Historias de vida o
muerte (VII). El fiscal equilibrado
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, Roland Fraser (1930-2012)
Siempre me ha gustado hacer una crónica
sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores,
bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En
este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi
modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta
adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los
libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].
Pocas personas han
influido más en mi desempeño profesional que alguien a quien no llegué a
conocer personalmente. Mucho antes de pensar en contribuir con toda justicia a
divulgar su memoria, me sentí identificado con su peripecia y soñé con haber
formado parte de ella. Decía llamarse Francisco Partaloa y, en lo que a mí
respecta, esta es su historia.
***
Relativamente
joven para tal destino, Partaloa era uno de los fiscales del Tribunal Supremo,
allá por el año 1936. El 18 de julio lo sorprendió de vacaciones con su familia
por Almería, de cuya provincia era seguramente oriundo. Contando con la feliz
circunstancia de que Madrid y la ciudad almeriense habían quedado en la misma
zona -la republicana-, nuestro fiscal dio por concluido su periodo vacacional y
se incorporó al despacho, con la sensación de relativa tranquilidad que
evidencia el que lo acompañase su esposa. Pero muy pronto hubo de percatarse de
lo equivocado de su presuposición, como escribía más tarde:
Cuando regresé a Madrid, constaté
escandalizado que se cometían asesinatos por las buenas, que había checas
funcionando con toda impunidad y, en suma, que reinaba un alboroto
incontrolado.
Quedémonos, por
ahora, con el epíteto sutil de incontrolado.
Mucho más tarde, cuando recordaba ya al final de su vida sus experiencias de
aquella guerra incivil, pronunció unas palabras que han sido ampliamente
divulgadas, una vez se dio voz a los vencidos. Merece la pena recordarlas, en
un ejercicio de objetividad que tributo a mi admirado colega[2],
pues yo no comparto la firmeza de sus aseveraciones. Dijo Partaloa:
Pero que quede bien claro: Tuve la
oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista,
era planificada, metódica, fría. Como no se fiaban de la gente, las autoridades
imponían su voluntad por medio del terror. Para ello, cometieron atrocidades.
En la zona del Frente Popular también se cometieron atrocidades. En eso ambas
zonas se parecían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los
crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Estas siempre
trataban de impedirlos. La ayuda que me prestaron para que escapara no es más
que un caso entre muchos. No fue así en la zona nacionalista. Allí fusilaron a
más gente; estaba organizado científicamente…
Así pues, don
Francisco pone como ejemplo su propio caso, su escapada. Es, pues, el momento
de tratar de ella, con el detenimiento que merece para nuestro relato.
***
Nunca explicó a
fondo Partaloa los detalles de su choque más grave con los jefes de los apasionados. El hecho es que, según
comentaba, no había tardado mucho en
tener un altercado con un dirigente sindical comunista, que trataba de
expropiar las joyas que una marquesa tenía depositadas en un banco madrileño,
pues no creía que hubiese ninguna justificación para privar a la marquesa de
sus derechos. Me quedo con las ganas de trasladar a ustedes el motivo de la
intervención de todo un fiscal del Tribunal Supremo, como también las
relaciones con la marquesa y el destino final previsto para sus preseas. En
cambio, sí estoy en disposición de reducir a un breve diálogo la parte final
del altercado entre el fiscal y el
sindicalista:
-
¿Se
da cuenta de lo que su actitud puede significar?, preguntó este con tono amenazador.
-
Sí
-respondió el fiscal, dramaticamente-, que puede costarme la vida. Pero como
fiscal público en este caso[3],
es mi deber oponerme a usted.
El desenlace de
tan ominoso intercambio de posturas tuvo lugar al acabar aquel día. Cedamos
nuevamente la palabra a Partaloa. En vista de lo sucedido,
Aquella noche no dormí en casa e hice
bien, porque fueron por mí…
Intimamente, tal
conato de saca domiciliaria convenció al matrimonio Partaloa de que el marido
había de huir para salvar la vida. Con todo, al irle en ello la evidente
expulsión de la carrera, fue primero a visitar al Ministro de Justicia[4]
quien, informado del caso, le dijo que, lamentándolo mucho, no podía garantizar
su seguridad. En vista de ello, don Francisco apeló a los buenos oficios del
Director General de Seguridad[5].
Y, si el Ministro había pecado de prudente ineficacia, el Director General se
portó de manera que Partaloa juzgó asombrosamente positiva:
El Director General me escondió en su
despacho[6] y allí me tuvo hasta que consiguió pasaje de avión para que saliera de Madrid, en
un avión alemán[7] que se dirigía a París. Y no solo me
consiguió el billete, sino que además me dio tres libras de oro[8], que escondí en mis zapatos.
La salida de la
Dirección General de Seguridad tuvo un destino increíble, de no conocer la
dinámica de la seguridad -relativa- en el Madrid de la época. Cuenta don
Francisco:
La última noche en Madrid la pasé en la
Cárcel Modelo, donde me presenté voluntariamente, ya que me parecía el lugar
más seguro.
Podría dormir sin
grandes sobresaltos y, al siguiente día, tomó sin novedad el avión de París.
Fue justo a tiempo pues, en la noche del aquél día, 22 de agosto de 1936, en un
asalto de apasionados a la misma
prisión, murieron asesinados varios amigos suyos[9].
En París se reunió
con su esposa y tuvo noticia de haber sido desposeído de su cargo, por abandono
del servicio sin permiso ni justificación. En tales circunstancias, solo dos opciones
cabían a don Francisco: permanecer extrañado o tratar de encontrar su sitio en
la zona nacional. Para desventura del interesado y placer de quienes gustamos
de las buenas historias, Partaloa se decidió por esto último. Veamos cómo.
***
Partaloa era una
persona bien relacionada. Aunque -por definición profesional- no perteneciese a
ningún partido político, no consideraba que ello le hiciera ajeno a los
problemas de España. A título de ejemplo, había sido amigo otrora del famoso
Azaña[10],
relación que fue enfriándose hasta romperse, cuando este empezó a
intervenir activamente en política. En lo que acabó resultando el extremo
opuesto, mantenía relaciones amistosas con el general Queipo de Llano[11],
quien le profesaba considerable estima. Tenía, pues, agarraderas para regresar
a su patria por la zona nacional. Oigamos su argumentación para ello:
No se puede apagar un incendio huyendo de
él. A los españoles toca resolver los problemas de España.
A lo que su esposa, más cauta, aconsejaba:
No vuelvas. Los nacionalistas son tan
brutales como los rojos.
Pudo más la
voluntad de don Francisco, a la que se plegó la mujer, quien decidió
acompañarlo en el proyectado retorno, para preparar el cual el Fiscal envió
sendas cartas al Generalísimo Franco -recién nombrado tal y Jefe del Estado de
la España nacionalista- y a Queipo de Llano. Desconozco el contenido de esta
última, tal vez poco más que notificación de haber enviado la primera. Respecto
de la dirigida a Franco, hay que colegir la astucia y decisión del Fiscal, ya
que su esquema era, más o menos, el siguiente:
Me atrevo a creer, Excelencia, que puedo
ser una persona, si no necesaria, al menos muy útil para significar con mi
presencia el respeto de su Gobierno hacia la Justicia, habida cuenta de mi
condición de Fiscal del Tribunal Supremo y la forma vergonzosa con que he sido
tratado por la República, cuyo Ministro de Justicia no fue capaz de garantizar
mi vida, ante la amenaza de atentado de que era objeto, forzando mi huida de
España, que posteriormente han aprovechado para desposeerme de mi cargo de
forma, a todas luces, inicua[12].
El general Franco
parece contestó de forma positiva y tranquilizadora. En cualquier caso, eso se
deducía del panfleto propagandístico
en que sus súbditos utilizaron el caso de Partaloa, para ilustrar las
ilegalidades que se cometían en la zona roja.
En fin, seguro y
bien intencionado, don Francisco abandonó París, en compañía de su esposa, en
dirección a Marsella. En este puerto embarcaron con destino Gibraltar, el día
de Año Nuevo de 1937. Desde la colonia británica, el matrimonio cruzó la
frontera de La Línea. Bastó la exhibición de la documentación, para que
acudiera el oficial que mandaba las fuerzas de seguridad españolas, a darle
la bienvenida. Era un sentimiento que habría de durar exactamente un día.
***
En efecto, al día
siguiente de su llegada a La Línea, Partaloa volvió a ver al jefe de la
Seguridad nacionalista, a fin de que facilitara un pase para que su esposa
retornara a Gibraltar para hacer unas compras. Se encontró con la sorpresa de
que el oficial, tras leer una hoja que tenía sobre el escritorio, le espetó muy
cortesmente:
-
Lo
siento, señor, pues esto es para mí muy desagradable. En este papel se me
comunica que debo arrestarle.
La respuesta del
fiscal fue de un ordenancismo casi increíble:
-
En
tal caso, será mejor que cumpla con su deber.
Lo llevaron
conducido hasta el cuartel de las fuerzas militares. Muchos años después,
Partaloa aún recordaba perfectamente el nombre y apellido del capitán que lo
recibió. La verdad es que no resulta extraña tan buena memoria, pues lo primero
que le dijo, con toda la tranquilidad del mundo, fue algo como esto:
-
Prepárese
usted porque esta noche será ejecutado.
-
¿Por
qué van a fusilarme?, preguntó don Francisco, sin perder la compostura.
-
Usted
lo sabe tan bien como yo, contestó el oficial desabridamente.
Partaloa se
exasperó, aunque sin levantar mucho la voz:
-
No
tengo ni idea, pero una cosa sí la sé. Si me fusilan esta noche, mañana van a
lamentarlo. ¿Es que no saben de dónde vengo? Si tuviese algo que ocultar, no
habría venido.
Desgraciadamente
para él, no llevaba encima las cartas de respuesta de Franco y de Queipo, sin
cuya prueba juzgó contraproducente llenarse la boca de tan sonoros y altos nombres.
Pero don Gonzalo -como él trataba a Queipo de Llano- estaba relativamente
próximo y localizado, en la Capitanía General de Sevilla. En consecuencia,
pidió al capitán que le permitiera llamarlo por teléfono. El militar se negó.
Por fortuna, la
esposa de Partaloa, al tener conocimiento del calvario de su esposo, tomó por
propia iniciativa la misma intención de telefonear.
-
Me
ha encontrado de milagro -le contestó el general- pues iba a salir de Sevilla
hacia el frente[13]. No se
preocupe. Ahora mismo telegrafiaré para que trasladen a su marido para acá y
quede a buen recaudo hasta que yo regrese. Y hablaré con mi esposa para que los
atienda lo mejor posible.
Los conceptos de
seguridad y atención de Queipo debían de ser muy especiales, ya que la orden
que cursó fue la de que su amigo fiscal fuese trasladado a la Prisión de
Sevilla y retenido allí hasta que él regresara. Tal vez era la manera de
disimular el enorme favor que le hacía, habida cuenta de la gravedad de la
denuncia que pesaba contra él. ¿Cuál era esta y de quién procedía? Son datos
que el denunciado solo supo más tarde y que no puedo menos que calificar de
kafkianos. Escuchemos al pobre Partaloa:
La causa de mi arresto era la alegación
-absolutamente falsa e inverosímil- de que me había presentado como candidato
comunista por Almería en las elecciones parlamentarias. La denuncia la había
presentado un almeriense de derechas, que ahora se encontraba en Algeciras y se
enteraría de mi llegada a zona nacional. Y lo curioso es que, lejos de haberlo
ofendido, yo lo había ayudado en diversas ocasiones…
Nada sabemos del
tipo de favores que el denunciante falso había recibido de nuestro fiscal.
***
El traslado de
Partaloa a Sevilla culminó a las dos de la madrugada del siguiente día, con su
ingreso en la cárcel. La mujer de Queipo ya había llamado a la Prisión
indicando que lo tratasen con toda cortesía. Esta consistió en que lo
aposentaron para pernoctar en un cuarto de servicio, donde había un fuego
encendido y una silla donde acomodarse. A poco de estar allí, entraron unos
soldados moros, con el evidente encargo de preparar la conducción de los
ejecutables en esa madrugada. Partaloa habría sido calificado hoy de xenófobo,
pues argumenta:
-
Nunca me habían gustado los moros,
así que pedí me trasladasen a una celda.
El relato del
resto de la noche es digno de recogerse por entero para lectores que,
afortunadamente, no tienen las tremendas experiencias de su narrador. Helo
aquí:
Cuando el guardián abrió la puerta de la
celda, vi que dentro se apretujaban unos
veinte hombres, que intentaban dormir en el suelo, a pesar del poco espacio
disponible. Los presos, al entrar yo, empezaron a protestar. Les dije que me
hacía cargo, pero que no quería pasar la noche en la misma habitación que los
moros. En cuanto oyeron la palabra moros,
se pusieron en pie y comenzaron a proferir exclamaciones. Tenían razón. A los
diez minutos volvió a abrirse la puerta de la celda. “Todos los que llame, que
se levanten y den un paso al frente. No sirve de nada tratar de esconderse”. El
guardián leyó tres nombres en voz alta. Los presos dieron un paso al frente.
Nunca olvidaré al último: no tendría más de 16 o 17 años y estaba liando un
cigarrillo. Siguió haciéndolo hasta terminarlo, se levantó y se volvió hacia
nosotros. “Os deseo a todos mejor suerte”, dijo, y salió. La escena se me quedó
grabada en la memoria. Sacaron a los tres hombres, sin chaqueta, con las manos
atadas a la espalda con cuerdas o alambres, y se los llevaron para fusilarlos…
No los habían juzgado. Según la ley española, no se puede sentenciar a muerte a
un menor de 18 años. Pero, como más adelante vería en Córdoba, bastaba con que
el Jefe de Orden Público trazase una cruz al lado de los nombres de una lista…
Tan pronto regresó
el general Queipo a Sevilla, Partaloa salió de la prisión hispalense. El fiscal
apostilla, como final de su breve reclusión: A mí me trataron bien. Estaría bueno, me digo.
La historia de vida o muerte del fiscal
Partaloa termina aquí, pero quedaría penosamente incompleta sin la de las
personas que le debieron la vida. Sigámosla un poco más. Seguro que no quedarán
defraudados.
***
Tras salir de la
prisión de Sevilla, nuestro fiscal fue inmediatamente a ver a Queipo, a fin de
agradecerle su decisiva ayuda y pedirle consejo sobre el rumbo a seguir. La
sorpresa que le dio el general fue mayúscula.
-
Nada
más apropiado a su honradez y conocimientos -apuntó el general- que el encargo
que voy a hacerle. Convendrá conmigo en que los asuntos sociales no pueden
solucionarse solo por la fuerza de las armas. Es mi propósito el de incautarme
de todas las grandes fincas de Andalucía y dividirlas en lotes para arrendarlas
a los campesinos[14].
Partaloa, entre el
asombro y la incredulidad, dejó hablar al virrey
de Andalucía, mientras trataba de decidir la respuesta y argumentarla, caso
de ser negativa. Aceptar significaba corresponder con Queipo y hacer algo muy
positivo en medio de aquella guerra obscenamente destructora. De no haber
mediado la triste experiencia, tan reciente, de La Línea y Sevilla, don
Francisco estaba seguro de que habría aceptado. Pero tras la
acogida que le habían tributado en la zona nacionalista, no se sintió con ánimo
para ello.
-
Mire
usted, don Gonzalo -dijo a Queipo-, un perro es un animal al que se le puede
pegar y luego vendrá a tenderte la pata. Pero yo no soy un perro. No he tenido
una buena acogida aquí. Lo siento, pero no puede usted contar con mi ayuda.
Con o sin símil
canino, la respuesta era dura de admitir por quien llevaba meses teniendo a
gran parte de la región andaluza bajo su férula. Con todo, la réplica del
general fue de una comprensión admirable:
-
Ha
dicho usted muy bien y su decisión es muy justa. Pero entonces, ¿qué piensa
hacer?
Partaloa pensó
unos momentos. Las opciones a elegir eran, en verdad, muy limitadas. Todas parecían
pasar por un retorno a su carrera. Contestó:
-
Hace
años, estuve ejerciendo como fiscal en la Audiencia de Córdoba. Mi mujer y yo
nos encontramos muy a gusto en aquella ciudad. ¿Hay algún inconveniente en que
nos establezcamos allí?
-
Ninguno,
ciertamente -repuso Queipo-. Pueden partir cuando quieran. Ahora bien, lo de
ejercer su profesión tendrá que consultarse a Burgos. Ellos resolverán.
En realidad, ya
habían resuelto, aunque ni Partaloa ni -al parecer- Queipo supieran de ello.
Las autoridades nacionalistas habían destituido al fiscal por no haber apoyado
el Movimiento Nacional, justo unos días después de que hubiesen hecho lo propio
las republicanas, como hemos dejado dicho. El funcionario reprobado fue lo
suficientemente elegante, como para no hablar de dinero, es decir, para
contarnos de qué iba a vivir en el futuro. Por el contrario, mostró su íntimo
contento porque las dos destituciones
demostraban que no apoyaba el fascismo ni
el comunismo. Odiaba ambos sistemas,
por totalitarios.
Así pues, Partaloa,
por bendita deformación profesional, teniendo mucho tiempo libre, asistió día
tras día a los consejos de guerra de Córdoba, observando la justicia
nacionalista en acción. A su modo de ver, tales consejos no eran más que una máscara de legalidad. En un solo día, se
juzgaba y sentenciaba a treinta o cuarenta personas, sin que en un solo
instante se tratase de corroborar que las acusaciones contra ellas fueran
ciertas. El fallo solía ser sumamente monótono: pena de muerte, pena de muerte,
pena de muerte…
He calificado de bendita la ocurrencia de Partaloa de
presenciar docenas de consejos de guerra. ¿Por qué? Lo sabremos en el siguiente
apartado de esta historia, que será el último.
***
Partaloa era
persona relativamente conocida en Córdoba. Además, no dejaría de llamar la
atención su asiduidad a las vistas de los consejos de guerra. Poco a poco,
también él fue conociendo a los militares que integraban los tribunales[15].
De forma escueta, los caracterizaba así:
Los oficiales que integraban los tribunales
eran hombres honorables, pero sabían muy poco de leyes y veían la sedición por
todas partes.
Y he aquí que los
jueces uniformados, presuntamente insensibles e indiferentes al destino de los
reos, se sintieron impresionados por la presencia de aquel fiscal del Tribunal
Supremo -en el limbo- y sintieron la utilidad de cambiar impresiones
privadamente con él, antes de pronunciar su fallo. Y no de modo excepcional:
Don Francisco lo deja bien claro:
Con frecuencia me pedían consejo.
Un consejo siempre
rogado, pues:
Mi situación me obligaba a permanecer
callado día tras día, presenciando las atrocidades que se estaban cometiendo,
sin poder intervenir a menos que me lo pidieran. De haber intervenido por mi
propia cuenta, mi reputación de rojo me
habría hecho perder la escasa autoridad moral que podía esgrimir ante ellos y
que de vez en cuando me permitía hacer algo.
Seguramente que en
lo que antecede hay una valoración inexacta. Si Partaloa hubiese sido
considerado un rojo, aquellos
militares no se hubiesen atrevido a consultar su parecer. Su autoridad moral tenía que emanar de ser
valorado como persona de orden, justa y equilibrada, que había huido de la zona
roja y estaba protegida por Queipo de Llano. Hasta el propio Jefe de Orden
Público de Córdoba, el siniestro y sanguinario Bruno Ibáñez[16],
sintió la necesidad de justificarse ante
Partaloa por su tremenda represión. Entre el orgullo y la disculpa, afirmó que había que librar a España de toda aquella
mala gente. Partaloa confesó con sinceridad que se sintió demasiado asustado para decirle claramente lo que pensaba.
En fin,
retrocedamos a aquella expresión de nuestro fiscal: de vez en cuando me permitía hacer algo. ¿Lo qué? Él mismo lo
concreta, con sencillez y alegría:
Me complace recordar que conseguí salvar a
dieciocho personas de ser ejecutadas.
La precisión
admira. ¿Dieciocho exactamente, ni más ni menos? ¿No estarían ya predispuestos
los miembros del tribunal a no condenar a muerte en esos casos? ¿Usó de
argumentos legales específicos o de razones poderosas de equidad? ¿Evitó el
pronunciamiento de una pena capital o sugirió un informe favorable al indulto? ¿Quién
y cómo le consultó en cada caso? Nada nos dice Partaloa. Por su triste memoria
del muchacho de la Prisión de Sevilla, me atrevo a suponer que recordaría a los
jueces la terminante imposibilidad de condenar a muerte a menores de dieciocho
años. Es una mera hipótesis.
¡Dieciocho
salvados de la muerte! Una gota de agua en un océano de sangre. La obra de un
solo hombre, casi por casualidad, asesorando a otros. Al fin y al cabo, un buen
final para una historia que empieza con él entre la vida y la muerte, y
concluye con otros seres anónimos, ganados para la vida por su obra. Francisco
Partaloa, por ellos y en nombre de tus compañeros, ¡gracias![17]
[1] Para El
fiscal equilibrado, Ronald Fraser, Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros, edit. Crítica, Barcelona, 2016, pp. 373/378 y 422.
No debe olvidarse que este es un relato que se reserva un componente de
imaginación el cual, en todo caso, conserva lo fundamental de la historia,
entre otras cosas, el seudónimo que Fraser asignó al fiscal protagonista de la
historia -Francisco Partaloa-,
respetando así su deseo de público anonimato. Partaloa -hasta el siglo XIX,
Partaloba- es una localidad del norte de la provincia almeriense, cuyos
naturales siguen manteniendo el gentilicio de partaloberos.
[2]
En mi nota de presentación de este blog he dejado dicho que he sido fiscal, si bien ya jubilado al momento de
escribir estas líneas.
[3] No alcanzo a entender la confusa referencia a
la competencia profesional de un fiscal del Tribunal Supremo en un supuesto de
probable incautación o expropiación ilegal. Dejo la cuestión para otros más
doctos o mejor informados que yo.
[4] A la sazón, Manuel Blasco Garzón (1885-1954),
quien cesaría el 4 de septiembre de 1936.
[5]
Indudablemente, Manuel Muñoz Martínez (1888-1942), fusilado tras consejo de
guerra, el 1 de diciembre de 1942.
[6]
Supongo que por despacho habrá que entender dependencias personales en la Dirección
General de Seguridad.
[7] Esta alusión a un avión alemán y la posterior a una saca
carcelaria permiten fijar cronológicamente el suceso, en agosto de 1936, pese a
que las vacaciones judiciales solían durar hasta septiembre.
[8] Entiendo que se referirá a monedas áureas de
una libra esterlina.
[9] Fueron asesinadas entre 25 y 30 personas,
muchas de ellas significadas y de renombre. Ignoro cuáles de ellas serían amigos de Partaloa.
[10]
Manuel Azaña Díaz (1880-1940), Presidente del Consejo de Ministros (1931-1933,
1936) y de la República Española (1936-1939).
[11] Gonzalo Queipo de Llano y Sierra (1875-1951),
destacadísimo jefe militar del bando nacional.
No debe olvidarse que su ideología aparente y papel castrense habían sido
muy diferentes antes de la Guerra Civil.
[12] Reitero
que se trata de un resumen aproximado del sentido del texto, no de una
redacción literal.
[13] Cuadrando fechas, Queipo se trasladaba al
frente de Málaga, que estaba a la sazón a la altura de Marbella. Allí se estaba
desarrollando una ofensiva nacionalista por la zona costera.
[14] Breve referencia a la ignorada -o silenciada-
actividad de Queipo de Llano en lo económico, en Roland Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, ya
citado, páginas 379/384.
[15] Todos
ellos habían de ser, como mínimo, de rango de oficial y su número era de cinco.
[16]
Bruno Ibáñez Gálvez (1886-1947), entonces comandante de la Guardia Civil. En su
etapa de Jefe de Orden Público y Gobernador Civil de Córdoba (septiembre de
1936 – febrero de 1937) ordenó o firmó la ejecución de más de dos mil personas.
Su destitución de dichos cargos parece que obedeció a cohechos contra personas
o familias de relieve, que lo denunciaron a Queipo de Llano y a personas del
círculo de Franco.
[17]
Me resisto a concluir este relato, que termina en Córdoba, sin recordar al
fiscal Gregorio Azaña Cuevas (1909-1936), destinado en la fiscalía cordobesa y
ejecutado el 17 de agosto de 1936, por la poderosa razón de ser sobrino de don
Manuel Azaña Díaz.
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