El suicidio por
amor (VI)
... Y volvieron
cantando[1]
Por Federico Bello Landrove
Basado en
un suelto periodístico real, este cuento fabula sobre algo bien conocido, a
saber, que nada es lo que parece en el ámbito del suicidio –ni en muchos otros-
y que la búsqueda de la verdad puede ser ardua y, con frecuencia, no bien
recibida. Varios de sus personajes son asimismo históricos, si bien sus
palabras y acciones resultan totalmente imaginarias.
1. Un
suicidio con nota
El director de El Noticiero[2]
echaba chispas. Acababa de recibir la visita del hermano de su fundador y
propietario, para abroncarlo a modo:
-
Emilio,
es una vergüenza mayúscula. Un periódico como el nuestro, pionero del
reportaje, y resulta que no hemos publicado ni una palabra sobre este caso.
Ante el estupor del interpelado, el señor Peris dejó caer sobre la mesa
de dirección un periódico abierto por la página tres. Era un ejemplar del
madrileño El Globo, en que podía leerse la siguiente gacetilla:
Sevilla.- Se ha suicidado, disparándose un tiro en la sien derecha,
Ricardo Ferrer, soldado repatriado de Cuba. Envió una carta a su novia diciendo
que, temiendo que lo despreciase a causa de la pobreza en que se encontraba, se
quitaba la vida[3].
-
¿Qué
te parece? –insistió Peris-. Los hispalenses tienen que leer un diario de
Madrid para enterarse de lo que pasa en su ciudad.
-
Creía
que habíamos quedado en no publicar ese tipo de incidencias, para no minar la
moral de la población...
-
¿Incidencias?
¿A un suicidio así lo llamas incidencia? Tiene todos los ingredientes para que
cualquier periodista con un mínimo de
olfato lo tome como pie para un buen reportaje: amor, altruismo, abandono de
nuestros soldados... Y, de otra parte, hace cinco meses que se acabó la guerra.
Ya va siendo hora de contar lo que sucede sin pelos en la lengua.
-
Está
bien, jefe. Ya me ocupo.
-
Más
te vale. Encarga el asunto a alguno de los redactores jóvenes. Quiero sensibilidad,
dinamismo y una buena crónica para el número del próximo domingo.
De modo que, un cuarto de hora más tarde, el redactor de sucesos y
cronista de tribunales, Carlos del Río, comparecía ante su director, convocado
de urgencia –ya sabemos para qué-.
-
Carlos,
deja lo que tengas entre manos, que don Juan quiere un reportaje para el próximo
domingo.
-
¿Sobre
qué, si puede saberse?
-
Sobre
esto.
Dugi le pasó el ejemplar de El
Globo, abierto por la página del suicidio. Carlitos leyó parsimoniosamente la noticia y preguntó con guasa:
-
¿Qué
tal si abrimos una suscripción para el mausoleo?
-
Déjate
de chanzas, que no está el horno para bollos. Ponte en acción y no pares hasta
traerme el mejor artículo que haya brotado de tu gallarda pluma.
Del Río sonrió:
-
Cómo
estarás de apurado que has llegado a reconocer la calidad de mis servicios.
El director se puso en pie y lo
acompañó hasta la puerta de su despacho.
-
Anda,
ve y, sobre todo, trabaja deprisa, que tenemos solo cinco días.
***
Sus primeros pasos lo encaminaron a una callejuela cercana a la plaza de
los Venerables, donde había vivido Ricardo Ferrer y lo seguían haciendo su
madre y sus hermanos. La casa, de planta baja, daba a un patio luminoso y
florido, que compartía con las viviendas de otras dos familias. Una señora en
los umbrales de la vejez le orientó, aunque de mala gana:
-
La
familia de Ricardo Ferrer… ¿Es que no pueden dejarlos en paz? En fin, viven ahí
enfrente.
Alertado por tales reticencias, Carlitos preparó una excusa,
antes de llamar a la puerta. Total, si tanto interés tenía Peris, bien podría
soltar unos duros. Le abrió una joven, hermana del finado. Al oír una voz
masculina, enseguida salió la matriarca, de luto riguroso y bastante
malencarada. El periodista le dio respetuosamente el pésame y entró enseguida
en materia:
-
Ya
sabe usted que El Noticiero promovió meses atrás una cuestación pública
para financiar la construcción de un acorazado[4].
Total, que como no hubo tiempo para fabricarlo, nuestro director ha
decidido, al enterarse del triste fin de Ricardo, dedicar una parte de lo
recaudado para levantarle un sencillo monumento fúnebre...
-
No
necesitamos que venga nadie a darnos una limosna –cortó tajante la madre-. Mi
hijo ya descansa junto a su padre en una sepultura muy digna y de nuestra
propiedad.
-
Siendo
así –replicó conciliador del Río-, podríamos dedicarle unas páginas de recuerdo
en el número del domingo próximo. No es justo que los sevillanos hayan tenido
que enterarse del triste fin de su hijo por los periódicos de Madrid.
-
¿Cómo
dice? ¿Que lo de mi hijo ha salido en los papeles? ¿Qué han dicho de él?
Casualmente, Carlos llevaba El Globo en el bolsillo. Lo desdobló
y se lo pasó a la señora. Resultó que esta no sabía leer y hubo de hacerlo en
voz alta su hija. La madre reaccionó con enfado:
-
Que
temía que lo despreciase... Valiente
pécora. Novios desde los quince años y, cuando vuelve de la guerra, enfermo y
después de tres años, se echa para atrás y lo deja tirado.
-
Entonces,
según usted, lo despreció por estar enfermo, no por ser pobre.
-
¡Y
dale con lo de pobres! Habrá de saber que esta casa es nuestra y no debemos
nada a nadie. A Ricardo nunca le habría faltado de comer. Si se mató, fue por
el desengaño.
-
Ya.
Por cierto, ¿cómo es que pudo hacerse con una pistola?
Madre e hija se miraron. Aquella dijo, para poner fin a la entrevista:
-
No
me pregunte más. Todo lo que quiera hablar con la familia lo arregla con mi hijo
Fernando.
-
¿En
dónde podría encontrarlo? Ya le he dicho que en el periódico me están metiendo
prisa.
-
A
él no le gusta que vengan a visitarlo a casa. Mire en la Hostería del Laurel.
Suele parar allí después del trabajo.
***
Aquella misma tarde, Carlitos se personó en la Hostería, tan
famosa gracias a nuestro Zorrilla[5].
Tan pronto hubo preguntado por Fernando Ferrer, el camarero hizo un gesto hacia
una mesa donde varios individuos jóvenes se hallaban jugando a las cartas. Uno
de ellos, se levantó y acercose al periodista, identificándose como aquel por
quien preguntaba. Seguidamente, lo llevó del brazo hasta la parte más tranquila
del abovedado recinto, con sabor a bodega antigua. Se sentaron y, sin más
preámbulos, Fernando puntualizó:
-
Ya
estoy al corriente de sus pretensiones. Por mí, el periódico y su dinero pueden
irse al diablo, pero mi madre insiste en que le aclare algunas cosas para que
pueda ponerse a cada uno en su sitio y quede a salvo el honor de la familia.
-
No
entiendo. ¿En qué puede haber afectado al honor de la familia el suicidio de su
hermano?
-
Pues
en lo de que se quitase la vida por la pobreza en que se encontraba y todo eso.
Como no abrimos la carta que dejó mi hermano, no estoy seguro de que escribiese
lo que el periódico que nos enseñó usted pero, en cualquier caso, en ello no
hay nada de cierto. Somos personas muy unidas y de un cierto desahogo. Mi
hermano, desde que volvió a Sevilla, tenía de todo, menos salud.
-
¿Entonces?
-
¡Qué
quiere que le diga! Estaba muy enfermo y solo veía por los ojos de su novia.
Vaya usted a saber si quiso dejarla en buen lugar. De esto sí puede estar
seguro: que ella no quiso dar el paso de casarse con él y eso es lo que lo
llevó a la muerte.
-
Pero,
si no fue la pobreza, ¿qué la movería a romper con Ricardo?
-
La
enfermedad, sin duda. La granuja de ella no querría cuidar de él. Lo dejó
tirado, acabando la obra de nuestro Gobierno.
-
Ya
veo. ¿Y la pistola? ¿Cómo la consiguió?
-
En
esta ciudad hay más armas de las que se cree. Con un poco de dinero, todo se
alcanza.
-
Claro,
y como él tendría el de las pagas atrasadas y el subsidio de repatriación...
-
¡Ni
una peseta! ¿Lo puede creer? Ni una peseta vio en siete meses. Tuvimos que
mantenerlo, como si fuese un crío. Él lo llevaba muy a mal, por amor propio,
pero nunca fue a reclamar lo que le debían. Otros lo necesitan más que
yo, solía decir.
-
Bien,
muchas gracias por su amabilidad. Ahora, si me indicase el domicilio de la
novia...
-
¿De
Manuela? En la Cerámica de Triana[6]
puede encontrarla. Pero, yo que usted, me ahorraría la visita. Es una trapacera
de tomo y lomo, con su carita de buena y su llanto a flor de ojos. Claro que
algún día le llegará su San Martín.
2. Un
periodista concienzudo
Carlitos cruzó el Guadalquivir
por el Puente del Agua[7]
y se encaminó a la cerámica de la Viuda de Gómez, dispuesto a pedir le pusieran
en contacto con la operaria Manuela Rojas, alegando su condición de periodista
de postín. Habría habido otros medios, pero todos suponían invertir más tiempo,
cosa desaconsejable dada la premura. En las oficinas lo miraron con
desconfianza y hasta hubo quien le preguntara en qué tiberio estaba metida la
solicitada. Él contestó:
-
En
nada malo. Solo quiero que le den recado de que, al terminar su jornada, se
pase por aquí para que pueda hablar unos momentos con ella.
Así se hizo. La muchacha, turbada y confusa, aceptó el ofrecimiento de
ser acompañada camino de su casa, mientras charlaban
de un tema que interesaba al Noticiero.
Pero, en cuanto quedó claro que dicho tema era la muerte de Ricardo, la moza se
cerró en banda y avivó el paso, tratando de despegarse del molesto reportero.
Este, a la desesperada, decidió hacerse el displicente:
-
Allá
tú, pero te vendría muy bien el apoyo del periódico cuando el energúmeno de
Fernando Ferrer venga a ajustarte las cuentas, como dice.
Manuela paró en seco y se volvió demudada. Del Río insistió, exagerando
bastante:
-
Ayer
mismo estuve hablando con él y lo vi dispuesto a todo, pues te echa la culpa
del suicidio de su hermano.
La joven, al fin, respondió:
-
No
son cosas para tratar por la calle. Vivo en la plaza de Chapina. Allí
hablaremos.
En efecto, hablaron en su casa, un piso modesto en la primera planta del
número 7 de aquella explanada. Dolores previamente hubo de echar a empellones
de la estancia a su madre, que pretendía estar presente en la conversación. Lo hace con buena intención, pero no quiero
que se preocupe con lo que digamos –explicó la hija-.
La versión de la alfarera resultó muy diferente de la de Fernando, como
era de suponer. Según ella, para empezar, Ricardo había estado muy raro, desde que había venido de
Galicia. Ella lo achacaba al largo tiempo pasado en Cuba, tan lleno de
penalidades, así como al cambio que seguramente había notado en su novia,
inevitable en quien, en los tres años de ausencia, se había convertido en una
obrera curtida y una real mujer. Carlitos
puntualizó:
-
Con
tantas razones lógicas para estar desorientado, ¿por qué dices que lo encontrabas
muy raro?
-
No
sé cómo explicarlo. Desde luego, se encontraba enfermo, más de lo qué él quería
reconocer. Ignoro de qué mal se trataría, pero no hacía más que decirme que, si
no se curaba, mal íbamos a poder casarnos. Y, por otra parte, andaba por ahí
como escondiéndose; se negaba a buscar trabajo, así como a reclamar los dineros
que le correspondían por ser ex combatiente…
-
Sí;
en eso coincides con su hermano. Él lo achacaba a orgullo o a amor propio.
-
Eso
podía ser…
-
¿Y
qué me dices de lo que ponía en la carta de suicidio, de que no quería
implicarte en una vida de paro y de pobreza?
-
Yo
no he visto la tal nota –pues, si era una carta para mí, no llegó a echarla al
correo-, pero cuadra mal con esas ideas el que no hiciese lo más mínimo por
buscar un trabajo. Además, su familia lo ayudaba y, en cuanto a mí, gano lo
bastante para mantenerme y no tener que depender de un marido. Al revés.
-
Entonces,
¿tú no lo despreciaste por pobre ni por enfermo?
-
¿Por
quién me toma? Otra cosa es que, por el tiempo transcurrido y sus rarezas, no
me sintiese tan segura como para tomar estado a toda prisa. De todas maneras,
me sentía comprometida por las promesas que le hice cuando se marchó y por no
abandonarlo, ahora que podía necesitarme. Ya ve, lejos de serle ingrata, estaba
dispuesta a cumplir mi palabra, tan pronto se aclarasen todos los puntos
oscuros y él mismo tuviera claro lo que en el fondo quería.
-
¿Y
sabes algo de quién pudo facilitarle la pistola?
-
Eso
pregúnteselo a Fernando, que yo no abriré la boca. Bastante tirantes están ya
las relaciones, como para darle un motivo más de vengarse.
-
Según
eso, ¿temes que la familia de tu difunto novio pretenda hacerte pagar por su
muerte?
-
No
me cabe duda. Hasta dónde vayan a llegar, no lo sé, pero seguro que algo
traman. Por eso, si usted y su periódico pudieran ayudarme…
-
¿De
qué modo?
-
Quizá
con algún trabajo en Madrid, o en cualquier parte lejos de Sevilla. Hay muchas
cerámicas por España, o casas buenas en que servir.
-
Veré
que pueda hacerse. Mientras tanto, no dudes en avisarme si se meten contigo.
El periodista acompañó su última frase con la entrega de su tarjeta.
Manuela la tomó con escepticismo, mientras replicaba:
-
El
día que se metan conmigo tal vez no me queden fuerzas para avisar a nadie.
***
Carlitos empezaba a tener las ideas como le
gustaba, es decir, confusas, revesadas, contradictorias. A fin de cuentas, si
las cosas estaban claras, ¿qué falta hacía un periodista tan inteligente y
concienzudo como él?
El paso siguiente era hacerse con una versión auténtica y exacta de la
famosa nota de suicidio, de la que no tenía conocimiento sino por su reseña en El Globo. Era evidente que tendría que
encaminarse a la Audiencia, donde figuraría archivada en el sumario instruido
por el suicidio de Ricardo Ferrer, si es que ya se había sobreseído. Resultó
que los autos estaban todavía en manos del Juez de Instrucción y el periodista
tuvo ciertas dificultades para conseguir una copia:
-
Vamos
a ver, Matías –arguyó Carlos al secretario judicial-, ¿cómo te atreves a negar
este pequeño favor a un periódico serio de la tierra, cuando se lo hiciste al Globito de Los Madriles, que nos pasó por las narices la primicia?
-
Oye,
oye, que un servidor es la primera noticia que tiene de que ese diario de
Madrid haya publicado ese texto, y a saber con qué fidelidad y de qué fuentes
se ha valido.
El reportero recogió velas:
-
Bueno,
no nos amontonemos. Se trata simplemente de que me cerciore, para así orientar
mi reportaje. Por supuesto, no haré uso directo del texto, ni desmentiré
formalmente las incorrecciones en que haya podido incurrir la versión de El Globo… Anda, hombre, que mi jefe está
que trina y corro el riesgo de que me despida, si no le presento un trabajo en
condiciones.
Matías aún se hizo de rogar un buen rato. Finalmente, salió del despacho
y regresó a los pocos momentos con el sumario anhelado. Lo hojeó hasta dar con
la página rayada y manuscrita a lápiz, solicitada por Carlos, y dijo
lacónicamente:
-
Un
minuto y sin tomar notas.
Carlitos leyó, repasó y memorizó
el texto en lo fundamental. El resumen ofrecido por El Globo se ajustaba a lo que decía, pero habían cometido un error
grave, al afirmar que el suicida envió
una carta a su novia. En realidad, la misiva se había encontrado entre las
pertenencias del fallecido, cuando se practicó el registro de la habitación
donde se había disparado. Si se arrepintió en el último momento, o si pretendía
que le llegase por vía judicial, es algo que ya nadie podría aclarar.
Con todo cuanto llevo contado a ustedes, del Río hizo una breve
redacción aquella misma noche y, al día siguiente –viernes-, fue a visitar a
don Juan Peris, previo aviso de ello al director Dugi. Le dio cuenta y,
seguidamente, pasó a formularle el ruego de un aplazamiento:
-
Como
comprenderá, don Juan, nada me costaría sacar de esto un reportaje razonable,
pero sería engañar a los lectores y a usted. Estoy seguro de que las claves
solo podemos tenerlas, si seguimos la pista del tal Ferrer hasta Galicia.
-
¿Por
qué Galicia?, inquirió Peris.
-
Supongo
que el barco de repatriados arribaría a La Coruña o a Vigo. Allí pasaría la
cuarentena y seguro que conservan su historia médica.
-
Bien
–concedió el factótum de El Noticiero-.
Te autorizaré el viaje con dietas, por tiempo máximo de una semana…
-
Quince
días.
-
Diez
y ni uno más. Otra cosa, ¿crees que esa Manuela
corre peligro?
-
No
me extrañaría. La familia del finado parece muy rencorosa y la tienen tomada
con ella.
-
Puedo
hacer alguna gestión con la Policía. No creo oportuno llevar a más nuestra
ayuda, hasta que termines tus indagaciones y podamos valorar con exactitud el
papel de unos y otros en este embrollo.
-
Está
bien –concluyó del Río-. Volveré a ponerme en contacto con Manuela: Seguro que
ella sabe si Ricardo desembarcó en Vigo o en La Coruña.
-
Buena
suerte –le deseó Peris- y, en uno u otro caso, no olvides el paraguas.
3. De
sorpresa en sorpresa
El sanatorio-lazareto de Oza
ocupaba un altozano en la bahía coruñesa, donde otrora se levantaba un antiguo
castillo defensivo de la costa. Visto de lejos resultaba ciertamente agradable,
con su moderna estructura[8]
salpicada de balcones y galerías, abierta a una playa pintoresca. Aproximarse,
sin embargo, resultaba un tanto deprimente, pues uno percibía que la blanca
mole hospitalaria colindaba con un gran cementerio y unas sórdidas
edificaciones destinadas a los enfermos altamente contagiosos, que una larga
pasarela[9]
de hierro y madera separaba –más que unía-
a la zona limpia del riesgo de
epidemia.
Nuestro buen Carlitos hizo sus
primeras armas con los enfermeros de la recepción, poco inclinados a darle
información a cambio de las gracias. Unas decenas de duros cambiaron las
tornas. Al punto, aunque bajo cuerda, aparecieron matrículas, registros y
patentes, que aportaron los datos exactos: Ricardo Ferrer Arenales, cabo, de 23
años, natural de Sevilla, había ingresado en el sanatorio el 13 de febrero de 18 99,
procedente del vapor Montevideo,
siendo baja nueve días más tarde a causa de… fuga. El periodista pidió
aclaraciones.
-
¡Huy!,
es bastante corriente –le explicaron-. Unos por no poder resistir la
cuarentena, otros por librarse del resto del servicio militar, lo cierto es que
muchos mozos desertan mientras están en el hospital, donde se les controla
mucho menos que en un cuartel. Hasta tal punto ha llegado la cosa, que las
Autoridades desisten de buscarlos. Si capturan a alguno, suele ser por estar
muy enfermo o no tener a nadie que le eche una mano o lo esconda.
-
Entonces
–el reportero se hizo de nuevas-, habrá riesgo de que contagien a la población…
-
Eso
depende de si están enfermos y del tipo de dolencia que tengan. Ya sabe que por
la cuarentena tiene que pasar todo quisque.
-
¿Y
qué enfermedad tenía ese tal Ferrer, por el que se ha interesado su familia
ante mi diario?, mintió del Río.
-
Ni
idea. Eso tiene que preguntárselo a los médicos, que son quienes custodian los
historiales clínicos.
Así lo intentó en vano el periodista, hasta que tropezó con un tal
doctor Moscoso, que mostró un particular interés, tan pronto escucho el nombre
del prófugo.
-
Ricardo
Ferrer, de Sevilla,… me acuerdo bien. Dice usted que viene de allí y que conoce
a su familia... No habrá dado usted por casualidad con el mozo…
-
En
efecto, pero demasiado tarde para poder satisfacer su interés por el caso.
Y, de manera escueta, le puso al corriente del desastroso fin de
Ricardo. El doctor se sintió profundamente decepcionado desde el punto de vista
médico, hasta conmover a Carlitos,
quien le dio las direcciones de la madre y la novia, por si podían y querían
aclararle cómo fueron sus últimos meses de vida. Moscoso lo agradeció mucho y
se explayó sobre el caso en términos tan prolijos, que resultaron poco
comprensibles para su interlocutor. Resumiré a mi modo sus explicaciones:
Ricardo llegó a España en malas condiciones de salud, pero no tan
deplorables –ni de lejos- como hacía esperar el diagnóstico de malaria y
sífilis avanzada. Lo suyo habría sido encerrarlo
con los contagiosos graves, pero Moscoso sintió que tenía ante sí un caso
clínico sorprendente y digno de estudio académico. En consecuencia, lo aisló en
un cuartucho del ático del hospital principal y puso en la puerta el siguiente
letrero: Enfermo atendido personalmente
por el doctor Moscoso. La mala suerte, o lo desagradecido que era el
paciente, impidió que tan prometedores inicios tuviesen un final a tono con
ellos: Ricardo escapó a los pocos días, aprovechando la tolerancia del Doctor y
llevando consigo unas cuantas dosis de quinina y de mercuriales, amén de
setenta y cuatro pesetas para el camino, procedentes de la chaqueta del galeno,
que estaba colgada en un perchero.
-
¿No
comprende usted la trascendencia de ese posible descubrimiento? ¡Un sifilítico
que, teniendo además malaria, está mejor que si solo sufriese de lúes![10]
-
Sí
que es curioso, sí –repuso dubitativamente Carlos-. A lo mejor es que hubo
algún error de diagnóstico.
-
¿Por
quién me toma?, bramó Moscoso. ¡Una sífilis como un piano! Pero el hecho es que
el sujeto no tenía ni asomo de tabes ni de parálisis, pese a los gomas y
lesiones internas. Vea, vea…
Se levantó como con un resorte
en busca de la historia médica de Ferrer. Carlos se disculpó como pudo:
-
Por
favor, doctor, déjelo. Confío plenamente en su sapiencia. Solo quería
asegurarme de que el mozo tenía sífilis, pues ello explica muchas cosas de su
comportamiento con la novia e, incluso, de la decisión que tomó, supuesto que
es una enfermedad sin cura y que acaba de manera terrible.
-
Así
es –concedió Moscoso, retornando más tranquilo a su sillón-, y no muy propicia
de reconocer ante las mujeres, teniendo en cuenta que se contagia
principalmente por vía sexual, como usted sin duda sabe.
-
Desde
luego. Aún tengo una pregunta más, aunque no de tema médico. Si tan apurado de
dinero estaba, ¿por qué sería que no reclamó en Sevilla las cantidades que le
correspondían como soldado y repatriado?
-
Está claro: Un desertor pierde sus derechos
anteriores y no se atrevería a comparecer ante las Autoridades ni acudir a los
hospitales, para evitar ser descubierto. En resumen, enfermo, sin dinero, sin
atención médica y obligado a esconderse, no me extraña que acabase así. Y,
desde luego, fue lo mejor para su novia.
-
…
A quien, no obstante, con una carta en que prácticamente la culpaba de su
muerte, no ha dejado en muy buen lugar.
-
Probablemente
no era esa su intención, sino la de buscar una disculpa para su suicidio que no
lo pusiera a los pies de los caballos.
-
No
lo dudo, doctor, aunque ya sabe usted lo que dicen: el infierno está empedrado
de buenas intenciones.
***
La información recibida apenas compensó a del Río por los dos días de
tren que le llevó el regreso, con un tercero que se tomó de descanso en Madrid,
aprovechando el trasbordo. Pasó la mayor parte del cuarto en su domicilio
sevillano, poniendo en orden sus notas y haciendo una primera redacción del reportaje,
para el que bien cuadraba la manida frase nada
es lo que parece. ¡Solo faltaba que el sumario concluyese demostrando que
el suicidio no era tal! Y ante él aparecía la ominosa catadura del hermano
Fernando, empuñando una pistola y profiriendo amenazas. Tendría gracia que…
Pero, claro, para llevar más lejos tan atrevidas hipótesis necesitaba saber
mucho más de las circunstancias de la muerte de Ricardo y de la pistola
empleada para producirla.
A media tarde, con las cuartillas a punto, se presentó en la redacción
de El Noticiero, con una leve sonrisa
y aparentando cansancio. Encaminose directamente al despacho de Dugi y, tan
pronto, empujó la puerta y esbozó un saludo, una bofetada de ironía le cruzó la
cara:
-
Desde
luego, hijo, tienes un olfato periodístico que asusta. Fue marcharte de Sevilla
y producirse la gran noticia.
-
¿De
qué noticia me hablas?
-
Pues de la novia del suicida. Ayer la
encontraron flotando en el río. Si te das prisa, a lo mejor la encuentras
todavía de cuerpo presente.
Sin una palabra, Carlitos salió escopetado para casa de
Manuela. El portal estaba tranquilo, sin nada que hiciese imaginar un
velatorio. En vez de subir al piso, entró en la abacería del bajo y preguntó:
-
¿Ha
sido ya el entierro de Manuela?
-
Ayer
tarde, le respondió una clienta.
Saludó y se fue, maldiciendo su suerte. Si no se hubiese demorado en
Madrid, habría podido cubrir la noticia y, seguramente, haber venteado algún
rumor, captado alguna significativa presencia. Quién sabe si, mientras anduvo
de zascandil por Galicia, la muchacha lo anduviera buscando en demanda de aquel
prometido amparo. Ahora tenía un reportaje en el bolsillo y un cadáver en el
camposanto. Se detuvo en mitad del Puente de Tablas y se acodó en la
barandilla, contemplando las aguas perezosas, en las que rielaban los últimos
rayos de la tarde. Se le hizo un nudo en la garganta y prometió, por la memoria
de Manuela, que haría tanto o más esfuerzo para elucidar su muerte que el que
había hecho para aclarar los motivos del suicidio de su novio.
4. Ver,
oír y callar
La Justicia es naturalmente lenta, salvo cuando se trata de dar
carpetazo. Esa verdad que, en su condición de cronista de tribunales, Carlitos conocía tan bien, hubo de
padecerla en sus carnes cuando trató de hacer efectivo su compromiso moral con
Manuela.
Para empezar, el ahogamiento de la joven correspondió al juzgado número
3, con cuyo titular mantenía una relación tirante. El juez lo había declarado persona non grata, de modo que no era
prudente pusiera los pies en sus dependencias ni, menos aún, que osara pedirle
información o hacerle llegar sus inquietudes. Una vez más, acudió al secretario
Matías, para que le sirviese de intermediario con sus colegas del 3. El
solicitado refunfuñó:
-
Ya
sabía yo que lo del suicidio traería cola. Si es que, en cuanto te mezclas con
ciertos ambientes, las cosas se complican. Acabarás por meterte en líos y, de
paso, liarme a mí.
-
Que
no, Matías, que no. El tema del suicidio de Ricardo Ferrer lo doy por cerrado.
Lo que trato es de que se investigue en serio el ahogamiento de su novia, pues
tengo razones para suponer que alguien pueda haberla ayudado a caer al río.
El secretario judicial lo miró fijamente durante unos momentos, captando
la firmeza de su propósito. Finalmente, suspiró y dijo:
-
Está
bien, sabueso. Voy a hacer algo por ti, antes de que organices un pitote.
Hablaré con el médico forense del juzgado 3, como si fuese preciso para nuestro
sumario, y trataré de sonsacarlo acerca de los resultados de la autopsia de la
ahogada. Vuelve por aquí dentro de unos días.
-
Que
no sean muchos, por favor.
-
Anda,
anda, que otras noticias tendrás que seguir. Y, por si acaso, voy a darte un
dato en qué pensar. ¿Sabes que la pistola con que se suicidó Ferrer era de su
hermano Fernando? La tenía en su casa y Ricardo lo aprovechó.
-
Ya
me figuraba yo algo así, pero ¿qué es lo que me tiene que hacer pensar?
-
Por ejemplo, qué pintaba un arma de fuego en
casa de un menestral que, por cierto, trabaja poco y vive muy holgadamente.
El barrio de Santa Cruz no tenía secretos para Carlitos, hijo de un jardinero de los Reales Alcázares. Unas
invitaciones por aquí, unas pesetillas por allá, y en un par de días estaba al
corriente de la vida y milagros de Fernando Ferrer:
-
Es
un tipo duro –le comentaron-. Empezó de peón para el Agua de los Ingleses[11],
pero pronto se empleó al servicio de la patronal y como confidente de la
Policía. Gracias a ello, consiguió las dos mil pesetas que costaba librarse de
ir a pelear a Cuba[12].
Ya sabes lo bien pagado –por arriesgado- que está el plantar cara a los
anarquistas. Últimamente, se rumorea que anda sirviendo de pistolero para los
terratenientes del Aljarafe. Claro está que, si ha cometido algún crimen, la
Policía no va a investigarlo a fondo, ni a entregarlo a la Justicia.
-
¿Sabéis
si ha tenido algo que ver con la muerte de Manuela, la novia de su hermano?
-
Se
la tenía jurada, eso de fijo. Más no podemos asegurarte.
A la segunda vez que fue a preguntar al juzgado, Matías le brindó la
información prometida:
-
Ya
he logrado hablar con el forense. La chica murió ahogada: Las docimasias indican
que había mucha agua en los pulmones. Así que hay que descartar que la mataran
primero y luego la tirasen al río.
-
¿Tenía
heridas o huellas de violencia?
-
Ahí
pinchamos en hueso. Estaba toda magullada, con un fuerte golpe en la cabeza y
arañazos por los brazos. Su ropa presentaba desgarros y tenía algunas manchas
de sangre. Pero, claro, después de tres días en el río, ¿quién puede asegurar
que todo eso no haya sido consecuencia de los embates del agua o de choques
contra las piedras?
-
Hombre,
Matías, el río en esa zona casi no tiene corriente y hay medios para determinar
si los golpes se han recibido en vida o una vez muerto. Si apareciese el nombre
de un sospechoso, tal vez…
-
Deja
de dar vueltas al magín, Carlos: el asunto ya ha sido sobreseído.
-
¿Qué
me dices? ¿Resuelto en quince días? ¡Pero qué chapuza es esta!
-
De
chapuza, nada. Se practicó la autopsia. Se ofrecieron las acciones a la madre
de la difunta, que declinó personarse en la causa. Se ha inscrito la defunción
en el Registro y la Policía ha informado que no hay indicios de criminalidad.
¿Qué más quieres?... Si, ya te veo venir: que se han dado una prisa muy
llamativa, pero investigar y resolver con rapidez no es ningún hecho
reprobable.
-
…
Salvo que haya detrás una mano interesada en hacer de la rapidez,
precipitación.
-
Eso
son suposiciones, que no conducen a ninguna parte.
Carlitos sudaba, tratando de
encontrar una salida:
-
Supongo
–dijo- que el sobreseimiento habrá sido provisional.
-
Así
lo creo –contestó Matías- No estando claras las causas, lo lógico es curarse en
salud.
-
Pues
entonces algo puede hacerse todavía. Para eso soy redactor de un diario serio.
Así dijo, al tiempo que se levantaba, dando por concluida la
conversación. Mientras lo veía alejarse, Matías pensó que a su conocido le
estaba sirviendo de muy poco la experiencia atesorada en una década de
periodismo.
***
Del juzgado, Carlos pasó a la avenida de Alfonso XII, donde El Noticiero tenía su sede. Dugi lo
esperaba como agua de mayo:
-
¿Se
puede saber dónde te metes y cuándo vas a entregar ese dichoso reportaje? Peris
no está conforme con que le demos más largas so pretexto de que va a ser una bomba. El verano se va a echar encima y,
en periodo de vacaciones, ya sabes que nos quedamos casi sin lectores.
-
Tranquilo,
jefe. Me voy para casa a ultimarlo. Desde luego que va a ser una bomba. Solo te
anticiparé un hecho: el tal Fernando ha resultado ser un pistolero confidente
de la Policía y vendido a la patronal. ¡De ahí, la pistola!
-
¡Ay,
Carlitos, que nos vas a poner en un
brete!
-
Este
es un periódico independiente, ¿no?
En efecto, lo era. Así que del Río se retiró a su domicilio y,
utilizando la máquina de escribir –cosa que no acostumbraba, de no ser en
circunstancias muy especiales-, se pasó toda la noche redactando y puliendo
aquél reportaje que, en un principio, iba a titularse Nada es lo que parece. Al final, sería Y volvieron cantando. Profusamente ilustrado, quedaría perfecto.
Con la sensación de haberse quitado un gran peso de encima, Carlos se
presentó en la redacción a las diez de la mañana. El director no había llegado
aún, pero él estaba muerto de sueño; de modo que resolvió dejar los folios
encima de la mesa de Emilio Dugi, acompañados de una tarjeta con el siguiente
texto:
Aquí tienes la bomba. Encárgate de que la ilustren adecuadamente.
Pasaron varios días sin que se adoptara la decisión de publicar el
trabajo de del Río. A sus preguntas, don Emilio contestaba invariablemente:
-
Lo
tiene Peris. No podemos meterle prisa.
-
¿Meterle
prisa? ¿No era él quien la tenía?, repuso un amoscado Carlos.
Al fin, allá por San Juan Bautista, don Juan Peris convocó a del Rio en
su despacho:
-
No
puedo darte la enhorabuena. Es un reportaje muy trabajado, sí, pero un tanto
disperso. Te habíamos pedido un artículo conmovedor y sensible sobre el trágico
fin de un soldado repatriado y te has despachado con un estudio médico y
sociológico sobre la sífilis y el anarquismo sevillano. No era eso lo que
queríamos.
-
Pero
es que eso es la verdad del caso…
Bueno, la verdad hasta donde las Autoridades me han permitido bucear en el
asunto.
-
Ya
te entiendo, aunque todo eso no sean más que conjeturas sobre las que no
podemos lanzar el buen nombre y la fiabilidad de este periódico. Centrémonos en
el aspecto humano del chico que se suicidó. Todavía tu trabajo es muy
aprovechable, si quitamos todo lo referente al hermano y a la muerte de la
novia. Simplemente, habría que…
-
…
Que eludir cuanto he ido descubriendo y que deja en ridículo la versión
edulcorada de El Globo.
-
No,
hombre. No se trata de ocultar la realidad, sino de ofrecer su lado más noble.
Una cosa es pulir los excesos de presentar al tal Ferrer como a un héroe,
trágica víctima del honor y de su orgullo. Hasta ahí, de acuerdo. Pero de eso a
convertir a un pobre soldado enfermo en un sujeto poco recomendable, agobiado
por la sífilis y al margen de la ley, va un abismo. No me parece justo, ni creo
que nos lo perdonasen los lectores.
-
Entonces…
-
Pues
ya sabes, matizando un poco aquí, cortando algo allá y dejando caer ciertas
cosas entre líneas, podríamos lograr que…
-
…
Que la verdad no nos echase a perder un buen reportaje. No, don Juan, no voy a
corregir ni retocar nada. Total, el soldadito ya ha sido olvidado y su novia
lleva el mismo camino. Así que devuélvamelo y en paz.
Peris, entre la condescendencia y el enfado, consintió en ello. No
obstante, agregó con cierta malicia:
-
Lamento
que se pierda tanto trabajo…, por no hablar del dinero que le ha costado al
periódico.
-
Puede
ir descontándomelo mes a mes, si puede.
Don Juan siguió con sus segundas intenciones:
-
¿Es
que piensas dejarnos?
-
No
lo decía por eso, señor. Estaba pensando en la voz de su conciencia.
5. Epílogo
Hasta aquí la historia, tal como me la contó Matías, el secretario
judicial, a quien conocí años más tarde, ya jubilado, a orillas del Pisuerga.
Él entendía que todo había sido cosa de las presiones caciquiles y de las
exigencias económicas de la prensa. Yo añadiría otra razón, de mi cosecha: Es
mejor vincular el suicidio a las debilidades de una mujer, que no a las
flaquezas y miserias de un hombre. Y, si puede presentarse como fruto de un
amor contrariado, mejor que mejor.
[1] Alusión a la poco conocida segunda parte de la
frase hecha Más se perdió en Cuba y
volvieron cantando. Otros la concluyen así: y volvieron silbando.
[2] El Noticiero Sevillano (Diario
independiente de noticias, avisos y denuncias), fundado por Francisco Peris
Mencheta en 1893 y publicado ininterrumpidamente hasta 1933. En el relato se
alude a personajes reales (Juan Peris Mencheta, Emilio Dugi, Carlos del Río),
ligados a este periódico en las fechas a que aquel se contrae (primera mitad de
1899).
[3] El Globo, diario de Madrid (1875-1930),
propiedad del Conde de Romanones entre 1896 y 1902. Este suelto o gacetilla
apareció en el número del 24 de mayo de 18 99. El nombre del suicida ha sido alterado
en el relato.
[4] Hecho
verídico, que prueba aquello de que la realidad es más fértil (y, a las veces,
más disparatada) que la fantasía.
[5] El
posesivo parece aludir a que la autora del relato original vivía en Valladolid
cuando lo escribió (N. del E.).
[6] Triana fue un barrio sevillano de gran
tradición alfarera. El relato se refiere a la fábrica fundada por Antonio Gómez
en 1870 y que, con el tiempo, pasaría a ser la famosa Cerámica Santa Ana. Como más adelante puede leerse, a fines del
siglo XIX era conocida como la fábrica de la Viuda de Gómez, su fundador.
[7] En varios pasajes del cuento se alude a esta
obra de ingeniería, acueducto y pasarela peatonal a la vez, conocida en Sevilla
por el Puente del Agua o de Tablas. Inaugurado en abril de 1898,
permaneció en uso para cruce peatonal de uno de los brazos del Guadalquivir o
de su antiguo cauce hasta 1959, en que fue demolido.
[8] El Sanatorio de Oza se inauguró en 1889, por
lo que llevaba solo diez años en funcionamiento en la época de este relato.
[9] Quienes
la midieron le dan una longitud de doscientos treinta metros.
[10] Nota del Editor.- Si el doctor Moscoso hubiese
tenido tiempo y suerte, podría haber descubierto el método de la piretoterapia, que tan buenos resultados
dio para combatir o paliar los síntomas de la sífilis y de algunas otras
enfermedades que afectan al sistema nervioso, para las que no hubo cura hasta
el descubrimiento de los antibióticos. Como no tuvo esa fortuna, el
descubrimiento (y el premio Nobel de Medicina de 1927) fueron a manos del
médico austriaco, profesor Julius Wagner-Jauregg (1857-1940), muy denostado en
los últimos años por sus veleidades eugenésicas y esterilizadoras y su simpatía
por los nazis.
[11] Nombre
con el que era conocida la sociedad de capital inglés (The Seville Water
Work Company Limited) que explotó entonces el abastecimiento público de
agua a la ciudad de Sevilla entre 1883 y 1947.
[12] En los años finales del siglo XIX, la cuota que había de desembolsarse para
evitar el servicio militar de un recluta era de 1.500 pesetas si había sido
sorteado para la Metrópoli y de 2.000 pesetas, si lo destinaban a Ultramar. Se
calcula para aquella época un salario medio diario del obrero español, entre 3
y 5 pesetas.
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