En busca de la Justicia (I): La batalla naval de Lissa
Por Federico Bello Landrove
Nuevo acercamiento
mío al género de la historia novelada, en tres relatos. Tres italianos
imaginarios serán convocados para ayudar a impartir justicia en tres momentos
muy significados de la Historia de Italia: la derrota de Lissa, dentro de su
Tercera Guerra de Independencia (1866); el escándalo de la presunta bigamia del
Ministro, Francesco Crispi (1878); los excesos sexuales de ciertos clérigos de
la época de preparación de los Pactos Lateranenses (1929). Es posible que mis
protagonistas no logren que se haga justicia pero, al menos, creo que
entretendrán a ustedes y harán que aprendan algo de la Historia de Italia en
aquellos tiempos.
1. Se necesita un experto
Las sesiones
instructoras de la encuesta de la Marina de Guerra sobre la derrota de Lissa
han concluido[1]. Los
Auditores de la Armada acaban de cerrar esa fase del procedimiento con una
decisión, cuya dureza pocos habrían imaginado, empezando por el Almirante
investigado. A partir de ahora, queda abierta la posibilidad de que el
derrotado comandante de la flota, Carlo Pellion di Persano[2],
pueda ser acusado de hasta cinco delitos, a cual más grave: negligencia,
ignorancia, desobediencia, cobardía ante el enemigo y alta traición. Y digo que
existe la posibilidad de ser acusado porque el Almirante es Senador del
Reino; por tanto, la Cámara habrá de dar autorización para proceder contra uno
de sus miembros. En este caso, parece que no habrá problema, dado que el propio
Senador, pese a la gravedad de los cargos que pueden imputársele, ha sacado a
relucir su orgullo militar:
-
Pido
a los honorables senadores -ha dicho en la Cámara- que concedan el suplicatorio
para que pueda ser juzgado, y así resplandecerá la injusticia de las
conclusiones de la investigación y la total corrección de mi conducta en la
batalla del 20 de julio.
Algunos senadores
tuercen el gesto, no tanto por afecto hacia Persano, como porque, según la
común interpretación de las leyes vigentes, será el pleno del Senado,
constituido en Sala de Justicia, el tribunal ante el que habrá de desarrollarse
el juicio y que dictará sentencia inapelable. Como ha susurrado el Presidente
de la Cámara, el honorable Gabrio Casati, al oído del Vicepresidente Marzucchi[3]:
-
Te
espera un juicio ingrato e interminable, querido Celso.
Y es que, ante los
conocimientos y prestigio de Marzucchi, Casati ha decidido delegar en su
persona la presidencia del Senado cuando se constituya en tribunal de justicia
para juzgar a los senadores. Marzucchi, por tanto, ya tiene bastante
experiencia para presidir y dirigir los debates procesales, y no cree que la
causa se le vaya a ir de las manos. Así pues, sonríe y contesta a Casati:
-
No
dudo que será ingrato, pero ya me encargaré yo de que no dure ni un minuto más
de lo que sea pertinente.
***
El inicio de las
sesiones del juicio se produce el 11 de octubre de 1866, en el Salone dei
Cinquecento del Palazzo Vecchio de Florencia, a la sazón sede
provisional del Senado italiano, hasta que Roma pueda convertirse de hecho en
la capital de Italia. El presidente del tribunal, Marzucchi ha sido inflexible,
cuando, días antes, ha recibido al Fiscal encargado del caso, Marvasi[4],
y al defensor, Sanminiatelli[5],
para darles algunas instrucciones:
-
Supongo
que ustedes estarán muy interesados en plantear al tribunal numerosas
cuestiones previas, a fin de anular o retrasar este juicio. Está claro que voy
a ser inexorable en solucionarlas con rapidez. Y debe quedarles también
paladino que no vamos a perder ni un solo segundo con temas políticos o
cuestiones que afecten a personas distintas del acusado. A tal fin, he decidido
que esta fase procesal no dure más de tres sesiones.
Marvasi, más
aplomado y conocedor de Marzucchi, le pregunta con ironía:
-
Perdón,
señor presidente, ¿se refiere a sesiones, o a días de sesión?
Marzucchi le contesta
en el mismo tono:
-
Si
hay sesiones de mañana y de tarde, contarán como una sola; pero dudo mucho de
que los honorables senadores tengan edad y tiempo como para ocupar con este
asunto el día entero.
A la salida,
Marvasi toma del brazo a Sanminiatelli y le susurra:
-
Te
anticipo que tengo para tu defendido una buena noticia, pero no estoy en
condiciones de hacérosla saber hasta que presente mi acta de acusación.
El abogado
defensor adivina por dónde pueden ir los tiros, cuando aventura:
-
Cualquier
benevolencia de tu parte será bien recibida, aunque tampoco sería nada del otro
mundo: Si te presentas ante el Senado sosteniendo el disparate de la alta
traición, con su secuela inexorable de pena de muerte, pondrás al tribunal en
tu contra. Los senadores no son jurados populares, que disfruten mandando a la
horca o al fusilamiento a los acusados.
Esa misma tarde,
Sanminiatelli tiene una reunión con el conde Persano, para informarlo de los
últimos eventos. El almirante mantiene su particular pose, estirada y distante.
-
Excelencia
-expone ceremoniosamente el abogado-, cuanto más se acerca el juicio, más me
preocupa mi general ignorancia de las normas y de las conductas militares.
Pienso si no sería oportuno contar con uno o dos marinos avezados en estos
temas.
-
¿Y
qué soy yo, un barbero? -le replica desdeñosamente Persano. Hace semanas que le
facilité un ejemplar de mi batalla de Lissa[6].
Y cualquier duda que tenga al respecto, me la pregunta y en paz.
Sanminiatelli no
quiere polemizar, pero está harto de la prepotencia de su cliente:
-
Lo cierto, almirante, es que tengo, no una, sino dos batallas de Lissa: la
suya y la de ese capitán anónimo, que levantó tanta polvareda[7].
Y, la verdad sea dicha, parece que cuentan combates diferentes, de lo dispares
que son sus puntos de vista y sus conclusiones.
Persano está a
punto de explotar. De estar en otro ambiente, tal vez habría castigado a su
defensor a pasar por la quilla:
-
Ese
anónimo cobarde, que tiró la piedra y escondió la mano, no es otro que
el capitán del Ancona, Piola Caselli[8],
quien, por lo visto, es más diestro clavando la pluma que el espolón de su
barco.
El abogado
insiste:
-
Por
experiencia de muchos años, sé que el abogado y su defendido deben tener una
mutua confianza, pero no una servil dependencia. Nadie es buen juez de sus
propios actos; tanto más, si se juega en ellos tanto como Su Excelencia. Déjeme
incorporar al equipo de la defensa a un experto independiente. De otro modo,
Conde, me veré obligado a abandonar su defensa.
Almirante Carlo Pellion, Conde de
Persano
Persano recoge
velas y, dando por hecho que tendrá que aceptar el consejo del defensor, aduce:
-
En
Ancona, entre todos aquellos ineptos lobos de la Auditoría, había uno
que, dentro de lo que cabe, me trató con cierto respeto y repartió las culpas
con mis subordinados y el Ministerio. Se llama Mario Ruggeri.
-
Perfecto,
responde Sanminiatelli. Me pondré en contacto con él, a ver si se presta a
ayudarnos.
Ruggeri resultó
ser un auditor general de la Armada, jubilado, que había sido sacado de su
retiro para presidir el equipo de auditores, en vista de la categoría personal
del encausado y de la relevancia del asunto. Recibió a Sanminiatelli en su
casita familiar de la via Eremitani de Padua. Escuchó atentamente lo que
el defensor venía a ofrecerle y, luego, se disculpó muy razonadamente:
-
Comprenderá
usted que no pueda aceptar el encargo, después de haber formado parte, tan
destacada como inútil, en la investigación oficial de lo de Lissa,
cuando mis más jóvenes y exigentes colegas ni se inmutaron al calificar al poco
competente Persano de traidor y cobarde, nada menos. Como ve, parece que no
tengo éxito a la hora de convencer a los demás de la validez de mis puntos de
vista. Por otra parte, Persano es -y usted disculpe- un engreído incapaz de
llegar a un acuerdo de mínimos sobre sus indudables responsabilidades, y eso es
algo que no estoy en actitud de tolerar: Cuando declaró ante nosotros en
Ancona, solo le faltó solicitar por su desempeño en la batalla otra Gran Cruz
que prender de su pecho. Así que siento que haya hecho usted el viaje en vano,
que hay una tiradita hasta aquí desde Florencia.
-
No
he perdido nada, sonrió Sanminiatelli, pues he tenido una clara constancia de
sus puntos de vista acerca de mi defendido y eso, viniendo de alguien tan
experto y objetivo, será para mí muy útil.
En mitad del gesto
de incorporarse del sillón, Ruggeri quedó suspenso y volvió a arrellanarse,
para sorpresa de su Interlocutor:
-
Avvocato, preguntó, ¿no
ha pensado usted en nadie para ocupar el puesto de consultor y experto, en el
caso de rechazarlo yo?
-
En
efecto. Estoy in albis del tema y no creo que Persano sea buen
informador a este respecto.
-
Pues,
siendo así, creo que puedo ofrecerle un nombre de toda garantía. Se trata de un
primer teniente de navío, que me produjo una impresión excelente cuando declaró
sobre el caso. Además, como tercer oficial de la María Pía, fue un
testigo presencial de los hechos, del que le aseguro una actuación espléndida
ante el Senado, si lo propone usted como tal.
-
¿Cómo
podré ponerme en contacto con él? ¿Y qué le hace pensar que aceptará el
encargo?
Ruggeri respondió
muy convencido:
-
Después
de la firma de la paz, el Teniente ha conseguido una plaza de profesor en la
Sección genovesa de la Regia Escuela de Marina[9],
desde donde me mandó un saluda hace unos días. Deje que sea yo quien le
escriba, exponiéndole el objeto de su petición. Y estoy seguro de que, si no lo
encuentra incompatible con la atención a sus clases, aceptará asesorarle, a
ruego mío. Le daré sus datos, para que sea él quien contacte con usted.
-
De
acuerdo, Auditor General. No obstante, ¿podría decirme su nombre?
-
Teniente
Orsenigo. Ahora mismo no recuerdo su nombre de pila.
2. Teniente Orsenigo, a su servicio
Afortunadamente
para el agobiado defensor, pasadas las tres intensas sesiones dedicadas a
tratar de las cuestiones preliminares, el Senado ha decidido tomarse las cosas
con calma, quién sabe si aleccionado por otras altas instancias. Lo cierto es
que, al concluir la última de las tres sesiones, el presidente Marzucchi ha
cerrado la audiencia con estas palabras:
-
Esta
Sala de Justicia resolverá sobre todas las cuestiones previas presentadas, en
las próximas semanas. Tengan las partes un poco de paciencia, pues los temas
que nos han propuesto son diversos y complejos y queremos estudiarlos con el
detenimiento que merecen. Les haremos llegar por escrito a sus procuradores
nuestra resolución. Será entonces cuando fijemos una fecha para reanudar la
vista de la causa, con la requisitoria del señor Fiscal.
Celso Marzucchi
En realidad, las
cuestiones previas no parecen tener mucha enjundia. En experta y pesimista
expresión del abogado defensor, están de antemano condenadas al fracaso.
Pero algo hay que alegar, para justificar la postura procesal que se defiende y
para que, aunque no se logre un éxito inmediato, los argumentos vayan calando
en el tribunal o, como él dice, ablandándolo. La verdad es que el
pesimismo de Sanminiatelli estaba justificado, en la medida en que, ante una
sala abarrotada de público y de periodistas, el expeditivo Marzucchi había
pronunciado, más o menos, estas palabras:
-
Antes
de que los señores Fiscal y Defensor presenten sus alegaciones, quiero
recordarles que este es un juicio que se celebra ante el Senado, constituido en
Sala de Justicia, con un único procesado, el Almirante Carlo di Pellion, conde
de Persano, y por un único hecho, su desempeño como Comandante de la flota del
Reino de Italia, desde el inicio de la pasada guerra contra el Imperio
Austriaco, hasta el retorno de los barcos a puerto, después de la batalla de
Lissa. El Senado no es competente para enjuiciar a otras personas, ni este
proceso comprende otros hechos que los antes expresados. En consecuencia, es mi
deber no permitir a las partes que pretendan ampliar este juicio más allá de lo
indicado. Seré inflexible en el cumplimiento de tal deber y, para el caso muy
improbable de que lograre alguna de las partes ir más allá de lo procedente, el
Senado se percatará de ello al estudiar las alegaciones y rechazará el
planteamiento de las cuestiones impertinentes.
Con todo y con
eso, Sanminiatelli no se había arredrado, sino que había comenzado su
exposición formulando una protesta, por el hecho de que, al lado de Persano, no
se juzgara a los dos contralmirantes que, de forma tan inadecuada y
desobediente, lo habían secundado en Lissa. De manera muy comedida, para
el gusto de su defendido, el abogado había presentado así la protesta:
-
Imaginen
los honorables senadores que los contralmirantes al mando de dos de las tres
secciones de la flota se hubiesen comportado de manera deficiente,
desobedeciendo, incluso, las órdenes recibidas de Persano: ¿Sería justo que
este hubiera de cargar en sede penal con las responsabilidades de sus colegas?
Pero imaginen por un momento que el Almirante único acusado, pretendiendo
repartir con otros su responsabilidad, o exonerarse de toda ella, cargara
contra la profesionalidad y el honor de sus compañeros ausentes del proceso:
¿Sería justo que los contralmirantes no estuvieran en posición de rebatirlo y
de defenderse incontinente? Estoy seguro, Excelencias, de que nadie, ni siquiera
los propios ilustres marinos a quienes se les cierra el acceso a la causa,
encontrarían razonable tal exclusión del reconocido principio de
corresponsabilidad penal y, por consecuencia, del de acusación procesal
conjunta a una pluralidad de personas.
La inmediata réplica de Marzucchi no dejó lugar a dudas, pero sí dejó
flotando en la Sala una implícita amenaza, que acabaría por hacerse realidad:
-
Señor
abogado defensor, su protesta queda registrada, pero no le autorizo a que
continúe explicándola por más tiempo. Usted sabe perfectamente que esta Sala de
Justicia es competente para juzgar al almirante Persano por la única razón de
que es Senador en ejercicio, circunstancia que no concurre en los otros dos
ilustres marinos a que viene refiriéndose. Por consiguiente, se excede usted al
concluir que su ausencia del proceso signifique para ellos la impunidad. Por el
contrario, tiene un solo y único significado: que, de ser responsables, se les
tomará en su día cuenta de sus actos, pero por otros tribunales o instituciones
distintas de esta, que tiene limitadas por la Constitución sus facultades de
juzgar y, en su caso, de condenar.
Y el Presidente concluyó
con esta sugerencia, un tanto irónica:
-
Y
si tanto le interesa que los contralmirantes aludidos puedan verse colocados en
una supuesta indefensión, puede traerlos ante nosotros como testigos, que muy
gustosamente escucharemos cuanto tengan que decirnos. Naturalmente, ni el
Fiscal ni la defensa tomarán mi observación como improcedente sugerencia, pues
todos sabemos que ambas partes ya pensaban proponer a esos dos ilustres marinos
dentro de sus respectivas listas de testigos.
Fuera de ese
conflictivo tema de presentar aparentemente a Persano, si no como el único, sí
como el primero en ser juzgado en solitario, el resto de los argumentos previos
de Sanminiatelli habían tenido poco recorrido, como él preveía y el fiscal
Marvasi se encargó de resumir de forma lapidaria:
-
No
hay forma más fácil, y menos útil, de eludir responsabilidades que la de
afirmar que no había normas aplicables al caso, ni procedimiento adecuado para
juzgarlo. El defensor ha hecho uso de ambas -estoy convencido de que sin fruto-
en clara contradicción con su propio defendido pues, si nos hallásemos en un
mundo sin normas penales ni procesales, ¿qué sentido tiene que el almirante
Persano haya pedido al Senado que levantase su inmunidad para poder defenderse
ante toda Italia? ¿O es que nos ha tomado el pelo a todos?
El Almirante
reaccionó ante tales palabras de una forma tan viva, que Marzucchi le aconsejó mantener
la compostura y al Fiscal, que moderase la forma de expresión.
Con todo, el
defensor alegó la existencia de una situación de alegalidad, dado que la norma
de comportamiento militar, que constantemente se aducía como pauta de conducta,
eran las Ordenanzas de la Armada aprobadas para el Reino de Cerdeña, en los ya
lejanos tiempos del rey Carlos Félix[10],
las cuales no habían sido confirmadas como ley por el Reino de Italia, ni
recogida su validez por una ley italiana posterior a la Unificación. Y, en
cuanto a los problemas procesales, Sanminiatelli aludió a la circunstancia de
que el Senado carecía de reglas de procedimiento para los casos en que actuaba
como Sala de Justicia, si bien aclaró que:
-
En
un orden estrictamente procesal, mi defendido y yo mismo estamos seguros de que,
con normas y sin ellas, el Senado llevará el caso con la imparcialidad y el
respeto al derecho de defensa, que siempre lo han caracterizado.
En ese momento,
Marzucchi había hecho un ademán, como preguntando:
-
Entonces,
señor abogado, ¿para qué demonios plantea usted esta cuestión de nulidad de la
causa?
Digamos, para
concluir el tema, que el Senado rechazó todas las cuestiones preliminares
planteadas, sin dejar ninguna para sentencia, y fijó la fecha del jueves, 10 de
enero de 1867, para que el Fiscal presentase en audiencia pública su acusación
o requisitoria en la causa. Ello proporcionó a la defensa el tiempo preciso
para comunicar con el teniente Orsenigo y a este, el de volver a reflexionar
sobre el asunto, ya que -como él mismo decía- estudiarlo, lo que se dice
estudiarlo, ya lo tengo hecho de meses atrás. Veamos brevemente cómo se
desarrollaron los acontecimientos, hasta llegar al día en que el Senado
reabriría la tramitación formal del proceso.
***
Disposición inicial de las flotas en
la batalla de Lissa (20-7-1866)
Orsenigo recibió
de no muy buena gana el ruego del auditor general Ruggeri, para que se pusiera
a disposición de Sanminiatelli, a fin de asesorarlo en las cuestiones navales
que suscitaba la batalla de Lissa y el previo comportamiento de Persano. La
verdad es que la invitación era de lo menos comprometida. Decía Ruggeri:
Estoy
sinceramente convencido de que al Almirante se lo trató injustamente por la
Auditoría, olvidando en exceso varios de los principios que esta tuvo siempre a
gala respetar: tener en cuenta la previa situación de la Armada que, a última
hora, se pone bajo las órdenes de un Comandante; constatar el nivel de
cooperación y de obediencia que con el Comandante hayan tenido los jefes de
secciones y los capitanes de las naves; valorar las derrotas en términos de
diligencia y conocimientos propios y de las capacidades del adversario;
respetar los principios de buena fe y presunción de inocencia. Aplicando esos
principios, yo jamás habría dicho de Persano que fuese un traidor ni un
cobarde, ni que hubiese desobedecido al Gobierno ni al Ministro de la forma
clara y abierta que este delito suele exigir. Usted bien sabe que es esa mi
forma de pensar y creo que coincide con la suya, según expresó ante la
Auditoría Naval en su testimonio. Y opino que de eso se trata: De hacer ver al avvocato
Sanminiatelli, con todos los datos que la ciencia y la táctica naval
ofrecen, las líneas de responsabilidad y de posible defensa que tenga el caso
Persano, siempre dentro de los términos de la objetividad y de la técnica
militar…
Como el curso
estaba empezando en la Academia Naval, Orsenigo decidió aprovechar para dejar
resuelta cuanto antes su participación en la defensa de Persano. Se puso al
trabajo y, en apenas un par de días, concluyó un breve, pero completo, informe
sobre el estado de la flota italiana, el intento de asalto a la isla de Lissa y
el posterior desarrollo de la batalla naval; todo ello, acompañado de cinco
croquis: uno de la isla y de su puerto principal, San Giorgio, y cuatro acerca
de las sucesivas posiciones de los barcos de ambas escuadras en diversos
momentos de la batalla. En el texto principal, que mandó telegráficamente,
anunciando la remisión postal del resto, indicaba:
Cúmpleme decirle
que acepto exponerle mi punto de vista sobre la campaña del Adriático del
pasado verano, como oficial participante en ella y como experto en historia
naval, que puede ofrecer un juicio crítico sobre la flota italiana y su desempeño,
al mando del almirante Persano. Lea usted cuanto por correo le envío, digiéralo
y, una vez hechas tales cosas, podrá estar en condiciones de hacerme preguntas
y solicitar aclaraciones concretas, así como de apuntar algunas respuestas y conclusiones
sobre posibles responsabilidades del Almirante. Para todo eso, recelo del
telégrafo y del correo, considerando preferible que viaje usted hasta Génova
para entrevistarse conmigo, de la forma reservada que, por ahora, corresponde a
mi estimación de nuestras relaciones procesales.
Ni que decir tiene
que tan extenso telegrama creó en el abogado una expectativa emocionada, no
solo por la validez del contenido postal, sino también por la preocupación de
que la carta se extraviara o fuese interceptada. No fue así, por fortuna, y
cinco días más tarde llegó a manos de Sanminiatelli el envío esperado, cuyo
contenido devoró, por más que se le hubiera recomendado una digestión pausada.
Se quedó asombrado: En apenas siete folios y cinco dibujos, aparecía vívida y
neta ante sus ojos, toda la campaña, con el estado y características de los
buques; los periplos realizados; las labores de mejora de todo tipo intentadas;
las principales comunicaciones y reuniones habidas entre los mandos -que, sin
duda, Orsenigo había conseguido gracias a alguna mano amiga en la
Auditoría-; los fracasados intentos de desembarcar en Lissa a los infantes de
marina, para tomar desde tierra la isla; los movimientos de ambas flotas y los
combates entre sus barcos; la pasividad de muchos de los buques italianos en la
batalla; los sucesivos hundimientos de dos de ellos -tres, contando el tardío
del Affondatore-, con el resultado de trescientas víctimas mortales;
finalmente, la retirada de ambas flotas del lugar del combate, así como el
confuso primer informe de Persano al Ministro de Marina, que hizo creer a este
que Lissa había constituido la victoria italiana que salvaría el honor del
país, tras la lamentable derrota terrestre de Custoza[11].
Aunque el defensor
todavía no tenía en su poder el acta acusatoria del Fiscal, dio por bueno que
esta contendría los cinco delitos sugeridos por los auditores y, conforme a ese
esquema, fue colocando los hechos y los datos que Orsenigo le ofrecía. Pronto
constató que su abundancia era abrumadora, en lo referente a rechazar el delito
de alta traición. El de cobardía frente al enemigo tenía precisamente en el
primer teniente una referencia fundamental, puesto que en su informe podía
leerse:
Ariete acorazado Affondatore,
que entró en servicio en junio de 1866
La pirofragata
Maria Pia, tan pronto recibió el aviso por parte del Esploratore de la cercanía de la
flota austriaca, salió inmediatamente a su encuentro, sola, por hallarse a la
sazón en posición avanzada a la entrada de la base naval de Ancona. Es cierto
que, en cuanto el Almirante se percató de nuestro propósito de trabar combate,
nos envió con un cañonazo la señal de no proseguir hacia el enemigo; pero buena
parte de los oficiales y de la tripulación, incluidos el capitán, Evaristo del
Carretto, y yo mismo, pudimos comprobar sin lugar a dudas que los austriacos
habían llegado hasta Ancona con el único propósito de determinar el número y
calidad de nuestras unidades, hecho lo cual, se retiraban en dirección norte, a
dos tercios de máquina y sin propósito de trabar combate. Por otra parte, según
pude informarme por conducto de Carretto, en la conferencia de altos oficiales
que Persano convocó a última hora del mismo día, 27 de junio, todos los asistentes
-es decir, los dos contralmirantes y los capitanes de los barcos, menos dos
ausentes- manifestaron su acuerdo con el almirante, por entender que nuestras fuerzas
habían sido sorprendidas en plenas labores de carboneo, reparación y
aprovisionamiento, lo que las hacía mucho menos eficaces de lo que podrían
serlo días después. No obstante, por si el enemigo regresaba, Persano tomó
amplias providencias para que la flota pudiese estar en debidas condiciones de
zarpar, en no más de tres horas desde que nuestros avisos colocados fuera de la
bahía diesen la voz de presencia de barcos sospechosos a la vista. Desde ese
momento, hasta el 8 de julio en que nuestra flota abandonó el puerto de Ancona,
no hubo presencia de buques austriacos en las inmediaciones, ni se dio aviso
ninguno de su cercanía. De todo lo cual, deduzco que una eventual acusación de
cobardía ante el enemigo se basa en la falsa información de que los austriacos
hubieran comparecido ante Ancona en plan retador, cuando lo hicieron con el
objetivo y por el tiempo mínimo para percatarse de nuestra presencia allí y de
las fuerzas a que, en su día, tendrían que enfrentarse. Tegetthoff[12] consiguió
sus objetivos previos y no quiso tentar la suerte, pretendiendo ese día más.
Prosiguiendo con
las acusaciones de las que Persano tendría que defenderse, la siguiente en
orden de gravedad era la de desobediencia al Ministro de Marina, Depretis,
quien, en nombre del Gobierno, supuestamente había urgido a Persano a abandonar
el seguro de Ancona y trabar combate para dejar el Adriático despejado de
enemigos, para bien de la marcha de la guerra y mejora de las eventuales
condiciones de paz. Si es que el Almirante había sido desobediente, lo habría
evidenciado en uno de estos momentos, o en ambos: 1º. Durante su permanencia
con la flota atracada en Ancona, entre el 25 de junio y el 8 de julio,
desoyendo las insistentes llamadas de hacerse a la mar y buscar al enemigo. 2º.
En su llamativo crucero arriba y abajo del Adriático, entre el 8 y el 13 de
julio, con regreso incluido a Ancona, donde permaneció hasta el día 17, sin
hacer caso de las desesperadas llamadas del Ministro, quien incluso viajó
personalmente hasta Ancona y amenazó a Persano con destituirlo, si proseguía
con su desinterés en el combate. Ciertamente, una condena por desobediencia ya
no implicaría, en modo alguno, la ejecución del Almirante, pero sí podría
suponerle una larga estancia en prisión. La defensa de ese delito tendría que
convertirse en el caballo de batalla del avvocato. Y a decir verdad,
Orsenigo parecía mostrar el camino para salir de la acusación en cuanto a los
días de la primera estancia en Ancona -del 25 de junio al 8 de julio-, pero
ofrecía escasas posibilidades de librarse, en lo relativo a la conducta de
Persano entre el 8 y el 17 de julio. Cuando hablase con el Primer Teniente,
habría de pedirle aclaraciones al respecto.
De los dos
delitos menores -negligencia e ignorancia o error inexcusable en el
ejercicio del mando en combate- Sanminiatelli consideraba poco menos que un
milagro evitar la condena a su defendido; un milagro que, si acaso, tendría que
pedir, no a Santa Bárbara, sino al Ministro de Marina, si es que tenía la
fortuna de que, en los momentos finales del juicio, se encontrase fuera del
cargo el desobedecido Depretis, que había quedado hasta la coronilla de
Persano, como se puede comprender. Pero, hasta llegar allí, habrían de pasar
varios meses y, en política italiana, unos meses son casi una eternidad.
Así que, el
Defensor escribió días después a Orsenigo, loando su trabajo como era justo
hacerlo. Le proponía también un encuentro en Génova para lo antes posible y ya
apuntaba algo que el Teniente hubo de aceptar a regañadientes, porque era su
deber cívico: acudir a la llamada del Senado, para declarar como testigo de la
defensa en el juicio contra Persano. Ya veremos en su momento el éxito moral
que ello supuso para el profesor ayudante de Historia de la Guerra en el Mar,
asignatura que él definía en broma ante sus alumnos como una de las más
antiguas y acreditadas manifestaciones de la incompetencia militar.
Visión ideal del contralmirante
Tegetthoff en la batalla de Lissa (gentileza de alamy stock photo)
A la carta de
Sanminiatelli respondió brevemente Orsenigo, señalando que:
Creo que
debemos posponer cualquier encuentro personal hasta el momento en que el Fiscal
haya presentado su acusación y, por tanto, sepamos con seguridad los hechos que
imputa al Almirante y la calificación jurídica que los da…
Y, en cuanto a su
sugerencia de que yo deponga como testigo de la defensa, excede de los límites
de los acuerdos a los que llegó con el auditor general Ruggeri y conmigo mismo.
De persistir en tal empeño, le adelanto que habré de entrar en la sala como
testigo de la defensa, pero saldré de la misma como testigo del tribunal ante
la nación italiana: es decir, habiendo cumplido a conciencia con mi deber de
decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… No sé si eso satisfará
a su patrocinado, ni tampoco a usted. Por eso se lo advierto formalmente.
3. El desarrollo del juicio
El 10 de enero de
1867 presentó el fiscal, Diomede Marvasi, su esperada requisitoria. Como
Sanminiatelli esperaba, la alta traición había desaparecido de entre los
delitos a valorar, lo que alejaba mucho la amenaza del pelotón de fusilamiento.
Los otros cuatro delitos se mantenían en liza, incluido el muy grave de
cobardía frente al enemigo, que se concretaba en el hecho de no haber salido
de Ancona el 27 de junio, cuando la flota austriaca llegó hasta allí en plan
desafiante. La desobediencia -como era de prever- se fundaba en dos hechos,
separados por varios días: el retraso en partir de Tarento y en navegar hasta
Ancona, una vez iniciada la guerra el 20 de junio; y no haber observado la
Instrucción Ministerial de 7 de julio, que imponía poner rumbo hacia el enemigo
y tratar de echarlo del Adriático, en vez de lo cual, la flota italiana se
había limitado a realizar un zigzagueante periplo por dicho mar entre el 8 y el
13 de julio, en que volvió a fondear en Ancona durante otros cuatro días.
Finalmente, una serie de tres hechos soportaba la acusación por ignorancia y
negligencia ante el enemigo: 1º. Graves incorrecciones en la tentativa de
desembarco en la isla de Lissa, los días 18 y 19 de julio, no preparando
tampoco de manera conveniente el inminente combate naval de la jornada del 20.
2º. Haberse trasladado Persano de su buque insignia, el Re d’Italia, al
acorazado Affondatore, una vez iniciada la batalla, la cual comandó de
manera imperita, sin dirigir acertadamente los movimientos de su flota, hasta
el punto de no haber hundido un solo barco enemigo, ni siquiera el poderoso Kaiser
que, gravemente averiado, pudo retirarse del combate y refugiarse en Lissa, sin
que nadie se lo impidiera. 3º. Tras los serios reveses sufridos hasta las 14:30
horas del día 20, y pese a seguir contando con fuerzas suficientes, no haber
sabido reanudar el combate ni querido dar caza a los austriacos, que se
retiraban al puerto de San Giorgio, satisfechos con lo conseguido hasta
entonces.
El Defensor
presentó, por cubrir apariencias y alargar un poco más esa fase intermedia, la
protesta de que el escrito del Fiscal no respetaba el reconocido principio
procesal de que los mismos hechos no podían ser objeto de una doble
incriminación. El avvocato entendía que Marvasi había de optar para cada
hecho entre calificarlo de una forma o de otra, pero no de dos. En último
extremo, podría formular una calificación alternativa, es decir, este hecho
constituye este delito o este otro, pero no tal delito y tal
otro. Como era de esperar, el tribunal rechazó la objeción, por entender que,
para esta fase inicial del juicio, los hechos habían quedado perfectamente
individualizados y, de su mera lectura por un profesional del foro, podía
deducirse qué delito integraba cada uno de ellos. En consecuencia, el Senado
urgía al Defensor a presentar su relato de hechos y petición de condena o
absolución, de manera inmediata.
En realidad,
Sanminiatelli, alegando indisposición, había comparecido ante la Sala a través
de un colega que lo ayudaba en el juicio. Con el escrito de Marvasi en la
cartera, había salido a la estación telegráfica más próxima a su oficina,
entrando de ese modo en contacto inmediato con Orsenigo. Este, molesto por
recibir un telegrama en medio de una clase sobre la batalla de Trafalgar, se
limitó a contestar: Recibida requisitoria. Enviaré argumentos para
contestarla esta misma tarde.
Vista actual del Salone dei
Cinquecento, preparado como salón de conferencias
El arsenal de
réplica aportado por Orsénigo volvió a parecer a Sanminiatelli suficiente para
rechazar la acusación de cobardía; bastante para rechazar la de desobediencia
en uno de sus puntos, y nulo en lo tocante a impugnar la impericia y errores
crasos de Persano. Disponía de muy pocas horas para comparecer ante el tribunal
con su calificación en la mano; además, compartía de corazón la postura de
Orsénigo, aunque se viese obligado formalmente a pedir la absolución del
Almirante. En consecuencia, hubo de presentar una argumentación en los mismos
términos sugeridos por el Primer Teniente. A fin de cuentas -se dijo-
salvaremos el pellejo del Conde.
-
¿Ya
ha superado el Defensor su indisposición de ayer?, preguntó con cierta sorna el
presidente Marzucchi, al comenzar la sesión.
-
Me
encuentro mucho mejor, gracias, respondió Sanminiatelli. En todo caso, espero
se me disculpe si, por desarreglos de salud, pueda cometer algún error de poca
monta.
-
No
se preocupe, avvocato, replicó el Presidente. Todos los daríamos por
contentos si solo cometiésemos errores de poca monta. Proceda pues a la
lectura de sus conclusiones.
Haciendo un breve
resumen del argumentario de fondo en el escrito del Defensor, podemos destacar
los puntos siguientes: A) La flota italiana, pese a su estado y dificultades,
se hizo a la mar desde Tarento el 21 de junio, es decir, al día siguiente de la
declaración de guerra a Austria, sin que ni siquiera hubiese recibido orden
concreta de zarpar; con todo, ya informó al Ministerio de Marina de que
quedaban atrás dos barcos por hallarse en condiciones imposibles de navegación;
como también avisó de que la marcha habría de ser lenta, dadas las dificultades
que la armada padecía, con una duración estimada de cinco días para llegar a
Ancona, a una velocidad media de cinco nudos. B) La presencia austriaca ante
Ancona del día 27 de junio, más que un desafío, fue una acción de
reconocimiento, como lo prueba el hecho de retirarse cuando el Maria Pia fue
contra ellos; de hecho, todos los comandantes presentes en la reunión de ese
mismo día decidieron, de forma unánime, no intentar dar caza al enemigo. C) Es
completamente falso que nuestra escuadra estuviera lista el 27 de junio, siendo
así que, los días 6 y 7 de julio, todavía se exponía al Ministro que no estaba
en condiciones, así como los motivos de ello. D) Ante todo, ni el Ministro de
Marina, ni el Gobierno, dieron instrucciones concretas hasta el 7 de julio, ni
tampoco hicieron oposición a las decisiones que Persano iba tomando; aun siendo
cierto que la orden general -más bien, el objetivo propuesto- era el de que
había que desembarazar el Adriático de naves enemigas, se recogían ciertas
salvedades y, en todo caso, se seguía manteniendo Ancona como base. El defensor
terminaba solicitando la absolución de su patrocinado y proponía una prueba
testifical, en la cual figuraba el Primer Teniente Raimondo Orsenigo, de la
Escuela Naval de Génova. Para darle tiempo de viajar hasta Florencia, tan pronto
concluyó la corta audiencia de aquel día, Sanminiatelli le envió el siguiente
telegrama:
Propuesto como
testigo. Prepare viaje inmediatamente pues verdadero juicio empieza mañana y
orden declaración testigos no es muy riguroso. Saludos, Sanminiatelli.
El prudente
Orsenigo ya había tomado algunas precauciones ante tal eventualidad. Daba la
feliz casualidad de que el capitán de navío Brunamonti, director de la sección
genovesa de la Academia, era un furibundo defensor de la inocencia de Persano,
a quien admiraba por su desempeño como Ministro de Marina, cuando -según su
forma de hablar- había creado la Regia Marina, como una madre da a luz a sus
hijos. Al dejar caer en su presencia que tal vez sería llamado a declarar
por el defensor del Almirante, le espetó:
-
Avanti, Savoia![13] Tiene a su disposición mi carruaje oficial. No va a ir
en la diligencia, desluciendo su uniforme.
Así que, tan
pronto recibió el telegrama de Sanminiatelli, fue a pedirle el oportuno
permiso, aunque todavía no hubiese llegado la citación del Senado:
-
Ponte
inmediatamente en camino -ordenó Brunamonti-, que esos políticos son capaces de
retrasar el envío para fastidiar al Almirante. Ahora mismo doy orden de que
preparen mi coche y te recoja cuando y donde digas, a ti y a tu equipaje.
-
No
es necesario, señor -objetó Orsenigo-. Me he enterado de que sale un avviso esta
tarde de La Spezia a Livorno. Puedo tomarlo y luego, de Livorno a Florencia…
-
¡¿Estás
loco?!, rugió el Director. Dame inmediatamente tu dirección de Génova y…
-
No
será necesario, señor. Me he tomado la libertad de tener un par de maletas
preparadas aquí mismo, en la Academia.
-
¡Buena
idea!, concedió Brunamonti. Entonces puedes estar en la Capital antes de la
noche… Y cuando acabes con la declaración, no tengas prisa en volver. Me avisas
y esperas a que te mande otra vez transporte. ¿Estamos? ¡Es una orden!
El Primer Teniente
se cuadró, saludó y se dispuso a salir del gran despacho. El Director también
se levantó, fue tras él y lo cogió fuertemente por el antebrazo:
-
¡Cómete
a los senadores como tú sabes! Y saluda de mi parte al Almirante. Le presentas mis
respetos y, por si no se acuerda, le indicas que serví a sus órdenes en la
campaña de 1860.
Al quedar por un
momento frente a frente con Brunamonti, Orsenigo notó que le brillaban
intensamente los ojos. Aunque no era precisamente un admirador de Persano, no
dejó de emocionarse también él un poco y pensó: ¡Cuánto me gustaría que
alguien se acordase así de mí en la desgracia!
***
Si yo digo que la
declaración del primer teniente Orsénigo fue el momento más elevado y
respetable del largo juicio contra Persano, pensarán ustedes que con qué
derecho lo afirmo si, a fin de cuentas, yo no estuve allí. Por eso, me he
molestado en localizar un ejemplar del cotidiano La Nazione de Florencia[14],
correspondiente al día 18 de enero de 1867, en cuya página tres podía leerse
una amplia referencia del testimonio de Orsénigo, bajo los siguientes
titulares:
La batalla de Lissa reprodujo
fielmente la táctica de la de Trafalgar
Un teniente de navío, profesor en la
Academia de Génova, asegura que más de la mitad de los barcos de nuestra flota
fueron meros espectadores del combate
En la sesión de la
tarde de ayer del juicio contra el almirante Persano, se produjo un hecho
insólito. Por vez primera, podía cortarse el silencio, mientras hablaba durante
tres horas un -si se nos permite- simple teniente de nuestra escuadra, quien había comenzado
su exposición reconociendo el hecho de que había sido testigo del combate de
Lissa, pero testigo en el más estricto sentido, puesto que la división de que
su barco formaba parte, se movió tan descoordinadamente que, al comienzo de la
batalla, rebasó por la parte de tierra los navíos austriacos y no fue capaz de
virar hacia el enemigo y combatirlo. Y eso -agregó- que la lucha duró otras
cuatro horas más, periodo durante el cual, más de la mitad de nuestros barcos
permaneció al sur o al norte de la zona de combate, donde, con una razonable coordinación,
la casi totalidad de los buques enemigos daban buena cuenta, a cañonazos o con
sus espolones, de la decena escasa de los nuestros, que supo combatir con mejor
o peor suerte. Fue algo muy parecido -dijo- a lo que sucedió en Trafalgar,
cuando la flota inglesa, merced a tomar una formación percutiente, rompió la
línea adversaria y trabó combate con toda su fuerza contra lo más granado de la
enemiga, mientras el resto de esta era incapaz de maniobrar para cerrar las
líneas. En el más absoluto silencio, el teniente Orsénigo añadió: Claro que hay
dos diferencias esenciales entre Trafalgar y Lissa. La primera, que el
vicealmirante Tegetthoff es un ilustre marino pero, desde luego, no es Horacio
Nelson. Y la segunda, más importante aún, que en Trafalgar los buques habían de
maniobrar conforme a la fuerza y dirección del viento, mientras que en Lissa
todos ellos tenían un motor impulsado por el carbón… y por la voluntad humana.
Se produjo una interrupción, hasta que el Defensor formuló la siguiente
pregunta: Obviamente Nelson fue más grande de lo que lo es Tegetthoff pero
¿opina usted que Persano se mostró peor o mejor almirante que el francés,
Villeneuve? La respuesta caló hondo en los senadores: Ni uno ni otro estuvieron
a la altura de su gran momento pero, desde luego, Villeneuve fue bastante mejor
obedecido y secundado por sus subordinados…
El Fiscal,
comprendiendo que se las tenía con un testigo sincero y respetado, trató de
convertirlo en perito, pidiéndole su opinión acerca de la existencia, o no, de
desobediencia, error grave o negligencia en la conducta de Persano, pero
Orsenigo no entró en el juego, recordando que no era él, como testigo, quien
tenía la misión de subsumir los hechos en las Ordenanzas de la Marina, sino la
de exponerlos con la máxima veracidad y precisión, lo que creía haber hecho ya.
Y, comoquiera que el señor Marvasi insistiera, el Teniente solicitó el amparo
del tribunal, que le fue inmediatamente concedido, declarándose impertinentes
las sucesivas preguntas de ese tenor…
Al retirarse el
teniente del estrado de los testigos, el Presidente Marzucchi le rogó que
tomase asiento en la sala hasta el momento en que concluyera la sesión del
juicio, permaneciendo seguidamente a sus órdenes. Así lo hizo, haciéndole un
hueco a su lado el ilustre diputado y profesor de Pisa, señor Carrara, con
quien mantuvo animada conversación en voz muy baja durante la media hora que
aún tardaría el tribunal en dar por concluida la sesión. Seguidamente, el
oficial Orsenigo se acercó a la presidencia, manteniendo un breve diálogo en
posición de firmes con Marzucchi y otros senadores que se acercaron. Al
parecer, todos felicitaron al Teniente por su comportamiento ante el tribunal,
como también en la campaña de Lissa, donde fue distinguido con la medalla de
bronce al valor militar, por haber sido el oficial de guardia en el Maria Pia que, en la madrugada del
día 27, había puesto proa a la flota enemiga, sin esperar a las demás naves,
siendo disuadido por Persano, que solo saldría con toda la escuadra unas tres
horas después. Alguno de los senadores presentes comentó a este diario que
Orsenigo le manifestó que habría renunciado de buen grado a la condecoración,
con tal de salvar a uno solo de los marineros muertos.
Medalla de Bronce al Valor Militar
***
La declaración de
Orsenigo fue de los últimos testimonios prestados. El 19 de enero, con el Salone
dei Cinquecento atestado de senadores, otras autoridades y público, el
Fiscal Marvasi tomó la palabra para formular sus conclusiones definitivas y
defenderlas con toda la pasión y el detenimiento que tuviera por conveniente.
Sanminiatelli, no obstante, perdió casi todo el interés por la extensa perorata
de su antagonista a los cinco minutos de empezada, es decir, tan pronto quedó
claro que retiraba la acusación por el delito de cobardía frente al enemigo, el
único -recuerden- que habría permitido fusilar al Almirante. No dudaba il
avvocato que la marcha atrás de Marvasi la había provocado el rotundo
testimonio del Primer Teniente, sobre los hechos de la madrugada del 27 de
junio ante Ancona. Persano, dentro de su rigidez, parecía algo más relajado y,
presa de un creciente hastío, se dedicaba a dibujar a lápiz siluetas de navíos
de guerra, con habilidad indudable.
El Defensor volvió
a concentrarse en las palabras del Fiscal, cuando este pasó a disertar sobre la
concurrencia del delito de desobediencia. Para su satisfacción, apreció que
Marvasi defendía mediocremente su existencia, en lo tocante a la permanencia de
la flota anclada en Ancona hasta el 7 de julio: Se le notaba temeroso o, cuando
menos, titubeante a la hora de defender una firmeza ministerial y un buen
estado de la escuadra, que Sanminiatelli podía rebatir de modo aplastante.
Hubo, pues, de insistir en el incomprensible periplo por el Adriático de los
días 8 a 13 de julio, así como en el retorno a la seguridad del puerto
anconitano, de donde Persano se resistió a salir, hasta que no recibió la
furibunda visita del Ministro, imponiéndole un ultimátum.
Llegó a hora de
comer y todavía le quedaba por exponer al Fiscal los extensos y, de seguro,
apabullantes argumentos sobre los errores y negligencias cometidas por Persano,
los días 18 a 20 de julio. El presidente Marzucchi levantó la sesión hasta las tres,
advirtiendo formalmente al Fiscal que habría de concluir su alegato en la
jornada de tarde, a tiempo -agregó- de que los honorables senadores
jueces y el respetable público podamos llegar a nuestras casas a buena hora
para cenar. Un tanto amoscado, Marvasi no tuvo otra que asentir.
La niebla gélida
en las calles y el sopor de la comida dejaron en sus casas a la mayor de los
curiosos e, incluso, a buena parte de los periodistas, que optaron por darse
una vuelta por el Palazzo Vecchio pasadas las seis. Apenas llegarían a
tiempo pues, según concluía la crónica de La Nazione del día siguiente:
… El fiscal
Marvasi terminó su informe a las seis y veintidós de la tarde. Reiteró su
petición de condena al Almirante acusado por los delitos de desobediencia,
impericia y negligencia, dejando a la justa discrecionalidad de la Sala de
Justicia el alcance de la pena de prisión y las demás accesorias que hubieran
de imponerse al almirante di Persano, “pues el Fiscal es consciente -concluyó-
de que, en casos como el presente, la justa severidad de la pena no depende
solo de su duración, sino de muchas otras circunstancias”.
Mañana vendrá
dedicado el juicio a la formulación de conclusiones y al informe verbal de la
Defensa. En la primera, no se esperan sorpresas, por cuanto todos estamos
seguros de que el abogado Sanminiatelli solicitará la absolución de todos los
cargos que siguen haciéndosele a su defendido.
***
Para cualquiera
que desconozca los entresijos procesales, le habría parecido de una ligereza
intolerable que el Defensor hubiera dedicado parte de su atención a contar el
número de veces que el Presidente del tribunal había abierto la boca en la
tarde anterior, mientras escuchaba el discurso del Fiscal. Contadas las marcas
hechas sobre el folio, habían alcanzado la cifra de veintisiete, durante las
tres horas que había durado aproximadamente la sesión. Sanminiatelli comprendió
que no podía ofrecer a los senadores otra jornada más de aburrimiento. Se dijo
a sí mismo: El juicio está perdido, salvo en lo tocante a la desobediencia.
Trabajaré a fondo esa cuestión. En cuanto al resto, será una brillante y
entretenida sesión de fuegos de artificio. A estas alturas, a punto de acabar
el juicio, dudo de que Marzucchi se atreva a llamarme la atención ni, menos
aún, a barrarme el camino.
Pasó buena parte
de la noche repasando el tomo del Programma de Carrara[15]
que trataba del delito en cuestión, resumiendo sus elementos y situando frente
a ellos los hechos ciertos o probables que el juicio había puesto de
manifiesto. Luego esbozó una serie de puntos -los fuegos de artificio- que
dejaría caer sobre la sala como los cañonazos que la escuadra italiana había
dejado de disparar en Lissa. Conviene -pensó- que no sean muchos, no más de
media docena: Seguro que cada uno va teniendo menos efecto que el anterior… En
fin, recogió los pocos folios resultantes, escritos con letra grande y
profusión de subrayados y de epígrafes en tinta bermellón; los numeró e incluyó
en un pliego rotulado Informe final. Luego se echó en la cama y, contra
lo que esperaba, durmió varias horas con relativa placidez.
El día 20 de enero
de 1867 fue el último del juicio al Almirante, dedicado en exclusiva a la
presentación de conclusiones e informe verbal de la defensa. Como todos
preveían, Sanminiatelli solicitó la absolución para su patrocinado de todos los
cargos que se le hacían por el Fiscal. Acto seguido, tras haber comprobado que
Carrara se encontraba entre el público, se atrevió a decir con total
sinceridad:
-
Tiempo
habrá, honorables jueces, de discurrir sobre los fallos y las bondades del
mando del acusado en la campaña de Lissa; mas estoy seguro de que defraudaría
mi deber como abogado y como parlamentario, si no invirtiera lo mayor de mi
tiempo en disertar sobre la concurrencia, o no, del conflictivo delito de
desobediencia. Lo voy a hacer de la mano de dos guías infalibles que, a los
senadores y a mí, no nos permitirán perder el camino, ni errar la meta de la
justicia: Para los hechos, la del teniente Raimondo Orsenigo, cuyo ponderado y
culto testimonio no dudo que resuene aún en vuestros oídos. Y para las
cuestiones jurídicas, la del más grande de los profesores de Derecho Penal de
Italia, cuyo Programma honra a nuestra nación ante toda Europa. Me
refiero, por supuesto, al catedrático de Pisa, compañero en la Cámara de los
Diputados, y que ha seguido, incluso hoy, este juicio con una asiduidad, que
corrobora la importancia del mismo.
Seguidamente, entró en materia y, durante dos
horas, realizó una exposición detallada de los hechos que hacían inaplicable la
condena por desobediencia, así como los motivos fácticos que permitían matizar
los errores cometidos, que no las negligencias, las cuales eran achacables a
otras personas, tanto o más que al Almirante.
-
Y
no pasaré por alto la decisión de cambiar de buque insignia, una vez comenzada
la batalla; una decisión que había sido comunicada previamente a los
contralmirantes y a los comandantes de división, que tenía el motivo principal
de que el Affondatore reunía en el momento las mejores condiciones para
serlo. En cualquier caso, ningún efecto pudo tener en la acción de nuestras
naves, a no ser que sus capitanes no hubiesen tenido en cuenta lo que les había
sido avisado previamente.
Estaban a punto de
dar las doce, cuando Sanminiatelli estaba listo para encender los fuegos
artificiales. Para conseguir mayor efecto, cortó su discurso y,
dirigiéndose al Presidente, solicitó que suspendiera la vista en ese momento
pues, más allá de repasos interminables de hechos y de legalismos, solo le
faltaba exponer a los jueces, por un principio de buena fe y de respeto,
aquello sin lo cual la Justicia se vuelve ciega, pero no para juzgar por un
igual a todos los hombres, sino despeñándose por los senderos del Summum
ius. Marzucchi, siempre en sus puntos, aceptó la proposición con estas
palabras:
-
Dada
la hora, el tribunal acepta la petición del abogado defensor, cuyas palabras
seguiremos escuchando con gusto a partir de las tres de esta tarde, si bien
puede estar seguro de que en esta grandiosa sala, la Justicia nunca ha estado
ciega, sino con los ojos cubiertos por una venda.
***
Dada mi pereza, así
como el deseo de no alargar en exceso esta extensa narración, volveré a
acogerme a la lectura de los reportajes del diario florentino La Nazione, que
al día siguiente esquematizaba los fuegos artificiales de Sanminiatelli,
en seis puntos, coincidiendo con los prefijados por el avvocato. El
periódico lo recogía así:
De forma
respetuosa y procurando no aludir a personas ni clases determinadas, el
Defensor fue desgranando las razones de equidad que han de confluir con las de
derecho, para poder juzgar este caso -como tantos otros- con una justicia que
satisfaga, a la vez, la Ley y nuestras conciencias. En primer lugar, se refirió
a la responsabilidad personal o principio de personalidad de la culpa, es
decir, a no echar sobre uno solo las culpas de muchos. Seguidamente, pasó a
recordar los pasados méritos de Persano, que con toda justicia lo alzaron a los
puestos de único Almirante de Italia en activo y de Ministro de Marina en el
año de 1862. En tercer lugar puso mucho énfasis en la regla de oro, fijada ya
por los romanos a la hora de juzgar a los jefes militares: la de no convertir
el error disculpable ni, mucho menos, la derrota en un delito. A continuación,
más como forma de reconfortar a nuestros marinos que de justificar a sus
almirantes, recordó que la marina italiana es, hoy por hoy, joven y, como tal,
con una preparación y unos medios imperfectos, defecto de juventud que pronto
se ha de curar con el esfuerzo de todos, y que reluce trágicamente cuando se
enfrenta a otras escuadras de países antiguos y poderosos, ricos en
experiencia, tradición y buenas prácticas.
Estas últimas
observaciones provocaron rumores y cierto desasosiego, tanto entre los
senadores, como en parte de público, por lo que el Defensor pasó rápidamente a
su quinto argumento, también atrevido y que puede entenderse dirigido, entre
otros, a nosotros, los hombres de la prensa, de los que hasta ahora me parece
que el abogado Sanminiatelli no ha escuchado ni una crítica acerba: En
concreto, el Defensor pidió al tribunal que no fiara en personas malignas o
envidiosas, que pululan en torno a quienes, como Persano, han alcanzado el
grado más alto, ni prestara oídos a personas ignorantes, que destruyen
reputaciones y soliviantan la opinión pública. Tales malos sentimientos e
influencias -opinó el Abogado- llegaron a infectar a los Auditores Militares
que conocieron de este caso en sus primeros momentos. En ese instante, Marvasi
masculló algunas palabras, que quien firma esta crónica no alcanzó a oír, pero
que fueron vivamente replicadas por Sanminiatelli, recordándole cómo, con toda
justicia, el propio Fiscal había rechazado de entrada la calificación a Persano
como traidor y, luego, reconocido la injusticia de la de vil y cobarde. El
incidente no pasó a mayores y el Presidente se limitó a hacerles una
advertencia gestual.
Las palabras
finales del abogado apelaron al sentimiento de la Nación, rectamente
interpretado, que él dice está a favor de considerar, tal vez, al Almirante como
un comandante no a la altura de aquella gran jornada de Lissa, pero no como un
delincuente que deba ser condenado e ir a prisión. Acabó diciendo: En
conclusión, señores senadores, pido una absolución que se deduce de los hechos
y de los rectos sentimientos. No por perder una batalla naval hay que inculpar
a un Almirante, y no solo como descuidado o flojo -lo que ya de por sí ya sería
excesivo en este caso-, sino como traidor, cobarde y, todavía ahora, como desobediente
al Gobierno de su Patria.
Solo faltaba ya el
trámite de la última palabra, que correspondía al Almirante dirigir al
tribunal, si es que lo consideraba oportuno. Su defensor temía que el orgullo y
el mal genio de Persano diesen lugar a un perjuicio de sus propios intereses.
De forma precautoria, había sacado el tema un par de días antes:
-
Conde,
¿piensa hacer uso del derecho a decir la última palabra?
-
Por
supuesto -replicó Persano-, pero todavía no he decidido los términos.
Al avvocato le
pareció una forma elegante de decirle que no iba a compartir estos con él. Así
pues, se limitó a aconsejarle:
-
En
cualquier caso, le ruego que sea muy breve y que recuerde que su posición, por
ahora, es la de un acusado que aspira a ser declarado inocente. Por favor, no
se salga de esos parámetros.
-
Tendré
presentes sus consejos, concluyó el Almirante, con una muy leve sonrisa.
Lo que resultó de
todo ello fue tan indicativo de la ruda sinceridad del Almirante, como del
convencimiento -al menos, aparente- de estar en posesión de la verdad.
Concedamos, por última vez, a La Nazione el dudoso honor de ser citada
en este relato:
En pie, rígido,
impasible, con voz potente, el almirante Persano dijo: Mi abogado, al que
públicamente quiero agradecer su esfuerzo procesal, me ha rogado que sea breve
en este trámite y voy a seguir su consejo. Solo afirmaré tres cosas, ante Dios
y por mi honor. La primera es que quienes me nombraron para comandar la flota
sabían, tan bien como yo, que no era un buen estratega, que no eran de ese
rango mis virtudes militares. La segunda, que ya podría haber tenido yo el
genio de un Temístocles, un Andrea Doria o el del propio Nelson, y lo mismo
habría perdido la batalla de Lissa, teniendo como segundos en el mando a los
contralmirantes Albini y Vacca, quienes desobedecieron reiteradamente mis
órdenes durante el combate. Y, por último, que me siento responsable de una
sola cosa o, si lo prefieren, que admito mi culpa por un solo delito…
Al llegar a este
punto, el Almirante hizo una larga pausa, durante la cual la expectación de los
presentes llegó a hacerse intensísima. Finalmente, di Persano rompió su
silencio y completó la frase: … el delito de no haber dimitido cuando llegué a
Tarento y me encontré la flota en aquel lamentable estado, en lugar de quedarme
y hacer lo posible por mejorarla[16].
El Presidente
levantó la sesión a las cinco y tres minutos de la tarde. El juicio ha quedado
así visto para sentencia. El tribunal no tiene límite de tiempo para dictar
esta, la que tendrá carácter de firme, por no caber contra ella recurso alguno.[17]
4. Algo de lo que pasó después
El lunes, 15 de
abril de 1867, ciento diez senadores jueces votaban condenar al almirante Carlo
Pellion di Persano, por los delitos de negligencia e impericia, a la pena de
pérdida del cargo en la Marina Real, así como de las condecoraciones y derechos
económicos, lo que suponía, dicho francamente, la expulsión del almirante
Persano de la profesión a que había dedicado más de cuarenta años de su vida.
La condena penal implicaba también la condena en costas, es decir, el abono por
el reo de todos los gastos del proceso. Entre ellos, el avvocato Sanminiatelli
le tuvo la deferencia de no incluir sus propios honorarios.
La condena
satisfizo a pocos -lo que algunos consideran prueba de la justicia de la
misma-. La mayoría opinó como titulaba la recién nacida Gazzetta Piamontese
de Turín[18]: Una
pena leve. Tanto así, que un incómodo Diomede Marvasi hizo, unos días más
tarde, unas declaraciones ante los periodistas que, aunque forzadas, no dejaron
de hacer fortuna por forma de expresarse. Decía así:
-
“Pena
leve”, sí, pero ejemplo grande, sobre todo, al haberse gestado de cara
al pueblo y con todo el Senado detrás. Fue un juicio, y es una pena, que
exigían a un tiempo la justicia, la disciplina y el futuro de la Armada, que
tan importante es para Italia.
Aunque satisfecho
por la absolución de la desobediencia, que evitaba la cárcel al Almirante, bien
sabía su Defensor que aquella pena nada tenía de leve para Persano. Para quien,
llegado al culmen de la carrera militar, es expulsado de ella con deshonor -era
así, por poco graves que fuesen los delitos-, la supuesta pena leve se
convierte en una verdadera muerte civil. Sanminiatelli se percataba de ello,
con solo captar el rictus del reo. Tan es así que, tratando de infundirle
ánimos, le preguntó cuando fue a despedirse de él, sabiendo que partía hacia
Génova:
-
¿Qué
piensa hacer, Conde? ¿A qué va a dedicarse a partir de ahora?
-
A
lavar mi buen nombre, por supuesto -le replicó, aún altanero-. No pararé hasta
lograr mi rehabilitación.
-
¿No
cree que le convendría dejar pasar algún tiempo? En fin, que el asunto se
olvide un tanto y pueda usted reflexionar con tranquilidad acerca de su vida
futura.
-
El
tiempo, en Italia, pasa rápido, y no hay vida posible sin honor. Ahí tiene
usted -prosiguió Persano-; en lo que tardó en llegar mi sentencia ya hemos
cambiado una vez de Presidente del Consejo de Ministros y dos, de Ministro de
Marina. ¿Quién sabe lo que nos deparará mañana?... Por cierto, quedé
impresionado de los conocimientos y porte de aquel teniente… Orsenigo, creo que
se llamaba. ¿Podría facilitarme sus señas en Génova para visitarlo cuando me
traslade allá?
El Abogado captó
inmediatamente lo que Persano se proponía, pero tampoco era quién para
dificultárselo; de modo que le dijo la verdad:
-
Ignoro
la dirección de su domicilio. Solo sé que trabaja como profesor en la Academia
Naval.
Con todo, envió al
día siguiente un telegrama a Orsenigo:
Almirante
interesado el localizarle. Prepárese si no tiene interés en apoyar sus pretensiones
de que le ayude en revisión de sentencia para su rehabilitación.
Mes y medio más
tarde, recibió una misiva que, de alguna manera, respondía al telegrama:
Me complace
informarle que, en efecto, recibí en la Academia la visita del ex Almirante
di Persano -él sigue presentándose así-, con el propósito de
que me pusiese a sus órdenes para ayudarlo con su pretendida rehabilitación.
Con todo respeto y firmeza, le hice saber que su condena por los delitos a que
fue finalmente penado me parece justa y no voy a colaborar en ninguna forma de
revocación. Reaccionó con una mezcla de palabras insultantes y de desprecio,
que recibí con la dignidad de quien se sabe ante un hombre grande, agobiado por
la adversa fortuna y por sus propios errores… Y no sabe cómo se ha puesto, al
enterarse de mi negativa, el Director de la Academia, como sabe persanista hasta
el tuétano. No me extrañaría que fuese este que estamos concluyendo mi primer y
último año de profesor en tierras ligures. A ese precio, ¡me da igual!
Recibo noticias de
que, al fin, van a ajustarse cuentas con los contralmirantes Vacca y Albini[19], así como a unos cuantos capitanes
del desastre de Lissa. Sabe usted que no soy un justiciero, pero me agrada que
se extiendan las responsabilidades a otras personas que se lo merecen. Si algún
pecado tiene la condena de Persano es que sea la única por la derrota del 20 de
julio. El nuevo proceso en marcha es una buena forma de corregirlo, aunque ya
sabe que yo no me conformo con poco. Siempre caen los militares o los marinos,
pero nunca los políticos que los organizan, dotan de medios y dirigen. Quizá
sea pedir demasiado…
Por cierto, creo
que hubo en julio del pasado año también una bochornosa derrota del Ejército
italiano. ¿Ha oído usted hablar de ella? … Algún día escribiré sobre los
motivos probables del trato tan desigual entre Lissa y Custoza. Pero, por hoy,
no me queda sino desearle…
Así pues, Orsenigo
no apoyó una eventual rehabilitación de Persano, pero ello no fue óbice para
que el Almirante iniciara su campaña y la mantuviera hasta el año 1883, en que
falleció. Fueron quince años en los que Lissa acabó por ser un nombre arrumbado
en el baúl de los recuerdos de la mayoría de los italianos. Para los que
mantenían viva la memoria de aquella batalla, no parecía haber duda: Persano
era el culpable de la derrota, la personificación del jefe poco combativo,
al que amistades e influencias colocan muy por encima del límite de su
competencia. ¿Injusto? Yo así lo creo, pero hace falta mucho tiempo para que el
veredicto de la historia sustituya al fogonazo impresionista de la
memoria.
Al menos, una
persona de relieve sintió por Persano algo más que indiferencia o desprecio.
Habida cuenta de que la condena de aquel comportaba la pérdida del derecho a
percibir pensión de retiro y que -rara avis- el Conde carecía, al
parecer, de fortuna personal, el rey de Italia, Víctor Manuel II, tuvo piedad
de su suerte y asignó a Persano, de su propio peculio y reservadamente, una
pensión vitalicia, para que no tuviese que vivir en la indigencia. Si el
beneficiario mostró, o no, gratitud hacia su Soberano es algo que desconozco.
***
Apenas hubo secado
la tinta con que los senadores redactaron y firmaron la sentencia de 15 de
abril de 1867 contra el Almirante, el Ministro de Marina, Pescetto, ordenó
seguir con el enjuiciamiento de los hechos de Lissa, siquiera las responsabilidades
se exigirían por un medio menos escandaloso y traumático que el de un consejo
de guerra. Bajo la presidencia del senador, Edoardo Castelli, se formó una
Comisión especial de doce próceres (senadores, diputados, almirantes retirados,
generales) para valorar el desempeño en la batalla de Lissa de los dos
contralmirantes a las órdenes de Persano, Albini y Vacca, y de los cinco
capitanes de navío que, al parecer, menos se habían distinguido por su
combatividad o pericia náutica. Entre estos últimos, se encontraba -quizá
injustamente- el capitán Piola Caselli, que tan tempranamente había escrito, a
su modo y manera, sobre aquel combate naval.
La citada Comisión
falló en octubre de 1867, exonerando de responsabilidad a uno de los capitanes;
castigando a los otros cuatro -Caselli incluido- con diversas sanciones
disciplinarias, y proponiendo para los contralmirantes Albini y Vacca el pase
inmediato al retiro, voluntariamente o en calidad de jubilación
anticipada. Esa fórmula implicaba que mantuviesen el derecho a sus pensiones y
privaba a la medida del carácter de sanción pública y, más aún, del de pena. No
me extrañaría que Persano hubiese perdido los estribos al comparar cómo había
sido tratado él, en relación con sus dos inmediatos subordinados.
Poco importa que, por razones de baja política
-tal vez, tan baja como la precedente-, un nuevo Gobierno, presidido por
Rattazzi, y con el temible Crispi[20]
como promotor de la revisión de la medida, declarase ilegal la formación de la
Comisión y dejara sin efecto sus sanciones. En lo que respecta a los dos
contralmirantes, el retiro de la Armada les fue mantenido con carácter definitivo.
***
Estoy seguro de
que mis lectores, de poderme interpelar, lo harían para preguntarme qué fue del
Primer Teniente, Raimondo Orsenigo quien, a fuer de instruido y justo, se ha
ido convirtiendo en protagonista del relato, por encima de otros personajes más
conocidos y encumbrados. Pero está visto que, amén de otras buenas cualidades,
Orsenigo tenía la de la discreción pues, más acá del proceso contra Persano y
de la carta a Sanminiatelli antes citada in extenso, su huella
desaparece y su persona se pierde en la niebla de la historia no escrita. No
pierdo la esperanza de que personas curiosas puedan tener más suerte que yo, un
día se encuentren con el ilustre marino y puedan preguntarle por su vida
y milagros, a partir de aquellos intensos días de 1866 y 1867 que, con mejor o
peor fortuna, he intentado recoger en estas páginas.
Moderna maqueta, con fotografía
antigua de la pirofragata, Regina
Maria Pia, botada en 1864
[1]
La batalla naval de Lissa se dio junto a esta isla de la costa dálmata, entre
las flotas italiana y austriaca, el día 20 de julio de 1866. Ciertas oscuridades
de la derrota, motivaron una previa investigación de la misma por parte de
la Auditoría Naval italiana en Ancona, desarrollada en agosto-septiembre de
1866, con las duras conclusiones que se reflejan en el relato, contra el
almirante jefe de la flota del Reino de Italia, Carlo Pellion, Conde de
Persano.
[2]
Carlo Pellion, Conde de Persano (1806-1883), destacado marino de guerra
italiano, en cuya carrera figura un breve paso como Ministro de Marina (1862) y
alcanzar la máxima categoría de la Marina de Guerra italiana (Almirante, en 1861),
así como ser el Comandante de la flota derrotada por los austriacos en Lissa
(1866).
[3]
Celso Marzucchi (1800-1877), abogado, profesor de Derecho Civil y Senador
(desde 1860), habiendo alcanzado la Vicepresidencia de dicha Cámara en cinco
ocasiones.
[4] Diomede Marvasi (1827-1875), jurista y
político, quien, por sus relevantes servicios en la magistratura, fue escogido
para representar al Ministerio Público en el proceso contra Persano (1867) ante
el Senado, constituido en Alta Corte de Justicia.
[5]
Luigi, Conde de Sanminiatelli-Zabarella
(1834-1879), abogado, docente universitario y miembro de la Cámara de los
Diputados (1867-1873). Algunas fuentes adelantan su óbito a 1874.
[6]
Carlo Pellion di Persano, I fatti di Lissa, UTET, Torino, 1866.
[7]
Giornata di Lissa (20 luglio 1866) disegnata da un ufficiale superiore dell'Armata
Italiana di operazione, 1866. Se trata de un libelo anónimo, cuya
autoría reconoció el capitán Giuseppe Alessandro Piola Caselli (1824-1910)
quien, con el tiempo, alcanzaría el grado de contralmirante.
[8]
Véase nota anterior. En la batalla de Lissa aún se usó de los espolones para
averiar y tratar de hundir los buques adversarios. Fue la última gran batalla
naval en usarse de esa táctica y la primera en que combatieron verdaderos
barcos acorazados.
[9]
En la época del relato, la Academia estatal
para la formación de los oficiales italianos estaba dividida entre Nápoles -los
dos primeros cursos- y Génova -los dos últimos-. A partir de 1881, la
institución unificó su sede, que fue trasladada a Livorno, donde actualmente
(2020) permanece.
[10] Carlos
Félix de Saboya (1765-1831), rey de Cerdeña y duque de Saboya entre 1821 y
1831.
[11]
Se alude a la llamada segunda batalla de Custoza (24 de junio de 1866), en la
que el ejército italiano fue derrotado por el austriaco, en circunstancias
confusas y con un mediocre desempeño táctico.
[12]
Contralmirante Wilhelm von Tegetthoff (1827-1871), comandante de la flota
austriaca, victoriosa en la batalla naval de Lissa (ver nota 1).
[13]
Grito de ánimo y de guerra, alusivo a la
dinastía que rigió el reino de Cerdeña-Piamonte y, a partir de 1861, el
de Italia.
[14]
Diario florentino fundado en 1859, que
sigue publicándose en la actualidad (2020). Mis referencias a sus números son
completamente imaginarias, fruto de la libertad literaria y del aprecio por los
diarios veteranos.
[15]
Programma del Corso di Diritto Criminale, por Francesco Carrara,
aparecido en diez volúmenes en la década de 1860. Está considerado la obra
cumbre del Derecho Penal de la Escuela Clásica.
[16]
Son expresiones de enfado y de disculpa
propias del almirante di Persano, aunque no precisamente formuladas en el
hipotético momento de pronunciar la última palabra en su juicio.
[17] Con la finalidad de no hacer interminable
este relato histórico novelado, me he tomado la licencia de abreviar la
tramitación del juicio, la cual realmente duró hasta el mes de abril: Por
ejemplo, el capitán Piola Caselli depuso como testigo el 5 de dicho mes. En
cambio, sin dar mayores explicaciones por la aparente demora en emitirla,
he mantenido la fecha exacta de la sentencia, 15 de abril de 1867.
[18]
Su primer número apareció el 9 de febrero de 1867. A partir del 1 de enero de
1898, pasó a convertirse en La Stampa, uno de los periódicos más famosos
de Italia, que continúa apareciendo desde Turín.
[19]
Giovanni Vacca (1810-1879) y Giovan Battista Albini (1812-1876),
contralmirantes a las órdenes del almirante di Persano en la batalla de Lissa.
[20]
Francesco Crispi (1818-1901), destacado político italiano, que ejerció la
Presidencia del Consejo de Ministros de su país en los periodos 1887-1891 y
1893-1896. A él, como protagonista real, va dedicado el segundo relato de esta
serie (En busca de la Justicia (II): La bigamia del ministro Crispi),
encontrable en este mismo blog.
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