dejar en manos alemanas la
investigación policial y el enjuiciamiento de los casos graves en la zona
ocupada pues, de transigir con ello, Vichy perderá toda oportunidad de
administrar civilmente la otra parte de Francia y, en su día, de unificar ambas
zonas, superando la división del armisticio. Por su parte, Darlan teme que los
problemas económicos y los desórdenes internos vayan a más, por la expansión
del influjo comunista, y ello le haga perder prestigio y credibilidad, en favor
de su obvio rival, Pierre Laval[78],
que reside de continuo en París y está muy bienquisto por los alemanes. Y, por
lo que respecta al Mariscal, aunque no se lleve muy bien con Darlan, es tan
antibolchevique como él y, por supuesto, comprende que lo que menos puede
agradar a Hitler es que maten a sus compatriotas en las calles francesas. Dicen
que el Führer tiene establecido un baremo, según el cual, habrán de ser
ejecutados entre cincuenta y trescientos rehenes, según la importancia de cada
alemán asesinado sin ser hallados sus ejecutores. Así que, en el caso del metro
de París, es de temer que caigan cincuenta desgraciados. De hecho, papá ha sido
convocado esta tarde con urgencia para despachar con Pétain y los demás
ministros. Espero que esté de vuelta para la cena y así podrás hablar con él.
Entre tanto, por favor, quédate y espera para ver si puedes hacer algo útil.
Le prometí que así
lo haría, pero, por si acaso Barthélemy no reaparecía hasta las tantas, opté
por retirarme, en espera de un telefonazo de Margot. ¡Cómo estaría de agitado,
que me encaminé a Les Dômes[79]
y pasé un par de horas entre las aguas y la camilla de masajes! Muy repuesto,
aunque hambriento, apenas me dio tiempo de llegar al hotel. Sonó el teléfono y
Margot me avisó: Papá acaba de llegar. Te esperamos para cenar. No tardes.
5. Donde se imponen la insensatez y la
cobardía humanas
Barthélemy llegó a
eso de las nueve de la noche, cansado y abatido. Aunque su hija lo cogió del
brazo y tiró de él hacia la mesa donde lo esperábamos para cenar, nos advirtió
que no tenía el estómago en condiciones de tomar nada medianamente fuerte.
Luego, la conversación y su natural apetito cambiaron su primitiva intención y
despachó vorazmente una vichyssoise -¡cómo no![80]-,
huevos al plato al gusto al gusto vasco-francés y una tabla de quesos. Al
encargar los huevos[81],
avisó a su hija:
-
Por
cierto, he de darte una buena noticia, aunque nos va a tocar improvisar: El
Mariscal ha aceptado, por fin, mi invitación de visitar nuestras posesiones en
Gascuña[82].
Lo malo es que apenas va a quedar tiempo para preparar nada, pues quiere que
salgamos para allá el próximo domingo, día 24: pasado mañana, como quien dice.
-
¡Lo
que nos faltaba!, suspiró Margot. Avisaré a Pierre[83]
y que él se apresure a tenerlo todo preparado… ¡Mira que ocurrírsele al Mariscal
ir de turismo, con la que tenemos encima!
El ministro se
encogió de hombros y dijo:
-
Quizá
esté agotado, o tal vez quiera quedar a bien conmigo, porque la verdad es que
esta tarde no me ha hecho ningún favor.
El almirante Darlan
Y, en pocas
palabras, nos hizo saber que el famoso proyecto de ley de Pucheu iba adelante
y, si los alemanes daban su brazo a torcer en el tema de los rehenes, se llevaría
al consejo de ministros del día siguiente, a fin de convertirlo en ley.
-
Ahora
que pienso -apuntó, dirigiéndose a mí-, usted no está al tanto del tema que me
tiene obsesionado…
-
Se
equivoca, profesor -repliqué-. Margot ya me ha puesto en antecedentes y estoy
atónito de que políticos franceses tan eminentes sean tan irresponsables y, lo
que es igual o peor, tan ilusos… Pero no sé si Su Excelencia está ahora de
humor y con fuerzas para que lo entretenga con mis diatribas de jurista
medianamente culto.
- Le agradezco la fineza, máxime cuando aún tenemos por delante horas para la
esperanza o para el abatimiento: Esperanza, si finalmente el oficial herido
salva la vida o detienen a sus asaltantes; y abatimiento, si fallece y los
alemanes se descuelgan ordenando la ejecución de cincuenta rehenes.
Habrá que esperar a mañana. Por de pronto, Pétain ha dado órdenes a Ingrand y
De Brinon[84] para
que pidan audiencia y se entrevisten con Stülpnagel y Beumelburg[85],
poniéndoles como cebo el proyecto de Pucheu, aunque aún no se haya aprobado.
-
No
tendrá a mano -sugerí- una copia de dicho proyecto para entretenerme esta noche
con su lectura…
-
Por
supuesto -contestó-, aunque me lo dieron a conocer hace unos días, y no sé si
ese animal de Pucheu lo habrá mejorado con nuevas lindezas. En cuanto
acabemos de cenar, subiremos a mis habitaciones y le pasaré una copia.
-
Pues
que sea enseguida, papá -suplicó Margot-, que estamos todos agotados y mañana
se presenta un día que nos va a necesitar descansados y bien despiertos.
Barthélemy se
empeñó en que subiera hasta sus mínimas dependencias, para que contemplase lo
mucho que estaban aguantando su hija y él en un cuchitril que avergonzaría
al portero de mi ministerio. Me entregó un par de folios, arrugados y con
alguna anotación manuscrita -obra de Dayras[86],
me aseguró-. Y me despidió con esta observación:
-
Mire esta chapuza con ojos de buen abogado con experiencia, pero, por encima
de todo, póngale todas las objeciones posibles a su eficacia y, si se le ocurre
algo, sugiera alguna fórmula alternativa. Si hay algo que pueda hacer pensar a
Darlan y a sus amigos no será, precisamente, el honor de la justicia de
Francia.
***
Avanzaba la mañana
del viernes, 22 de agosto de 1941, y las nuevas no eran muy tranquilizadoras.
El alférez Moser había fallecido durante la noche y ello ponía en marcha toda
la ronda de conversaciones en París para tratar de evitar una masacre de
rehenes. Barthélemy me hizo pasar a su despacho, en el que, a cada poco,
entraba Dayras para darle cuenta de las últimas noticias, que a él parecían
llegarle por conducto del ministerio del Interior. Una de las primeras no era
demasiado mala:
-
Los
alemanes se dan, y nos dan, tres días para encontrar y detener a los culpables
del atentado. En otro caso, ejecutarán a seis rehenes.
-
¡¿Seis?!,
exclamamos al unísono el ministro y yo, con la sorpresa y la alegría de haber
librado de la cifra sospechada de cincuenta.
Dayras sonrió e
hizo ademán de encogerse de hombros:
-
Parece
ser -aclaró- que la cifra la ha fijado la Kriegsmarine[87],
dado que el muerto era de los suyos. Supongo que, si hubiesen consultado a
Hitler, la cifra habría sido mucho más elevada.
Nada más salir de
la habitación Dayras, Barthélemy comentó:
-
La
alternativa de seis sentencias de muerte es todavía tremenda pero, por lo
menos, resultaría factible… A propósito, Desfarges, ¿qué le ha parecido el
proyecto de ley?
-
¿Qué
quiere que le diga, profesor? Los nazis no podrían haberla hecho más acorde con
su disparatada jurisprudencia: Profesa el Derecho penal de autor[88];
no cumple con elementales parámetros del principio de legalidad[89];
la designación de los magistrados de las secciones especiales y de sus fiscales
se deja en manos de autoridades de escaso nivel[90];
las penas son brutales en la inmensa mayoría de los casos[91];
los procedimientos son sumarios o sumarísimos, por principio[92];
y, lo que me parece casi lo peor, la ejecución de las penas es inmediata, sin
posibilidad de suspensión o de recurso[93].
-
¿Algo
más?, inquirió el profesor, no sé si en serio o con cierta ironía.
-
Aunque
no lo diga expresamente -respondí-, tengo la impresión de que no va a
respetarse el principio ne bis in idem[94].
De otra forma será imposible que las secciones especiales empiecen a
funcionar y condenar de modo inmediato.
-
¿Y
nada más?, reiteró Barthélemy, subiendo la voz. ¿No ha notado nada más?,
insistió.
Callé, esperando
que fuera él quien me lo descubriera, como parecía estar deseando.
-
¡Hombre
de Dios! -estalló al fin-. ¿No se ha dado cuenta de que esta ley juzga delitos
con efectos retroactivos[95]?
-
Ya
no me extrañaría nada -respondí, perplejo-, pero yo no he visto en el texto del
proyecto ningún precepto expreso en ese sentido.
Me quitó de las
manos la copia que yo consultaba y se dispuso a marcarme el artículo concreto.
El ademán quedó a medias; enrojeció y se disculpó:
-
Perdóneme,
Hervé. Había olvidado que, entre otras gracias, los autores del proyecto han
dejado en blanco el primer párrafo de su artículo 10[96],
que es donde quieren plasmar esa canallada, pero pretenden que seamos los del
ministerio de Justicia quienes la perpetremos, puesto que somos los expertos
en legislar.
-
Pues
si es así, señor ministro -contesté-, ya tenemos otra lindeza para adornar tan
magnífica ley.
Barthélemy quedó
pensativo unos momentos, hasta que de nuevo se dirigió a mí con estas palabras:
-
Creo
recordar que ayer noche se ofreció usted para encontrar en este engendro
motivos obvios y suficientes, por los que resultaría de imposible aplicación
para lograr lo que Pucheu dice pretender: paralizar la ejecución de rehenes por
los alemanes, a cambio de que nuestros tribunales manden a la guillotina a unos
cuantos compatriotas… Y también se ofreció usted a buscar algún mecanismo que,
sin dejar las manos libres a los alemanes, ni manchar de sangre las de nuestros
magistrados, pudiese contentar a unos y a otros… Pues bien, explíquese usted y
ofrézcame algo sólido que llevar al consejo de ministros, que acaban de
convocar para las tres de la tarde de hoy, pues estoy seguro de que, si voy
allí con la cantinela de la decencia, la Constitución y el honor de Francia, se
me van a reír en las barbas.
Como Barthélemy y
Dayras, yo estaba muy sorprendido de la benevolencia alemana, al limitar a seis
el número de rehenes a ejecutar. Constándome la forma habitual de actuar en
otros casos similares fuera de Francia, le expliqué:
-
Señor
ministro, el presente caso es una excepción, fruto de ser el primer atentado
mortal en Francia, lo que ha cogido a los alemanes por sorpresa. No le quepa
duda de que, en lo sucesivo, la cifra de cincuenta rehenes por cada alemán va a
ser la regla general[97].
Como usted comprenderá, las secciones especiales ni por asomo van a imponer tal
número de sentencias de muerte contra acusados que, a mayores, no hayan sido
los asesinos. Y no se trata de que los magistrados sean más o menos moderados:
es que no habrá tantos franceses detenidos o presos suficientes para acusarlos
de una actividad comunista o anarquista que pueda llevarlos al patíbulo. Es
imposible sustituir la fórmula de los rehenes[98]
por la de juicios y ejecuciones. Los tribunales franceses podrían, a duras
penas, hacer las veces de los consejos de guerra alemanes pero, para evitar que
los alemanes maten rehenes en masa, tendrían que ocuparse de ello y de la misma
manera nuestros militares y nuestros policías.
-
Entiendo
y estoy de acuerdo -aseveró el ministro-, pero me temo que Pucheu y compañía
simulen creer que los alemanes van a seguir siendo tan moderados como ahora, a
fin de lograr que se apruebe la ley. Convendría ofrecerles un paliativo mejor
para lo que más temen ellos -como también yo, lo confieso-: Que a los boches
les da igual matar a un rehén de la canalla, que al cardenal arzobispo de
París, o al primer presidente del tribunal de apelación de Burdeos, por poner
un par de ejemplos. Cincuenta rehenes son siempre cincuenta personas, pero si
pudiésemos escoger a los que van a morir…
-
Eso
lo tienen ustedes facilísimo -me atreví a decir-. En cuanto a los comunistas,
las comisarías y los juzgados están repletos de listas y expedientes, desde que
se empezó a actuar contra ellos en el año 39. Por lo que respecta a los judíos,
tengo entendido que va a realizarse un censo de todos los que residen en
Francia[99].
Yo no debería, en conciencia, hacer esta sugerencia, pero podrían trasladar
todos estos datos a los alemanes para que estos escogieran a los rehenes entre
los comunistas y judíos fichados. Estoy convencido de que, salvo alguna
excepción, no volverían a matar a rehenes no judíos de nota.
El ministro
permaneció callado, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar. Creo que,
al fin, iba a responderme, cuando volvió a entrar Dayras, presto a dar
explicaciones complementarias:
-
Los
alemanes han tenido conocimiento formal de nuestro proyecto de secciones
especiales y le han dado todo su apoyo…
-
¡Estaría
bueno que le hiciesen ascos!, exclamó Barthélemy, cuando les vamos a hacer el
trabajo sucio y a granjearnos el odio de nuestros compatriotas.
Sin hacer caso de
la brusca interrupción, el secretario general de Justicia prosiguió:
-
…
Pero han hecho dos objeciones y puesto una condición adicional.
-
Vamos
con ellas -repuso el ministro, dando un resoplido-.
-
Han
mostrado su extrañeza por la retroactividad de la norma, aunque finalmente han
transigido con ella.
Barthélemy y yo
nos miramos y no pudimos por menos de echarnos a reír:
-
¡Extraordinario!
-exclamó el profesor-: Los nazis son más escrupulosos juristas que los educados
en la Sorbona.
-
Lo
que no han aceptado -prosiguió Dayras, impertérrito- es que las ejecuciones
fueran públicas, como De Brinon[100]
sugirió.
-
Pero
¿es eso posible? ¿No me estará tomando el pelo?, bramó Barthélemy.
-
No,
Excelencia -afirmó Dayras-. En concreto, se había pensado como escenario en la
plaza de la Concordia, para rememorar la costumbre revolucionaria[101].
Barthélemy se
derrumbó abrumado en su sillón, permitiendo que el secretario general
concluyera su exposición:
-
Y
la imposición alemana -que naturalmente no debe figurar en la ley- es esta:
Que, entre los condenados a muerte figuren por lo menos dos judíos… No parece
cosa difícil pues, aunque nadie sepa por qué, es lo cierto que muchos
comunistas son de raza israelita.
El ministro y yo
nos hicimos un gesto de complicidad: Yo había dado en el clavo con lo del censo
de judíos. Barthélemy preguntó a Dayras:
El mariscal Pétain
-
Según
eso, los alemanes han dado de paso la ley Pucheu. ¿No es así?
-
En
efecto, señor ministro. Tan cierto es, que se acaba de pasar el proyecto a
aprobación del Mariscal, que se la ha otorgado, a reserva de lo que se decida
esta tarde en Consejo de Ministros.
-
Y
el artículo 10 sigue sin redactarse del todo…
-
Así
lo creo, aunque todos coinciden en cuál ha de ser su contenido.
-
Está
bien, Dayras. Déjeme ahora reflexionar, pero no se aleje mucho, por si lo necesito.
El secretario
general se retiró al despacho contiguo y juraría que lo primero que hizo fue
llamar por teléfono a Pucheu o a Darlan, para darles noticia de la reacción de
Barthélemy. Este, al encontrarse a solas conmigo, sacó su elocución más solemne,
para prometerme:
-
Esta
tarde daré la batalla. No estoy dispuesto a poner mi firma[102]
en una ley que conculca todos los principios jurídicos.
-
Pues,
si no me necesita por el momento, le dejo a solas con sus reflexiones, repuse.
¡Ah!, y no estaría de más que cogiera fuerzas almorzando algo muy energético.
El profesor
sonrió:
-
No
tengo estómago para una comida en regla: Tomaré un refrigerio aquí, en el
despacho. Vaya usted a comer con Margot y tranquilícela cuanto pueda. Me pondré
en contacto con ustedes en cuanto acabe el Consejo.
***
Para lo que Margot
y yo esperábamos, el Consejo de Ministros tuvo una duración moderada. Con todo,
cuando Barthélemy se reunió con nosotros daba la impresión de haber combatido
ocho asaltos con Marcel Cerdan[103].
Ya en su despacho, solos los tres, resumió a su modo lo sucedido:
-
Ha
sido imposible: Darlan, Pucheu, Bouthillier, todos como lobos contra mí. Y casi
me duelen más las burlas de quienes me calificaban de quisquilloso y
tiquismiquis, por no consentir la indignidad de una ley penal más severa con
efectos retroactivos. Sólo Huntzinger[104]
me apoyó un poco, sobre la base de que no estaba dispuesto a estampar su firma
en un proyecto de ley incompleto. Pero, en cuanto le aseguraron que el Mariscal
estaba totalmente a favor de la ley, plegó velas y firmó, como si Pétain
pudiera darle órdenes en materias civiles. Todavía estaba yo dudando en
suscribir o no el proyecto, cuando Darlan comentó en voz alta ¡qué pesado!
e hizo seña para que se pasase al punto siguiente del orden del día. Entonces,
Carcopino[105], que
estaba dos puestos más allá, me susurró: Si el Mariscal así lo quiere, firme
usted. A fin de cuentas, lo hará, no en nombre propio, sino por el Jefe del
Estado[106]. Acabó
por convencerme y me plegué a la voluntad de Pétain. ¿Qué otra cosa podía
hacer, con cincuenta rehenes esperando la ejecución, si la ley no salía
adelante?
Margot empezó a
llorar en silencio. Yo, aunque conmovido, no dejé de preguntar:
-
¡Cómo
que cincuenta rehenes! ¿No iban a ser seis?
-
Eso
era una buena componenda de los alemanes -me explicó-, a cambio de que saliese
adelante una ley tan favorable para ellos; pero, de no aprobarse, serían
cincuenta y distinguidos, magistrados y eclesiásticos incluidos.
Yo no me tragué
aquella disculpa, pero decidí pasar a otra cuestión indecente:
-
Y
la ley sigue con el hueco para la cláusula de retroactividad. ¿Va a llegar así
al Diario Oficial?, pregunté con sorna.
-
Allá
Pucheu y mi secretario general. Lo que es yo, no me rebajo a redactarla. No
querrá hacerlo usted -insinuó, devolviéndome el sarcasmo-.
-
¡Papá,
por favor, no olvides que Hervé está aquí por ayudarnos!, exclamó Margot,
conteniendo un sollozo.
Barthélemy suavizó
el rictus y convino con su hija:
-
Ciertamente,
y le estoy agradecido por su demostración de amistad -se disculpó-. Vamos a
tomarnos un descanso y a merendar algo. Entretanto, les explicaré varias de las
claves por las que no es tan descabellado el que haya firmado la ley, por más
que mi conciencia, si hubiera obrado a su albedrío, me habría aconsejado lo
contrario.
6. En que me embarcan para París,
aunque fuera en tren
Durante el
refrigerio, el ministro se mostró convincente y con modales encantadores. En un
principio, todo se le volvía dar explicaciones sobre la famosa ley y el futuro
que le auguraba. Pondré en su boca, de manera sucesiva, algunas de las muchas
ideas que fue vertiendo a propósito de aquel engendro jurídico:
-
Hervé,
tiene usted razón: Nunca podrá esta ley acabar con la ejecución de rehenes por
los alemanes, pero, cuando menos, tiene dos ventajas, que nuestros ocupantes
nos han prometido: Reducir en todo lo posible el número de ejecuciones y
llevarlas a cabo solo sobre comunistas, judíos, delincuentes reincidentes y
sujetos por el estilo… Que ¿cómo van a discriminar entre ellos y los ciudadanos
corrientes? Muy sencillo: Yendo por los rehenes a la cárcel o aprovechando los
datos y expedientes que les facilitemos, naturalmente, bajo cuerda.
Ciertamente, el Mariscal y muchos de nosotros -yo incluido- no odiamos ni
despreciamos a los judíos, pero sí que los consideramos no integrados en la
nación francesa, y eso por su propia voluntad, no porque los discriminemos… En
fin, menos rehenes y de peor calidad: Es lo más que puede conseguirse, gracias
a la ley que acaba de aprobarse.
-
No
voy a negar la ilegitimidad de que las secciones especiales juzguen con una ley
retroactiva, pero, en el fondo, lo esencial no es esto, sino conseguir mejores
efectos que con cualquier otra alternativa. Poner a magistrados franceses de
carrera a juzgar a comunistas y anarquistas ha de ser siempre más benévolo que
entregarlos a los alemanes… Los magistrados serán más tolerantes, aunque solo
sea -agregó con cinismo- por el miedo a la venganza de la Resistencia, ahora… y
cuando termine la guerra, si la pierden los alemanes, que todo es posible. De
hecho, ya veréis como todos los magistrados tratarán de librarse del encargo de
la sección especial, que solo asumirán los jóvenes más ambiciosos, o jueces que
actuarán de mala gana[107].
-
No
tengo el propósito de sancionar a los magistrados que se nieguen a formar parte
de las secciones especiales, sino solo ascender o premiar a los que asuman esa
grave responsabilidad. Tal vez, me pille los dedos, pero estoy dispuesto
a ser yo mismo quien elija al presidente y los vocales de la sección especial
de Paris, para que sirva de ejemplo para todas las demás[108].
En cuanto al resto, bastará con que mande una circular, para que se nombre solo
a magistrados entregados y valientes[109],
que seguro no van a faltar, al menos, por el momento.
-
Los
juristas, amigo Desfarges, tenemos el hábito de criticar lo imperfecto y de
olvidar que estamos en medio de una guerra…, que hemos perdido. La ley es
mediocre, sí, y con notables defectos, pero también conserva lo bastante como
para permitir una defensa suficiente de los acusados: Estarán ante un tribunal
de magistrados profesionales; serán defendidos por abogados, de libre
designación o de oficio; si el delito no es flagrante, habrá una instrucción a
cargo de un juez, que tendrá una semana para investigar; el juicio se sujetará
a las normas ordinarias del desarrollo procesal… No me atrevo a preguntar qué
más queréis, pero imaginad al mismo pobre diablo ante un consejo de guerra
alemán, o ante un pelotón de fusilamiento sin haber tenido juicio previo.
Pétain saludando desde el Hôtel du
Parc
Por un momento, me
vino a la memoria el apodo con el que el magistrado Du Moulin lo había tildado
en nuestra conversación en Lyon: el Ministro Circulares. Decidí
interrumpir su casi monólogo, con una pregunta maliciosa:
-
Todo
eso de que los magistrados franceses serán más benévolos que los militares
alemanes estaría muy bien, si se les dejase obrar con libertad; pero Su
Excelencia reconoce que se nombrará solo a quienes estén en la onda de los
políticos de Vichy y que se les pedirá severidad. Es más, ¿no les constreñirá
el ministerio con alguna circular o instrucción, exhortándoles a aplicar penas
de muerte para evitar -¿cómo lo diría?-… males mayores.
Barthélemy alzó la
voz, entre enfadado y solemne, para responder:
-
Puede
estar seguro de que respetaré al máximo la libertad de las secciones especiales,
aunque, por supuesto, no me abstendré de exponer a las máximas autoridades de
la magistratura y a quienes las presidan lo mucho que está en juego, en función
de cómo sentencien, empezando por su propia integridad personal, que mi
gobierno no puede garantizar en la zona ocupada[110].
El profesor
suavizó el tono y el énfasis, para concluir con estas palabras:
-
De
verdad, Desfarges. Créame que estoy convencido de que la creación de las secciones
especiales no es un bien[111],
pero sí lo conceptúo como el menor de los males.
***
El Ministro
consultó la hora en su reloj de bolsillo y, con un gesto de urgencia, nos
indicó:
-
¡Cómo
corre el tiempo: son casi las seis! Margot, tenemos que preparar el equipaje,
pues a eso de las nueve tenemos que salir en tren para París.
La interpelada
mostró sin palabras su extrañeza y su padre le aclaró, con cierto
desabrimiento:
-
¡No
creerás que la sección especial de Paris va a crearse y ponerse en marcha por
arte de magia! Tengo que dirigir las gestiones, y a toda prisa, pues el plazo
dado por los alemanes para empezar a fusilar rehenes acaba el día 28, si es que
antes no se produce el milagro de que sean detenidos los asesinos del metro.
-
Está
bien, papá pero, entonces, ¿qué hay del viaje con el Mariscal a nuestra mansión
de Agen? ¿No estaba previsto para este fin de semana?[112]
-
En
vista de cómo se han complicado las cosas, he conseguido que lo retrase unos
días, hasta el 26 por la tarde, o el 27 en la mañana, como mucho. Así que el
viaje queda en manos de nuestro amigo Desfarges.
Ya comprenderán
que me quedé con la boca abierta, creyendo incluso que se habría equivocado de
apellido y que se trataría de alguna persona de confianza de su ministerio. Pero
no había nada de eso. Barthélemy empezó por echar cuentas:
-
Veamos.
Viajamos a París esta noche, nada menos que con Darlan, Pucheu, Abetz[113]
y compañía. Mañana y pasado, fin de semana de agosto, no creo que pueda hacer
otra cosa que dar telefonazos y empezar las gestiones. ¿Qué nos queda? Dos días
que, en el mejor de los casos, me permitirán seleccionar y nombrar a los
magistrados y fiscales, para que en la mañana del 26 tomen posesión y se
constituya el tribunal. Y eso, en lo que a mí atañe directamente, que todavía
hay que redactar el artículo de la retroactividad, elegir a los acusados y
nombrarles abogados -supongo que de oficio-.
-
Pues
ya está, papá -comentó Margot, tratando de exonerarme-. Cuentas con Dayras, que
sabes lo eficaz que es cuando quiere, y yo me quedaré también a tu lado, para
cualquier cosa que precises.
-
Olvidas
una cosa, querida -replicó el profesor-. Alguien de total confianza tiene que
estar en el palacio de justicia el día del juicio, que será el 27, y también el
28, por si se produce alguna complicación con las inevitables ejecuciones de
los que resulten condenados a muerte. Quiero un testigo fiel, imparcial y que
no tenga más relación con el gobierno ni los alemanes, que la de ser una
persona de mi plena confianza. Por eso he pensado en usted, Desfarges. No le
pido que intervenga en nada, ni que se entrometa o haga de espía: Simplemente,
que tome nota de cuanto ocurra y me lo transmita detalladamente y con exactitud
cuando yo vuelva de mi excursión con Pétain, que maldita ocurrencia que
tuvo al fijarla para estas fechas.
Esbocé una excusa,
pero lo cierto era que, entre la sorpresa y lo interesante del encargo, no
estaba seguro de que quisiera rechazarlo. Barthélemy me prometió:
-
No
tendrá ninguna dificultad para regresar de la zona ocupada a la libre: Yo me
encargo de gestionarle el más amplio permiso. El ministerio correrá con los
gastos, y ni siquiera será preciso que espere a mi regreso para entregarme el
informe: Déjeselo en sobre lacrado a Dayras. Yo lo leeré y, sin necesito alguna
aclaración, le telefonearé a Lyon… ¿Qué me dice?... Acepte mi petición, por los
viejos tiempos…
Me dejé convencer,
pero le puse una condición que minimizara eventuales problemas futuros:
-
En
lo posible, manténgame al margen o, por lo menos, evite presentarme a las
autoridades con quienes usted tenga que tratar de estos temas, de no ser
inexcusable.
El ministro aceptó
de buen grado mi exigencia:
-
Verdaderamente,
no va a ser un trámite muy agradable, como tampoco lo son las personas con las
que tendré que vérmelas. Lo mejor será que le facilite un pase oficial para que
pueda entrar en los lugares y a los actos que considere oportuno. Y un par de
presentaciones a figuras clave en el juicio -como el presidente de la sección y
el fiscal superior de la misma- será suficiente.
Me quedé como
pasmado, tras aceptar aquel embarque. La voz perentoria de Barthélemy me
sacó del ensimismamiento:
-
Vamos,
Hervé, no se entretenga y vaya a su hotel a hacer la maleta, que el tren saldrá
a las nueve…, si el Almirante[114]
no se demora con las masajistas.
***
Aquel expreso
nocturno entre Vichy y París salió finalmente con tres cuartos de hora de
retraso, y no solo por Darlan, sino por la plétora de autoridades que afluyeron
al mismo, con sus guardaespaldas y séquito de servicio. Barthélemy, cansado y
poco popular, optó por recluirse en su departamento, junto a Margot, Dayras y
yo mismo, hasta el momento en que, vencido del sueño, tomaría el camino de su
compartimento en el coche cama, privilegio del que, además de él, solo Margot
gozaba, en razón de su calidad y sexo. Aparentando la necesidad de fumar, el
secretario general salió al pasillo y se perdió de nuestra vista. Fue mi amiga
la que, bien a través de la ventanilla, bien al verlos avanzar por el pasillo,
me fue indicando a distancia a algunos de los pasajeros más destacados:
-
Ahí
va Pucheu, cada día más obeso -me decía-. ¡El almirante Darlan!, todavía
vestido de marino; tan poquita cosa, pero con cinco estrellas en cada manga.
Aquél es el embajador alemán Abetz: Será un nazi declarado, pero tiene muy
buena facha y guarda un sincero afecto por nosotros, los franceses. Ese vejete de
gafas es Carcopino, el que aconsejó a mi padre en la reunión de los ministros:
un verdadero sabio, que no sé qué pinta navegando en aguas tan pantanosas…
Se calló de
repente. Se dio cuenta de que, pretendiendo definir a Carcopino, había
caracterizado perfectamente a su padre.
-
Por
lo que me dices -resumí-, el sujeto más atrayente podría ser el tal Abetz.
-
Está
muy interesado en nuestro trabajo constituyente -terció el profesor, hasta
entonces mudo y taciturno-. Si quieres, puedo presentártelo. Es muy servicial y
podría serte útil para facilitarte el paso de una zona del país a la otra.
-
Solo
si viene rodado -repuse-. Bueno es tener un amigo, incluso en el infierno.
Regresó Dayras y
se enfrascó en una conversación con Barthélemy acerca de las diligencias a
llevar a cabo en los días siguientes. El tipo parecía conocer al dedillo a
buena parte de los magistrados y fiscales que podrían hacerse cargo de la
sección especial parisina. Margot aguardó hasta las once para avisar a su padre
de que era el momento de emprender el camino de la cama. Por cortesía, Dayras y yo los acompañamos,
pasillo adelante, hasta el coche correspondiente. En el camino, nos tropezamos
con Abetz y, en la presentación de rigor, Barthélemy se refirió a mi faceta
menos comprometedora:
-
…
Es un excelente constitucionalista, a quien tuve el honor de tener por alumno
en París y dirigirle la tesis doctoral.
De retorno a
nuestro compartimento, Abetz seguía en el pasillo, como si esperase a alguien.
Al verme, pidió disculpas a Dayras, y me invitó a pasar yo solo a su departamento.
La cosa tenía fácil explicación: Atando cabos, el embajador había supuesto que
yo estaba implicado en la redacción de la nueva Constitución del Estado Francés
de Vichy. Minimicé mi intervención, aunque no demasiado, para que no entrara en
sospechas de que yo estaba allí con otro objetivo. Charlamos sobre el tema de
los trabajos del Consejo Nacional y lo encontré directo y con buen criterio:
-
¿Me
permite un exabrupto, Monsieur Defarges? Todo eso de las provincias
históricas y las asambleas de notables no es sino la vuelta a un pasado que
solo los tradicionalistas de extrema derecha pueden proponer. La nueva Francia
no puede convertirse en una amalgama clerical-burgués-reaccionaria, dentro de
una Europa que transita cada vez más por una senda socialista[115].
-
Con
la primera parte de su juicio, señor embajador, estoy bastante de acuerdo, pero
con eso de la Europa socialista… Supongo que no se refiere usted al socialismo de
Marx, La Internacional y nuestro funesto Frente Popular del 36. Pero, si a lo
que alude es al nacional-socialismo a la berlinesa, tendrá que disculparme si
le digo que, ni pienso que sea un buen camino para Europa, ni que acaben
ustedes por imponerlo con las armas.
-
No
creerá, doctor -me replicó-, que vayamos los alemanes a perder la guerra, ni me
parece que tal cosa fuera deseable para Francia, siendo la alternativa el imperialismo
británico y el bolchevismo internacional…
No me pareció
razonable enfrascarme más a fondo por vericuetos tan personales. Opté por
referirme a lo avanzado de la hora y a la conveniencia de dejar la charla para
un momento en que estuviese más descansado. Agregué:
-
Supongo
que, para proseguir nuestro intercambio de pareceres podré encontrar a Su
Excelencia en Vichy, pero ¿y si tuviese que pasar a la zona ocupada para
encontrarlo?
Se echó a reír,
pues había captado perfectamente el sentido de mi pregunta:
-
No
tendrá más que pedirme un salvoconducto. Concederlo es cosa de las autoridades
militares de París, pero por ahora estoy en excelentes relaciones con ellas.
7. En el foso de las serpientes
Una media hora
antes de la prevista llegada a París del tren, aparecieron por el compartimento
Margot y el Ministro, con aspecto cansado, pero seguro que resultaría radiante
en comparación con el que ofrecíamos Dayras y yo, habiendo pasado la noche vestidos
y tumbados de cualquier manera en los divanes. El convoy llevaba camino de
entrar en la estación de Lyon[116]
y por los pasillos ya se notaba el ir y venir de empleados y viajeros,
charlando y portando los bagajes. Al entrar en andenes, Barthélemy se levantó,
aunque sin intención ninguna de bajar, sino que se colocó junto a la
ventanilla, con Margot a su lado, y se dedicó a contemplar la salida de los
otros viajeros, así como la identidad de quienes habían ido a recibirlos. Hizo
mención especial de la prisa con que había descendido Darlan, que fue rodeado
enseguida de un comité de bienvenida. Pero aún más destacó la presencia
de un sujeto, menudo, atildado y con un cuidado bigotito a lo Ronald Colman[117].
Barthélemy exclamó con desprecio:
-
¡Vaya,
hombre, cómo no! Ya está ahí De Brinon[118].
Más que embajador de Francia ante los alemanes ocupantes, parece el
correveidile de los boches con el gobierno de Vichy.
Resultó que el
oficioso diplomático venía, precisamente, a recibir al ministro de Justicia
pues, al verlo mirando por la ventanilla, le hizo una seña amistosa y subió al
vagón, camino de nuestro departamento. Todavía antes de que llegase, el
profesor gruñó:
-
Está
visto que no quiere que me escape y viene para conducirme al ministerio, por si
he olvidado el camino.
Ministerio de Justicia (París)
Finalmente, no fue
el ministerio el destino escogido, sino la prefectura de París, donde ya
esperaba el prefecto Ingrand, y probablemente se encaminaría Pucheu no
tardando. Barthélemy hizo unas brevísimas presentaciones, encargó a Dayras que
se ocupara de su equipaje y, dirigiéndose a Margot y a mí, precisó:
-
Os
recogeré en casa a la hora de comer. Encargad el almuerzo en un reservado de cualquier
buen restaurante de la zona y tened paciencia si me retraso, como será
probable.
Un taxi nos llevó
a la histórica mansión de Barthélemy, que tantos recuerdos me traía de
mi época de estudiante y profesor ayudante. En el camino, Margot me advirtió[119]:
-
Entre
la época veraniega y lo poco agradable que se ha vuelto París, en este momento
la casa está deshabitada, a excepción de la vieja Ginette, que la guarda y nos
atiende cuando nos dejamos caer por aquí. ¿Te acuerdas de Ginette? En aquellos
tiempos -bromeó- estaba de buen ver… Claro que el muchacho de Lyon solo
tenía ojos para mi hermanita Paulette…
-
Paulette
-repetí yo, con dejo soñador-. No te he preguntado aún por ella.
-
Ya
sabes, el destino de toda señorita de buena familia: casada y con un par de
niños…, bueno, de jovencitos, casi como nosotros entonces. Papá tuvo el acierto
de conseguir para su marido una agregación cultural en nuestra embajada de
Washington y, gracias a ello, se están librando de toda esta miseria, moral
sobre todo.
-
¿Y
los tuyos? Aún me acuerdo de tu boda con el barón, y de los niños. Claro que no
los he vuelto a ver desde el año…, creo que fue el 34, cuando marché para Lyon.
-
¿Qué
quieres que te diga? Marcel, mi marido, sigue a la vera de su padre, André[120],
haciendo dinero pese a la guerra, o gracias a ella. Y los chicos,
afortunadamente son todavía muy jóvenes y están estudiando en el liceo Louis
le Grand[121]. Ahora
están con su abuela en la costa de Bretaña. La verdad es que los tengo a todos
muy abandonados desde que nombraron ministro a papá y tuvo que instalarse tan
malamente en Vichy… Ya habrás visto que me he convertido para él en chica para
todo: hija, acompañante, secretaria, enfermera… Él dice muchas veces que no
sabe lo que habría hecho sin mí, pero esa dependencia y todo lo que veo a
nuestro alrededor me agobia tanto, que no sé hasta cuándo aguantaré.
A invitación suya,
subí a la casa y recorrí las estancias, rememorando una fotografía aquí, una
porcelana allá, un libro acullá. Busqué afanosamente el ejemplar dedicado de mi
tesis, hasta encontrarlo en uno de los anaqueles de la inmensa librería de
pared a pared: Al profesor Barthélemy, maestro y amigo, a quien este trabajo
debe cuanto de bueno contiene. Un poco exagerado, ¿no creen?
Ginette nos sirvió
un café con pastas. Seguidamente, declinando el ofrecimiento de ocupar alguna
de las muchas habitaciones entonces vacantes, me despedí hasta el mediodía.
Margot aprovecharía para localizar a su marido en el banco y yo para reservar
una habitación en mi antigua pensión de la rue Budé, en la Isla de San
Luis. Aunque el camino no era corto, lo recorrí a pie, a buen paso. Tal vez
fuese un rasgo de masoquismo, pero no veía llegado el momento de sentirme
nuevamente en París y percibir las diferencias con la ciudad que había visitado
por última vez, ¡cuando un judío era presidente del Consejo de Ministros[122]!
***
La versión que de
los hechos de aquella mañana nos brindó el Ministro durante la comida
evidenciaba, en mi opinión y pese a sus omisiones y reticencias, que en París
era todavía más vulnerable y menos decidido de lo que lo había sido en Vichy.
Aún sin necesidad de que Pucheu apenas hubiese aparecido por la prefectura, sus
segundones, De Brinon e Ingrand se las habían bastado para apartar de la
moldeable mente de Barthélemy cualquier resto de oposición a la ley de las
secciones especiales. Al parecer, Ingrand lo había bombardeado con datos
e hipótesis acerca de lo que los alemanes serían capaces de hacer, si los
franceses defraudaban su confianza y no imponían con el mayor rigor el sistema
alternativo al de los rehenes:
-
Figúrate,
Margot -resumió, dirigiéndose a su hija-, se habla, incluso, de cien personas a
fusilar; y no cualesquiera, sino gente de peso, comunistas o no.
-
No
creerá Su Excelencia todos los bulos y amenazas que circulan por ahí y recogen
personas interesadas -alegué con vigor-. Muy mal tendrían que ponerse las
relaciones entre las autoridades alemanas y las de Vichy para que se llegase a
esa selección a la inversa, que los entusiastas de las secciones especiales
tratan de vender a la gente crédula.
Margot me dio un
golpecito con el pie en la pantorrilla. Su padre debía de estar tan cansado de
discutir, que se limitó a defender a su fuente de información:
-
Ingrand
es una persona con gran experiencia, que ha llevado el grueso de las
negociaciones con los alemanes; y no es hechura de Pucheu, si bien tendrá que
seguirle la corriente, ahora que es su ministro. En fin -agregó con desarmante
espontaneidad-, un poco de exageración no vendrá mal para convencer a los
magistrados que tengan que poner las sentencias.
Si Ingrand debía
de haber sido el tecnócrata bien informado, De Brinon impresionó a Barthélemy
con su cinismo brutal:
-
¡Y eso que se las
da de marqués y de hombre exquisito!, comentó el profesor, que, obviamente, no
lo tragaba. Hablaba de las seis sentencias de muerte como si cualquier
magistrado las pusiera todos los días; y, cuando le afeé semejante
insensibilidad, me salió con que en el frente ruso mueren diez mil hombres todos
los días. ¡Qué tipejo! ¡Qué modo de desbarrar con la comparación! ¡A ver si
sigue tan estoico en el caso de que le toque a él pasar por la guillotina[123]!
-
A propósito de
guillotina -recordé-. ¿Sacó usted la verdad en lo de que querían que se
instalase públicamente en la plaza de la Concordia?
-
Me consta que los
alemanes preferían una ejecución por fusilamiento y fueron nuestros
negociadores los que optaron por la guillotina. Bien mirado, no solo responde
mejor a nuestras tradiciones civiles, sino que así evitamos emplear pelotones
de ejecución: Para eso pagamos a los verdugos.
En resumen:
no me había contestado a lo que le preguntaba. Obviamente, el decano se estaba
transformando en político o, al menos, asumiendo algunas de sus tretas.
-
¿Terminaron, por
fin, la redacción del artículo 10?, pregunté, cambiando de conversación.
-
Por supuesto,
repuso Barthélemy, con tono de orgullo. No lo hice yo, sino que se ofreció
Gabolde; ya sabe, el procurador del Estado francés en París[124].
Se mandó la redacción por telégrafo a Vichy, para publicar de inmediato la ley,
ya completa, en el Diario Oficial[125].
Así que ya tenemos legalmente la retroactividad.
-
Ahora ya solo
faltan los magistrados que se avengan voluntariamente a aplicarla -repuse yo, de
forma dubitativa-.
-
En eso estamos
-contestó el ministro-, pero las primeras impresiones son buenas. El presidente
Villette[126] torció
el gesto cuando leyó el proyecto de ley, pero se quedó solo, pues los fiscales
Gabolde y Cavarroc[127],
allí presentes, se mostraron mucho más receptivos…
-
Como es natural,
siendo fiscales -apostillé-.
-
Pero lo que más
efecto produjo -prosiguió el profesor- fue mi advertencia de que, si no se
aplicaba la ley con todo rigor, caerían rehenes por decenas, incluso del mismo
Palacio de Justicia. Así que hemos quedado en que dediquen unas horas a pensar
en magistrados y fiscales adecuados para la sección especial de París, y
mañana, domingo, por la mañana, de acuerdo con Dayras, me presentarán la lista
y llamarán a los seleccionados. Me figuro que habrá candidatos de sobra, salvo
para presidir la sección, para lo que ya se sabe que, en principio, necesito alguien
que sea ya presidente en otra sección del tribunal.
-
¡Espléndido!
-exclamé sarcásticamente-. Entonces solo faltará elegir a los seis desgraciados
que van a perder la cabeza… Claro que esos no podrán presentar objeciones…
-
Eso se dejará a
la elección y buen criterio del ministerio fiscal[128]
-repuso con desdén-. No se sabrá hasta el día antes del juicio -agregó tan
tranquilo-, para que no se provoque excesiva alarma, ni los abogados defensores
incordien en exceso.
Con tan
larga conservación, habíamos llegado a los postres, suflé con helado de
vainilla y merengue. Barthélemy le hizo los honores con su apetito
acostumbrado. Luego, se despidió de Margot y de mí, con estas palabras:
-
Estoy vencido del
sueño. Me voy a casa a echar una buena siesta. Quedaos vosotros, si queréis, y
tomad café… ¡Ah, se me olvidaba!
Echó mano
al cartapacio y me entregó un sobre tamaño folio. Cuando nos quedamos solos,
Margot mostró interés por su contenido; de modo que lo abrí y en su interior
encontré 50.000 francos en billetes[129],
un documento alemán para pasar libremente a la zona de Vichy hasta finales de
aquel agosto y un certificado ministerial, firmado por el propio Barthélemy,
autorizándome a presenciar los juicios de la sección especial de dicho mes y a
recibir cuando información solicitase, siempre que su difusión no fuera
contraria a la ley. Margot sonrió y me dijo:
-
Aunque no puede
decirse que mi padre haya sido generoso en exceso, espero que te dará para
invitarme a ver El asesinato de Papá Noel[130],
que proyectan en un cine aquí al lado… No temas, el caso está tratado en plan
de comedia.
-
¡Menos mal!,
repliqué con acidez. De crímenes en serio ya tendré bastante en los próximos
días.
***
Al día
siguiente, domingo, me disponía a salir de la pensión para oír misa de nueve en
la iglesia de San Luis[131],
cuando la patrona me avisó de que me telefoneaban. Era Margot que, en nombre de
su padre, me requería para que me personase en el Ministerio, en la plaza Vendôme,
lo antes posible. Me sentó tan mal la conminación, que le contesté:
-
Voy a cumplir con
el precepto de la misa dominical y a desayunar. Luego me pasaré por el
Ministerio lo antes que pueda.
Hice bien
en tomarme con calma el trámite pues, cuando llegué a mi destino[132]
a eso de las once, encontré a Dayras en el antedespacho del ministro, con cara
de circunstancias, mientras, al otro lado de la puerta, se oían los gritos de
Barthélemy en el colmo de la exasperación. Pronto inferí que el origen de toda
aquella trifulca era que el presidente de sección predestinado para
serlo de la especial le había dicho al ministro que nones, al parecer, dándole
a un tiempo una lección de buen Derecho penal[133].
A poco, se abrió la puerta del despacho ministerial y salieron de allí tres
caballeros que, sin reparar en mi poco conspicua presencia, empezaron a discutir
sobre una persona de recambio del rebelde, con Dayras como notario.
Finalmente, parecieron ponerse de acuerdo en la selección y volvieron a entrar
para sugerírsela a Barthélemy, quien dijo a gritos algo así como: ¡Tanto me
da, con tal que no me den esta mañana otra negativa rebozada de ética! El
trío de conspiradores volvió a salir y, aprovechando que hablaban entre
sí y Dayras telefoneaba, me colé en el despacho ministerial, verdaderamente
regio, si no fuera porque Francia era una república.
-
¡Ah! ¿Ya está
usted aquí? -me dijo el Decano por todo saludo, viniendo a mi encuentro
y dándome un pequeño empellón para hacerme sentar en un mullido butacón,
mientras él daba paseos por el despacho sin dejar de monologar-. Pues todavía
tendrá que esperar… ¡Habrase visto el necio! Se puede decir sí o no, pero ¡mira
que leerle la cartilla al ministro! ¡Ya ha progresado en la carrera todo lo que
tenía que ascender! Eso, si no le busco las cosquillas, que seguro que es un resistente
camuflado. Ya verás como ahora viene a comer de mi mano ese otro, que, por
lo que me aseguran, está lampando por un ascenso.
-
Entonces, ¿no es
ya presidente de sala? Como la ley lo dice…
-
Tiene razón -me
concedió-, pero ahora mismo voy a telefonear a Vichy para que aprueben de
urgencia una reforma que, para la sección especial de París, me permita escoger
al magistrado que me dé la gana[134].
-
¿Y quién es el afortunado que está lampando
por ascender?, inquirí.
Barthélemy
sonrió:
-
Me dicen que es un
vicepresidente de sección, por el simple hecho de que es el magistrado más
antiguo de la misma[135]
-explicó-. Al parecer, se ha casado hace
poco con una mujer un poco…, de gustos caros, vamos; así que un ascenso bien
pagado le ha a venir de perillas, con independencia de sus ideas políticas, si
es que las tiene… Quédese por aquí para que pueda conocerlo, así como también
al fiscal jefe de la sección especial que ya está elegido y a punto de llegar[136].
***
El primero
en acudir al llamamiento del ministro fue el magistrado Benon, que resultó ser
un condecorado combatiente de la guerra del 14. Bastaron algunos elogios y
exhortaciones por parte de Barthélemy, para que el propuesto aceptase encantado
el cargo y se pusiera a las órdenes del gobierno, con la misma disciplina y
determinación que había mostrado en la pasada contienda. Al salir de la
entrevista y ser felicitado por las autoridades judiciales que esperaban su
resultado en la antesala, me pareció apreciar en el ya presidente un gesto de
timidez -más que de servilismo-, como si se sintiera desbordado por la carga y
el cargo que acababan de caer sobre sus hombros. El hecho es que, cuando yo
también me acerqué a felicitarlo, Dayras me presentó como discípulo y buen
amigo del ministro, a lo que respondió con voz apenas audible:
-
Ya me ha puesto
en antecedentes el señor ministro… Estoy a su disposición.
Muy
diferente era la impresión que ofrecía el fiscal jefe designado para la sección
especial, quizá por haber ejercido hasta entonces de manera destacada en el
Tribunal Supremo. De hecho, se atrevió a protagonizar un desplante, que me
refirió Barthélemy poco después. A la exhortación del ministro de actuar de la
manera más firme y rigurosa, el fiscal Guyenot le replicó, más o menos:
-
No precisa Su
Excelencia recordármelo pues es lo que vengo haciendo en mis treinta años de
carrera.
En cambio,
conmigo se portó amablemente. Pídame lo que necesite para cumplir con la
función que el señor ministro le ha encargado, me dijo.
En
resumidas cuentas, la mañana de aquel domingo había resultado finalmente muy
fructífera para los objetivos del profesor. De lo que aún faltaba, seleccionar a
dos magistrados de los muchos que integraban el tribunal de apelación parisino
era tarea sencilla, de la que prometió encargarse su presidente primero, en colaboración
con quien habría de presidir la sección especial. Para los otros dos
magistrados, la labor era más fácil, puesto que bastaba con que fueran jueces
de los tribunales de instrucción: Dayras fue comisionado para elegirlos.
Finalmente, pese a ser periodo vacacional, se consiguió nombrar a tres
magistrados de la primera categoría: Por eso se produjo la circunstancia -que
algunos acusados no dejaron de destacar más tarde- de que solo uno de los
miembros del tribunal vistiese toga negra, frente a cuatro que lo hacían con la
prenda en color rojo, como muestra de su superior rango escalafonal[137].
Adicionalmente, tenía que designarse a dos fiscales para que auxiliasen
y, en su caso, reemplazasen al severo Guyenot. De ello supongo que se
encargarían entre Cavarroc y Guyenot. En todo caso, quienquiera que lo
gestionase no anduvo muy acertado, como más adelante se comprobó. Y,
finalmente, tendría que elegirse a los acusados cuya cabeza de turco estaba
destinada a ser cortada por la guillotina; un trabajo sucio que en modo alguno
correspondía al ministerio, sino que se dejó a la fiscalía, como creo haber
dicho ya. De todas formas, a alguien debió de ocurrírsele una idea ingeniosa,
que el ministro dio de paso sin vacilar. Dayras me lo explicó así:
-
Si se juzga solo
a seis individuos y todos son condenados a muerte, puede pensarse, o que el
tribunal es demasiado duro, o que todo estaba preparado. Pero, si se celebran
otros cuantos juicios que no acaban en condena a la guillotina, las críticas y
sospechas desaparecerán. El caso es conseguir seis condenas de muerte y que un
par de ellas recaigan sobre judíos.
A estas
alturas, yo ya me estaba convirtiendo en un hombre práctico; de suerte
que solo se me ocurrió objetar:
-
No conviene
sobrecargar mucho al tribunal con una plétora de juicios, pues solo tendrán un
día para celebrarlos.
Dayras
sonrió con suficiencia:
-
Pongamos que sean
doce: seis a muerte y otros seis a condenas menores. Siendo procesos
sumarísimos y por delitos flagrantes, me figuro que los despacharán cómodamente
en un solo día.
Vista de la Isla de San Luis (París)
Las
diligencias matinales concluyeron a eso de la una. Con antelación suficiente,
Dayras había adoptado las medidas pertinentes para que el ministro y él mismo
pudieran comer en el propio ministerio. Barthélemy me agregó, quieras que no,
al ágape, cosa que agradecí, aunque no tuviera lugar -por supuesto- en el
fabuloso comedor de aparato del edificio[138].
Eché en falta a Margot y así se lo susurré al profesor:
-
Creo -explicó-
que está pasando el día con su marido… Seguro que habría estado más entretenida
con nosotros -repuso, con un leve guiño de ojo-.
El ministro
y su secretario general parecían contentos de la marcha de las gestiones,
después del tormentoso inicio de la jornada. Con todo lo circunspecto y serio
que parecía, Dayras se gastó una broma, que yo juzgué de mal gusto:
-
Por mi parte
-dijo-, he llevado hasta el extremo las prevenciones. Incluso he llamado al
verdugo mayor de París a fin de que esté presto para despachar el día 28 seis
ejecuciones. Me dijo que llevará también a todos sus ayudantes, pues el trabajo
es insólito por el número de reos.
Barthélemy
tampoco pareció disfrutar con la facecia y llevó la charla por lo serio:
-
Dedíquese, más
bien, a tener a punto a los cuatro magistrados que nos quedan por designar definitivamente,
que quiero sondearlos mañana por la mañana, no sea que nombremos a algún tipo
conflictivo.
De manera
un tanto oficiosa, yo pregunté:
-
¿Hay algo que
pueda hacer antes del día 27, cuando comiencen los juicios?
-
Si acaso, apuntó
el ministro, eche un vistazo a los expedientes de los individuos que van a ser
acusados, pero no se implique en la selección, que es usted demasiado
puntilloso con esas cosas. Que decidan los fiscales y, si tienen alguna duda,
que consulten con el presidente de la sección.
A los
postres, Dayras preguntó:
-
Señor ministro,
¿se va a quedar a la constitución de la sección especial y a la toma de posesión
de sus magistrados? No queda otro día practicable para ello que el 26.
-
De ninguna manera
-contestó-. Mañana mismo, a mediodía, tomaré el tren a Vichy, para seguir luego
viaje con el Mariscal a mis posesiones de Gascuña. Si no hay complicaciones
mañana, usted vendrá también a Vichy, para reemplazarme en las tareas ministeriales en
mi ausencia.
-
Supongo,
Excelencia, que también le acompañará su hija Margot, apunté.
-
Por supuesto
-respondió-. Me va a hacer mucha falta para organizar todo lo preciso, a fin de
obsequiar a Pétain como se merece.
Y concluyó
bromeando…, hasta cierto punto:
-
De modo que lo
dejo a usted al frente de la carnicería.
***
A primera
hora de la mañana del lunes, 25 de agosto de 1941, el despacho del ministro de
Justicia bullía de actividad. Al ir a entrar en el antedespacho, me encontré
con Margot, quien parecía contrariada:
-
Aquí me tienes
-dijo- con el equipaje y todo, para poder salir hacia Agen en cuanto papá esté
listo. Intento telefonear a nuestra casa de allá para ver cómo van los preparativos
y no hay forma humana de comunicar.
-
El problema de
siempre -opiné- cuando se quiere llamar de una zona a otra[139].
Díselo a tu padre: Seguro que a un ministro le hacen más caso… Por cierto,
supongo que ya no nos veremos en una buena temporada.
Margot sonrió con cierta amargura:
-
Ya sabes dónde
encontrarme: a la vera de papá. Claro que, después de cómo está saliendo este
disparate de las secciones especiales, no querrás saber nada de nadie que se
apellide Barthélemy.
-
Creo que tú te
apellidas Laurent-Atthalin desde hace un buen número de años, repliqué con alguna
malicia.
-
Tienes razón
-reconoció-. Espero que este apellido tampoco te haga olvidar nuestra vieja
amistad, ahora felizmente renacida.
-
Puedes estar
segura de ello -prometí-, como también de que mi respeto por tu padre permanece
intacto, aunque no comparta su forma de llevar este asunto, del que estoy
deseando salir cuanto antes.
En el
pasillo resonaron pasos y rumores de conversaciones próximas. Imaginé que se
trataría de los magistrados de la sección especial que venían a presentarse al
ministro. Rápidamente accedí al antedespacho. Margot resolvió acompañarme, para
poner a su padre en antecedentes de las complicaciones domésticas.
Palacio de Justicia (París)
La antesala
estaba vacía, con la puerta de acceso al despacho ministerial abierta. Me asomé
ostensiblemente, pero esperé a que Dayras acabase de despachar con Barthélemy.
Precisamente, le estaba dando cuenta del encargo para seleccionar a los
magistrados. Decía:
-
… No va a tener
Su Excelencia la menor dificultad. Han sido elegidos cuatro antiguos
combatientes de la guerra del 14, condecorados y uno de ellos, mutilado de una
pierna. Otro es simpatizante de Acción Francesa[140].
-
Pero ¿les ha
preguntado usted si están dispuestos a asumir el nombramiento?, gruñó el
ministro, todavía escaldado de lo del día anterior.
-
La verdad,
Excelencia, es que no. Con la ley en la mano, me parece que tendrán que
aceptar, salvo que tengan alguna excusa válida…, lo que no creo, tratándose de
personas tan de orden.
En aquel
momento, Margot me rebasó y se permitió interrumpir con el problema de la
incomunicación con Agen. El profesor cogió inmediatamente el teléfono y,
durante un par de minutos, se dio a todos los demonios, incapaz -por muy
ministro que fuese- de que le dieran línea con su mansión de Gascuña. En pleno
enfado, el ujier anunció que unos magistrados esperaban audiencia, acompañados
del presidente primero del tribunal de apelación de París. Barthélemy bajó el
tono de voz:
-
Recíbalos usted,
Dayras -sugirió-. ¿Qué rayos voy a decirles yo a esos señores? No estoy de
humor…
El
secretario general mostró entonces su mejor cara componedora:
-
Tiene que
hablarles, señor ministro, y explicarles la situación… No se preocupe: Yo mismo
insistiré hasta conseguir telefonear a su casa de Agen y que su hija pueda
ordenar lo que sea necesario.
Si Dayras
había estado acertado, puede decirse que Barthélemy no le fue a la zaga. Mandó
pasar a los magistrados, les hizo tomar asiento y, con su acento más
convincente, se dirigió a cada uno de ellos, ponderando sus virtudes cívicas y
militares. Repitió aquella matraca de que, en aquellos decisivos
momentos, todos los servidores del Estado debían considerarse movilizados. Les advirtió
que se tenían informes fidedignos de que los atentados contra los alemanes iban
a menudear, por mano de los comunistas y sus compañeros de viaje. Aludió al
peligro de que muchos y buenos rehenes franceses pudieran ser fusilados y, por
último, hizo énfasis en que seguramente la pena de muerte sería lo único que
pudiera intimidar a aquellos irresponsables que pretendían convertir las calles
de Francia en un campo de batalla, con los civiles de por medio.
Los así
arengados no dijeron ni palabra. Volvieron a estrecharse las manos y el grupo
de magistrados desfiló en sentido de la salida. Iban bastante cariacontecidos,
salvo el presidente primero Villette, el único que se despidió cortésmente de
Dayras, quien cambió con el presidente unas palabras para concretar el acto de
instauración de la sección especial[141].
-
¿Asistirá el
señor ministro?, preguntó Villette.
-
Le será
imposible, repuso Dayras. Tiene un despacho inaplazable en Vichy con el
Mariscal.
-
¿Y usted?,
insistió el magistrado.
-
Tampoco, y bien
que lo siento, pero no puedo dejar solo al ministro en este trance.
Seguidamente, volví al despacho ministerial. Barthélemy me miró con
gesto de alivio, y dijo:
-
Todo resuelto,
amigo Hervé. Crucemos los dedos, por si acaso, y ahora iré a mostrar al
Mariscal las bellezas de la tierra de mis antepasados… Ya sabe lo que espero de
usted, con su habitual exactitud.
-
Descuide,
profesor: Me pongo inmediatamente en marcha, tan pronto me despida de Margot.
-
No sé si la
pillará ya. Ha logrado hablar con Agen y ha salido escopetada a comprar
no sé qué para el servicio de mesa.
Y, entre
tanto, los autores del asesinato de Alfred Moser permanecían inidentificados y
en libertad, tan preocupados de la suerte de sus chivos expiatorios como
lo estaban quienes estaban a punto de elegirlos.
8.
En que
la justicia intenta abrirse paso infructuosamente
Proclama autoritaria de Pétain
Estuve dudando en asistir a la instauración de la
sección especial, que tantos quebraderos de cabeza me había dado hasta
entonces. Al final, aun hallándome en el palacio de Justicia, opté por no acudir:
No quería hacerme el visible antes de tiempo, dado que, no conociéndome casi
nadie y sin apenas público, podría resultar demasiado llamativo. Me limité,
pues, a localizar la sala en que, al día siguiente, se celebrarían los juicios
y, acto seguido, me encaminé a las dependencias de la fiscalía, donde iba a
realizarse la selección de los acusados, según lo que en el ministerio me
habían informado. Aunque me aproximé con cierta cautela, fui a dar de manos a
boca con un trío de individuos, que en el pasillo parecían discutir
animadamente. Uno de ellos era el ya conocido Guyenot; los otros dos resultaron
ser sus ayudantes en los juicios del día siguiente, al haber sido nombrados
para servir en la sección especial. Cortando la conversación al acercarme, el
fiscal jefe se separó de los otros dos y vino hacia mí cortésmente, creyendo
conocer lo que pretendía:
-
Seguro que viene
a la instauración. Precisamente voy yo ahora también para allá…
-
No quiero hacer
acto de presencia, por ahora -le rectifiqué-. Más bien venía a requerir su
ayuda para informarme acerca de la identidad de los acusados de mañana.
-
¡Ah, ya! Perdone,
pero tengo el tiempo justo y tengo que revestirme. La ceremonia será muy
breve y, en cuanto concluya, lo atenderé. Entretanto, voy a dejarlo en manos de
mis colegas, que también han sido nombrados para la sección.
Hizo de mí
una brevísima presentación, como un enviado especial del ministerio y se
ausentó, dejándome con aquellos otros dos fiscales, cuyos nombres me esforcé
por retener: Maurice Tétaud y Lucien Gillet. Para rebajar tensión, les aclaré,
con sorna:
-
No teman, que no
vengo del ministerio a fiscalizar a los fiscales. Simplemente, soy un antiguo
profesor de Derecho constitucional, discípulo de Barthélemy, a quien este,
teniendo que ausentarse inexcusablemente de París, ha confiado la tarea de
informarle como experto sobre los juicios de mañana.
Tétaud,
mucho más efusivo que su colega, pareció relajado con mi explicación:
-
Guyenot tardará
un rato en regresar. ¿Hace un café?
-
Encantado -dije-,
pero preferiría que fuese en la cafetería del palacio, por si acaso.
Así fue, y
resultó bastante más interesante de lo que hubiera imaginado. Nada más sentados
a una mesa, Gillet, con cara de preocupación, sacó un tema bastante
comprometido:
-
Cuando llegó
usted, estábamos hablando sobre la sección especial y la necesidad de pedir
pena de muerte para personas que no hayan sido los autores de los atentados.
Desde luego, no es plato de gusto, pero los fiscales ya estamos acostumbrados a
la sombra de la guillotina… Mas el hecho es que Tétaud tiene la teoría de que
obedecer en este caso puede encerrar para nosotros un grave peligro.
Tétaud
pareció molesto por la confidencia de su compañero. No obstante, decidió
seguirle la corriente, despojándola en lo posible de connotaciones personales:
-
Simplemente
planteaba la posibilidad, por pequeña que sea, de que los alemanes acaben
perdiendo la guerra y pasen a gobernar en Francia los amigos de quienes ahora
acusamos con tan poco fundamento. Vamos, lo que siempre se ha dicho, aunque casi
siempre sin acierto: que los jueces acaben siendo juzgados cuando cambien las
tornas.
No sabía
qué contestar. Me dio por matizar responsabilidades:
-
Señores, yo no sé
mucho de esto, pero creo que una cosa es la responsabilidad de los jueces, que
son independientes y deciden, y otra la de los fiscales, que deben obediencia a
sus superiores y se limitan a pedir una pena, aunque sea ella la de
muerte.
Tétaud
apuró su café y, mientras pagaba las consumiciones, hizo una advertencia que yo
recordaría al día siguiente:
-
Lo que ya sería
el colmo es que nos tocase acusar a un tipo influyente…, como un periodista de L’Humanité[142],
por ejemplo. Creo que, en ese caso, amigos, o se hace cargo del juicio
Guyenot, o yo no pido pena de muerte ni de broma.
***
Minutos
después, Guyenot, ya de vuelta de la instauración, me introdujo en dependencias
archivísticas de la fiscalía, donde las cosas andaban un poco revueltas a causa
de la sección especial. Al verlo entrar, un caballero que estaba sentado ante
una mesa de despacho repleta de expedientes, comentó:
-
No tenga tanta
prisa, Guyenot, que aún no he acabado la selección.
-
Solo venía por si
necesitaba ayuda -se justificó Guyenot- y, de paso, a informar de las gestiones
a este señor, que es un representante del ministerio.
Me presentó
al individuo que se las había con la selección. Se trataba de uno de los
fiscales del tribunal de casación, apellidado Dupuich[143],
quien se quedó un poco cortado con mi presencia, no sabiendo hasta qué punto
llevar las explicaciones. Guyenot se lo aclaró, diciéndole:
-
Bastará con que
no hagas un breve resumen de su elección.
Yo puse la
mayor atención, aunque sin atreverme a tomar nota por escrito. Dupuich precisó:
-
Bien, ya saben
ustedes que, con arreglo a la ley de hace unos días, esta solo puede ser
aplicada a las actividades de tipo comunista y anarquista: Vamos, para ser
francos, a muchos comunistas y a algún anarquista que, por casualidad, haya
sido detenido. Pero he recibido la indicación de la Superioridad, en el
sentido de que algunos de los acusados tendrán que ser judíos.
Aunque ya
había escuchado algo parecido a Barthélemy, me pareció interesante comprobar
cómo se iba a dar a la ley un sesgo antisemita, sin recogerlo su texto en parte
alguna.
-
Sencillo,
contestó Dupuich. Buscamos comunistas que sean también judíos o, al menos, lo
parezcan por sus apellidos. No me ha resultado difícil.
-
Dios los cría y
ellos se juntan, comentó Guyenot despectivamente.
-
El mayor problema
-prosiguió Dupuich, sin prestar atención al inciso- ha sido el de encontrar
individuos de cierta importancia para acusarlos, ya que los alemanes no se van
a conformar con gentecilla de tres al cuarto.
-
En efecto
-intervine-, no le va a ser fácil: Los gerifaltes comunistas se esconden muy
bien cuando sus bases se manifiestan o tiran de pistola a sus órdenes.
-
No he tenido más
remedio -prosiguió Dupuich- que usar un criterio objetivo: Seleccionar solo a
quienes hayan sido acusados o condenados previamente a no menos de tres años de
prisión[144].
Habíamos
llegado al núcleo de la cuestión: el de que fueran a ser nuevamente juzgados
quienes ya tenían condena por los mismos hechos. Así se lo hice ver a mi
informador. Este, por un momento, pareció sentirse abochornado, pero no dejó de
admitirlo:
-
Para escoger a
quienes no se les va a pedir pena de muerte, he intentado moverme entre quienes
están todavía en espera de juicio; pero para los de pena capital, no he tenido
otro modo de seleccionar a los peores que el de guiarme por la pena ya
impuesta, siquiera algunos estén todavía pendientes de apelación.
Guyenot,
aburrido de sutilezas, terció:
-
Bueno, bueno,
vamos a lo que interesa. ¿Quiénes y cuántos son los que llevan camino de la
guillotina?
Dupuich
cogió un grupo de expedientes y respondió:
-
Aquí están, a
reserva de que dé el visto bueno Cavarroc. Son seis, como me han
indicado, y he subrayado sus nombres con lápiz rojo. Hay cuatro comunistas y
dos judíos o, mejor dicho, cuatro comunistas, un judío y un comunista judío.
-
En cuanto los
confirme Cavarroc -indicó Guyenot-, den las órdenes oportunas para que los
reúnan a todos en La Santé[145]
y que se cursen al colegio de abogados los pertinentes requerimientos para que
se les nombre abogado de oficio.
-
¿Qué me dice
-volví a intervenir- de los acusados seleccionados para que no se les imponga
pena de muerte?
-
También son seis
-repuso Dupuich-: tres comunistas y tres judíos.
-
Y también corren
el riesgo de que se les apliquen condenas superiores a las que ya tienen
-sugerí-.
-
El tribunal
decidirá -me contestó-, pero supongo que será como usted dice.
Guyenot
miró el reloj y decidió dar por conclusa la entrevista:
-
Bien, es suficiente…
Estimado colega, lleve cuanto antes los expedientes a Cavarroc y, luego, que me los
hagan llegar inmediatamente. Mucho o poco, algo habrá que estudiarlos, pues uno
nunca sabe…
No concluyó
la frase pero, dadas las circunstancias, su preocupación me pareció totalmente
fuera de lugar.
***
Llegó al
fin el miércoles, 27 de agosto de 1941 y, con él, los primeros juicios de la
sección especial de París, cuyo resultado se juzgaba decisivo para evitar que
los alemanes se ensañaran con los rehenes, cualquier que fuese su número y
calidad. Las vistas estaban señaladas a partir de las nueve de la mañana, pero
yo decidí llegar mucho antes, por si se producía alguna incidencia digna de
anotarse. Por cierto, en el bolsillo de la americana guardaba una pequeña
libreta y un par de lápices, a fin de tomar notas puntuales para el Ministro.
Di en el
clavo con mi anticipación, pues resultó que a las ocho de la mañana el decano
del colegio parisino de abogados había citado como a una veintena de estos,
preseleccionados parea defender de oficio a la docena de acusados, que ya
esperaban en los calabozos del palacio de Justicia el llamamiento para sus
juicios. Como es natural, no me atreví a entrar en el despacho donde los
letrados estaban reunidos, pero sí que pegué la hebra con un ujier,
quien me puso en situación:
-
Como las
citaciones para el juicio han sido de un día para otro, creo que ninguno de los
acusados va a disponer de abogado de su elección; así que van a ser todos de
oficio, asimismo convocados de urgencia, ayer por la tarde. Están que echan
chispas, por lo que su decano ha venido para calmarlos y que cumplan con su
obligación.
Del
interior del despacho, aún con la puerta cerrada, salían rumores de discusiones
y algún grito que otro. El ujier, con el atrevimiento que da la experiencia,
abrió una rendija y pegó el oído, para enterarse de lo que se cocía dentro.
A los pocos momentos, se separó de la puerta para susurrarme gentilmente:
-
El decano les
está pidiendo que defiendan a los acusados, que algo podrán conseguir en su
favor, pero hay algunos que le han echado en cara que el colegio haya
consentido semejante afrenta… Debe de ser porque no les gusta la ley…
Volvió
nuevamente a escuchar y a poco regresó sonriendo con guasa:
-
¡Que no es listo
ni nada el señor decano! Les ha dicho que, como ha convocado a un par de
abogados por cada acusado, que se retiren los que tengan la conciencia más
estricta y dejen el campo libre a los más sacrificados por sus defendidos… Les
ha dado media hora para decidir.
-
Pues lo mismo le
sale el tiro por la culata -objeté- y se le echan para atrás todos los
presentes.
-
¡Quia, no señor!
Me replicó el ujier. Seguro que la mayoría pica para no quedar como
cobardes o malos compañeros… Le apuesto un café.
-
¡Hecho!, acepté.
Mi
confidente ganó la apuesta: Hubo abogados de sobra para defender a los doce
acusados, aunque, al salir de la reunión, todos iban echando venablos contra le
ley y la manera sumarísima de aplicarla.
-
Le debo un café,
amigo -dije a mi mentor-. Vamos a tomarlo antes de que empiece el primer
juicio… Lo mismo se llena la sala.
-
No creo, me
respondió. De todos modos, no se preocupe, que yo le pondría una silla, llegado
el caso.
-
Eso merece,
además, un cruasán, ofrecí al subalterno… Por cierto, no nos hemos presentado.
Yo soy el abogado Desfarges, de Lyon, y estoy en París en misión oficial.
Aquella
expresión supongo que le impresionaría. En todo caso, me contestó:
-
Pues yo soy
Bernard Mouton, uno de los ujieres más veteranos del tribunal de apelación,
para lo que guste usted mandar.
Aunque nos
dimos prisa en acabar la consumición, cuando regresamos hasta la puerta de la
sala de audiencias, esta ya había sido abierta y un buen grupo de personas
estaban ya sentadas dentro, o formando cola para acceder. Mouton me abrió paso
y pretendió colocarme en primera fila del público, levantando a alguno de sus
ocupantes. Le hice ver que estaría más cómodo en las últimas filas,
donde todavía quedaba sitio. Un poco cohibido, fui mirando a mis próximos y
contemplando la elegante decoración de la sala, que yo desconocía, al no haber
actuado en París sino ante el tribunal de casación. Dos minutos después de las
nueve entraron los magistrados, el fiscal y los funcionarios de secretaría y de
orden, y el presidente se dispuso a llamar al primer acusado, pero el acusador
-que era el jefe, Guyenot- pidió la venia y solicitó:
-
… Por la índole
de los asuntos y teniendo en cuenta razones de orden público, intereso la
celebración de los juicios a puerta cerrada.
Así se
acordó por el tribunal y el presidente ordenó desalojar la sala. Sin saber bien
qué partido tomar, me hice el remolón, hasta que la sala quedó prácticamente
vacía. No obstante, un par de señores, sentados uno al lado del otro en una de
las últimas filas, ni hicieron ademán de levantarse. Supuse que se trataría de
policías de relevancia, o de informantes del ministro Pucheu -como yo lo era de
Barthélemy-. En consecuencia, seguí su ejemplo y me mantuve inmóvil e
impertérrito cuando el abogado defensor hizo al tribunal un gesto de
advertencia, como pidiendo que se completara el vaciamiento de la sala, pero el
presidente Benon no le hizo caso, ni el letrado insistió. De modo que, con
tranquilidad, saqué libreta y lápiz y me dispuse a tomar nota de cuanto de
interesante aconteciera.
***
No creo
necesario que les dé a ustedes todos los detalles que ofrecí al ministro en mi
informe, máxime cuando el punto más sobresaliente de aquellos juicios -la
deliberación y votación de las sentencias- yo no lo conocí entonces, sino
cuando, liberados del deber de guardar secreto sobre ello, los magistrados lo explicaron
en su juicio de depuración[146],
años después. Me limitaré, pues, a realizar un breve resumen, tratando con
algún detalle las incidencias más notables.
El primero
de los juicios tuvo como acusado a un tal León Redondeau, de quien se destacó,
más que sus escarceos con la propaganda comunista, el hecho de que hubiese
insultado con insolencia a los dos gendarmes que lo detuvieron. Parecía
evidente que no sería ese uno de los casos predestinados a la pena capital, y
así fue, en efecto. El fiscal Guyenot solicitó una pena de diez años de
trabajos forzados que, tras retirarse a deliberar, el tribunal redujo a siete.
Aquella sentencia draconiana y la pusilanimidad del defensor, que se acogió a
la benevolencia del tribunal, marcarían la pauta para la mayoría de los juicios
que seguirían, como si todos estuviéramos persuadidos de que la ley era cómo
era y nada podía hacerse para torcerla.
Panorámica actual de la cárcel parisina de La Santé
El segundo
fue contra Octave Lamand, un carpintero que distribuía octavillas y consignas
comunistas entre los compañeros de su taller. La condena pedida por Guyenot fue
la de quince años de trabajos forzados, que el tribunal concedió.
El tercer
juicio tuvo como acusado a un judío polaco, naturalizado francés, llamado
Bernard Friedman, sombrerero de profesión. La acusación versaba sobre difusión
de octavillas comunistas y falsificación de unos vales de racionamiento, y fue
sostenida por el fiscal ayudante Tétaud, de cuyos temores de futuro, caso de
perder la guerra los alemanes, ya he tratado anteriormente. En uno de los
golpes teatrales más notables de aquella mañana, el bueno del fiscal -por miedo
o por decencia- pidió que se aplicase el decreto-ley de septiembre de 1939,
entendiendo justamente que la ley de agosto de 1941 tenía efectos retroactivos
inconstitucionales, y solicitó en consecuencia un año de prisión para el
acusado, con lo que se conformó de mil amores el defensor. Pero, haciendo uso
de una prerrogativa que pocas veces se emplea, el tribunal condenó a más de lo
pedido por el fiscal: nada menos que diez años de trabajos forzados. El
presidente de la sala, ostensiblemente enfadado con Tétaud, pasó noticia de lo
sucedido al fiscal jefe, Guyenot, quien inmediatamente hizo desaparecer de
la sesión a su díscolo colega, apodado desde entonces el refractario por
quienes han estudiado o narrado estos acontecimientos.
Por
consiguiente, los tres primeros juicios habían pasado sin peticiones ni
condenas de muerte. Habida cuenta de que estaba previsto que los casos fueran,
al cincuenta por ciento, de pena capital y de pena privativa de libertad, no
tardaría en comparecer alguien predestinado a la guillotina. Así fue, en
efecto.
***
El cuarto
de los juicios tenía como acusado a un tal Chebruski[147],
de 54 años de edad, un judío polaco que, buscando mejores oportunidades, había
abandonado su país para trabajar en las minas de carbón de Bélgica.
Seguidamente, aprovechando que una hermana suya vivía en París, había pasado
clandestinamente a Francia, donde ejerció varios trabajos, hasta ser condenado
y expulsado como inmigrante ilegal. Volvió a intentarlo y, esta vez, obtuvo una
documentación a nombre de Adolphe Piwolski, gracias a la cual se instaló en
Francia, se casó, montó una pequeña fábrica de gorras y sacó adelante a dos
hijos. Sospechoso de connivencia con el comunismo internacional, fue detenido
en este mismo 1941, cuando llevaba quince años de anonimato. Fue
entonces cuando, en el registro de su casa, se encontró una significativa
cantidad de dinero y algunos papeles y un sello que indicaban su vinculación al
FTP-MOI[148],
organización judeo-comunista, que armonizaba su ideología bolchevique con la
solidaridad hacia los judíos pobres y perseguidos. Por tales hechos ya había
sido condenado el 9 de julio de 1941 en el tribunal del Sena a la pena de cinco
años de prisión, que había apelado. Ya de por sí este dato ponía el dedo de la
justicia en la llaga del bis in ídem, es decir, juzgar dos veces a una
persona por los mismos hechos.
El fiscal
era Guyenot, pero yo me fijé especialmente en el abogado defensor[149],
un joven ardiente, buen orador y que se había empapado del caso a conciencia.
Para empezar, puso en vergüenza al presidente del tribunal, por permitir que
hubiese varias personas -entre ellas, yo- presenciando el juicio, cuando se
había acordado puerta cerrada. También evidenció la ignorancia por el
presidente Benon de las normas cambiantes que habían afectado a Polonia
oriental -de donde procedía su defendido- entre 1914 y 1940. Pero, pese a su
aparente ingenuidad, fue el acusado quien se fue convirtiendo en protagonista
de su propia tragedia, al relatar con tono ligero su odisea para quedarse en
Francia, trabajando sin papeles por un sueldo mísero; sobornando a los
funcionarios para obtener una documentación bajo nombre falso; o recaudando
fondos para otros judíos, no por motivos políticos, sino por pura solidaridad. También
abochornó al magistrado Cottin[150],
que se hacía el desentendido, siendo así que había sido uno de los que ya lo
habían condenado a cinco años de cárcel por los mismos hechos, mes y medio
antes. Claro que nada de eso le valió, a la hora de que el fiscal pidiera para
él la pena de muerte, que el tribunal concedió, previa corta deliberación[151].
Mientras
los magistrados deliberaban, el defensor se acercó hasta mí -que permanecía
dentro de la sala- y me preguntó:
-
¿No se acuerda de
mí, profesor? Soy Roger Lafarge y asistí hace más de diez años a algunas de sus
clases en la Facultad.
-
Lo lamento,
Lafarge -respondí sinceramente-. No lo había reconocido. En todo caso, mis
felicitaciones por su defensa, suceda lo que sucediere.
Lafarge
sonrió con amargura:
-
La condena a pena
capital es irremediable, pero confío en la obtención de un indulto. De hecho,
voy a presentar la solicitud inmediatamente y a viajar hasta Vichy para
sostenerla personalmente ante el Mariscal… Tengo algunas agarraderas.
-
Mejor así
-opiné-, porque su tarea no va a ser nada fácil, por más justa que sea la
causa.
-
Por cierto
-pregunta inevitable-, ¿cómo es que ha logrado usted colarse aquí,
siendo el juicio a puerta cerrada?
Había visto
venir la pregunta y tenía preparada una respuesta poco comprometedora:
-
Soy abogado en
Lyon y trabajo bastante en lo criminal. He venido a documentarme, logrando
previamente un pase oficial de la cancillería.
-
Ya veo -me
replicó Lafarge- que no soy el único aquí con agarraderas.
En ese
momento dieron la voz de que reaparecía el tribunal para comunicar su sentencia
y nos despedimos apresuradamente con un apretón de manos.
***
El reseñado
cuarto juicio fue el último antes de que el tribunal acordase el receso para
almorzar. Yo decidí hacerlo al aire libre, en una cervecería de la place
Dauphine y, aunque pueda parecerles una casualidad excesiva, a una mesa
junto a la mía vinieron a tomar asiento y comer una pareja de señores que, por
su modesta apariencia y severo traje oscuro, tenían toda la pinta de ser
curiales. Mi buen oído me permitió captar disimuladamente que hablaban sobre
los trámites de las hipotéticas ejecuciones del día siguiente. Descaradamente,
me dirigí a ellos con estas palabras:
-
Perdonen que los
importune, caballeros, pero he estado presenciando los juicios y me parece que
eso de la guillotina son fuegos de artificio. Ya verán cómo al final los
indultan a todos y asistimos a una broma más a la justicia.
-
¡Que se cree
usted eso! -saltó el más joven-. Si así fuera, no nos habrían puesto en estado
de alerta.
Su
compañero y, seguramente, superior lo miró con rictus de reproche, por haberse
ido de la lengua; pero yo ya los tenía cogidos por el cuello:
-
No teman ser
indiscretos, caballeros. Si estoy aquí no es por mi gusto, sino por encargo de
la cancillería.
Y, sacando
del bolsillo mi credencial, se la entregué al sujeto de más edad. Este la leyó
cuidadosamente y, al ver al pie las firmas del secretario general y del
ministro, tragó saliva, me la devolvió y se disculpó:
-
Perdone usted. Yo
no sabía que… En fin, que estamos a su disposición para lo que necesite.
El otro
empezó a carcajearse del ofrecimiento de su colega, quien, sonriendo, aclaró:
-
Disculpe usted a
mi compañero. Es que, como somos verdugos, quizá no haya sido muy oportuno mi
ofrecimiento.
Yo también
reí de buena gana, al tiempo que me levantaba de mi mesa y, con la jarra de
cerveza y el plato de caracoles a la borgoñona en las manos, pasé a sentarme en
la de los dos ejecutores. Así podremos charlar un poco mientras comemos, que
no hay cosa más aburrida que almorzar solo, expliqué.
De aquella
conversación obtuve la confirmación de que el secretario general, Dayras, los
había avisado para que preparasen en la cárcel de La Santé la herramienta
para seis clientes, que serían ajusticiados al día siguiente, 28 de agosto.
El verdugo jefe, Desfourneaux, había llamado en consecuencia a todos sus
ayudantes para que estuviesen disponibles, y se había citado con el allí
presente, Charroux, para confirmar la imposición de las seis penas capitales.
-
Tan pronto
acabemos de comer -aseguró Desfourneaux-, nos constituiremos en el Palacio, a
la puerta de la fiscalía del Supremo y allí esperaremos órdenes. Como usted,
sin duda, sabrá es el señor Cavarroc quien tendrá que concretar los detalles y
darnos las órdenes escritas pertinentes.
-
Pues, nada,
señores -indiqué-. Comamos y bebamos mientras haya tiempo. ¡Ah!, permítanme que
los invité al café y el digestivo.
-
Muy amable,
agradeció Desfourneaux. Y, si usted quiere y se pasa por La Santé mañana
antes de las ocho, facilitaremos su entrada en la sala de ejecuciones.
-
Agradecido.
Bastará con que me quede en algún lugar aledaño. No estoy acostumbrado a estos festejos.
-
Es como todo
-opinó Charroux-: profesionalidad y cuanta más experiencia, mejor.
9.
En que
la justicia se abre paso al fin, aunque de manera incompleta
La sesión de la tarde se abrió, ¡por fin!, con un
verdadero dirigente comunista, modesto, sí, pero decidido y enérgico. Se
trataba de un tal André Brechet[152],
que tenía un amplia ejecutoria como jefe de sector del distrito XVII de París;
secretario del diputado Prosper Môquet[153];
entusiasta difusor de L’Humanité, y uno de los reorganizadores del
partido comunista en París tras la ocupación alemana en 1940. Con semejante
historial, me parecía evidente que habría de ser uno de los seleccionados para
la guillotina.
Como
Chebruski antes que él, Brechet alegó que ya había sido condenado antes por los
mismos hechos, a 18 meses de prisión, y que uno de los miembros del primer
tribunal era el magistrado de negro, que ahora formaba parte de la
sección especial, quien podría atestiguar la verdad de lo que alegaba. Así
mismo, adujo haber sido maltratado por la policía durante los interrogatorios
en que, supuestamente, había reconocido todos los hechos por los que ahora se
le juzgaba por segunda vez.
Su
declaración fue tan firme y completa, que el defensor no sintió necesidad de
pronunciar un extenso alegato. Terminado este, Guyenot pidió para el acusado la
pena de muerte. El tribunal se retiró a deliberar y, como era de esperar, dictó
sentencia de conformidad con el fiscal, es decir, a ser decapitado. El acusado,
al oírlo, inclinó la cabeza y pareció musitar unas palabras de incredulidad.
Más tarde,
se sabría que esta condena a muerte tuvo dos votos en contra, es decir, se
acordó por tres contra dos[154].
Me llamó mucho la atención porque, en mi opinión, los hechos tenían bastante
más gravedad que los imputados a Chebruski que, no obstante, fue condenado a
muerte por cuatro votos contra uno.
El segundo
juicio de la tarde tenía como acusado a un individuo llamado Émile Bastard[155],
que en cierto modo era todo lo contrario que Brechet. Toda su relación con el
comunismo era la difusión de octavillas y consignas y, tal vez, el tiraje a
ciclostil de algunas de aquellas. Esto había sucedido cuando Bastard sentó la
cabeza pues, anteriormente, había sido condenado en ocho ocasiones por delitos
comunes, desde el robo con fuerza al proxenetismo, pasándose media vida en la
cárcel. Gracias a su declaración sincera, y hasta jocosa, se había hecho un
lugar privilegiado en el imaginario de la sala la mujer de su vida, una tal
Pauline, por la que una y otra vez había el acusado infringido la sanción de
destierro, regresando a París para estar con ella. Por lo demás, Bastard era
uno más en la serie de acusados que ya habían sido condenados por los mismos
hechos -en este caso, a dos años de prisión, por sentencia de cinco meses
antes-. Por cierto, a raíz de dicha condena, Émile y Pauline habían decidido
contraer matrimonio, lo que se realizó en la propia cárcel de La Santé,
con un menú de embutido y pasteles como banquete nupcial.
El abogado
defensor se esforzó por destacar los aspectos más humanos y sencillos de su
defendido, así como la incorrección de aplicar una ley que, a la vez, tenía
carácter retroactivo y parecía duplicar condenas anteriores. Por primera vez en
todos los juicios, el presidente Benon se dignó emitir una opinión jurídica
-aunque muy discutible-, al decir que, si el acusado no hubiera apelado la
anterior condena, podría haber evitado la segunda, ya que la apelación había
impedido que la primera decisión fuera firme e inatacable. Por cierto, el
defensor destacaría más tarde como escritor de fama[156],
aseverando que aquel juicio de agosto de 1941 le había marcado para siempre.
El fiscal
Guyenot pidió para Bastard la pena de muerte. Pese a ello, yo no creía que
pudiese lograrla, dada la insignificante personalidad política del acusado;
pero se ve que pudo más en el tribunal su historial delictivo -aunque, como
dijera el defensor- las infracciones anteriores tenían diez o más años de
antigüedad. El hecho es que la sentencia decretó la pena de muerte y, según
después se supo, con cuatro votos a favor[157].
***
Avanzaba la
tarde y aún estaba la tarea de la sala a medio hacer: seis juicios celebrados y
seis por desarrollar. Ya me veía yo cenando en el palacio, y quién sabe si las
ejecuciones del día siguiente incompletas, para enfado de los alemanes. El caso
es que el séptimo acusado resultó ser el famoso periodista de extrema
izquierda, Lucien Sampaix, secretario general del diario comunista L’Humanité
hasta su clausura gubernamental, momento a partir del cual procuró su salida en
forma de octavillas clandestinas[158]. Curiosamente, el fiscal jefe Guyenot escurrió
el bulto de este caso señero, cediendo el puesto a su colega y ayudante, Lucien
Gillet. ¡Entre Lucianos andaba el juego!
Considerándose sin duda sentenciado ya a muerte, Sampaix se comportó en
el juicio como un tribuno, más que como simple acusado: Echó en cara al
tribunal el ser la boca por la que hablaba un gobierno títere, entregado a los
alemanes; advirtió a los magistrados que un día serían ellos los juzgados, y,
cuando su defensor se disponía a informar en su favor, le ordenó
despectivamente:
-
No malgaste su
saliva, letrado, que ya estoy juzgado y condenado. Deje que estos señores
actúen solo con arreglo a su conciencia.
El
presidente Benon, quien a duras penas había logrado controlar el aluvión de
palabras del acusado, estaba que echaba chispas. El fiscal Gillet -como era
lógico- solicitó la pena de muerte. El tribunal se retiró para deliberar,
mientras Sampaix, con un rictus de orgullo, paseaba su mirada por la sala y
cuchicheaba con el defensor. El tiempo corría y los magistrados tardaban en
volver bastante más que en los casos anteriores. Al fin, regresaron y,
airadamente, el presidente proclamó una condena que nadie esperaba:
-
Lucien Sampaix, …
el tribunal lo condena a trabajos forzados a perpetuidad.
Seguidamente, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa,
añadió:
-
Se suspende la
sesión hasta un nuevo señalamiento.
Y, sin
esperar a sus compañeros, Benon se levantó ruidosamente y, con los faldones
rojos de su toga al viento, salió de la sala, para exponer y aclarar su
resolución a quien correspondiera.
Sampaix
estrechó efusivamente la mano que le tendía su abogado y se dejó llevar fuera
de la sala por los gendarmes, que no sabían si sumarse al alborozo, dado que,
como me pareció escuchar al acusado:
-
En estas
circunstancias, una pena de trabajos forzados a perpetuidad no significa nada.
¡Pobre
Sampaix! ¡Poco imaginaba en aquellos momentos de júbilo que su estancia en
prisión sería corta, pero por muy otros motivos que los que él anhelaba!
Años más
tarde, se sabría que la pena de muerte había sido rechazada en este caso por
tres votos contra dos[159].
Probablemente la suspensión de los juicios de aquella tarde se debería al temor
del presidente de que la derrota de su tesis se repitiera tantas veces, cuantas
el fiscal fuese a solicitar pena capital. Incluso corrió por los pasillos
el rumor de que el magistrado benévolo, Linais, había amenazado con marcharse a
su casa, si seguían proponiéndose penas de muerte para hechos tan nimios de
índole política. ¿Quién sabe? Yo no, desde luego. De modo que, no teniendo ya
nada que hacer allí, me fui derechito a la pensión, para pasar a limpio las
notas tomadas de las vistas de aquel día y retirarme a descansar lo antes
posible, ya que, a la mañana siguiente, tendría que estar hacia las siete y
media en la cárcel de La Santé, habida cuenta de que los indultos
solicitados para los tres condenados a muerte me aseguraron telefónicamente
desde el ministerio de Justicia que habían sido rechazados o, cuando menos,
dejados sin contestar favorablemente[160].
Era lo lógico y casi me alegré de que el abogado Lafarge no hubiese conseguido
su propósito, pese a las agarraderas de las que presumía. Recuerdo que
pensé:
-
O los tres, o
ninguno. No parece justo paliar una injusticia con otra.
***
Guillotina y dos verdugos (quizá Desfourneaux y
Charroux)
Me parece
de mal gusto detallar mi estancia en La Santé y lo que me consta de los
últimos momentos de los tres ejecutados, Brechet, Bastard y Chebruski, que
fueron guillotinados por este mismo orden. Solo recogeré algunas anécdotas que
pueden resultar curiosas, para concluir este extenso relato. Sea la primera de
ellas que, por vengativa decisión del presidente Benon, fue el magistrado
Linais quien, en representación de la sección especial, hubo de presenciar las
ejecuciones, siendo así que él no había votado ninguna de ellas, cosa que -por
supuesto- ignorábamos todos.
El verdugo
Charroux fue quien me explicó el contenido de unos gritos que había escuchado
yo desde donde me encontraba. Dijo así:
-
Fue el tal
Brechet. Parecía que le faltase tiempo para poner fin a su vida. Estuvo a punto
de soltarse de nosotros, pero no para escapar, sino para arrojarse sobre la
guillotina y meter su cabeza bajo la cuchilla. El grito que usted oyó lo dio
él, exclamando: ¡Viva el partido comunista francés! Así es la vida: el
Partido ordena que maten a ese oficial alemán y esconde a los autores del
crimen, y ese desgraciado muere vitoreándolo.
-
¿No hubo ninguna
última frase, por parte de los otros dos reos?, inquirí.
El verdugo
jefe, Desfourneaux, se sonrió y repuso:
-
El bueno de
Bastard tenía tal lío en la cabeza, que le preguntó a su abogado que quién lo
mataba, si los alemanes o los franceses. El letrado le contestó que los
franceses y el pobre hombre soltó un hondo suspiro de decepción. Habría muerto
más contento si lo hubiesen liquidado los boches.
-
Bueno -le
corregí-, en el fondo así ha sido, pero no me pregunten ustedes por qué digo
eso, pues no se lo voy a explicar.
-
No, si ya veo por
dónde va usted, replicó Charroux. Y crea que me da bastante rabia.
-
¿Y el polaco?
-insistí-. ¿No dijo nada antes de morir?
-
Me parece que no
-repuso Desfourneaux-. Estaba tan acongojado por su familia[161],
que no podía articular palabra.
-
Está bien,
señores, concluí. Gracias por su amabilidad y acepten, por favor, este obsequio
para que tomen algo a mi salud…, y por el alma de esos tres inocentes.
Les
entregué un billete de mil francos y salí de La Santé prometiéndome no
volver a ella nunca más…, si no era a la fuerza.
10. Algunas notas adicionales, por el editor de este
relato
El escrito
con la historia narrada por Hervé Desfarges ha concluido. Con todo, he creído
oportuno ofrecer algunos detalles adicionales de tipo histórico para aquellos
lectores que quieran completar datos, o incardinar lo contado en un contexto más
amplio. Ello es posible porque el paso de los años va haciendo aflorar nuevas
fuentes de conocimiento y poniendo la palabra fin en procesos otrora
inconclusos. Comoquiera que en el capítulo 1 tienen ya referencias de lo
sucedido a Barthélemy y a Desfarges, indicaré ahora lo que aconteció a Sampaix,
así como a los otros cinco acusados que no fueron juzgados por la sección
especial el 27 de agosto de 1941. Seguidamente, aludiré a las sanciones que
recibieron los magistrados que formaron aquel tribunal de París, cuando se
produjo la depuración al final de la guerra mundial.
Empezando
por Lucien Sampaix: Para cumplir la pena impuesta, fue trasladado de la prisión
de París a la de Beaulieu, en la localidad normanda de Caen. De dicha central
penitenciaria fue sacado por los alemanes para formar parte de un grupo de catorce
rehenes, que fueron fusilados en represalia por un atentado, el día 15 de
diciembre de 1941.
Los tres
acusados que iban a ser juzgados el 27 de agosto de 1941 para imponerles penas
distintas de la de muerte, fueron condenados días después por la misma sección
especial de París, a penas entre dos y quince años de trabajos forzados[162].
Los dos
acusados que estaban predestinados para ser condenados a muerte -Adolphe Guyot
y Jacques Woog-, pero que no fueron juzgados por la sección especial, al
suspenderse la sesión -como hemos visto en el capítulo anterior-, pasaron a
depender de la jurisdicción de un nuevo tribunal, creado días después, al surgir
la desconfianza del gobierno hacia la sección especial de Paris. Dicho tribunal
recibió el nombre de Tribunal de Estado[163].
En una de sus primeras sesiones de juicios, celebrada los días 20 y 21 de
septiembre de 1941, el Tribunal de Estado condenó a la guillotina a Guyot y
Woog, que fueron ajusticiados seguidamente. De esta forma, se cumplió a fin de
cuentas lo que el presidente Benon, Barthélemy y Pucheu, entre otros, habían
deseado el mes anterior: seis penas de muerte. Simultáneamente fue juzgado y
ejecutado otro acusado, Jean Catelas, para cumplir el cupo de tres
guillotinados, con el que la sección especial de París no había cumplido.
Con todo,
los alemanes tenían demasiada seriedad y prisa, como para esperar a que otro
tribunal cumpliera con el compromiso de las seis condenas a muerte. Así que,
descontando las tres ejecuciones ya consumadas, procedieron a fusilar a tres
detenidos de ideología gaullista, que estaban considerados informadores
o espías de una red llamada Nemrod. Los fusilamientos de Honoré
d’Estienne-D’Orves, Maurice Barlier y Jean Doornick se llevaron a cabo en
Mont-Valérien, junto a París, el 29 de agosto de 1941.
Pasemos
ahora al enjuiciamiento después de la guerra mundial de los magistrados de la
sección especial de París, cuyo destino de futuros acusados ya les había sido
vaticinado por Lucien Sampaix, como hemos visto.
El
presidente Benon ejerció su cargo en la sección especial de París hasta
septiembre de 1942. En 1945, junto con sus compañeros y fiscales de dicha
sección, fue acusado ante el Alto Tribunal de Justicia (Haute Cour de
Justice) por su desempeño profesional en la susodicha sección. Fue condenado
a la pena de trabajos forzados a perpetuidad, es decir, la más severa de las
aplicables, tras la de muerte.
El
magistrado Larricq había pasado a ser presidente de la sección especial
parisina entre septiembre de 1942 y octubre de 1943. Poco después, se había
retirado de la profesión en el año 1944, por edad. Fue condenado a dos años de
prisión y 2.000 francos de multa.
El
magistrado Cottin fue también condenado a dos años de prisión y una multa de
mil francos.
El
magistrado Baffos dimitió de su puesto en la sección
en septiembre de 1941, advirtiendo que, si no se le aceptaba la renuncia,
abandonaría la carrera judicial. Seguramente fue eso lo que le salvó de una
condena de prisión, no el brillante alegato de su abogado defensor, Maurice
Garçon, que ha quedado como obra maestra de elocuencia forense en libros y
artículos de Francia[164].
El
magistrado Linais eludió las penas privativas de libertad por su decidida
oposición a que se impusiera ninguna pena de muerte.
El fiscal jefe Guyenot fue condenado a diez
años de prisión.
Su colega acomodaticio,
Gillet[165], no
fue condenado a pena privativa de libertad.
El fiscal refractario,
Tétaud, ni siquiera fue llevado a juicio.
A las penas
antes indicadas, hay que añadir determinadas sanciones privativas de derechos,
ya se conceptúen como penas, ya como repercusiones administrativas. Es el caso
del retiro forzoso -con o sin derecho a pensión-, la inhabilitación para
honores y uso de condecoraciones, la suspensión del ejercicio profesional por
tiempo determinado, etc. Y así, Cottin y
Baffos fueron sancionados con el retiro no pensionado; Larricq, con la
suspensión por tres años; y Linais, amenazado asimismo por la suspensión, no
sufrió la misma al tenerse en cuenta su persistente hostilidad a la pena de
muerte.
Todas las
penas impuestas a los magistrados y fiscales de la sección especial quedaron
pronto sin efecto, como consecuencia de que, instaurada en Francia la IV República,
se decidió pasar página a la tortuosa historia reciente del país, que estuvo a
punto de desembocar en una verdadera guerra civil. La benevolencia y, según
algunos, el injusto olvido, cristalizaron en las sucesivas leyes de amnistía de
16 de agosto de 1947, 5 de enero de 1951 y 6 de agosto de 1953, que fueron
dejando sin efecto delitos y penas de índole política en forma paulatina,
comenzando por las más leves y reduciendo o, finalmente, condonando las más
graves. Mas debemos considerar que esa ineficacia relativa de las sanciones no
fue un privilegio para la magistratura, sino un beneficio para todos los
franceses implicados. Si acaso, podría haberse tenido una mayor sensibilidad
para con las víctimas de excesos judiciales, prohibiendo a sus autores el
regreso a una profesión tan honorable o, cuando menos, impidiendo su ascenso a
los más altos tribunales.
De todas
formas, se ha sostenido por personas libres de toda sospecha de favoritismo
hacia los jueces que la benevolencia para con estos también se la ganaron ellos
mismos, enmendando su rigor y dureza iniciales, para asumir formas más
prudentes de administrar justicia, cualesquiera que fueran los motivos que los
impulsaron a ello[166].
***
Lo que
acabo de decir nos pone en el camino de formular las siguientes preguntas:
¿Hasta dónde llegó la acción punitiva letal de las secciones especiales, en
particular la de París? ¿Y la ejecución de rehenes civiles por los alemanes?
¿Se consiguió finalmente que esta fuese sustituida o dulcificada por aquella,
conforme a los presuntos deseos de Barthélemy y tantos otros? Antes de
responder, me permito indicar que las cifras que seguidamente ofreceré las
considero meramente aproximadas, al no coincidir con exactitud en ellas las
fuentes de mayor solvencia[167].
Entre las
secciones especiales de toda Francia y el Tribunal de Estado -radicado en París
y con una delegación en Lyon- se impusieron un total de 45 condenas a
muerte (tres de ellas por la de París, como se ha detallado). De ellas solo
consta con precisión la ejecución de diecinueve, de las que las nueve primeras
se produjeron en el primer mes de vigencia de dichos tribunales de excepción.
El resto de las condenas a la guillotina no se llevaron a término, bien porque
los reos estaban fugados -condenas en ausencia o contumacia-, bien por la
concesión del indulto por el Jefe del Estado. Se afirma que todos los
ejecutados por tribunales franceses fueron hombres, ya que a las mujeres
condenadas a muerte se las transfería a prisiones controladas por los alemanes,
donde nueve de ellas fueron guillotinadas, de las cuales siete por actividades
comunistas. Las últimas condenas a muerte se dictaron en diciembre de 1943.
La cifra de
rehenes civiles ejecutados por los alemanes fue mucho más elevada, aunque no
tanto como en ocasiones ha llegado a creerse. Se maneja como correcta la de 750
personas, todas ellas fusiladas entre octubre de 1941 y octubre de 1942. Está
claro, pues, que no hay relación numérica que permita suponer una conexión
entre reos guillotinados y rehenes fusilados. De hecho, resulta absurdo aceptar
que Pétain, Pucheu, Barthélemy y los demás -salvo que fuesen imbéciles-
llegasen a creer que podrían controlar las matanzas indiscriminadas de rehenes mediante
las sentencias de tribunales franceses más o menos acomodaticios. Algo mucho
más profundo y siniestro late en la aparición y funcionamiento de la
jurisdicción de excepción, pero no es este el lugar de indagarlo.
¿Nos
encontramos, según eso, en un panorama, no de formas alternativas de ejecución,
sino de superposición? Tal vez, algunas cifras más aclaren esta
incógnita.
En la
Francia ocupada -que fue todo el país, a partir de noviembre de 1942-,
funcionaron simultáneamente los tribunales alemanes -consejos de guerra, de
formación militar-. Dichos órganos judiciales decretaron condenas de muerte,
que supusieron un total aproximado de 2.500 reos fusilados. El número fue
relativamente modesto entre junio de 1940 y diciembre de 1941: 150. En el año
1942, la cifra aumentó a 600. En 1943, fueron 650. Y entre enero y agosto de
1944, las ejecuciones se dispararon hasta unas 1.200.
Pero la
guadaña de la muerte se ensañó, más bien, con los deportados a campos de
concentración de Alemania y otros territorios ocupados por el Reich. Entre
abril de 1942 y agosto de 1944, fueron deportados unos 75.000 judíos de Francia,
de los que no regresaron con vida sino entre dos mil y tres mil. Los franceses
no judíos deportados alcanzaron los 60.000, de los que regresarían a su patria
poco más de la mitad. Los judíos fueron masacrados por el vesánico
antisemitismo que desembocó en la solución final. Pero los franceses no
judíos fueron deportados por meros motivos políticos y, en muchos casos,
después de haber sido juzgados y condenados en su país. He ahí un macabro
venero de muertos, muy superior a los anteriormente recogidos y que viene a
poner de manifiesto la superposición a que más arriba aludí[168].
***
Hay veces
que las imágenes valen más que las meras palabras. Creo que uno de esos casos
puede ser el de la película Sección especial, dirigida por Costa-Gavras
en 1975[169]. Como
de bien nacidos es ser agradecidos, quiero reconocer que mi interés por el tema,
así como el relato a que ha dado origen, no habrían existido de no haber visto
dicha película; una experiencia que recomiendo vivamente a los pacientes
lectores que me hayan seguido hasta aquí.
Carátula de un DVD de la película “Sección especial”
[1]
Reguladas por diversas normas a lo largo del año 1944, dichas instancias eran
la Alta Corte de Justicia, las Cortes de Justicia, los Jurados
de Honor y las Cámaras Cívicas. La reticencia que el narrador evidencia
al emplear la cursiva para la palabra “jurisdicciones” quiere significar que
era bastante discutible el carácter estrictamente judicial de los Jurados de
Honor y de las Cámaras Cívicas.
[2] Joseph Barthélemy (1874-1945), ministro de
Justicia con el régimen de Vichy, de enero de 1941 a marzo de 1943, y uno de
los más insignes catedráticos franceses de Derecho Constitucional de su época.
Ejerció, además, como abogado y periodista. Su obra más conocida es el Traité
de Droit Constitutionnel, en colaboración con el profesor Paul Duez (su
primera edición data de 1926, pero la de referencia es la de 1933). Que yo
sepa, no tiene hasta ahora (2023) traducción española. Véase, Frédéric
Saulnier, Joseph Barthélemy, 1874-1945. La crise du constitutionnalisme libéral
sous la IIIe République, LGDJ édit., Paris, 2004.
[3] En
concreto, se afirma que de lengua.
[4]
Era la condena más benigna de las que podían imponer las Cámaras Cívicas y, en
todo caso, habría sido amnistiada por ley de 5 de enero de 1951. Durante el
tiempo de la condena, la degradación nacional implicaba, entre otras
privaciones, las del derecho de sufragio activo y pasivo, el uso y porte de
armas, el ejercicio de funciones públicas o administrativas, la dirección de
empresas, bancos o de medios de comunicación y, en términos absolutos, de
profesiones jurídicas, enseñanza y periodismo. Consta que dicha pena fue
impuesta a un total de 49.829 ciudadanos franceses, siendo otros 19.453
declarados no culpables.
[5]
Con es sabido, dicho régimen, derivado del armisticio francoalemán de 22
de junio de 1940, funcionó en el país galo, aproximadamente, entre agosto de
1940 y el mismo mes de 1944. Su figura señera, moralmente y como jefe del
Estado, fue Philippe Pétain (1856-1951), mariscal de Francia desde 1918. Su
biografía más famosa hasta ahora (2023) sigue siendo la que recoge su vida a
partir de 1940: Marc Ferro, Pétain, edit. Fayard, Paris, 1987. Véase
también, Marc Ferro y Serge de Sampigny, Pétain en verité, Tallandier,
Paris, 2013 (la segunda edición, de 2016, con el título de Pétain. Les
leçons de l’histoire).
[6]
Con orígenes que se remontan al siglo XVIII y tradición ininterrumpida desde el
XIX, dicha empresa, también conocida como Manufactures Prelle, continúa
funcionando al presente (2023).
[7]
Importante diario parisino (1861-1942). Entre 1940 y 1942 tuvo sede en Lyon,
dejando de publicarse cuando los alemanes ocuparon la llamada zona libre de
la Francia de Vichy (noviembre de 1942). En 1944, por razones de depuración y
represalia política, Le Temps fue incautado y con su patrimonio se
inició la andadura del periódico Le Monde, diario de gran prestigio, que
actualmente (2023) sigue publicándose.
[8]
Véase nota 3. El sumario de la obra está dotado de ligereza y notable
originalidad. Me permito dejar constancia del mismo, traducido al español:
LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
DE LA ORGANIZACION CONSTITUCIONAL MODERNA.
El principio démocrático.-
La democracia representativa.- La separación de poderes.- La supremacía de la Constitución.-
Las consecuencias de la rigidez constitucional.- Las crisis de la democracia clásica.
LAS INSTITUCIONES CONSTITUCIONALES
DE FRANCIA.
Forma y elementos de la
comunidad francesa.- El cuerpo electoral.- El Parlamento.- El Gobierno.- Las
relaciones entre el Parlamento y el Gobierno.- Las atribuciones parlamentarias
y gubernamentales.- La justicia.- La revisión de la Constitución.
[9]
El Frente Popular (o Rassemblement Populaire) fue una coalición
de partidos de izquierdas (radicales, socialistas y comunistas,
principalmente), que ganó las elecciones generales de 1936 en Francia (386
escaños en la Cámara de los Diputados, de un total de 608) y, en consecuencia,
formó gobierno entre mayo de 1936 y abril de 1938, cuando se rompió la
coalición de partidos políticos integrantes.
[10]
Prestigioso establecimiento de enseñanza superior con sede en París, que funcionó
entre 1871 y 1945 con carácter privado, siendo luego el germen del que
brotarían en Francia las Facultades universitarias de Ciencias Políticas.
[11]
Barthélemy lo achacaba al cambio legislativo que supuso pasar, de un sistema de
elección proporcional, a otro mayoritario, que primaba a los candidatos de los
grandes partidos.
[12]
La verdad es que el ambiente político francés de la época fue a partir de 1934
“prerrevolucionario”, hasta cristalizar en el triunfo del Frente Popular en
1936.
[13]
Jeanne Marie Lanvin (1867-1946), fundadora de la famosa casa de modas Lanvin de
París a finales del siglo XIX, y actualmente subsistente.
[14]
Fundada en Lyon en 1890, sigue existiendo (2023), con su prestigio intacto, en
la Rue du Boeuf lionesa.
[15]
Se trataba de Marcel-Hyacinthe Laurent-Atthalin (1903-1974). El matrimonio
entre él y Marguerite-Marie Barthélemy se celebró en el año 1927.
[16]
Ciudad de Francia en el departamento del Allier, es una muy acreditada estación
termal, con manantiales de aguas carbonatadas, frías y calientes, especialmente
recomendadas para afecciones del aparato digestivo. En 1940, cuando tenía una
población de unos 25.000 habitantes, fue elegida por diversas razones
(situación, abundancia de hoteles, excelente telefonía) como capital provisional
del Estado Francés salido del armisticio (véase nota 6), pero acabó por
serlo de manera definitiva, hasta la extinción de dicho régimen político en el
verano de 1944.
[17] Como es sabido, el río Ródano atraviesa la
ciudad de Lyon, en donde recibe las aguas de su principal afluente, el Saona.
[18] Revista esencialmente literaria que, con
ciertas cesuras, apareció en París entre los años 1829 y 1970. En concreto, el
aludido artículo de Barthélemy apareció en un número de agosto de 1936.
[19] Véase, Olivier Dard, La crisis francesa de
los años treinta, en la página web, servin04dep.der.usal.es.
[20]
Literalmente, guerra en broma, o guerra de pega, periodo inicial
de la Segunda Guerra Mundial, que acabó radicalmente a mediados de mayo de
1940.
[21]
Contenía un total de 24 cláusulas, que pueden consultarse literalmente en
numerosas páginas de Internet y, de manera resumida, en la Wikipedia
(incluso en su edición en castellano).
[22]
Publicación imaginaria.
[23]
Alcanzaba un 40% del territorio francés, con un porcentaje similar de
población.
[24]
El número de tales prisioneros ha sido muy discutido, oscilando las
estimaciones entre un millón cien mil y un millón ochocientos mil. Podemos
admitir una media de millón y medio de hombres jóvenes, de los que Francia se
vio privada material y moralmente durante más de cuatro años.
[25]
El general Charles de Gaulle (1890-1970) emitió su famoso manifiesto o
llamamiento radiado por la BBC desde Londres, el 18 de junio de 1940, dando con
él origen al movimiento de la Francia Libre. El régimen de Vichy lo
condenó por ello a pena de muerte en rebeldía el 2 de agosto de 1940, sentencia
que no pudo llevarse a efecto.
[26]
Forma familiar de referirse en francés a las mujeres llamadas Marguerite.
Durante el ministerio de su padre, Margot fue considerada secretaria
privada de aquél, aunque procurara disimularlo en público.
[27] La
entonces vigente, llamada de la III República, databa de 1875, con
modificaciones ulteriores.
[28] Luis XI
subió al trono en 1461. La casa de Valois es una de las dinastías de reyes de
Francia, en el trono entre finales del siglo XIII y finales del siglo XVI
(1285-1589, aproximadamente).
[29]
En la votación de 10 de julio de 1940, la Asamblea Nacional aprobó los plenos
poderes (jefatura del Estado y del Gobierno) de Pétain y el encargo de que
redactara una nueva Constitución -finiquitando, de paso, el periodo de la III
República-, por 569 votos a favor, 80 en contra y 17 abstenciones. El día
anterior, una votación para decidir solamente sobre la revisión constitucional
alcanzó 627 votos favorables y 4 contrarios.
[30]
El citado presidente de los Estados Unidos aplicó ese viejo dicho, aprendido en
un cuento holandés, para apoyar su presentación a la reelección en 1864, cuando
aún estaba en curso la Guerra de Secesión.
[31]
Esta última opinión del narrador de este relato, Hervé Desfarges, coincide con
la que, demasiado tarde, mantuvo Joseph Barthélemy, una vez fuera del Gobierno
y en ocasión de redactar sus memorias, que datan de 1943-44, pero que solo se
publicarían muchos años después: Joseph Barthélemy, Ministre de la Justice.
Vichy, 1941-1943. Memoires, Pygmalion, Paris, 1989.
[32]
En efecto, el trabajo de las cuatro comisiones que sucesivamente fijaron las
líneas maestras de este primer proyecto de Constitución del régimen de Vichy se
dio por concluido el 18 de septiembre de 1941. Solo sería un punto de partida,
pues se habla de hasta siete proyectos constitucionales, culminados en el de 30
de enero de 1944, que llegó a ser firmado por el mariscal Pétain, aunque no
promulgado (véase, por ejemplo, en la página web, mjp.univ-perp.fr). Todavía
pudo haber otros proyectos posteriores, como el de junio-julio de 1944, que le
fue incautado a Xavier Vallat (1891-1972) entre las ropas que se le ocuparon al
ser detenido el 26 de agosto de 1944, y que, al parecer, tenía acotaciones de
puño y letra del Mariscal. Véase, Xavier Vallat, La constitution voulue par
le Maréchal, en la Revue de Paris, junio-julio 1955.
[33]
Adjetivo alusivo al político portugués Antonio de Oliveira Salazar quien, como
primer ministro, ejerció un poder casi omnímodo en su país entre 1933 y 1970.
[34]
Con carácter general, véase: Robert O. Paxton, La
France de Vichy, 1940-1944, 2ª edic. revisada, Éditions du Seuil,
Paris, 1997, pp. 250-251. Para mayor detalle, Pierre Bancal, Circonscriptions
administratives de la France: leurs origines et leur avenir, Recueil Sirey,
París, 1945.
[35]
Con todo respeto para Hervé Desfarges, como editor y traductor de su relato he
de reconocer que, en realidad, su fórmula ya se había impuesto antes
de que él la plasmase, aunque es muy probable que no lo supiera entonces. En
efecto, el 19 de abril de 1941 el Gobierno presidido por la almirante Darlan
había creado la figura de los prefectos regionales, con dos asistentes
para cada uno, encargados de ayudarlos, respectivamente, en las materias del
orden público y del avituallamiento.
[36]
Nombre que se da a las múltiples corrientes, dentro y fuera de Francia, que
pretendieron perjudicar el esfuerzo de guerra alemán (atentados, sabotajes,
espionaje, etc.) y oponerse simultáneamente al régimen de Vichy.
[37]
Bellerive-sur-Allier, población que entonces tenía unos 3.500 habitantes. El
famoso puente metálico de Bellerive fue inaugurado en 1932. Villa Boussange data
de 1928.
[38]
George Dayras (1894-1968), Secretario General del Ministerio de Justicia entre
1940 y 1944, es decir, durante casi todo el tiempo que duró el régimen de
Vichy. Condenado a muerte en 1946 por la Alta Corte de Justicia, su pena fue
conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad, si bien pasó en 1951, por
ley de amnistía, a situación de libertad condicional.
[39]
Anejo y ampliación del famoso Hôtel du Parc, en donde solían celebrarse
las sesiones del Consejo de Ministros y era sede de numerosas oficinas del
Gobierno.
[40]
Lujoso hotel-palacio de Vichy, fundado en el siglo XIX, pasó a denominarse Carlton
en 1912. Famoso por la excelencia de su cocina, permanece activo en el
momento presente (2023).
[41]
Histórico hotel de Vichy, inaugurado a mediados del siglo XIX y clausurado como
edificio hostelero en 1944. Con una casi total remodelación interior,
actualmente alberga el edificio distintas oficinas y residencias privadas.
Durante el régimen de Vichy, fue la residencia habitual del mariscal Pétain,
salvo en verano.
[42]
Uno de los últimos y más famosos modelos de turismo de la casa Berliet de Lyon,
ya que esta empresa se especializó exclusivamente en autobuses y camiones a
partir de 1940. Berliet fue fundada en 1899 y cesó de existir como marca en
1980. A título anecdótico, el editor de este relato afirma que su narrador,
Hervé Desfarges, tuvo mucha suerte en disponer de vales de gasolina para hacer,
en junio de 1941, el trayecto Lyon-Vichy y regreso.
[43] En
realidad, en aquel momento Joseph Barthélemy iba a cumplir 67 años.
[44]
Es cierto. Véase, Silvia Falconieri, Le “droit de la race”. Apprendre
l’antisémitisme à la faculté de droit de Paris (1940-1944), Clio Themis, núm. 7/2014,
epígrafe 18 (accesible por Internet, en la web journals.openedition.org).
[45]
Barthélemy alude al hecho real de que, habiendo sido convocado por Pétain en
enero de 1941 para hacerse cargo del Ministerio de Justicia, los alemanes
rehusaron concederle un pase para cruzar legalmente, desde la zona de ocupación
a la de Vichy, ante lo cual, pese a su edad y categoría, se puso en camino en
medio de la nieve y cruzó la línea de demarcación de manera encubierta.
[46] Pétain
tenía a la sazón 85 años de edad.
[47]
François Darlan (1881-1942), almirante y comandante en jefe del Ejército
francés; ministro de Guerra y de Marina y viceprimer ministro (febrero de
1941-abril de 1942). Murió asesinado en Argelia el 24 de diciembre de 1942 por
un joven de ideas políticas contrarias, Fernand Bonnier de la Chapelle.
[48] Ives
Bouthillier (1901-1977), ministro de Hacienda entre 1940 y 1942.
[49]
Pierre Pucheu (1899-1944), ministro del Interior entre 1941 y 1942. Fue juzgado
y ejecutado por los gaullistas, por motivos políticos, en Argel el 20 de
marzo de 1944. Véanse: Gilles Antonovicz, L`´enigme Pierre Pucheu, Éditions
Nouveau Monde, Paris, 2019; Pierre Pucheu, Ma vie, Édit. Amiot Dumont,
Paris, 1948.
[50]
Se trataba de George Dayras (1894-1968), secretario general del Ministerio de
Justicia entre 1940 y 1944. Véase nota 38.
[51]
Pierre-Etienne Flandin (1889-1958), primer ministro en 1934-1935 y viceprimer
ministro entre diciembre de 1940 y febrero de 1941.
[52]
Este censo, pródromo de males mucho mayores, entregado en su día a las
autoridades alemanas de ocupación, fue ordenado el 2 de junio de 1941 por
Xavier Vallat (véase nota 32), Comisario General para las Cuestiones Judías entre
marzo de 1941 y mayo de 1942.
[53]
Marcha en honor del mariscal Pétain, considerada como el himno oficioso del
régimen de Vichy. Probable plagio de otras composiciones anteriores, fue
grabado por primera vez en ese mismo año 1941. Puede escucharse en varias
versiones por youtube.
[54] Véase
antes, nota 35.
[55]
Lucien Romier (1884-1944), amigo personal de Pétain, historiador y periodista
(fue redactor jefe de Le Figaro entre 1925 y 1927 y de 1934 a 1942).
Entró en el Gobierno de Vichy como ministro de Estado en abril de 1942,
permaneciendo en el cargo hasta el 31 de diciembre de 1943, en que fue detenido
por la Gestapo en Vichy, falleciendo cinco días más tarde de una “crisis cardiaca”.
[56]
Así fue: El 18 de agosto de 1941, la comisión del Consejo Nacional presentó el
proyecto de división de Francia en 20 provincias, con un tono claramente
arcaico, tan solo matizado por la aplicación de criterios económicos -además de
los históricos- para delimitarlas.
[57]
Edificio de estilo modernista, erigido en 1913 y que durante diversos periodos sirvió
de hotel, con los rótulos de Ruhl, Radio y Palais des Parcs. El
edificio y su espléndido gran salón de techo encristalado subsisten actualmente
(2023), en el número 15 del Boulevard de Russie de Vichy.
[58]
Henri du Moulin de Labarthéte (1900-1948), político y diplomático frances,
influyente jefe de gabinete del mariscal Pétain entre 1940 y 1942. Sobre él,
véanse: Jérôme Cotillon, Un homme d’influence à Vichy: Henri du Moulin de
Labarthète, Revue Historique, núm. 622 (2002/2), pp. 353-385 (de libre
consulta por Internet): Henri du Moulin de Labarthète, Le temps des
illusions-Souvenirs (juillet 1940-avril 1942), Éditions du Cheval Ailé,
Genève, 1946 (unas memorias muy esclarecedoras).
[59]
Ley de 2 de abril de 1941, que sustituyó a otra de 1884. Sin atreverse a
suprimir el divorcio, lo limitó considerablemente: Por ejemplo, impidió
divorciarse en los tres primeros años de matrimonio y dejó de considerar justa
causa de divorcio el mero adulterio, de no mediar malos tratos.
[60] De
fecha 25 de abril de 1941.
[61]
No lo era. La circular del Ministerio de Justicia de 25 de marzo de 1942,
firmada por Barthélemy, impidió el ascenso de los jueces y magistrados solteros
o casados sin hijos, salvo que fuera para ocupar un puesto vacante para el que
no hubiese ningún peticionario de las condiciones contrarias. Breve resumen de
la política familiar del régimen de Vichy en el libro de Robert O. Paxton
citado en la nota 34, pp. 215-218.
[62]
Esta rúbrica remeda el título del esclarecedor libro de Alain Bancaud, Une
exception ordinaire. La magistrature en France, 1930-1950, Édit. Gallimard,
Paris, 2002.
[63]
En las últimas elecciones generales (1936), el citado partido había obtenido
aproximadamente la sexta parte de los votos emitidos, y se le consideraba
generalmente como el partido comunista más relevante de Europa, después del de
la URSS. Su seguimiento servil de la política de la III Internacional y del Comintern
eran sobradamente conocidos, como del relato de infiere.
[64] Es
decir, ni con la “Francia Libre”, ni con el gobierno de Vichy.
[65]
El episodio, producido en los andenes de la estación de metro Barbès-Rochechouart,
tiene múltiples y coincidentes versiones en Internet, entre ellas, la de la
Wikipedia en francés, bajo el epígrafe de Attentat du métro Barbès. Véase,
infra, la nota 68.
[66]
Véase, Jean-Paul Jean, Le serment de fidélité au maréchal Pétain, péché
original des juges?, Cahiers de la Justice, 2013-/2, pp. 7-11. El texto
legislativo, traducido al español, viene a decir lo siguiente: “Nadie puede
ejercer las funciones de magistrado, si no presta juramento de fidelidad al
jefe del Estado. La fórmula de prestación de juramento es la siguiente: Juro
fidelidad a la persona del jefe del Estado. Juro y prometo cumplir bien y
honestamente mis funciones, guardar religiosamente (sic) el secreto de
las deliberaciones y conducirme en todo como un digno y leal magistrado.”
Otra ley, de 4 de octubre de 1941, extendería un juramento análogo a todos los
funcionarios relevantes y directivos importantes de empresas públicas. Se
recuerda que solo un magistrado entre unos 2.200 se negó a prestar juramento y,
por ende, fue despojado de su cargo: Se trató de Paul Didier (1889-1961). Hay
quien dice que los dirigentes de la Resistencia aconsejaron a los magistrados
que les eran simpatizantes el que prestasen el juramento, para ejercer desde
dentro de los tribunales una acción eficaz en pro de sus valores y objetivos.
[67]
Apellido de casada de Marguerite Barthélemy.
[68]
Se trataba del alférez de la marina de guerra alemana, Alfred Moser. Boche: despectivamente, alemán. Otros textos se refieren al grado de Moser
como aspirante, que podríamos traducir en castellano como cadete, es decir, militar que está preparándose para llegar a oficial. El
tema es intranscendente a los efectos del relato.
[69]
La sospecha de Hervé Desfarges resultó acertada: el atentado había sido obra de
una célula comunista integrada, al menos, por tres individuos, siendo
Pierre Georges (1919-1944) el autor de los disparos, quien luego se haría
famoso como resistente, con los apodos de Frédo y de Colonel
Fabien.
[70]
Erigido a comienzos del siglo XV en la localidad de Bellerive-sur-Allier,
aledaña de Vichy, había sido espléndidamente remozado hacia 1604. El mariscal
Pétain lo usó como residencia de verano en 1941. Actualmente es de propiedad
municipal, usándose como restaurante y para la organización de eventos.
[71]
Véase sobre Flandin la nota 51.
[72]
François Darlan (1881-1942), militar y político francés que, en su calidad de
vicepresidente del Consejo de Ministros, presidió de facto las reuniones y la
política del Gobierno de Vichy entre febrero de 1941 y abril de 1942.
[73]
Sobre Darlan se ha escrito mucho y de manera bastante discordante. Véase, a
favor del personaje, Hervé Coutau-Bégarie y Claude Huan, Darlan, edit.
Fayard, Pars, 1989, y, de manera desfavorable, Robert O. Paxton, Darlan, un
amiral entre deux blocs, XXe siècle: revue d’histoire, núm. 36
(octubre-diciembre, 1992).
[74]
Véase antes, nota 49. Pucheu, hasta entonces secretario de Estado de Producción
Industrial, fue nombrado secretario de Estado de Interior el 18 de julio de
1941, ascendiendo formalmente a ministro del Interior el 11 de agosto de 1941.
La opinión de Margot Barthélemy no hacía sino recoger la que, en efecto, tenía
su padre acerca de Pucheu.
[75]
Se da como fecha probable la de 11 de agosto de 1941 que -como se recordará-
fue la del decreto que impuso el juramento de fidelidad a los magistrados y de
la promoción de Pucheu al grado de Ministro.
[76]
Decreto-ley de 26 de septiembre de 1939 que, por razones de guerra, declaró
fuera de la ley al partido comunista francés y castigó con hasta cinco años de
prisión las actividades de propaganda y praxis del mismo. El juicio corría a
cargo de jueces (primera instancia) y magistrados (salas de apelación) de
carácter ordinario.
[77]
Estas secciones especiales se irían creando en los tribunales de apelación, en
los tribunales militares y en los tribunales marítimos. En las cortes de
apelación, las secciones especiales estarían formadas por un presidente de
sala, dos magistrados y dos miembros del tribunal de primera instancia,
designados por el presidente del tribunal de apelación. Sus fiscales serían de
libre designación del fiscal general.
[78]
Pierre Laval (1883-1945), primer ministro francés en 1931-32, 1935-36 y (dentro
del régimen de Vichy) entre febrero de 1942 y agosto de 1944. Refugiado en
España en 1945, fue devuelto por nuestro Gobierno al país vecino, donde fue
juzgado por traición y colaboracionismo, siendo condenado a muerte, pena que se
ejecutó el 15 de octubre de 1945. En Internet puede consultarse libremente una
ya añeja biografía: Hubert Cole, Laval: A biography, Putnam’s Sons,
Nueva York, 1963.
[79]
Uno de los centros termales de Vichy, cuyo nombre deriva de la cúpula que lo
preside. Inaugurado en 1903, actualmente (2023) se halla en restauración.
[80]
El narrador hace un juego de palabras con el primer plato al que alude y el
gentilicio habitual para los naturales de Vichy.
[81]
Probable asociación de ideas entre la amplia región histórica de la Gascuña y
el territorio vasco-francés, limítrofe con aquella. Este último comprende la
zona occidental del departamento que hasta 1969 se llamó Basses Pyrénées
y, a continuación, de los Pyrénées Atlantiques.
[82] En
concreto, la visita iba a centrarse en la mansión y propiedades de Barthélemy
en la ciudad de Agen, capital del departamento de Lot-et-Garonne.
[83] Alude a
su hermano mayor, que ejercía la medicina en Auch, no lejos de Agen (unos 70
kilómetros)..
[84]
Jean Pierre Ingrand (1905-1992), fue entre 1940 y 1944 prefecto de París y
delegado del ministerio del Interior en la zona francesa ocupada por los
alemanes. Fernand de Brinon (1885-1947), embajador del Estado Francés ante las
autoridades alemanas de ocupación, de 1940 a 1944.
[85]
Otto von Stülpnagel (1878-1948), general jefe de las fuerzas alemanas de
ocupación en Francia entre 1940 y 1942. Werner Beumelburg, mayor del ejército
alemán, ayudante del susudicho Stülpnagel para asuntos franceses de carácter
civil.
[86]
Véanse las notas 38 y 50.
[87]
O Marina de Guerra alemana, según su denominación entre 1935 y 1945.
[88]
Es decir, aquel que se crea o agrava para castigar, no tanto el tipo de delito,
como la personalidad de su autor o su pertenencia a un determinado grupo de untermenschen
(infrahombres): judíos, extranjeros, homosexuales, deficientes psíquicos,
etc. En el caso del aludido proyecto de ley francés, los maltratados eran
comunistas y anarquistas. Para todas las referencias a la ley que resultó de
dicho proyecto (Loi nº 3515, du 14 août 1941 reprimant l’activité communiste
et anarchiste), véase: Journal Officiel de l’Etât français, número
del sábado 23 de agosto de 1941, pp. 3550-3551 (accesible por medio de
Internet).
[89]
Hervé Desfarges parece referirse a que los delitos estén tan poco y mal
descritos, que sus límites resulten de la mera opinión o del capricho de
quienes los enjuicien.
[90] En
concreto, de presidentes de tribunal de apelación, procuradores (fiscales)
generales, generales jefes de divisiones militares y prefectos marítimos.
[91]
Llegaban hasta trabajos forzados a perpetuidad y a la muerte, sin precisar a
qué tipo de delito podría imponerse cada pena.
[92] Quiere
decirse que la tramitación era muy rápida, sin tiempo ni garantías de defensa.
[93]
Ni siquiera se aludía a la posibilidad de indulto del Jefe del Estado, lo que
se entendió como posible, al no prohibirlo expresamente la ley. De hecho, el
mariscal Pétain hizo uso del indulto en diversas ocasiones en este tipo de
delitos.
[94]
Es decir, que no se pueda juzgar nuevamente a quien ya ha sido condenado o
absuelto por unos mismos hechos.
[95] O sea,
que se juzgan conforme a ella delitos cometidos antes de su aprobación y
publicación.
[96]
El párrafo primero de dicho artículo 10 quedó finalmente redactado de la
siguiente forma (me atrevo a traducirlo al español, con subrayado mío): La
acción pública ante la presente jurisdicción prescribe a los diez años desde la
perpetración de los hechos, incluso si estos son anteriores a la
promulgación de la presente ley.
[97]
Hervé Desfarges estaba en lo cierto: El 28 de septiembre de 1941, la
Comandancia Militar alemana el Francia (Militärbefehlshaber in Frankreich)
instauraba un código de los rehenes, en virtud del cual entre 50 y 100
rehenes serían ejecutados por cada víctima mortal alemana. En octubre de 1941,
el propio Hitler aumentó el límite máximo hasta 150, a raíz de los asesinatos
de 20 y 21 de octubre de 1941, de Karl Friedrich Hotz en Nantes y de Gottfried
Reimers en Burdeos.
[98]
Sobre la historia de la fórmula de los rehenes, véase: Gilles Ferragu, Otages,
une histoire, edit. Gallimard, Paris, 2020 (para tiempos bélicos modernos,
pp. 251-290). Es de recordar que las Leyes de Nuremberg (1945) condenaron la
ejecución de rehenes como crimen de guerra y contra la paz (artº. 6, apdo. b).
[99]
Se trataba del censo aprobado el 2 de junio de 1941, llamado de Vallat, al que
hemos aludido antes: notas 52 y 32. En efecto, dicho censo fue conocido
oficialmente por las autoridades alemanas de ocupación en Francia.
[100]
Véase nota 83.
[101]
Se alude a la de la Revolución Francesa, sobre todo, en la época llamada del
Terror (1793-94). Por increíble que parezca, lo recogido en el relato de
Desfarges se da por cierto.
[102]
Dados el contenido y alcance de esa Ley, la misma fue firmada en refrendo del
Jefe del Estado, Pétain, por el ministro de Justicia, Barthélemy; el
vicepresidente del Consejo, Darlan; el ministro del Interior, Pucheu; el
ministro de la Guerra, Huntziger, y el secretario de Estado de la Aviación,
Bergeret. Diríase que la infamia era tan grande, que debía ser suscrita y
asumida por un considerable número de personas.
[103]
Marcellin Cerdan (1916-1949) era a la sazón (desde 1939) campeón de Europa del
peso welter. Después dela II Guerra Mundial alcanzaría el cetro mundial
de los medios (IX-1948), que perdería en junio de 1949, falleciendo en
accidente de aviación en octubre de ese mismo año.
[104]
Charles Huntzinger (1880-1941), militar francés y ministro de Defensa entre
1940 y 1941. Falleció poco después de firmar la ley de las secciones
especiales, víctima de un accidente de aviación (12-XI-1941).
[105]
Jérôme Carcopino (1881-1970), a la sazón ministro de Educación Nacional y de la
Juventud. Sus memorias son un modelo de defensa a ultranza de Pétain y de él
mismo: Jérôme Carcopino, Souvenirs de sept ans 1937-1944, Flammarion, Paris,
1953. Su intervención cerca de Barthélemy en el Consejo de Ministros es una
mera licencia del narrador, aunque resulte bastante verosímil.
[106]
La fórmula empleada fue: Par le Maréchal de France, chef de l’Étât français…
Joseph Barthélemy.
[107]
Este argumento premonitorio fue usado, para justificarse, por el propio
Barthélemy en sus memorias (Ministre de la Justice, Vichy 1941-1943), ya
citadas. Para detalles estadísticos de tales asertos, véase el capítulo final
de este relato.
[108]
Ese fue el contenido de la primera reforma de la ley de 14 de agosto de 1941,
mediante otra, de fecha 25 de agosto de 1941, que establecía esa peculiaridad
para la sección especial de París. Véase: Anónimo, Section spéciale de la
cour d’appel de Paris (1941-1944), en la página web, francearchives.gouv.fr.
[109]
En la expresada circular, emitida ese mismo mes de agosto de 1941, el ministro
Barthélemy reclamaba de los primeros presidentes de los tribunales de apelación
que propusieran para las secciones especiales a magistrados conocidos por su
firmeza de carácter y total entrega al Estado. Asimismo, recordaba la necesidad
de aplicar la ley retroactivamente y combatir prioritariamente la penetración
en Francia de las consignas de la III Internacional. Véase, Robert O. Paxton,
ob. cit. en la nota 34, p. 277.
[110]
La sinceridad de Barthélemy es más que dudosa: No emitió tal circular, pero
parece indudable (como más adelante se verá) que hizo lo posible por meter el
miedo en el cuerpo a los magistrados, exagerando el tema de la selección y
ejecución de rehenes hasta términos grotescos. Incluso quienes más favorables
se muestran al Ministro en este tema, han tenido que admitir presiones -explicaciones,
se dice con un eufemismo- al fiscal jefe de la sección especial de París, en
vísperas de los juicios del 27 de agosto de 1941. Véase la posición de Arnaud
Teyssier, prologuista y anotador de las memorias de Barthélemy, citadas
en la nota 31, p. 150.
[111]
Principalmente, porque era consciente de que habría sido preferible, en
abstracto, dejar a los alemanes la responsabilidad de la represión mortal y
a gran escala contra los comunistas: véase, Gilles Martinez, Joseph
Barthélemy et la crise de la démocratie liberale, XXe Siècle.
Revue d’Histoire, nº 59 (1998), p. 44.
[112]
El fin de semana aludido empezaba el sábado, 23 de agosto de 1941.
[113]
Otto Abetz (1903-1958), embajador alemán ante el gobierno de Vichy a todo lo
largo de su existencia (1940-1944). Véase, Barbara Lambauer, Otto Abbetz et
les Français ou l’envers de la Collaboration, Arthème Fayard, Paris, 2001
(dimana de su extensa tesis sobre el tema, leída un año antes).
[114]
Es decir, el vicepresidente, François Darlan. Tenía fama de mujeriego y
vividor, que sus desafectos -como Barthélemy- probablemente exageraban.
[115]
Son palabras casi literales que empleó Otto Abetz en su telegrama 3022 a
Berlín, de fecha 6 de octubre de 1941. Sobre el personaje, véanse sus memorias:
Otto Abetz, Histoire d'une politique franco-allemande (1930-1950). Mémoires
d'un ambassadeur, Librairie Stock, Paris, 1953.
[116]
Monumental estación parisina de ferrocarril, cuyo origen data de 1847. Se halla
emplazada en el distrito XII de la capital, a escasa distancia del río Sena.
[117]
Ronald Charles Colman (1891-1958), actor
británico, muy destacado en el cine de su época por sus dotes interpretativas y
aspecto elegante. Obtuvo el Oscar al mejor actor protagonista por el film Doble
vida (George Cukor, 1948).
[118]
Véase antes, la nota 83, como también para la siguiente alusión a Ingrand.
[119]
En las alusiones que seguidamente se hacen a la familia Barthélemy hay mucho de
fantasía, pero no se desvirtúa lo esencial de los personajes y acontecimientos
históricos.
[120]
André-Paul Laurent-Atthalin (1875-1956). Entre 1940 y 1945 fue director-gerente
de la Banque de Paris et des Pays Bas. Depurado al acabar la II Guerra
Mundial, fue desposeído de todos sus cargos. Véase también la nota 15.
[121]
Seguramente, la más prestigiosa institución parisina de enseñanza media o
secundaria, fundada en 1562.
[122] El aludido es Léon Blum (1872-1950),
presidente del Consejo de Ministros francés entre junio de 1936 y junio de
1937, así como en marzo y abril de 1938.
[123]
Barthélemy acabó por tener razón: De Brinon fue condenado a muerte por traición
a Francia y fusilado (no guillotinado) el 15 de abril de 1947.
[124]
Maurice Gabolde (1891-1972), alto cargo de la fiscalía a la sazón, que
sucedería a Barthélemy al frente del ministerio de Justicia (marzo de 1943 a
agosto de 1944). Condenado a muerte en ausencia en 1946, se refugió en España,
cuyo gobierno lo acogió, y falleció de muerte natural en Barcelona a los
ochenta años de edad. Su adhesión al nazismo fue premiada con la ironía
de apellidarlo “von Gabold”. Sobre su acogida en España, véase: David Wingeate Pike,
Franco and the Axis Stigma. Journal of Contemporary History, núm. 17 (3),
1982, pp. 369-407.
[125]
Por cierto, la ley se publicó en el Diario Oficial de 23 de agosto de 1941,
pero, por razones oscuras, figuró como fecha de promulgación la del 14 de
agosto, siendo así que el Consejo de Ministros en que se aprobó se celebró el
día 22. Así pues, a la retroactividad de la norma, se añadió la antedatación de
la misma, falacia que nuestro Hervé Desfarges no recogió en sus memorias.
[126]
Francis Villette (1879-?), presidente primero del tribunal de apelación de
Paris entre 1936 y 1944.
[127]
Raoul Cavarroc (1884-1961), procurador general en el tribunal de apelación de
Paris.
[128]
La selección de los expedientes de los acusados parece que corrió a cargo
principalmente de Victor Dupuich (1886-1957), a la sazón jefe del servicio
central del Ministerio Fiscal (Parquet, en francés) en la Corte de
Casación.
[129]
Su valor viene a ser coincidente con unos dos mil euros del año 2022, según la www.insee.fr.
[130]
L’assassinat du Père Noël, película francesa de 1941, dirigida por
Christian Jacque. Se dice que fue el primer film rodado en Francia durante la
ocupación alemana dirigido por un cineasta galo.
[131]
Saint-Louis-en-l’Île, gran iglesia en la isla parisina de San Luis.
[132]
Desde 1718, la sede del ministerio de Justicia de Francia (antiguamente llamado
la Cancillería) radica en la parisina place Vendôme, en el Hôtel de
Bouvallais, erigido en 1699. Véase en Internet: Clémence Pau, L’Hôtel de
Bouvallais, place Vendôme: symbole patrimonial de la Justice, In Situ.
Revue du patrimoine, num. 46/2002 (www.journals.openedition.org).
[133]
Su nombre era Jean Cournet y, después de la liberación de Francia, ascendió en
el escalafón con toda justicia, hasta finalizar su carrera como magistrado de
la Corte Suprema.
[134]
Así sucedió, en efecto, mediante ley de reforma de la de secciones especiales,
de fecha 25 de agosto de 1941, es decir, el día siguiente del fiasco de
Barthélemy con el presidente Cournet.
[135]
Su nombre era Michel Benon y fue el primer y único presidente de la sección
especial de París (1941-1944), por lo que fue severamente sancionado
posteriormente (pena de trabajos forzados a perpetuidad, de la que se libraría
pronto por las leyes de amnistía).
[136]
Se trataba de Leon Guyenot (1880-1961), a la sazón abogado general en la Corte
de Casación, quien permanecería al frente de los fiscales de la sección
especial de París en todo momento (1941-1944).
[137]
Naturalmente, sobre la base de que los juicios iban a ser en materia criminal.
En otro caso, todos los magistrados habrían vestido togas negras.
[138]
Instalado en la llamada Galerie Peyronnet del ministerio de Justicia.
[139]
París estaba en la zona ocupada por los alemanes y Agen formaba parte de la libre,
gestionada plenamente por el gobierno de Vichy.
[140] Movimiento francés de carácter nacionalista,
inicialmente monárquico, y de ideología de extrema derecha, nacido en 1899. En
1940, cuando estaba dirigido por Charles Maurras y Maurice Pujo, se adhirió al
régimen vichista del mariscal Pétain. Considerado colaboracionista, al concluir
la ocupación de Francia el movimiento fue disuelto, si bien renació
posteriormente con otras denominaciones.
[141]
Es decir, la ceremonia en la que se declararía solemnemente constituida dicha
sección y tomarían posesión el presidente y los demás magistrados de la misma;
acto a desarrollar en el Palacio de Justicia, sito en la isla de la Cité
de París, donde también tiene su sede la Cour de Cassation (Tribunal
Supremo de Francia).
[142]
Periódico parisino fundado en 1904 y que, desde 1920, fue el órgano oficial del
Partido Comunista Francés. Prohibido entre 1939 y 1944, durante la ocupación
alemana se difundió en forma de octavillas. Actualmente (2023), en difícil
situación económica, no pertenece ya -al menos, oficialmente- al citado partido
comunista.
[143]
Victor Dupuich (1886-1957), ya aludido antes: véase nota 128.
[144]
La pena de prisión por el decreto-ley Daladier oscilaba entre uno y cinco años.
Consiguientemente, tres años constituía el término medio de su duración.
[145]
El centro penitenciario parisino de La Santé viene funcionando
ininterrumpidamente desde 1867, siendo actualmente (2023) la única prisión
dentro del recinto urbano de los distritos de París.
[146]
Como es sabido, los magistrados están obligados a guardar secreto sobre las
deliberaciones de las sentencias acordadas colectivamente. En el caso que nos
ocupa, el presidente del tribunal que juzgaba a los jueces de la sección
especial de París les liberó de tal deber de secreto, gracias a lo cual se han
conocido a posteriori bastantes datos, que a pie de página se resumirán
más adelante.
[147]
El apellido, que tenía aproximadamente esa pronunciación en fonética
castellana, se escribía en francés -al menos, en la cubierta del expediente de
la instrucción judicial- como Trzébrucki.
[148]
Siglas de Franc-tireurs et partisans de la main d’oeuvre inmigrée. Sobre
las conexiones en la época del comunismo y el judaísmo, véase: Zoé Grumberg, Le
“secteur juif” du Parti communiste français, Cause Commune, num. 22
(mars/avril 2021), en la www.causecommune-larevue.fr.
[149]
Se trataba de Roger Lafarge (1910-1958), activo en los tribunales de París
desde 1934. Pertenecía a familia de la alta burguesía y su esposa -Juliette
Nouailhac- era de la aristocracia.
[150] Maurice Cottin, llamado en estos juicios el juez de negro, al ser el
único que, por su inferior rango, no vestía toga roja, sino negra.
[151]
La decisión se adoptó por cuatro votos contra uno: el del magistrado Réné
Linais (1892-1972), quien votó en contra de las tres penas de muerte que se
impusieron en aquella sesión del 27 de agosto de 1941.
[152]
Amplio resumen biográfico de André Brechet (1900-1941) en Internet: fusilles-40-44.maitron.fr.
[153]
Prosper François Môquet (1891-1986), diputado del Partido Comunista Francés
entre 1936 y 1942 (en representación del distrito XVII de París) y entre 1945 y
1951 (por el departamento de Yonne).
[154]
Votaron en contra los magistrados Linais y Larricq.
[155]
Émile Bastard (1896-1941) tiene también una buena referencia biográfica en
Internet, en la página fusilles-40-44.maitron.fr.
[156]
Se trataba de Alec Mellor (1907-1980), autor de libros históricos y de
pensamiento, entre ellos, algunos acerca de la francmasonería y de la tortura.
[157]
Solo votó en contra de la pena de muerte el magistrado Linais.
[158]
Lucien Sampaix (1899-1941), con biografía resumida igualmente en Internet: fusilles-40-44.maitron.fr.
Fue secretario general de L’Humanité entre 1936 y 1939.
[159]
Los votos a favor fueron los del presidente Benon y el magistrado de negro, Cottin.
[160]
Lo único que se conoce positivamente es que dichos indultos fueron solicitados
por los defensores nada más conocerse las sentencias, que se tramitaron con
urgencia y que recibieron informe previo desfavorable por parte de Dayras. En
cambio, no constan, ni informe de Barthélemy, ni decisión final de Pétain. En
cuanto al viaje de Lafarge a Vichy para recomendar el indulto de Chebruski,
parece que el abogado no fue recibido por Barthélemy, ni por Pucheu. Por
supuesto, no le dio audiencia Pétain.
[161]
La esposa de Chebruski -judía como él- fue deportada en julio de 1942 a
Polonia, acabando sus días en el campo de concentración de Auschwitz. Sus dos
hijos, niño y niña, de 11 y 7 años de edad a la sazón, se libraron de la muerte
gracias al acogimiento que les brindó un abogado, cuya identidad no ha sido
revelada, por lo que yo sé.
[162]
Sus nombres eran André Laithier, André Coin y Léon-Luis Hérisson-Garin. Se cita
además a un cuarto hombre, André Leygnac, como condenado a pena de multa.
[163]
Los interesados en el tema pueden consultar por Internet el Journal Officiel
de l’Etât Français de fecha 10 de septiembre de 1941, nº 252, pp.
3850-3851.
[164]
Por ejemplo, véase dicho discurso en la www.dalloz-actualite.fr,
con el título de Procés de la Section Spéciale: le plaidoyer de l’avocat Maurice
Garçon (juin 1945).
[165]
Mantengo este apellido a todo lo largo del relato, si bien quiero hacer notar
que en algunas fuentes se da como correcto el de Guillot.
[166]
Véase en Internet la página familles-de-fusillés.com, artículo anónimo
intitulado Sections Spéciales: sévères en 1941, reservées en 1943.
[167]
Probablemente, el máximo especialista en la materia sea Alain Bancaud, autor de
varias obras impresas sobre ella, entre las que destaca, a nuestros efectos, la
siguiente: Une exception ordinaire. La magistrature en France, 1930-1950, Gallimard,
Paris, 2002.
[168]
Algunas lecturas adicionales a las ya citadas antes: Marcel Rousselet, Le
cas de conscience du magistrat, Perrin, Paris, 1967; Hervé Villeré, L’affaire
de la section spéciale, Fayard, Paris, 1973; Charles Amson, La section
spéciale, ou le procés de la docilité, en VV.AA., Les grands procés, P.U.F.,
Paris, 2007, pp. 381-387.
[169]
Section spéciale, coproducción franco-italo-alemana occidental. Su
excelente guion es obra del director de la cinta y del político y escritor
español, Jorge Semprún (1923-2011). Su base argumental se halla en el libro de
Hervé Villeré citado en la nota anterior. Puede encontrarse en versión española,
en formato DVD.
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