La
última morada
Por Federico Bello
Landrove
Un cementerio con mala suerte en un pueblo
de los llamados de
mala muerte. Suena a algo macabro y no
parece que el tema pueda dar mucho de sí. No obstante, verán que, con un poco
–o mucho- de conocimiento de causa, humor y sensibilidad, puede salir un cuento
medianamente pasable. O eso creo.
I
-
Válgame
Dios, señor cura, qué gente más envidiosa. Al paso que vamos, todo lo holgados
que estamos en este pueblo los vivos van a estar de apretados los difuntos.
-
Quita
allá, hija, que la Santa Madre
Iglesia tiene sitio para todos, bien colocaditos, unos junto a otros, bajo
tierra y a la sombra de la cruz, signo de redención. Pero esos cementerios
modernos son a los de antes, lo que las ristras de adosados a las viejas casas
de campo: colmenas de tumbas, cuanto más pequeñas e impersonales, mejor.
Tía Dorotea no comprendió del todo lo que
significaba la impersonalidad, pero se hizo cuenta de que don Jesús aludía a lo
mismo que cuando habló en una homilía de los cuerpos convertidos en humo de
chimenea. El caso es que ella no se refería a eso, ni se le daba un ardite de
las colmenas y las casas de campo. Lo que la traía a mal traer era la perra que
había cogido el Isaías con lo de la distancia de la tapia del camposanto a la
pared de su casa y con que las aguas del regato podían contaminarse con el zumo
de los muertos. Eso, y la chufla de los del pueblo de Genciana, de que no había
sitio más sano en España que Casillas, dado que el cementerio llevaba
construido diez años y todavía no se había enterrado en él a nadie.
Seguro que la cosa merece una explicación,
para que ustedes la entiendan. Es el caso que el viejo camposanto de Casillas,
situado junto a la iglesia en medio del pueblo, se había quedado pequeño,
dijera don Jesús lo que dijere. A regañadientes, el párroco anterior había
tenido que transigir con los nichos murales, y las familias casillanas habían
de compartir fosa con sus convecinos, por mal que se hubieran llevado en vida.
En un inexorable ejercicio de une, dole,
tele, catole, los nuevos inquilinos se distribuían por las sepulturas
existentes, repartiendo los turnos la mano de la Muerte. Aún con ese comunismo post mortem, llegó un momento en que el
corral de la Parca
no fue capaz para nuevas admisiones. Hubo de intervenir el Ayuntamiento, que
erigió otra instalación mortuoria con todos los adelantos, incluidas las
previsiones de incineración. Se pintó la valla perimetral de un verde esperanza
y un herrero de Robledo forjó una hermosa puerta monumental, con el año 1996 en
la cartela. Pero el Ayuntamiento propone y el Isaías dispone. ¡Qué le vamos a
hacer!
Isaías Rincón, el del Ventorro, era uno de
tantos labriegos acomodados, que miman su tierra hasta extremos de humanizarla:
en eso todos estaban de acuerdo y la mayoría compartía ese sentimiento. Más
discutible era el uso que hacía de la ley, apoyado en una firme voluntad de
pleitear hasta conseguir sus propósitos o aburrir a los antagonistas. Y así, ya
por legalismo a ultranza, ya por evitar un supuesto desvalor de sus
propiedades, denunció al municipio por no respetar la distancia entre la
esquina más cercana de la pared del cementerio y la más lejana de su casa.
Vinieron los agrimensores oficiales y confirmaron la medida del quejoso: el
camposanto habría de desplazarse catorce metros hacia el oeste. Como quiera que
trasladar un inmueble no es cosa fácil, salvo en los cuentos orientales, los
ediles aceptaron el tirón de orejas y resolvieron recortar el recinto por el
viento oriental. Todo fuera por evitar litigios y no aplazar más aún la puesta
en uso del enterramiento.
Todavía tuvo que volver la burra al trigo,
o séase, el Isaías a ponerle la proa al camposanto. Esta vez, adujo que el
regato de Mataburras captaba las escorrentías de la zona destinada a sepulturas
y, claro, no era cosa de que el agua llevase fósforo y calcio de humana
procedencia. ¡Vuelta otra vez a denuncias y recursos! En este caso, la decisión
administrativa fue salomónica: adelante con el cementerio, pero sin sepulcros en
tierra. ¡Todos contra la pared! Unos, enteritos, en sus cajas; otros, en nichos
justos para urnas cinerarias. Isaías hubo de ceder aunque, por si acaso, la
apertura oficial del camposanto se demoró hasta expirar el plazo en el que el
pugnaz labrador podía acudir a los tribunales.
El día de la inauguración amaneció
radiante –como correspondía al evento-. Presidían el alcalde y el diputado
provincial de la zona, con una bambolla directamente proporcional al tiempo que
el acto se había hecho esperar. Para no faltar a la costumbre, hubo ciertas
dificultades con el párroco, que se negó a bendecir unas instalaciones que no
presidía la cruz sobre la puerta y que no daban opción alguna a los
tradicionales partidarios de la inhumación. El primer edil hizo uso de su
exquisito tacto, para convencer al sacerdote:
-
No
sea usted así, don Jesús. Recuerde que lo de prohibir las tumbas bajo tierra ha
sido cosa de Sanidad, provocada por ese mulo
del Ventorro. Además, después de bendecir las instalaciones, vamos a comer
al Hotel Colón de Piedrabuena.
-
Que
conste que lo hago por no desairarte, replicó muy serio el párroco, con un ojo
puesto en la opinión del obispo y otro, en un arroz con bogavante que se salía
del mundo.
Así pues, hubo bendición, discurso del
diputado y recorrido por las instalaciones, todo con austera brevedad. Aún tuvo
tiempo el padre de soltar una pulla,
ante la chimenea troncopiramidal de ladrillo, destinada a lo que todos
suponemos:
-
Impresionante.
Como en las películas de Auschwitz.
A partir de aquella misma noche, el Isaías
tuvo que dormir con la luz encendida. Al fin se descubrió el pastel. Nada de
escrúpulos legales, de sanidad, ni de
pérdida de valor de las tierras: lisa y llanamente, tenía un miedo a los
muertos, que se iba por la pata abajo,
si se levantaba de noche a oscuras. Su madre, mucho más entera, predicaba en el
desierto:
-
Pero
vamos a ver, cacho bobo, ¿a qué van a venir a visitarte los difuntos por la
noche, como si no tuvieran cosa mejor que hacer?
-
Que
sí, madre, que sí. ¿No ve que los tuvimos diez años sin dejar enterrar y, por
mi culpa, tendrán que descansar malamente en estanterías, como las legumbres?
II
Si el Isaías iba de arrogante por la vida,
Vicentín, apodado Asfixia, pecaba de
lo contrario, entre otras cosas porque toda su ya larga existencia se la había
pasado trabajando de sol a sol, y aún más allá, sin salir de pobre. Tenía una
mano excelente con el ganado, desde los lejanos tiempos juveniles de pastor, y
no había parto difícil ni modorra a
que no lo llamaran, para ver qué podía hacerse. Con esas y otras muchas tareas,
poco y mal retribuidas, se había ganado el apodo y el dinero preciso para sacar
adelante a dos hijos y la compra del terrenito en que se hizo la casa –caseto la llamaba su suegra, despectivamente-,
con corral y huerta anejos. Todo -ya es casualidad-, justo enfrente del
cementerio recién inaugurado, solo que al otro lado de la carretera.
Ni a Vicentín, ni a su mujer, Elvira, les
había importado nada la próxima vecindad de los difuntos. Antes al contrario,
con profunda emoción, habían visto crecer, expandirse y aletargarse el
cementerio, al hilo de las faenas del
Isaías. Vicentín no podía entenderlo, como casi nadie:
-
Con
la de sinvergüenzas vivos que andan por ahí sueltos, ¿quién se preocuparía de
los muertos.
Así decía y miraba con tristeza a su
mujer, como lamentando aquel inútil dispendio. Cuando venía de la sierra el
hostigo y rompía contra la pared verde esperanza y la puerta de forja, se
revolvía en la cama, levantábase en gayumbos y miraba por el ventanuco
frontero, meneando la cabeza y repitiendo: este
Isaías, este Isaías. Y así, diez largos años, en que vieron acercarse la
vejez, los hijos marcharon a trabajar a las
Quimbambas y a la Elvira
le dio por ir de casa en casa, cuidando a los pocos vecinos que no marchaban a
Madrid, o a la residencia de Piedrabuena. La mujer era trabajadora, cariñosa y
cobraba poco. En un lustro sacó más en limpio que su marido en toda la vida. La
cartilla engordaba y su esposo le guiñaba el ojo:
-
¿En
qué va a gastar el dinero mi ricachona?
-
Lo
primero, echar una mano a Elvirita, mientras su marido siga en el paro. Y lo
que sobre, para lo que yo me sé, que va siendo hora de ir pensando en ello.
Vicentín lo achacaba a la cercanía del
cementerio nuevo y a la ilusión por estrenarlo. Vamos, no ellos –que todavía
eran más jóvenes que la mayoría del pueblo-, pero sí para cumplir la voluntad
de Elvira, que él también compartía, aunque la embromara. Acudieron a la
inauguración con sus mejores ropas y se extasiaron con la blanca simetría de
los nichos, todavía cerrados con chapas sujetas al muro con silicona. Se
hicieron los remolones cuando acabó el acto y abordaron al alguacil:
-
Severo,
somos los vecinos más cercanos al camposanto. Si quieres dejarnos una llave,
podemos vigilarlo y abrirlo cuando sea menester, sin que tengas que venir tú desde
Robledo.
-
Hace.
No tardará en acercarse por aquí gente, para ver de comprar las sepulturas.
No hubo día que el recinto no recibiese la
visita del matrimonio. Con ojos escrutadores, tomaban nota de todos los
detalles para escoger el nicho que los acogiera hasta el fin de los tiempos.
Bueno, tanto, tanto, no, porque la compra era por 99 años; algo que preocupaba
seriamente a Vicentín, que no entendía bien ni mal eso de ser propietario sujeto
a plazo y desahucio. Severo le dio la solución:
-
Puedes
hacer un “fideocomisario”[1];
vamos, poner el dinero en manos de un banco, o una persona de confianza para
que, llegado el día de la renovación de la compra, pague y prorrogue tu
derecho. Claro que, con tanto tiempo por delante…
Con la que estaba cayendo, Vicentín no
veía que la Caja
de ahorros mereciese ninguna confianza. Elvira dio con la solución:
-
Dejamos
el dinero por testamento y que se encarguen nuestros biznietos.
Su marido, sonrió de oreja a oreja,
aliviado. Había que dar el paso siguiente:
-
Vamos
a escoger el mejor nicho, antes de que se nos adelante nadie.
La selección no fue difícil, ya que eran
una pareja muy bien avenida. Lo primero, un muro bien orientado, es decir, con
vistas a Genciana, ya que de la parte de la sierra era de donde venían los
temporales y las tormentas. Ya se sabe lo mala que es la humedad para la
piedra, que luego no hay quien limpie las escurriduras. De las cuatro filas de
nichos, mejor la segunda, empezando por arriba, que a las más altas se llega
mal y las bajas hay que agacharse y se ensucian cantidad. ¿Del rincón o de la
esquina?, porque del medio, ni hablar: poco aparentes y con vecinos por ambos
lados. Elvira impuso su criterio, con un argumento irrebatible:
-
Hijo,
el rincón está siempre sombrío y seguro que se llena de telas de araña. Mejor
la esquina, soleada y con acceso más fácil.
Dijo acceso
con tal convicción y lujo de guturalidad, que Vicentín no pudo sino acceder.
Los pasos siguientes fueron un poco
peliagudos. Elvira tomaba al pie de la letra lo de la resurrección de la carne
y no le cuadraba con la cremación. De hecho, cada vez que pasaba junto a la
chimenea y caía su sombra sobre ella, sentía un escalofrío. Con todo, Vicentín
se llevó en esto el gato al agua:
-
Es
la única manera de estar juntos en el mismo nicho, para siempre… y nos
ahorramos quinientos euros y las cajas.
No se hable más. La pareja se constituyó
al lunes siguiente en el ayuntamiento. La secretaria los escuchó, divertida,
acerca de la elección del nicho y sus motivos. Marcó con una cruz el lugar correspondiente del
columbario y les entregó la libranza para que la hiciesen efectiva, en el plazo de diez días hábiles, en la
cuenta del Ayuntamiento en la
Caja de Ahorros de… Orgulloso, Vicentín concluyó:
-
No
necesitamos plazo. Vamos a pagar ahora mismo.
Y salió de la oficina más ufano que un
brigadier. Elvira comprendió que no era tanto por pagar al contado, como
porque, por única vez en su vida, habían podido ser los primeros en algo; en
algo muy –pero que muy- importante.
III
Había llegado meses antes a Robledo, con
un hijito de dos años. A Severo le habían hecho tilín sus ojos color
aguamarina, aunque él dijese que la ayudaba porque le daba pena de que hubiese
tenido que venir sola desde tan lejos y con una criatura, además. La ayudó con
los papeles del empadronamiento y, tan pronto empezó a trabajar de asistenta,
le procuró la cartilla del seguro. La verdad es que a la mujer, aunque parecía
tener cierta cultura -¡hasta sabía francés!-, no se le daban mal el cepillo y
la fregona. Ella hablaba poco, con la excusa del idioma, pero se daba por
cierto que venía del Este y que, por
el motivo que fuera, no aguardaba la llegada del marido –para el caso de que
realmente lo tuviese-.
Un día de mercado, Severo presentó a
Elvira a la del Este, con el ruego de
que la avisara si en Casillas o en Genciana sabía de alguna casa que precisara
de servicio. A la interpelada no le hizo maldita la gracia, pues ella tenía aún
algunas horas libres y –ya se sabía- las extranjeras cobraban poco y no eran de
fiar. En esto que dio la una y la forastera se despidió a toda prisa.
-
Es
que le sale de la guardería a esta hora un niño que tiene, explicó Severo.
Elvira se ablandó y le prometió sinceramente llamarla, si sabía de algo.
Precisamente, ese algo salió en casa del Isaías, cuya madre cada vez estaba más
impedida de la artrosis. A Elvira no le
agradaba aquel tipo, por los motivos que sabemos, ni tampoco la madre, tacaña y
exigente. Decidió pasarle a la extranjera
el regalito: Si tan necesitada estaba, no debería andarse con remilgos. Lo malo
es que en Casillas no había guardería, ni escuela, ni nada por el estilo, desde
hacía veinte años. La ilustre fregona torció el gesto:
-
Parece
una buena casa, pero no sé qué voy a hacer con mi niño.
-
¿No
puede quedarse jugando afuera, mientras limpias?
-
La
señora dice que me pasaría el tiempo cuidándolo, en vez de trabajar. Además, me
da miedo del río.
Elvira se echó a reír: nunca había oído
llamar río al arroyo Mataburras. De
todas formas, cuando se le hinchaban las narices, era en verdad peligroso.
Además, el Isaías –tan mirado con las distancias y la pureza de las aguas-
había metido en su propiedad toda la orilla limítrofe, sin respetar la
servidumbre de ribera. ¡Qué contradictorios son los hombres!
Mientras conversaban, el niño correteaba
tras Tunante, el perro de Vicentín.
De tan rubio y transparente, a Elvira le recordaba a los querubines del retablo
de la Asunción. Pensó :
sí, sí, transparente; lo que tiene es que come menos que una hormiga. Le dio
lástima. En su calenturiento imaginario, el querubín de los pies de María
empezaba a tener los rasgos de su nieto Fernando. Se lanzó:
-
Mira,
empieza a trabajar y que el niño se quede aquí por la mañana con Vicente. Si
las cosas te pintan bien, pues lo dejas a comer, más adelante, en la guardería
de Robledo y lo recoges por la tarde.
Cuando se lo comentó a Vicente como una
posibilidad, este la tachó de loca. Elvira, no obstante, lo dio por hecho:
-
Solo
un par de semanas, hasta que le paguen el primer sueldo.
-
Estás
tú buena –rezongó el marido-. Tal y como son esos, la pagarán por meses y lo más vencidos que puedan.
-
No
te dará trabajo, aseveró Elvira. Le das el desayuno, te lo llevas a la huerta y
en paz.
-
¡Toma,
el desayuno! ¿Y por qué no, también, el almuerzo?
La discusión no dio para más. En tres
días, Dani era uno más de la familia y, en una semana, el centro de ella. Su
madre, entre tanto, aguantaba lo indecible a los del Ventorro, con la
tranquilidad de que el niño estaba feliz y bien cuidado, hasta que iba a
recogerlo. Se lo entregaban con la comida ya hecha, que Liberata insistía en
pagar, pese al indignado rechazo de Vicente.
Lo intentó con Elvira:
-
Anda,
anda, ¿qué vas a pagar? Nos haremos la idea de que tenemos un nieto en casa. Lo
que me apena es que no veo que engorde. Claro que lo importante es que esté
sano.
Liberata se echó a llorar. Elvira trató de
calmarla y de sacar algo en claro. Al parecer, el niño padecía una enfermedad
muy grave de la sangre. Tratarla había sido el motivo de que uno y otra
hubiesen venido a España, aunque tampoco aquí les habían dado muchas
esperanzas. Estaba en lista de espera para un trasplante de no sé qué. Elvira insistió:
-
¿Pero
cómo de grave?
Liberata bajó los ojos, por toda
contestación.
Tres semanas después, la espera concluyó y
Dani marchó a Madrid, para ese trasplante mágico de la médula de su madre.
Vicente y Elvira se ofrecieron para lo que fuera; los quemaba no acompañarlos
pero, al parecer, las prescripciones médicas en contra eran tajantes. Por
teléfono, les llegaban en principio buenas noticias; más tarde, se produjo el
rechazo; luego…
Liberata llegó con la urna y el propósito
de llevarse las cenizas a Rumania, con ella. Elvira la notó tan desencajada,
que trató de disuadirla:
-
Claro,
mujer, es muy lógico, como madre; pero ahora no estás en condiciones y seguro
que te ponen dificultades en la frontera. Deja por un tiempo al niño con
nosotros y, cuando estés restablecida, nos lo reclamas.
Vicente era algo corto, pero no dejó de
notar que su mujer estaba hablando de unas cenizas como si fuesen un niño vivo y, de paso, disponiendo de una de
las dos plazas para su espera del Juicio Final. Calló y aguardó.
Sepultaron los restos y despidieron al
siguiente día a Liberata, en la seguridad de que sería hasta pronto. Al menos,
por insistencia y buena voluntad, no había de quedar. Por la noche, al acostarse,
Vicentín sugirió:
-
Digo
que, aunque sea por poco tiempo, no es justo que el niño esté sin lápida, como
si no lo conociese nadie. Mañana hablaré con Severo.
Elvira, medio dormida, gruñó una ambigua
contestación. Su marido volvió a la carga:
-
Y
digo yo que, mientras Dani esté en el nicho, no conviene que nos muramos los
dos, porque tendríamos que estar separados.
Esta vez, había ido demasiado lejos. Su
mujer replicó con sorna:
-
Yo no tengo ninguna prisa; de modo que puedo esperar lo
que sea menester.
[1] Seguro que Severo quiso decir fideicomiso, institución jurídica que,
en este caso, supone que un difunto imponga por testamento a sus herederos el
destino de una parte de la herencia.
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