Homicidio en el
Madison Square Garden
Por Federico Bello
Landrove
Películas y libros han dado suficiente
publicidad, desde 2005, a la terrible pelea entre Paret y Griffith, del 24 de
marzo de 1962, en el neoyorquino Madison Square Garden. Ha
sido demasiado tarde para contar con el testimonio de muchos de los implicados
en el caso; por ejemplo, del Teniente del Departamento de Policía de Nueva
York, Rob Tarleton, cuyas notas he decidido transcribir a continuación.
1. La maldita televisión
- Estoy seguro de
que el asunto habría tenido mucha menor trascendencia si aquel combate no
hubiera sido transmitido por televisión de costa a costa, por la ABC, la noche
del sábado, en franja horaria de máxima audiencia. Fue curiosa la casualidad:
La tengo aquí apuntada, aunque algunos especialistas me han dicho luego que el
dato no es correcto. De todos modos, esto es lo que me dijo un alto cargo de la
Gillette, empresa que patrocinaba la
transmisión:
-
Estábamos
vendiendo las Fat boy como rosquillas
y -ya sabe usted- el patrocinio de los deportes es una seña nuestra de
identidad. Los de la TV nos dijeron que iban a probar por primera vez en
directo una cosa llamada videotape,
que permitía pasar las imágenes a cámara lenta. Es fenomenal para el boxeo -nos
dijeron- pues así se pueden percibir con claridad todos los golpes. Ya fue mala
suerte que la estrenaran esa noche.
- - Mala
suerte y falta de profesionalidad -gruñí-. Si los regidores hubiesen tenido una
mínima experiencia, se habrían dado cuenta de que aquello era una carnicería
que iba a acabar mal y no se hubieran recreado en ella.
- - ¡Y
tanto! Como que nuestras ventas bajaron en el mes siguiente un 17%.
- - No
me refería a su puñetero índice de ventas, sino a que hubieran repetido en slow motion un auténtico asesinato.
- - ¡Ah,
ya! Tampoco es para ponerse así. Ha habido bastantes casos…
- - ¿Usted
cree? Que yo sepa, en el boxeo profesional americano, tres en los últimos
treinta años.
- - Perdone
mi error. Creí que eran bastantes más.
- - Perdonado.
No obstante, si no es una equivocación, sino que conoce más casos, su deber es
denunciarlos.
El tipo tragó
saliva y bajó la vista. Cuando estoy de mal café,
suelo ponerme desagradable.
***
Ya se habrán
percatado de que voy a escribir sobre un combate de boxeo con mal final. Así
que, si no les gusta el tema o tienen el estómago delicado, no sigan leyendo.
Algo así pasó en la vida real, como recordarán. Las autoridades prohibieron las
retransmisiones de boxeo por televisión, algo que hizo mucho daño económico a
este espectáculo, pero no impidió que los profesionales siguieran quedando
sonados ni que los mayores sinvergüenzas pululasen por los estadios y las casas
de apuestas. En fin, qué quieren que les diga… Sí, ya caigo. Tendré que
presentarme, para que entiendan qué diablos pinto yo en todo este lío. Soy el
Teniente Rob Slim Tarleton, de la
Policía Metropolitana de Nueva York, con destino en la Comisaría existente en el 250 de la calle 49 Oeste. Según
el plano, nos corresponden los delitos que se cometan en el Madison Square
Garden, lo que no es tarea menor. Ese fue el motivo de que mi Capitán me
convocara a su despacho, un lluvioso día de abril de 1962, para decirme:
- - Slim,
¿recuerdas la paliza que el mes pasado le pegó el aspirante al mundial de los welters al hasta entonces campeón?
- - No
me va el boxeo, pero la han repetido tantas veces en TV, que no he tenido más
remedio.
- - Mira,
lo de que no seas aficionado al boxeo me gusta. Así no tendrás prejuicios, ni
irás de listillo. Tampoco te caerán mal los cubanos…
- - No,
jefe, ni tampoco los negros, si es lo siguiente que me vas a preguntar.
- - ¡Je!,
no pensaba, dado que ambos contendientes lo eran. En fin, ¡adjudicado!
- - ¿Cómo?
¿Qué?
- - Que,
de la oficina del Fiscal, han pedido a la Central un oficial veterano y eficaz
para colaborar en la investigación que van a abrir… ¿No sabes? Ayer tarde
falleció el ex campeón, tras diez días sin recobrar el conocimiento. Esta vez
no parecen dispuestos a pasar por alto el homicidio. Si lo viste, te figurarás
por qué.
La cosa no me
hacía mucha gracia, pero, ya que me libraban de otros servicios, hice de la
necesidad virtud -como decía mi viejo profesor de Filosofía- y respondí:
- - Por
lo menos, déjame seguir usando mi coche.
Ya sabes lo rácanos que son en la Fiscalía con estas cosas.
- - Puedes
quedarte con él durante unos días, pero no creo que tengas problemas de
intendencia. Han encargado del caso al Attorney
Abbott.
La noticia no me
complació en demasía. Tony Abbott era un ejemplar raro de fiscal. Hijo de uno
de los magnates del Garment District,
se rumoreaba que el Fiscal Jefe lo había seleccionado para su oficina, no tanto
por su historial en Princeton, como por deberle favores de financiación para su
campaña electoral. El caso es que The
Prince -como lo apodaban sus compañeros- seleccionaba sus propios casos,
evitaba aparecer por los tribunales gracias a llamativos acuerdos y tenía manos
libres en materia de gastos. Vamos, un tipo ideal para trabajar a sus órdenes,
si no se quería profundizar ni ser riguroso. A riesgo de destripar el final de
esta historia, tengo que decir que me lo figuraba, desde que supe quién era el
fiscal del caso. Pero yo a lo mío, que para eso me llamaban a veces The Terrier, por aquello de no dar
tregua ni salida a mis presas.
2. La Joya del Gueto
Abbott me lo puso
en el punto de mira desde el primer momento:
- - La
culpa de todo la tuvo el referee. No,
si tenía que pasarle alguna vez. ¿Viste cómo se comportó hace tres años en
primera pelea de Patterson contra Johansson?
- - Lo
único que recuerdo es que a Floyd lo noqueó el otro, aunque luego se desquitó
en los siguientes.
Me miró con
superioridad manifiesta y decidió ilustrar mi ignorancia:
- - El
sueco lo cazó en el tercer asalto y cayó a la lona. Se levantó y, sin saber lo
que hacía, le dio la espalda y se encaminó al rincón de su contrario
porque creyó haber oído la campana. Johansson le dio por detrás un castañazo
que volvió a hacerlo caer. Total, ¿sabes cuántas veces se fue a la lona Patterson
en un minuto. ¡Siete! Y el cabrón del árbitro solo paró el combate a la
séptima.
- - Quizás
intentaba darle una oportunidad, a ver si se reponía. Tal vez, por patriotismo,
sugerí.
- - ¡Ni
hablar! Ese tío es un sádico, que se pasa las reglas por el forro. ¿No sabes
que, cuando un boxeador da la espalda a otro y abandona la guardia, hay que
entender que abandona el combate? ¿Cómo va a consentirse que un púgil le sacuda
a otro por la espalda? Debieron quitarle inmediatamente la licencia para
arbitrar.
Disimulé un
bostezo y traté de abreviar:
- - En
resumen, que llueve sobre mojado y que quiere que le apriete al Goldstein ese.
- - Más
o menos, pero antes vete a la ABC y pide que te pongan el combate íntegro.
¡Ah!, y apréndete las reglas de la Comisión de Boxeo de Nueva York. Si estos
tíos las han infringido, no va a haber homicidio involuntario que valga. ¡Voy a
ir a por todas!
- - Eso
ya lo veremos, musité procurando que no me oyese.
***
Para cuando tuve
ante mí a Ruby Goldstein, sabía bastante más sobre boxeo y ese combate, que la
mayoría de los espectadores que calentaban cada dos por tres las gradas del
MSG. Y, lo que era más importante, la visión del video de la pelea me había
cabreado de veras. Aquello había sido una ejecución en toda regla y el árbitro
iba a tener que darme muchas explicaciones. Con todo, empecé tratándolo con
guante de terciopelo.
- - Yo
no soy aficionado al boxeo, pero me dicen que en su juventud fue usted un peso welter muy fino y popular, que lo conocían
por la Joya del Gueto.
- - ¡Uf!,
de eso hace más de treinta años. La verdad es que no llegué muy lejos: No
encajaba bien en la mandíbula.
- - No
llegaría lejos como púgil, pero lo que es como árbitro… Veinte años de
ejercicio; treinta y nueve campeonatos del mundo como referee; y todo un escritor. Ahí está su biografía, El tercer hombre en el ring.
- - Fue
iniciativa y empresa de Frank Graham, el famoso comentarista deportivo. No creo
que mi vida interese y, de hecho, el libro no se ha vendido mucho.
- - Hay
una cosa que, como policía, no me huele bien. El tercer hombre apareció en 1959, justo cuando el escándalo
arbitral de la pelea en el Yankee Stadium,
donde usted consintió en que Patterson cayese hasta siete veces seguidas en el
tercer asalto, antes de parar el combate y declarar el K.O. técnico.
- - Otras
veces me han criticado por ser blando y mandar parar demasiado pronto. Era un
campeonato del mundo de los pesados; estábamos en Nueva York y, en opinión
general, el campeón era mucho mejor que el aspirante. Tal vez arriesgué
demasiado, pero a las pruebas me remito: Floyd se recuperó pronto y ganó por
K.O. a Johansson las dos veces siguientes en que se enfrentaron por el
campeonato.
- - En
todo caso, ya le habían tirado de las orejas por intervenir demasiado tarde y,
aún así, en la pelea de hace unos días, deja que un boxeador destroce y mate a
otro, al que tuvo a su merced durante doce segundos… Hasta veintinueve golpes a
la cabeza le propinó el aspirante al campeón.
- - Estoy
seguro de que usted exagera. Ni fueron doce segundos, ni veintinueve golpes. Ha
habido cuentas para todos los gustos, pero los más prudentes hablan de cinco
segundos y de doce a quince golpes.
- - Lo
siento, Ruby, pero eso es mentira y basta con volver a verlo por TV, como yo he
hecho. Y, sean cinco o cincuenta, su deber era cumplir la norma quinta de las
reglas fundamentales del boxeo, cosa que no hizo[1].
Todo el mundo pudo verlo.
- - La
verdad es que Griffith no me lo puso fácil: No acató mi orden de retirarse al
rincón, hasta que lo abracé y retiré a viva fuerza. Estaba como loco… No, no me
fue nada fácil; recuerde que tuve un ataque al corazón hace unos meses.
- - Eso
no es disculpa, amigo. Si no estaba en condiciones, no debía arbitrar…, que
espero será lo que decida usted para el futuro.
- - Al
haberse producido un fallecimiento, seguro que se abre una investigación y una
Comisión de expertos dictaminará lo que proceda. A su decisión me remito.
- - Ya
me sé yo lo poco que valen esas comisiones de amigos: buenas palabras y
cariñosas amonestaciones. Pero esta vez la cosa va en serio. La Fiscalía
actuará y yo me encargaré de que sea dura. No me han gustado nada sus disculpas,
señor Goldstein. El tercer hombre en el
ring tiene que estar en él para algo más que para cobrar.
3. La viuda de Benny
Para entrevistar a
la viuda del boxeador fallecido, no tengo que viajar hasta Miami, donde la
familia había tenido últimamente su residencia, pues la señora Lucy Paret
permanece temporalmente en Nueva York con su hijo de dos años, llamado Benny
-como su padre-. El manager del
malogrado púgil, Manuel Alfaro, parece ser quien paga los gastos de estancia y
a él me dirijo para que me facilite la entrevista:
- - Sea
breve y prudente -me dice-. Lucy está afectadísima, como puede suponer, y lleva
el embarazo avanzado. Tememos que se le malogre la criatura.
- - No
se preocupe, soy muy correcto. Cuando termine con la señora, quiero hablar con
usted.
Para mi sorpresa,
Lucy Paret no es una negra cubana, sino una puertorriqueña blanca, pequeñita y
atractiva, que habla perfectamente inglés. Se lo comento y me responde:
- - Nací
en la isla, pero llevo toda la vida en los Estados Unidos; primero, en N.Y.,
hasta después de mi boda con Benny, y en los últimos tiempos, en Miami, donde
habíamos comprado una casita y mi marido tenía el propósito de montar una
carnicería, como tuvieron sus familiares en Santa Clara. De hecho, apenas hablo
español.
La invito a que me
diga todo lo que se le ocurra sobre el combate y los días anteriores.
Inmediatamente, se pone a hablar sin parar acerca de las premoniciones que la
habían asaltado a ella y a su difunto esposo, sobre los riesgos de la pelea.
Dicen que eso suele afirmarse siempre que hay una desgracia en el ring, pero
Lucy me parece sincera:
- - Benny
no estaba para pelear. Hace tres meses, aprovechó una subida de peso para
pasarse a los medios. Alfaro le preparó una pelea por el título con el campeón,
un tal Fullmer. Este le dio una paliza tremenda. Benny tenía grandes dolores de
cabeza y le cambió el carácter. Se volvió triste y gruñón. Decía que no quería
pelear, que un combate más con una buena bolsa y lo dejaba. Pero su manager le organizó la pelea del otro
día demasiado pronto. Ya sabe: que el contrario estaba bajo de peso; que las
condiciones ahora eran estupendas… Yo no lo oí, aunque Benny me confesó que le
había dicho que no quería hacerlo tan rápido, pero Alfaro no quiso ni oír
hablar de un aplazamiento, con el dinero que había por medio. Benny volvió al
entrenamiento intensivo, con la dificultad añadida de que tenía que bajar bastante
de peso, para quedar en el límite de los welters.
- - Todo
eso que me dice, señora, es muy interesante, pero lo cierto es que su esposo
pasó el reconocimiento médico y aceptó pelear. El tal Alfaro, por lo que yo sé,
también es cubano y su hombre de confianza desde siempre.
- - No quiero decir nada malo contra él, ni echarle la culpa de lo que pasó. Yo no
me atreví a venir a N.Y. en mi estado y con el pequeño Benny, pero sí vi la
pelea por televisión y pensé lo que todos: ¿Por qué no para el combate el
árbitro? ¿Y por qué no tiran la toalla los segundos de Benny? Y el responsable
de que no se hiciera fue Alfaro.
- - Ya
hablaré yo de eso con él. Ahora, cambiando de tema, dígame: no sería castrista
su marido y habría motivaciones políticas en el comportamiento de los dos
púgiles... Ya sabe usted cómo están las cosas en estos momentos.
- - De
eso nada. Benny se vino para los Estados Unidos cuando Castro prohibió el boxeo
profesional y lo dejó, por así decir, sin trabajo. Mi Benny estaba a gusto acá,
tanto en N.Y. como en Miami. Prueba de ello es que trajo a todos los que pudo
de su familia. Y luego, nuestro matrimonio, y el niño… No, aunque apenas
hablara inglés y tuviera muy poca cultura, se hizo al modo de vida americano.
Solo que…
- - Diga.
- - Que
en Miami se palpaba el racismo, la discriminación. Pocos días antes de su
última pelea, fuimos al zoo y tuvimos que darnos la vuelta. Muy irritado, me
dijo: Estos tipos estarían muy felices metiendo a los negros dentro de las
jaulas.
- - Ya.
Hay gente para todo. De todos modos, eso no tendría que ver con lo que pasó en
el combate. Los dos eran negros y caribeños. ¿Sabe si su marido y el tal
Griffith habían tenido alguna polémica seria en sus dos combates anteriores?
- - No
lo creo. Por lo menos, yo nada le oí al respecto.
- - Bien,
pues por ahora no tengo más que preguntarle. Completaré la encuesta con el
interrogatorio de Manuel Alfaro. Muchas gracias, mis condolencias y que el niño
que espera venga bien.
Tal vez no he
debido hacer esta última referencia, pues Lucy -hasta entonces muy entera-
rompe a llorar. Yo me levanto y salgo, sin saber qué otra cosa hacer o decir.
4.
Los managers a escena
Al salir de la
habitación en la que había estado platicando con la señora Paret, me abordó
Manuel Alfaro quien, al parecer, estaba esperando a que terminara de hablar con ella. Resolví cogerle en el acto
y por sorpresa. Le dije:
- - Parece
que todos lo culpan por no haber tirado la toalla, o haber hecho algo más por
su pupilo aquella noche…
El tipo encajaba
mejor que alguno de los boxeadores que llevaba. Ya me habían dicho que no era
un mánager cualquiera, sino un capitoste que trataba de igual a igual con
empresarios y grandes corredores de apuestas. Me replicó tan campante:
- - Eso
era cosa del trainer, Joseph de
Maria. Solo a él habría hecho caso el árbitro.
- - Ya
-corregí sobre la marcha-, pero lo que se le hubiera ordenado, él lo habría
hecho sin dudar. Y allí estaba usted: bien que saltó al ring, en cuanto pararon
el combate y proclamaron la decisión; usted, que sabía perfectamente que Benny
no estaba en condiciones de recibir un castigo semejante, después de la paliza
que le propinó Fullmer, tres meses antes.
- - Ya
volvemos con la misma historia. Teniente, bien sabe que son los médicos quienes
han de decir si un boxeador está o no en condiciones de volver a pelear.
- - No
me refiero al tema en general. Aludo a los grandes dolores de cabeza que sufría
Benny y a su presentimiento de que este combate iba a acabar mal. ¿No le dijo
que no quería pelear?
- - ¿Quién
le ha dicho eso? ¿Ha sido Lucy?
- - Aquí
el que pregunta soy yo. Había mucho dinero por medio y, claro, eso contaba más
que la prudencia y la amistad.
Alfaro, por un
momento, pareció derrumbarse, pero se repuso enseguida:
- - Oiga,
nadie obligó a Benny, después de recuperar el título de los welter, a pelear con Ortega, ni a
cambiar de categoría y retar a Fullmer. Fue él quien insistió. Le había entrado
una prisa tremenda por hacerse con un capital y afrontar los nuevos gastos: los
hijos, la casa en Miami, la maldita carnicería… Es probable que Lucy estuviera detrás
de todo ello. La había retirado del baile y todo le parecía poco para
satisfacerla. Es posible que yo le consintiera, por amistad, decisiones
atrevidas, pero ni le incité a ellas, ni le forcé a tomarlas. ¡Si era como un
hijo para mí…!
- - Eso
dicen todos. En su caso, es padre de una familia muy numerosa, porque casi
todos los boxeadores cubanos lo tienen por mánager.
- - Usted
exagera. Estoy bien situado, pero nada más. Y Benny era muy especial para mí.
¡Qué demonios, era campeón mundial y se hacía querer, con su espontaneidad y
simpatía! Me parece mentira que alguien crea que yo… En fin, ya veo que la
tiene tomada conmigo, diga lo que diga.
- - Se
equivoca, amigo. Es solo que no estoy
dispuesto a quedarme en la cáscara de este asunto, sino que quiero llegar hasta
el fondo. Después de todo, Griffith es joven y estaba bajo la tensión de la
pelea. Son otros los que, por edad, formación y sangre fría, pudieron y
debieron evitar aquello.
- - Pues
si quiere llegar al fondo, apriete a
Clancy. Él sabrá por qué gritó ¡mata a
ese vagabundo!, cuando su boxeador tenía a Benny enrollado en las cuerdas.
***
No irán a creer
que me dejé convencer por Ortega y fui inmediatamente a llamar a la puerta de Gil Clancy, pero me ha parecido oportuno
colocar las notas que tomé a uno, a continuación de las del otro. Así van
seguiditos los dos mánager, aunque eran bien distintos, en realidad.
- - Señor
Clancy, me ha contado un pajarito que, cuando su boxeador tenía a Paret a su
merced, usted gritó ¡mátalo! desde la
esquina. Y eso, teniendo en cuenta lo obediente que es Griffith a sus
indicaciones, era una sentencia de muerte.
- - ¿Quién
le ha dicho eso? Alguien interesado en hundirnos, sin duda.
- - Pues,
de no ser cierto, el aspirante actuó por su cuenta: mató por brutalidad, no
porque nadie se lo pidiera.
- - ¿Cómo
puede pensar eso de Emile? Es un chico y un boxeador modelo. Eso sí, es un
pegador terrible y, en los últimos tiempos -aunque me esté mal el decirlo- sus
golpes son mucho más contundentes, gracias a mis consejos. Pregunte en el
gimnasio. Hay sparrings que ya no
quieren entrenar con él.
- - Vamos,
que pega sin control. Ya se vio la otra noche, que sacudió veintitantos
puñetazos a un adversario enganchado en las cuerdas y totalmente groggy.
- - ¡Cómo
se ve que usted no ha peleado profesionalmente! Cuando estás en el ring ni ves
ni oyes otra cosa que tus instintos. ¿Sabe cuánto tardó Emile en dejar K.O. a
Paret? Cinco segundos. Y no fueron veintitantos golpes, sino diecinueve. Es muy
rápido.
- - Déjeme
a mí las cuentas y el reloj… Y no trate de justificar a su Emile, que tiene el deber de obedecer las reglas, como
profesional de un deporte de máximo riesgo.
- - Perdone,
agente, pero en el ring las reglas las pone o hace cumplir el árbitro y, que yo
sepa, cuando paró el combate, Emile dejó de golpear.
- - No
muy voluntario, que tuvo que abrazarlo para que se retirara.
- - No
me fijé en ese gesto que, por lo demás, es normal.
- - ¡Hum!
Por lo demás, a cada uno lo suyo. No
se escude en que el referee no
cumplió con su deber.
- - ¡Ni
me escudo, ni lo afirmo! En mi opinión, reaccionar en cinco segundos no es
ninguna imprudencia, máxime tratándose de un campeonato mundial y de una pelea
que hasta entonces estaba bastante equilibrada.
- - Bueno,
quedamos en que usted no animó ni jaleó a Griffith para que matara a su
antagonista…
- - Desde
luego.
- - Y
en que no tenía cuentas pendientes con Paret por sus dos anteriores combates
por el título.
- - Emile
era cordial y perdonaba.
- - ¿Cómo
que perdonaba? ¿Qué tenía que perdonar?
Tenía la
convicción de haber cazado a Clancy.
Este palideció, pensó unos segundos y luego salió por donde pudo:
- - En
la segunda pelea, hace cosa de seis meses, Emile ganó claramente, mas los
jueces le dieron la victoria a Paret. Esas cosas crean una rivalidad
innecesaria, pero que cala entre el público y hace subir las apuestas. En todo
caso, los culpables fueron los que puntuaron, no el injusto ganador. Emile
perdonó la faena a los jueces: Eso es lo que quiero decir.
No cabía duda.
Clancy no era un mánager más. Hombre culto, entrenador y representante en una
pieza, mentor de Griffith desde su comienzo como aficionado cuatro o cinco años
antes, haría lo imposible por protegerlo; pero para mí que había gato
encerrado. Algo que no tardé en averiguar y que es el punto clave de este
embrollado caso, que algunos -contra su deber- iban pronto a descafeinar.
5. Un motivo suficiente
Como policía, no trago a los periodistas. Son unos
entrometidos, que todo lo lían y tergiversan, y muy poco profesionales en
general: no saben de lo que hablan y sesgan las noticias a la conveniencia de
su editor. Con todo, en N.Y. había buenos expertos en boxeo, dentro del
periodismo deportivo. En cualquier caso, no tenía más remedio que leer las
crónicas de lo acaecido aquel aciago 24 de marzo de 1962. ¡Mira que si algún
reportero hubiese oído el mátalo de
marras, o algo interesante!
Las referencias a
la pelea en sí no me aportaron nada nuevo: solo lamentaciones, juicios de valor
y contaje de los golpes mortales -que, por cierto, no coincidía ni en dos
rotativos diferentes-. En cambio, la crónica del New York Times traía una alusión confusa, sobre lo acaecido durante
el pesaje de los púgiles, la mañana misma del combate. Según el redactor,
Howard Tuckner, la ceremonia se había
convertido en un circo, a partir del momento en que Paret escuchó el peso de
Griffith -144 libras-, inusitadamente bajo para un campeón de la categoría.
Empezó una ronda de risas y burlas, jaleadas por sus segundos y partidarios,
que acabó por ofender al aspirante, a quien había llamado no hombre. Había habido un conato de agresión por parte del
ofendido al insultante, parado en seco por el mánager Clancy, favorecido por el
hecho de que, aunque la sala era pequeña, los dos púgiles estaban separados por
cierta distancia y varias personas intermedias.
Era una pista, que
me llevó a telefonear delicadamente a Tuckner y citarle para tomar un café y
charlar en un bar próximo a su diario. Entre tanto, me informé de quién era el
tipo. Resultó que estaba bien considerado entre los de su profesión.
Tan pronto nos
sentamos, le expliqué mi cometido en la investigación del Fiscal y la razón que
me llevaba a pedirle su cooperación. Para mi sorpresa, estalló:
- - ¡No
me extraña! ¡Tal y como los gilipuertas
de los subeditores suavizaron mis palabras, ni Dios las entendía! ¿Qué coño es
un no hombre: una mariposa, una
piedra? Lo que allí dijo Paret, amigo mío, fue maricón, en español.
Seguidamente, me
tradujo al inglés el insulto y prosiguió:
- - Emile
lo entendió perfectamente, entre otras cosas, porque estaría harto de oírselo a
los puertorriqueños que pululan por su gimnasio. Prueba de ello es que trató de
acometer a Paret. Y no solo eso; el cubano se contoneaba y se tocaba el culo al
mismo tiempo. Todos lo vimos.
- - ¿Y
el tal Griffith es homosexual?
- - ¡Justo!
Esa fue la palabra exacta que yo puse en mi crónica. Pues eso dicen, amigo,
aunque él procura ocultarlo. De todas formas, tanto da. Es un insulto muy grave
entre los hispanos y un oprobio que podría hundir la carrera de cualquier
boxeador. ¡Figúrese, un no hombre en
el deporte varonil por excelencia!
- -
Entiendo.
Lo que me resulta difícil de comprender es por qué los demás periodistas no
recogieron en sus crónicas lo que usted.
- - Pudor,
vergüenza, deseo de no molestar a nadie, ni faltar a las reglas tácitas del
periodismo. Por eso yo pasé tan por encima del asunto y, aún así, me censuraron
la palabra clave.
- - ¿Y
qué pretendería Paret provocando así a Griffith?
- - Eso
es algo más, mucho más, que una provocación de tantas, como se cruzan los
púgiles en los pesajes. Es la obra de una mala persona, que quería hacer mucho
daño, en público, con los periodistas alrededor. Claro que también pudiera
haber pretendido sacar de sus casillas a Emile, que era un púgil mucho más
estilista y preparado entonces que él. De lo que puede estar seguro es de que
no fue una ocurrencia del momento.
- - ¿Y
eso?
- - Pues
porque en el pesaje de su segunda pelea, en la que Paret recobró el título, ya improvisó
el cubano un baile contoneando las caderas, en plan de burla a Griffith. De
hecho, los que saben de estas cosas dicen que canturreaba un calipso, ritmo muy popular en las Islas
Vírgenes, donde nació Emile.
- - Supongo
que todo eso no aparecería en los periódicos…
- - Ya
le he dicho cuáles son las reglas.
- - En
fin, veo que la rabia de Griffith pudo tener un motivo especial, ¿no cree?
- - ¡Y
yo que sé! Eran dos púgiles muy combativos y nadie había sospechado nada raro y
excesivo, hasta el fatídico duodécimo asalto.
- - Usted
estuvo muy cerca del ring. ¿Oyó a alguien gritar a Griffith que lo matara? Se
ha dicho que Clancy voceó algo así.
- - Se
ha dicho. Yo no lo oí y no lo creo. Otra cosa es que dijese algo, como acaba con él, en el sentido de noquearlo
sin duda ninguna. Aunque Emile llevaba ventaja en la puntuación, ellos no lo
sabían y tenían la mala experiencia del combate anterior, que les birlaron
descaradamente.
6. El campeón, frente a frente
A mí la
inclinación sexual del campeón me traía al fresco, aunque no dejara de
reconocer el daño que su divulgación podía causarle. Eso no me parecía motivo
para vengarse en el ring, infringiendo las reglas y llegando hasta matar a su
adversario. No obstante, suponía fundadamente que iba a tener gran importancia
en la resolución del caso y, por ello, hice las averiguaciones pertinentes. No
había duda: Griffith frecuentaba los bares de homosexuales; se mezclaba en el
centro de Manhattan con maricas y reinas
de la noche y tenía un amigo estable,
por nombre Edward. Es cierto que, antes de llegar a ser alguien en el boxeo,
hubo una novia, llamada Esther, pero tenía toda la pinta de que fue una época
en que no tenía claros sus gustos, que después habían ido decantándose hacia
los tíos. Un confidente bien enterado me resumió algunas cosas:
- - ¡Pero
si estuvo diseñando sombreros para señoras en el Garment District, en el taller de Howie Albert! Eso le sacó del
arroyo y esta es la fecha que no le ha perdido afición: No hace mucho que
criticó en público los sombreritos que suele llevar Jackie Kennedy. Vamos, mariconadas. Fue el propio Albert quien le
animó a pasarse al boxeo y lo llevó al gimnasio de Clancy. Yo no lo veo
contradictorio con sus gustos. Todos sabemos que, contra lo que quiere creerse,
el pugilismo crea una promiscuidad y un culto del cuerpo favorable para esas cosas.
- - Anda,
Davy, déjate de filosofías y ve al grano.
- - Pues
el grano es que Griffith hace honor a lo que le llamó Paret. Él procura ser
prudente; ya sabes, gafas oscuras, sombrero sobre los ojos y todo eso. Pero en
su ambiente todos los saben y hacen la vista gorda. ¿Cómo cree que se enteró el
difunto?
Era cierto; otro
punto a favor de ser riguroso. Todos lo sabían y la prensa -por lo visto- no
recogería el insulto. Ninguna razón tenía Griffith para tomárselo tan a pecho,
aunque la verdad es que Paret no debió remover la mierda. Quizá tampoco debería
hacerlo yo, siempre que no fuese necesario para que el Fiscal se tomara su
labor en serio y llevase el caso a juicio. Con esos buenos propósitos, me cité
sin escándalo con el campeón en su gimnasio, a una hora en que permanecía
cerrado para los entrenamientos.
- - Gil
me ha dicho… En fin, gracias por no convocarme en la comisaría.
- - De
nada, Griffith. Ahora, a cambio, lo quiero largo y clarito. Y que conste que
conozco bien el asunto a estas alturas.
- - Me
van a acusar, ¿no?
- - Esta
es una investigación preliminar, sin abogados ni formalismos. De todos modos,
has de saber que lo que hiciste la otra noche tiene toda la pinta de un
homicidio.
El púgil pareció
anonadado. Aproveché el bajón de ánimo y saqué primero a colación el tema de la
homosexualidad, relacionada con el insulto público de Paret. En líneas
generales, me contestó:
- - No
tengo las cosas claras. Me gustan tanto los hombres, como las mujeres. He
tenido novia y ahora tengo novio, si puede decirse así. En mi tierra no dan a
estas cosas la misma importancia que aquí. Además, de niño abusaron de mí
muchas veces, en familia y fuera de ella. ¿Cree usted que eso pueda haber
influido?
- - No
sé, no entiendo de ello y tampoco estoy seguro de que me estés diciendo la
verdad. Lo que sí creo es que, siendo homosexual y sabiéndolo todos
cuantos te conocen bien, no tuviste que tomar tan a mal que Paret te lo echase
en cara, hasta el punto de matarlo.
Griffith se quedó
extrañado de que yo supiera lo del insulto. Me replicó:
- - A
mí no me importa que los míos lo sepan, pero que se entere el público puede
arruinar mi carrera; eso, si no me procesan por ello. Paret era un cabrón, que
buscaba los peores momentos para burlarse de mí e insultarme. Ya lo hizo en el
pesaje de septiembre pasado y lo repitió el otro día. En el momento me fui por
él y, si no me para Gil, nos habríamos zurrado allí mismo. No lo voy a ocultar,
estaba indignado y tuve que caminar un buen rato hasta calmarme.
- - Calmarte…
hasta cierto punto. Ya se vio en el ring lo calmado que estabas.
- - Está
equivocado. Según pasaban los minutos y los asaltos, me olvidé de todo y me
centré en ganar la pelea. Al final del sexto round, Benny me cazó y, si no es la campana, allí habría terminado
el combate. Luego, me fui reponiendo y, desde el octavo asalto, iba ganando con
claridad. En el décimo casi lo tumbo. Me dije: el campeonato es mío, pero he de
noquearlo para mayor seguridad. Llegó el duodécimo y tuve por fin la
oportunidad.
- - La
oportunidad de liquidarlo. No hay más que verlo para entenderlo.
- - De
ninguna manera. No hice otra cosa que pegarle hasta que el árbitro me mandó
parar. Es verdad: En lo poco que se piensa en esos segundos, me dije que tal
vez el referee debería ordenar stop. Al no hacerlo, me entró miedo de
que los jueces y él estuvieran a favor del campeón y no quisieran decretar K.O.
técnico.
- - ¿No
te diste cuenta de que Paret estaba completamente groggy, que no respondía a los golpes, que estaba liado en las
cuerdas y por eso no se caía?
- - Yo
no vi que se enredara; solo que se sujetaba en ellas. Sigo creyendo que pudo
tirarse, o pudieron tirar la toalla por él… Le juro, teniente, que no quise
matarlo. De hecho, estoy hundido moralmente. Fui a visitarlo al Hospital y no
me dejaron entrar, ni presentar mis condolencias.
- - Podría
haber cosas más eficaces y sinceras. Por ejemplo, donar a la viuda tu bolsa del
combate. Por ejemplo, pedir perdón público y no volver a boxear. No devolvería
la vida a Paret pero haría tu sentimiento más creíble.
Griffith
titubeaba, mientras me miraba fijamente. Dijo:
- - Consultaré
con Gil.
Tal vez le advertí
demasiado pronto:
- - Mejor,
consulta con un buen abogado.
7. El carpetazo
Hasta aquí, el resumen de mis notas del caso. Habían pasado
dos semanas desde que mi capitán me lo encargó. Fui a ver al fiscal Abbott con
la seguridad de que había materia para acusar, aunque luego -según la tradición-
llegase a un acuerdo por homicidio involuntario. Para mí era básico que
retiraran las licencias a Griffith, Goldstein, Alfaro y compañía. El Fiscal me
escuchó atentamente y, luego, objetó:
- - Teniente,
le pedí que me pusiera en bandeja a un culpable. En cambio, usted me trae a
media docena, por lo menos. ¿Qué diablos quiere que haga con todos ellos,
ampliar la sala de Justicia para que quepan todos?
- - Perdone,
yo solo he hecho mi trabajo con precisión y objetividad. En usted está el
elegir a los mayores culpables, a los responsables más directos. Griffith y
Goldstein pueden ser acusados, sin ninguna duda.
- - Sin ninguna duda es mucho decir. ¿Sabe el juego que
puede dar para la Defensa lo del insulto en el pesaje? Podemos cubrir de basura
el nombre del difunto y, de paso, organizar un show, discutiendo si el campeón es homosexual o no y sobre la
importancia que ello tiene para ser boxeador en este país. Y ya, metidos en
harina, ¿por qué no enredarnos en una discusión filosófica sobre si las
relaciones entre gays deben ser, o
no, un crimen, o sobre sí la homosexualidad puede ser considerada una
enfermedad psiquiátrica? ¿Se imagina? Un mes de juicio y docenas de testigos y
de expertos. Y todo, ¿para qué? Para llegar a la conclusión -como usted
sugiere- de que entre todos lo mataron pero él solito se murió.
Me quedé de
piedra. Parecía como si yo fuese el asesino al que el fiscal llevaría de buena
gana a la silla eléctrica. Abbott debió de percatarse y suavizó su filípica:
- - En
el fondo, Tarleton, usted mismo me ha dado la clave. Lo verdaderamente
importante es que a unos cuantos les quiten las licencias. Eso es cosa de la
Comisión de Boxeo del Estado. Les vamos a pasar el caso -claro está, sin
alusión a las mariconadas- y que ellos resuelvan. Al fin y al cabo, son quienes
más entienden de estas cosas.
Se levantó, me
estrechó la mano y dijo, conciliador:
- - Otra
vez tendremos más éxito. Contaré con usted para mejor ocasión. Puede estar
seguro.
Esto era en
viernes. Decidí tomarme el fin de semana libre. El lunes me reincorporé al
servicio normal de comisaría. El capitán, al presentarme, preguntó:
- - ¿Qué
tal, Rob? ¿Habrá caso o no habrá caso?
- . ¿A
qué caso te refieres?
- - ¿A
cuál ha de ser? Pues al del Estado de Nueva York contra Emil Griffith.
- - ¡Ah,
bueno! Creí que aludías al de la Justicia contra Prince Abbott.
***
Pocos días más
tarde, el Gobernador del Estado, Nelson A. Rockefeller, ordenó la apertura de
una investigación de la muerte de Benny Paret, a cargo de la Comisión Atlética
del Estado de Nueva York. Dicho organismo acordó abrir diligencias
exclusivamente contra el árbitro del combate, Reuven Goldstein, quien
finalmente fue exonerado de todos los cargos.
[1] “Si un peleador se apoya sobre las cuerdas en
estado desvalido será considerado como caído, aunque sus piernas estén tocando
el suelo.”
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