Una mujer marcada
Por Federico Bello
Landrove
Cuántas veces no hemos oído aquello de que
nada hay más variado y fantástico que la vida real. Este relato es uno de los
mejores ejemplos que conozco de ello. Al mantener los nombres de algunos de los
personajes y aludir al espléndido Nocturno a Rosario,
pocas cosas relevantes quedarán en la sombra, aunque la narradora se empeñe en
trasladar a España lo que, en realidad, sucedió en Méjico. Que los lectores
aztecas se lo perdonen.
1.
Ha muerto un poeta
Aquel inspector de
Policía, todavía joven, acababa de llegar a la ciudad, con la poco favorable
carta de presentación de haberla pifiado como escolta de Sagasta. Al parecer,
estando de servicio para el ilustre político riojano, su compañero de
vigilancia se había ausentado momentáneamente a comprar el periódico, cuando hizo
imprevista aparición la esposa de don Práxedes en el portal de su casa, con la
intención de oír misa en los Jerónimos. Nuestro joven inspector se adelantó
para prevenir al cochero, mientras la señora aguardaba en el zaguán, con tan
mala fortuna que un ratero que pasaba por la calle le arrancó de la mano el
precioso misal y dio con la dama en el suelo. La señorita de compañía alertó a
gritos al agente pero fue en vano: el descuidero había desaparecido como por
encanto. Ni el hurto ni el susto fueron perdonados y los dos agentes –sin
reparar en la responsabilidad de cada uno- fueron destituidos y enviados a despabilarse lejos de Madrid.
Tal vez fuera para
probarlo o quizá por la falta de prejuicios que se supone al forastero. El
hecho es que el comisario lo llamó a su despacho, a propósito del caso que
ocupaba un modesto recuadro en la página dos de El Noticiero, bajo el siguiente titular: Hallado muerto el joven poeta Manuel Vicuña. El jefe de Policía
tendió al inspector un ejemplar del diario, abierto por la susodicha página,
señalándole la noticia. Y, una vez leída:
-
Ya
ve, Céspedes, parece que volvemos a los estragos del Romanticismo –el comisario,
sin duda, abusaba del sarcasmo-.
-
Si,
ya veo. Aunque el periodista no se haya atrevido a afirmarlo, puede leerse
entre líneas que se trata de un suicidio.
-
Desde
luego. El forense ha dictaminado envenenamiento por cianuro potásico. Aunque el
difunto no ha tenido la gentileza de dejarnos una nota de suicidio, nada induce
a pensar que haya habido en ello otra mano que la suya.
-
No
obstante, hay algo raro: eso de no hacerlo en su casa, sino ir a morir a la
Facultad de Medicina.
-
No
hay nada de extraño. El poeta estaba estudiando para médico y lo hacía como
alumno interno, para aprender más y, sobre todo, costearse así parte de sus
gastos.
El comisario
detalló que aquel Manuel Vicuña tenía veintidós años; procedía de familia
pobre, avecindada en un pueblo lejano; todo el predicamento le venía de sus
dotes de poeta, ya conocido y con obra publicada, gracias a lo cual era bien
recibido en los salones más ilustres de la ciudad.
-
En
fin, Casiano, no le entretengo más. Si bien el caso parece claro, quiero que lo
investigue con cierto detenimiento pues el joven, aunque pobre y forastero,
estaba bien relacionado. Es más, alguno de sus amigos ha ido a visitar al señor
Gobernador para pedirle que no se dé carpetazo al asunto.
-
Carpetazo…
¿Es que tienen alguna sospecha de criminalidad?
-
No
llegan a tanto, pero sí que les gustaría cerciorarse de las causas de la acción
y, si es posible, determinar quién haya sido la provocadora moral…
-
…
O el provocador.
-
Al
Gobernador le han insinuado que se trata de una mujer; lo que, por otra parte,
es fácil de deducir por la edad y la afición a la poesía del finado.
Casiano Céspedes
asintió y se levantó, dando por terminada la conversación. Su jefe lo despidió
con este consejo:
-
Tampoco
vaya a dedicarle mucho tiempo a este caso. A fin de cuentas, solo se trata de
un suicidio.
El inspector concedió. Tenía veinte años
menos que su jefe, pero ya empezaba a padecer, también él, los mismos síntomas de
deformación profesional.
2. Un camino demasiado trillado
Ya que ciertos amigos del difunto habían
tenido la impertinencia de ir a molestar al Gobernador –y, de paso, a la
Policía-, juzgó Céspedes oportuno importunarles a ellos a su vez, tomándoles
declaración en comisaría. Convocados todos a la misma y temprana hora, diríase
que el poco acogedor vestíbulo de las dependencias policiales se había
convertido en la antesala de Polimnia. Aunque pequeña y provinciana, la ciudad
era a la sazón un vivero de prometedores poetas, émulos del gran vate romántico
nacido en el mismo solar. Con el tiempo, aquel plantel de jóvenes posrománticos
serían adalides de su generación literaria, aunque ninguno podría compararse a
su empíreo predecesor, el laureado
vate nacional, José Zorrilla.
Uno por uno, interrogados en pie y con
despacio por un funcionario deliberadamente desagradable, los encuestados
fueron perdiendo el interés por la verdad que pudiera subyacer bajo el suicidio
de su amigo. La voz hueca de Céspedes y el rasgueo monótono de la péñola del
escribiente apenas dejaban momento para las respuestas, cada vez más entrecortadas
y lacónicas, de aquellos hacedores de versos. Tan solo el más osado de ellos
acertó a despedirse del policía con una larvada protesta:
-
Yo
bien creí que se nos llamaba para darnos alguna información sobre este triste
suceso.
-
Señor
Altamirano –replicó Céspedes-, la Policía no informa, sino que busca y acopia
la información. Ahora que, si usted lo desea, puede pasarse de nuevo por el Gobierno
Civil dentro de un tiempo y preguntar.
-
Antes
lo haría por el dentista. Con una vez ya he tenido más que suficiente.
Neutralizada así la malévola curiosidad de
los poetas, Casiano repasó sus declaraciones. En todas ellas se fijaba la
atención en una tal Rosario Risco, como la ingrata
a quien juzgaban determinante para la funesta resolución de Manuel Vicuña.
Varios la tachaban de despectiva para con él y alguno, de casquivana. Solo
Ignacio Altamirano había aportado un dato preciso, que obligaría al riguroso
policía a comprobarlo:
-
La
noche anterior a la muerte de Manuel, lo acompañé hasta la puerta de la casa de
la señorita Risco. Yo no entré, ni lo esperé. Tampoco sé a ciencia cierta a lo
que iba, pero sí que portaba unas cuartillas de versos. Me consta porque le
asomaban por la faltriquera. ¡A saber si eran para ella!
Resultaba, pues, inevitable incluir la
versión de Rosario en las pesquisas, pero no de improviso, sino teniendo una
información previa acerca de su vida pasada. Nada mejor para ello que recurrir
a Dimas Cisnal, la antítesis de Casiano, por así decir, en lo relativo a
conocimiento y experiencia de aquella ciudad. El bueno de Dimas, servicial y
eficiente, tenía al cabo de una semana el pormenorizado informe que le había
pedido, y a fe que resultaba llamativo por más de un concepto:
-
No
he podido averiguar mucho –confesó con excesiva humildad- porque la chica ha
venido a esta hace poco, procedente de Madrid, huyendo del recuerdo doloroso y
opresivo de un primo suyo, muerto en un duelo. No sé si recordarás: fue hace
tres años, un tal Espinosa de los Monteros.
-
¡Arrea!
Claro que me acuerdo. Pero, no obstante lo triste de una muerte tan absurda y
en plena juventud, parece excesiva reacción para tratarse de un primo.
-
Es
que, además de deudo, el tal don Juan Espinosa era su prometido. Ella le guardó
luto varios años pero supongo que no estaría dispuesta a meterse en un
convento. Así que, para rehacer su vida, se ha venido para acá, a casa de unos
tíos de buena posición, que se ofrecieron a acogerla en su casa.
-
Si
son familia de Espinosa, no dudo de su cultura y solvencia económica.
-
Desde
luego. Son de los que se hacen querer y dejan correr el dinero. Llevan una
amplia vida social y tienen un acreditado salón poético y musical, donde su
sobrina ha lucido desde que llegó, siendo generalmente admirada por su belleza
y saberes, así como por sus incursiones literarias.
-
Vamos,
como si dijésemos, el ornato de la casa.
-
Si
quieres expresarlo así… Pero no creas que la chica está ociosa. En Madrid se
diplomó en la Escuela Normal Central de Maestras y, ahí donde la ves, a sus
veinticuatro años, es profesora auxiliar en nuestra Normal femenina, donde imparte
clases de Gramática y Lectura.
-
Veinticuatro
años –calculó Céspedes-: un par de ellos más que el difunto Vicuña.
-
En
fin, chico –concluyó Dimas-, es cuanto he averiguado, para que puedas ir bien
prevenido. El resto habrás de hallarlo y valorarlo por ti mismo, que no quiero
meterme en lo de las relaciones de la maestra y el poeta. Solo te aconsejo que
vayas con cuidado. La familia es de las notables de nuestra ciudad y la chica…,
en fin, no creo que merezca pasar por segunda vez un trago tan amargo.
-
Descuida,
iré con tiento; por más que el susto de que se presente en su casa un policía
no se lo va a quitar nadie.
-
O
sí –rebatió Cisnal con sorna-. Te he allanado el camino. La tal Rosario termina
sus clases los jueves a la una. Podrías hacerte el encontradizo con cualquier
pretexto…
-
¡Qué
casualidad, hoy es jueves! Si me apresuro, puedo esperarla aún a la puerta de
la Normal de Maestras. Gracias, Dimas, te debo una.
-
Anda,
anda. Y, por si te sirve de algo, en la plaza de San Miguel, camino de su casa,
sirven unos merengues y unos sorbetes que saben a gloria.
3. Nocturno en diez estrofas
La Normal de Maestras ocupaba parte de
aquel viejo caserón a espaldas de Capitanía, que el vulgo todavía llamaba el
convento de San Diego, advocación que sigue dando nombre a la calle donde un
día se abrió, aún pasadas cuatro décadas de su exclaustración obligada. Por
aquellos días, llevaba veinte años al servicio de la formación de las nuevas
maestras que, en número de unas cincuenta jovencitas, alegraban sus muros
caducos, a los que en otro tiempo el Duque de Lerma tomó bajo su munificente
protección.
No le fue fácil a Casiano identificar a la
juvenil profesora entre sus casi coetáneas alumnas. Hubo de preguntar a un
grupito de estas, que le señalaron una solitaria silueta a punto de perderse de
vista por la calle del León. Avivó nuestro inspector la marcha y, todavía a
unos pasos, la llamó por su nombre alzando la voz. La interpelada se detuvo y
giró la cabeza, sorprendida. Era el momento en que Céspedes tenía que verter todo
el torrente de consideración y prudencia, que poco antes había pergeñado.
-
Doña
Rosario, permítame la intromisión y que me presente. Soy Casiano Céspedes, inspector
de Policía. Me han encargado un caso muy sensible que, a no dudar, usted conoce
y me puede esclarecer.
La joven comprendió y se puso en guardia:
-
¿No
debería esperar a que llegue a mi casa? Es embarazoso tratar de algunas cosas
en plena calle.
-
Tiene
razón, pero he pensado que sería preferible no alarmar a su familia con ciertas
habladurías triviales y un punto malintencionadas.
Rosario juzgó acertado el motivo y
transigió. Acomodó su paso menudo y vivaz a la zancada elástica del policía y
se puso a su disposición. En aquél momento estaban llegando a la dulcería
ponderada por Dimas, lo que Céspedes aprovechó:
-
Agradecido
a su condescendencia, pero convengo con usted en que la calle no es lugar…
Mire, precisamente ahí tenemos un salón muy tranquilo en que, dada la hora,
podríamos reponer fuerzas.
La profesora iba a rehusar, cuando su
acompañante reaccionó a la desesperada:
-
¡Qué
coincidencias tiene la vida! Precisamente yo intervine en otro caso muy triste
de un pariente suyo: la muerte en duelo de don Juan Espinosa.
La señorita Vicuña palideció intensamente
y quedó pasmada. Cuando pudo reaccionar, ya estaban sentados a una mesa, con
una bandeja de merengues ante ellos y sendos vasos de agua azucarada; el de
Rosario, con inconfundible olor a azahar. Oyó que el inspector le decía:
-
Beba,
beba, y reponga fuerzas con estos pastelillos. No hay ninguna prisa.
Comprendió que era inútil resistírsele en
esto, como en otras muchas cosas. Así que, cualquiera que hubiese sido su inicial
designio, decidió sincerarse plenamente. Eso sí, discrepó en un aspecto:
-
Algo
de prisa sí que tengo. Mis tíos me esperan para comer. Así que le ruego que
abreviemos todo lo posible.
***
De forma sencilla, Rosario confirmó lo
apuntado por Altamirano en su declaración: La noche anterior a su
fallecimiento, Manuel Vicuña había llamado a su casa, con la pretensión de ser
recibido por ella, aunque ya estaban a punto de dar las diez. Como es natural,
la criada lo había despedido y, a su parecer, el importuno estaba algo
achispado. Se marchó rezongando algo así como, pues no he de volver más; frase típica de enfado, a la que lo
sucedido después dotó de un significado fatal.
-
¿No
dejó Vicuña algo para usted, antes de retirarse?, inquirió Céspedes.
La maestrita recobró de golpe el rubor de
sus mejillas. Guardó silencio durante unos momentos y, finalmente, concedió:
-
En
efecto, unas cuartillas garabateadas, con unos versos lamentosos de no mala
factura; por lo que colijo que los habría escrito antes de pasarse por la
taberna.
-
O
no –replicó el inspector-. El vino a veces aguza el ingenio… Pero tiene razón
en este caso: Me consta que ya los llevaba cuando se juntó con otro amigo para
pasar la velada.
-
Es
usted un demonio –exclamó Rosario, admirada-. A lo mejor, hasta conoce el texto
del poema.
-
En
lo esencial, no resulta difícil –sonrió el
demonio-. No obstante, será indispensable que me permita consultar el
manuscrito. Solo así podré sacar conclusiones e informar de ello a mis
superiores.
-
¿Resulta
indispensable? Si ya viene habiendo habladurías, como usted sabe, qué no va a
suceder con mi fama si se publica ese monumento a la adoración no merecida ni
deseada, entregado a deshora y poco antes de morir.
-
Haré
una cosa. Me da a leer el poema y yo juzgaré si puede, o no, perjudicarla. Sacaré
las consecuencias para mi investigación y usted decidirá si me deja copiarlo
textualmente, o hacerlo llegar al comisario, que será tanto como publicarlo en
la Plaza. ¿Le parece bien?
La joven suspiró, apenas aliviada. Ante lo
inevitable, preguntó:
-
¿Cómo
y cuándo se lo puedo hacer llegar?
-
¿A
qué hora acaba mañana las clases?
-
A
mediodía.
-
Pues
la espero en esta misma plaza. Usted me entrega lo escrito por Vicuña, yo lo
repaso pausadamente y el próximo lunes, si le parece bien, se lo devuelvo y
hablamos.
Por el momento, parecía estar todo dicho.
Casiano insistió en que, antes de marchar, Rosario hiciera los honores a los
famosos pasteles del Salón Rialto.
Ella engulló de dos bocados un merengue de fresa y se levantó a toda prisa.
¿No
quiere que la acompañe?, dijo el policía. No hubo otra contestación que el
vaivén quejumbroso de la puerta de cristales, impulsada por aquella joven que,
apremiada por lo avanzado de la hora, se iba perdiendo de vista por la calle de
la Misericordia.
***
Casiano tenía en poca estima la poesía
lírica, desde que le había birlado la novia un cantamañanas con chalina, cuyas
mayores habilidades eran la rima consonante y el baile de salón. No obstante,
hubo de admitir que este Nocturno tenía
su aquel. Había repasado varias veces sus cien versos, memorizado las estrofas
más conflictivas y desmenuzado hipérboles y antítesis, analizado apóstrofes y
metáforas. Sus conclusiones tenían, cuando menos, el valor de la convicción:
-
Mi
estimada amiga –comenzó solemne-, no voy a negar que el poema evidencia una
admiración y hasta un amor por usted, que los malpensados relacionarán con el
suicidio, en la medida en que no era correspondido. Pero, para mí, lo
verdaderamente importante es que no hay una sola referencia a que le diese
esperanzas, o se mostrase con él dura o ligera. Eso desmiente a la caterva de
amigos de trova de Vicuña y deja en el lugar que merece su dignidad y
comportamiento para con él. Nadie puede pretender que hubiera de quererlo solo
porque fuese un buen poeta, o se sintiese solo y desgraciado. ¡Hasta ahí
podríamos llegar! ¡Si nos fuésemos a suicidar todos cuantos alguna vez hemos
sido rechazados…!
-
Entonces,
su consejo es…
-
Sin
dudar, que lo haga público. Es lo mejor para limpiar su buen nombre, si me
permite imaginar que lo puedan manchar las habladurías y el qué dirán. Para
empezar, déjeme que manifieste su existencia y contenido al comisario. Pero yo
aún haría más…
-
¿Y
es?
-
Con
el permiso de sus tíos, léalo en público en su salón literario, o haga entrega
de él a alguno de los amigos más influyentes de Vicuña, para que no sigan
propalando obscenidades. Quizás a Altamirano.
-
¡Ni
hablar; a ese envidioso engreído, no! Mejor a Ignacio Ramírez. Es el más
notable de ellos y tiene mejor corazón.
-
Pues
a Ramírez. Y verá cómo vuelven las aguas a su cauce y, al tiempo que rendimos
tributo a la verdad, ponemos a cada cual en su sitio ante la sociedad y ante la
Historia.
***
De la carta que Rosario Risco dirigió a
Casiano Céspedes, tres meses después de la precedente conversación y del
levantamiento del velo del Nocturno a
Rosario:
…
Lejos de servir para limpiar mi buen nombre –como usted piadosamente imaginó-, la publicación del Nocturno, que
todos llaman de Rosario, ha acabado
por convertirme ante el vulgo en la mujer voluble y sin sentimientos, que los
amigos de Vicuña habían imaginado sin motivo y a quienes ahora se les ha dado la
prueba documentada, en forma de un poema
tan apasionado y hermoso –dicen-, que solo pudo brotar de un alma en pena, de
un hombre cordial, llevado hasta los límites del suicidio por una mujer que no
supo, ni comprenderlo, ni estimarlo…
… Mucho me temo, inspector, que usted y yo pasamos por alto algunas
cosas al imaginar las consecuencias de hacer público el poema. Me atribuiré la
responsabilidad de la primera, pues una profesora ilustrada, una amante de la
poesía, no puede desdeñar la mefítica influencia de su belleza y
profundidad de sentimientos en quienes la acogen al pie de la letra,
ingenuamente. Pero hay algo que debería haber presentido quien, como usted,
sirve a la verdad y atesora toda la experiencia de la vida. Me refiero a la
inferioridad con que somos tratadas las mujeres, siempre culpables de las
barbaridades que puedan hacer los hombres al no ser por ellas correspondidos…
… En fin, hace bien pocos años me tocó sufrir lo indecible porque un
hombre a quien amaba olvidó su deber para conmigo y murió en un lance de
varones, de los que llaman de honor. Ha llegado la hora de que
apure las heces del cáliz de la amargura porque he cometido el crimen nefando
de no rendirme al amor de un hombre, olvidando al parecer mis deberes como
mujer…
… Tal vez no le habría importunado con mis cuitas, si no fuera porque un
buen amigo –poeta también él- me ha asegurado tener datos concluyentes de que
Vicuña llevaba una doble
vida, que puede explicar su trágica
decisión, mucho mejor que el amor reflejado en el Nocturno. Bajo ningún
concepto he de revelarle el nombre de mi confidente, pero sí pondré en sus
manos el cabo del hilo que puede llevarle hasta el ovillo, si es que todavía
tiene interés en desvelar el suceso y, de paso, prestarme algún servicio. Pregunte en el Hospital de la Resurrección
por una lavandera, llamada Lupe. Ella le dirá…
4. Desovillando
el caso
Puede que quienes leyeren
estas páginas piensen, como el comisario jefe de Céspedes, que, en llegando
aquí, ya está todo dicho y resuelto. Como dicen en Italia, se non è vero, è ben trovato. Pero Casiano no era así, y más
después de recibir la carta de Rosario. Aunque fuese a título personal y oficioso,
se sentía obligado a seguir el hilo que aquella Ariadna le
mostraba. Y, para no tener que significarse en exceso ante el grupúsculo de
poetas a los que meses atrás había zaherido, logró a regañadientes la
inestimable cooperación de su colega Cisnal. Ambos se repartieron los sucesivos
pasos de la indagación, que había de durar unos meses, con un resultado del que
dejaré constancia en lo que sigue.
***
Para dar con Lupe, la lavandera, bastaba con acudir al último domicilio de
Manuel Vicuña y, en su caso, al Hospital de la Resurrección, al que este se
había acogido como alumno interno. Lo primero resultó baldío, como gráficamente
resumió la inquilina que le había realquilado una ruinosa buhardilla en la calle
del Tinte:
-
¿Lavandera, dice usted? Si no pagaba la renta y
comía malamente, a buenas horas iba a tener quien le lavase la ropa. Por más
que –la verdad sea dicha- últimamente se le veía más aseado y mejor vestido. De
todas sus cosas se hizo almoneda cuando murió y se sacaron cuatro perras.
Estaba claro, por consiguiente, que había
que buscar a Lupe en otra parte. Casiano encaminó sus pesquisas al Hospital. El
administrador le mostró que estaba en lo cierto:
-
En puridad, las lavanderas del Hospital se limitan
a la ropa de cama y las batas del personal médico, pero por unas monedas tienen
ciertos detalles. Nada impide que un interno use de
sus servicios. ¿Cómo dice que se llamaba el alumno?
-
No se lo he dicho –respondió secamente Céspedes-,
ni viene al caso. Basta con que me ponga usted en comunicación con una tal
Lupe, o me diga en dónde puedo encontrarla.
-
Lupe, Lupe... Espere un momento; preguntaré a la
gobernanta.
Media hora más tarde, el
inspector tenía ante si a una chica morena, de rostro simpático, metida en
carnes y, por lo visto, dispuesta a hablar de lo divino y lo humano, gárrula y
atropelladamente. Casiano hizo salir de la pieza al administrador y, una vez a
solas, explicó a Lupe escuetamente el objeto de su visita.
-
¡Huy, Manolito! Menuda pieza, aunque me esté mal el
decirlo, ahora que el pobre... Ha dado Su Señoría con la persona indicada:
nadie le dirá de él más ni mejor que yo. Aunque, no crea, yo, de su muerte, ni
pum. Aquel día libraba o, por mejor decir, andaba sirviendo para el señor
administrador, muy buena persona, no vaya a creer, pero que barre para su casa,
como suele decirse. ¡Pero qué digo! La que barre para su casa soy yo, ¡ja, ja!,
y de balde, que hay que tenerlo contento.
-
Verá, joven –le cortó, aburrido, el policía-, lo
sabemos todo de la muerte del señor Vicuña y no nos importan nada las
interioridades de este Hospital. Lo que quiero es que me haga un resumen de sus
relaciones con el difunto, en especial, sobre aquello que pueda explicar los
motivos de su suicidio.
-
Pues a eso voy –replicó la imparable Lupe-. Nos
conocimos hace un par de años, aquí mismo. Me pidió que le lavase la ropa y,
poco a poco, fuimos intimando. Yo soy muy decente, no se vaya a creer, pero me
encariñé con él y eso que el pobre tenía poco que gustar a primera vista: muy
feo –mire usted-, más pobre que las ratas y bastante faldero, que no fui yo la
primera a quien tiró los tejos en el Hospital; pero, cuando se le conocía, todo
cambiaba: era muy apasionado, muy bueno y muy ilustrado. Hablaba como los
ángeles y te recitaba unos versos que te caías de espaldas.
-
Ya voy viendo, Lupe, que acabaron ustedes...
ennoviados.
-
¡Huy, ennoviados! Y encamados también, si me
permite la expresión. Él quería llevarlo un poco en secreto, pero nuestros
conocidos bien lo sabían. Fuimos amantes durante un año, hasta que llegó una
lagarta muy finolis y me lo quitó. Estaba de Dios que no había de quedarme nada
de él, más que el recuerdo.
La chica rompió en llanto y,
no obstante su histrionismo, Casiano comprendió que había gato encerrado, como
suele decirse. La sonsacó:
-
Pues, ¿que quería que le dejara, si era tan pobre?
-
No me refiero a eso, que no soy nada egoísta. Me
refiero al hijo suyo que perdí, estando de cuatro meses. En el huerto del
Hospital lo enterramos, por San Eleuterio hará dos años.
-
¿No se provocaría el aborto? Mire que eso es un
delito muy gordo.
-
Quia, no señor. El embarazo me vino complicado y
yo, entre que necesitaba el parné y que no quería dar tres cuartos al
pregonero, pues seguí trabajando como una burra y eso es lo que tiene. Puede
preguntar a mi madre, si no me cree.
-
No es necesario. Me conformo con que me de algún
dato más de la lagarta, como
usted la llama. ¿Dónde puedo encontrarla?
-
Vive en la calle de Cantarranas y es estudiante.
Nada más sé de ella.
Céspedes puso con esto fin a
la entrevista. La chica, por otra parte, parecía fatigada de tanta cháchara. El
policía tenía buen corazón:
-
Tome, que los duelos con pan lo son menos, le dijo,
deslizando una peseta en su mano.
-
Gracias, señorito –respondió Lupe-. Y, si tiene
algo para lavar, no tiene más que decírmelo.
5. Entre
vates anda el juego
El paso siguiente lo dio Dimas, a poco de saber
por Casiano cuanto le había referido Lupe.
-
De lo de la lavandera y el hijo frustrado parece
que nadie sabe nada –dijo el primero-. O la chica ha exagerado la relación o,
lo que es más probable, Vicuña se tenía muy callada tan desigual coyunda.
-
¿Entonces?
-
Entonces, mi concienzudo colega, de lo que hablan
en cuanto se les aprieta es de la estudiante de la calle Cantarranas y a fe que
vas a llevarte más de una sorpresa.
-
Pero, ¿lo sabes de buena tinta? Mira que entre los
poetas abundan las envidias y maledicencias.
-
Pierde cuidado. Elegí como confidente a un tal
Carlos Martín, un cubano desterrado en esta por motivos políticos, que no se
atrevería a engañar a la Policía, por la cuenta que le tiene. Además, aunque
aficionado a la poesía, lleva poco tiempo por aquí y no le duelen prendas a la
hora de poner a caldo a los ripiosos consagrados.
Es estudiante de Derecho y bebe los vientos por Rosario Risco.
-
Bien, bien. ¿Qué has sacado en limpio?
-
Presta atención, que la cosa tiene lo suyo. Hace un
par de años, Vicuña coincidió –no me digas cómo- con una pollita llamada Laura,
que ahora anda por los veinte abriles y que, en efecto, vive en Cantarranas. La
chica, romántica y con pretensiones líricas, se convirtió pronto en amante del
tal Manuel, quien se dice que la dejó embarazada y que...
-
¡Abortó!
-
No, hombre, no –sonrió Cisnal-. El niño nació sin
problemas. Estos vinieron luego. La abuela materna se hizo cargo de la criatura
nada más nacer y lo pasaportó con unos parientes lejanos, a fin de que le
buscasen unos padres adoptivos. Se dice que podría estar por Zaragoza.
-
¡Se dice, se dice, se dice! –tronó Céspedes-. ¿Es
que no hay nada de cierto en todo este asunto?
-
Para el carro, compañero, que uno hace lo que
puede. La investigación no es oficial, y hasta puede caérsenos el pelo si el
comisario llega a saber de nuestras pesquisas. De todas formas, tengo datos más
fidedignos. Presta atención.
Abreviaré la exposición de
los descubrimientos de Dimas Cisnal. Para empezar, los estudios de la jovencita,
aludidos por Lupe, habían sido los de magisterio, por lo que llegó a ser alumna
de Rosario. Actualmente, daba lecciones particulares y también las impartía en
el Hospicio de la Concepción, para poder ganarse la vida. En segundo lugar, se
confirmaban las penurias del difunto Vicuña quien, meses antes de morir, había
tenido que huir de la ciudad, para librarse del acoso de los acreedores. Y lo
más gordo era que...
-
¡Qué verdad es que Dios nos paga con la misma
moneda que nosotros usamos! El tal Vicuña, al salir escopetado y tener que
dejar sola a su amada Laura, recién parida o poco menos, tuvo la ocurrencia de confiarla
al cuidado y vigilancia de su mejor amigo, un tal Agustín Toledo, poeta por más
señas y ¿qué dirás que pasó?... ¡Justo!, que el amigo se la pegó con la amante
y, cuando Manuel regresó, se encontró con que lo único firme y fiel que tenía
eran sus acreedores. ¡Menudo chasco! Si no es para morirse...
Ante tamaña revelación, Casiano estaba
exultante:
-
¿Sigue viviendo acá la tal Laura? Podría
entrevistarla y arrancarle una confesión que exonerase a Rosario de su
sambenito de culpable del suicidio.
-
Eso, eso –ironizó Dimas-. Libras de la carga a
Rosario y la echas sobre los hombros de Laura, más joven y menos pudiente que
aquella. No me cabe duda de que la Risco te ha impresionado a modo. Estoy por
recomendarte que conozcas a Laura, a ver si también te encandila.
-
Nunca creí que pudieras ser tan mezquino, protestó
Casiano, ruborizándose hasta las orejas.
-
No, si estaba bromeando. No puedo recomendarte que
te acerques a Laura porque está a punto de casarse con el amigo fiel de Vicuña y marcharse a Sevilla, según parece.
El joven inspector, ya más
calmado, reflexionó en voz alta:
-
Por si sí, o por si no, voy a presentar un informe
de todo esto al comisario. En sus manos dejo el uso que haga de ello y las
consecuencias para las afectadas. Verás, Dimas, que soy honesto e imparcial.
-
Y un poco tonto. Si esperas que nuestro jefe vaya a
reabrir el caso...
***
Como casi siempre, Dimas
tenía razón. Fue en vano el que Céspedes presentase a su superior todo un
extenso informe de los hechos recién descubiertos, con la pretensión de
desmentir la opinión popular y mejorar la fama de Rosario. El comisario echó
una ojeada al expediente y concluyó sin apelación posible:
-
¡Cuánto esfuerzo desperdiciado y sin haberme tenido
al corriente! Me da vueltas la cabeza con tanto poeta y tantas infidelidades;
y, por si fuera poco, abortos e hijos ilegítimos. ¿Acaso pretende que formemos
un escándalo que salpique a algunas de las personas que son la honra y prez de
nuestra ciudad?
-
Desde luego que no, señor, pero esa pobre muchacha
del Nocturno tiene derecho a que se sepa la verdad.
-
Pues susúrresela al oído a todos esos compañeros
del difunto, a ver si los convence de que la verdad debe echar a perder el mito
y la leyenda de un gran poema. El Nocturno es de Rosario y Rosario será
la del Nocturno por los siglos de los siglos.
6.
Veinte
años después
En aquel tiempo, Casiano
Céspedes era un joven policía, soltero y entusiasta de su profesión, quien,
según hemos visto, salió escaldado de su primer caso importante en nuestra
ciudad. Veinte años después, ya comisario jefe y casado con mi tía Ángela, me
contó cuanto dejo escrito, con el inevitable compromiso de esperar a su muerte
para publicarlo. Es que todavía viven la Rosario y la Laura de la historia.
En cambio, los hombres han expirado casi todos, comentó.
-
La naturaleza es sabia –apostillé-. Ya que ellos
suelen vivir mejor, que ellas, por lo menos, vivan más.
Céspedes se arrellanó en su
sillón y prosiguió, como quien hablase consigo mismo:
-
Las vueltas que da la vida. Muchas emociones me
depararon aquellos sucesos pero muchos más hechos notorios han vivido sus
protagonistas a lo largo de sus vidas.
-
Sigue contando, tío. Nada resulta más aleccionador
y fantástico que ciertos fragmentos de la vida real.
-
Ciertamente, querida. Pero prefiero que hagas tú
las indagaciones precisas. A estas alturas, las personas de quienes hablamos
han adquirido una amplia notoriedad en nuestro país y no te resultará difícil
conocer lo básico de sus peripecias. Ya sabes que lo que con el esfuerzo propio
se aprende, tarde o nunca se olvida.
No pude arrancarle ni una
palabra más; así que me puse manos a la obra y esto es, en resumen, lo que he
podido saber de Rosario, Laura y sus hombres, así como del prócer cubano
Carlos Martín, del que traté en mi anterior relato[1].
·
Rosario Risco, por razones no bien conocidas pero
fácilmente deducibles, marchó muy pronto de nuestra ciudad y se instaló en una
propiedad campestre del Sur, donada en vida por sus padres. Hasta allí la
siguió su poeta, Manuel Flores, con el que convivió sin casarse durante
los once años que a este quedaban de vida. Su soledad fue definitiva a partir
de los treinta y seis años de su edad: tan traumatizada e inhábil para el amor
la habían dejado sus desengaños, los que ya conocemos y el que acto seguido les
expondré. Con todo y con eso, me consta que la musa de aquel fecundo cenáculo
literario sigue viva y activa, a sus setenta años cumplidos. Como antes decía,
las mujeres vivimos más.
·
Manuel Flores llegó a ser el gran amor de Rosario,
pero había contraído en su loca juventud un mal venéreo que acabó con él aún
joven, tras el calvario de sufrir una parálisis general y progresiva. Al
saberse portador de tal enfermedad contagiosa, eludió todo contacto sexual con
Rosario, quien lo cuidó abnegadamente hasta su muerte.
·
Carlos Martín, como no podía ser de otra manera, se
sintió –o creyó- perdidamente enamorado de Rosario, a quien dedicó con escasa
fortuna suspiros líricos y pasiones tropicales. Hubo de ausentarse pronto de
nuestra ciudad y luego, de España, no volviéndola a ver. Todos hemos podido
conocer su muerte en acción de guerra en el año noventa y cinco, con una
gallardía patriótica que algunos juzgan cercana al suicidio. ¿Por amor?
·
Laura Méndez maridó al fin con aquél Agustín
Toledo, poeta de pro, a quien el finado Manuel Vicuña se la había confiado como
a su mejor amigo. El matrimonio gozaría de más felicidad que duración. Al
quedar viuda a los treinta y un años, salió de su dolor y su pobreza gracias a
su pluma. Actualmente, continúa ejerciendo la literatura, el periodismo y la
enseñanza con tal acierto y fortaleza que, como ha dicho un necio, su
virilidad y energías femeninas podrían envidiarle muchos hombres. Amén.
·
Finalmente, Agustín Toledo murió a los treinta y
cuatro años, poco después de aquel hijo natural que los abuelos maternos habían
tratado de ocultar, como fruto de una relación vergonzosa. Aquí dejaba a su
esposa, entre el duelo y la melancolía, de los que solo pudo redimirla su
infatigable quehacer literario y educativo.
***
He escrito finalmente,
mas no he de incurrir en un injusto olvido. El protagonista inmaterial y
clamoroso de este relato es el Nocturno a Rosario, como el comisario
jefe de mi tío alcanzó a ver. Cuando Rosario y Laura y yo misma no seamos ya ni
un recuerdo, seguirá incólume, valioso y eterno aquel poema que a un hombre a
punto de matarse inspiró sin saberlo una mujer que no lo amaba. Y que fue
divulgado gracias a un policía prosaico que, por lo que yo sé, nunca se lo
perdonó.
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
y te amo y en mis locos
y ardientes desvaríos,
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.
[1] Se trata del cuento titulado El desterrado fiel, que lleva el ordinal
III de esta serie de historias sobre El
suicidio por amor (Nota del editor).
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