Una carta de ida y
vuelta
Por Federico Bello
Landrove
El Cielo está poblado de ángeles y el
Infierno, empedrado de buenas intenciones. Pero, ¿y la Tierra? ¿Hay cabida en
ella para espíritus puros y altruismos perfectos? La historia que sigue, tan
real como la vida misma, trata sobre ello, sin la pretensión de dar una
respuesta.
1. El reencuentro
Esta es la
historia de una carta de amor que un hombre dirigió a otro. Ninguno de ellos
era homosexual. Entonces, ¿cómo es ello? Lean y lo sabrán.
***
Mi amigo Mario es un hombre afortunado en
amores. Siempre que ha perdido a una mujer, ha encontrado a otra que lo ha
hecho feliz. Claro que eso tiene una pequeña contrapartida, que no les
ocultaré. Las mujeres que lo han dejado han sido luego profundamente infelices
en sus matrimonios. Mario, entre la ironía y la mala conciencia, llama a eso el
principio de compensación de los afectos.
Yo no lo llamo de esa manera, sino casualidad. Si una golondrina no hace
primavera, unos cuantos episodios amorosos no hacen estadística, ni prueban
nada. Y es que Mario es una persona criada entre leyes y contratos, mientras
que yo soy un narrador muy objetivo.
Pues bien, hace
algunos meses el principio mariano de compensación experimentó una profunda
crisis. Ni más ni menos que reapareció en su vida una de esas mujeres del
pasado que, tras haber roto con él, vivieron el drama del fracaso amoroso y el
infierno matrimonial. Reapareció. No
detallemos cómo, que luego todo se sabe. Pongamos que, de forma inocente,
coincidieran en un congreso, o ella estuviera destinada en una lejana oficina
de su misma empresa, o que las redes sociales facilitaran su encuentro.
Cualquier medio es válido para que mi amigo sintiese nacer en su corazón ese
sentimiento, mezcla de utopía y compasión, llamado en ocasiones regreso al pasado. Pronto se demostraría
equivocada –relativamente- esa primera impresión.
Mario, felizmente
casado, como les decía, tuvo a las primeras de cambio la sorpresa de que la
reaparecida –llamémosla Concha- había rehecho su vida amorosa y mantenía una
relación, peculiar pero satisfactoria, con un caballero también renacido de los
restos de un naufragio matrimonial. Aquello cambiaba de una vez y para siempre
el sino o mal fario del que mi amigo se sentía culpable. ¡Era posible su
felicidad, sin hacer la tragedia de sus viejos amores! Ahí estaba la prueba.
Como buen racionalista, recordaba aquello de que bastaba una excepción para
invalidar una ley natural; que lo negativo nada prueba, pero aquel precioso
positivo sí.
Nada y mucho cambió aquel retorno, en la vida
de Mario y Concha. Ahí seguían sus diferencias, sus votos, sus amores, pero
también resurgieron los recuerdos, las nostalgias, la recíproca admiración. Las
almas elevadas, los caracteres fuertes son capaces de enlazar pasado y
presente; de volar alto, para no ver calvas ni patas de gallo; de gozar los
frutos del espíritu sin carnalidad alguna. Eran ángeles en medio de un mundo de
hombres, al que sin duda pertenecía Rafael, el amante de Concha, dotado de muchas
y buenas cualidades terrenales, pero desprovisto, al parecer, de ese
maravilloso don que Mario habría llamado elevación mística y su amiga
platónica, amor por la literatura.
Mi amigo, iluso y
cabal donde los haya, resolvió tomar al demonio por los cuernos. ¿Por qué no
reaparecer ante Rafael y acariciar su frente con alas angélicas, alejando de su
mente posibles suspicacias o enconos? A fin de cuentas, in illo tempore habían tenido algunas curiosas coincidencias, que
Rafael recordaba y Mario juzgaba lazos de seda, favorables a su decisión.
Decisión… ¿Qué decisión? La de escribir
a Rafael, lejano en el espacio, una carta sentimental y memoriosa. La paloma
mensajera portaría en su pico una rama de olivo.
2.
Las buenas intenciones
¿Supo Concha de
los buenos sentimientos de Mario hacia Rafael? Sin duda. ¿Los juzgó totalmente
sinceros? Muy probablemente. ¿Aprobó el vuelo de la paloma de la paz de
espíritu? Tengo en mucho su buen criterio, como para aseverarlo. Pero el hecho
es que el ave remontó el vuelo, con la misiva más sensata, cariñosa y altruista
que su autor dirigió a un hombre en toda su vida.
¡Y dale con el
hombre y el cariño! Por ahí empezamos y, a estas alturas, ustedes ya han
comprendido perfectamente que el amor que inspiró la misiva y que rezumaba el
sobre no era, desde luego, para Rafael, sino hacia Concha, tratando de franquearle
el camino del espíritu; de asumir Mario eventuales culpas y excesos; de
permitirle armonizar con mayor facilidad las obras del alma con las delicias del
amor humano. El bueno de Mario me insistía: De
verdad, yo quiero a Rafael. ¿Cómo no voy a quererlo si él ha hecho feliz, al
fin, a Concha? Vamos, la típica propiedad transitiva de los afectos: Si A
quiere a B y B quiere a C, se infiere que A quiere a C. Claro que no se nos
dice que la relación sea recíproca y reversible: Para entendernos, A quiere a C
pero ¿C querrá por ello a A?
Pues no. C no
quiso a A. Mejor dicho, no se dio ni la posibilidad de comprobar los afectos.
La paloma posó la carta en el alféizar de la ventana de Rafael y ¡menos mal que
reemprendió el vuelo al instante! El destinatario, comprobada la procedencia de
la epístola, montó en cólera y, sin rasgar siquiera su envuelta, telefoneó a
Concha para que fuese a recoger aquel filtro sorprendente e indeseado, juzgando
a la pobre mujer inductora o cómplice de tal correo. El hombre fue tajante: No conozco a la persona que me remite esta
carta[1]. No voy a abrirla. Tómala y se la devuelves.
Ser tajante
significa de ordinario ser injusto. ¿Lo era Rafael? ¿Fue Mario tan prudente
cuanto bien intencionado? ¿Abrió y conservó Concha la carta o se la haría
llegar tal cual a Mario, como correspondencia rehusada?
Todo eso son
zarandajas. Estoy seguro de que, si este relato ha despertado su interés, la
pregunta que me hagan habrá de ser esta otra: ¿Qué va a pasar entre Rafael,
Concha y Mario, a partir de esa frustrada carta? Yo no soy un experto en el
tema de ángeles y de hombres. Tal vez
consiga Concha que Rafael lea la carta y se ablande. Quizá Concha tenga que
elegir –más tarde o más temprano- entre las alas libres del espíritu y el fuego
esclavo de la carne. O, posiblemente, Concha comprenda que está muy por encima
de esos dos caprichosos paladines y los perdone, o los borre de su vida. Si yo
fuese Mario, me importaría mucho el desenlace. Mas, siendo solo un narrador,
les digo:
-
Me
encantan los finales abiertos. Si no conocemos bien las causas ni las
circunstancias, ¿por qué habríamos de saber a ciencia cierta sus consecuencias?
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