La operación de
cambio de sexo
Por Federico Bello
Landrove
A José Luis García
Callado
¿Tiene algo que ver un hospital con un
autobús? ¿Y una hiperplasia benigna de próstata con un cambio de sexo? Antes de
responder negativamente, lean este breve relato, fruto de una experiencia
personal.
¡Qué coincidencia
más tonta! Al tiempo que mi camilla enfila los pasillos de la clínica, el
autobús de la polémica[1]
recorre las calles de la misma ciudad con su polémico mensaje: el cambio de
sexo, en el fondo, no existe. Con esa, para mí, tranquilizadora noticia en la
mente, me dormí en la paz del quirófano, mientras los cirujanos afilaban sus
armas.
***
Unos días más tarde
mi varonil seguridad empieza a desvanecerse. La hospitalaria bata azulina se ha
convertido en un camisón de mi esposa, rosa floreado, y en mi mano izquierda
porto una insoslayable bolsa con asa que, en ocasiones, cuelgo del antebrazo,
en ademán vagamente femenino. Con vistas a un mayor desplazamiento, aquel bolso
grande y rígido me lo cambian por uno más pequeño, flexible y de correa, que yo
me empeño en llevar de la misma forma. Pero
¿por qué no te lo ciñes al muslo?, me preguntan con extrañeza. Yo me
avergüenzo de la sugerencia, imaginando a aquellas señoras que, por seguridad,
llevaban en la liga el monedero, o la petaca de licor.
***
El espejo me
devuelve una imagen como de embarazo incipiente, con el vientre hinchado y una
suave curvatura rompiendo la línea recta de mi silueta. Es el dióxido de carbono, que aún ha de reabsorberse, dicen. Pero
yo tengo la sensación de sufrir un embarazo psicológico. Algo dentro de mí me
comprime y responde punzante cuando pretendo ejercer mi primitiva libertad de
movimientos.
***
El cuerpo extraño
en mis vías génito-urinarias provoca a cada cierto tiempo contracciones, como
un parto inmediato, siempre frustrado. Terne y constante, mi cuerpo reacciona
inflexible a aquella gomosa inmisión. La sangre salpica el camisón y los
aparatos sanitarios, pregonando bien a las claras la violenta lucha interior.
***
Lo estás manchando todo y no controlas. Me
colocan una compresa que, lentamente, va tiñéndose en sangre. En estos días, es
el mejor remedio para salir de casa con ciertas garantías, según me indican.
¡Buenas ganas tengo yo de abandonar mi manta eléctrica, ni el pasillo solitario
que acoge con indiferencia mis quejidos!
***
De lejos me
llegaba la voz del doctor, explicativa y pretendidamente tranquilizadora. Todo es normal. Las contracciones terminarán
cuando quedes libre de ese cuerpo extraño que se ciñe a tu cavidad. Todo
volverá a ser como antes, salvo… Sí, aún hay más. En el futuro, el líquido seminal
ya no fluirá para afuera, sino hacia mi interior. La palabra médica, siempre
clásica y polisílaba, es retroeyaculación.
Pregunto si, con ese retro, no me
habré auto embarazado. El médico ríe. No,
hombre, eso es por el gas.
***
Entre espasmo y
espasmo, reflexionaba sobre las causas de mi mal y mi dolor, y hasta llegaba a
maldecir aquel atributo anatómico de mi sexo. Pero, ¿qué sexo? ¿Qué
transformación se había iniciado en mí? Recliné mi confusa anatomía en el
lecho, tratando de encontrar la mejor postura. Con el sueño me llegaba la consabida
cantinela del autobús que pretendía hacerse oír: Que no te engañen. Los niños tienen… Las niñas tienen… Si naces hombre
eres hombre…
¡Pues no, señor!
Yo había ido, tan tranquilo, a operarme de un adenoma de próstata y, sin
pretenderlo nadie, estaba en vías de un cambio de sexo.
Me encogí de
hombros; como pude, di un cuarto de vuelta en el lecho, y consentí. Aunque un
poco tarde en la vida, podía ser una interesante experiencia.
[1]
Vehículo fletado por la plataforma ciudadana Hazte oír, cuyos lemas y recorrido por diversos lugares de España
levantó fuerte polémica en 2017, incluso a nivel judicial.
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