El pan de higo
Por Federico Bello Landrove
Alimentos hoy casi
olvidados otrora aliviaron el hambre de muchas personas y hasta constituyeron
preciadas golosinas. Es el caso del pan de higo, que está en el origen y en el
argumento de este cuento ambientado en la España de 1942 y que, como la mayor
parte de los míos, encierra bastante más realismo que fantasía.
Samuel Cendón llegó al portal de su
casa; subió jadeante las escaleras hasta el tercer piso, dando trompicones en
algunos peldaños con el híbrido entre maleta y cartera, en que llevaba las
muestras del género en el que era viajante; prefirió llamar al timbre, que
buscar en los bolsillos de la americana, bajo el abrigo, la llave de la puerta
de entrada, aunque ello significase molestar a su madre, quien pronto hizo
notar su cercanía con el arrastre de las zapatillas sobre el linóleo. Aunque
fueron pocos segundos, Samuel dejó caer la pesada carga sobre el descansillo y,
de modo rutinario, se quedó mirando la placa, cuyo fondo dorado brillaba
incluso a la luz amortiguada de los cristales esmerilados de la ventana de la
escalera:
Viuda de Cendón, Costurera
Se hacen arreglos
-
¿Qué
tal hijo? Cansado, ¿eh? Siéntate un ratito, que ya casi tengo lista la comida.
Era indudable. El
aroma del indefectible cocido llegaba nítido desde la cocina, a la que regresó
la madre, tras abrirle la puerta, ayudarlo a despojarse del gabán y tratar de
desplazar el maletín de muestras a un rincón del vestíbulo. Samuel completó el
traslado, llevándolo al cuarto de estar, donde lo colocó en horizontal sobre
una silla, sin decidirse a abrirlo. Antes bien, se derrumbó en el sofá,
resoplando, y, frotando uno con otro, se despojó de los zapatones, que hicieron
un ruido sordo al caer al suelo.
-
¿Cómo
ha ido la mañana?
La pregunta de su
madre le llegó nítida, pese a la distancia, pero él se hizo el sordo. No tenía
ningunas ganas de entablar conversación. La señora repitió, creyendo que no
había sido oída.
-
Regular,
mamá -repuso Samuel-. En un día como este, los tenderos están más a vender que
a hacer caso de comisionistas.
Eso es lo que se
había empeñado en que figurase en sus tarjetas de presentación, pagadas por la
empresa:
Comisionista de “El Monaguillo”
Alicante[1]
Y es que solo a él
se le ocurre aprovechar la mañana del día de Nochebuena para intentar colocar los
últimos pedidos, antes de hacer la liquidación de fin de año y mandársela a los
de Alicante, para ver si le hacen el ingreso antes de Reyes y puede estirarse
un poco con los regalos para la familia. No ha ido del todo mal esta
temporada, pese a las malas cosechas y la guerra en Europa. Se ve que, por eso
mismo, la gente común se ha conformado con los dulces más económicos, como los
que él representa, y a mucha honra, como le dijo a su cuñada Mercedes, cuando
le echó en cara no picar más alto y dedicarse a los turrones:
-
No
hay nada más alimenticio y digestivo que los frutos secos, si quieres llamar
así a las exquisiteces que distribuyo. Lo más bueno y lo más barato. ¿Sabes que
los dátiles los traen directamente de Túnez?
-
No,
si bien mirado…, admitió la cuñada.
Se levantó y cogió
mecánicamente de sobre la radio el periódico del día, que seguramente le había
comprado su madre como aguinaldo, al salir a la compra. Bajo un titular, Nuestra
Navidad y la de los otros, empezó a leer en primera página:
“Los otros son los
que están en guerra. Porque la Navidad de 1942 adviene sin que la guerra que
ensombreció esta fecha sublime en los tres años anteriores haya cesado, antes
bien, con la guerra recrudecida en términos de insospechable acritud trágica.
Para España, en cambio, la Navidad nos llega, no solamente en pleno disfrute de
la paz de que también en los tres años anteriores gozábamos, sino en
circunstancias que la han consolidado, mejorando además el vivir de los españoles.”
[2]
No tuvo estómago
para llegar al párrafo siguiente[3].
Se olvidó por un rato de las noticias y, todavía descalzo, abrió la
valija de las muestras, en busca de la gran novedad de aquella temporada, un
pan de higo enriquecido, para el evento navideño, con arándanos, trozos de
guinda y pedacitos de chocolate, el último invento de los de Alicante, a
mayores de los higos, almendras y anises de toda la vida. No sería porque no
encareciese las grandezas de aquella exquisitez, pero lo cierto es que el
producto había constituido un total fracaso comercial. Leandro, el de
ultramarinos La Tradicional, se lo había explicado en pocas palabras:
-
Chico,
Samuel, por muchas delicias que tenga dentro -y que por fuera no se ven-, un
pan de higo es un pan de higo. No puedo venderlo al precio del turrón o del pan
de Cádiz.
Total, que,
chasqueado y harto de hacer infructuosamente el artículo, se dijo con malas
pulgas:
-
Te
juro que esta noche le doy el pasaporte, aunque el atracón me provoque un
cólico de hígado.
Ahora, mientras, colocaba
la pieza sobre el aparador, todavía enfundada en su celofán, tomó una
resolución menos egoísta:
-
O,
si no, lo dejo para mañana, cuando vengan todos a felicitar las pascuas a mi
madre.
***
-
Cámbiate,
hijo, que voy poniendo la mesa y comemos.
La viuda de Cendón
no tenía remedio. En llegando a casa, su Samuel tenía, al menos, que ponerse en
zapatillas. Llegado el momento de comer, había de vestir la ropa de casa. Tanto
daba que hubiese cumplido ya los treinta y nueve, o que llegase derrengado. Era
inútil discutir. El argumento materno no admitía réplica:
-
Cuando
salgas fuera a trabajar, puedes ir como te dé la gana, pero en Castellar tienes
que tener buen porte, que somos muy conocidos. Y, además, ya sabes que tus
camisas y pantalones parecen tener imán para las manchas.
Era verdad y bien
que se lo restregaba la madre, en cuanto trataba de rezongar:
-
Anda,
anda, que… Todavía me acuerdo de la boda de tu prima Charito.
No sé cuántos años
hacía de que aquella corbata azul turquesa, con incrustaciones de
mayonesa, había ido a parar al cubo de la basura, pero era igual. Doña Bernarda
tenía para estas cosas una memoria de elefanta.
De modo que tomó
el rumbo de su dormitorio, presto a cambiarse de ropa. Al entrar en la
habitación, casi le da un pasmo. Si, en algo empezaba a fallar la retentiva
materna era en cerrar las ventanas al cabo de un rato de haber hecho la
limpieza. Debemos de estar como a diez grados, masculló, tirando por lo bajo.
Corrió a cerrar las puertas acristaladas que daban a la galería sobre el patio
interior. Una voz infantil le llegó, chillona y lacrimosa, desde el piso
frontero superior:
-
¡Mamá,
por favor! ¡No me dejes sola esta tarde! ¡Prométemelo!
Es posible que el
ruego tuviese contestación, pero no llegó hasta los oídos de Samuel, quien,
antes de cerrar, solo acertó a mirar en dirección a la ventana entreabierta
desde la que seguramente le había llegado aquella súplica. Por de pronto, entornó
las contraventanas para no ser visto y pensó: Otros que no se han dado
cuenta de que estamos en invierno.
La vocecilla del
cuarto piso le había quedado grabada en la memoria. Apenas servida la sopa,
Samuel preguntó a su madre, mediante el oportuno circunloquio:
-
Madre,
¿vive algún niño en casa de la portera?
-
En
efecto. ¿No te has enterado? ¡Claro!, es una novedad de hace unos días y, como has
estado viajando…
Con su
acostumbrada prolijidad, le explicó la pequeña anécdota, tan propia de aquellos
años de posguerra. Se trataba de una madre joven con una hija como de cuatro o cinco
años, a los que la señora Antolina había admitido en su casa, en lo que había
presentado como una sobrina del pueblo que, habiendo quedado viuda cuando la
batalla del Ebro[4], había
decidido venirse para la capital en busca de trabajo y, mientras encontraba ocupación
y donde vivir, se había acogido a su caridad. Pero Doña Bernarda no había
tragado con el cuento:
-
Para
mí, que se trata de una realquilada con derecho a cocina; seguramente, una
conocida, pero nada de parienta cercana, ni de que la haya acogido por lástima,
sino cobrando, como hacen todos.
Samuel objetó:
-
¿Qué
razón podría tener la portera para mentir en algo tan normal?
-
Muy
sencillo, replicó su madre. Supongo que, siendo una empleada del casero, no
tendrá derecho de andar realquilando la casa, cuando menos, sin permiso.
Poniendo ojillos
de pícara, la señora hizo un alto para dar cuenta del final de la sopa. Luego,
mientras servía los garbanzos y su acompañamiento, prosiguió:
-
Por
cierto, según me han dicho, ha encontrado pronto una colocación… por llamarla
así.
-
Pues
¿qué?, preguntó Samuel. ¿Tan precaria o miserable es?
-
De
las del Café Oriental. Con eso, ya te digo todo.
El susodicho café era uno de tantos, cuya
mayor peculiaridad estribaba en que, siendo céntrico y de solera, tenía una muy
numerosa clientela a todas horas. Eso facilitaba el que pulularan en torno a
los parroquianos ciertos individuos de ambos sexos, que desarrollaban allí, con
permiso de Doña Leonor, la dueña, sus variados oficios, desde el modestísimo de
limpiabotas, al prestigioso de conseguidor. Aunque el ambiente era casi
exclusivamente masculino, no dejaba de haber sus excepciones. La patrona,
o la jefa -que de ambas formas se aludía coloquialmente a la empresaria-, había hecho algún conato de introducir camareras, cortado radicalmente por el
secretario del Gobierno Civil, que era de los asiduos:
-
Doña
Leonor, por Dios, deje usted esas novedades para los americanos y para los
locales de moralidad dudosa.
Hubo, pues, que
evitar la mala nota, dejando la presencia femenina para cigarreras y floristas,
por no hablar de algunas piculinas, que se dejaban ver por el café a la caída
de la tarde y cuya presencia se toleraba, siempre que no se dejaran invitar y
mantuvieran la compostura:
-
Yo
no soy quien para pedir la filiación a los clientes. Por otra parte, no sé que
iba a ganar la moral pública con que las busconas se timasen con los rijosos en
plena calle.
Hecha la
digresión, volvamos al comedor de la viuda de Cendón, donde Samuel ha quedado
intrigado con las palabras de su madre acerca de la ocupación cafetera de la
nueva vecina. Como no quiere mostrar su interés a Doña Bernarda y conoce
bastante bien el Oriental, decide pasarse por allí esta tarde, antes de
que la solemnidad de la Nochebuena aconseje cerrarse en casa para acompañar a
su madre mientras prepara la cena -inevitable sopa de almendra y besugo al
horno, acompañado de vino de Rueda; dulces variados y remate con copita de
Chinchón- y luego ir juntos a la misa del gallo en los Capuchinos, inagotable
fuente de villancicos y catarros.
***
-
¡Cuánto
bueno, Don Samuel! ¡Felices Pascuas!
-
Gracias,
Paco, lo mismo te deseo… Así que, al pie del cañón, aún en Nochebuena...
-
¡Qué
quiere! Hasta eso de las ocho, viene mucha gente y las propinas suelen ser más
generosas que nunca.
-
Tienes
que encargar unas tarjetas que digan El lustrador del Oriental felicita a usted las
Pascuas.
-
¡Qué
guasón es usted, Don Samuel! Ahí es nada, llamar lustrador a un limpia.
Mientras Paco está
a la faena, Samuel le sonsaca:
-
Me
ha contado mi madre que hay una chica nueva, vecina nuestra, trabajando aquí.
-
Pues
será la cigarrera. La pobre Trini ya no se aguantaba de tos y la patrona la
puso en la calle porque, según ella, repelía a los clientes e iba a acabar
contagiando a alguno…
-
Ya.
Lo que es, trabajando aquí, entre el humo y el gentío, no me extraña que se
estropeen los pulmones. En fin, vale más llegar a tiempo que rondar un año. Por
cierto, ¿no anda la nueva por aquí?
-
Suele
venir sobre las cuatro, pero hoy se está retrasando, tal vez, por la festividad…
¡Mire, ahí llega!
Una mujer joven, bien portada pero de
aspecto anodino, pasó de prisa junto a ellos y saludó con una sonrisa y un
ademán a Paco.
-
Es
viuda y tiene una niña -aclaró el limpiabotas-; claro que, siendo vecina, ya lo
sabrá usted.
-
No
tengo trato con ella -replicó Samuel-. ¿Cómo se llama?
-
Remedios,
bueno, Reme. A la jefa no acaba de gustarle: Dice que es un poco
parada y sosa para vendedora.
-
Nadie
nace enseñado, sentenció Samuel.
Ya con los zapatos
como espejos, se acercó a la cigarrera, la saludó cortésmente y, muy bajito, le
susurró:
-
¿Tiene
americanos? Querría una cajetilla.
Con un manejo
conspicuo, que denotaba su escasa experiencia, rebuscó en la cesta y, al fin,
dio con lo solicitado:
-
Cajetilla
entera solo tengo de Chester[5].
Andamos muy mal con esto de las fiestas.
Mientras le pagaba
la exorbitante cantidad a que ascendía el precio del mercado negro -en el blanco
eran desconocidos-, le sacó a colación lo de su vecindad y, como quien no
quiere la cosa, llegó a lo de la niña y su súplica de que no la dejase sola en
Nochebuena. Como es lógico, Samuel se limitó a indicar:
-
¡Qué
pena que no haya podido librar en un día tan señalado!
-
¡Qué
vamos a hacerle! Doña Leo no ha querido darme licencia y, por otra
parte, es día en que se vende mucho y cerramos pronto, no más allá de las
nueve.
-
¡Menos
mal!, aunque se le haga un poco tarde para cenar a una niña tan pequeña.
-
Por
eso, no hay problema. Ya he dejado preparado todo: Por eso he llegado con retraso. El problema va a ser…
Cigarrera mexicana (de un trabajo de
Denise Hellion)
La joven se cortó, bien por aproximarse
otro cliente, bien por no contar sus cuitas a un desconocido; pero Samuel
insistió:
-
Diga,
diga. Si, como vecino, puedo echarle una mano... Ahora no tengo nada que hacer.
Reme, finalmente,
se le confió:
-
Me
falta por comprar el postre, algo de dulce, pero me temo que encontraré todas
las tiendas cerradas.
-
Pues
eso se lo soluciono yo en un santiamén. Dígame qué le compro.
La definición de
la cigarrera fue curiosa y taxativa:
-
Cualquier
cosilla que no valga más de tres pesetas.
-
Entendido.
Déjelo de mi cuenta que yo tengo buena mano para los dulces populares.
Con una sonrisa,
Samuel dio media vuelta, camino de la calle.
-
¡Espere
usted, que le dé el dinero!
-
Luego,
cuando lo compre y sepamos el precio justo.
Era una excusa
tonta, pero bastó, pues la réplica, si la hubo, pilló ya a Samuel al otro lado
de la puerta giratoria.
***
Al rato, Samuel,
con un paquete mediano envuelto en papel de estraza, llamaba desde el otro lado
de la cristalera a Víctor, el camarero, quien salió del café a ver qué se le
ofrecía.
-
Toma,
dale esto enseguida a Reme, la cigarrera, y dile que dentro va la
explicación.
Acompañó el
mandado de dos pesetas de aguinaldo.
-
¡Gracias,
Don Samuel, pero no hace falta que…!
-
¡Hombre,
Víctor, es por el aguinaldo! Y felices Pascuas.
Momentos después,
una atónita cigarrera tenía ante sí el pan de higo más hermoso que había visto
en su vida, envuelto en celofán, con un monaguillo en el sello de cierre. Una
tarjeta de visita -que ya conocemos- completaba el envuelto:
Samuel Cendón Revuelta
Comisionista de “El Monaguillo”
Alicante
Dos líneas
manuscritas incluían el mensaje para la destinataria:
Muestra
gratuita (prohibida su venta). Feliz Nochebuena.
[1]
Se trata de una empresa del ramo alimenticio de la dulcería natural, fundada en
1919 y felizmente existente hasta hoy (2021), con sede social en El Campello
(Alicante), con la denominación histórica de Bernabé Biosca Alimentación,
S.A. Espero se me dispense por esta cita no autorizada previamente por la
empresa, como también por la imagen que cierra este relato.
[2]
Véase, por ejemplo, La Vanguardia de Barcelona, nº 23.811, día 24 de
diciembre de 1942, página 1.
[3]
Véase, en el lugar citado en nota 2, esta joya laudatoria: …hay un español
que por sus virtudes, por sus sacrificios, por sus austeridades y, sobre todo,
por la suprema tensión de su voluntad en servicio de la Patria, que es el ascua
viva de su espíritu, podría ufanarse —y no se ufana— de merecer la bendición
del Cíelo. Dios asiste, en efecto, al Caudillo, y hemos de pensar, porque sin
mayores disquisiciones teológicas todo induce a pensarlo, que si Dios asiste a
España es porque el Caudillo lo merece.
[4] Larga y sangrienta contienda durante la guerra
civil española, que se desarrolló en la zona del Bajo Ebro entre julio y
noviembre de 1938, acabando con la derrota de las tropas republicanas.
[5]
Apócope habitual en España para los
cigarrillos de la marca Chesterfield, fabricados por la empresa
americana Philip Morris.
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