Retorno a Ruritania, o La verdad
sobre El Prisionero de Zenda
Por Federico Bello Landrove
No dejes que la realidad te estropee
nunca una buena historia
Pocos relatos de aventuras han alcanzado la fama
y el reconocimiento que El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope;
pero la fantasía de su autor convirtió en novela lo que podía haber sido una
historia real, tan movida y apasionante como la ficticia. Allá el señor Hope,
si quiso practicar el adagio que encabeza estas páginas. Por mi parte, he
preferido ceñirme a los hechos -quizá porque tenga poca imaginación-. En fin,
entre la fantasía y la realidad, no hay por qué rechazar, ni una, ni otra…,
siempre que dejemos claros sus respectivos límites.
Fotograma de El prisionero de
Zenda, versión cinematográfica de 1952
1. Introducción
En el año 1894,
apareció publicada en Inglaterra y en los Estados Unidos[1]
una novela que haría fortuna en todo el mundo y se convertiría en un clásico,
cuando menos, en lengua inglesa. Su título era -en español- El Prisionero de
Zenda. Su autor, un abogado y escritor inglés, Anthony Hope[2],
quien, desde su primera obra aparecida apenas cuatro años antes, había escrito
en el intervalo otras siete más. Dedicado ya exclusivamente a la literatura en
plan profesional, y en vista del éxito instantáneo de su Prisionero, el
Señor Hope se apresuró a escribir una especie de segunda parte de su famosa
novela, titulada -así mismo en castellano- Ruperto de Hentzau, que ya tenía
concluida al año siguiente (1895). Complejidades editoriales que se me escapan
determinaron, no obstante, que la publicación se demorase hasta 1898[3],
configurándola, más que como una segunda parte de una novela anterior, como un
relato nuevo, aunque con los mismos personajes principales. Bien fuera por
menor calidad e interés, bien por su menor novedad, la repercusión del Ruperto
fue muy inferior, hasta el punto de desconocer su existencia muchos de los lectores
del Prisionero.
Aunque no han dejado de reseñarse
antecedentes[4], El
Prisionero de Zenda se entiende que inauguró un ciclo narrativo de obras -desde
teatrales, a historietas ilustradas- llamado ruritánico, por el nombre
del imaginario país centroeuropeo -Ruritania- en que se desarrollaban
los acontecimientos contados por Hope. La agitada y belicosa historia de los
países balcánicos en aquella época -por no referirnos, desgraciadamente, a
otras posteriores-, tendió a desplazar el espacio imaginario a la península de
los Balcanes, así como a dotar de mayores ámbitos de verosimilitud a los
argumentos[5].
Como es natural,
el boom de lo ruritánico ha ido cediendo con el tiempo, hasta quedar
englobado en fenómenos más allá de las modas, como la historia virtual o
los paisajes literarios fuera de la realidad geográfica. Parece llegado el
momento de hacer balance y resumen de lo que aquel esfuerzo imaginario fue,
dándole una relevancia y una seriedad que, tal vez, no merezca del todo[6].
De todos modos, sin necesidad de tomarse la molestia de coger y leer un
viejo libro, siempre tendremos más a mano la contemplación de algunas películas
cinematográficas que, afortunadamente, han estado varias veces a la altura del
original, acerca del monarca secuestrado en Zenda[7].
Valga lo dicho
hasta ahora para explicar y refutar, al menos, en parte el irónico aforismo
atribuido a Mark Twain, con el que encabezo esta historia. Y ello es así
porque, contra lo que opinaron los lectores a través de los años -y, tal vez,
también lo creía así el propio autor-, Ruritania existió en la realidad,
y bastantes de los protagonistas y personajes del Prisionero de Zenda
vivieron realmente nuestra propia y biológica existencia. Claro está que
aquella realidad no siempre se ajustó a los nombres, al relato y a la
imaginación de Anthony Hope, pero estoy en condiciones de afirmar que el
interés y emoción de lo efectivamente sucedido alcanzan similitudes y niveles
que en nada tienen que envidiar a la novela. He aquí por qué lamento que Hope
fabulara tanto, dado que no era necesario en absoluto para contar, con los
mismos mimbres, una buena historia. Y he aquí que, movido por la verdad y
la curiosidad de los hechos, me he decidido a narrarlos para ustedes, tal y como
sucedieron. Al final, si les parece, pueden contrastar la fantástica -y tan
patriotera[8]-
versión del Sir inglés, con la estudiosa y trabajada narración mía,
comparando una y otra, así en los sucesos, como en sus respectivos valores.
Blasón medieval de Ruritania
PRIMERA PARTE: MEFISTÓFELES Y
LOS NACIONALISMOS
2. Un congreso en Berlín y un país en
los Balcanes
Digámoslo de una
vez y con alguna imprecisión: En nueve meses de guerra en la península
balcánica (de abril de 1877, a enero de 1878), Rusia derrotó totalmente al
Imperio Otomano y, como una de las consecuencias de ello, el país protegido del
Imperio Ruso, entonces sometido a los turcos y llamado Bulgaria desde la Alta
Edad Media, no solo obtuvo la independencia, sino que alcanzó una inusitada
extensión territorial y de población, que suponía aproximadamente el sesenta
por ciento del ámbito balcánico. Pero el tratado que así lo establecía, llamado
de San Estéfano[9], fue
considerado intolerable para sus intereses por Inglaterra, así como nada
admisible por el Imperio Austrohúngaro y el pequeño reino de Serbia, entre
otros presuntos perjudicados. Se impuso, pues, la necesidad de dejarlo sin
efecto o, si se quiere, de renegociarlo, contando con la opinión de las
grandes potencias europeas[10]
y con la audiencia y argumentos de los demás Estados de la zona, más o menos
independientes[11]. La
primera parte de la negociación, llevada prácticamente a tres, por turcos,
rusos y británicos, sentó, entre ultimátums ingleses, las nuevas bases que
llevar a una gran reunión internacional, que habría de sancionar el nuevo
tratado que sustituyera al de San Estéfano[12].
La reunión tuvo lugar, bajo el patrocinio y presidencia del omnímodo canciller
alemán, Otto von Bismarck[13],
en Berlín, en los meses de junio y julio de 1878, y de ella saldrían unas
cláusulas -bastante efímeras y discutidas en muchos casos-, que dieron la
vuelta al precedente y apoteósico triunfo ruso-búlgaro. No es mi propósito
concretarlas aquí, salvo en el único punto que tiene que ver con la historia
que pretendo contarles[14].
Dicho acuerdo suponía dejar en manos otomanas buena parte del territorio que
habría engrandecido a los búlgaros y, en ciertos casos, dotar de nueva
existencia y autonomía a pequeñas regiones balcánicas, sumergidas por la marea
turca desde los tiempos de Kosovo y de Nicópolis[15].
Este fue el caso de nuestra verdadera Ruritania, que nacería del Tratado
de Berlín, por los motivos y en la forma que enseguida veremos; un pequeño país
entre Serbia y Bulgaria, con acceso al Danubio[16],
que pronto desaparecería en la vorágine de aquella conflictiva parte de Europa,
de tal suerte que hoy constituye una página casi olvidada de la Historia, si no
fuera por obra y gracia de Sir Anthony Hope y, a partir de ahora, de
este modesto servidor de ustedes.
***
Un día cualquiera
de finales de junio de 1878, una distinguida y heterogénea pareja de caballeros
se halla cenando en el restaurante del Hotel Kaiserhof de Berlín[17].
Cualquier periodista del momento los habría identificado sin vacilar: Se trata
del vetusto y menudo primer ministro del Reino Unido, Benjamín Disraeli[18],
y del fornido ministro de Asuntos Exteriores del mismo gobierno, Robert Cecil[19],
unos veinticinco años más joven, y que más adelante será mejor conocido como Lord
Salisbury. Con un hilillo de voz aguda, el Premier está exponiendo a su
ministro algo verdaderamente sorprendente:
-
Ya
conoce la pose circunspecta de Bismarck -indica Disraeli-, que por nada del
mundo quiere aparentar un interés nacional en su postura ante lo que venimos
discutiendo. Pues bien, en la visita que me hizo ayer tarde en el hotel para
tratar de desatascar el tema de Batum[20],
me sacó a colación una cuestión mínima, pero de conciencia -me
aseguró-, en la que quería mi apoyo, si llegaba a suscitarse controversia con
Rusia, a cuenta de los intereses de Bulgaria.
Cecil estuvo a
punto de atragantarse, al escuchar aquello de la conciencia de Bismarck,
pero recuperó de inmediato la compostura y preguntó a su jefe de qué se
trataba. Disraeli trató de aclarárselo:
-
Se
trata de un pequeño bocado entre Serbia y Bulgaria, que está habitado en
parte por individuos de etnia alemana: Suabos de Oriente[21],
los llamó Bismarck… Me parece que dio a ese territorio el nombre de Ruritania.
Cecil sonrió, como
confirmado en sus prejuicios, y comentó:
-
Ya
me parecía que el Gigante tenía mucho de todo, menos de conciencia… Ese bocado
-agregó- tiene una amplia salida al Danubio y está en un excelente cruce de
vías, desde Centroeuropa, hacia el este y el sur. De modo que, detrás de esos hermanos
suabos, bien podríamos encontrar a nuestros amigos Andrassy y Karoly[22],
tratando de arrinconar aún más a Serbia y buscando un Estado títere que los
acerque, aún más, a los Balcanes centrales.
Disraeli mostró
cierta preocupación:
-
Aunque
no me he comprometido a nada, bueno será que nos ilustren un poco acerca del bocado
del Gigante -sonrió-. Hable con Russell[23]
y que me tenga para mañana un breve memorando sobre Ruritania, en tanto
telegrafiamos a nuestra legación en Belgrado para que nos envíe un informe más
detallado… Está visto, amigo mío, que los Balcanes son demasiado complicados
para un inglés achacoso.
Cecil, con sincero
afecto, lo disculpó:
-
¿Sabe
lo que escuché hace unos meses a uno de mis secretarios, bien joven, por cierto?...
Pues que los Balcanes son una península creada por Dios para tormento del Foreign
Office[24].
El Congreso de Berlín de 1878 (cuadro
de Anton von Werner)
***
La descripción de la geografía y la
historia de Ruritania, que tenía el Premier en sus manos a los
postres de su siguiente almuerzo, no pasaba de ser un breve resumen del
correspondiente artículo en la Enciclopedia Británica[25].
Su texto, tal y como puede consultarse aún hoy en la biblioteca de Hughenden[26],
es el siguiente:
Ruritania.
Región histórica situada entre Serbia y Bulgaria, con frontera terrestre e
imprecisa con dichos Estados, y con delimitación por el río Danubio con el
principado de Valaquia[27]. Tiene una extensión de unas mil
doscientas millas cuadradas[28] y una población de sesenta y cinco
mil habitantes. Su ciudad principal e histórica capital de la región es llamada
en idioma búlgaro Streltsigrad y en el dialecto alemán de la zona, Strelsau;
tiene veinte mil habitantes. Otras localidades por encima de los cinco mil
habitantes son Zenda, Hentzau y Gramada.
La zona occidental
de Ruritania, limítrofe con Serbia, está accidentada por las alineaciones
montañosas de los Cárpatos serbios y de los Balcanes occidentales, que
precisamente se acodan e imbrican en esta región, con alturas por encima de los
seis mil pies[29]. En ellos se generan los abundantes
cursos de agua de la región, de curso corto y escaso caudal, todos los cuales
van a desaguar en la orilla derecha del Danubio; los principales de ellos son
el Timok -que puede considerarse frontera natural con Serbia-, Topolovets,
Vonishika, Vidblo, Archar, Skamla y Lom, el último de los cuales suele
considerarse actualmente como fronterizo con otras regiones o comarcas vecinas
por el este.
El centro y el este
de Ruritania están constituidos por estrechos y fértiles valles, avenados por
los cursos de agua antes citados. El norte de la región está formado por una
estrecha llanura aluvial, formada por los aportes del Danubio, tras superar el
desfiladero de las Puertas de Hierro. Quiere decirse que, aunque de corta
extensión, el relieve y paisaje de Ruritania son muy diversos y ello tiene su
consecuencia en las formas de vida de su población, que también ha
experimentado el aporte de diversas etnias.
La zona occidental
de Ruritania está mayoritariamente poblada por individuos de raza germánica
que, con el beneplácito de los turcos, se instalaron aquí a partir de mediados
del siglo XVII, para explotar las numerosas, aunque poco productivas, minas y
yacimientos de hierro, cuyo metal es trabajado junto a los lugares de
extracción, en numerosas fraguas y herrerías, que aprovechan la fuerza
hidráulica. Se trata de una industria próspera, ligada a la manufactura de
aperos de labranza, herramientas y armas blancas y de fuego, que se consumen en
la región y zonas próximas, salvo las armas, cuyo comercio está monopolizado o
estancado por los ocupantes turcos.
Las zonas central
y oriental del país están habitadas por gentes de lengua búlgara y raza eslava,
que constituyen la población original de la región y que, habiendo abandonado
hace décadas la ganadería extensiva de ovejas y cabras de la montaña, se ocupan
actualmente en la agricultura y la ganadería estacionada, labrando las tierras
más llanas y fértiles, que disponen en general de abundante agua procedente de
los Balcanes y de los Cárpatos del Sur. Su población está muy dispersa, de modo
que la única plaza importante para el comercio y mercado de la zona es la
capital de la misma, Streltsigrad, situada a orillas del Danubio y sede del
bajá turco que gobierna toda Ruritania.
Entre Streltsigrad
y la frontera natural del este -el río Lom-, a lo largo del curso del Danubio,
existen numerosas colectividades de ciudadanos valacos, que cruzaron en su día
el gran río en busca de mayor seguridad o mejores oportunidades. A diferencia
de los habitantes de estirpe germánica, los de origen valaco, aun manteniendo
su idioma y formas de vida, no se diferencian de sus vecinos eslavos en lo
relativo a su dedicación al campo, ni parecen pretender una consideración
propia, que fácilmente hallan en las tierras al otro lado del Danubio.
Los turcos
constituyen un corto número de funcionarios, policías y militares,
principalmente en Streltsigrad, dedicados al mantenimiento del orden y de los
servicios públicos en la provincia, sin que se haya establecido otro tipo de
profesionales o trabajadores, seguramente, por lo lejana que para ellos resulta
esta región[30].
Historia de
Ruritania. Ruritania
entró en la historia de la mano del Imperio Romano, como parte de la provincia
de Panonia. Próxima a la actual ciudad de Streltsigrad, se erigió la de Bononia
Panonica, como capital de un conventum, en cuya fortaleza estaba
acuartelada una cohorte de veteranos. Se cree que un puente permanente de
barcas unía a su altura las dos orillas del Danubio. En el siglo IX, los
búlgaros ocuparon el territorio, que desde entonces formó parte de sus
sucesivos estados, o Imperios, que sustrajeron buena parte de los
Balcanes al Imperio Romano de Oriente. En el siglo XIV, por división del reino
entre los dos hijos del zar de los búlgaros, se formó un país soberano en la
región de Ruritania y otras aledañas, bajo el zar Alejandro I, que gobernó el
país durante cuarenta años, hasta que se produjo ante los turcos la derrota de
Nicópolis (1396), en la que fue hecho prisionero y ajusticiado. A partir de
entonces y hasta la fecha[31],
la región de Ruritania ha permanecido como parte del Imperio Otomano, sin
perjuicio de algunas sublevaciones infructuosas, la última de las cuales se
produjo en el año 1851. Considerando la importancia del territorio como red de
comunicaciones, los turcos establecieron en Streltsigrad la sede de un bajalato
o gobernación, que actualmente ostenta Su Excelencia, Mansur Bey.
Hasta aquí, la alusión
a Ruritania de carácter puramente escolar. Pero, acto seguido, los
diplomáticos británicos habían incluido una extensa referencia política y al
día, que completaba los datos en poder de sus delegados en el Congreso, al
llegar el momento de discutir sobre la situación jurídica internacional en que
habría de quedar la región. Dicha referencia, en lo fundamental, aludía así a
los últimos tiempos y acontecimientos acaecidos en el país:
… La sublevación
del año 1851, local y poco organizada, fue duramente reprimida por los
gobernantes turcos, dejando en toda la provincia un profundo resquemor. Así,
cuando se inició en abril del pasado año 1877 la guerra entre rusos y turcos,
la participación cada vez más entusiasta en ella de los búlgaros fue
ampliamente secundada en Ruritania, donde el levantamiento contó con la
dirección de dos notables del país, que habrían de distinguirse militarmente en
los combates que siguieron: el búlgaro eslavo, Radoslav Pánchev, y el suabo-ruritano, Michael von
Elphberg. Ambos, actuando coordinadamente, formaron un pequeño ejército de unos
dos mil hombres, que, con la cooperación serbia, liberaron todo el país y,
seguidamente, pasaron a colaborar con los rusos en los sucesivos frentes de
Plevna y de la Shipka[32],
en el primero de los cuales falleció en acción de guerra el susodicho von
Elphberg.
Al concluir la
guerra, pese a lo acordado en el ineficaz Tratado de San Estéfano, los
prohombres ruritanos entendieron que habían combatido por su propia libertad,
por lo que reclamaron, cuando menos, una amplia autonomía en el futuro Reino de
la Gran Bulgaria; tal solicitud fue más acuciante entre los ruritanos de origen
germánico y rumano, que no se consideraban solidarios de los búlgaros de otras
regiones. Como efecto de este movimiento, se firmó el pasado mes de marzo en la
ciudad ruritana de Zenda un Acuerdo entre los representantes de la mayoría búlgara y
la minoría germánica, en reclamación de la formación de un Principado ruritano
independiente, libre de las apetencias de la nueva Bulgaria y de Serbia, con
igualdad de trato y representación proporcional de las etnias citadas y de la
valaca, bajo la autoridad de un knyaz[33],
elegido de primeras por el Montash[34]
y transmisible en lo sucesivo por herencia. En sesión celebrada el pasado 1
de abril, el Montash eligió de forma casi unánime al capitán victorioso
de la sublevación, Radoslav Pánchev, quien, para conseguir la plena adhesión de
la minoría germana, se comprometió a casar en su día a su hijo mayor y sucesor,
Alejandro Radoslávov, con Flavia von Elphberg, hija única del finado Michael,
el héroe de Plevna. Todos estos acuerdos fueron dados a conocer a los Gobiernos
de Serbia, Rumanía, Austria-Hungría y Rusia, que gobernaba aún en Bulgaria, por
carecer esta todavía de efectiva independencia. Sin esperar respuesta, Radoslav
Pánchev fue elevado a la dignidad principesca, con el nombre de Boleslav I,
celebrándose la ceremonia el día 20 del pasado mes de abril en la fortaleza de
Streltsigrad, con pleno apoyo de la población, de sus representantes y de la
Iglesia ortodoxa de la región[35].
Tan pronto hubo
Disraeli hojeado el anterior informe, formó la convicción de que lo mejor que
podía hacerse con Ruritania era dejar que soltase amarras y se
aventurara en el piélago de los países soberanos. Como le comentó a Robert
Cecil antes de iniciarse la reunión vespertina del Congreso:
-
No
dudo de que la decisión no le sentará nada bien a Rusia, pues Gorchákov[36]
se verá forzado a aceptar que se dé un bocado más a su aspiración de la
Gran Bulgaria. En cambio, Bismarck quedará agradecido y sus amigos austriacos
estarán muy felices de encontrar un nuevo principado balcánico en que
entrometerse.
-
Y,
por otro lado -agregó Cecil-, pondremos un cojín entre las cabezas de
Servia y Bulgaria, que amortigüe sus recíprocos topetazos.
El Premier sonrió
con el símil, que aprovechó para añadir:
-
Quien
sí que deberá tener una buena cabeza, pero pensante, será el gobierno de Ruritania,
como pretenda sobrevivir entre tales vecinos y teniendo en su interior varias
etnias, que suelen mezclarse tan bien como el agua y el aceite.
-
Otro
jinete más, al que le sucederá lo que Bismarck dice de Bulgaria -concluyó
Cecil-: Que va a tener que cabalgar cuando ni sabe subirse a la silla de montar[37].
***
En efecto, aquella
misma tarde se aprobó por las grandes potencias del Congreso, de manera
unánime, la creación del Principado de Ruritania como Estado
independiente, con capital en Streltsigrad (en alemán del país, Strelsau). Bulgaria,
carente de representación propia, no pudo formular oficialmente su lógica
protesta. El Principado de Serbia hizo algunos amagos de reclamar el país, pero
acabó por aceptar su existencia, teniendo como frontera entre ellos el río
Timok. No fue mala compensación para los serbios la asignación a su soberanía
de los discutidos distritos de Nisch y Pirot[38],
que en el Tratado de San Estéfano se habían asignado a Bulgaria.
Probable mapa de Ruritania, tras el
Congreso de Berlín (gentileza Depositphoto)
Aunque aún
faltaban unos quince días para que los acuerdos del Congreso fueran aprobados y
hechos públicos, los representantes oficiosos de Ruritania recibieron de
inmediato la venturosa información, que se apresuraron a trasladar por
telégrafo al jerarca Boleslav I, quien la comunicó, a su vez, a la Asamblea y
al pueblo, produciéndose vivas muestras de entusiasmo, manifestaciones
patrióticas y fiestas espontáneas por todo el país, si bien el príncipe
resolvió no organizar los desfiles y recepciones hasta hacerse públicas las
resoluciones del Congreso. En cualquier caso, Boleslav no se encontraba
satisfecho con el título de Principado que se atribuiría internacionalmente a
su país. De hecho, había encarecido a sus emisarios el que lograran para Ruritania
el título de reino. Si ello era por honrar a su patria, o por ostentar
orgullosamente la consideración de Majestad, es algo que iremos
averiguando en el relato.
Y hablando de
los emisarios del príncipe ante el Congreso, bueno será que los presentemos,
pues tendrán importantes papeles en nuestra historia. Fueron dos. En
representación de los eslavos y rumanos del país, se designó a Aurel Mircea,
distinguido ruritano de ascendencia valaca, que había estudiado medicina en
París, saber que había ejercido con gran prestigio en la ciudad ruritana de
Gramada. Al producirse la independencia de facto de los turcos, Mircea, a sus
cuarenta y cinco años de edad, fue nombrado alcalde y, meses después, con el
beneplácito de la Asamblea, el príncipe Boleslav lo designó primer ministro. Ahora,
al enterarse de la decisión congresual, se acoge a la hospitalidad de Ion
Bratianu, uno de los delegados de los Principados Unidos de Moldavia y Valaquia[39],
a quien admira profundamente desde que ambos coincidieron en París, cuando
Mircea estudiaba allí y Bratianu se hallaba desterrado.
El otro enviado
ruritano habría preferido compartir su cena de celebración con Bismarck o con
Andrassy[40], pero,
pese a su título condal y a su proclividad hacía el Imperio austriaco, se ha
tenido que conformar con compartir mesa y manteles con el barón Heymerle[41],
a quien le está haciendo toda clase de protestas de simpatía y afinidad
geopolítica, en tanto en barón le asegura el profundo interés de Austria por el
mundo balcánico[42] y su
consiguiente deseo de ayudar a Ruritania en cuanto sea preciso para que los
eslavos no se impongan sobre los germanos. Pero, ¿quién es ese conde tan joven,
despierto y decidido? Como hemos dejado dicho, él se titula conde, como sus
antepasados, pero nadie conoce sus justos títulos, ni siquiera consta de modo
preciso la autoridad que habría de haberlo conferido antes de que la familia
emigrase a Ruritania en el siglo XVIII. En fin, concedámoselo: Se trata
de Ruperto, conde de Hentzau, cabeza visible de los germano-ruritanos,
desde la muerte de Michael von Elphberg. Naturalmente, está la hija de este,
Flavia, la llamada a casarse en su día con el heredero de Boleslav I, llegando
así a ser princesa de Ruritania. Mas para eso -piensa el conde de
Hentzau- todavía faltan unos años y -por supuesto- Flavia es mujer. Todo
puede suceder, musita, mientras eleva su copa de champán, que entrechoca
con la de Herr Heymerle.
Y, entre tanto, no
cesan de repicar las campanas de toda Ruritania.
Parece que nos llamaran a su vera.
Y es que, en efecto, los preámbulos ya sobran y es llegado el momento de contar
la verdadera historia de El
Prisionero de Zenda, no al modo de
una novela -como con tanto éxito hizo Anthony Hope-, sino con la verdad: Con
aquella veracidad que ha hecho exclamar a tantos, tantas veces, que la realidad supera la fantasía.
3.
Los años pasan volando
Pese a los malos presagios del premier Disraeli, no le fueron nada mal las cosas a Ruritania en sus primeros años de vida independiente. La expulsión
de los turcos permitió reducir los impuestos y aplicar su importe al
mejoramiento de sus propias estructuras y empresas, además de aumentar la
tierra cultivable por los autóctonos, al desaparecer las encomiendas y regalos
a los efendis[43]. El país se ha mantenido unido, bajo el severo gobierno de Boleslav I,
que en 1881 provocó una crisis internacional de cierto alcance, al impulsar en
la Asamblea la declaración de Ruritania como Reino y, por consiguiente, de su persona y sucesores
como reyes, no príncipes. La iniciativa, que contó con el consejo desfavorable
del primer ministro, canciller Mircea, sólo causó cierta irónica suspicacia
entre las grandes potencias, que desconocieron durante un tiempo la
pretenciosidad de un Reino de poco más de tres mil quilómetros cuadrados,
poblados por unos setenta mil habitantes[44]. Por
el contrario, la indiferencia no fue la tónica en la reacción de sus vecinos,
Serbia y Bulgaria, que rompieron sus relaciones diplomáticas con Ruritania, al considerar que la maniobra de Boleslav I
dificultaría sus ulteriores intentos para hacerse con el país. Por el momento,
la situación no degeneró en conflicto armado y el monarca ruritano, terco y
rudo, pudo colocar la corona real como escudo, sobre las franjas rojas y blancas
de su bandera. Por suerte para sus súbditos, el orgullo de ser llamado Su Majestad no le hizo perder la cabeza al rey, por lo general
hombre práctico y campechano, que de ninguna manera quería prescindir del apoyo
de su primer ministro, ni del de su ministro de la Guerra, general Frankovich,
quien para nada quería provocar una guerra cuando el pequeño ejército ruritano
se hallaba en fase de básica formación y equipamiento. En consecuencia,
cumplido su cometido, viudo desde bastantes años atrás y sin nada importante de
qué ocuparse, Boleslav fue absorbido cada vez más por la buena vida, las
francachelas y la pasión de la caza, olvidándose de la educación de sus hijos,
las tareas de gobierno y la misma presencia en la corte, cada vez más itinerante por los diversos castillos, palacetes y pabellones de caza de todo el
país, aunque con especial predilección por la fortaleza de Zenda, a orillas del
paradisiaco lago Rabishka -el tamaño de cuyas truchas era proverbial- y rodeada
de grandes bosques de coníferas, en los que proliferaba la caza mayor.
Los diputados de la Asamblea -cualquiera
que fuese su etnia o ideología- permanecían tranquilos y cooperadores, en tanto
el canciller y el general siguiesen en sus puestos. Comprendían y toleraban los
excesos del rey, a quien consideraban el padre y pacificador de sus pueblos,
máxime suponiendo con fundamento que su estado de salud y los desarreglos de
conducta no le darían muchos años más de vida. Otra cosa acaecía con el
príncipe heredero, Alejandro, que vivía totalmente ajeno a sus deberes y formación
como sucesor, una vez que su edad y displicencia habían hecho imposibles la
tutela y enseñanzas de su preceptor, el coronel Trapp, edecán de su padre, el
rey. Su carácter rebelde y cínico provocaba constantes fricciones con su
progenitor las pocas veces que coincidían y -lo que aún era peor, cara al
futuro- era el desprecio y la burla con que se comportaba con su prometida, la condesa Flavia, por quien parecía haber perdido
todo interés, una vez esta le hizo saber decididamente que el camino de sus
habitaciones pasaba por la vicaría[45]. A
partir de entonces, la condesita von Elphberg optó por alejarse lo más posible
de la corte, mientras que su prometido, aunque no muy promiscuo, pasó a intimar
con diversas cortesanas -de las de la corte y de las otras-,
poniendo así en cierto riesgo el designio real de fundir a las etnias germánica
y eslava del reino en un matrimonio mixto, que engendrara descendencia
aceptable para todos.
Dicen quienes la conocieron bien que Flavia,
de una belleza rubia deslumbrante, había ido -pese a su juventud- perdiendo
ingenuidad y lozanía por los desdenes y groserías de quien habría de ser
inexorablemente su esposo. Pero es muy fácil achacar a otro los propios
sufrimientos y errores. Parece que, mientras se mantuvo en la corte, ya con nula
afección hacia el príncipe Alejandro, Flavia tuvo la oportunidad de tratar a
otros jóvenes de alcurnia, entre ellos, el hijo mayor del primer ministro,
llamado al modo rumano, Albert, modelo de seriedad y de trabajo, que se miraba
en su padre y no tenía otras intenciones que las de servir a su patria, bajo las
armas y, en su día, en la política. El flechazo entre Flavia y Albert fue fulminante
y, pese a la discreción con la que ambos llevaron sus escasos y candorosos
encuentros, papá Mircea
captó los sentimientos de ambos adolescentes y decidió poner fin a cualquier
complicación para ellos y para Ruritania. En
consecuencia, de la noche a la mañana, Albert fue enviado a París, como cadete
de la academia militar de Saint-Cyr[46], con
la expresa prohibición de escribir a la condesita y de regresar a Ruritania sin expresa autorización de su padre. El chico,
siempre disciplinado y sensato, aceptó las imposiciones paternas y decidió
hacer de tripas corazón, sacando de su estancia en Francia el mayor beneficio y
contento posibles. Flavia, triste por la ausencia y ofendida por la nula
resistencia de su añorado, alcanzó entonces aquellos rasgos de frialdad y
retraimiento que la hicieron famosa. Y es que, por muy sacrificada y
comprensiva que pueda ser una joven, es muy difícil construir la vida sobre el
único y deprimente objetivo de cumplir con su deber, y un deber impuesto y
penoso, para más inri.
La conflictiva familia real se completaba,
en lo esencial, con el hermano segundón del príncipe heredero, llamado Miguel,
quien se había batido bravamente al lado de su padre en la guerra de
independencia, sufriendo de las resultas una herida de metralla en la pierna
izquierda, que le había dejado una importante cojera, viéndose obligado a usar
permanentemente un bastón. Los deterministas afirmaban que aquella minusvalía
había acabado por desquiciar a quien era -y, sobre todo, se consideraba a sí
mismo- como el mejor para reinar de los dos hermanos. Cuando menos, era
ordenado en su trabajo y morigerado en sus costumbres; hasta el punto de que su padre, el rey, que lo estimaba más que a su hermano y le había concedido el
nuevo y pomposo título de duque de Streltsigrad, llegó a suponer que Miguel
sufría de escaso interés -demasiado escaso-
por las mujeres y concibió la idea de casarlo cuanto antes y con alguna dama de
alto copete que tuviera fama de ardorosa. El creciente prestigio del recién
nacido reino de Italia, en buena relación con las restantes potencias
occidentales, llevó al autoproclamado rey de
Ruritania -aconsejado por su canciller- a solicitar del monarca italiano la
mano de alguna princesa de la casa de Saboya. El rey Humberto[47] sin
duda juzgó descabellada semejante petición por parte del príncipe de Ruritania, para un hijo que ni siquiera estaba
destinado a gobernar. Los emisarios ruritanos, después de muchos cabildeos y
entrevistas con posibles aspirantes, acabaron por decidirse por la condesa
Matilde de Toscana, sobrina segunda de quien fuera el último Gran Duque de
aquel territorio[48],
hasta su incorporación al reino italiano. No era una elección brillante, pero
contaba con la bienquerencia, no solo del rey de Italia, sino de la propia
Austria, al pertenecer a la casa de Habsburgo el aludido Gran Duque. Por otra
parte, la joven Matilde era un par de años mayor que el duque Miguel, hermosa y
de una vida social que había dado algo que hablar en Roma, donde a la sazón
residía. Aunque Miguel no fuese lo que se dice un buen partido, los padres de
Matilde tenían más títulos que patrimonio y, sorprendentemente, la joven no
mostró oposición a reemplazar la Ciudad Eterna por un villorrio de nombre tan intrincado[49]. El
contrato de esponsales fue debidamente suscrito, con el compromiso de contraer
matrimonio en el plazo máximo de un año, debiendo la novia viajar a Ruritania seis meses antes para hacerse con el idioma y las
costumbres de un pueblo tan diferente de los de Italia. Esta cláusula levantó
ronchas en la familia de la novia, pero el padre del novio se mostró inflexible
en su exigencia, que suavizó con la aprobación de que Matilde viajase con unas
cuantas damas de compañía, en bien de su comodidad y reputación. Cuando el
padre de Matilde tuvo claro que todos los gastos correrían de cuenta de la casa
de Ruritania y que no se le exigiría dote alguna, dio todo
por bueno. Así, la condesa Matilde y su séquito tuvieron la oportunidad de
viajar en el luego conocido como Orient Express, aquel
mítico ferrocarril que, por entonces, solo podría llevarlas de París hasta Ruse[50],
desde donde el resto del viaje tornaría a lo habitual de la época, es decir, en
carruajes tirados por caballos.
***
Sucedió en 1885, es decir, siete años
después de la independencia de Ruritania de los
turcos. En el otoño de aquel año, Serbia pretendió dar una respuesta
contundente a la atrevida iniciativa de Bulgaria de unificarse, sin ofrecer
compensación alguna a Belgrado. Si osado era el monarca búlgaro -que había
actuado sin contar con nadie más-, avieso y engañoso era el serbio[51],
quien, sin previa declaración de guerra y confiado en la fuerza de su ejército,
invadió el territorio búlgaro y, sin razón ninguna, el de Ruritania, a la que consideraba inane y carente de alianzas
defensivas. Pero a los serbios les salió el tiro por la culata. En el frente
sur, en territorio búlgaro, tras ciertos avances motivados por la sorpresa de
una guerra sin previa declaración, los serbios fueron parados en seco por los
búlgaros en la batalla de Slivnitza y, a continuación, rechazados al otro lado
de la frontera, donde el ejército búlgaro llegó a tomar Pirot, provocando con
ello la atención y advertencias de las grandes potencias, encabezadas por
Austria-Hungría. Y, por el frente norte, los serbios invadieron Ruritania y avanzaron hasta su capital. Allí, las fuerzas
locales se atrincheraron en su fortaleza e inmediaciones, con la retaguardia
sólidamente defendida por las aguas del Danubio, hasta recibir refuerzos y el
socorro inesperado de los búlgaros. En resumen, en un plazo de no más de dos
semanas, los serbios fueron expulsados del país y el gobierno austro-húngaro
forzó una paz blanca, sin atender siquiera la justa reclamación de búlgaros y
ruritanos de recibir compensaciones económicas. El ministro de la Guerra,
general Frankovich, recibió el pomposo nombramiento de mariscal y Ruritania, orgullosa de su resistencia, concibió nuevos
sentimientos: de aprecio hacia los búlgaros, de animadversión hacia los serbios
y de desconfianza y enfado para con el gobierno de Viena. Por su parte, nuestro
personaje, el cadete Albert Mircea, no tuvo tiempo de llegar desde París para
combatir por su patria, dado el brevísimo desarrollo de la contienda.
Bandera de
Ruritania (con la corona real)
***
Como afirmaba en el rótulo de este
capítulo, el tiempo vuela: Ruritania se consolidó en el ámbito internacional, hasta el punto de
despertar un vivo interés por parte del Imperio austro-húngaro, que contaba con
el señuelo de apoyar y absorber las exportaciones de cereales y carne, y con el
caballo de Troya de la próspera e influyente población de origen
germánico, por más que esta se mantuviera fiel a su país y contenta del trato
que recibía por parte de la mayoría eslava. La Asamblea continuaba con su
tranquila y lánguida vida, con funciones y energías suficientes como para
considerarse a Ruritania un modelo democrático para los Balcanes. El
Canciller y el Mariscal -con mayúsculas, pues nadie se imaginaba que pudieran
ser otros- servían con denuedo y cierta eficacia a la tarea de moderar los
excesos y errores del rey, así como de detener las veleidades absorcionistas de
los austriacos y de los países vecinos. La familia real proseguía distanciada y
con escaso interés por los asuntos públicos, aunque un dudoso motivo de diversión
surgió al verse aumentada con la presencia de la condesa Matilde, prometida del
duque Miguel, cuya ligereza y atrevimiento no habían servido de mucho, pasados
los primeros momentos, para hechizar a su prometido, pero sí para ser la
comidilla de la corte y encalabrinar al príncipe heredero, quién sabe si con el
objetivo principal de fastidiar a su hermano menor. Vino así a ser peor el
remedio que la enfermedad, concibiendo Miguel un verdadero odio por su hermano
y el propósito de aprovechar la menor oportunidad que se presentase para ser él
el sucesor de su padre.
Por cierto que la
salud de Boleslav I experimentó un súbito empeoramiento, en el peor sitio
posible. Cazando en el bosque de Zenda -como era su costumbre-, el recibir a
pie firme un tremendo chaparrón tormentoso -no quiso guarecerse sin antes
abatir un ciervo de ocho puntas- le provocó una pulmonía doble, para tratar la
cual el médico del monarca carecía in situ de remedios eficientes. Se
optó por no mover al enfermo, ahorrándole un viaje fatal de quince leguas[52]
y aplicarle los tratamientos elementales. Ello no le salvó la vida pero, al
menos, se la prolongó durante tres días, en el primero de los cuales, con sus
más distinguidos acompañantes como testigos, dictó un codicilo ampliatorio de
su anterior testamento, en el que introdujo las siguientes cláusulas:
Primera. En el
plazo de tres meses a partir del día de su muerte, sus hijos, Alejandro y
Miguel, contraerían matrimonio en la catedral de Streltsigrad, en una misma
ceremonia, con sus respectivas prometidas, las condesas Flavia de Elphberg y
Matilde de Toscana.
Segunda. Solo
después de cumplida por su parte la anterior condición, el príncipe heredero
Alejandro prestaría juramento y sería proclamado rey de Ruritania, a la mayor
brevedad posible para organizar en debida forma las pertinentes
ceremonias.
Tercera. Serían
garantes del cumplimiento de las cláusulas anteriores, ante Dios y el Reino,
los albaceas del testamento real, el Canciller Aurel Mircea y el Mariscal Jristo
Frankovich, así como el presidente de la Asamblea nacional, abogado Stefan
Angelov.
Dos días después
-como queda dicho- falleció el rey Boleslav I, el 15 de abril de 1890. En el
fondo, si no fuera porque llevo ya muchas páginas escritas -y por ustedes
leídas-, me atrevería a afirmar que es ahora cuando empieza la verdadera y
palpitante trama de esta verídica historia.
4. La sucesión
La repentina
muerte del rey cogió a casi todos desprevenidos. Desde luego, no a Ruperto,
conde de Hentzau, que, desde los tiempos de Andrassy[53],
estaba a sueldo y a las órdenes de los servicios secretos austriacos, como
cabecilla de los germanos de Ruritania, con el objetivo último de
hacerse con el poder en su país y convertirlo en un Estado satélite de
Austria-Hungría. Quince años mayor que el príncipe Miguel, era Ruperto un
hombre de grandes cualidades, aunque no siempre las pusiera al servicio de buenas
causas. Como militar, se había distinguido en la guerra contra los turcos y,
más recientemente, había causado severas pérdidas a los serbios que se
retiraban, tras su derrota de Slivnitza y su fracaso ante los muros de la
fortaleza de Streltsigrad. Consumado espadachín y hombre de mundo, no se
distinguía precisamente por sus dotes de cortesano, con su punzante ironía y
sus prontos de ruda franqueza, y aún de violencia. En consecuencia, mucho más frecuente
que en la capital, era su presencia en los dominios familiares, que incluían un
airoso castillo encaramado en las montañas de Kula, entregado a la lectura, el
ejercicio físico y la acogida reservada de amigos y conspiradores. Persona de
gran autodominio y contención, apenas se le conocían relaciones femeninas,
aunque más de un corazón hubiera roto en sus años jóvenes. Ahora, en 1890, con
los cuarenta años cumplidos, apenas se le contaban devaneos, si bien era rumor
que tenía predilección por las mujeres extranjeras de mundo, que tan
poco abundaban en su pequeño país balcánico. Hubo más que rumores cuando cayó en
las redes de la encantadora Antoinette de Mauban, esposa del vetusto y
tolerante embajador de Francia, y no tanto por la relación en sí, sino porque
supuso la competencia con el duque Miguel, que también estaba interesado por la
hermosa francesa. Al fin, las aguas volvieron a su cauce y el embajador y su
señora regresaron a París, quién sabe si por llegar las habladurías a las altas
esferas, o por la prevista jubilación del diplomático, a quien en Streltsigrad
se le apodaba el ciervo de doce puntas, por razones que no es del caso
explicar.
Los dos rivales
pronto superaron su hostilidad. Cada uno de ellos reconoció en el otro a un
aliado valiosísimo para alcanzar sus objetivos más anhelados. Miguel halló en
Ruperto al hombre inteligente y experimentado que podía ayudarlo a reemplazar
a su hermano como sucesor del actual rey, gracias a su astucia, medios
económicos y total carencia de escrúpulos. Por su parte, el conde de Hentzau
comprendió que, si llegaba a sentarse en el trono gracias a su cooperación,
Miguel no tendría inconveniente en concertar una alianza con Austria. Que ese
pacto pudiera acabar en una unión más profunda, o en una supremacía de la etnia
germánica -encabezada por Ruperto- eran posibilidades que Hentzau ideaba en su
mente, sin que hiciera partícipe de ellas a su príncipe aliado. Por otra parte,
Miguel no era nada tonto ni confiado y, de llegar al trono, maquinaba la
eliminación de su peligroso cómplice, aunque solo fuera nombrándolo embajador
en Londres, por ejemplo. Y, en ese juego de ardides, Ruperto contaba con un
comodín: Aunque Miguel tuviera sangre eslava, el hecho de hacerse con el trono
de modo torticero y con la ayuda evidente de los austriacos, lo degradaría a
los ojos de sus súbditos, colocándolo en una posición de debilidad que Hentzau
utilizaría para conseguir su sueño, que no era precisamente el de ser embajador
ante la Corte inglesa, sino Canciller de Ruritania, desbancando al incombustible
Aurel Mircea.
Y así estaban las
cosas cuando la noticia de la muerte del rey conmovió a todo el país. Ante la
Asamblea y en presencia de todos los altos dignatarios del país, el Canciller
procedió a dar lectura al testamento político del difunto Boleslav I, así como
al codicilo otorgado, como sabemos, dos días antes de su muerte. Aunque pueda
resultar llamativo, despertó mucha mayor expectación la de este que la de
aquel. A fin de cuentas, la petición al Parlamento de que reconociera a su hijo
mayor, Alejandro, como su sucesor, o los buenos consejos políticos y morales
que daba a su heredero para ser digno del trono, eran cosa supuesta. En cambio,
la indicación de que ambos hermanos se casaran el mismo día y que, entre tanto,
la jefatura del Estado permaneciese vacante fueron resoluciones que provocaron inmediatos
bisbiseos y ulteriores comentarios sorprendidos entre los diputados. Con todo,
nadie objetó a lo mandado por el difunto rey, ni siquiera los directamente
afectados, que salieron del Parlamento más atónitos que molestos o indignados.
Habría que darles algo de tiempo para que reaccionaran…
***
Como es natural,
el más ofendido fue el príncipe Alejandro, que se había imaginado saliendo de
la Asamblea convertido en Alejandro II, ya que había decidido respetar la
primacía de aquel otro Alejandro que había sido zar en Streltsigrad
cinco siglos atrás. En este momento, está tratando de aplacar su ira el
mariscal Frankovich, que lo iguala, por lo menos, en mal genio y lo dobla en
corpulencia.
-
No
hay cosa más justa -aduce Frankovich, tratando de convencerlo- que la de que se
celebre antes vuestro matrimonio. Bien sabéis que de él depende la sincera
unión de nuestro pueblo, y que así lo dispuso el rey vuestro padre y se aprobó
como artículo adicional en la Constitución.
-
¡Pues,
qué! -grita Alejandro-. ¡¿Acaso desconfiaba mi padre de que yo cumpliera con mi
deber matrimonial, una vez convertido en rey?!
El mariscal
sonríe: Alejandro acaba de descubrirse.
-
Ahí
está el quid, Alteza, en que consideráis como un deber, es decir, como una
obligación, el casaros con vuestra encantadora prometida, en lugar de un acto de
amor: uniros con la mujer que el destino os regala.
El príncipe ha
entendido el reproche, pero no vacila en refutarlo:
-
Sobre
eso del encanto y del regalo, habría mucho que hablar, que no es oro todo lo
que reluce… Pero bien está, y lo que ha de hacerse, hagámoslo pronto. Que
Mircea se ponga inmediatamente en contacto con Flavia y que fijen fecha para la
boda, a no más de treinta días a partir de hoy.
Frankovich no se
muestra del todo conforme con lo expresado por Alejandro:
-
La
condesa Flavia se encuentra en la ciudad en este momento. Pienso que sería
mejor que…, en fin, que hay cosas que deben hacerse personalmente, dado que,
además, faltan vuestros padres respectivos. Y, por otra parte, opino que
deberíais hablar también con vuestro hermano, ya que es inexcusable que os
caséis el mismo día.
Alejandro estalla:
-
¡Otra
estupidez! ¿En qué creéis que pensaba mi padre cuando tomó tan absurda
decisión? ¡Menudo caprichito: Ir al altar codo con codo con el patachula y
que él y su florentina muerta de hambre quiten protagonismo en la ceremonia a
quienes vamos a ser los reyes de Ruritania! Anda, tú que tanto sabes,
explícame qué pretendía mi padre con semejante originalidad…
El mariscal no
sabe qué responder, saliendo como puede del aprieto:
-
Tal
vez, dar a entender al país lo que, de hecho, no sucede, pero debería: Que los
dos hermanos estáis unidos para lo bueno, como para lo malo. Razón tenéis, no
obstante, en desear que la boda fuese exclusiva de Flavia y vuestra, pero
debéis ante todo obediencia como príncipe. ¡Ya tendréis toda la gloria el día
de la coronación, cuando Miguel haya de inclinarse ante vos, y la condesa
Matilde doblar la rodilla ante vuestra esposa!
-
Cuidad con vuestros batallones y vuestra vida de que llegue ese gran día y se cumpla
cuanto auguráis, replica Alejandro, mohíno.
-
No
lo dudéis, Alteza, si bien, a decir verdad, no tenéis motivo alguno para
preocuparos de ello.
***
En otra habitación
del palacio real se desarrolla en aquellos mismos momentos otra conversación a
dos, entre el duque Miguel y el conde de Hentzau. El rostro de perplejidad del
primero contrasta con la típica sonrisa enigmática de Ruperto.
-
No
es cosa de ir hasta el infierno para preguntar a vuestro padre los motivos de
su extraño codicilo, pero, desde luego, si bien se mira, os viene de perilla.
Miguel intuye lo
que quiere decir el conde, pero le replica sarcásticamente:
-
Ya
veo: Mi querido progenitor ha tenido el detalle de darme tres meses para
tratar de impedir que Alejandro se siente en el trono, pero ya me dirás de qué
va a servir tan corto periodo, si Ruritania permanece tranquila,
gobernada con mano férrea por el Canciller y el Mariscal.
-
¿Tres
meses? -pregunta con ironía Ruperto-. Contad con bastante menos tiempo, pues no
creo que vuestro hermano acepte agotar el plazo para ceñirse la corona. Estoy
convencido de que no se sentirá seguro mientras no le llevéis del brazo hasta
los escalones del altar mayor de la catedral, como fiel y sumiso segundo en el
reino.
-
¡Pues
más a mi favor!, exclama Miguel, refiriéndose al acortamiento de la demora. Si
pudiésemos inventar algo para conseguir un aplazamiento…
-
Siempre
podría partirse alguno de los contrayentes una pierna la víspera -bromea el
conde-. Aunque, sin llegar a tanto, los preparativos de las bodas serán un
excelente motivo para no apresurarse. Seguro que en eso estarán conformes los perros
guardianes del gobierno, aunque solo sea por no desairar a los invitados
extranjeros que estén interesados en acudir… Insistid en ello y apretar a
vuestra novia para que se niegue a las prisas, aduciendo lo lejos de donde han
de venir sus familiares. Por mi parte, haré algo en el mismo sentido para que
el emperador Francisco José[54]
envíe en representación a su heredero[55],
siempre que le den tiempo para aligerar su agenda.
El duque de
Streltsigrad pareció reconfortado, descansando su confianza en la que
demostraba su interlocutor. Con todo, le formuló la pregunta decisiva:
-
De
acuerdo, demos por sentado que contaremos con tres meses. Ahora bien, en tan
breve plazo, ¿qué puede hacerse para impedir que mi hermano llegue a ser rey?
Ruperto retrucó:
-
Decid,
más bien, ¿estáis dispuesto a todo para conseguir ser vos el sucesor?... Y, cuando
digo todo, incluyo que me dejéis hacer a mí y secundéis cuanto os
proponga, con el fin de alcanzar lo que ambos pretendemos.
No era Miguel de
los que daban carta blanca, pero comprendió que, falto de plan y de medios,
nada podía hacer por sí mismo:
-
Contad
con mi asentimiento, siempre que no sea algo descabellado.
Ruperto sonrió de
nuevo: Ninguna alusión se hacía a que lo ideado fuera cruel o deshonroso:
-
No
es mi estilo, el de no guiarme por la razón… De todas formas, siempre podéis
abandonar vuestros proyectos regios y retiraros a Zenda a cazar ciervos y, si
me permitís la familiaridad, a hacer feliz a vuestra atractiva futura esposa,
quien, por cierto, estaría más segura allí que en palacio.
Miguel se mordió
el labio hasta sentir dolor. Si en algo estimaba a Matilde, era por celos de su
hermano, que no dejaba de requebrarla. Hizo un brusco ademán de despedida y Ruperto,
extremando la reverencia, salió de la sala, no sin comprobar a la puerta que
nadie acechara en el corredor, como no fuera el soldado de la guardia.
***
Las bodas
principescas han sido fijadas, al fin, para el domingo, 13 de julio, apenas dos
días antes de cumplirse el plazo máximo fijado en el codicilo real. Todo en
Streltsigrad es bullicio y apresuramiento. La ciudad hierve de forasteros,
hasta el punto de que no puede encontrarse una sola habitación libre en ella,
ni en cinco leguas a la redonda. Harto del fárrago y agobiado por el calor
reinante, el príncipe Alejandro ha decidido, en contra de los insistentes
ruegos de su Canciller, abandonar el palacio real y acogerse al pabellón de
caza de Zenda. Al indicarle Mircea la descortesía que ello puede suponer para
con su prometida y los invitados extranjeros, Alejandro le ha respondido, con
socarronería:
-
Puedes
alegar que me encuentro agotado y, en consecuencia, he decidido tomarme unos
días de descanso, lejos del mundanal ruido. No hay nada mejor que eso para
reflexionar sobre cómo abordar las penosas tareas que van a pesar sobre mí a
partir de ahora.
Seguidamente,
agrega:
-
Viajaré
con un séquito muy reducido y, salvo que sea imprescindible, no quiero que se
divulgue el lugar de mi estancia. Bastará con decir que es un lugar de reposo.
El Canciller no
tiene más remedio que tragar con la imposición principesca pero, tanto por
seguridad, cuanto para tratar de frenar los excesos del príncipe el días tan
próximos a una gran ceremonia, llama al ministro de la Guerra, al que pone al
corriente de lo hablado con Alejandro, y decide:
-
Avise
de inmediato al coronel Trapp para que, a uña de caballo, se dirija al castillo
de Zenda con un par de ayudantes de confianza, y haga ver que ha llegado allí
como por casualidad, para cazar y revistar las guarniciones cercanas.
Las cosas se
desarrollaron como el Canciller recelaba. Mientras Trapp, alojado en el
histórico castillo, hacia todo lo posible por controlar a su díscolo ex
pupilo, este se lo pasaba en grande en el aledaño y coqueto pabellón de caza,
apenas separado de la fortaleza por el foso de esta y un bosquecillo de hayas,
por el que discurría una vereda de enlace entre ambas edificaciones. De la parte
trasera del pabellón, un sendero en declive llevaba a las orillas del lago, de
origen tectónico, con las orillas pobladas de juncos y carrizos, cuyos
ejemplares muertos formaban con el lodo un amasijo resbaladizo. Del puente
levadizo del castillo nacía el sendero principal que, convertido a poco en
camino carretero no asfaltado, llevaba a la ciudad de Zenda en algo más de dos
millas[56].
Desde allí, una carretera asfaltada llegaba hasta Streltsigrad, distante de
Zenda quince leguas, como ya hemos dicho.
Ruperto de
Hentzau, además de tener un buen servicio de espionaje, era de las
personas con las que Alejandro contaba para solazarse en las jornadas de Zenda.
Aunque fuesen completamente diferentes, el conde de Hentzau era lo
suficientemente listo, como para estar a bien con el heredero, y este apreciaba
algunas cualidades del conde, como su habilidad con las armas, la resistencia
al alcohol y la facilidad que parecía tener para conseguir chicas alegres y
manejar cuantiosos fondos. Más de una vez, el príncipe había usado de esas
dotes de su distinguido súbdito, incluso obteniendo préstamos, que pagaba
tarde, mal y nunca. En suma, de un modo u otro, Ruperto supo de la escapada principesca
desde el primer momento, teniendo así tiempo y oportunidad para poner en marcha
el compló que llevaba maquinando más de dos meses. ¿Cuál era este? Aunque pueda
parecer ilógico, empecemos a exponerlo por el final.
A requerimiento
del conde de Hentzau, la condesa Matilde, acompañada de una de sus damas y de
dos servidores de la confianza de aquél, ha salido de palacio de incógnito y,
en coche cerrado, ha llegado a la ciudad de Zenda y se ha hospedado en
una pasable fonda de las afueras, esperando la llamada de Ruperto para
personarse en el albergue que este ha ocupado, para su estancia y la de sus
esbirros, mientras acompaña a Alejandro en muchas de sus excursiones y
francachelas. La cabaña se encuentra bucólicamente situada en un pequeño
altozano, cortado casi a pico sobre el lago Rabishka, a unos quinientos pasos[57]
de donde desemboca en él el camino del pabellón real de caza.
Así realizado el
montaje, Ruperto pidió audiencia reservada, a media mañana, cuando Alejandro
permanecía aún en estado de semi inconsciencia, después de una noche de
borrachera. El príncipe ordenó que el conde pasara hasta su dormitorio y lo
recibió acostado y bostezando.
-
Lamento
interrumpir vuestro descanso -se disculpó el conde-, pero anoche me abordó una
dama con el rostro velado y me entregó esta carta cerrada, rogándome os la
hiciera llegar con la mayor urgencia y secreto. Tal vez no me hubiese
apresurado tanto, de no haber creído reconocer el perfume del papel y los
rasgos de la caligrafía del sobre.
El príncipe tomó
el pliego que le tendía Hentzau. Hizo lo posible, pese a su lamentable estado
de consciencia, para identificar la fragancia y la letra, pero no pudo menos de
confesar:
-
Lo
siento, Ruperto, pero no caigo… El aroma podría ser de jazmín y, en cuanto a la
grafía, me resulta conocida, pero no sé de qué.
-
Mejor
será que no me aventure a equivocarme -respondió el conde, con disimulo-.
Abridla, pues, ya que os está dirigida, y salgamos de dudas.
El príncipe se
incorporó ligeramente, con la ayuda de las almohadas, rasgó el sobre con un
estilete que guardaba en la mesilla, pero, cuando quiso leer la cuartilla, no
pudo fijar correctamente la visión en lo escrito, por lo que lo devolvió al
conde:
-
Léemela
tú, por favor, que esta mañana no estoy para mucha fijeza…
-
No
sé si debería obedeceros -bromeó el solicitado-: Una misiva de mujer puede
resultar muy comprometedora.
-
¡Déjate
de escrúpulos y haz como te digo!, ordenó el príncipe.
Cedió Hentzau y
leyó el texto, que venía a decir lo siguiente:
Alteza Real:
Soy una mujer que, antes de someterme a los exigentes e ingratos deberes del
matrimonio, se sentiría muy honrada aceptando de vos los favores que, más de
una vez, me habéis sugerido o solicitado. Así pues, si me seguís deseando,
tendré mucho gusto en complaceros, como a persona de mi predilección y, muy
pronto, mi soberano.
Os ruego me hagáis
llegar vuestra respuesta por persona de vuestra absoluta confianza y si aquella
-como espero y deseo- fuere positiva, sea ella misma quien fije el lugar y el
momento de nuestro encuentro que, como es necesario, habrá de ser sin testigos y
fuera de vuestros aposentos.
Espera anhelante
vuestra contestación,
M.
Conforme iba
Ruperto leyendo la carta, el príncipe iba saliendo con cierta rapidez de la
neblina de los vapores etílicos, con un rictus todavía entre el interés y la
beocia. Al acabar la lectura, mostró a las claras su estupor:
-
¿Quién
opináis que pueda ser esa señora M.? Muy alto pica, si me ha dado calabazas
varias veces y yo se lo he consentido…
Hentzau se echó a
reír y lo zahirió:
-
¡¿Tan
lerdo os deja el vino que no os deja ver ni siquiera lo evidente?! ¿No os dice
nada esa M. de la firma?... Pues yo lo tengo clarísimo, y no he hecho sino
confirmar lo que me insinuaban los rasgos de la letra del sobre. Esa dama que
os ha estado dando achares sin entregarse no puede ser otra que la condesa
Matilde, que ahora pretende daros, y darse, una alegría, por gusto… y por
fastidiar a su insufrible futuro marido, a quien tampoco vos creo que le tenéis
mucho afecto.
Alejandro reclamó
de nuevo la epístola, que esta vez logró leer, identificando en la caligrafía
del texto los rasgos picudos y el defectuoso francés, inconfundibles de quien
pronto sería su cuñada. Notó que se le nublaba la vista y que un grato cosquilleo
le hormigueaba por todo el cuerpo. Volvió a incluir la misiva en su sobre y,
con voz entre suspicaz e irónica, preguntó a Ruperto:
-
¿Y
en quién crees que debo confiar para que lleve a la dama mi afirmativa
respuesta y me traiga a su picante personita hasta el lecho?
Como era habitual
en él cuando le convenía, Ruperto le habló con franqueza, adelantándose,
incluso, a sus posibles objeciones:
-
Me
temo, alteza, que no tenéis más remedio que encargarme las gestiones, pues solo
yo tengo la clave del lugar en donde puedo encontrar a la emisaria de la
condesa, y no pienso compartir ese conocimiento con nadie… Comprendo vuestra
perplejidad: Este Hentzau -diréis- es un pájaro de cuenta, aliado de mi hermano
y amigo de los austriacos. Mas Hentzau dejaría de ser quien es, si no venteara el
céfiro que os lleva hasta el trono y la necesidad de abandonar a quien no ha
sabido caminar con pie seguro -sonrió sarcásticamente- por los caminos que
podrían haberle llevado hastala corona. De modo que…
Dándose por satisfecho
con lo ya escuchado, el príncipe consintió de lleno:
-
Está
bien. Dejo en tus manos todo este negocio, incluso lo que me parece más
peligroso: el lugar del encuentro.
-
También
en ese aspecto me halláis bien situado -aseguró Ruperto-. Sabéis que tengo una
cabaña, aislada y coqueta, a dos pasos de aquí, con preciosas vistas al lago.
Es vuestra y de la condesa por los días que preciséis. Mis hombres vigilarán y
velarán por vuestra seguridad.
-
Sea
como decís… Partid, que ya estoy sobre ascuas… Y tened por seguro que no nos
entretendremos en contemplar el lago desde el mirador: Soy mucho más hombre que
mi hermano y, a lo que parece, Matilde vale como mujer bastante más que mi
muñequita Flavia.
Mientras salía del pabellón de caza y montaba su caballo, el conde de Hentzau pensaba en algo que Alejandro acababa de decirle. Ciertamente, Miguel valía poco como hombre. De no ser así, no se habría avenido a servir a su prometida en bandeja a otro individuo, al que, para mayor escarnio, despreciaba.
La fortaleza que resistió
valientemente al ejército serbio en 1885
5. El golpe de mano
Dicen los
historiadores que el plan de Ruperto de Hentzau se inspiró en la muerte del rey
Luis II de Baviera[58]
que, pese a las anomalías psíquicas del monarca, casi todos en su momento
consideraron un crimen, aunque jamás pudo probarse, ni nadie fue acusado de él.
La historia de Baviera siguió su curso y la corona pasó al hermano menor del
rey difunto[59], otra
conclusión que hacía felices al duque Miguel y al conde de Hentzau, quienes
tuvieron muy claro lo que había de hacerse, tan pronto lograran atraer al
príncipe heredero a su guarida, con el irresistible señuelo de la bella
florentina. El plan tenía la marca de Hentzau: diestro, impúdico y moviendo los
hilos en la sombra. Para procurarse una coartada, Miguel permaneció en
Streltsigrad y Ruperto, tras organizar todo y aleccionar a sus secuaces,
decidió pernoctar en el castillo de Zenda, vigilando al propio tiempo al
coronel Trapp y sus ayudantes, a quienes invitó a cenar con el pretexto de cumplirse
doce años que había sido ascendido a mayor por méritos de guerra.
A la hora
convenida con Hentzau, Alejandro salió a escondidas del pabellón de caza, solo,
como era lo procedente, para preservar el honor de la señora, según
sarcástica expresión de Ruperto al acordarlo. Pese al sigilo y a caminar a pie,
el príncipe fue sorprendido por uno de los dos o tres soldados que hacían
guardia en la parte trasera, junto al bosquecillo. Nada habría convenido más a
los planes de los confabulados.
-
¿Desea
que lo escolte, alteza?
-
En
absoluto. Solo voy a pasear por el bosque y tal vez a darme un baño en el lago.
Hace un bochorno insoportable.
-
En
efecto. La noche amenaza tormenta. He visto algunos relámpagos para la parte de
la sierra de Kula.
-
No
importa. Si empieza a diluviar, como suele pasar en esta época, me refugiaré en
la cabaña del conde de Hentzau… Así que no te inquietes, ni des la alarma, si
no regreso en toda la noche.
El soldado se
extrañó de la ocurrencia de acogerse a refugio más a trasmano que el propio
pabellón de caza, pero nada objetó, como es natural, y se limitó a pronunciar
el consabido a la orden. Al momento, Alejandro desapareció de su vista
entre los árboles y, tras caminar unos minutos en zigzag, para despistar y
hacer tiempo, se encaminó decididamente hacia la cabaña. Una tenue claridad se
filtraba por los visillos de una ventana, deliberadamente con los postigos
abiertos. Cuando Alejandro terminaba de subir la cuesta, se escuchó un trueno
cercano y comenzaron a repiquetear en su gorra militar los primeros goterones
de lo que momentos después se convirtió en un aguacero. Se levantó un viento
racheado que combaba las hayas y agitaba con furia las espadañas del lago. La
densa niebla que cubría sus aguas instantes antes se dispersó hecha jirones.
Ruperto, contemplando el espectáculo de la naturaleza desde una de las ventanas
del castillo, sonrió satisfecho. También lo hizo Alejandro, que abrió sin
obstáculo la puerta de su nido de amor y avanzó, ignorante y complacido, hacia
su perdición.
***
Ruperto había dado
a sus hombres dos órdenes, por encima de cualesquiera otras: no herir ni
golpear al príncipe, y evitar trasladar su cadáver por tierra hasta el lago,
pues de otro modo quedaría bien a las claras que se había tratado de un crimen
y podrían rastrearse las huellas que los asesinos dejasen en el lodo de la
orilla. Habida cuenta del diluvio caído durante la noche, tal precaución se
presentaba como menos precisa, pues el arrastre de la lluvia habría borrado
gran parte de las marcas, caso de haber existido.
Los lectores
partidarios de los detalles escabrosos se sentirán defraudados, pero no puedo
asegurarles si, cuando los esbirros se arrojaron por sorpresa sobre Alejandro y
lo sofocaron con una almohada hasta asfixiarlo, el príncipe había consumado o
no el acto que se proponía realizar con la condesa italiana. Si es seguro,
desde luego, que ya se encontraba acostado y que la ropa de cama sirvió para
inmovilizarlo, sin dejar hematomas u otros signos de violencia por sujeción.
Acabada la operación con destreza, embocaron a Alejandro media pinta de su rakia[60]
favorita, embutieron el cuerpo en un saco y, con la ayuda de cuerdas, lo
descolgaron hasta el pie del cantil, donde esperaban otros dos compinches en
una barca de remos. En ella trasladaron el cadáver hasta unas ochenta brazas[61]
de la ribera, donde abrieron el saco y dejaron deslizar su contenido hasta hundirlo
en el agua. El propósito de tal alejamiento de la orilla no era principalmente
el de demorar el hallazgo del cuerpo, sino el de dar a entender que Alejandro,
fiado en su capacidad natatoria y con toda la flaqueza física y psíquica de la
embriaguez, se había aventurado en las aguas del lago, por capricho o para
mitigar el sofoco. De paso, siendo probable que el cadáver permaneciera bajo el
agua durante unos días[62],
dificultarían el acierto y la certeza de las conclusiones de los médicos
forenses, quienes era bastante probable, dada la alcurnia de la víctima, que no
se propasaran a hacerle la autopsia, sino que dictaminaran con el mero examen
superficial de su cuerpo.
Conforme a lo
convenido, los sicarios de Hentzau le hicieron saber de inmediato el resultado
-triunfal, en este caso-, provocando que ladraran repetidamente sus
bracos junto al foso del castillo. Seguidamente, por sendas poco frecuentadas,
guiaron el landó de la condesa a la ciudad de Zenda, hasta la fonda en que la
esperaban el cochero y su dama de compañía, con el equipaje presto y la cuenta
abonada. De allí, de manera tan silenciosa y certera como en el sentido
contrario, Matilde hizo en unas horas el viaje de retorno a Streltsigrad, donde
llegó a media tarde. Tan pronto supo de su llegada a palacio, Miguel acudió a
sus habitaciones:
-
¿Tanto
me has echado de menos querido?, preguntó con mordacidad la condesa, al verlo
presentarse tan súbito.
-
Déjate
de bromas -gruñó Miguel-. ¿Cómo han ido las cosas?
-
Puedes
ir tomando medidas para tu corona, respondió ella. Y, de paso, ve encargando la
mía, pues tengo la cabeza bastante más grande que Flavia y no me gusta llevar joyas
remendadas.
La seguridad de
Matilde permite colegir que, a fin de que consintiera en servir de cebo para
Alejandro, Miguel hubo de prometerle que, caso de llegar él a ser rey, ella
sería la reina, como esposa suya. Claro que eso suponía romper el acuerdo
constitucional en perjuicio de Flavia y, por ende, suscitar probables protestas
y resquemores de la minoría germánica del reino; algo que Ruperto se había
encargado de minimizar:
-
Por
ese lado -le confió a Miguel-, no tiene Su Alteza mucho de qué preocuparse.
Bastará con que me confiera el cargo de Canciller y, con eso y el inmediato
apoyo de Austria, mis hermanos suabos darán de lado a la Rubia y
al recuerdo de su heroico padre.
Miguel titubeaba
al aceptar las palabras de Hentzau:
-
¿No
sería mejor dejar la ley como está y que, cambiando de novia, pasara a
matrimoniar con Flavia?
Ruperto se sonrió.
También si él estuviera en papel de Miguel, preferiría a la hermosa virgen
rubia, que no a la voluptuosa Matilde, después de haberla ofrecido a su odiado
hermano:
-
Dejemos
abiertas todas las posibilidades -concedió el conde-, pero, por ahora,
contentemos en todo a vuestra prometida para que nos haga ganar el juego, sin
el cual tendríamos a Alejandro en el trono los próximos cincuenta años.
SEGUNDA PARTE: UN MÉDICO FORENSE DE
PARÍS
6. Los albaceas del rey
El asesinato
del príncipe Alejandro se produjo en las últimas horas del 9 de julio, siendo
así que las bodas de los dos hijos del difunto rey estaban previstas para la
mañana del 13. Por tanto, es probable que no se hubiese temido nada trágico por
su ausencia, a no ser por la denuncia que presentó verbalmente a sus superiores
el soldado de guardia con el que se había topado, cuando salía del pabellón
para su encuentro amoroso con la condesa Matilde.
-
¿Dice
usted que le anunció la posibilidad de que fuese a darse un baño en el lago?,
insistió el coronel Trapp, que inmediatamente se había hecho cargo de las
indagaciones.
-
Así
es, señor. Me dijo que tenía un calor espantoso. También me advirtió de que, si
la tormenta arreciaba, tal vez fuera a refugiarse en la cabaña que tiene aquí
cerca el conde de Hentzau.
Naturalmente,
en la cabaña nadie había visto al príncipe. De hecho, allí se habían esfumado
todos los actores del crimen, si bien, para no incurrir en sospechas,
permanecía un anciano guardabosque, cuidador de la propiedad. Según manifestó,
nadie había visitado el lugar durante la noche. La torrencial lluvia tormentosa
había borrado las huellas de pisadas que podrían haber quedado sobre el
terreno. Se optó, pues, por peinar la orilla del lago más próxima al
pabellón de caza y, en efecto, medio oculta entre los cañaverales, apareció
empapada y sucia la ropa que llevaba Alejandro la noche anterior. Algo
apartadas y separadas entre sí, aparecieron sus botas. Para quien hubiese
sabido lo que nosotros conocemos, estaba claro que los asesinos habían
abandonado a orillas del lago la indumentaria de que Alejandro se habría
despojado en la cabaña antes de meterse en la cama con la condesa, con el
propósito de simular un baño.
No es probable
que, de forma natural, el cuerpo hubiese aflorado a la superficie del agua tan
pronto como lo hizo, pues la temperatura de esta, aun en pleno verano, era
inferior a los veinte grados centígrados[63];
pero la insistencia en explorar la lámina de agua con pértigas logró su
objetivo cuatro días después. Para entonces, las bodas principescas habían sido
suspendidas y las principales autoridades del reino se habían trasladado a
Zenda, en cuyo castillo se había constituido el Gobierno en reunión permanente.
En previsión del macabro hallazgo, también había sido llamados al lugar el
catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Streltsigrad, que
se había alojado en un hotel de la ciudad, con dos de sus ayudantes y el
instrumental necesario.
El minucioso
examen externo del cadáver no arrojó dato alguno que hiciese sospechar de
violencias anteriores al ahogamiento. Con eso y la declaración del soldado
testigo, se planteó el dilema de hacer o no la autopsia al cadáver que, por
otra parte, presentaba un aceptable estado de conservación, como correspondía a
la temperatura del agua y a haber sido hallado en una zona de aguas profundas.
También los peces habían respetado la integridad de las aristocráticas carnes.
El catedrático, profesor Schmal, aseguró que, en su opinión y la de sus
ayudantes, no existía duda razonable de que la causa de la muerte era la
sumersión. El Canciller objetó:
-
¿Tienen
ustedes la misma seguridad respecto de si la asfixia fue anterior o posterior a
la sumersión?
-
¡¿Qué
demonios quiere usted insinuar, Canciller?!, saltó el duque Miguel, deseoso
-como era lógico- de que el caso se cerrase cuanto antes y sin despertar
sospechas.
-
Yo
lo he entendido perfectamente -terció Schmal, contemporizando-. En efecto,
siempre cabe la posibilidad, si no se autopsia el cadáver, de que una asfixia
por sofocación pueda hacerse pasar por ahogamiento. Pero, en un caso como este…
Notando que los
ojos de Miguel echaban chispas, el canciller Mircea decidió explicar sus
vacilaciones:
-
Verán,
ya comprendo que la probabilidad de una muerte criminal es muy reducida en este
caso, pero hay algo que me llama la atención: El difunto príncipe conocía al
dedillo el lago y sus peligros en caso de tormenta. Por otra parte, era un
hombre joven y un excelente nadador. La verdad, se me hace duro de creer que la
otra noche se comportase de manera tan imprudente.
Miguel vio los
cielos abiertos con la opinión del Canciller:
-
Usted
y yo sabemos -y me duele hablar mal de un muerto- que mi hermano se había
retirado a Zenda para correrse las penúltimas juergas, antes de su boda
con la condesa Flavia. Bien pudo suceder que bebiese esa noche en exceso y
perdiera la conciencia del peligro y buena parte de su energía…
Mircea, a su vez,
cogió al vuelo la oportunidad que se le presentaba:
-
Pues
abramos el cuerpo y cerciorémonos de lo que tenga en el estómago.
El duque de
Strelitsgrad corrigió:
-
Abrámosle,
pues, la barriga, pero nada más. Es lo más fácil de coser y no
desfigurará a mi pobre hermano.
El profesor
Schmal, a cuyo rostro todos volvieron la mirada, respondió a la implícita
pregunta de una forma que puso a Miguel los pelos de punta:
-
En
efecto, con abrir el abdomen a la altura del estómago será suficiente. Además, podremos
así comprobar si le entró agua del lago, o no. Será un excelente indicio para
saber, como el canciller quería, si el príncipe se ahogó, o estaba ya muerto
cuando la sumersión se produjo[64].
La suerte estaba
echada: Ni el duque podía volverse atrás de lo consentido, ni el canciller
exigir más de lo que aquel había aceptado. Del contenido estomacal de Alejandro
dependería el veredicto acerca de la forma de morir y, en consecuencia, la
posibilidad de una más compleja investigación criminal.
Dos días más
tarde, el profesor Schmal presentó sus conclusiones médico-legales. En el
estómago del finado se había hallado una cantidad de aguardiente tipo rakia,
que alcanzaba los cuatrocientos veinte centímetros cúbicos, así como otros
setecientos cincuenta centímetros cúbicos de vino Tokay[65].
Apenas se encontraron rastros de alimentos sólidos, y el agua del lago
ingerida apenas alcanzaba los doscientos centímetros cúbicos.
Las conclusiones
del informe de autopsia eran obvias para cualquiera que tuviese conocimientos
básicos de Medicina:
1ª. El volumen de bebidas alcohólicas encontrado ocupa
aproximadamente las dos terceras partes del total del estómago, de no forzar
artificiosamente su capacidad.
2ª. Las bebidas
alcohólicas ingeridas permiten suponer con gran fundamento que hayan producido al
fallecido un estado de intensa embriaguez, aunque los efectos dependan
parcialmente del tiempo transcurrido desde la ingesta y del hábito y
resistencia al alcohol del finado.
3ª. La cantidad de
agua encontrada -obviamente, mezclada en su mayor parte con las bebidas
alcohólicas- no es suficiente para poder afirmar que pasó al tracto digestivo
estando el individuo vivo, pero, conforme a la casuística médica, tampoco es
motivo para descartar que la muerte se produjera por sumersión.
En resumen: una de
cal y otra de arena; suficiente para robustecer la obstrucción de Miguel a que
se autopsiara más a fondo a su hermano, pero también para que las sospechas del
Canciller se viesen confirmadas. ¡Y bueno era Aurel Mircea para quedarse con
dudas en cuestión tan relevante! Desde aquel mismo momento empezó a tramar la
mejor forma de llegar a la verdad; pero eso llevaría algún tiempo. Entre tanto,
era preciso reanudar el mecanismo sucesorio y recomponer lo que se pudiera para
cumplir, ya que no la letra, sí, al menos, el espíritu del codicilo. ¡Para algo
era, no solo el jefe del gobierno de Ruritania, sino el albacea de Boleslav
I! Y, hablando de albaceas, tenía que ponerse al punto en relación con el
mariscal Frankovich. Los dos eran testamentarios y, si Mircea se consideraba el
cerebro de la pareja, el Mariscal no dejaba de ser el espadón del reino.
Anuncio del Orient Express (1888)
***
Apenas ha pasado
una quincena desde que el príncipe Alejandro, encerrado en un doble féretro,
reposa en la cripta de la catedral de la Redención de Streltsigrad, no lejos de
su padre. La Asamblea y el Gobierno han decretado tan solo un mes de luto oficial,
pues una y otro han comprendido la urgencia con que ciertas medidas políticas
han de ser adoptadas. Por descontado, nadie niega al duque Miguel el derecho de
reemplazar a su hermano en la sucesión al trono, pero todo lo demás habrá de
debatirse; y lo más peliagudo, el tema de su boda. El canciller Mircea opina
que ya no tiene sentido que esta preceda a la coronación, pero sí hay un pequeño
detalle que no se le escapa: ¿quién debería ser la novia? Precisamente, en
este momento, tres personas se hallan reunidos en secreto, en una de las
pétreas salas de la fortaleza Yado Dunav[66],
en la que el ejército ruritano detuvo la acometida serbia en 1885. Son el
canciller Aurel Mircea, el ministro de la Guerra, mariscal Jristo Frankovich y
el presidente del Parlamento, Stefan Angelov. Es este último quien se halla en
el uso de la palabra:
-
Todos
comprenden el escándalo internacional que podría desencadenarse -afirma-, pero
la situación obliga a afrontarlo. La minoría germana en la Asamblea, de forma
unánime, reclama y exige que se cumpla la disposición adicional de la
Constitución, de modo que el príncipe Miguel rompa el compromiso con la condesa
Matilde y se case con la condesa Flavia Elphberg.
-
¡Pero
eso es imposible!, brama el Mariscal. Es una cuestión de honor: Un rey de Ruritania
no puede romper su palabra, si no hay un motivo que lo justifique.
-
Supongo
que es bastante discutible que se ponga el honor por delante de la ley
fundamental del país -discrepa el Canciller-. No deja de fastidiarme -agrega,
sabiendo que está ante dos eslavos- que los ruritanos de etnia alemana nos
pongan entre la espada y la pared, sintiéndose más germánicos que patriotas;
pero me temo que, detrás de ellos, estén los gulden austriacos[67]
y las bayonetas prusianas[68],
lo que me da bastante más miedo que las protestas diplomáticas y las eventuales
sanciones arancelarias del reino de Italia.
-
Muy
cierto -apoya Angelov-; y eso, por no hablar de las ligerezas y mediocres
cualidades de la señora italiana, tal vez suficientes para mujer de un duque,
pero de ninguna manera para ser la esposa y apoyo moral de un rey.
-
Según
eso, caballeros -protesta Frankovich-, quizá tendríamos que aquilatar si el
duque de Streltsigrad reúne los valores y las virtudes que debería poseer el
soberano de un país tan precariamente hilvanado, como ustedes parecen opinar
que lo está nuestra patria…
-
Tiempo
al tiempo -sentencia sibilinamente Mircea-. Por ahora, nos basta con solucionar
el problema de la novia y dejar de lado el del novio… Han llegado a mis oídos
ciertas consideraciones de Miguel que… En fin, pido su anuencia para negociar
con el Duque y, si a mano viene, con la condesa Matilde, la feliz
conclusión de todo este aprieto.
-
Bien
sabe Su Excelencia que la tiene -responde Frankovich en nombre suyo y de
Angelov-…, pero no se olvide de convencer también a la condesa Flavia, que no
creo que sienta grandes apetencias de ser reina al lado de Miguel.
Mircea concluye,
dirigiéndose al presidente de la Asamblea:
-
Esto
último lo dejo en sus manos, Jristo, con la inestimable colaboración de los suabos.
Bien, gracias, caballeros. Continuemos adoptando la mayor reserva. Les
mandaré recado para reunirnos en este mismo lugar, tan pronto tenga noticias
que darles.
***
Unos días después,
son Miguel y Ruperto de Hentzau quienes charlan animadamente en las
habitaciones del primero en el palacio real. A juzgar por el contenido de la
conversación, el canciller ya ha cumplido su compromiso y, a lo que parece, no
ha encontrado dificultades insalvables.
-
No
sabes lo contento que se puso el Viejo cuando le aseguré que, en lo que
a mí respecta, sacrificaría mi amor y mi palabra al bien de mi país y a la
felicidad de sus ciudadanos.
Ruperto prorrumpe
en una carcajada y, sin dejar de reír, exclama:
-
¡Bravo,
mi príncipe! ¡Qué feliz conjunción: el trono, la Rubia y librarse de la
alegre florentina! Desde lo de haber evitado a medias la necropsia, no había
escuchado nada tan esperanzador.
-
No
creas que va a ser tan fácil, suspira el ya príncipe. Cuando se lo insinué a
Matilde, casi me echó de su habitación. ¡Haber hecho lo que hice y saber todo
lo que sé, y ahora quieres dejarme en la estacada! -me soltó-. ¡Pobre de ti
como se te ocurra dejarme compuesta y sin novio!
-
Era
de esperar -repuso Hentzau, con su habitual flema-. Habrá que trabajarse a la
condesa de manera muy cuidadosa, no sea que se nos venga abajo todo el
tinglado.
-
Tal
vez una nueva operación de los tuyos…, sugirió Miguel ominosamente.
-
¡Quita
allá!, exclama severamente Ruperto. No habría forma mejor de que tuvieras que
cambiar el trono por la mazmorra, pues no olvides que los míos son, en
realidad, los nuestros. Habrá que imaginar algo de mucha más finura, contando
con el sentido común de tu prometida y con los medios que pueda proporcionarnos
el Canciller.
-
¡No
fastidies, meter al enemigo en casa!, reprobó enérgicamente Miguel.
-
Los
negocios hacen extraños compañeros de cama, mi príncipe… Dejad al Viejo
de mi cuenta, que dos personas inteligentes y astutas -alardeó- suelen
acabar entendiéndose.
***
El tiempo vuela y,
poco después de concluido el luto oficial, vuelven a estar reunidos Canciller, Mariscal
y Presidente, en la vieja y heroica fortaleza. El primero no puede ocultar su
satisfacción, con una sonrisa de oreja a oreja:
-
Todo
resuelto, señores, afirma Mircea. Ya podemos anunciar cuando convenga el
compromiso de Miguel y Flavia. Y algo más, que encontrarán ustedes tanto o más
extraño que yo: El sinuoso conde de Hentzau me ha sido de gran ayuda en varias
de mis gestiones.
Los otros dos
interlocutores no abren la boca, entre la sorpresa y el deseo de que el
canciller se explique a la mayor brevedad:
-
Punto
primero -enumera Mircea-: Miguel, con tal de llegar a ser rey sin problemas, ha
aceptado la ruptura del compromiso con su amada Matilde y acepta sin
rechistar la boda con Flavia.
-
¡Como
para rechazarla! -no puede por menos de comentar el Mariscal-.
-
Total
-completa Angelov-, para lo que parecen interesarle las mujeres…
Mircea, sin más
comentarios, prosigue su enumeración:
-
Segundo:
la condesa Flavia, como en ella es habitual, acepta el sacrificio, en bien de
su etnia y de la unidad de Ruritania.
-
Puede
que le vaya mejor con Miguel, por cojo que esté, que con el borrachín y lujurioso
de Alejandro, a quien Dios tenga en su gloria -opina Angelov-.
-
Y
tercero, agrega Mircea, sin más comentarios: La condesa Matilde, con la
intervención y consejo del embajador de Italia, ha comprendido que no tiene la
alcurnia precisa para ser reina de Ruritania y acepta devolver su
palabra a Miguel…, aunque no gratis, precisamente.
-
¡Albricias!,
exclama el Mariscal, que solo ha escuchado la primera parte de lo referido. No
me cabe duda de que el rey Humberto, o el influyente ministro Crispi[69],
habrán aplacado las ínfulas de su ardorosa compatriota.
-
No gratis... -repite
Angelov, que sí que ha escuchado el final de la frase-. ¿Cuánto nos va a
costar?
-
La
condesa Matilde no quiere dinero, ni siquiera de su propio país. Sincera o no,
asegura que se sentiría comprada y, por ende, deshonrada. Ese fue uno de
los puntos en que Hentzau cooperó y dio con la fórmula del éxito: La condesa
aceptará a cambio de su renuncia a la boda las joyas de la corona de Ruritania.
Según nos hizo saber, tienen para ella un mero valor sentimental.
-
¡Arrea!,
exclama el Mariscal. Con el esfuerzo y el cariño que puso el rey Boleslav en
recuperar de los turcos nuestras viejas preseas…
-
No
tan viejas, rectifica Mircea, que la mayoría fueron confeccionadas por joyeros
de Viena y San Petersburgo, con cargo a los presupuestos posteriores a la
independencia.
-
Historias
aparte -interviene Angelov-, ¿a cuánto puede ascender el valor de todo el
lote?
-
Es
difícil de asegurar, dada la dificultad de su venta, pero seguro que la condesa
podrá sacar no menos de diez millones de leva[70].
Angelov emite un
silbido admirativo y concluye con una gracia, que todos rieron:
-
Pero,
señor canciller, ¿cómo se atreve Su Excelencia a afirmar que la condesa
sacará diez millones, si solo le mueve a aceptar las joyas su valor
sentimental?
7. Las cosas se complican
En el despacho del
embajador de Italia ante el reino de Ruritania, se hallan conversando
aquél, el barón Montella, con la condesa Matilde, que le ha pedido audiencia,
según la tarjeta de visita, para despedirse de Su Excelencia, antes de su
inminente partida para Italia. El barón divaga cortésmente, dado que no
sabe de qué humor habrá encajado su compatriota, a un tiempo, la ruptura del
compromiso con el futuro rey de Ruritania y la consiguiente petición por
parte de su antiguo prometido de que abandonase el país a la mayor brevedad, en
interés y beneficio de todos. Ante las dudas del embajador, Matilde se echa
a reír y lo tranquiliza:
-
La
verdad, barón, es que nunca debí aceptar la loca idea de abandonar a mi familia
y el ambiente de Roma, para enfrentarme a un país completamente desconocido y a
un matrimonio de tan dudoso porvenir. De modo que -lanza una pulla al
diplomático- no puedo sino agradecerle sus buenos oficios ante su gobierno y
mis padres, para que me hiciesen ver el tremendo error que estaba a punto de
cometer.
-
Pues,
siendo así señora -responde Montella-, tutti contenti. Y, por supuesto,
si puedo hacer algo para que su viaje le resulte más grato…
-
Precisamente
algo iba a pedirle sobre eso. Pienso dirigirme con una dama de compañía a
Belgrado, para tomar allí el Expreso de Oriente[71]
hasta Múnich, donde me esperarán mi padre y mi hermano Daniele quien, como
sin duda sabe Su Excelencia, es secretario de nuestra embajada en Baviera.
Será, pues, un viaje largo y, hasta tomar el tren, de cierto peligro. Si
pudiera facilitarme hasta Belgrado una escolta de policías o carabinieri
de la embajada, me haría un favor muy grande. No se preocupe por los gastos: yo
correría con ellos de mil amores.
El embajador
titubea: No querría plantear ningún problema de competencias con la guardia
que, sin duda, el gobierno de Ruritania pondría a la condesa, para
proteger su persona… y su valioso equipaje. Pero la condesa despeja las dudas
del barón:
-
Si
Su Excelencia me guarda el secreto, no me ofrecen las mismas garantías los
agentes ruritanos que los nuestros. Además, me cuesta mucho trabajo
entender el idioma de aquí, y no digamos hablarlo. Y, para acabar de
complicarlo todo, figúrese la simpatía que tienen los serbios para con
militares o policías ruritanos… Nos pondrían mil obstáculos para hacer el viaje
por carretera hasta Belgrado. En cambio, los italianos son bienvenidos en todas
partes.
El barón se
allanó:
-
No
lo crea, señora condesa, no en todas partes. ¡Qué más quisiéramos! Pero en
Serbia no tenemos problemas… En fin, no tengo inconveniente en conceder lo que
me pide, siempre que le parezcan suficientes dos de nuestros mejores policías.
La escasez de personal no me permite ser más generoso.
La condesa suspira,
resignada:
-
Pocos
me parecen, pero qué se le va a hacer.
Montella la
tranquiliza:
-
No
tengo la menor noticia de asaltos en Ruritania, ni tampoco en Serbia. No
obstante, voy a enviar inmediatamente un telegrama a mi colega, el embajador en
Belgrado, anunciándole su viaje y rogándole se ponga en contacto con las
autoridades serbias para que lo favorezcan al máximo.
La condesa asiente
con una sonrisa y, abriendo su bolso, saca de él un sobre cerrado y sellado,
que pone sobre el buró del embajador:
-
Una
cosa más, Excelencia -señala-. Voy a hacerle entrega de esta carta que, como
verá, está dirigida a mi padre. Le ruego que la conserve bajo llave en la
embajada. Cuando reciba noticias mías desde Italia, le requiero para que, bajo
su fe de caballero, la queme personalmente, sin abrirla. Pero, si en tres meses
no ha tenido carta mía, deberá remitir este pliego a mi padre, por valija
diplomática. Él sabrá lo que procede hacer con ella, pero le aseguro que será
algo que interesará a nuestro Gobierno.
El embajador toma
la carta e incontinente la guarda en un cajón de su escritorio, que cierra con
llave. Le asegura que cumplirá celosamente sus indicaciones y se despide de
ella, asegurándole que sus escoltas estarán a su disposición días antes de
emprender el viaje. Matilde no se atreve a concretar la fecha por el momento;
tan solo manifiesta su deseo:
-
Partiré
cuanto antes: Ya nada me retiene aquí.
La actriz Madeleine Carroll, Princesa
Flavia en la versión de 1937
***
El conde de
Hentzau se sentía intranquilo. Por una parte, el Canciller y el Presidente de
la Asamblea parecían haberse confabulado para demorar la ceremonia del
juramento y coronación del nuevo soberano, el futuro Miguel I. Por otra, el
todavía príncipe parecía estarle cogiendo gusto a ser, en potencia, la máxima
autoridad del país: mantenía entrevistas, viajaba por el reino y tomaba
decisiones con una autonomía, que a Ruperto empezaba a parecerle, no solo
molesta, sino también peligrosa. Miguel -pensaba Hentzau- era desconfiado y
bastante perspicaz, pero carecía de la experiencia y la astucia que permiten a
un hombre de Estado ir por libre en momentos delicados.
-
¡Qué
demonios! -dijo Ruperto para sí-. Podría ocurrírsele alguna vez que, si mete la
pata y se hunde, puede arrastrarme a mí con él.
Intranquilo, decidió
visitarlo sin solicitar audiencia previamente. Cosa llamativa, Miguel estaba de
tan buen humor, que de buenas a primeras le gastó una broma, aunque de no muy
buen gusto:
-
¡Cuánto
bueno por aquí! ¡Nada menos que el futuro canciller de Ruritania!
Ruperto replicó
con ironía:
-
Tan
canciller yo, como rey vos. Y, por lo visto, la cosa va para largo.
Miguel le aclaró:
-
El
plazo se agota, amigo. Acabo de tener una conversación algo tirante con el Viejo,
pero al fin le he hecho soltar prenda. Con el mayor beneplácito del obispo
Sava, me coronarán en la catedral el día de San Basilio[72].
Ruperto no pudo
evitar el soltar un juramento. ¡Esperar todavía tres meses!
-
¿Creéis
que la protección de San Basilio merece posponer tanto el gran día y celebrarlo
en medio de la nieve y el hielo?
-
No se trata de una razón religiosa -aclara el
príncipe-. Los políticos heredados de mi padre se han empeñado en que, como él
dispuso, me case antes de ser rey. La verdad es que, ni Flavia, ni yo tenemos
mucha prisa en comenzar nuestra condena juntos, pero no hay remedio y
ambos lo asumimos. Nos casaremos en la intimidad, por razón del luto que aún
mantiene la familia por mi padre y por mi hermano. Será en la capilla del
palacio real, unos quince días antes de la coronación. Todavía falta por fijar
la fecha exacta de la boda.
Hentzau devuelve
ahora a Miguel la broma inicial:
-
¡Qué
buenos padrinos haríamos la condesa Matilde y yo, con lo mucho que hemos hecho
por uniros!
Miguel permanece
serio y sale por la tangente:
-
Lo
que es ella, ya no estará en Ruritania en esos días. Todos hemos
convenido en que lo mejor es que se marche a su país cuanto antes.
Ruperto da un
respingo al escuchar al príncipe, pero se guarda el motivo y devuelve la broma:
-
…
Con las joyas, naturalmente, ironiza.
-
Así
es -asevera Miguel-, y bien protegida, pues, según mis informes, ha pedido el auxilio
de la embajada italiana.
El conde ya tiene
bastante en lo que pensar. Se despide y, todavía bajando la escalinata, ya está
maquinando su próximo plan. Podemos tener un anticipo del mismo escuchándole su
bisbiseo:
-
Ese
idiota de Miguel parece dispuesto a dejarla marchar con sus joyas y con su
secreto a cuestas… ¡Como si la Florentina fuese de fiar!
***
Como hemos
escuchado a Miguel, el Canciller, moroso y todo, ha consentido finalmente en la
boda y la coronación del príncipe heredero. Parecería que ha tirado la
toalla -como injustamente le ha echado en cara el mariscal Frankovich-,
pero está dispuesto a agotar todas las posibilidades y los plazos, a fin de
investigar hasta el final la muerte de Alejandro y llegar a la verdad acerca de
la misma. Ya hace algunas semanas que ha llamado al palacio del Gobierno al
profesor Schmal y, obligándole a prestar juramento de silencio, ha tenido con
él una conversación breve y algo ambigua, pero que el catedrático de Medicina
Legal ha entendido perfectamente:
-
Profesor
-ha preguntado Mircea-, en su opinión, ¿quién es la mayor eminencia del momento
de la Medicina Legal en el mundo?
Schmal responde
con cierta ambigüedad:
-
Todo
depende del caso que se consulte. La Medicina Forense es una especialidad
amplísima. No es lo mismo tratar de toxicología que -ejemplifica mordazmente-
sobre una muerte por asfixia.
-
A
eso vamos -reconoce el canciller-. Sin dar por ahora detalles del asunto,
quiero que, como si fuera cosa suya, escriba al profesor más ilustre en materia
de necropsias por inmersión, y le plantee de un modo general la… pericia que
usted y yo sabemos.
-
Estoy
a sus órdenes, Canciller, acepta Schmal. Me dirigiré al catedrático de mi
especialidad en la Facultad de Medicina de París y le sondearé con la máxima
prudencia.
-
Perfecto
-agradece Mircea-, y, por favor, hágalo rápido, que no tenemos tiempo que
perder.
-
Mucho
me temo -aventura el profesor- que, por aprisa que actuemos, sea ya demasiado
tarde.
Al día siguiente,
el profesor Schmal redacta la siguiente carta, que ordena reservadamente a su
ayudante de mayor confianza que lleve en mano a su destinatario en París,
viajando en el Expreso de Oriente, y esperando la contestación, para
traerla de vuelta por el mismo medio:
Streltsigrad,
a … de 1890.
Profesor Paul Brouardel[73]
Facultad de Medicina
París.
Admirado colega
y amigo, etc., etc.
Por encargo de
una personalidad de Ruritania, que quiere alcanzar en lo posible la verdad
acerca de un caso que ha acontecido en su entorno, le ruego encarecidamente me
manifieste si, según su ciencia y experiencia, hay alguna posibilidad de dictaminar
sobre un cadáver, enterrado hace dos o tres meses, la causa de su muerte,
siendo la duda médica la de que haya sido por sofocación mecánica o por
sumersión.
Le ruego me
responda a la mayor brevedad posible, entregando su contestación al mismo
profesor ayudante de mi cátedra, que le ha hecho llegar la presente.
Sin otro
particular, reciba, Profesor Brouardel, el respeto y el agradecimiento de su
afmo.
Marcus Schmal.
La misiva del
catedrático de Streltsigrad fue contestada a vuelta de correo por el de París,
en la forma que abreviadamente expongo:
Respetado
colega y amigo:
… Ciertamente, el
tema sobre el que me pide consejo no es de los que hayan concitado hasta el
presente mi mayor interés[74], pero existe un profesor ayudante de
mi cátedra, eminencia en la práctica de las autopsias en la Morgue de esta capital, que está
aplicando, todavía a nivel experimental, una técnica consistente en el análisis
del tejido y del contenido de las vísceras del aparato digestivo, con vistas a
encontrar restos de algas diatomeas y de cristales microscópicos de minerales,
que puedan evidenciar que el cadáver haya ingerido agua procedente del caudal
en que haya estado sumergido[75].
El médico al que aludo es el Doctor Fabien Bonneval, a quien puede usted
dirigirse a través de mi cátedra o de la Morgue parisina, haciendo uso,
si lo desea, de los datos contenidos en esta carta…
***
Si el canciller
Mircea y el conde de Hentzau no hubiesen sido tan escrupulosos a la hora
de cuidar los detalles de sus planes y suposiciones, la historia de Ruritania
habría sido muy diferente y, desde luego, bastante más larga. En lo que
queda de este capítulo expondré los hechos por los que acabo de opinar así
acerca del Canciller. En capítulos siguientes podrán conocer las razones que me
llevan a considerar que hasta la persona más prudente y equilibrada puede
desbarrar, cuando se empeña en atar todos los cabos y prevenir todas las
contingencias desfavorables que puedan acaecer.
Vayamos, pues, con Aurel Mircea y sus
denodados intentos por asegurarse de que la muerte del príncipe Alejandro había
tenido un carácter puramente accidental.
Recibir, a través
del profesor Schmal, la carta del catedrático Brouardel y escribir, a su vez,
al embajador de Ruritania en París fue todo uno. En la valija
diplomática, Mircea depositó un sobre grande, dirigido al embajador, y en su
interior, otro cerrado y lacrado, cuyo destinatario era el Doctor Fabien
Bonneval, de la Morgue de París. Al embajador le encargaba que, con la
mayor discreción posible, hiciese llegar personalmente al susodicho doctor la
misiva que le iba dirigida, esperando su contestación y transmitiendo esta al
canciller. En la comunicación encaminada a Bonneval, decía, entre otras cosas,
lo siguiente:
… En la
confianza de que sus extraordinarios avances en la materia puedan conseguir
resultados en el tema que voy a exponerle, me permito impetrar su cooperación,
en aras de la ciencia y de la justicia, para se traslade a Streltsigrad
-capital de este país de Ruritania-, a fin de dirigir los trabajos de
exhumación y completa autopsia del finado príncipe Alejandro, para así
dictaminar con toda la exactitud posible la causa de su muerte…
Innecesario es que
le asegure de que dispondrá de cuantas comodidades y medios precise para
desarrollar en debida forma su pericia; de los anticipos de numerario que
necesite para sus gastos, y de una remuneración a convenir, para lo cual el
gobierno de Ruritania depositará la cantidad de cien mil francos en la entidad
bancaria y sucursal que usía me indique…
Como es natural,
le encarezco la necesidad de que me responda a la mayor brevedad posible, así
como de que guarde absoluta reserva sobre cuanto concierne al contenido de esta
carta y a la gestión solicitada, que deseo fervientemente sea aceptada por usía
y pueda dar los resultados apetecidos…
Habría sido un
cretino el profesor Bonneval, si la importancia y relumbrón de la tarea
propuesta, así como los cien mil francos prometidos, no le hubiesen puesto los
dientes largos. Pero nuestro forense había oído hablar mucho de los Balcanes,
como el polvorín de Europa y no se le ocultaba la peligrosa
transcendencia de su pericia. Así pues, para aceptarla, puso dos condiciones,
de la que la primera a él y a muchos habría parecido de imposible cumplimiento.
El embajador ruritano la exponía así en telegrama cifrado enviado al canciller
Mircea (se lo transcribo a ustedes, una vez descifrado):
Profesor B.
condiciona viaje asignación persona francesa de su confianza, experta manejo
armas y perfecta conocedora país de destino. Así mismo exige contratar
seguro con empresa francesa o suiza, caso fallecimiento en ejercicio función,
beneficiaria esposa, capital medio millón francos franceses. Espera respuesta
una semana.
Mircea mostró el
telegrama al mariscal Frankovich. Este sugirió:
-
Tal
vez, el embajador de Francia nos facilitaría algún militar de su legación.
Mircea, bastante
misterioso, negó:
-
Con
toda probabilidad, no sería conocido del profesor. Además, no quiero dar tres
cuartos al pregonero, hasta que su labor termine con éxito, si es que lo
alcanza.
-
Entonces,
¿a quién rayos va usted a poner de niñera al franchute ese?, preguntó
destempladamente el Mariscal.
-
A
mi hijo, repuso Mircea, como lo más natural del mundo.
Habremos de
rencontrarnos, pues, con aquel jovencito, Albert Mircea, que había tenido que
partir para Francia, a fin de evitar que prosiguiera el enamoramiento de la
condesa Flavia y él, siendo unos adolescentes. Su padre, el canciller, promotor
de aquella separación, había sido inexorable: Albert no regresaría a Ruritania,
en tanto Flavia no hubiese contraído su previsto matrimonio con el príncipe
heredero del país. Tan solo -como, en su momento vimos- hubo un intento por
parte de Albert de retornar a la patria cuando esta, en 1885, entró en guerra
con Serbia, pero el joven hubo de darse la vuelta, al concluir victoriosamente
los combates a las dos semanas de comenzar. Ahora, cinco años después, el
otrora cadete ruritano de Saint-Cyr se ha convertido en un flamante teniente
de Ingenieros de guarnición en Rouen, ha adquirido la nacionalidad francesa por
naturalización[76] -sin
advertir de ello a su padre- y mantiene un noviazgo formal con Nadine, hija
de un teniente coronel de Caballería, que lo mira por encima del hombro por ser
un intelectual con uniforme. Albert se libra bien de aludir al cargo de
su padre, a quien se refiere como un simple médico rural que, gracias al
esfuerzo de sus progenitores, tuvo la suerte de poder estudiar en Francia.
***
El teniente Mircea -a quien casi todos toman
por corso, por lo extraño de su apellido- recibe una carta de su padre,
remitida desde la Academia Militar, donde el canciller debe de creer que sigue
cursando estudios su hijo. El contenido es insólito, y perentorios los
términos:
… Encamínate a
la mayor brevedad a París y preséntate en la Facultad de Medicina, o en la
Morgue de la misma, al profesor Fabien Bonneval, a quien te ofrecerás de la
manera más completa para acompañarle hasta Streltsigrad, sirviendo en todo
momento a su seguridad e integridad, con empleo de las armas, si fuere preciso…
Me informarás, por conducto de nuestra embajada, del resultado de tu entrevista
y, si finalmente os pusierais en camino a Ruritania, procurarás informarme
telegráficamente de vuestro paso por las principales ciudades del recurrido…
… Espero
comprendas que razones de Estado me impiden darte más explicaciones sobre este
favor a la patria que, como padre, te pido…
… Las buenas
relaciones que mantengo con el comandante de la Escuela, general Tramont[77] te serán suficiente palanca para
que puedas obtener el permiso necesario para cumplir mi encargo…
Mal que bien, pese
a todas las dificultades, el obediente Albert obtuvo una licencia trimestral
-sin sueldo- del coronel de su regimiento, y otra -por el mismo plazo y sin
compromiso de esperarlo- por parte de la enfadadísima Nadine. Igualmente,
obtuvo el beneplácito del timorato forense Bonneval, ante quien se presentó de
punta en blanco, con sable al costado y la cruz al mérito, por haber sido el
número uno de los alumnos de su arma y promoción. Y así, una semana después del
encuentro con Bonneval, este, un ayudante y Albert subían al Expreso de
Oriente, rumbo a la búsqueda de la verdad. A juzgar por las dimensiones del
equipaje del forense -por el que hubo de pagarse exceso-, se habría dicho que, cuando
menos, medios no iban a escatimarse para ello.
El actor James Mason, el mejor Ruperto
de Hentzau de la gran pantalla
8. Una autopsia más y una condesa menos
Se preguntarán los
lectores cómo es posible que el príncipe Miguel, a punto de alcanzar el trono,
cambiara su anterior criterio y se aviniese ahora a consentir que se exhumara
el cuerpo de Alejandro y se lo pusiera en manos de un lince francés, que
podría aumentar las sospechas de muerte criminal. La razón es que, poco tiempo
antes, el conde de Hentzau había llevado a término su propósito de eliminar a
la peligrosa testigo de todo el compló que había desembocado en el fratricidio.
Examinemos los hechos.
Ruperto tenía el
suficiente conocimiento -y pesimismo- acerca del comportamiento ajeno, como
para aceptar ese axioma que los nuevos tiempos han convertido en peculiar ley estadística:
Todo lo que puede salir mal acaba saliendo mal. Y, aplicado a la conducta
humana, no puede decirse que la manera de ser de la condesa Matilde -gastadora
y en exceso locuaz- se prestase a confiar en que se llevara el secreto de Zenda
a la tumba. De hecho, Hentzau ya se la imaginaba haciendo chantaje una y otra
vez, desde su lejana e inexpugnable residencia romana; un comportamiento que,
siendo Miguel tan débil de carácter como él lo consideraba, podría acabar por
hacerle perder los nervios y peligrar la armoniosa relación cómplice entre
ambos, de la que Ruperto esperaba alcanzar el ansiado puesto de canciller, y
quién sabe si algo más, para el caso de que Austria decidiera poner el
pie sobre Ruritania, so pretexto de proteger a la población germana y,
de paso, aumentar su influencia en los Balcanes.
Estaba claro que había
que actuar con rapidez, antes de que Matilde abandonase el país. Pero las
prisas nunca son buenas consejeras; más aún, cuando son imprevistas, pues no
había sabido de la inmediata marcha de la condesa hasta que Miguel le había
informado de ella. Con todo, Ruperto pasó un par de días sopesando los pros y
los contras de una decisión definitiva y fatal. Como es natural, no le agradaba
lo más mínimo que la condesa se hubiera puesto en manos de la embajada de
Italia para procurarse seguridad: Era imposible comprar a los agentes
italianos y, por otra parte, de sufrir estos algún daño, resultaba casi
inevitable la producción de un incidente internacional, y con una muy
respetable Potencia. Pero, en el orden positivo, Hentzau tenía la firme
convicción de que la desconfiada condesa llevaría consigo las joyas de la
corona, además de los objetos más valiosos de su equipaje. Ello presentaba una
doble ventaja: poder explicar el atentado como un robo de muy cuantioso botín y
poder quedarse con una fortuna, aún después de haber pagado espléndidamente el trabajo
a sus esbirros.
¿Qué hacer con
Miguel? ¿Le informaría de sus aviesas intenciones, ya que también él sería
beneficiario de la eliminación de tan peligrosa testigo? Pronto rechazó el
hacerle tal confidencia: Como futuro rey, había de ser más escrupuloso a la
hora de lo incordiar a un país extranjero. Como hombre, quizá conservara un
rescoldo de afecto hacia su antigua prometida, o una opinión más favorable de
su fidelidad a la hora de guardar silencio: Después de todo, Italia era la
tierra de la omertà[78],
aunque Matilde estuviera lejos de ser mafiosa, ni siciliana…
En suma, Ruperto
asumió su proyecto criminal como un mal menor, con el que arriesgaba mucho en
el presente para no perderlo todo en el porvenir. A partir de tan aleatoria
resolución, no se le puede culpar por la forma, directa y arriesgada, de
llevarla a término, habida cuenta del muy escaso tiempo con que contó para
prepararla, exclusivamente con su equipo de hombres fieles a sueldo, quienes
tan efectivos se habían mostrado, pocos meses atrás, al eliminar al príncipe
Alejandro de manera bastante limpia o, mejor dicho, con pocos errores de
bulto.
Aquellos sicarios
conocían perfectamente su oficio y respondían con todo rigor a las órdenes e
indicaciones de Hentzau quien, por otra parte, solía dejar amplio margen a la
iniciativa e improvisación de los suyos, dado que, en tareas tan peliagudas,
era punto menos que imposible predecir todas las consecuencias y los
imponderables. A este respecto, tenía una frase que suscribiría cualquier
hombre de acción: Si quieres controlarlo todo, hazlo tú mismo. Así pues,
tras establecer el sistema de vigilancia de la condesa, para conocer el inicio
y curso del viaje, Ruperto se reunió con sus dos hombres de mayor confianza
para discutir y acordar el lugar en que habría de producirse el asalto. En
aquellos días, todavía veraniegos, largos y calurosos, dieron por sentado que
el coche de la condesa invertiría un par de jornadas en hacer el recorrido
desde Streltsigrad hasta la frontera serbia, para llegar a esta a la caída de
la tarde del segundo día. Igualmente, por lógica y ciertas informaciones de
espías en la embajada de Italia, tenían la convicción de que los cuatro
pasajeros -la condesa, su dama de compañía y los dos policías italianos- viajarían
a bordo del mismo coche, a mayores del cochero y su ayudante, así como del
abundante y pesado equipaje de Matilde; todo lo cual hacía suponer que se
emplease un coche de camino, tirado por cuatro caballos. A partir de esa
certera suposición, indiscreciones bien pagadas aclararon que la primera noche
los viajeros pernoctarían en la única posada confortable del pueblo de Sipeik,
haciendo al siguiente día el recorrido hasta la villa fronteriza de Skálovo,
donde tenían reservas en el único hotel de la ciudad y engancharían un nuevo
tiro de cuatro caballos, para lo que había recibido instrucciones oficiales la
oficina de policía de la villa.
Esto sabido,
Ruperto acordó que el asalto, a cargo de sus seis esbirros habituales, se
llevaría a cabo a una legua de Skálovo, donde el camino, tras cruzar un
bosquecillo y vadear un riachuelo, tomaba altura en pronunciada cuesta,
bordeada de cantiles generados por la erosión fluvial. Curiosamente, no se
encontraba lejos del castillo solariego de los Hentzau, pero el propósito de
los salteadores no era el de correr a refugiarse en él, una vez cometido su
crimen, sino el de alcanzar por caminos secundarios la cercana frontera serbia,
tratando de dar a entender que esa era su nacionalidad y procedencia. Luego,
una vez caída la noche, intentarían regresar a la guarida, sin ser
vistos y con los cascos de sus monturas calzados con fundas blandas.
Las órdenes de
Ruperto solo eran concluyentes en lo relativo a acabar con la vida de la
condesa, aparentando ser su muerte involuntaria, y a sustraer el cofre en que viajasen
las joyas de la corona. Una y otra cosa habrían de ser minuciosamente
constatadas por los asaltantes antes de escapar. Todo lo demás eran consejos o
indicaciones, más o menos perentorios: Respetar en lo posible la vida de los
demás viajeros, en particular, de los italianos; arriesgarse lo menos posible a
resultar heridos; no hablar entre ellos, no siendo en susurros; dar el alto y
las demás órdenes en serbio, de lo que se encargaría un asaltante que tenía
conocimiento de dicho idioma. En un punto, hizo especial hincapié Hentzau, que conocía
sobradamente a sus hombres:
-
Bien
está que deis toda la impresión de que lo único que os mueve es el saqueo, pero
no cojáis nada pesado, ni que os dificulte la fuga. Eso sí, dejad caer algo por
el camino, cuando ya estéis en Serbia.
Pienso que no
tiene mucho sentido que describa el detalle del asalto, en cuanto no tenga
importancia para narrar la historia. Baste decir que los acontecimientos se
desarrollaron conforme a lo previsto por Ruperto, sin otra adición que la
muerte del ayudante del cochero, de nacionalidad ruritana, y una herida menos
grave en un hombro de uno de los policías italianos; ambas, de bala. La condesa
fue mortalmente herida de un escopetazo en la cara, aparentando el asesino que
se le había escapado el tiro por una corveta de su caballo. Y las joyas de la
corona fueron a parar aquella misma noche a manos del conde de Hentzau, como
premio por haber librado a Miguel -y a él mismo- del riesgo de delación por
Matilde, y para compensar el generoso precio que tendría que pagar a sus
secuaces por su criminal conducta, tan brillante, como eficaz.
***
De un artículo
publicado en páginas 1 y 3 por el periódico toscano La Gazzetta Lucchese, a
la semana de tenerse conocimiento del aparente robo con homicidio, en que había
fallecido la condesa Matilde:
… Sigue sin
haberse identificado ni, menos aún, detenido a los bandidos que el pasado día
18 asaltaron el carruaje en que viajaba la condesa Matilde de Toscana,
acompañada de una dama de su casa y de dos agentes de policía italianos,
destacados en la embajada del Reino de Italia en Ruritania. Como recordarán los
lectores, en el curso del suceso, falleció por disparo de arma de fuego la
condesa y fue herido de cierta gravedad en un hombro uno de los policías,
aunque nos informan de que su vida no corre peligro. También resultó muerto uno
de los cocheros del vehículo, de nacionalidad ruritana. Los hechos tuvieron lugar en las
proximidades de la pequeña ciudad ruritana de Skálovo y los criminales, tras
saquear las pertenencias de los viajeros, huyeron hacia la frontera de
Ruritania con Serbia, país este en que, al parecer, se internaron. Por
declaraciones de los ocupantes del coche, se sabe que los bandidos fueron seis,
llevaban la cabeza cubierta con capuchas y, al parecer, cruzaron algunas
palabras con sus víctimas en idioma serbio.
… Nuestro Gobierno
está siguiendo el curso de las investigaciones con gran interés, habiendo
presentado ante las autoridades de Serbia y de Ruritania una protesta formal
por lo sucedido, exigiendo que los hechos sean muy pronto esclarecidos, y
detenidos los culpables…
… El Presidente
del Consejo de Ministros y titular de Asuntos Exteriores, Señor Crispi, ha
manifestado a la prensa que Su Majestad, el Rey Humberto, está siguiendo los
acontecimientos desde el primer momento con máxima preocupación y con el vivo
dolor de ser la Condesa fallecida, no solo una compatriota, sino una
aristócrata de elevada alcurnia, que inicialmente había viajado a Ruritania con
el objeto de contraer matrimonio con el príncipe que actualmente es el heredero
del trono, tras la confusa muerte de su hermano mayor el mes de junio pasado,
víctima de ahogamiento…
Supongo que los
encargados de continuar el extenso informe, iniciado -como recordarán- con los
acontecimientos del Congreso de Berlín de 1878, elegirían el ejemplar de La
Gazzetta Lucchese por proceder de la región de Toscana, de la que era
oriunda la condesa Matilde, pero igualmente podrían haber escogido cualquier
otro diario italiano de la época, pues la noticia era recogida en ellos de
forma prácticamente idéntica. Mas la situación estaba a punto de cambiar de
manera sustancial, aunque no por el hecho de que los culpables fuesen
identificados y detenidos, sino por la llegada a Roma de un documento que
-curiosamente- se mantuvo secreto para la prensa-. Se trataba de la carta de
Matilde dirigida a su padre, que aquella había confiado al embajador Montella
cuando se disponía a abandonar para siempre -nunca mejor dicho- el país de Ruritania.
Veamos el contenido de la misiva y, de pasada, constatemos el pudor con
el que la remitente exponía los sucesos de Zenda, aunque sus reticencias
hubieran de perjudicar la claridad y vehemencia de sus imputaciones:
En Streltsigrad, a 20 de agosto de
1890.
Querido padre:
El que esta carta
llegue a tus manos será la demostración de que mis inquietudes se han confirmado,
por lo que en este momento tu hija Matilde ha partido a rendir cuentas a Dios
Todopoderoso de sus actos y, si alguna justicia espera en este mundo, habrás de
ser tú quien la promueva, con la energía y la firmeza de que siempre has dado
muestra en tus acciones.
Has de saber que
no tengo certeza de quién o quiénes hayan decidido mi muerte, ni tampoco de la
identidad de las personas que la hayan ejecutado, pero podrás inferirlo de lo
que, bajo juramento ante el Dios que ha de juzgarme, expongo a continuación:
Confesión bajo juramento de la
condesa Matilde de Toscana
En descargo de mi
conciencia y para castigo de los asesinos, manifiesto que tengo personal
conocimiento de que la muerte del príncipe heredero, Alejandro de Ruritania,
fue decidida y planeada por su hermano, Miguel de Streltsigrad, y el esbirro y
consejero de este, conde Ruperto de Hentzau; llevándose el crimen a término el
pasado día 9 de julio, en una cabaña propiedad del susodicho conde, en las
inmediaciones de la ciudad de Zenda, por varios individuos comisionados por él,
quienes asfixiaron al príncipe Alejandro y luego tiraron su cadáver a un lago
próximo, para simular que la muerte se había producido por ahogamiento.
Reconozco que tuve
conocimiento de cuanto he dejado dicho por habérselo escuchado con mis propios
oídos a Miguel de Streltsigrad, días después de consumado el crimen, y pido
perdón a Dios por no haberlo denunciado hasta ahora, para salvar mi vida, la
que, después de todo, he venido a perder, cumpliéndose así en mí la verdad
evangélica de que quien
quiera salvar su vida la perderá. Que Nuestro Señor Jesucristo se digne
cumplir en mí la continuación de su promesa, y así, habiendo tranquilizado mi
conciencia, aunque haya de ser póstumamente, no pierda yo la vida para siempre[79].
… Pero, por encima
de todo, tenedme, padre mío, presente en vuestras oraciones, que muchos
sufragios he de necesitar para que mi pobre alma expíe la penitencia debida por
sus pecados…
Facultad de Medicina de París
(gentileza ArteHistoria)
***
El padre de
Matilde pidió audiencia inmediatamente a su primo, el rey Humberto, para
confiarle el contenido de la carta y reclamar las pertinentes acciones
diplomáticas que procedieran. El monarca, tan sorprendido como indignado, no
obstante manifestó al magnate que, siendo un soberano constitucional, no podía
hacer otra cosa que poner los hechos en conocimiento del presidente del Consejo
de Ministros, sin perjuicio de manifestarle su preocupación e interés personal
en el asunto. No habiendo querido el conde desprenderse de la carta original -no
por desconfianza, sino por ser el último mensaje de su querida hija,
alegó-, el rey ordenó copiarla y prometió que la haría llegar personalmente al
ministro Crispi[80], a
quien encargaría que se pusiera en contacto con el conde para informarle
oportunamente.
Crispi, aunque
siciliano y de genio vivo, era un buen abogado, además de político de raza, y
estaba a punto de cumplir los setenta y dos años. Experiencia y prudencia se
aunaron para que el ministro se diera inmediata cuenta de que, por muy solemne
que fuera, la declaración de Matilde, no aportaba ninguna razón sólida de
conocimiento, pues no lo era la mera aseveración de que lo había oído de labios
del inductor del asesinato -¡nada menos!-. Bastaría con la lógica negativa de
Miguel para dejar para siempre en la duda lo realmente acaecido. Y, aunque
Crispi no conocía detalles tan jugosos de la delatora como el de las joyas de
la corona, sí le constaba que Miguel había roto el compromiso matrimonial con Matilde,
privando a esta de la gloria de llegar a ser reina de Ruritania. No era,
por tanto, la testigo más objetiva que podría desearse, ni parecía lógico que
el príncipe se hubiera confiado a ella en una materia tan sensible. En
consecuencia, tomó la decisión más lógica: A través de su embajador en
Streltsigrad, remitió un mensaje secreto al canciller Mircea -de quien, aunque
no lo conociera personalmente, tenía formada una buena impresión-, cuyo
contenido era sustancialmente el siguiente:
… El padre de la condesa Matilde ha hecho
llegar a Su Majestad, el rey Humberto, una carta redactada por aquella en sus
últimos días, en la que se manifestaba que el príncipe Alejandro de Ruritania
no había muerto ahogado, sino por la acción criminal de personas encargadas para
ello por el hermano del príncipe y por un aristócrata de ese país, llamado
Ruperto de Hentzau.
Comoquiera que la
finada condesa Matilde no aportaba otro motivo de conocimiento que el de haber
oído acerca del crimen al propio príncipe -entonces duque- que lo indujo, Su
Majestad, el rey de Italia, y el Gobierno que presido, hemos decidido secretamente
poner los hechos expresados en conocimiento de Su Excelencia, con el firme
ruego de que procure con el máximo esfuerzo acopiar pruebas objetivas que
permitan aclarar los mismos, dado que la condesa Matilde de Toscana, ilustre ciudadana
de Italia, podría haber sido asesinada, no solo para robarla, sino
principalmente para eliminarla como conocedora de lo sucedido al príncipe
Alejandro.
Así mismo, ruego a
Su Excelencia me informe por este mismo conducto de las acciones que emprenda
para investigar los citados hechos y, en su caso, me haga llegar el resultado
de las mismas.
Estoy seguro,
Excelencia, de que su acendrado sentido de la justicia y las buenas relaciones
existentes entre nuestros dos países serán suficiente acicate para que atienda
mi razonable solicitud con el mayor interés y urgencia posibles…
***
Pues bien, creo
que con lo que antecede queda bien explicado que, aunque a regañadientes, el
príncipe Miguel, como pariente más próximo del difunto Alejandro, se viese
forzado a transigir con que se practicase a su hermano una completa autopsia,
previa la exhumación en secreto de su cadáver. Claro está que el astuto
canciller no confió a Miguel el mensaje de Crispi, sino que le hizo creer que
había recibido una simple nota verbal del embajador de Italia, haciéndole ver
la preocupación de su Ministerio de Asuntos Exteriores por los insistentes
rumores acerca de una posible relación del asesinato de la condesa Matilde con
la información sensible que esta pudiese tener sobre la muerte del príncipe
Alejandro de Ruritania.
-
¿No
está lo bastante claro que el motivo fue el robo? -gruñó Miguel-. ¡Y nada menos
que de las joyas de la corona! ¡A saber si el soplo no provino de la
misma embajada italiana!
-
Sea
como fuere, Alteza -respondió Mircea-, debemos atender debidamente la
nota. Italia es ya una gran potencia y podría poner de su lado a Francia e
Inglaterra. Hay que hacer algo, y lo más lógico es practicar ahora la
necropsia, que en su momento dejamos a medias.
Miguel pareció
asombrado:
-
¡¿Ahora?!
¿Qué demonios va a encontrarse a los tres meses de estar enterrado?
El canciller le
explicó a medias lo que él ya sabía y tenía a punto:
-
Se
va a encargar el caso un forense francés, que dicen que es una lumbrera. Así,
nadie podrá decir que no ponemos los cinco sentidos en el asunto, aunque no
logremos nada positivo. Lo mantendremos en secreto para evitar habladurías, y
en paz.
-
¿Y
tardará mucho en peritar ese lince de la Medicina Legal?, preguntó
Miguel.
-
En
este momento ya se encuentra en la Gare de l’Est de París, presto a
tomar el Expreso de Oriente. Como la cosa corre tanta prisa y Su Alteza
es tan sensato y colaborador…
Miguel apretó las
mandíbulas y cerró los puños, pero se abstuvo de replicar a la pulla del
canciller. La verdad es que este solo había esperado a poner la reclamación de
Crispi en conocimiento del príncipe: Mircea estaba dispuesto a seguir adelante,
incluso contra la negativa del príncipe…, de lo que ya estaban al tanto el Mariscal
y el Presidente de la Asamblea. Frankovich, con su habitual bravuconería, había
aceptado:
-
…
Y no porque me dé miedo enfrentarme al ejército italiano, sino porque se haga
justicia al pobre Alejandro, si todavía es ello posible.
***
Tan pronto se hubo
retirado el canciller, Miguel salió del despacho a toda la velocidad que daban
sus renqueantes piernas. ¡Edecán, edecán. Avise inmediatamente al oficial de
órdenes!, gritó al soldado de guardia a la puerta. Y, cuando tuvo al
reclamado ante él, lo conminó:
-
¡Busque
al conde de Hentzau, debajo de tierra, si es preciso, y ordénele que se
presente ante mí en palacio a uña de caballo!
-
¿Tiene
idea, Alteza, de dónde pueda encontrarse el conde?, osó preguntar el abrumado
capitán que había recibido la orden.
-
Probablemente,
en su castillo, pero no se fíe. Mande telegramas a la policía de todas las
provincias del reino y que envíen patrullas en su busca.
Ya se retiraba a
toda prisa el ayudante, cuando Miguel se pensó mejor el lugar de la cita y
rectificó:
-
¡Mejor
háganle saber que me encontrará en el castillo de Zenda!
Mientras regresaba
al despacho, Miguel agregó, en voz baja:
-
Las
cosas se están poniendo feas y, en este maldito palacio, las paredes oyen.
9. La búsqueda de la felicidad
Mientras la
policía y los ayudantes del príncipe Miguel revolvían cielo y tierra para dar
con Hentzau y requerirlo para que se presentase ante aquel, llegaban a Streltsigrad
el profesor Bonneval, su ayudante y el hijo del Canciller, Albert, quien se
afanaba por dejar bien alojados a los franceses en sus habitaciones del hotel Evropa,
y colocar debidamente todo su instrumental en el Instituto de Medicina Legal de
la Facultad médica de la ciudad. El viaje, entre tren y coche de caballos, había
durado más de dos días y los viajeros habían llegado molidos, hasta el
punto de que el pundonoroso forense de la Morgue parisina se había
despedido de Albert en el vestíbulo del hotel con estas palabras:
-
Dejamos
en sus manos el instrumental. Cuídelo, como si se tratara de su esposa, y venga
a buscarnos mañana a las once para empezar el trabajo.
Albert sonrió:
-
Estoy
soltero todavía y no voy a dejarlos solos en el hotel -rectificó-; pero no se
inquieten: Su equipo permanecerá en la Universidad al cuidado de una pareja de
policías, y denme un poco de tiempo para que pueda ir a saludar a mi padre, al
que hace mucho tiempo que no he visto.
El encuentro entre
padre e hijo fue, ciertamente, afectuoso, pero Albert pudo comprobar el
pernicioso efecto que estaba haciendo en su padre la tensión a la que estaba
sometido desde hacía meses. Apenas lo hubo abrazado y preguntado por su salud y
la de sus compañeros de viaje, inició una interminable retahíla de preguntas y
observaciones:
-
¡Máximo
secreto!... ¿No podría trabajar el profesor en la cripta de la catedral, para
no tener que trasladar el cuerpo?... ¿Tendrá bastante con su instrumental y su
ayudante, o precisará de colaboración de Schmal y los suyos?... Sigue vistiendo
de paisano y déjate ver lo menos posible… ¿Crees que te reconocería el
príncipe, si te viera?... No se te ocurra ir por el palacio real…
Albert cometió el
error de preguntar, aunque de forma indirecta:
-
¿Sabe
Flavia algo de todo este bochinche que se ha armado?
El canciller saltó
como un tigre airado:
-
¡Ni
se te ocurra intentar verla! ¡Para los efectos, es como si siguieses en
Francia!
Estaba visto que,
ahora que había vuelto a Ruritania, su padre estaba resuelto a tratarlo
como un Canciller lo haría con el más sumiso de sus súbditos; pero Albert ya no
era el mismo que a los dieciséis años:
-
No
pienso ir a buscarla -replicó secamente-, pero tampoco me voy a esconder, si la
veo, ni a rehusar una entrevista, si me la pidiere.
Mircea padre plegó
velas, algo conciliador:
-
Hasta
ahí, no te lo impediré, pero será difícil que surja la ocasión, si tú no la
provocas, dado que no sabe que estás aquí, ni es probable -agregó sarcástico-
que, a estas alturas, mantenga algún interés por tu persona.
Albert se retiró
al hotel mohíno y retador. Pensaba:
-
¡Venga
usted a Ruritania a prestar un servicio, para que su padre lo
reciba como a un lacayo! En fin, ya veremos cómo se me dan las cosas…
***
Dejemos, por
ahora, que el doctor Bonneval y sus colaboradores trabajen a sus anchas sobre
el cadáver del príncipe Alejandro -que finalmente hubo de ser trasladado a las
dependencias de la Facultad- y colémonos en los solemnes salones del
castillo de Zenda, donde se desarrolla en estos momentos una peculiar e
insólita palinodia, que cantan a dúo el príncipe Miguel y el -¡por fin!-
reaparecido conde de Hentzau. El primero en reconocer sus errores es Ruperto,
como autor del fallo que más preocupa, por ahora, a ambos cómplices de tantas
fechorías:
-
¿Quién
iba a pensar que la muerte de Matilde iba a provocar un escándalo
internacional? ¡Y mira que, dentro de lo posible, organicé bien el atentado
para que pareciese fruto del asalto impremeditado de unos bandidos!... Tengo
para mí que alguna Potencia extranjera está tratando de explotar el suceso para
sacar tajada del mismo y conseguir ventajas en Ruritania…
Miguel discrepó:
-
Dudo
de que Italia tenga ningún interés directo en nuestro país. Opino que alguien,
tan listo como tú, o más, ha llegado a establecer alguna conexión entre la
muerte sospechosa de Alejandro y la de Matilde. Si no, ¿a qué ton iba el
metomentodo de Mircea a desenterrar a mi hermano para autopsiarlo?... Por
cierto, conde -recalcó el título-, me gustaría saber qué ha sido de las
joyas de la corona.
Ruperto respondió
vagamente y, a su vez, contraatacó a su interlocutor:
-
Puedo
asegurar a su Alteza Real -también Ruperto recalcó ese título- que están
a mejor recaudo que en manos la condesa Matilde… Ya hablaremos sobre ellas
dentro de un tiempo pues, por ahora, su posesión es prueba indefectible de dos
homicidios. De hecho, lo que corre mucha prisa es enterarnos de lo que averigua
ese médico francés, para actuar en consecuencia. En tal sentido, príncipe, me
asombra que, en vez de quedaros en Streltsigrad encima del asunto, andéis por
todo el reino a la caza de mi humilde e inofensiva persona.
Miguel se irritó
con la ironía y untuosidad de las palabras de Hentzau, y lo zahirió:
-
¡Si
tan humilde e inofensivo te consideras, no me explico cómo tomaste la decisión
de acabar con la condesa sin pedirme antes parecer, ni informarme siquiera!
¡Tiempo habría habido para hacerlo en Italia si, en efecto, Matilde se hubiera
decidido a chantajearme, amagando con contar lo que sabía! No te extrañes,
pues, de que piense que tanta precipitación e iniciativa por tu parte hayan
tenido mucho que ver con quedarte una fortuna en joyas. ¿O es que piensas
devolverlas al tesoro nacional?
Bien por no
prolongar la discusión, bien por entender justificadas las censuras de Miguel,
Ruperto concedió:
-
Tal
vez tomé respecto de la condesa una resolución precipitada, pero
discrepo de vuestra crítica por haber obrado por propia iniciativa: Gracias a
ello, no estáis implicado en la muerte de la que fue vuestra prometida, como sí
que lo estáis, tanto como yo, en la eliminación de vuestro hermano.
-
A
muchos los cuelgan por un solo asesinato -sentenció sombríamente Miguel-.
Ruperto se echó a
reír de manera un tanto artificiosa, y concluyó:
-
Muy
mal tendrían que ponerse las cosas… Lo esencial es que restauremos la confianza
entre nosotros y nos mantengamos en guardia hasta que concluya esta maldita
investigación. Terminada esta y con Su Alteza en el trono, ya ajustaremos las
cuentas al Canciller y demás patulea.
***
Nuestra curiosidad
es inagotable, como también la habilidad para satisfacerla. Entremos ahora al
Invernáculo Real, anejo al palacio, donde la condesa -no lejos de convertirse
en reina-, Flavia de Elphberg se halla sentada en un níveo banco de madera,
entre grandes búcaros y parterres que, gracias a los cuidados de la estufa,
mantienen su floración y lozanía, pese al comienzo de la estación otoñal.
Frente a ella, de pie y uniformado de punta en blanco, un joven muy serio y
atezado, en quien reconocemos a Albert Mircea. A la puerta del invernadero, una
dama de compañía otea el camino que lleva hasta él, a una distancia tal de la
pareja, que no le permite captar su conversación que, por lo que parece, acaba
de empezar:
-
Veo,
Albert -echa en cara la dama-, que no has mejorado tu comportamiento. De
tapadillo te marchaste entonces de Ruritania; en silencio has dejado
pasar aniversarios y fiestas señaladas; y, ahora, si no me dan el soplo de que
andas por Streltsigrad y te ordeno presentarte a mí, ni me habrías saludado
siquiera.
Aunque la joven
estaba risueña y tenía un tono de guasa, Albert no estaba dispuesto a proseguir
con la farsa del desprecio, ni tuvo inconveniente en poner a su padre en el
lugar que, por sus hechos, merecía:
-
Nunca
he dejado, Flavia, de recordarte con cariño. Si me he comportado como, con toda
razón, me reprochas, ha sido por orden de mi padre, en su papel de Canciller
del reino. Las razones que ha tenido para ello las supondrás sin que tenga que
explicártelas, pero son suficientes para comprender que nuestra relación estaba
muy mal vista y no tenía viso ninguno de llegar a feliz término.
-
Sobre
eso -reconoció Flavia-, nada tienes que aclararme. Aunque, en un principio,
sufrí mucho y no entendí nada, poco a poco he ido llegando al fondo de aquella
triste y absurda realidad. Finalmente, acosé a tu propio padre, provocando su
reacción ante mis invectivas contra tu falta de educación y tu falsía, y aún
recuerdo lo que me dijo: Condesa, volcad vuestra indignación sobre mí, por
haber educado a Albert en el más acendrado respeto de la obediencia y el deber.
Así que, más claro…
-
Entonces
-aventuró el joven-, aunque demasiado tarde y con un sufrimiento excesivo,
podemos pasar página sobre un pasado tan hermoso, como imposible.
Flavia hizo ademán
para que Albert se sentara en una silla de hierro forjado frente a ella, y
prosiguió la plática:
-
¡Qué
me vas a contar a mí sobre el sentido de mi vida y el cumplimiento del deber!
¡Maldito sea el día en que el rey Boleslav plasmó en la Constitución que yo
habría de ser la prenda, o la moneda de cambio, para que los germanos de Ruritania
se sintieran identificados con la monarquía de la nación! ¡No te imaginas lo
que he podido sufrir, tan solo de soportar la idea de casarme con esos dos
príncipes, que ni merecen mi amor, ni tampoco reinar! Pero la respuesta siempre
ha sido la misma: El deber, princesa. La felicidad de vuestro país. La paz y
la unidad de Ruritania. ¡Y yo aquí, huérfana, joven, rodeada de estafermos,
como tu padre, incapaces de cambiar su mentalidad, ni de imponer dignidad y
decencia a los individuos a quienes estaba destinada de por vida!
La joven dejó
pasar unos momentos para tranquilizarse, y prosiguió:
-
Y
ahora, a pocos meses de la boda, apareces tú, para revolver los recuerdos y
-según me han dicho- para cumplir no sé qué gestión, que podría demostrar que
mi futuro marido es un criminal que ha asesinado nada menos que a su hermano,
quien fue mi prometido hasta entonces. ¿Qué me aconsejas, mi prudente amigo, a
quien yo ya tenía por mentor y modelo cuando aún llevabas pantalón corto?
Albert, ante el
temor de dar un consejo equivocado en tan difícil tesitura, decidió ganar
tiempo:
-
En
efecto, querida Flavia, mi padre me ha hecho venir desde Francia para colaborar
en una investigación que podría concluir que el príncipe Alejandro no hubiese
muerto ahogado, sino asfixiado por algunos criminales… Pero, ni las
indagaciones han acabado, ni probarían en ningún caso por sí solas quiénes
hubieran sido los asesinos.
Flavia fijó los
ojos en el suelo y las lágrimas afloraron a aquellos:
-
Ya
veo, Albert, que el tiempo te ha hecho madurar y convertir la prudencia
en cautela. ¿Ni un consejo te atreves a dar a tu pobre amiga de antaño?
Albert se levantó
y, como entonces, puso una mano sobre el cabello de Flavia, en gesto de
calma y ternura. Susurró:
-
No
conozco ningún deber por el que merezca la pena luchar y entregarse, que no sea
defender la vida, preservar la libertad y buscar la felicidad[81].
Y juro que te ayudaré a alcanzarlo, si te dignas volver a confiar en mí.
Cetro real (ya desprovisto de las
piedras preciosas)
***
Durante dos semanas,
los forenses, bajo la dirección de Bonneval, practicaron la necropsia y
realizaron los análisis de vísceras y de su contenido, que habían de permitir
la detección de aquellos signos significativos de que en el cadáver existieran,
o no, sales, algas unicelulares o zooplancton, procedentes del agua del lago en
que había aparecido sumergido. Fue una tarea ímproba, para la que es muy
probable que los laboratorios de Ruritania no estuviesen preparados, ni
los colaboradores de Bonneval confiasen en unas técnicas desconocidas para
ellos y con muy escasa experiencia anterior. Con todo, lo peor era el estado de
putrefacción del cadáver, tras varios meses de hallarse en la sepultura, aunque
la misma ofreciese las condiciones de frescor e higiene que permitían el doble
féretro y la cripta catedralicia. Finalmente, el optimismo del galeno
francés y su lógico deseo de acreditar las técnicas por él estudiadas no
pudieron encubrir el fracaso de su tarea, y aquellas hubieron de esperar aún
quince o veinte años para alcanzar notoriedad y reconocimiento internacionales[82],
de los que gozaron durante muchísimo tiempo.
Durante todo este
intervalo, los Mircea, padre e hijo, tuvieron ocasión de charlar largo y
tendido, aunque no puede decirse que sin tirantez. El Canciller tuvo que
tragarse el sapo de que su propio hijo hubiera abrazado la nacionalidad
francesa y se hubiese acogido como oficial al ejército galo; todo ello, sin
haberlo sabido en su momento. Mircea el joven recibió una severa filípica de su
padre, por haber tenido la osadía de presentarse en palacio, ante la condesa
Flavia, ataviado con el flamante uniforme azul oscuro de teniente francés. Pero
lo peor sucedió cuando Albert se enfrentó finalmente con su padre, en defensa
de la presunta felicidad de Flavia y de su promesa de ayudarle a alcanzarla:
-
¡Estaría
bueno que quien ha abandonado a su patria pretenda dar consejos a quien
es flor y modelo de cumplimiento de su deber para con esta!, rugió el
canciller.
-
No
he provocado yo esta situación, padre, sino tu gobierno, jugando con el corazón
de Flavia, dejándolo sucesivamente en las garras de unos indeseables que, ni la
amaban, ni eran dignos de ella. En cualquier caso, ha sido ella quien ha
solicitado mi presencia y mi ayuda, no al contrario.
-
No
te hagas el sabihondo conmigo, Albert, que te doy ciento y raya por edad y
experiencia. ¿Qué mujer no abriría su corazón ante un amigo de la infancia, que
acude ante ella en la flor de la edad y la apostura? Eres tú, como hombre
sensato, quien ha de poner pie en pared y no alimentar sus locas ilusiones. Y,
en cuanto al escaso valor de sus pretendientes, del primero no vale la pena
discutir ya, pues Dios lo habrá juzgado. En cuanto al segundo, deja que sea yo,
como Canciller, quien resuelva, y te juro que, si se prueba que intervino en la
muerte de su hermano, no alcanzará el trono, ni el tálamo nupcial de Flavia,
sino por encima de mi cadáver.
-
Esa
postura te honra, padre, pero ¿qué sucederá si todo queda en sospechas e
indicios? ¿Irán Flavia y la corona a manos de quien llenará a Ruritania de
oprobio, y a Flavia de dolor durante toda su vida?
-
Demos
tiempo al tiempo, hijo -el Canciller pareció ablandarse-. No obstante, procura
que tus propios sentimientos no cieguen tu mente, olvidando quién es Flavia y
quién eres tú, un tenientillo extranjero; ni fíes tanto en el afecto y
la ternura de ella, para quien, lo quieras admitir o no, solo eres el vago
recuerdo de un tiempo en que erais más felices y vivíais vuestro primer amor.
¿Habré de recordarte que, bueno o malo, el pasado no se puede revivir, sino tan
solo recordar?
***
Como el informe
presentado por él no contenía compromiso ninguno que pudiese ofender a gente
importante, Bonneval estuvo conforme con que Albert solo lo acompañase
hasta el andén de la estación de Belgrado y lo dejase instalado en el Expreso
de Oriente, junto con su voluminoso equipaje. Así pues, el tenientillo tuvo
la oportunidad de pasar en Ruritania los dos meses de licencia que le
quedaban. Y doy fe que los aprovechó a conciencia, como podrán comprobar si
continúan leyendo esta historia, aunque esté resultando un poco -o un mucho-
larga.
En realidad, todo empezó
cuando, a poco de partir Bonneval, un pastor luterano de la aldea ruritana de
Sternheim se presentó de improviso en el palacio del Gobierno de la capital,
solicitando una audiencia con el Canciller, pues tenía una confesión muy importante
que hacerle. Aurel Mircea estaba de un genio endemoniado en aquellos días que
siguieron al fiasco del insigne forense parisino, pero, con todo, tenía un
respeto reverencial para con los clérigos de cualquier confesión, heredado de
su madre; de modo que, al cabo de una hora, mandó pasar al pastor, quien le
refirió lo siguiente:
-
Hace
una semana, recibí in articulo mortis la confesión de un guardabosque,
que residía ocasionalmente en mi comunidad por haber sido acogido en tan
extrema circunstancia por una hija suya, residente en Sternheim. El susodicho,
que fallecería dos días después, entre otros pecados, me confesó el de haber
cometido perjurio meses atrás, al manifestar al juez de lo criminal de Zenda
que nada sabía de un crimen, cuando lo cierto era que, no solo lo conocía, sino
también a algunas de las personas que lo cometieron…
Oír la alusión a
Zenda y ponerse Mircea en guardia, fue todo uno. Demasiado impaciente para
escuchar de un tirón todo el relato, interrumpió al pastor:
-
Discúlpeme
su reverencia, pero no estoy muy al tanto de las normas religiosas. ¿Está usted
dispuesto a convertir una narración ambigua en una declaración formal ante las
autoridades?
-
No
podría hacerlo -aclaró el religioso-, si hubiese conocido los hechos bajo
secreto de confesión, pero resulta que el guardabosque -Fritz era su nombre- me
pidió expresamente que subsanara su pecado, revelando la verdad de lo sucedido,
para que los culpables recibieran en este mundo el justo castigo, en lugar de
purgarlo en la otra vida… Y, en concreto, me rogó que acudiese a Su Excelencia
para hacer tal declaración. Solo confío para este caso en el Señor Canciller,
me aseguró. Esa es la razón de que me haya atrevido a importunarle con esta
historia que, si me permite, concluiré en un instante.
-
Prosiga,
se lo ruego.
-
Decía
que mi penitente conocía a varias de las personas que cometieron aquel crimen,
que consistió en matar a un hombre joven y tirar luego su cadáver a un lago,
para simular que había fallecido ahogado… Me aseguró que los hechos habían
acaecido en la noche del 9 de julio del corriente año, en una cabaña o refugio
existente junto al lago Rabishka… De otros detalles daré cuenta a Su Excelencia
según se me vayan preguntando, pues ahora solo quiero exponer un resumen
suficiente de lo acaecido. Y, si no tuviera que anteponer el temor de Dios y
mis deberes como pastor de almas a cualquier otra cosa, cedería a la prudencia
y a los respetos humanos, guardando en el fondo de mi alma los dos nombres que
osó pronunciar el guardabosque en su confesión…
-
¿Qué
nombres eran esos?, preguntó ansiosamente Mircea.
-
El
del conde Ruperto de Hentzau, como dueño de la cabaña y patrón de los
criminales que Fritz identificó, y el de Su Alteza, el príncipe Alejandro, como
la persona a quien aquellos quitaron la vida.
El canciller agitó
vigorosamente la campanilla y dijo al ujier que se presentó a su llamada:
-
Que
venga al punto un escribiente para transcribir una declaración y que avisen al
ministro de Justicia para que dé fe de cuanto aquí se diga.
10. El crimen no paga
Apenas hubo sido
documentada la declaración del reverendo de Sternheim, el canciller convocó una
reunión extraordinaria del Consejo de Ministros y solicitó del Presidente de la
Asamblea que hiciese lo propio con la Comisión Permanente de la misma, a fin de
informarles de un asunto de la máxima importancia y urgencia. La primera de
dichas reuniones fue más movida de lo que Mircea había supuesto, a la
luz de la importantísima prueba que les presentaba, para lograr el objetivo que
formuló así al comienzo de la sesión:
-
Señores,
el objeto de esta reunión es el de acordar la suspensión inmediata y sine
die de las ceremonias de boda y coronación del príncipe Miguel, así como la
detención del conde de Hentzau, como presunto inductor del asesinato del
príncipe Alejandro.
Salvo el Ministro
de Justicia, todos los demás miembros del Gabinete quedaron boquiabiertos.
Entonces, el Canciller tomó en sus manos la confesión del guardabosque y
procedió a leerla, lenta y enfáticamente.
-
Comprenderán
ustedes -concluyó Mircea- que esta es la gota que hace rebosar sobradamente, no
ya el vaso de nuestra paciencia, sino el de lo que puede sospecharse
fundadamente de quien está llamado a reinar en nuestra patria.
Una buena parte de
los ministros coincidieron con el parecer del Canciller, pero otros tantos
discreparon del rigor de su propuesta, entendiendo que, aunque se diese por
bueno el relato del difunto Fritz, nada probaba sobre la intervención de Miguel
en el crimen. En lo que sí coincidieron todos fue en la conveniencia de detener
de inmediato a Ruperto de Hentzau, para que se explicase al respecto. Mircea
insistió:
-
La
verdad es que ya está la Policía, desde hace un par de horas, sobre la pista de
Hentzau, con el oportuno mandamiento judicial para entrar donde se halle y para
registrar su castillo en busca de pruebas materiales del asesinato del príncipe
Alejandro, como también del de la condesa Matilde. Y, en cuanto al príncipe
Miguel, observen que tan solo se trata de tener la precaución de no adoptar por
ahora decisiones tan graves e irremediables, como las de autorizar su
matrimonio y su coronación.
-
¡Pero,
por muy precautorias que sean, no van a dejar de suscitar un escándalo
mayúsculo en nuestro país y en el extranjero!, observó el Ministro de Hacienda.
Mircea dio una
fuerte palmada sobre la gran mesa de reuniones y tronó:
-
¡¿Qué
es lo que prefiere Su Excelencia: una tempestad en un vaso de agua ahora, o la
vergüenza y el deshonor de Ruritania más tarde?!
-
El
príncipe no nos perdonará nunca que hayamos desconfiado de él hasta este punto,
masculló el Ministro disidente, tragando saliva.
El canciller
replicó despectivamente:
-
No
se preocupe de eso Su Excelencia: Asumo la completa responsabilidad por la
decisión del Gobierno, con mi cargo y, si hiciere falta, con mi cabeza.
Finalmente, con
dos votos en contra y una abstención, el Gabinete aprobó la moción del
canciller en todos los puntos, aunque, en lo tocante al príncipe, se demoraría
su firmeza y publicación hasta conocer el parecer de la Permanente de la
Asamblea. A la salida de la reunión, el ministro de la Guerra hizo un aparte con el Canciller y
susurró a Mircea:
-
No
hace falta que me diga, Aurel, que tenga a buen recaudo a Miguel. Ahora mismo
voy a ponerle una vigilancia, a las órdenes inmediatas del coronel Trapp.
A la mañana
siguiente, la Comisión Permanente de la Asamblea ratificó las decisiones del Gobierno,
tomadas la noche anterior. El presidente Angelov, al transmitir en persona tal
acuerdo al canciller, agregó:
-
Yo
tengo buena vista, Mircea, y veo muy bien de lejos. Esto, que hoy son paños
calientes, mañana será el difícil trance de un reino en busca de un rey.
-
O
de una reina, replicó el canciller-… Ya ve, amigo Stefan -añadió-, que también yo
soy largo de vista, aunque tenga unos cuantos años más que usted.
***
Esta es la fecha
que sigue ignorándose cómo pudo enterarse Ruperto de Hentzau de que se le
buscaba, o de que se le buscaría más tarde o más temprano, para exigirle
responsabilidades. Unos dicen que fue el pastor luterano de Sternheim quien,
antes de comparecer ante el Canciller, advirtió a Ruperto de que su
guardabosque lo había delatado. Otros aseguran que fue el propio Fritz quien,
poniendo una vela a Dios y otra al diablo, advirtió a su señor de que pensaba
confesar su pecado de perjurio. Pero yo me inclino, como más verosímil, con la
tesis de que fuese alguno de sus espías en el Gobierno -tal vez, el propio Ministro
de Hacienda, incondicional suyo; o el de Justicia, que fue el primero en
enterarse- quienes le avisaron de la detención que se preparaba. Lo cierto es
que, después de poner patas arriba hasta el último lugarejo de Ruritania
sin encontrar a Ruperto, hubo de llegarse a la obvia conclusión de que había
huido del reino, cruzando alguna de sus fronteras -la de Serbia era, con mucho,
la más próxima a su castillo y dominios-. Del país limítrofe, Hentzau pasaría a
otro, que pocos dudaron en su tiempo que sería el Imperio Austro-Húngaro, del
que era uno de sus agentes más conspicuos en los Balcanes. A partir de esas
probables etapas, su pista se perdió y sus huellas nunca se detectaron. Dónde y
cómo vino a acabar nadie lo ha sabido hasta ahora. Lo que es evidente es que
disponía de influencias y de medios económicos, como para pasar desapercibido y
vivir a cuerpo de rey. Las joyas de la corona, arrebatadas a la condesa
Matilde, aunque de difícil venta, pudieron contribuir a su holgura financiera.
De todas formas,
Ruperto fue lo suficientemente inteligente, como para no escapar con todas esas
joyas, cuya posesión tanto podría comprometerlo. Se limitó a llevarse aquellas
que eran de pequeño formato y podían ser desmontadas más fácilmente, por
consistir principalmente en piedras preciosas. Otras muchas, que no reunían tan
buenas condiciones para ser adquiridas por peristas, acabaron en el
fondo del foso del castillo de Hentzau, donde habrían permanecido durante mucho
tiempo, de no haber sido por la confesión de uno de los esbirros del conde que,
a cambio de la promesa de ser tratado benignamente por la justicia, declaró
sobre el paradero de las joyas que habían acabado en el foso y devolvió el
cetro del que se había apropiado, pieza en oro macizo, con esmeraldas
incrustadas, que, aunque de moderna factura, era un facsímil del original del zar
de Ruritania, Alejandro I, aquél monarca que reinó en Streltsigrad
en el siglo XIV, hasta que fue derrotado y muerto por los turcos en 1396.
La fuga de Ruperto
y la prueba objetiva de las joyas fueron razones más que suficientes para
considerarlo efectivamente implicado, tanto en la muerte del príncipe
Alejandro, como en la de la condesa Matilde de Toscana. Se le declaró proscrito
y despojado de todos sus títulos; sus propiedades pasaron al patrimonio
nacional; se libraron a todos los Estados europeos y a los independientes de
otros continentes peticiones de detención del prófugo y puesta a disposición
del gobierno de Ruritania; y, en un gesto que pareció demasiado generoso, pero
que a la postre fue muy inteligente, el canciller Mircea, por conducto de la
embajada italiana en Ruritania, ofreció a los padres de la condesa Matilde
la entrega de las joyas recuperadas. Ellos rehusaron cortésmente tan generoso
rasgo -de aceptarlo, habrían tenido que explicar muchas cosas a sus amigos y
conocidos, bien poco favorables para su hija-, pero el rey Humberto, conocedor
de la oferta, solicitó del presidente del Consejo, Crispi, que diera en su
nombre las gracias al Gobierno de Ruritania
por su humanidad y
desprendimiento. Era el punto de partida para superar la tensión entre los dos
países, provocada por la sospechosa muerte de la condesa florentina.
***
Lo del príncipe Miguel fue más difícil de
resolver. Terco por naturaleza, ávido por hacerse obedecer sin rechistar,
convencido de que no había pruebas directas contra él -lo que solo era cierto
de no tener en cuenta la carta póstuma de la
condesa Matilde-, no estaba dispuesto a renunciar al trono así como así.
Desafortunadamente para él, la huida de Hentzau le había privado de su mejor
aliado, el único cuyo consejo escuchaba y del que podía esperar una sólida
ayuda económica, salida del erario de Austria. Aparte del conde fugitivo, el
príncipe heredero no había sido capaz de forjarse un grupo importante de
adeptos, en gran medida por su carácter frío y taciturno. Y, en lo referente a
los cortesanos y políticos veletas, que
siempre se mueven en la dirección del poder, apenas habían tenido tiempo de
mostrársele favorables, habida cuenta de que el heredero del trono había sido
su hermano Alejandro, hasta pocos meses antes. Con todo, el Canciller, cuando
acudió a entrevistarse con Miguel en las habitaciones de palacio en que se
hallaba informalmente recluido, llevaba el firme propósito de transigir todo lo
posible en lo secundario, para alcanzar sin excesiva violencia lo principal.
Por demostrar a Miguel la debilidad de su
posición y la superioridad en la que el canciller entonces se encontraba,
Mircea no se había entrevistado con el príncipe durante todo el tiempo que
llevaba durando la crisis de Estado. Tragándose la bilis, Miguel había sabido
del decreto de aplazamiento de su boda y su coronación a través del Ministro
del Interior, que se limitó a informarle de su contenido, entregándole de forma
deliberadamente ofensiva un ejemplar de la Gaceta Oficial de
Ruritania, en la que el indicado acuerdo se hacía constar de la manera sibilina
que se estila en estos asuntos:
Por graves motivos de interés
nacional, que aconsejan extremar la prudencia en los asuntos de Estado huyendo
de toda precipitación, el Gobierno del Reino, en Consejo celebrado en el día de
hoy, ha acordado lo siguiente:
Primero. Quedan en suspenso, hasta nueva
orden, los procedimientos en curso para dotar de nuevo titular a la Jefatura
del Estado del Reino de Ruritania, vacante por fallecimiento del Su Majestad, Boleslav
I.
Segundo. El presente Decreto será
inmediatamente comunicado a la Asamblea Legislativa del Reino, para su
conocimiento y efectos.
Tercero. El presente Decreto entrará en
vigor el mismo día de su publicación en la Gaceta Oficial.
Acto seguido, el coronel Trapp se presentó
ante Miguel y le hizo saber que, desde aquel mismo momento, era aconsejable que
no se ausentara del palacio real de Streltisgrad y que, de tener que abandonarlo
momentáneamente, lo pusiera antes en conocimiento de él mismo, para tomar las
oportunas medidas de seguridad. Cuando el príncipe,
indignado, le exigió una explicación, así como la exhibición del oportuno
mandamiento de arresto, el coronel contestó que no estaba autorizado para
cumplir lo que le requería, pero que con sumo gusto haría llegar al Gobierno la
protesta formal que tuviese a bien formular. Además, Trapp hizo correr la
advertencia -que formuló directamente a los visitantes más ilustres- de que el príncipe Miguel está en una situación de custodia que aconseja reducir
al máximo el número y duración de sus visitas. Fue lo
bastante para que, salvo unos pocos incondicionales valientes, nadie de
calidad se empeñara en cumplir con el atribulado Miguel la primera de las obras
de misericordia[83].
Con este preámbulo, cualquier puede
comprender el estado, mezcla de indignación y de abatimiento, en que se
encontraría Miguel cuando, al fin, tuvo ante él al máximo culpable de sus
presentes desgracias. Pero Mircea venía bien preparado para parar en seco el
diluvio de quejas y de insultos que le tenía preparado Miguel:
-
Príncipe -comenzó, sin dar tiempo a Miguel ni de
abrir la boca-, el objetivo de mi visita es el de comunicaros que, de acuerdo
con lo previsto en la Constitución, el Gobierno que presido ha iniciado ante la
Asamblea el proceso político para destituiros como príncipe heredero, por el
motivo de “conducta o consideración pública que os hace indigno de ocupar el
cargo”. Y he de informaros que la Comisión Permanente de dicha Asamblea ha
aprobado por unanimidad tomar en consideración el acuerdo del Gobierno e
iniciar el trámite de destitución a la mayor brevedad posible.
A continuación, el canciller expuso
puntualmente a Miguel todas aquellas pruebas e indicios que habían surgido
últimamente, desde la carta de la condesa Matilde, a la recuperación en el
castillo de Hentzau de parte de las joyas de la corona, pasando por la fuga de
Ruperto y la confesión in articulo mortis de Fritz,
el guardabosque. Mircea creyó captar que lo que más había impresionado al casi
impertérrito Miguel era lo de que Hentzau hubiese sorteado a la justicia, y
bien provisto de riquezas.
Finalmente, el canciller expuso los
aspectos internacionales del caso:
-
No hará falta que os diga que el Gobierno italiano
me ha hecho llegar una nota oficial, expresando que vuestra elevación al trono
sería considerada como acto inamistoso para con el Reino de Italia, y en
idéntico sentido de han pronunciado los gobiernos francés y británico; de modo
que seguir adelante con vuestras aspiraciones al trono, no solo sería una
vergüenza para Ruritania, sino un
motivo de tensión internacional.
Miguel objetó:
-
Pero es que contra mí solo hay sospechas y mala
voluntad. Ved que yo me he quedado aquí, dispuesto a arrostrar todas las
arbitrariedades e injusticias que me toque sufrir, a diferencia de Ruperto, que
ha puesto pies en polvorosa, como reconocimiento de su culpabilidad.
Mircea, sonrió con ironía y replicó:
-
Tal vez sea porque los ojos y los oídos de Hentzau
son más agudos que los de Vuestra Alteza. En cualquier caso, estáis a tiempo de
salir con cierta elegancia y honra de esta situación, sin perder otra cosa que
el trono…, que a poco objetivo e inteligente que seáis, comprenderéis que lo
tenéis perdido sin remedio.
-
¿A qué os referís? -inquirió Miguel-. ¿A qué
elegancia y honra estáis aludiendo?
-
En nombre del Gobierno y de la Asamblea, así como
de las autoridades extranjeras, estoy con condiciones de ofreceros el siguiente
acuerdo: Si Su Alteza, en vista de las circunstancias, renuncia voluntaria y
definitivamente a ocupar el trono y a casarse con la condesa Flavia, evitará el
juicio de destitución y el ulterior proceso por el asesinato de vuestro
hermano. Así mismo, habréis de abandonar para siempre el suelo de Ruritania pues, de regresar, el acuerdo quedaría sin efecto.
Otro tanto sucederá, según el Gobierno italiano, si osáis poner los pies en su
territorio.
Miguel preguntó:
-
¿Tendré alguna ayuda económica del Gobierno para
mantenerme dignamente en el país que escogiere para mi residencia?
Mircea también tenía ya respuesta para lo
que inquietaba al príncipe:
-
Se depositarán a vuestro nombre medio millón de
francos en el banco extranjero que elijáis. Con el principal y los intereses
podréis vivir dignamente, incluso sin necesidad de trabajar, ni de casaros con
una mujer rica. Comprended que, dadas las circunstancias, ni el Gobierno, ni el
pueblo de Ruritania estamos en condiciones de
aseguraros un exilio dorado.
Miguel quedó suspenso unos momentos y
ambiguamente contestó:
-
Dadme tiempo para responderos y quitadme de en medio
al coronel Trapp, para que pueda decidir con libertad.
-
Solo tres días, Alteza -concedió Mircea-. Y, ya que
tanto os incomoda el coronel, dejaré vuestra protección -que no es detención,
sino simple custodia- a cargo, directamente, del Ministro de la Guerra, que
tantas pruebas de fidelidad ha dado a vuestra familia y al país.
Más por amor propio que por otra cosa,
Miguel agotó las setenta y dos horas ofrecidas, antes de aceptar por escrito la
generosa oferta de Mircea, y aún trató de conseguir algún beneficio adicional:
-
¿Podré conservar el título de príncipe de Ruritania y el tratamiento de Alteza?
El canciller improvisó desde la gramática
parda, más que por conocimiento de la normativa nobiliaria:
-
Tendréis que retroceder al tiempo en que vuestro
hermano vivía, en que vuestro padre os confirió el título de duque de
Streltsigrad. En cuanto al tratamiento, dejad que cada cual os dé la
consideración que crea os merecéis.
Miguel encajó la indirecta, mordiéndose el
labio inferior. El canciller concluyó:
-
¿Quién sabe, a fin de cuentas, cuál será la
costumbre del país al que os acojáis?
Parecería que Mircea fuese adivino: En la
ciudad de Nueva Orleans, en que durante muchos años Miguel regentó un hotelito
de dudosa nota en Pelican Avenue, la mayoría
de sus amigos y huéspedas lo
llamaron Rury y lo trataron de tú, como en
inglés americano procede; y tanto duró la costumbre, que, al final, muy pocos
sabían que el mote procedía de su nacionalidad de origen, no de que fuese un
pueblerino[84].
11. La mujer que no quiso reinar
Aquel año de gracia -o, tal vez,
desgraciado- de 1890, la nieve tardó bastante más de lo habitual en caer sobre
la capital de Ruritania.
Precisamente, mientras un grupo de nerviosos magnates espera a pie firme en la
antesala del salón del trono, charlando en voz muy baja, dos de ellos hacen un
aparte y se dirigen a la balconada, levantando levemente el cortinaje para
mejor contemplar cómo caen y cuajan en la balaustrada los primeros copos de la
temporada. Ya conocemos a los integrantes de la pareja: el Canciller, Aurel
Mircea, y el Presidente de la Asamblea, Stefan Angelov. Los demás caballeros,
que respetuosamente se mantienen al margen, son los Ministros de la Guerra, mariscal
Frankovich, de Justicia y del Exterior; los jefes de la mayoría eslava y de las
minorías germánica y valaca del Parlamento, acompañados por el secretario del
mismo, y el presidente del Tribunal Supremo del Reino, que hasta el último
momento estuvo dudando si acudir a la convocatoria vistiendo, o no, la toga de
su oficio, dejándola finalmente en el asiento de la berlina, por si acaso.
Quien acaba de llegar ahora, arrebolado y sudoroso, con todos los atributos
litúrgicos de su cargo, es el obispo Sava, titular ortodoxo del obispado de
Streltsigrad, a quien acuden los demás -no todos- a besarle el anillo. Mircea y
Angelov se hacen los despistados, mientras acaban de repasar el guion de la
ceremonia que, dentro de cuatro minutos, va a representarse en aquel mismo
salón:
-
Quedamos -concreta Mircea- en que usted hablará en
primer lugar, haciendo el ofrecimiento y, como quien dice, dorándole la
píldora, y luego me tocará a mí hacerle las precisiones, que Dios quiera que
acepte, como siempre, por sentido del deber.
-
¿Y no podría correr usted con todo el discurso?
-sugiere por enésima vez Angelov-. Tal vez, no resulte muy natural ese reparto de papeles, como si fuésemos el
mensajero de las buenas y el de las malas noticias.
-
En todo caso -rezonga Mircea-, me he reservado el
papel más difícil; así que no volvamos otra vez al punto de partida… ¡Hombre,
ya llegó el obispo! Más vale tarde que nunca, agrega el Canciller,
encaminándose a saludarlo, librándose así del presidente.
- Ese sí que lo tiene fácil: Preguntar si sí o si no y echar la bendición, gruñe Angelov, tomando asimismo la dirección del besamanos.
***
El reloj de la estancia canta pausadamente
la armonía que concluye con diez campanadas. Ábrese entonces de par en par la
puerta de la estancia, que da al pasillo, y un ujier de librea anuncia con voz
potente:
-
La condesa Flavia von Elphberg.
La susodicha, tan hermosa como siempre,
pero más pálida que nunca, entra, seguida por dos damas de compañía; saluda
gentilmente a los caballeros presentes; besa el anillo del obispo Sava, y toma
asiento en un sillón preparado al efecto, casi en el centro del salón. Los
circunstantes forman un semicírculo perfecto frente a la condesa, que, tras dejar
unos instantes de sosiego, sonríe y, como si no supiera el motivo de aquella
afluencia de notables, pregunta:
-
Bien, caballeros, ¿quién de entre ustedes va a
decirme cuál es el motivo de su tan grata como sorprendente, visita?
El Presidente Angelov se adelanta dos
pasos, carraspea y, conforme a lo prometido al Canciller, va al grano, sin
preámbulo alguno, empleando el tratamiento de Alteza, que seguramente no le
corresponde a Flavia, tras la ruptura del compromiso con Miguel y la renuncia
de este al trono, suscrita unos días antes:
-
Alteza, el Parlamento de Ruritania, aquí representado por sus principales jerarquías,
ha decidido por gran mayoría de sus diputados de las tres etnias, ofreceros la
corona del Reino, vacante por las muertes y renuncia que todos conocemos,
juzgando que sois la única persona que, por su nacionalidad, alcurnia y
virtudes, merece ceñir la corona del país. En consecuencia, solicito ferviente
y humildemente de Su Alteza tenga a bien aceptar el gran honor y, también, la
pesada carga que os ofrecemos.
La condesa, o por prudencia, o por estar
ya al corriente del desarrollo previsto del acto, sonríe y hace una leve
inclinación de cabeza, en señal de gratitud, fijando luego los ojos en el Canciller.
Este se adelanta y pronuncia las siguientes palabras:
-
El Gobierno que presido se adhiere con fervor a la
petición de la Asamblea, expresada por su presidente, y se pone a disposición
de Vuestra Alteza, si por ventura aceptáis ser nuestra reina, para llevar a
cabo todos los preparativos precisos de la coronación.
Mircea hace una pausa, seguramente, con el
propósito de continuar hablando, pero la condesa lo interrumpe, formulando una,
tan llamativa como pertinente, pregunta:
-
Con lo que me decís, y que yo tanto agradezco,
queda justificada la presencia aquí de los distinguidos miembros del Parlamento
y del Gobierno. Mas, ¿hay alguna razón para que también hayan acudido el
Presidente del Tribunal Supremo y el Reverendo Obispo de Streltsigrad, o acaso
solo se trata de mera cortesía?
Sorprendido, el Canciller se adelanta a la
posible explicación de los aludidos, y responde:
-
Señora, la presencia de tan esclarecidas personas
responde a la conveniencia de tomaros, ante el pueblo y ante Dios, el juramento
que prescribe la Constitución, para el caso de que aceptéis ser nuestra soberana
y, en consecuencia, juréis cumplir y hacer cumplir las leyes del reino.
Flavia, con un dejo en que los presentes
aprecian cierta ironía, replica:
-
¡Cuánta precipitación, caballeros! ¿No sería más
correcto darme unos días para consultar mi decisión en conciencia y con las
personas a las que amo y en quienes confío? Por otra parte, creo recordar que
el artículo 87 de nuestra Constitución alude a que el juramento real ha de
hacerse ante el Pleno de la Asamblea…
El silencio que sigue es de los que se
puede cortar con un cuchillo, según se dice. Finalmente, Mircea responde con alguna
vacilación:
-
No es nuestro propósito agobiar a Vuestra Alteza
con premuras, pero estoy seguro de que comprenderéis la difícil situación por
la que atraviesa nuestro país y su monarquía…
-
Y, en cuanto al juramento ante la Asamblea
plenaria, hemos pensado -tercia Angelov- que puede bastar con prestarlo ante la
Comisión Permanente, cuyos miembros estamos hoy aquí, por concurrir
circunstancias excepcionales; cosa que prevé también la Constitución.
-
En todo caso -reanuda el hilo de su discurso el Canciller-,
Vuestra Alteza está en su derecho de reclamar unos días para tomar su decisión,
lo que comprendemos y respetaremos, dada la transcendencia de aquella.
-
Muy agradecida por su comprensión, caballeros
-responde con afectada humildad Flavia-. Pero, antes de retirarme para iniciar
mi reflexión, querría haceros una pregunta, que os pido que respondáis con la
sinceridad que me deberíais, si ya fuese vuestra reina.
-
Decid, Alteza, y os contestaremos con el corazón en
la mano -promete Mircea-.
-
Mi pregunta es esta -precisa Flavia-. Supuesto que
yo sea proclamada vuestra reina y que, por razones de sucesión, haya de casarme
no tardando, ¿podré hacerlo con el hombre a quien quiera, o tendré alguna
constricción a mi libertad de elegirlo?
Mircea, sorprendido por la pregunta, pero
sin vacilación ninguna en la respuesta, contesta:
-
Creo hablar en nombre de todos los presentes,
Alteza, si os respondo que, fallecido uno de los hijos del rey Boleslav, y
renunciado el otro al trono, quedáis en completa libertad de proponer a la
Asamblea el nombre de la persona con quien deseéis casaros, a fin de que dé o
niegue su aprobación, como ordena la Constitución respecto de los matrimonios
reales y de los príncipes de sangre.
-
Ya estoy al corriente de tan razonable norma,
encaminada, sin duda, a apartar del trono y de su entorno a hombres y mujeres
que puedan poner en peligro el honor de la corona y la seguridad de la nación.
Mas, en reuniendo las cualidades morales precisas, ¿tendría mi elección alguna
otra restricción o límite?
-
Indudablemente, Señora -responde Mircea sin
titubear, con el asentimiento de los demás políticos presentes-. Como miembro
preclaro entre las casas reinantes en Europa, la de Ruritania no puede
acoger a plebeyos en su seno. Y, atendiendo a nuestras particulares necesidades
y al espíritu de la Constitución, será muy oportuno que el esposo que elijáis
tenga el pleno beneplácito de la mayoría eslava del país.
La amarga sonrisa de Flavia no pasa
desapercibida al canciller, que agota su capacidad de convicción:
-
No tengáis la menor duda, Alteza, de que muchas
dinastías y casas nobles de todo el continente se sentirán honradísimos de que
alguno de sus miembros sea el elegido de vuestro corazón… Precisamente, uno de
los príncipes de Bulgaria…[85]
La condesa ya ha oído bastante. Extiende
el brazo, demandando silencio, y zahiere con finura y segunda intención a
Mircea:
-
Me consta vuestra devoción por mí, Canciller, que
no está lejos de parecerse a la del padre que perdí, siendo una niña, pero
ahora soy una mujer mayor de edad, que os va a anunciar en este mismo momento
su decisión acerca de lo que habéis venido a pedirme.
Intrigados, se miran unos a otros. El Canciller,
desde que ha escuchado la palabra padre, ha
bajado los ojos y contraído las mandíbulas, comprendiendo que ha perdido la
partida.
Flavia se pone en pie, carraspea
ligeramente para aclarar la voz y pronuncia, clara y pausadamente, las
siguientes palabras:
-
Señores míos: He gastado mi juventud esperando a
hombres que, ni me amaban, ni me merecían, y creyendo cumplir con un deber para
con mi país impuesto por otras personas, en contra de mi felicidad. Gracias a
la muerte y el deshonor de mis prometidos esposos, he alcanzado, al fin la
libertad. Y, ahora, vosotros pretendéis privarme de ella, ofreciéndome a cambio
una corona de espinas… Pues no será así: Entre el trono y mi libertad para amar
y buscar la dicha, elijo esta. Rechazo, pues, irrevocablemente la corona que
habéis venido a ofrecerme, la cual espero y deseo sea ceñida en las sienes de
alguien que sea tan digno de ella, como Ruritania merece.
Rezaré porque acertéis en la selección del elegido.
La condesa hace a los circunstantes una
leve inclinación de cabeza; se abre paso entre ellos y, seguida de su dama de
compañía, abandona el salón. La puerta se cierra tras ella con un ruido sordo.
Quien más, quien menos, todos los presentes comprenden que ha bajado el telón
sobre la historia independiente de Ruritania.
***
Una repentina y violenta tempestad de
nieve procedente de los Alpes ha bloqueado la vía férrea del Expreso de Oriente entre las estaciones de Linz y Múnich, no
lejos de la frontera entre Austria-Hungría y Baviera. El interventor,
acompañado del representante de la compañía, asegura a los viajeros que la
parada de emergencia, en pleno descampado, no será de larga duración, pues ya
están las quitanieves tratando de abrir el paso. Arropados en una manta de
viaje, dos jóvenes dialogan entre sí en un idioma que los otros tres ocupantes
del compartimento tratan inútilmente de adivinar.
-
¡A quién se le ocurre emprender viaje por media
Europa en pleno invierno!, exclama ella jocosamente. Claro que, si no nos
hubiésemos casado en vísperas de Navidad a toda prisa, no podríamos disfrutar
de esta improvisada luna de nieve,
gentileza gratuita de la compañía de Grandes Expresos.
-
Tú ríete, que ya verás como acabo en un calabozo,
si no me presento en el cuartel antes de que expire mi licencia -replica él,
con gesto preocupado-. No sabes -agrega- lo rigurosos que son en Francia con
los tenientillos que aprovechan un permiso
ordinario para casarse con una casi reina y
provocan un escándalo internacional.
-
No irás a decirme -bromea la joven- que ya estás
arrepintiéndote de haberme apartado del cumplimiento del deber… Mira que
todavía estamos a tiempo de ponerle un telegrama a tu padre y volvernos a Ruritania.
-
¿Ruri… qué?, pregunta el tenientillo.
-
Ruritania, tonto
-le increpa la muchacha-: Ya sabes, ese país del que algunas chicas escapan en
busca de la felicidad.
***
Del diario norteamericano, The Voice of Washington, correspondiente al 16 de junio
de 1891:
El día primero de julio próximo, se
consumará la adhesión del antiguo reino de Ruritania a Bulgaria, tras haberse
producido en los pasados meses el visto bueno de las Potencias europeas, el
voto favorable de ambos Parlamentos y el plebiscito de adhesión de la población
ruritana, que aprobó la unión de ambos Estados con el 61,9% de los sufragios
emitidos.
El citado proceso de integración tuvo por
causa el quedar vacante en circunstancias oscuras el trono de Ruritania y
renunciar sucesivamente a ocuparlo las dos personas llamadas a hacerlo: el
príncipe Miguel de Ruritania y la condesa Flavia von Elphberg. En esta
tesitura, el Imperio Austriaco, ahora en excelentes relaciones con Bulgaria[86], recordó a las demás naciones signatarias del Tratado de Berlín de 1878,
que en él se había despojado a Bulgaria de muchas de las tierras que había
arrebatado a los turcos por las armas, entre ellas, el Gran Ducado de
Ruritania, que pasó unilateralmente a titularse Reino, por decisión de su
soberano, Boleslav I. Ciertamente algo no muy diferente de lo que ha sucedido
con Bulgaria que, sin acuerdo internacional, se unió con el Principado de
Rumelia Oriental, elevó a su príncipe a la consideración de rey y ha venido
sistemáticamente desconociendo que es formalmente dependiente del Imperio
Otomano.
En cualquier caso, el apoyo austriaco a la
actual causa búlgara, secundado por Rusia y Alemania, no ha encontrado
oposición por parte de Francia, ni de Inglaterra, tal vez deseosas de que el
complicado mosaico balcánico se vaya simplificando de forma pacífica y
razonable. Por su parte, el Imperio Otomano no ha objetado a la integración,
pero sí a la forma de llevarla a cabo, sin consultar o pedir parecer a la
Sublime Puerta.
Donde sí ha despertado vivo disgusto la
decisión de Ruritania ha sido en el Reino de Serbia, cuyo Gobierno ha publicado
un comunicado oficial deplorando una unión “que Serbia no reconoce, pues afecta
a los legítimos derechos de este Reino de acordar las fronteras con el
Principado de Bulgaria de manera amistosa y conforme a las normas del Derecho
Internacional”.
El hasta ahora Canciller y hombre fuerte
de Ruritania, Aurel Mircea, tras poner todos sus cargos a disposición del rey
de Bulgaria, fue condecorado por este con la Gran Cruz de la Orden de San
Alejandro, declarando al corresponsal de este diario en Sofia que, a partir de
ahora, se retirará a la vida privada “con la íntima satisfacción de haber
cumplido con su deber”, y volverá a ejercer la Medicina en la ciudad de
Gramada, donde nació hace cincuenta y ocho años.
***
Y así fue, y solo así, como Ruritania fue difuminándose en la niebla de la Historia, para
entrar, por obra y gracia de un
novelista londinense[87], en
el mundo mágico y luminoso de la leyenda.
[1]
En el Reino Unido fue editado por J.W. Arrowsmith (Bristol) y por la compañía
de Simpein, Marshall, Hamilton y Kent (Londres), y en Nueva York por Henry
Holt. La tradicional indolencia de muchos autores ha llevado a poner en duda la
fecha de la publicación (1894 o 1895), al parecer, por el hecho de que la
primera edición apareciera sin referencia de fecha, pero la americana sí la
lleva (1894), con lo que no hay ninguna duda de que 1894 es la fecha correcta.
[2]
Sir Anthony Hope Hawkins (1863-1933). Se dice que el título de caballero
le fue concedido por su labor de propaganda probritánica durante la Primera
Guerra Mundial. Irónicamente, me atrevo a afirmar que bien podría habérsele
concedido por la atribución al gallardo protagonista máximo de El Prisionero
de Zenda de la nacionalidad del Reino Unido, de manera un tanto traída por
los pelos.
[3]
En este caso nadie parece poner en duda la fecha (1898) de la primera edición,
a cargo también del bristolense, J.W. Arrowsmith. Recuérdese la nota 1.
[4]
Por la calidad literaria y fama de su autor, destacaré la novela El Príncipe
Otón (Prince Otto),
aparecida en 1885, de la que es autor Robert Louis Stevenson.
[5] Un clásico sobre el tema, de grata y muy
comprensible lectura: René Ristelhueber, Historia de los países balcánicos, Edit.
Castilla, Madrid, 1962 (el original en francés data de 1949). Contiene
numerosos mapas, de imprescindible consulta para seguir con claridad el texto.
[6]
A día de hoy (2022), puede destacarse la extensión y seriedad de la siguiente
obra: Nicholas Daly, Ruritania, a cultural history, from the Prisoner of
Zenda to the Princess Diaries, Oxford University Press, 2020.
[7]
Aparte de intentos sesgados o paródicos, se citan cuatro versiones fílmicas de El
Prisionero de Zenda (sin incluir la parte de Ruperto de Hentzau),
dos de cine mudo y dos de sonoro: La dirigida por Edwin S. Porter en 1913; la de
Rex Ingram, de 1922; la dirigida principalmente por John Cromwell en 1937
(reputada general y globalmente como la mejor) y la de 1952, dirigida por
Richard Thorpe.
[8]
Véase antes, nota 2, así como reiteradas alusiones de la novela a los valores
de la caballerosidad británica.
[9]
Tratado de 3 de marzo de 1878, que puso fin a la guerra ruso-turca de
1877-1878. Su nombre procede de un arrabal constantinopolitano, derivado, a su
vez, del monasterio en que el documento se firmó.
[10]
A la sazón, tenían dicha consideración Alemania, Austria-Hungría, Francia,
Italia, Reino Unido y Rusia, además del Imperio otomano, al que tendía a considerar despectivamente como asiático.
[11]
Tal representación, con voz extraoficial, pero sin voto, correspondía,
entre otras, a Rumanía, Grecia, Serbia, Montenegro y la naciente Bulgaria.
[12]
Aunque no se trate de un libro especializado, el tema de los precedentes del
Tratado de Berlín de 1878 está bien expuesto -desde el punto de vista inglés-
en el clásico de André Maurois, La vie de Disraeli, Gallimard, Paris
1927 (he manejado la 107ª edición, pp. 281-299). Hay traducción española, Disraeli,
Aguilar (colección “Crisol”, nº 1), Madrid, 1943 y ediciones sucesivas (3ª
Parte, capítulos VI y VII).
[13]
Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen (1815-1898), fue Canciller de
Prusia y, luego, del Imperio Alemán entre 1867 y 1890.
[14]
Generalidades sobre el Congreso y Tratado de Berlín de 1878, en el libro citado
en la nota 12, pp.300-308 (capítulo VIII de la 3ª parte).
[15]
Batallas en que los turcos otomanos triunfaron sucesivamente de serbios y de
una coalición de franceses, húngaros y valacos. Dichos combates se produjeron,
respectivamente, el 25 de junio de 1389 y el 25 de septiembre de 1396,
suponiendo la caída casi total de la península balcánica en poder de los turcos
durante un periodo de más de cuatrocientos años.
[16]
En mi mente, asocio el imaginario reino de Ruritania con la comarca o
pequeña región de Vidin, actualmente una provincia (oblast) de
Bulgaria, que cuenta con unos 3.000 km2 y una población de unos
130.000 habitantes. La capital (Vidin) tiene unos 50.000 habitantes.
[17]
Lujoso hotel inaugurado en 1876 (tras un incendio, el año anterior) y destruido
por bombardeos aéreos en 1943. Radicaba en la Wilhelmplatz, muy cerca de la
Cancillería. En efecto, fue donde se alojó la representación británica durante
la Conferencia de Berlín de 1878.
[18]
Benjamin Disraeli (1804-1881), primer ministro británico en 1868 y en el
periodo 1874-1880. Su acierto y firmeza al encabezar la delegación de su país
en el Congreso de Berlín le dio el momento más glorioso de su larga carrera
política.
[19]
Robert Gascoyne Cecil, marqués de Salisbury (1830-1903), a la sazón ministro de
Relaciones Exteriores y, posteriormente, primer ministro (1895-1902).
[20]
Uno de los puntos más vidriosos entre Rusia e Inglaterra fue el de las
fronteras de Armenia, siendo dos ciudades claves, sobre las que se discutió
hasta la saciedad, las de Kars y Batum.
[21]
Denominación genérica de los grandes grupos de emigrantes alemanes, que se
habían instalado en zonas balcánicas y danubianas en tiempo inmemorial,
formando colectividades muy cerradas. La más numerosa era la que constituían en
Transilvania, que era entonces territorio húngaro y, por tanto, del Imperio
Habsburgo.
[22] Jefes
de la delegación austro-húngara en el citado Congreso de Berlín.
[23]
Seguramente alude a Odo Russell, barón de Ampthill, delegado en el Congreso por
su condición de embajador del Reino Unido en Berlín, bienquisto de Bismarck.
[24]
Luego, esta frase, aplicada al continente africano, se dice que fue empleada
irónicamente por el propio Lord Salisbury. Foreign Office equivale a
nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, como es bien sabido.
[25]
Iniciada su publicación en 1768, es la más antigua y famosa de las
enciclopedias que siguen publicándose (desde 2012, solo en formato o edición
digital). En las fechas próximas a nuestro relato, la Enciclopedia Británica
era administrada por la editorial de Edimburgo, A. & C. Black.
[26]
Hughenden Manor, histórica propiedad, adquirida por Disraeli, y
actualmente conservada bajo los auspicios del National Trust del Reino
Unido. Se halla en High Wycombe, condado de Buckinghamshire.
[27]
Recuérdese que la nación independiente de Rumanía fue fruto, precisamente, del
Tratado de Berlín, pues hasta entonces su territorio estaba integrado por los
Principados de Moldavia y Valaquia, a los que vino a añadirse por entonces una
parte menor de la Transilvania.
[28]
Una milla cuadrada equivale, aproximadamente a 2,6 km2.
[29] Un pie
equivale casi exactamente a 30 centímetros.
[30]
La Enciclopedia obviaba la oportuna alusión a la presencia
de una amplia colonia de judíos sefardíes en la zona, de la que da noticia
Rocío Yossifova, Etnohistoria de
la antigua comunidad judía de la ciudad de Vidin (Bulgaria), Culturas Populares. Revista electrónica,
nº 3, septiembre-diciembre de 2006.
[31]
Recuérdese lo dicho en la nota 27: Esta edición de la Enciclopedia Británica
había sido redactada antes de la guerra ruso-turca de 1877-1878 y los
subsiguientes Tratados de San Estéfano y Berlín.
[32]
Batallas empeñadas y decisivas de la guerra ruso-turca antes citada, en las que
cooperaron (en especial, en la segunda) numerosos voluntarios búlgaros.
[33]
Traducible en español por príncipe.
[34]
Equivalente a nuestra palabra, asamblea.
[35]
Iglesia que aún seguía sometida al patriarcado de Constantinopla, con grandes
tensiones con el clero local y los ruritanos ortoxos. Sobre este
complejo tema, difícil de compendiar, véase: Réné Ristelhueber, Historia de
los Países Balcánicos, cit. en la nota 5, pp. 145-165 (“La independencia
búlgara”).
[36]
Alexandr Gorchákov (1798-1883), Canciller del Imperio ruso entre 1863 y 1882.
Aunque acudió en persona al Congreso de Berlín, encabezando la delegación rusa,
dejó el grueso de las negociaciones a su segundo, Piotr Shuválov, convencido de
que el fracaso de las tesis de su país era inevitable. Nótese, por otra parte,
que su edad era a la sazón de 80 años, extremadamente longeva para un político
puntero de su tiempo.
[37]
En efecto, una frase similar fue pronunciada por Bismarck, augurando el fracaso
futuro de Bulgaria a causa de la impreparación para gobernarse por sí misma.
[38]
Pirot (unos 40.000 habitantes) conserva actualmente su nombre. Nisch, hoy la
segunda ciudad de Serbia (alrededor de 200.000 habitantes), ha modificado
levemente su ortografía, por la de Nish.
[39]
Ion C. Bratianu (1821-1891), primer ministro de los susodichos principados y,
luego, de Rumanía, entre 1876 y 1888. Estuvo exiliado por dos veces en Francia,
concluyendo su segunda expatriación en 1857. Los Principados Unidos de Moldavia
y Valaquia darían lugar a Rumanía, precisamente a raíz del Congreso de Berlín
de 1878.
[40]
El conde Gyula (Julio) Andrassy (1823-1890) fue primer ministro de Hungría
(1867-1871) y ministro de Asuntos Exteriores del Imperio Austro-Húngaro
(1871-1879), en cuyo concepto presidió la delegación de dicho Imperio en el
Congreso de Berlín de 1878.
[41]
Heinrich Karl von Haymerle (1828-1881), que llegaría pronto a ser, a su vez,
ministro de Asuntos Exteriores (1879-1881), al cesar en el cargo el susodicho
Gyula Andrassy (véase nota 40).
[42]
Tanto mayor, cuanto que los acuerdos del Tratado berlinés le concederían el protectorado
sobre las amplias regiones de Bosnia y de Herzegovina.
[43]
Efendi es un título honorífico turco de grado medio, que se atribuía a
militares, funcionarios y profesionales de cierto respeto y/o relevancia.
[44]
La maniobra de Boleslav I recuerda a la levemente posterior de Bulgaria,
decidiendo unilateralmente su unión con Rumelia (1885) y la elección de un rey,
Fernando I (1887), decisiones que finalmente obtuvieron consolidación
internacional.
[45]
Frase atribuida a Madame Récamier cuando Napoleón, prendado de ella, le
preguntó por el camino de sus habitaciones (vulgo, dormitorio).
[46]
La más famosa de las academias militares de Francia, fundada por Napoleón I en
1802. Su ubicación histórica estuvo en las inmediaciones de París. Actualmente
(2022) radica en Guer (Bretaña).
[47]
Humberto I (1844-1900), rey de Italia entre 1878 y 1900.
[48]
Se trata de Leopoldo II (1797-1870), que hubo de abdicar en 1859 por
levantamientos internos y ulterior incorporación del Gran Ducado de Toscana al
Reino de Italia.
[49]
No lo parece tanto, si se sabe que strelka significa flecha en
búlgaro y streltsi, arqueros. Grad, como se sabe, significa
ciudad.
[50]
El 4 de octubre de 1883, la Compagnie Internationale des Wagons-Lits
inauguró el entonces bautizado Express d'Orient. En la época, el tren
salía de París, y terminaba en la ciudad de Giurgiu, en Rumania, pasando por
Estrasburgo, Múnich, Viena, Budapest y Bucarest. De Giurgiu, los pasajeros eran
transbordados a la otra orilla del Danubio hasta la ciudad de Ruse, en
Bulgaria. De allí, otro tren los llevaba hasta Varna, donde podían tomar un
transbordador hasta Estambul. Solo en 1889 se terminó la línea férrea hasta la
propia Estambul. En 1891 el nombre oficial del expreso pasó a ser Orient
Express.
[51]
A la sazón, Milan I (1854-1901), que reinó entre 1868 y 1889, cuando se vio
forzado a abdicar.
[52]
Equivalentes, tratándose de leguas españolas, a unos 83 kilómetros.
[53]
Véase nota 40. Según eso, Hentzau estaba a sueldo de Austria desde antes de
1879, que fue cuando Andrassy cesó en el Ministerio de Asuntos Exteriores de
dicho Imperio.
[54]
Francisco José I (1830-1916), emperador austro-húngaro entre 1848 y 1916.
[55] Lo fue,
entre 1889 y 1896, el archiduque Carlos Luis (1833-1896), hermano de Francisco
José I.
[56] Una
milla terrestre moderna equivale a 1,6 km.
[57] Unos
150 metros.
[58]
Luis II de Baviera (1845-1886) apareció ahogado -como también su psiquiatra,
Budden- a última hora del 13 de junio de 1886 entre los cañaverales del lago
Starnberg, cerca de cuyas orillas se levantaba el palacete en que el monarca
había sido recluido por su presunta demencia. Siendo el rey un excelente
nadador, no tiene lógica la muerte accidental, ni es probable el suicidio. Es
cierto que en el cuerpo del monarca no aparecieron signos evidentes de muerte
por homicidio, como tampoco en el del médico Budden, trágico y mudo testigo de
aquel enigmático suceso. Detallado, sincero y especialmente útil en el aspecto
médico, es el libro del psiquiatra, Heinz Häfner, Ein König wird beseitigt:
Ludwig II von Bayern, edit. C.H. Beck, Berlín, 2008, quien concluye que Luis
II no fue, en el concepto moderno, un enfermo mental -al menos, no lo fue
grave-, a diferencia de su hermano y sucesor, Otón I.
[59]
En realidad, estando incapacitado por demencia el sucesor, Otón I (rey nominal
entre 1886 y 1913), se estableció una regencia hasta que, en 1913, cuando fue coronado
el primo de Luis II y de Otón I, que reinaría hasta 1918 como Luis III.
[60]
Aguardiente de frutas, típico de los Balcanes, con un contenido alcohólico
tradicional entre 40 y 50 grados. Media pinta equivale a medio litro, aproximadamente.
[61] Una
braza de longitud viene a equivaler a 1,67 metros.
[62] Es lo
más habitual que los cadáveres se hundan en el agua dulce hasta que, pasadas
unas fechas, los gases fruto de la descomposición disminuyan su densidad y los
hagan aflorar hacia la superficie.
[63]
Una de las circunstancias que más influyen en la rapidez de la putrefacción de
los cadáveres sumergidos es la temperatura del agua: A mayor temperatura, menos
tiempo para que se produzcan los gases intracorpóreos que disminuyen la densidad
del cadáver y le hacen aflorar.
[64]
Véase, José Luis Romero Polanco, Muertes por sumersión. Revisión y
actualización de un tema clásico de la medicina forense, Cuadernos de
Medicina Forense, núms. 48-49, Málaga, abril-julio de 2007. Más reciente, pero
menos ilustrativo, Jorge Marcelo Quintana Yánez y otros, Asfixia mecánica
por inmersión: prevalencia de signos externos e internos en necropsia,
Anatomía Digital, vol. 5, núm. 2, abril-junio de 2022, pp. 96-109. Ambos
artículos son plenamente accesibles por Internet.
[65]
Famoso vino húngaro, blanco y generalmente dulce, cuya graduación alcanza
fácilmente los 15o.
[66]
Traducible por abuelo Danubio.
[67]
El gulden o florín fue la moneda oficial del Imperio Austro-Húngaro
hasta 1892, en que fue reemplazada por la corona austrohúngara.
[68] El
canciller Mircea incurre en un anacronismo, pues Prusia se había integrado a
efectos militares en el Imperio Alemán a partir de 1871.
[69]
Francesco Crispi (1818-1901) fue Presidente del Consejo de Ministros y ministro
de Asuntos Exteriores en los periodos 1887-1891 y 1893-1896.
[70]
Moneda búlgara de la época que, al parecer, tenía el mismo nombre que la
ruritánica. El singular de la palabra es lev y su plural, leva. Por
ello, opto por no duplicar la pluralidad y no escribo levas.
[71] Véase
la nota 50.
[72]
Se celebra el 2 de enero en la Iglesia romana y el 1 de enero en las iglesias
ortodoxas. No coincide con el Año Nuevo Ortodoxo (menos aún, en la fecha del
relato), toda vez que aquellas iglesias suelen regirse por el calendario
juliano.
[73]
Paul Camille Hippolyte Brouardel (1837-1906) fue catedrático de Medicina Legal
de la Facultad de Medicina de París entre 1879 y 1906.
[74]
Con todo, en 1897 (por tanto, después del periodo a que se contrae este
relato), Brouardel trató ampliamente del tema, en la siguiente obra (accesible
por Internet): Paul Brouardel, La pendaison, la strangulation, la
suffocation, la submersion, J.B. Baillière et fils, Paris, 1897 (para
nuestro tema, véanse especialmente las pp. 498-515).
[75]
Con carácter definitivo, la prueba de diatomeas fue publicada por el profesor
alemán Revestorf en 1904, y la de elementos cristalinos y planctónicos, por los
belgas Corin y Stockis en 1909: véase José Luis Romero, Muertes por
sumersión, cit. en la nota 64, recogiendo los trabajos pioneros en la
bibliografía.
[76]
Habitualmente, a partir de 1790, los extranjeros pueden adquirir la
nacionalidad francesa por permanencia continuada de cinco años en suelo
francés; pero en 1867 el periodo se redujo a tres años, norma que regía en la
época del relato. Actualmente (2022), el plazo es de cinco años, salvo
excepciones legales que permitan reducirlo. Véase: Gérard Noiriel, Le creuset
français. Histoire de l'immigration XIXe – XXe siècle,
Le Seuil, Paris, 1988 (reeditado en Point d’Histoire, 2006).
[77]
Se ve que el canciller estaba bastante desconectado de su hijo. No solo
ignoraba que este había terminado sus estudios en Saint-Cyr y que su patria
legal era Francia (salvo que aceptemos un improbable caso de doble
nacionalidad), sino que desconocía que el general Baptiste Tramond había
fallecido en París, el 1 de julio de 1889, habiéndole sucedido en el cargo el
general Eugène Modas d’Hertreux, que lo ocuparía hasta 1893.
[78]
Cláusula del código de honor de la Mafia, que obliga a no revelar a las
autoridades y agentes públicos los hechos delictivos de que se tenga
conocimiento y que hayan sido perpetrados por otros mafiosos.
[79]
La condesa Matilde alude al Evangelio según San Marcos, 8, 35: “Porque quien
quisiere poner a salvo su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por el
Evangelio, la salvará”.
[80] Véase
antes, la nota 69.
[81]
Es posible que Albert Mircea recordara la Declaración de Independencia de los
Estado Unidos de América (ratificada el 4 de julio de 1776), pfº 2º (traducción
al español): Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son
creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad.
[82]
Véase antes, nota 75. Actualmente (2022), dichas pruebas (de diatomeas, etc.),
aun sin ser rechazadas, tienen mucho menos predicamento que en el siglo pasado.
[83]
La primera de las obras materiales de misericordia es la de visitar y
cuidar a los enfermos.
[84] Jugando
con los adjetivos ruritan y rural.
[85]
El principado (luego, reino) de Bulgaria estaba a la sazón en manos de Fernando
I (1861-1948), de la dinastía de Sajonia-Coburgo-Gotha, que ocupó la más alta
magistratura del país entre 1887 y 1918, últimamente con el título de zar. Su
controvertida personalidad, tanto en lo público, como en lo privado, ha sido
objeto de una biografía amplia y juzgada, en general, desfavorablemente: Stephen
Constant, Foxy Ferdinand, Tsar of Bulgaria, Sidgwick & Watson,
Londres, 1979, y Franklin Watts, Nueva York, 1980.
[86]
El príncipe/rey de Bulgaria, Fernando I, fue en general un monarca rusófobo y,
por el contrario, favorable para Austria y, finalmente, con el Imperio alemán.
Sus gobiernos oscilaron en este aspecto, siempre mediatizados por el soberano.
En cuanto al pueblo búlgaro fue tradicionalmente rusófilo, aunque siempre
celoso de su independencia fáctica respecto del gigante eslavo.
[87]
En Londres nació Anthony Hope, autor de El prisionero de Zenda.
Recuérdese la Introducción, capítulo 1 de la presente historia.
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