El día de la
cencellada
Por Federico Bello
Landrove
A Carlos Paradela
Milan Kúndera escribió sobre La insoportable levedad del ser[1] y Borges, El jardín de
senderos que se bifurcan[2]. Mi amigo Gabriel Espinosa, no por menos conocido que ellos, menos perspicaz
e introspectivo, me hizo llegar póstumamente este relato, con su experiencia
personal de la elección de caminos en la vida… y de las consecuencias de soñar
con rectificarla.
1. Recorriendo el diagrama
A estas alturas de mi vida, aún no sé si
considerarme un privilegiado. Las decisiones más relevantes que han marcado mi
existencia he podido tomarlas de un modo natural, moderadamente reflexivo, bajo
esa luz interior que irradia la tranquilidad de conciencia. Ni me ha pesado la
mala salud, ni me han constreñido la pobreza o la opulencia. Me crié bajo la
sabia directriz de acatar la autoridad y ser independiente de mis iguales. En
suma, recorro en sentido inverso el ramoso fractal de mis opciones y lo hallo
más parecido a una senda campestre, que no a un confuso laberinto. Claro que,
para opinar así, ayuda mucho conocer las claves y los impulsos, ciencia de
uno mismo, en la que solo yo para mí soy
maestro.
Quienes –como tú- me habéis conocido de
antiguo, recordaréis mi natural equilibrado, y aún escéptico, poco dado a
suscribir compromisos ni aceptar axiomas. Rememoro aún una de nuestras últimas
conversaciones juveniles, en aquella cafetería de la plaza de San Miguel,
cuando jugaste con mi nombre para tildarme de pastelero[3]. Ya entonces habría podido
discrepar de ello por muchos conceptos, pero no todavía en el aspecto que hoy
me lleva a redactar y hacerte llegar estas líneas. Eso fue mucho más tarde, cuando doblaba el cabo de la cuarentena.
Pero aquella tarde de otoño, de camino a casa, no pude menos de matizar:
-
Este
Fede me conoce a medias. Mi falta de compromiso político no creo que sea pasteleo, sino sensatez. Pero tendría
razón si se refiriese a las relaciones sentimentales.
***
Bien mirado, siempre han presidido mi vida
amorosa tres impulsos, solo en parte conscientes. El primero –tan común a los
mortales-, el de mirar con prevención las decididas iniciativas femeninas: una
cosa es que te den facilidades y otra
sufrir las acometidas de alguna que, por sorpresa o con reiteración, te
convierte en objeto de su interés. El segundo consiste en no forzar a que
correspondan a tu cariño, a base de esfuerzo o perseverancia: hay muchas
mujeres y siempre habrá alguna a tu medida, sin tener que someterla a asedio ni
arterías. Y el tercero…
Aquí me siento confundido, pues no hallo
el origen ni la lógica de mi inclinación natural, tantas veces manifestada. Es
el hecho que, cual caballero andante, me atraen las personas que juzgo
maltratadas, en el más amplio sentido de la palabra. Como es natural valoro las
cualidades notables y estimo la consideración social y el don de gentes, pero
me puede el espíritu de contradicción. De vestir sotana, me hubiera ido el
papel de abogado del diablo. Soy escéptico ante la virtud pregonada y, en
cambio, busco en los mal considerados los valores que en lo oculto atesoran.
Hay empeños peores, me dirás. Cierto, pero lo torpe en mí ha sido aplicarlo en
las cosas del querer. Una cosa es buscar la justicia; otra, muy diferente,
buscar pareja.
Recordarás, querido amigo, a Virginia,
aquella vecinita tuya por la que bebía los vientos en los días de nuestra
adolescencia. Ya entonces –y, mucho más, años después- le sobraban a la moza
inteligencia y belleza, como para encandilar a cualquiera. Con todo, lo primero
que de ella me atrajo hubo de ser el desapego con el que la trataban algunos de
nuestra pandilla –encabezados, precisamente, por su hermano Paco-, a lo que
ella respondía con una mezcla de estoicismo y timidez. Bien poco de práctico
hice por ella, en mi condición de Galahad
[4], pero mi natural
contradictorio y caballeresco me permitió descubrir antes que nadie sus dulces
encantos, hallazgo que pronto compartí con vosotros, sufriendo las chanzas de
unos y el escepticismo de los más. También de ti, Fede, cuya opinión mucho
estimaba, y que todavía recuerdo me dijiste: Bah; yo la encuentro demasiado cría: espera un poco a ver...
¡No sabes qué razón tenías!
***
Los datos y los recuerdos se funden en mi
cabeza, al tratar de ordenar los momentos de aquel sonado fracaso. Como
escollos que afloran en un mar convulso que todo intenta anegar, surgen frases,
pasmarotes, chiquilladas y objeciones, que abisman el bajel de nuestros
sentimientos compartidos. ¿Cómo era ella entonces; qué pensaba; cuánto sufría;
hasta dónde estuvo dispuesta a luchar? ¿Y yo? Me contemplo frío, cobarde,
desbordado, malinterpretando casi todo y dando bandazos entre el ímpetu y la
pasividad. Seguramente los excesos críticos de mi conducta pasada denotan que
no estoy siendo justo, vale decir, realista. Concibo el episodio en términos de
víctimas y verdugos, de estupidez frente a abnegación, demasiado novelescos. Un
día, muchos años después, pude hacer a Virginia una improvisada y fragmentaria
relación de mis recuerdos, sin escatimarme reproches. Ella, con aquella elaborada
expresión suya, escueta y amable a la vez, replicó:
-
¡Y
yo que siempre me consideré responsable de la ruptura, por mi exagerado
concepto de la libertad! En fin, de cualquier modo no tiene sentido que nos
hagamos mala sangre.
Pues lo siento, pero yo sí. Muy en
especial, aquella enésima cabalgada hacia ninguna parte, que supuso mi corto
romance con Charo. No sé si recordarás a Charo: una mocita insignificante por
todos los conceptos, a quien yo tomé de la mano e invité con éxito a subir a la
grupa de mi caballo. ¿Razón? En resumen, el haber sido despreciada por nuestro
común amigo Alex. Poco nos duró el viaje: lo suficiente para perder ante
Virginia, y ante mí mismo, el concepto de seriedad y firmeza de sentimientos,
que hasta entonces había tenido. Desde la ignorancia de mis absurdos motivos,
tú mismo te percataste y me lo echaste en cara, con sorna:
-
Tómatelo
con calma, tío, que lo tuyo no es ser
un ligón.
2. La dama de blanco
De aquello, pasaron unos meses, que fueron
suficientes para apartar de mí la afición por la andante caballería, aunque
siempre mantendría la inclinación a llevar la contraria al vulgo en el juicio
sobre la gente; a procurar volver a las personas del revés para juzgarlas por
su fondo, no por las apariencias. No es esta una mala cualidad para tratar con
seres tan complicados, como la mayoría de las mujeres. El problema es que me
haya faltado perspicacia, agudeza de percepción. Con todo, no me ha ido tan mal.
Decía que habían llegado las vacaciones de
Navidad. La niebla, habitual en nuestra ciudad, se había helado en toda su
abundosa humedad, cubriendo suelo y árboles, fuentes y tejados, del tópico
manto o sudario, que yo siempre consideré más bello y prometedor, que no triste
o mortal. En particular, las ramas desnudas o cubiertas de acículas hacían de
improvisados candeleros para los cristales de hielo que, de trecho en trecho,
reverberaban la espectral luz del sol. Todo era blanco y gris, reino de la
difuminación y del crujido, en aquel parque solitario e inmenso, en que los
troncos cenicientos evocaban a los espectros.
En esto, la vi. Abrigada con una trenca
marfileña, cuya capucha jugaba al claroscuro con su cabello. Iba acompañada de
sus padres, lo que paralizó mi inexorable inclinación a la huida. Saludos,
parabienes por su ingreso universitario, comentarios acerca del helor y sus
bellezas. Su madre insinuó:
-
Bueno,
nos vamos, que hemos quedado con unos amigos. Tal vez, a vosotros os apetezca
charlar un rato.
Allí quedamos solos, una frente a otro -como
cuando nos declaramos-, silentes, con un juego de miradas y sonrisas, en aquel
paraíso gélido, blando, apagado. De pronto, ella empezó a caminar lentamente
por el paseo, en sentido contrario al de sus padres. Vencí la inercia, la
alcancé sin esfuerzo y –como nunca antes- la cogí de la mano y empecé a hablar,
de aquella manera pausada y evasiva, en mí tan normal:
-
Así
que ya vas a la Universidad. ¿Y qué tal te pintan las cosas? Yo estoy bastante
decepcionado de mi experiencia.
Dicen que un gesto vale más que mil
palabras. Pero Virginia esperaba –ahora lo comprendo- más que un ademán: la voz
tierna, explicativa, contrita de quien, tras un largo viaje, regresaba a su
puerto de manera tan brusca, alevosa casi. El hecho es que se nos acabó el
sendero, la calidez, el hechizo, y ella perdiose entre la gente de la Plaza,
gallarda y hermosa, como no la he vuelto a ver jamás.
***
Parece que, desde el otro mundo, te estoy
oyendo, amigo del alma: Siempre, a
destiempo y, casi siempre, demasiado poco. Lo sé. ¡Qué lástima no haberte
sentido muy cerca entonces! Lo que es ahora…
3. Los caminos que se confunden
Recibí el texto precedente de manos de la
cuidadora de Gabriel en la residencia de ancianos donde falleció. Me hizo
saber:
-
Tenía
razón el bueno de Gaby cuando me dijo que no echase al correo su sobre, que
usted sería de los pocos que vendrían a su entierro.
-
Pues
me enteré de puro milagro. Desde que me jubilé el año pasado, me tuesto en
Benidorm casi todo el tiempo. Menos mal que mis hijos vieron la esquela y me
avisaron.
Le aprecié ganas de hablar y yo tenía
tiempo de sobra. Así que pregunté por los últimos tiempos de mi viejo amigo.
-
Llevaba
ya ingresado aquí cuatro años, pues su esposa se separó de él cuando empezó a
perder la cabeza; y no la culpo a la pobre señora.
-
Mujer,
no me parece bien tamaña insensibilidad. Pero, en fin, ¿tan demente estaba?
-
¡Huy,
no señor! Solo en un aspecto pero, precisamente, el más doloroso para ella.
-
Explíquese,
por favor.
La cuidadora, en lo que permitía el ser la
española lengua aprendida, expuso el delirio de modo muy preciso. El bueno de
Gabriel debió de pensar tanto en Virginia y su pérdida que, a la vejez, dio en
imaginar cómo sería la vida junto a ella, de haber logrado convencerla de que
era la mujer de su vida. De la imaginación sin palabras, pasó a los soliloquios
dialogados y, poco a poco, a fundir
la existencia real y la imaginaria, viviendo –como quien dice- con dos mujeres.
La real acabó por explotar y darlo de
lado. En consecuencia, el buen anciano encontró vía libre para hacer de la
residencia su campo del pasado, sin tener que compartir vida y corazón con otra
que su Virginia querida.
-
Seguro
que se lo explica muy bien en esas hojas. Siempre estaba tras de lo mismo: Fede
entenderá; Fede sabe lo que me pasa…
Si me hubiese dejado aconsejar por él…
-
Me
parece que también se hizo de mí un avatar a la medida de sus recuerdos. Ya
sabe usted el dicho: consejos vendo y
para mí no tengo.
La rumana no entendió el refrán. Así que,
como dirían mis nietos, siguió a su bola:
-
¿No
sabe cómo murió su amigo?
-
Algo
he oído de que lo atropelló un coche.
-
Así
es. Últimamente le dio por imaginar que poníamos dificultades a doña Virginia para entrar en la
residencia. Tenéis miedo de que la lleve
al huerto, y no os falta razón, decía el muy pícaro. Así que, según él,
tenía que citarse con su amada en el paseo arbolado frente a este edificio, al
otro lado de la calle. No sé cómo se las arreglaba, que en ocasiones logró
burlar la vigilancia del conserje y salir, cuando se abría la puerta para que
marcharan las visitas o entrase algún vehículo. En fin, que un día cruzó a lo
loco y lo atropelló un coche. No fue inmediato, pero quedó tan escacharrado,
que murió a las dos semanas.
La tal Mihaela calló por unos momentos y
me miró de hito en hito, como si vacilara en revelarme lo que le rondaba por el
magín. Finalmente:
-
Es
curioso, la conductora se llamaba Virginia. Claro que era mucho más joven de lo
que habría sido la fantasma.
-
Virginia,
¿qué más?
-
Ni
idea. En Administración lo sabrán.
Lo sabían: Virginia Terrón Lafuente. El
bueno de Gaby había fallecido a manos
de quien pudo haber sido su hija.
¿Me permiten una broma de dudoso gusto?
Estoy deseando poder comunicarle la noticia.
[1] La obra más famosa del literato checo Milan
Kúndera (1929) lleva ese título en su más usual traducción al español (también
es conocida como La insostenible ligereza
del ser). La primera edición data de 1984.
[2] Aludo al cuento (1941), no al libro del mismo
nombre (1948), del autor epónimo de este blog,
Jorge Luis Borges (1899-1986).
[3] Gabriel (de) Espinosa, el pastelero de Madrigal (¿-1595), famoso
impostor y conocidísimo personaje literario, en particular, del drama Traidor, inconfeso y mártir (1849), de
José Zorrilla (1817-1893).
[4] Uno de los caballeros de
la Tabla Redonda, famoso por su pureza, que le permitió alcanzar el Santo
Grial. Como verán los lectores, mi amigo, sir
Galahad Espinosa, no tuvo tanta suerte como el caballero legendario.
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