La estafa de la
muerte
Por Federico Bello
Landrove
Un escándalo presuntamente delictivo[1] desencadena este relato, que tomará pronto
derroteros originales, hasta desembocar en los resbaladizos terrenos de nuestra
Guerra Civil y de la Memoria Histórica. Los protagonistas tratarán de librarse
de los nocivos efectos de aquellas y dar buen uso a lo mal adquirido.
1. Un hallazgo conflictivo
Cuando, dos años
atrás, Tobías Menéndez había entrado a trabajar como administrativo en la
Funeraria El Reposo de Rocafuerte, la
práctica de sustituir en el último momento el ataúd de los cadáveres a ser incinerados
por otro mucho peor que el contratado, estaba plenamente consolidada.
Generalmente, los familiares a quienes se invitaba a acompañar al difunto, o a estar
presentes en la ceremonia, declinaban amablemente la invitación: Como le
había dicho una hija en su primer día de trabajo, le daba yuyu ver cómo se quemaba su pobre padre. Claro está que todo era
imaginación: los valientes que se atrevían a pasar -dos o tres por finado- no
apreciaban otra cosa que el ronco rugir de los hornos, lo que no era poco,
claro está. El ultimísimo momento, aquel en que el féretro y el cuerpo eran
lanzados a las llamas, no lo veían más que el empleado conspicuo de la
funeraria -buena presencia, traje oscuro, voz aterciopelada- y los fogoneros
del tanatorio, también al servicio de El
Reposo, toda vez que la empresa era dueña de todas las instalaciones, desde
el pórtico columnario y el inmenso vestíbulo encristalado, hasta las salas de
exposición de los cadáveres y las tripas incineradoras
del complejo, pasando por la capilla, la cafetería y la floristería, que -por
cierto- también reciclaba lo que podía; eso sí, cobrando por partida doble los
adornos florales mejor conservados. Vamos, todo un mundo aparente de asepsia, tópicos
y aire acondicionado, a doscientos metros del cementerio, que a Tobías hacía
tiempo que le resultaba familiar y dotado de cierto encanto. Hasta los fraudes
habían acabado por parecerle normales e intranscendentes: lo primero, porque se
decía que lo mismo hacían todos los tanatorios con incineradoras; lo segundo,
porque, si los clientes eran tan absurdos y presuntuosos como para dar a las
llamas un féretro de cuatro mil euros, se tenían merecido que les escamotearan
esa maravilla, para bien de los
árboles de maderas nobles… y del sentido práctico, que no común.
***
Fue un 31 de
agosto. Lo recordaba perfectamente por celebrarse la fiesta de San José de
Arimatea y San Nicodemo, patronos de las funerarias y de sus operarios. Aunque
el negocio tiene ese carácter permanente que
los refranes recogen, el personal estaba bajo mínimos, entre la festividad y
las vacaciones de verano. No había más remedio que echar una mano donde fuera
necesario y a Tobías le tocó ayudar en la trastienda, de niqui y pantalón
corto, para paliar el sofoco. A eso de mediodía, llegó el segundo difunto de la
mañana, encerrado en un ataúd de alta gama, madera maciza de cedro africano,
que no pesaría menos de ochenta kilos. En un par de minutos, entre Tobías y su
compañero, hicieron el trueque por otro de aglomerado chapado, con una lámina
fina de madera de chopo, de mil euros de precio al público, y don Nicasio
Molpeceres realizó su último viaje cumpliendo la virtud de la humildad. Tobías
comentó con el colega:
-
¿De
qué familia será este sujeto, que lo iba a pasaportar
con tanto lujo?
-
Ya sabes -repuso el otro-, hay que aparentar
con las amistades. Para que no se queme una caja tan buena, estamos nosotros.
Concluida su jornada,
Tobías, siempre escrupuloso, cumplió la orden recibida de la dirección:
comprobar que en los féretros vacíos no quedase nada, recogiendo en su caso
cualquier pertenencia del difunto que casualmente hubiera quedado. La
justificación aducida era la de que había que evitar cualquier descuido que
llevase a descubrir que los ataúdes se abrían, camino de los hornos. Era tarea
que se confiaba a personal de confianza, concepto en que Tobías llevaba ya unos
meses, en los que nada había encontrado. Pero a otros compañeros más veteranos
sí les había oído que, al cambiar de acomodo algún cadáver, se había caído algo
de los bolsillos, y hasta se les había salido la dentadura, o un zapato.
En esta ocasión,
el traslado había sido limpio, por lo
que Tobías pasó a escudriñar el tapizado, concienzudamente remetido contra la
madera, el volante cubre-difunto y el cojín suelto que había servido de reposacabezas.
Fue bajo este último elemento, donde encontró una bolsa no muy pequeña de
damasco rojo, cerrada con cordón negro, cuyo peso y tintineo presagiaba un
contenido abundante y, cuando menos, parcialmente metálico; tal vez -pensó-,
unas monedas. Tomó en sus manos el cojín y, tras un pequeño desgarrón de la
tela, encontró un sobre del tamaño normalizado para correo, doblado por la
mitad dos veces, cuyo grosor hacía suponer que dentro habría un par de
cuartillas. Cogió de una mesa auxiliar dos bolsas de plástico azuladas con auto
cierre y metió en cada una de ellas uno de los dos hallazgos, los cuales fueron
a parar a los bolsillos de su pantalón corto. Luego, tomó el camino de los
vestuarios, donde su compañero de la mañana estaba terminando de vestirse. Otro
tanto hizo él, tan pronto se dio un rápido chapuzón, descartando la ducha
conveniente. Finalmente, ya solo, metió la ropa de faena y lo encontrado en su
pequeño maletín y salió a la sofocante atmósfera del aparcamiento. Mientras
conducía, camino a casa, no pensaba en otra cosa que en lo que acababa de
sucederle, sin asomo de avaricia, sino de sorprendida curiosidad. Pero ya
duchado y con una cerveza delante, vino a comprender que había tomado una
decisión prácticamente irreparable: su pronto
de retener aquellos objetos, en vez de entregarlos inmediatamente en la
oficina, no podía ser bien acogido por don Isaías, el gerente. Si daba marcha
atrás, le costaría el trabajo o, como mínimo, la degradación a fogonero, o a mozo de carga de los
ataúdes. Claro que podría chantajear a la empresa, revelando sus malas
prácticas, como aquel que estuvo a punto de ser expulsado por difundir -tal
vez, por inadvertencia- las esquelas de un Don
Antonio, como Doña Antonia, siendo
así que el difunto era homosexual notorio. En fin, ya estaba dándole vueltas al
caletre, en vez de examinar ese botín, tras del que probablemente estaría la
mano de sus Santos Patrones. Sonrió con la ocurrencia y pasó a saciar su
curiosidad, empezando por la carta, lo que me parece significativo de la manera
de ser de nuestro personaje.
***
En el sobre,
escrito a mano con letra clara pero temblona, podía leerse: A mi querida esposa Desi, para abrir en caso
de mi muerte. La carta ya estaba abierta -seguramente, por obra de Doña
Desideria Terradas, la mujer del finado Nicasio Molpeceres- y contenía dos
cuartillas, cada una de ellas escrita por distinta mano. La primera, mucho más
extensa, debía de haberlo sido por Nicasio, toda vez que la letra coincidía con
la del sobre. Decía así:
Querida Desi:
Desde que me dijeron en el Hospital que
tenía cáncer, me está dando vueltas a la cabeza el poner remedio a una cosa
mala, que hice hace un montón de años, cuando la guerra. Como sabes, la pasé en
Castellar, en las milicias de Falange, prestando servicios en retaguardia, por
mis problemas de la pierna. Entre otros sitios, estuve de vigilante en la
Cárcel Nueva, en los primeros tiempos, cuando, una noche sí y otra también,
venían a buscar a algunos de los presos para pasearlos, antes
de que los juzgaran. Entre ellos, estaba un vecino mío, profesor de la
Universidad, llamado Don Demetrio Rollán. Su mujer, Doña Felisa, a través de mi
madre, me ofreció sus joyas si protegía a su marido de los que fuesen a
buscarlo. Yo acepté, pero la verdad es que no me ocupé ni poco ni mucho del
buen señor, a quien sacaron de la cárcel una noche de octubre del 36,
apareciendo dos días más tarde en una vereda del Pinar, con un tiro en la
cabeza. Yo me quedé con las joyas, pese a que su dueña me las pidió por caridad
varias veces. Luego, al acabar la guerra, me colocaron en Sindicatos y me
destinaron aquí, como sabes. Durante todo este tiempo, las he tenido guardadas
en la caja fuerte de un banco, salvo cuando he necesitado empeñarlas para salir
de algún apuro. Ahora te explicarás de donde saqué el dinero para comprar el
piso cuando nos casamos, o para el primer coche, o los estudios de los chicos.
Eso sí, pasado el agobio, siempre las he desempeñado, no siendo un Longines de
oro y brillantes, que no funcionaba y me dio vergüenza dar la cara y llevarlo a
arreglar a un relojero.
Ahora que, a pesar de la radioterapia y de
la quimio, creo que tengo la muerte encima, he confesado esta mala acción, pero
el cura me ha dicho que no me puede perdonar si no devuelvo todo lo que con
engaño conseguí. Mi primera idea fue la de averiguar dónde paraba la familia de
Doña Felisa, porque la pobre tiene que haber muerto hace ya bastantes años. No
me ha sido difícil dar con la dirección de su hija, Julita, una niña entonces,
que sigue viviendo en Castellar, pero, entre la enfermedad y el bochorno, no me
veo con fuerzas para viajar hasta allá y explicarle todo lo que, al lo mejor,
ni ella misma sabe. El confesor no ha querido hacer de mediador, ni yo me he
fiado de que no se quedara con una parte del botín para los gastos. Así que, de acuerdo con lo que me ha aconsejado, te dejo el encargo de
que, al morir yo, hagas llegar las joyas a esa familia, en la forma que te
resulte más sencilla, dentro de la seguridad. Como te conozco bien, sé que
cumplirás el encargo, salvando así a mi alma de penar eternamente en el
Infierno.
La persona y la dirección para la entrega
es: Felisa de las Heras.- Paseo de la Electra, 43, 5º C.- Castellar.
Dios te bendiga por tu caridad y a mí me
perdone todo el mal que he hecho en la vida, empezando por el que te he causado
por mi severidad y mal genio.
Hasta aquí, lo
escrito por el difunto Molpeceres. La cuartilla escrita por su mujer era mucho
más breve, a modo de apostilla al texto de su marido:
Mala
vida me diste, para que ahora, con el pretexto de estarte muriendo, quieras que
te salve la cara y el alma, corriendo yo con la vergüenza, y quien sabe si con
alguna responsabilidad en tu delito. Al poner en la caja las joyas y tu carta,
dejo a Dios tu juicio, por haber permitido que llegase tu hora sin cumplir con
tu obligación, echando sobre los hombros de tu esposa lo que era de tu
exclusiva incumbencia. No cumpliré, pues, tu encargo, pero tampoco me lucraré
con lo que conseguiste con malas artes. Vayan las joyas contigo a la eternidad
y pongo también aquí el testimonio escrito de mi decisión, que también someto
al juicio divino, ahora y en la hora, ya cercana, en que se me llame a
capítulo.
***
No eran pocas las
reflexiones a que se prestaban esas dos cartas, históricas, morales y, sobre
todo, psicológicas. Lo cierto era, sin embargo, que Tobías no estaba para
perder el tiempo con sutilezas. Su conducta curiosa y la malevolencia de la
viuda de Molpeceres lo colocaban, no solo ante el riesgo laboral de ser
despedido, sino ante la cuestión de conciencia de ser él quien cumpliera con el
legado de Don Nicasio. Al enterarse de este, ya no había posibilidad de dar
marcha atrás y poner las joyas en manos de la funeraria: Sus responsables se
las quedarían y la tal Julita no
recobraría para su familia aquello de lo que su madre había sido tan
injustamente privada. La pelota estaba ahora en su tejado y los espíritus de
todos los implicados parecían girar en su derredor, clamando por una justicia
tanto tiempo aplazada. Tan es así, que Tobías se limitó a aflojar el cordón de
la bolsa y echar un vistazo a su contenido, que luego tanteó, sin sacar las
joyas. Era bastante aficionado a las gemas y a las antigüedades, y, aunque se
juzgaba hombre de voluntad, temía que, de contemplarlas, habría de flaquear su
propósito, empezando con demoras y deducciones para los gastos, como había escrito Molpeceres.
En esto, le vino a
la mente una idea, que le provocó hasta sofocos. La temperatura que se
alcanzaba en el horno crematorio de El
Reposo no rebasaba los 850 grados, insuficiente para incinerar los metales.
¿Qué pasaría si Doña Desideria lo supiera también y constatase que, entre las
cenizas de su marido, no había oro o platino fundidos? Fue suficiente esta
pregunta para tenerle preocupado e insomne hasta el día siguiente. A las ocho
de la mañana en punto estaba en la funeraria, preguntando a los compañeros, de
la forma más anodina que pudo:
-
¿Ha
habido alguna reclamación de los clientes de ayer? Lo digo porque estuve de fogonero, por la festividad.
-
Ninguna:
todo controlado, respondió el gerente, guiñándole el ojo, al imaginar que
Tobías aludía a los cambiazos de ataúd.
¡Menos mal! De
todas formas, no se sentiría tranquilo hasta que pasaran unos días. Claro que,
si la urna cineraria no la guardaran en casa, la cosa pintaría mejor…; sobre
todo, si les hubiese dado por abonar algún paraje campestre con las cenizas de
Don Nicasio. En fin, ni lo uno, ni lo otro. Una llamada al registro del
cementerio aclaró el paradero de los restos pulverulentos:
-
¿Nicasio
Molpeceres? ¡Ah, sí!, aquí está: columbario D, nicho 194.
Aunque era un tanto
pesimista, no creía que Doña Desi mandara volver a abrir la hornacina para
hacer tan minuciosa comprobación. Así que, al volver a casa, Tobías guardó las
joyas y las cartas bajo llave. Luego, se prometió a sí mismo:
-
Tengo
que devolverlas antes de que acabe el año. Dejaré unos días de vacaciones para
diciembre.
2. Efectos y pretextos de una guerra
Aunque el viaje no
era muy largo ni pesado, Tobías no había estado nunca en Castellar, que lo
recibió con esa niebla gélida y espesa que lo caracteriza en las semanas del
cambio de año. Como la casa de la hija de doña Felisa de las Heras radicaba en
una calle céntrica, nuestro viajero decidió alojarse en un hotel vetusto, en
una bocacalle de la mismísima Plaza Mayor, que se anunciaba como Hotel Salón ***, establecimiento
fundado en 1917. Allí reservó
habitación por una semana, todo lo que le quedaba de sus vacaciones. Para el
turismo, venía provisto de una guía local y de entrada para el famoso Museo
Nacional existente en la ciudad. Para la gestión que a esta le llevaba, los
preparativos habían sido más concienzudos, aunque el maquinador no las tenía
todas consigo. Veamos lo que había pergeñado.
Para empezar, Tobías
había aprovechado un viaje a Madrid para echar la carta que sigue, dirigida a Julia
Rollán, haciéndose pasar por un sobrino nieto, ahijado del difunto Nicasio
Molpeceres; todo ello, con objeto de ocultar su identidad y domicilio, a fin de
no descubrir su relación profesional con la funeraria. He aquí, sin más
preámbulo, la carta de Tobías a Doña Julia:
Muy Señora mía:
Tengo entendido que es usted hija del
matrimonio formado por el difunto, Don Demetrio Rollán, y Doña Felisa de las
Heras, quien también supongo que haya fallecido, dada la edad que tendría a día
de hoy. Por eso me permito dirigirme a Vd., en la creencia de que es la hija
única de dicha unión.
Fui ahijado y sobrino nieto de Don Nicasio
Molpeceres, vecino de ustedes hasta el final de nuestra guerra civil, en que
marchó para otra ciudad por razones de trabajo. Mi padrino ha fallecido
recientemente y me dejó ordenado que la visitara a usted a fin de cumplimentar
un encargo póstumo, que no creo oportuno desvelar por carta, sino
personalmente.
A tal fin, aprovechando que he de pasar en
Castellar la semana del 14 al 20 del próximo diciembre, le rendiré la visita que
prometí a mi tío abuelo, llamándola previamente por teléfono para concretar el
día y la hora de su elección.
Sin otro particular, respetuosamente la
saluda
Tobías Terradas[2]
Por razones de
seguridad, no había facilitado a la destinataria ninguna forma de ponerse en
contacto con él: Prefería perder el viaje, que no liar las cosas -como Tobías decía-. De todos modos, tan pronto se
hubo acomodado en el hotel y guardado las joyas en la caja fuerte, llamó por
teléfono a Doña Julia. Felizmente, ella misma se puso al aparato y, sin
preguntas ni vacilaciones, le señaló las cinco y media de la tarde del día siguiente
para la entrevista. La cosa pintaba bien
-otra frase suya-.
***
Por si no hubiera quedado de manifiesto
hasta ahora, afirmaré que Tobías Menéndez -alias Tobías Terradas- era un individuo cuidadoso y concienzudo. Acudió a
visitar a Doña Julia con la bolsa de joyas en el bolsillo interior del abrigo,
cerrado con cremallera, pero no se le ocurrió entregarlas de inmediato, sino
esperar y ver cómo se desarrollaba la entrevista.
El número 43 en la
calle de la Electra era un edificio impersonal de los años 70, encajado a duras
penas entre otras construcciones del siglo anterior, ya ruinosas, o que parecía
no iban a dar mucho más de sí. La calle, estrecha y curvada, iba a morir en los
jardines del río, junto a la vieja central eléctrica que daba nombre a la vía.
Tobías encontró abierta la puerta del portal y subió hasta el quinto piso. La
puerta de la letra C tenía una placa que rezaba: Julita Rollán. Modista. Así que -pensó, mientras esperaba que le
abrieran- se dedica a la costura y la siguen llamando Julita, como cuando niña.
La señora, aun
tratándose de un desconocido portador de un mensaje de ultratumba, lo recibió con toda naturalidad y sencillez, vestida
como de casa -salvo los zapatos, de medio tacón- y con un maquillaje muy
discreto, si bien -siguió pensando Tobías- no lo necesitaba pues sus rasgos
finos y regulares mantenían, pese a la edad, una belleza espontánea. Incluso
olvidó durante unos minutos quitarse las gafas de cerca, lo que hizo sospechar al visitante que se hubiese
levantado del trabajo para atenderlo. Pudo corroborar la sospecha cuando Doña Julita
llamó a la oficiala del taller para que les sirviera, por favor, el cafetito.
Empezaron hablando
de los que ya no estaban. Julita -apeémosla el tratamiento, como ella misma
solicitó a Tobías- confirmó el fallecimiento de su madre, todavía joven, para lo que ahora se estila. Por su parte,
Menéndez/Terradas le informó de que Nicasio, su padrino, había muerto, iba para
un año -exageró el lapso, para desdibujar la fecha, pero sin crear perplejidad
por la demora en cumplir el encargo-. Justificó que el mandado se le hubiese
confiado a él por la circunstancia de que lo
quería mucho y lo visitó con frecuencia en su última enfermedad. Para no
incurrir en contradicciones, Tobías le preguntó:
-
¿Se
acuerda usted de mi padrino? Claro que, por lo que él me dijo, era entonces una
niña.
-
Desde
luego, y pequeña, pues nací en el 32. La verdad es que no. Lo que tengo claro
es que era hijo de la Señora Antolina, la portera, pero no me acuerdo de su
cara ni de ninguna conversación o anécdota.
-
Y
su madre, ¿no…?
Julita se puso muy
seria, al contestarle:
-
Por
ser yo tan pequeña, o para evitar los malos recuerdos, casi no me hablaba de
los tiempos de la guerra. Luego, cuando yo era una mocita, fue perdiendo la
cabeza o, por mejor decir, se encerró en sí misma. Apenas hablaba ni salía de
su cuarto, y acabó perdiendo la memoria de lo reciente. Y, claro, a lo antiguo
se refería de manera tan confusa e incoherente, que se lo tomábamos a puro
desvarío.
-
Ha
empleado el plural. ¿No era usted hija única?
-
En
efecto pero, cuando mamá empezó a desbarrar, se vino con nosotros una hermana
soltera de mi padre. Fue una suerte para mí, pues cuidó de mi madre y de la
casa, mientras yo me dedicaba a la costura, que fue a lo que me tuve que
agarrar desde los trece años, en vista de cómo habíamos quedado.
Lógicamente,
Tobías se mostró interesado en la deriva económica que estaba tomando la
conversación y preguntó sobre ello a Julita. Esta era sincera y buena
habladora, por lo que no se hizo de rogar. Las leyes de aquel tiempo habían impedido que la muerte de su padre
devengase pensión. Antes al contrario, por responsabilidades políticas, lo
expulsaron del Cuerpo de Catedráticos de Universidad con efectos de julio del
36 y, a mayores, le fijaron como sanción una cantidad de quince mil pesetas de las de entonces, pagaderas con todos
sus bienes. Allá fueron los saldos de las cuentas bancarias, que les habían
embargado cuando el Alzamiento, las acciones de la Azucarera y todo el ajuar
doméstico que implicaba alguna posibilidad de subastarse. Con todo, todavía
habían quedado por pagar cuatro mil pesetas, que les estuvieron reclamando durante
no sé cuántos años.
-
Tuvieron
que pasarlas de a quilo, comentó Tobías, que empezaba a estar contento por el robo de Don Nicasio ya que, en otro
caso, las joyas habrían ido a parar a los grandes bolsillos del Estado Nacional-Sindicalista.
-
Figúrese,
confirmó Julita. No levantamos cabeza hasta que yo empecé a hacerme una
clientela, allá por mis veinticinco. Hasta entonces tuvimos que malvivir,
gracias a un hermano de mi madre, que nos pagaba la renta de la casa, y a las
clases particulares que daba ella, que era maestra titulada; y esto, hasta que
empezó a perder la cabeza.
Llevaban hablando
media hora, sin que Tobías se decidiera a sacar la bolsa. Internamente, decidió
que sería un gran golpe de efecto hacerlo cuando estuvieran a punto de
despedirse; pero eso iba para largo. Resumido el drama económico, estaba a
punto de plantearse el moral, tan duro o más que el anterior, con el que estaba
íntimamente ligado.
-
Y
no creas -¿permites que te tutee?; eres tan joven…- que me fue fácil progresar,
pues el apellido Rollán era un baldón para la gente bien, que huía de nosotros
como de la peste, no fuera que les contagiásemos la rojez. Y no eran solo las clientas. Los amigos nos daban la
espalda y parte de la familia no movía un dedo por nosotras. Eso sí, por la
memoria de mi padre y por lo que significábamos en Castellar, teníamos que
seguir siendo señoras, o señoritas. Bien está que mi madre diera clases, que
todavía eso era de cierto tono, pero lo de que yo me ganase la vida cosiendo…;
o que me vieran acompañada por un obrero o un empleado de droguería... ¿Dónde
se había visto? Y, lo que yo decía, ¿en dónde voy a encontrar a un abogado o a
un médico? ¿Es que mi apellido puede disimular que no tengo más estudios que
los primarios, ni más ocupación que la aguja?
-
Sí,
supongo que el clasismo era entonces tremendo, tanto como las presiones
políticas. Y eso que usted debía de ser muy guapa y distinguida. De hecho, lo
sigue siendo, pese a los estragos del tiempo -hermosa frase
empleada por la funeraria en el folleto sobre el embalsamamiento-.
-
Gracias,
hijo. En efecto, fea no era -repuso Julita, levantándose a coger un retrato de
sobre un aparador, que mostró a Tobías-. Esta me la saqué en Ferias del
cincuenta y dos, con veinte años recién cumplidos.
-
No
tardaría ya mucho en casarse.
-
¡Huy,
otros doce años! Poco tiempo libre, cargas familiares, muchas ínfulas, como decían los que me rondaban. En fin, que me lo
pensé mucho, para acabar, como suele suceder en estos casos, con el partido
menos conveniente.
Nuevo tema de
conversación. Tobías llegó a admirarse de lo abierta que era Julita, incluso en
temas bastante íntimos. Pronto tuvo, si no el motivo, sí una explicación
razonable del error al elegir marido. El caballero proletario con el que había
ido a caer había resultado rana; tan rana, que se habían separado a los diez
años de matrimonio, cuando se hacía sin
más ni más, sin divorcio[3], ni pensión alimenticia, ni las zarandajas
de hoy en día. Y, hasta entonces, de todo: el sueldo de él, para sus gastos; infidelidades y, por último,
bofetadas. Y por esto último, claro, no estaba dispuesta a pasar. De modo que,
aprovechando que el alquiler estaba a nombre de su madre -que aún vivía entonces-,
lo puso en la calle, advirtiéndole que, si se oponía, lo llevaría al Juzgado y
le iba a resultar peor y más caro. Los hijos tenían entonces siete y tres años,
y se adaptaron bien a la nueva situación. Total, para lo que les valía su
padre…
-
Así
que tiene dos hijos…
-
Chico
y chica. Bueno, ya hechos y derechos. El mayor siguió la carrera de abogado y,
en las últimas elecciones, salió concejal por el Partido …[4],
como lo fue su padre. Está casado y tiene, a su vez, un niño de dos años: mi
primer nieto, un encanto.
-
¿Y
su hija?
-
Es
buena niña pero, a pesar de darle
facilidades, no pasó del bachillerato. Estuvo perdiendo el tiempo con el acceso
a la Universidad y, al final, lo dejó todo colgado y, como es muy mona y tiene
labia y cultura, pues ahí la tienes, empleada en la perfumería Chic. No sé si la conoces.
-
Es
la primera vez que vengo a Castellar.
-
Pues
es la mejor tienda de la ciudad en su ramo. ¡Ya ves qué tonta! A estas alturas
podría haberse licenciado en Medicina, y seguir la profesión de su difunto
padre.
La señora había
empezado a mirar el reloj con frecuencia. Tobías se percató e inició el
preámbulo de toda larga despedida:
-
Se
está haciendo tarde y seguro que tiene mucho que hacer.
-
Eso
dalo por seguro, a Dios gracias. Trabajo no me falta, aunque voy dejándolo por
la edad, que ya he cumplido los sesenta. Pero ¿qué prisa tienes? Voy a sacar
unas pastas, que están a dar las siete.
-
No
se moleste, por favor.
-
Si
no es molestia… ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí!, de Águeda… de Ágata, como
se empeñan en llamarla en la tienda -y se echó a reír-. No es solo lo de
abandonar los estudios. Ahora creo que ha roto con su novio -un amigo de su
hermano-, aunque todavía no ha querido confesármelo.
Es probable que la
mamá de Águeda fuese a entrar en detalles, pero un timbrazo los sobresaltó.
Julita pareció aliviada y dijo:
-
Ese
va a ser mi hijo Alberto. Cuando le hablé de tu carta y de tu visita, mostró
gran interés en conocerte… Ya se estaba retrasando… Está ocupadísimo.
Tobías se sintió
desconcertado y decidió ponerse a la defensiva y, si necesario fuese, marcharse
cuanto antes. Recordó las joyas del bolso del abrigo y se dijo que, tal vez, no
había sido una buena idea demorar tanto su entrega a Julita Rollán.
***
La entrada en
escena de Alberto Rollán Fraile (había cambiado el orden de los apellidos al
entrar en política, tres años antes) fue un tanto expeditiva. Tras un flojo
apretón de manos a Tobías, se dirigió a su madre:
-
¿Qué?
¿Ya habéis hablado del encargo que te traía de parte de aquel vecino tan
fascista?
Julita se ruborizó
y trató de templar gaitas con el ahijado de
Nicasio.
-
Te
estábamos esperando, respondió. Y, en cuanto a las ideas, cada uno tiene las
suyas, que hay que respetar, y más, si hablamos de personas que han muerto.
-
No,
si yo no lo conocí -contemporizó Alberto, mirando a Tobías-, pero, a juzgar por
su madre y demás familia, no creo que haya muchas dudas sobre ello.
Tobías decidió
entrar en el juego, simplemente por justificar ante Julita el afecto que le
había dicho -aunque falsamente- que tenía por el difunto:
-
Doña
Julita -volvió al doña, por la
presencia del testigo-, ¿cuánto hace que se cambiaron ustedes de su casa de
cuando la guerra?
-
Unos
veinte años, cuando nos desahuciaron por ruina del inmueble.
-
O
sea, dedujo Tobías, cuando, aquí, don Alberto era un niño.
Alberto lo vio
venir y recogió velas:
-
Bueno,
no lo sé de propia mano, pero sí de buena tinta.
Tobías también
rebajó la tensión:
-
La
verdad es que yo de la política antigua
no entiendo nada, pero no tengo duda de que mi tío abuelo fue de Falange. De
hecho, el mensaje que he venido a traerles de su parte tiene que ver con el
hecho de que trabajó en la cárcel de Castellar cuando la guerra, que era un
destino que no le daban a cualquiera.
-
Es
probable que coincidiera allí con mi padre -aventuró Julita-, que estuvo
encarcelado casi tres meses.
-
En efecto, en la Cárcel Nueva. Ese es el
origen de lo que vengo a decirles. Lo traigo escrito, tal y como lo escuché de
boca de mi padrino.
Tobías echó mano
al bolsillo de la americana y sacó una octavilla, con un falso mensaje que se
le había ocurrido por piedad, para acompañar la restitución de las joyas.
-
Se
lo voy a leer… Durante el tiempo que Don
Demetrio pasó en la Cárcel Nueva, fue un modelo de solidaridad para con sus
compañeros de reclusión, y de paciencia y dignidad ante el sufrimiento y las
carencias. Aunque nos conocíamos muy poco y teníamos ideas políticas opuestas,
hablamos en numerosas ocasiones mientras paseábamos por las galerías o por el
patio. Siempre se mostró firme en sus creencias políticas y lamentó que su
práctica le hubiera llevado al estado en que se encontraba, no tanto por sí
mismo, cuanto por su mujer y su hija. Unos días antes de que vinieran por él,
me había manifestado que dos cosas le mantenían el ánimo y la esperanza: el
ejemplo que pudiese dar a los compañeros con él recluidos y la memoria que
habría de dejar a su familia, como única herencia.
Julita,
sobrecogida, lloraba en silencio. Alberto, también emocionado, acertó a
preguntar:
-
¿Nos
puede dejar ese escrito?
-
Por
supuesto, pero les advierto que es de mi puño y letra. Cuando me lo dictó mi
tío ya estaba en la cama, a las puertas de la muerte.
-
¿Y
por qué esperó cincuenta y tantos años para transmitirnos este recuerdo de mi
abuelo?, inquirió Alberto, algo destempladamente.
-
No
estoy seguro -contestó Tobías- pero creo que estaba avergonzado por no haber
hecho nada útil para salvarlo.
-
Habría
dado lo mismo -aventuró Julia-. De no pasearlo,
lo habrían condenado a muerte poco después, como les pasó al Alcalde y a
todos los concejales de izquierdas de entonces.
-
Y
como nos pasaría a los de ahora -apostilló Alberto-, a poco que nos
descuidemos. Esos son los herederos
de sus abuelos, como nosotros lo somos de los nuestros.
Tobías, que había
oído hablar largo y tendido de las fechorías de unos y otros en su provincia,
preguntó con toda suavidad y malicia:
-
Según
eso, Don Alberto, ¿de quiénes son herederos los correligionarios de usted en
Ciudad Real -por poner un ejemplo-, o en Almería, o en Gijón? ¿De los que
asesinaron los primeros, o de los que asesinaron después?
-
¡Es
completamente distinto!, exclamó el flamante concejal castellarense. Nosotros éramos el Gobierno legítimo y los otros, rebeldes y traidores a su
juramento. -Y añadió, como quien ya se sabe la réplica de memoria- La República
se vio desbordada por los acontecimientos durante unos meses. Los fascistas
estuvieron cometiendo crímenes durante cuarenta años.
-
Yo
no veo muy claro eso de asesinatos de una clase y de otra, o que sean menos
asesinos los que matan a diez que los que matan a cincuenta, entre otras cosas,
porque han tenido menos tiempo de actuar. Pero, en todo caso, veo muy poco
democrático sentirse heredero por razón del apellido, o de las siglas del
Partido, o, incluso, por las ideas o valores que se sustenten, dentro de una
normal diferencia de criterios. Yo creo que, para sentirse heredero de su abuelo -por no ir más lejos-, hay que ser tan inteligente, trabajador, honrado y
valiente como él lo fue.
Se hizo un
silencio ominoso y cortante, que Julita decidió romper, antes de que lo hiciera
alguno de los dos jóvenes, de forma abrupta:
-
Estoy
segura de que mi hijo procurará, en la medida de lo posible, parecerse a su abuelo en algo más que el apellido; como también que usted -a la vista está- imitará a su padrino en lo mucho bueno que pudo tener, no en lo malo que sin duda
hizo.
Era tanta la
tensión que Tobías apenas pensó en las joyas, que no habrían hecho sino dar
munición al victimismo inventado de Alberto y dejado a los pies de los caballos
la memoria de aquel sujeto que, por obra y gracia de su fantasía, había
convertido en su querido padrino. Tiempo habría… Agradeció a Julita sus
atenciones y dijo mostrarse encantado de haberla conocido. Por supuesto, dejó
de lado a su hijo, que no había podido caerle peor en tan poco tiempo, y eso
que él nunca había vivido la historia ni la política de modo tan subjetivo:
Quizá su desagrado había sido debido precisamente a eso.
Al despedirse y
recordar que se las había con un novato en Castellar, la señora le dijo:
-
¿Para
usted lejos? Tal vez mi hijo podría…
¡Vade retro! Tobías excusó cualquier tipo
de motorización:
-
¡Qué
va! Estoy alojado en un hotel junto a la Plaza Mayor. En cinco minutos podría
estar allí, pero prefiero dar un paseo y ver la ciudad iluminada.
3. Una chica chic
Cuando llegó al
hotel después de caminar al tuntún más de una hora bajo la niebla, Tobías metió
las joyas en la caja fuerte de la habitación y se dijo:
-
Ahí
os quedaréis hasta que decida lo que hacer con vosotras. Tengo una semana por
delante; así que a hacer turismo y ver en que acaba todo.
Por de pronto, la
mañana del siguiente día la pasó en el Museo, admirando las bellezas que
encerraba. Cansado de estar de pinote
durante varias horas, decidió comer en el mismo Salón y echarse luego una buena siesta. Pero, cuando pidió la
llave, le entregaron en recepción una nota, que decía así:
Llamada telefónica recibida a las 10:45
horas, para Don Tobías Terradas, de parte de Doña Águeda Fraile: Que, si es usted
la misma persona que estuvo ayer hablando con Doña Julia Rollán, su madre,
agradecería se pusiera en contacto con Doña Águeda al teléfono de la perfumería
Chic (número …)[5], de 10 a 14 y de 16:30 a 20.
Estaban a punto de
dar las dos; de modo que Tobías prefirió dejar la llamada para la tarde. En
todo caso, alertado del problema que podría plantear su apellido simulado, dijo
al recepcionista:
-
Es
que en Castellar me conocen por el segundo apellido de mi padre, Terradas; así
que, si reciben más llamadas para Tobías Terradas, pásenmelas sin dudar.
Contuvo su
impaciencia para no llamar a primera hora. Al fin, a las cinco menos cuarto,
cogió el teléfono y llamó a la perfumería. Le pasaron con Ágata:
-
Gracias
por llamar -dijo la muchacha-. ¿Le vendría bien cuando salga de la tienda?
Cerramos a las ocho. Si le parece, podríamos tomar algo y charlar. Como yo no
pude estar en su visita de ayer… La perfumería queda muy cerca del hotel, en
los soportales de la Plaza Mayor. De todas formas, para evitarle la espera,
prefiero recogerlo yo en la recepción del Salón.
Digamos a las ocho y cuarto.
Por teléfono,
Águeda parecía decidida, clara y con una voz muy agradable. Tobías apenas tuvo
que responder y ni siquiera tuvo la oportunidad de sugerirle el tuteo. Colgó y
decidió hacer tiempo llegándose a la zona de la Universidad que, entre la
niebla de anoche, le había parecido bastante atractiva. Andando, andando, se
encontró con la Facultad de Medicina, demasiado moderna para que hubiera
acogido las clases de Don Demetrio, antes de la guerra. Volvió dando un rodeo;
se duchó; vistió su mejor traje, modelo
de respeto -como decían en la funeraria-, que alegró con una corbata
granate. A las ocho en punto, ya estaba abajo, ocupando una mesa de la
cafetería, desde la que tenía perfecta vista de la recepción. Le había parecido
sensato pasar el primer rato en un ambiente elegante y tranquilo. Al fin, a las
20:08 -hora de su muy consultado reloj-, entró una chica estupenda, echando miradas en derredor. Se levantó y acudió hacia
ella, recibiendo la salutación más sorprendente de su corta vida:
-
¿Águeda
Fraile?
-
¿English Lavender de Atkinsons[6]?
Dentro de lo poco
que le permitía pensar la belleza de la chica, Tobías se dijo que tal vez se
había excedido con la dosis de colonia. En fin, había que reponerse:
-
¿Nos
sentamos?, dijo. Podemos charlar un rato antes de salir a cenar.
***
-
Me
dijiste por teléfono que no habías podido estar en mi conversación de ayer con
tu madre. ¿Quieres que te haga un resumen?
-
En
principio, no hace falta. Mamá me la contó con pelos y señales -ya habrás
notado que le encanta hablar…, como a toda la familia- y también leí la nota
que escribiste. En realidad, si estoy aquí, además de para conocerte, es para
darte las gracias por dos cosas, que son muy de reconocer.
-
No
creo que lo merezcan, pero tú dirás.
-
La
primera es que hayas venido de fuera con ese encarguito que, con independencia
de que se lo prometieras a tu tío, se las trae. Ahí es nada, hurgar en el
pasado, en un pasado tan doloroso, que habrás notado que, para quienes lo
vivieron, sigue aún muy presente.
-
Ya.
Con todo, tu madre me acogió estupendamente. Fue más bien…
-
…
Mi hermano, no digas más. Eso es lo otro que quiero: Pedirte perdón por sus
impertinencias, que mi madre no dejó de captar, aunque sea su hijito del alma.
Bueno, disculparme y demostrarte que no todos los nietos del abuelo Demetrio
somos iguales.
-
Mujer,
eso a la vista está. No hay dos personas iguales. En este caso, casi agradezco
los excesos de tu hermano, si me han dado la ocasión de conocerte.
Algo tocada por las gentilezas, Águeda
sonrió.
-
Aunque
empiezo a captar como piensas al respecto, estoy interesada en conocer si tú
andas llevando mensajes de tu tío por respeto a su voluntad, o si, como mi
hermano, vives del pasado, como si
nos atase.
-
Mi
tío Nicasio no significó nada más para mí que un familiar al que profesé mucho
afecto. Hasta que me dio este encargo, ni me había preocupado de lo que hizo o
dejó de hacer durante la guerra. De hecho, mi tía abuela de sangre era su
mujer, que no tenía nada que ver con Castellar, sino con Rocafuerte.
-
¡Hombre,
Rocafuerte! Es una ciudad muy elegante. Pasé por allí un par de veces, camino
de la costa… En fin, para dejar de una vez el enojoso tema, te diré que yo, a
diferencia de ti, he mamado el dolor de mi madre y llevo la sangre y el
recuerdo de mi abuelo, pero mi país y mi tiempo son ya muy otros. Desde que
tengo uso de razón, he vivido en libertad; he estudiado lo que he querido; no
he tenido ningún problema por apellidarme Rollán de segundo sino, más bien, todo
lo contrario; y, ni el pasado me ata, ni estoy dispuesta a que se me presenten
de antemano las personas con la vitola de buenos y de izquierdas, o malos y de
derechas…, o viceversa.
-
Totalmente
de acuerdo aunque haya gente a la que eso le viene muy bien. Les basta con
afiliarse a un partido o con esgrimir un apellido, para hacerse con un capital
moral y un prestigio, por el que no han trabajado, ni hecho nada para
conseguirlo. Vamos, como los reyes, de los que tanto abominan.
-
Veo
que te ha impresionado mucho el caso de mi hermano -sonrió Águeda-. Bah, olvida
de lo ayer. Se ha vuelto un auténtico cantamañanas.
¿Pedimos algo, o nos vamos?
Sole entonces se
percató Tobías, algo abochornado, de que el camarero andaba mariposeando en
torno a su mesa, sin que él hiciera otra cosa que escuchar y hablar.
***
Se fueron de
pinchos por la zona aledaña al hotel que, según le indicó Águeda, era una de
las mejores para ello de la ciudad. Tobías no sabía qué le gustaba más de ella:
si su voz jovial y cantarina, que hacía su interminable charla especialmente
sugestiva; la belleza de su rostro, de rasgos canónicos, heredados de su madre;
la armonía de su maquillaje y atuendo, seguramente heredada de una perfumería de clase, o la esbeltez y plenitud de
sus formas que -imaginaba-, con cuatro dedos más de talla, podrían haberla
convertido en una modelo. Y no solo era él quien la admiraba, por más que la
joven nada hiciera por llamar la atención: Era algo que a Tobías siempre le
había inquietado, en el convencimiento de que no era nada del otro mundo en el aspecto físico, como para llevarse la palma con
las mozas, ni para espantar moscones.
Y, hablando del
otro mundo, llegó el momento problemático en que Águeda le preguntó a qué se
dedicaba. Estuvo en un tris que la mintiese al respecto, pero estaba ya un poco
harto de crearse un doble tras el que ocultarse. Le confesó lo que no solía
caer bien en quienes lo oían por primera vez:
-
Trabajo
de administrativo en una funeraria.
Águeda contuvo la
risa, hasta que pudo decir de corrido:
-
Ahora
me explico lo de que fueras portador del mensaje de tu difunto tío.
Y se echó a reír,
hasta provocar la réplica enfadada de Tobías:
-
No
sé qué tenga de cómico, amiga Ágata.
La chica encajó el
golpe con soltura:
-
Perdona
el chiste de mal gusto. Supongo que para ti es un trabajo más, pero la
generalidad de los mortales no sabemos tomar la muerte más que con temor o en
broma.
-
Estoy
acostumbrado. De todas formas, ya te he indicado que hago trabajo de oficina.
Los tanatorios de hoy día son empresas importantes y negocios bastante
saneados.
-
También
las perfumerías están cambiando mucho. Las cadenas
multiplican su presencia por todo el país, mientras que los pequeños
negocios familiares se van yendo al traste. De hecho, aquí donde me ves, tan
acicalada y de punta en blanco, no me suben el sueldo desde hace dos años… ¡Con
la falta que me hace!
Le había salido de
lo más hondo, sin pensarlo. De hecho, se ruborizó y apretó los labios. Tobías se
la quedó mirando y ella salió del apuro con una chufla:
-
No
te preocupes. Aún me queda un billete para invitarte a esta consumición.
Dedicaron la
segunda parte de la velada a pasear por aquella ciudad, que a Tobías había
parecido hasta entonces una confusa mezcla de enclaves bellísimos y entornos
descuidados, o directamente feos y de mal gusto. Pero, al lado de Águeda y
comentados por ella, cambiaba radicalmente su apariencia y valoración. Así se
lo hizo saber a la muchacha, quien de inmediato le preguntó:
-
¿Vas
a quedarte unos días por aquí?
-
Tengo
reserva de habitación hasta el sábado por la noche. Luego, se me habrán acabado
los días de vacaciones y tendré que volver a Rocafuerte.
-
Pues,
siendo así, mañana podría hablar con mi jefe, a ver si me puede dar libres los
tres días que me quedan, antes de que se nos echen encima Navidad y Reyes.
-
¡Sería
estupendo!
Águeda sonrió:
-
Voy
a intentarlo, pero no te aseguro nada. Lámame mañana al trabajo a eso de la una
y te digo. Entre tanto, si has traído coche, te recomiendo una visita a Peñatajada:
Pocos saben que es la ciudad con más románico de España. ¿Te gusta el románico?
Tobías le dijo que
sí, por quedar bien. La verdad es que aquel estilo le quedaba tan remoto, como
los ya lejanos días del Instituto de Bachillerato. En cambio, aquella chica, a
la que su madre había presentado como nada inclinada al estudio, parecía
puestísima en cuestiones de arte e historia. Tal vez sea de las que no estudian cuando se lo mandan, sino cuando les
apetece, pensó.
Estaban llegando a
casa de Águeda. Tobías le soltó, con cierto titubeo, la frase que había venido
ideando como despedida durante los últimos minutos:
-
He
pasado unas horas maravillosas, pero no te sientas obligada…
-
Si
me sintiera obligada, no lo haría. Anda, llámame mañana, a ver si hay suerte.
Quizá habría
bastado con un hasta mañana pero
Tobías le cogió una mano y, con guante y todo, se la llevó a los labios. Águeda,
aunque desconcertada, reaccionó besándolo levemente en la mejilla y, sin una
palabra, abrió el portal y, a paso ligero, desapareció en la oscuridad.
***
Con el compromiso
de hacer gratis una hora extraordinaria en los días navideños que fuese
necesario, Águeda logró los tres días libres, últimos completos que pasaría
Tobías en Castellar. Como este relato no pretende alcanzar el rango de novela,
ni ser una guía literaria de la ciudad castellarense y su provincia, me
limitaré a narrar los momentos sustanciales en su relación de aquellas jornadas,
lo que permitirá a los amables lectores conocer el final de esta historia.
Comencemos, pues,
en la comida del primer día, que se está desarrollando en la villa de Torre de
Doña Juana, precisamente en un asador cuyos ventanales ofrecerían una magnífica
vista sobre el puente viejo y el río, si no fuera por la niebla cerrada, que
encocora a Águeda, mientras que Tobías parece disfrutarla y encontrarse en ella
como pez en el agua. Dentro, el apetitoso olor a carne asada y el calorcito que
despiden la chimenea y la parrilla se prestan a la relajación y la confidencia.
En eso está la joven, quizá ayudada, también, por la jarra de clarete de la
tierra, que su acompañante apenas ha probado, por aquello de tener que
conducir.
-
Pues
sí, un auténtico cantamañanas mi
hermanito. Si vieras la que ha montado, a cuenta de la política de las narices…
-
…Mejor
dirías, de su forma de entenderla y de vivirla.
-
No
me interrumpas y deja, deja que te cuente.
Águeda, en efecto
contó, y con cierto detalle. Resulta que Alberto Fraile estudió la carrera con
un compañero, Adrián, quien gracias a ello conoció a Águeda, entonces una
chiquilla que todavía andaba peleando con el último curso del B.U.P.[7]
Aunque no parece que se tratara de un enamoramiento a primera vista, los
muchachos acabaron ennoviando y, con el tiempo, alcanzando la moderada
intimidad habitual en aquellos tiempos. Hubo, al parecer, más de un
enfriamiento, y hasta alguna ruptura, pero la cosa fue progresando, a veces,
con la mediación de su hermano, entonces uña y carne con Adrián. Al acabar
ambos la licenciatura, Alberto se interesó por la política -como sabemos- y
entró en un bufete colectivo, dirigido por un diputado del Partido …[8],
jefe provincial del mismo y cada vez más ocupado de la cosa pública y menos de su profesión jurídica. Entre tanto, Adrián
se encerró para preparar unas oposiciones de medio pelo, que logró aprobar a la
segunda. Ello significaba vía libre para el matrimonio pero, en este caso, fue
el comienzo de todo lo contrario. El trabajo de Adrián implicaba tener que irse
a vivir a Andalucía, perdiendo Águeda sus raíces y su trabajo. Andaba ella
dudando lo que hacer, cuando Alberto se metió por medio, con lo que parecían buenas y
altruistas razones, pero que su hermana acabó considerando egoístas e
instrumentales:
-
¿Tú
crees que me desaconsejaba el matrimonio con Adrián porque era poco para mí, o porque me
iba a asfixiar en aquel poblachón de la provincia de Córdoba? ¡Quia! Lo que pasa es que acababan de diagnosticar
un Parkinson a mi madre y ya estaba preparando la jugada de que me hiciese
cargo de ella para los restos. Así que ¡cómo no iba a insistir para que me
quedase en Castellar!
-
Mujer
-alegó Tobías, a quien le iba muy bien el papel de defensor de causas
perdidas-, siempre cabe echar mano de cuidadores y de residencias. Además, tu
madre está todavía estupendamente: no se le nota nada. ¡A saber si el
diagnóstico no estará equivocado y, en todo caso, la dependencia va para largo!
-
¡Que
sí, que te digo yo que mi hermano me estaba preparando el porvenir!, exclamó
Águeda, un tanto excitada. Fíjate cómo será que, por si yo no tragaba, empezó a
provocar los celos de Adrián, dándole a entender que yo no acababa de decidirme
por el matrimonio porque me lo pasaba muy bien con algunos clientes de la
perfumería.
-
¡No
me lo puedo creer!, exclamó Tobías. Un hermano no puede hacer esa canallada, y
más, siendo amigo de tu novio.
-
Bueno
-concedió Águeda-, lo que yo sé personalmente es que Adrián me presentó un
ultimátum: o nos casábamos inmediatamente, o rompíamos la relación, porque no
estaba dispuesto a que le pusiera en vergüenza ante todo Castellar; y, cuando
le pregunté qué razón tenía de decir eso, me salió con que lo sabía de muy buena fuente, a través de alguien cuya palabra iba a
misa. Así que tú dirás…
Tobías empezaba a
cansarse de tantas suspicacias y de intentar defender a quien apenas conocía y
no le había caído nada bien. A fin de cuentas, en muchas familias había
hermanos que parecían tener a gala hacerse la pascua unos a otros. Mientras les
servían el café, hizo a su interlocutora una pregunta casi ociosa:
-
Para
concluir: ¿Cómo terminó la cosa entre Adrián y tú?
-
Le
mandé al cuerno. No soy mujer para que me amenacen o me vengan con falsas
acusaciones.
-
Pues
creo que ha sido mejor así -concluyó Tobías-. No hay relación estable y
profunda, si está trufada de desconfianzas e interferencias consentidas.
-
¡Ah!,
pero ¿tú crees en relaciones estables y profundas?, preguntó Águeda con
sarcasmo.
Tobías no
respondió. Estaba claro que el día se había estropeado definitivamente, no por
la niebla, sino por hurgar en el pasado, en vez de vivir el presente o, como
mucho, imaginar el porvenir. Sería una buena lección para mañana porque, lo que
es hoy no había otra cosa que hacer que regresar a Castellar y dejar que el
tiempo y el reposo disiparan los vapores de la tristeza y del mal vino.
Según volvían,
Tobías apartó por un momento la vista de la carretera y observó el rostro de
Águeda, sonrosado, plácido, liberado hoy de afeites de perfumería. Tenía los
ojos cerrados y su pecho oscilaba al lento compás del sueño. Le habría gustado
que fuera la imagen de un futuro en común, pero solo se atrevía a anhelar que
mañana fuera un día mejor.
***
A media mañana del
día siguiente, Águeda llamó a Tobías:
-
Perdóname
por lo de ayer… No, en serio, estoy avergonzada… No sé cómo te las arreglas,
pero inspiras confianza y me confié contigo como si fueras un amigo de toda la
vida… Ya, pero no es cosa de darte la paliza. En vez de servirte de guía,
contarte mis desgracias… ¡Claro!, no nos llevamos bien desde hace algún tiempo
pero, de eso, a ponerlo a escurrir, y delante de extraños… Debió de ser el
clarete, que bebí más de la cuenta. No es mi estilo… Gracias. Si todavía
quieres volver a verme, podríamos comer juntos, pero esta vez invito yo y te prometo
no beber más que agua… Pasaré a
recogerte sobre la una y media… Y perdón, una vez más.
Comieron en un italiano, frente al Parque. Pese al frío, era inevitable bajar el almuerzo paseando por sus
caminos enarenados, bajo los árboles cuajados de escarcha, cuyas ramas se
perdían entre el cendal de la niebla, que rielaba con la luz del incipiente
atardecer. El trompeteo ocasional de los pavones los aturdió al llegar junto al
estanque, despertando el espíritu de Águeda, hasta entonces adormecido por el
silencio reinante y el calor que desprendía el brazo de Tobías, en el que
reposaba la cabeza, un tanto escalofriada. Pareció despertar de pronto y dijo:
-
Sentémonos
un momento. Tengo algo que contarte.
Tobías pensó que hacía demasiado frío para
detenerse, pero aceptó la indicación, comprendiendo que sería la única forma de
conseguir aquella confidencia. Tal vez estaría en ella la clave para llegar al
fondo de aquella muchacha, al principio tan abierta y divertida, que había ido
tornándose oscura y problemática.
-
Esta
mañana, por teléfono, eché la culpa de mi actitud de ayer a haber bebido
demasiado. No digo que no contribuyera, pero la verdadera razón es que tengo un
problema muy gordo. Si no quieres implicarte más en la vida de esta casi
desconocida, no tienes más que guardar silencio o declinar la confidencia: Lo
entenderé perfectamente y no me parecerá mal en absoluto. Seguramente que yo
haría lo mismo, si fueses tú quien me lo propusiera.
-
No
pienses que estoy eludiendo la respuesta -contestó Tobías-, pero dime tú
primero si el que yo tome conciencia de tus preocupaciones te puede servir de
alguna ayuda. Valóralo tú, pues eres quien conoce tu situación y lo que te
inquieta.
Águeda sonrió y le
apretó ligeramente el brazo:
-
Has
dado en el clavo -ponderó-. La verdad es que, si acudo a ti, es para que me
aconsejes sobre cómo actuar, pues he de tomar una decisión grave y urgente.
-
No
soy malo aconsejando -se sinceró Tobías-, pero, no conociéndote lo bastante, acabaré
simplemente por decirte lo que yo haría o, como torpemente suele decirse, cómo
me comportaría si estuviera en tu lugar.
-
Eso
va a ser imposible -replicó ella con cierta ironía-, puesto que se trata de
decidir sobre abortar o no… En fin, para que tengas alguna base con que valorar
mi caso, te expondré brevemente cómo ha sucedido todo.
Y, ante un Tobías
entre estupefacto y atento, Águeda contó:
-
En
la perfumería no voy a negarte que he tenido mucho éxito y bastantes proposiciones. Mientras tuve novio, ello
fue obstáculo suficiente para que no aceptase ninguna y para que quienes me
conocían moderaran sus ímpetus. Pero en los últimos meses, con mi relación con
Adrián rota o a punto de estarlo, sentí el deseo de liberar mis deseos, quién
sabe si de rabia por haberme mantenido fiel a quien tan vergonzosamente me
había dado de lado, tildándome de casquivana. No voy a aburrirte con detalles,
ni a andar contando el número y alcance de mis conquistas. Me referiré únicamente a la que me ha llevado al
embarazo, no previsto, ni mucho menos deseado. Como en una mala película de
nuestras abuelas, fue un representante de… una casa de perfumes francesa, un
tío que parecía un galán de cine y que nos ponía
a todas las de la tienda. Si hubiera sido de manera normal y tranquila, nos
habríamos ido a un hotel y tomado las debidas precauciones. Pero la cosa pasó
una tarde que me quedé haciendo arqueo de existencias, cuando los demás
compañeros se habían marchado. Sébastien -ese es su nombre- regresó a la
perfumería pretextando un olvido. Le abrí y todo sucedió en un momento, en la
trastienda. No voy a engañarte: los dos estuvimos de acuerdo y nuestra relación
fue apasionada. Quedé embarazada hace dos meses, no hay duda. Es obvio que ni
él ni yo tenemos la más remota idea de continuar nuestra relación: fue un
calentón y punto. Pero ahora aquí me tienes: O arruino mi vida, o mato la que
llevo dentro. ¿Qué te parece?
Tobías pensó unos
momentos la respuesta, aunque la esencia de la misma había ido brotando
mientras escuchaba la narración de la joven:
-
Me
parece, querida Águeda, que mis consejos están de más. Voy a darte algo mucho
más útil y a lo que tienes perfecto derecho: los medios para que puedas salir
del paso de la forma que más desees.
Y, ante la
sorpresa de la muchacha, Tobías le habló de las joyas, tal y como lo habría
hecho con su madre, es decir, haciéndose pasar por el testamentario de su tío abuelo Nicasio. Le explicó, como buenamente
pudo, que en principio no había cumplido su designio, creyendo que Julita
estaba en perfectas condiciones económicas y de salud, y que su hijo Alberto
era un presuntuoso y un victimista, de ninguna manera merecedor de que aquel
caudal pudiese ir a satisfacer sus pinitos políticos y su vanidad. En cambio,
desde lo más hondo de su corazón, entendía que Águeda, en su situación actual y
como casi segura cuidadora de su madre enferma, era la destinataria natural de
aquella herencia, como sin duda habrían confirmado su causante, Doña Felisa, y
su ladrón, Don Nicasio, cada uno
desde su propio y complementario punto de vista. Y concluyó:
-
Ahora
mismo vamos a ir al hotel, donde te entregaré las joyas de tu abuela. En ti
está darles el destino que mejor de parezca, que estoy seguro de que será el
más justo y generoso. Ese es, y será, mi único consejo.
Y, tomando del
brazo a la joven, Tobías emprendió el camino que, pese a la niebla y al
desconocimiento de la ciudad, veía con claridad meridiana y seguía sin la menor
vacilación. A su lado, Águeda, con los ojos fijos en los suyos, se dejaba
llevar.
[1]
Se alude a la sustitución fraudulenta de
ataúdes caros por baratos o por incompletos, inmediatamente antes de la
incineración. La noticia saltó a los medios informativos en enero de 2019 y la
presunta estafa corrió a cargo de responsables y empleados del Grupo Funerario El Salvador, de
Valladolid. En el caso de esa concreta funeraria, el descontrol por los familiares de los incinerados se veía muy favorecido por el hecho de que el horno incinerador se hallaba a unos 11 quilómetros de los tanatorios.
[2] Tobías Menéndez se había propuesto utilizar
el apellido Terradas, que era el de la esposa de Nicasio Molpeceres, su
presunto tío abuelo y padrino.
[3] Puede ser interesante aclarar que, al margen
del precedente de la II República, el divorcio se implantó en España en julio
de 1981.
[4] No quiero que se me acuse de partidismo,
positivo o negativo, más allá de lo que sea indispensable por las necesidades
del relato.
[5]
Seguían los números de la línea de telefonía fija, que no recojo aquí, para
evitar problemas a su actual titular. Recuérdese que, aunque la telefonía móvil
digital en España data del año 1982 (Mundial de Fútbol), su generalización no
estaba lograda en los primeros años noventa, que es el momento en que se
desarrolla este relato.
[6] Fragancia (eau de toilette) lanzada al mercado en 1910, todavía (2019) en
fabricación. Aunque se considera unisex, es mucho más utilizada por hombres que
por mujeres.
[7]
Siglas de Bachillerato Unificado y
Polivalente. El plan de estudios del mismo comprendía tres cursos, además
del denominado Curso de Orientación
Universitaria (C.O.U.), si se pretendía el acceso a la Universidad. El
tercer y último curso del B.U.P. se cursaba entre los dieciséis y los
diecisiete años de edad.
[8] Recuerdo e insisto en el contenido de la nota
4.
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