De amor y poesía (II). Madurez de Rosalía de Castro
Por Federico Bello Landrove
La vida y, sobre
todo, la leyenda de la escritora, Rosalía de Castro (1837-1885), me animan a
fantasear, sobre un sustrato veraz, acerca de momentos cruciales en que su
biografía y su obra poética se relacionan íntima e inextricablemente.
Desarrollo el tema en dos relatos: uno, titulado Juventud, ambientado entre 1854 y 1858; y el segundo, Madurez,
en 1869-70. En ocasiones, las notas a pie de página me permitirán aclarar lo
que sea verdad y lo que constituya fantasía en cada uno de los relatos.
1.
Un archivo en el desierto[1]
Ya había estado
en el despacho del Rector a finales del mes de octubre anterior cuando, pasado el
sofocón de la Gloriosa[2], había podido tomar
posesión, por fin, de la cátedra de Historia Moderna y Contemporánea de España
en la Universidad de Valladolid. Don Atanasio[3], hombre ya mayor y
afectuoso, había estado charlando después con él un buen rato aunque, dadas las
circunstancias del momento, casi todo el tiempo se les había ido en comentar
los acontecimientos históricos. Por eso, al recibir un aviso en abril para que
acudiese al rectorado, se sorprendió y, como catedrático bisoño, le dio en
pensar qué sacrosanto principio liberal habría conculcado durante sus
explicaciones, por más que solo hubiese llegado hasta el reinado de Fernando
VI. Afortunadamente, las cosas no iban por ahí.
-
¿Qué tal se va acomodando usted
a esta ciudad? ¡Anda que no habrá notado diferencia con la de Oviedo, de donde
venía!
-
En efecto, fue mi primer
destino -respondió el profesor de Historia-, pero he vivido y estudiado aquí hasta opositar y sacar la cátedra. De
hecho fui alumno suyo hace poco más de diez años.
-
Me tiene que perdonar, pero no
lo recordaba. ¡Son tantas promociones desde el año treinta y tres: Se dice
pronto! En fin, me complace transmitirle
que el Decano de su Facultad se hace lenguas de la laboriosidad y el buen trato
de usted, tan necesarios en estos tiempos convulsos.
-
Gracias, señor. Anima saber
que, aunque con mucha benevolencia, lo consideran a uno; más aún, teniendo en
Valladolid a casi toda la familia, padres incluidos.
Por fin, tras un
par de finezas más, el rector pasó al objeto de la llamada, que no podía estar
más alejado de una filípica. Era el hecho que el archivero del General de la
Corona de Castilla, con sede en la cercana villa de Simancas[4], se había dirigido al
rector de Valladolid, con la solicitud de que cediese para la biblioteca de
dicho Archivo todos aquellos libros de valor histórico que tuviese por partida
doble o más que duplicados. La petición parecía, en principio, razonable, pero
don Atanasio no tenía nada clara una respuesta afirmativa:
-
Bien sabe usted que los libros
tienen una irresistible tendencia a desaparecer, de forma que tener más
de un ejemplar es un seguro de su supervivencia. Por otra parte, me dice el
bibliotecario de Santa Cruz[5] que esa presunta
duplicidad es consecuencia del aluvión de entradas que ha habido desde la
desamortización del 35[6], hasta ahora. Lógicamente,
él se ha puesto hecho un basilisco y ha llegado a advertirme de un posible
delito pues la Universidad aparece como depositaria de los libros, pero la
propiedad puede ser de otras instituciones.
-
Así las cosas, señor
Cantalapiedra -opinó el historiador-, lo mejor sería rechazar la
petición del archivero; dicho sea esto desde la ignorancia, pues es un tema
sobre el que no tengo ninguna información…
-
… Y sobre el que estará usted
preguntándose, amigo Rivero, qué servicio es el que voy a rogarle que me preste
usted porque, desde luego, no querría malquistarme sin fundamento con el
peticionario, ni mucho menos dejar la cuestión en manos del susodicho bibliotecario,
que considera sus libros más que las niñas de los ojos.
Vista del Archivo General de Simancas
Aclaradas en
parte las cosas, el rector llamó a un bedel, para que les trajese unos cafés
del establecimiento más cercano, mientras sacaba de un cajón del enorme buró
una bandeja de mantecadas y otra de empiñonados, que aseguró eran una gentileza
de su esposa, para que no se desmayara de hambre a mediodía.
-
La verdad es que vengo al
despacho muy pronto, siempre que puedo. No sabe el tiempo que me quitan los
deberes de diputado. De hecho, pienso dejar el rectorado, en cuanto finalice
este peliagudo curso[7].
Los dulces y el
café, aunque solo templado, animaron la conversación, volviéndola mucho menos
formal. Don Atanasio llegó a reconocer:
-
Podría asegurarle, Hipólito -es
ese su nombre, ¿verdad?- que he apelado a usted porque nos ha caído bien a su
Decano y a mí, pero también ha contado la tradición española que los embolados
se encomienden a los funcionarios más retrasados en el escalafón.
-
Creo que allá me ando con el catedrático
de Clínica Quirúrgica, replicó Rivero, sonriendo.
-
¡Hombre!, exclamó el rector,
entre risas: Si en el examen de los libros, sale alguno sobre bisturíes, le
autorizo a que evacue consulta con su colega.
Una vez aceptada
la comisión, el mandante dejó en sus manos la tramitación de aquella. No
obstante, Hipólito quiso dejar fijados ya sus puntos básicos, para obtener el
oportuno refrendo de Don Atanasio.
-
Me parece -dijo Rivero- que lo
primero será que, invocando su encargo, haga una visita al archivero, le sondee
sobre las condiciones que ofrezca para hacerse cargo de los libros y vea por mí
mismo el tamaño y estado de la biblioteca del archivo. Entre tanto, ese basilisco
en forma de bibliotecario podía hacer una lista de libros duplicados que no
ofrezcan un gran interés histórico ni bibliográfico. Hecho todo lo cual,
volveré por aquí y le expondré mi parecer, para que sea Vuecencia quien
resuelva.
-
Lo veo todo perfecto, salvo el vuecencia,
que está de más en estos momentos. Lo que sí quiero encarecerle es que no
tarde mucho, pues ya le he dicho que pienso abandonar el rectorado a final de
curso.
-
Por mi parte, seré tan veloz
como el viento: ¡No sabe… usted las ganas que tengo de conocer el Archivo de
Simancas, cuya fama llena el universo mundo! A quien tal vez tenga que apurar
es al basilisco, dado que su encargo es bastante más trabajoso que el
mío.
En eso quedaron.
Rivero se despidió, ponderando las manos de la esposa del rector para la
confección de dulces. Por su parte, Don Atanasio acompañó al historiador hasta
la puerta del despacho. Al regresar a su sillón, comentó en voz alta:
-
¡Buen muchacho! ¡Qué pena que
sea tan joven! Me da en la nariz que haría un rector estupendo.
***
El profesor
Rivero, por carta remitida el 15 de mayo de 1869[8] a su tío Elías, boticario
de Manzanares, narraba su primer viaje a Simancas, de la siguiente forma:
Contra lo que me habían dicho, el camino no
tenía nada de malo, pues sigue casi todo el tiempo el curso del Pisuerga. De
todas formas, como hacía un día excelente, alquilé una mula, en vez de andar
esperando la posta que hace el recorrido hasta Tordesillas, a unas seis leguas
de esta capital. En una hora o poco menos, me planté en Simancas, que dista dos
leguas de Valladolid; mejor dicho, ni siquiera tuve que llegar al pueblo pues
el famoso archivo se encuentra en un altozano antes de llegar a la villa. Dejé
el animal al cuidado de un lugareño que vivía a la vera del castillo -pues eso
fue en origen el archivo- y, tras identificarme, pregunté a un conserje por el
archivero. Muy ceremonioso, me llevó ante un individuo con aspecto bastante
rústico, como de cuarenta años, llamado Francisco Díaz, pero se trataba
simplemente del llamado “oficial primero”, es decir, quien hace las veces de su
jefe cuando está ausente. Eso era precisamente lo que sucedía durante toda aquella
semana pues, de manera un tanto irónica, el tal Díaz me hizo saber que el
archivero, Don Manuel, tenía una salud lo bastante mala, como para faltar con
frecuencia al trabajo, y aún tener que trasladarse a Madrid para consultar con
un médico de su confianza[9]. La verdad,
internamente me enfadé bastante y me di al diablo por no haber avisado
previamente de mi visita.
Con el fin de no
perder el tiempo, sin darle muchas explicaciones, pedí al oficial que me
mostrase las dependencias principales del archivo y, en particular, la biblioteca
del mismo, que me pareció bastante bien puesta, en una gran sala abovedada, con
vetustas estanterías en derredor, medio vacías en sus anaqueles altos, lo que
permitiría sin dificultad incorporar en los huecos un buen montón de volúmenes
adicionales. Aunque no fue muy explícito, me dio a entender que conocía la
solicitud de su superior al Rector, porque me hizo ver la cantidad de espacio
que estaba sin ocupar. Le pregunté si era frecuente la presencia de
investigadores o, simplemente, de lectores en aquella librería y, sonriendo con
ironía de nuevo, me comentó algo que me hizo notar la existencia de
malquerencias con el archivero actual: Algunos
vienen, sí señor, pero cada vez menos, pues no son muy bien atendidos por el Señor Murguía. Antes, con el Señor García,
venía bastante gente de Valladolid, pues lo conocían bien[10]. Ahora, como Don Manuel
es gallego,…
A eso de las once
di por concluida la visita, dejando mi tarjeta para cuando regresara el
archivero, indicándole en ella que le anunciaría por adelantado mi visita.
Salió a despedirme hasta la poterna y en esto que, en la explanada del
castillo, tomando el sol en unas sillas como de casa[11], vimos a una señora joven con una criatura en brazos,
acompañada de una niña ya mayorcita[12]. Díaz no les prestó atención y volvió para adentro. Yo
las saludé al pasar, camino de donde había dejado mi cabalgadura, que tomé de
la brida, esperando para montar a llegar a la carretera. Como volviese a pasar
junto a ellas, acompañé el saludo de una referencia a lo agradable de la mañana
y paré un momento, lo que la niña aprovechó para acercarse a la mula y
acariciarla, cosa que felizmente el cuadrúpedo consintió. En resumidas cuentas,
resultó que la señora era la esposa del archivero, y las niñas, sus hijas; así
que le di cuenta de mi fracasada visita y la gestión que allí me había llevado.
Ella me confirmó el motivo médico de la ausencia de su marido, aunque la
dolencia no era de cuidado. Luego, resultó que Doña Rosalía -ese es su
nombre- había vivido antes en Madrid y en Santiago, por lo que hallamos
profesores de Historia que ambos conocíamos. La charla se alargó y decidimos
dar un paseo hasta el pueblo, con la niña mayor, Alejandra, montada a
horcajadas de la mula, con gran contento por su parte. Al retornar al archivo,
hice ademán de regresar a Valladolid, pero Doña Rosalía insistió en que me
quedara a comer con ellas, pues tenían un cocido de garbanzos al modo de
Madrid, que era de los pocos platos que le salían bien a la doncella que hace
también las veces de cocinera. Decidí aceptar el convite, de lo que me alegré,
tanto por lo grato de la conversación, como por los términos de la despedida.
Es el caso que,
cuando me disponía a partir, a eso de las cuatro de la tarde, la señora se
ausentó por unos momentos hacia el interior de la casa y volvió con un
envuelto, del que fácilmente podía adivinarse que era un libro no grande. Me
pidió que no lo abriese hasta llegar a casa, como en efecto hice, encontrando
que se trataba de una colección de poesías, titulada Cantares gallegos, de la que mi oferente debía de ser
autora, habida cuenta del nombre, Rosalía Castro de Murguía, y de que me había
dedicado el libro, en recuerdo de un viaje fallido y una muy grata compañía.
La verdad, yo no había oído hablar de la obra ni de su autora pero, por lo
que llevo leído, opino que los poemas son inspirados y muy sentidos, aunque no
sé bien si son de cosecha de ella o de carácter popular[13]. Están escritos en
gallego por lo que para ti no sé si te resultarán de fácil comprensión, pues
opino que la escritora emplea un gallego bastante cerrado.
Biblioteca universitaria del Colegio de Santa Cruz
(Valladolid)
***
Aunque la
precedente carta era muy detallada, como correspondía a ser su destinatario, no
solo su tío materno de Manzanares, sino padrino y pagano de los estudios
universitarios de Hipólito, es claro que este dejó en el tintero bastantes
cosas que nos pueden resultar interesantes para seguir sin pérdida el hilo de
este relato. Para empezar, el encuentro le había dejado un regusto triste, al
encontrar a una mujer, joven y madre, como perdida en la soledad de un
destierro, con la nostalgia del bullicio madrileño y de la arcadia gallega.
En parte para sacarla de su encierro granítico del archivo, Hipólito había
insistido en pasear hasta el pueblo y deleitarse con la bella perspectiva desde
el puente. Pero no hubo manera de sacarla de sus prejuicios, ni siquiera con
las alamedas y cultivos que, hasta perderse de vista, esmaltaban de verde las
vegas del Pisuerga y del cercano Duero.
-
¿No ha visitado usted
Valladolid?, preguntó el catedrático. Desde luego, no es una ciudad hermosa,
pero tiene mucha vida y el poso de siglos de historia. Yo podría hacerle los
honores, aunque supongo que su marido ya la conocerá de sobra.
-
He de confesarle que apenas la
columbré cuando, hace cosa de mes y medio, vine desde Santiago con mis hijas y
tuvimos que parar unas horas en la Plaza para descansar, antes de tomar el
carricoche que Manolo -mi esposo- había alquilado para traernos hasta
acá. Y, la verdad, la sensación no fue muy halagüeña. Mi marido, claro, ha
visitado la ciudad, más que nada para hacer gestiones, y la impresión que tiene
no diverge en nada de la mía.
Debió de notar la
decepción de Hipólito, porque agregó, sonriendo:
-
De todos modos, ¿adónde voy a
ir con esta criatura tan pequeña? Y que el viaje, aunque corto, resulta molesto.
Creo que ha acertado usted viniendo en caballería, pero no todos montan con
destreza.
-
Tordesillas es una villa muy
notable, en un paraje encantador -insistió Rivero-, pero, claro, está a doble
distancia que Valladolid.
-
Fíjese, menos aún… Debemos
emprender el regreso, que va a ser la hora de que mame la pequeña.
Hipólito, ante la
cuesta que tenían por delante, sugirió:
-
Tal vez estarían ustedes más a
gusto y acompañados, si cogieran una casa en el pueblo.
-
Antes de llegar yo, ya estuvo
buscando algo así Manolo, pero todo lo que encontró era malo y caro.
Pensarían que el archivero gana un dineral, aunque lo cierto es que es mucho
más largo el título del cargo que la nómina.
Durante la
comida, una vez conocida la vivienda oficial, Hipólito volvió a la carga:
-
¡Qué pena que no se decidan a
amueblar en regla la casa y a instalar una mejor calefacción! Si tuvieran
intención de quedarse un tiempo, tal vez les merecería la pena.
-
¡Quite, por Dios!, exclamó
Rosalía. ¿Cómo puede haber alguien que se afinque en este desierto?
-
Pues tengo entendido -replicó
maliciosamente Hipólito- que, sin ir más lejos, lo hizo el anterior archivero.
-
Ya lo creo, suspiró la
escritora-; como que, según mi esposo, aún no ha acabado de irse, y nos ha
dejado dentro a toda su parentela[14].
2.
Libros
con entrega a plazos
Cuando Hipólito
se enteró de que Rosalía era poeta, comprendió mucho mejor sus quejas y
lamentos. De una parte, es claro que los vates han de tener la sensibilidad
hipertrofiada y como a flor de piel pues, de otro modo, sería imposible que les
diera por la lírica, y con tanta hondura, que comunicaran sus sentimientos a
los lectores. Y, por otro lado, todo escritor -opinaba él- tiene su vena de
engañador y su pose de exagerado o fantasioso: Como Espronceda, o como
Zorrilla, que de esos sí que había leído cosas, y hasta asistido en el
teatro Calderón a varios de los dramas de su famoso paisano.
Foto familiar de Rosalía de Castro
Ya más aliviado
con tan sensatos pensamientos, pensó Hipólito que sería bueno acompañar su
siguiente, e inevitable, visita a Simancas de un regalo similar al recibido de
Rosalía y que, al mismo tiempo, la estimulase para visitar la capital de la
provincia. De inmediato pensó en la Historia de Valladolid, tan bien
escrita y pulcramente editada, obra del pinciano, Matías Sangrador, fallecido
en aquellos días[15].
Para no agobiar a la obsequiada, decidió limitar el regalo al tomo primero de
la obra, dejando en casa el menos interesante volumen segundo, oportunamente
empaquetado para una ulterior ocasión.
No fue ese el
único preparativo de la visita, esta vez, previamente anunciada y sabiendo que
Murguía no pensaba ponerse malo en la fecha prefijada. Hipólito hizo por
contactar con el rector, quien cada vez pasaba más tiempo en el Congreso de los
Diputados. Finalmente, optó por dejarle una carta en su domicilio, en la que le
exponía lo fallido de su primer viaje al encuentro del archivero, así como la
buena impresión que le había dado la biblioteca del archivo, en especial, por
el abundante espacio con el que contaba para albergar más fondos. Terminaba la
misiva con esta sugerencia:
Así las cosas,
creo que podrían cohonestarse los derechos de la Universidad con la petición
del Archivo, dando a la entrega de libros la condición de depósito por tiempo
indefinido, con cancelación en cuanto la reclame el Señor Rector; todo ello,
constante en acta que recoja fielmente la lista de todos los libros entregados
y de su respectivo estado de conservación. Vuecencia verá si debe consignarse
una cláusula en el contrato, por la cual se establezca que, en caso de pérdida
o deterioro de los libros depositados mientras obren en poder del depositario,
el Ministerio de Fomento será responsable de indemnizar a la Universidad por la
primera, o de los gastos que irrogue la reparación del segundo.
Días después, Don
Atanasio le respondió con brevedad. El núcleo de la contestación era el
siguiente:
La fórmula del
depósito, en lugar de donación, me parece muy acertada. En cambio, no le
aconsejo tratar expresamente del enojoso tema indemnizatorio, que, en su
momento, podría resolverse por las normas generales del Derecho civil sobre la
materia.
Mientras Rivero cazaba
a lazo a Cantalapiedra para que le diera el susodicho visto bueno, con las
matizaciones pertinentes, nuestro historiador releía los Cantares Gallegos,
percatándose de la inquina que varios de sus poemas rezumaban hacia Castilla y los
castellanos, hasta llegar a la ofensa gratuita, ni siquiera explicable por el mal
trato presuntamente dado a los trabajadores e inmigrantes gallegos. Hipólito
había tomado nota, a ese respecto, del cantar titulado Din que na nobre
Castilla, en el que podía leerse: … así os gallegos se trata,/ mais debe
saber Castilla,/ que de tan grande se alaba,/ que sempre a soberbia torpe/ foi
filla de almas bastardas,/ e sendo vos tan sabida,/ nunca de vó-lo pensara,/
que de tan alto baixando/ vos emporcases na lama,/ nin que chamándovos nobre,/
tanta nobleza enfouzaras,/ imitando os que vaidosos/ no que está débil se
ensañan…[16]
Y eso que Rivero
aceptaba con tolerancia ciertos exabruptos, no tanto por licencia poética,
cuanto porque su abuelo paterno procedía de Mondoñedo y no le había sido fácil
abrirse camino entre las gentes a cuyos descendientes su nieto, él, enseñaba la
Historia de su tierra y podía despedir con un suspenso, por muy descendientes
que fuesen de la pata del caballo del Cid… o del pendón de don Pero Ansúrez
-dicho sea lo de pendón en su sentido de insignia militar-. Hipólito ya
se imaginaba departiendo con Rosalía y poniendo las cosas en su sitio, con la
autoridad que le daba su prosapia mindoniense. Claro que, para llegar a eso,
tenía que resolver antes el peliagudo tema de los libros, entrevistándose con
el Señor Murguía quien, a tenor de la Historia de Galicia, que en partos
sucesivos iba dando a luz, probablemente estuviera detrás de ciertos excesos
anti castellanos de su esposa[17]. Y a resolverlo fue
nuestro historiador, a lomos de la misma y dócil mula, cuyo nombre, Berta,
ya conocían él… y Alejandra Murguía.
***
Seguro que habría
sido mejor enviarle una carta al archivero para exponerle las condiciones de la
cesión de libros, que no repetir el viaje, haciendo dejación de la categoría
que le daba el ser un catedrático de la Academia y comisionado para esto por el
rector; mas tenía la fundada esperanza de volver a ver a Rosalía y entregarle
en mano el volumen de Sangrador. Con lo que no había contado Hipólito era con
el mal genio del archivero, enjaulado en aquel inhóspito castillo y un
tanto hinchado de su amistad con el poderoso Ministro, Ruiz Zorrilla, y
el éxito de los primeros volúmenes de su Historia de Galicia. Y eso que,
a primera vista, el Señor Murguía no era lo que se dice un antagonista
formidable, con su ridícula estatura, seguramente no mayor que la de su
espigada hija Alejandra. Pero, ¡ay, amigo!, cuando Hipólito le expuso que los
fondos bibliográficos de la Universidad no le llegarían a título de donación,
sino de depósito, Don Manuel sacó de su laringe una voz tonante, algo ronca,
que hizo temblar el quinqué de su mesa de despacho:
-
¡Siempre lo mismo! ¡Burocracia
y puntillos de honor! ¿No somos unos, Universidad y Archivo, en el servicio a
la cultura, bajo el paraguas común del Ministerio de Fomento?
-
Pues no exactamente -replicó
Rivero, todavía tranquilo-. Las universidades tienen una amplia autonomía y, en
muchos casos, son meras administradoras de los fondos bibliográficos en ellas
depositados.
-
Autonomía, autonomía… ¡Arcaísmo
y burocracia! ¿De quién cobra usted el sueldo?, vamos a ver[18].
Hipólito empezaba
a cansarse de las impertinencias del archivero:
-
Me parece -contestó- que ya
sabe usted la respuesta, como también que mi sueldo nada tiene que ver con su petición
de libros.
Subrayó de tal
modo las palabras su petición, que Murguía entendió que lo tachaba de
mendigo o pedigüeño. Ello conmovió hasta lo hondo su veta regionalista:
-
¡Ya salió el orgullo castellano!,
rugió. Seguro que, de haber nacido yo en Burgos, el rector habría sido más
condescendiente.
Hipólito se
encogió de hombros, con desdén:
-
Tampoco es que se lleven muy
bien burgaleses y vallisoletanos… En fin, el depósito es la única fórmula que
le ofrece el rector, si le interesan los libros.
-
Eso ya lo veremos -replicó
Murguía-. Elevaré al Ministro mi solicitud y su respuesta, y que él decida.
-
Haga lo que le plazca, repuso
el catedrático. Supongo que también el rector tendrá algo que decir al señor
Ruiz Zorrilla[19],
cuando le vea por el Congreso de los Diputados, donde uno y otro coinciden afectuosamente
y con frecuencia.
Murguía acusó el
golpe y quedó suspenso: Sabía que Don Atanasio era diputado, pero no que
estuviera tan a bien con el Ministro. La discusión cesó, lo que aprovechó
Rivero para pasar al otro asunto que le había llevado aquella mañana hasta
Simancas.
-
Por cierto, Señor Murguía
-dijo, al tiempo que hacía visible el envoltorio-, ¿tendría usted la amabilidad
de entregar a su esposa este libro, de mi parte?
-
¿La conoce usted?, inquirió muy
sorprendido Manolo.
-
Tuve ocasión de saludarla el
día en que vine infructuosamente a verlo. Fue para mí un honor conocer en
persona a tan ilustre escritora.
El marido cambió
inmediatamente de tono y de gesto, destilando amabilidad:
-
¡Oh, no sabía que…! Bueno, en
Madrid, Galicia y, últimamente, en Cataluña se la aprecia mucho, merecidamente,
pero no creí…, en fin, que…
-
¡Vamos!, que no creía usted que
los castellanos fuésemos capaces de valorar las exquisiteces poéticas. Pues,
sí, señor Murguía, y hasta de traducirlas de corrido del gallego y entenderlas
perfectamente.
Don Manuel aceptó
la corrección sin rechistar, lo que aprovechó Hipólito para concluir:
-
Espero que le guste el libro a
su señora. En cuanto a los otros libros, expondré su punto de vista al
rector Cantalapiedra. Quizá sea lo mejor esperar a que el Ministro dé su
parecer.
-
Mañana mismo redactaré mi
consulta y se la elevaré, prometió Murguía.
Nada más salir
juntos del despacho, camino de la salida, se dieron de manos a boca con
Francisco Díaz, el oficial primero, que saludó a Rivero por su nombre. Unos
pasos más adelante, Murguía, suspicaz, preguntó:
-
¿De qué conoce usted a Paco,
el oficial?
-
Me hizo los honores el otro
día, al estar usted de permiso, respondió Hipólito.
-
Es un tipo infiel y rencoroso,
opinó el archivero. ¡Claro!, como he llegado yo a quitarle el puesto, en
el que llevaba apoltronado más de un año…
Se despidieron.
Al llegar Rivero donde estaba la Berta, le palmeó cariñosamente el
cuello y susurróle:
-
Ya tenía ganas de verte, pequeña.
No sabes qué rato he pasado.
Portada de la primera edición de Cantares gallegos
(1863)
***
Ni Murguía ni
Rivero se salieron con la suya de meter en el ajo a Cantalapiedra y Ruiz
Zorrilla. Uno y otro cesaban en sus respectivos cargos en la primera mitad de
julio[20], dando paso a personajes
muy distintos, como el polifacético José de Echegaray[21] al frente de Fomento, y
el ilustre cirujano, Andrés de Laorden[22], en el rectorado de
Valladolid. Pero la diferencia, a favor de Hipólito, fue que el nuevo rector
era un bibliófilo de campanillas, como lo demostraría recogiendo y catalogando
para la biblioteca universitaria fondos medio abandonados de entidades
religiosas. Así que, tan pronto se puso al día del contencioso con el Archivo
de Simancas, espetó a Rivero:
-
Demasiado blando fue mi
predecesor. De estar yo en su lugar, habría mandado al archivero a freír
espárragos.
-
Entonces, Don Andrés -inquirió
Hipólito-, ¿qué quiere que hagamos?
-
Esperar. Una vez que se ha
pedido la opinión del Ministerio, lo que nos queda es rezar, para que en Madrid
se olviden de estas estúpidas piquillas provincianas.
Pero no cayó
esa breva. A punto de entrar el otoño del 69, el rector y el archivero
recibieron un oficio de la Dirección General de Archivos, con el visto bueno
del Ministro, que respetaba el criterio rectoral de la entrega en depósito,
aunque con una coletilla, que pretendía dejar contentos a todos: … sin
perjuicio de que se dé al depósito un plazo mínimo de diez años, para que pueda
resultar eficaz y rentable el esfuerzo y coste del traslado y catalogación por
el Archivo de los fondos bibliográficos que reciba.
Laorden gruñó,
como siempre que de prestar libros se trataba, y, sabido que el bibliotecario
de Santa Cruz -alias, el Basilisco- ya había apartado noventa y siete
libros para su envío, ordenó a Hipólito:
-
No se le vaya a ocurrir
gestionar el envío. Avise y que vengan ellos por él.
Rivero, que había
pasado buena parte del verano acordándose de la porción femenina de la familia
Murguía -hasta el punto de pasar las vacaciones en el Valle de Oro, perfeccionando
su gallego-, se amustió, pero reaccionó al punto, de forma que él juzgó muy
astuta:
-
Deje que vaya yo, no sea que,
con el enfado de lo del depósito, los traten de mala manera o no los coloquen
todos juntos y en lugar digno.
-
¡Ah, eso de ninguna manera!,
apoyó el rector. Mire que sean pulcros y que hagan constar que son depósito de
la Universidad. De otro modo, se los trae de vuelta y que apelen a quien
quieran.
Así pues, primer
obstáculo, superado. El segundo iba a ser más difícil pues, entre otras cosas,
se las había con el Basilisco. Le entró, haciéndose el simpático:
-
Digo yo, Señor Benavides, si a
usted no le parece mal, que, para mejor cumplir con las exigencias del rector,
en vez de llevar todos los libros de golpe, los transportamos, por ejemplo, en
lotes de diez o quince, y así me aseguro in situ de que los del archivo
cumplen sus compromisos.
-
¡Toma! No se me había ocurrido
llevar el cuidado hasta esos extremos -confesó el bibliotecario-. Aunque
resulte menos seguro, ¿no sería lo más sencillo y económico que vinieran los
del archivo aquí y cargaran todo de una vez?
-
No se preocupe, amigo
Benavides. Yo soy un caminante empedernido que hago varias veces por semana el
recorrido hasta Simancas, donde tengo a un tío enfermo, al que visito para
entretenerlo. Puedo parar en el archivo y dejar los libros con todas las
garantías.
-
Pero suelen pesar mucho y hasta
Simancas, ya sabe que hay dos leguas…
-
Sin problemas. Los días de
acarreo, en vez de ir a pie, haré el viaje a caballo. Usted limítese a tener
los libros apartados, que yo me encargo de todo lo demás.
Benavides se
encogió de hombros. Nunca entendería a los catedráticos: Unos tan vivalavirgen
y otros -como este- tan puntillosos.
Cumplidos los dos
primeros trabajos, Hipólito se aprestó a superar el tercer óbice, para lo que
necesitaba la ayuda de la suerte. Esperó a un sábado por la mañana -por aquello
de estar libre de compromisos de cátedra-; ordenó que aparejasen a su amiga Berta
con una pequeña albarda con angarillas; guardó en ellas los veinte
volúmenes de la primera entrega -recogidos de la biblioteca el día anterior- y
se puso en camino, no sin advertir a su auxilio de cuatro patas: Si te pesan
mucho, la próxima vez cogeré menos.
Audentes
fortuna iuvat[23]. Al coronar la colina del
castillo, vio tomando el grato sol de principios de otoño a Rosalía con su
pequeña. En un santiamén cumplió los trámites librescos con uno de los dos
oficiales que andaban por allí, dejó a Berta en la cuadra de costumbre y
se acercó a donde estaba la escritora. La sonrisa que apreció en ella le dio a
entender que era bien recibido.
3.
Una anciana
de treinta años
Los varios meses
transcurridos desde su última visita no habían transcurrido sin cambios.
Rosalía tenía el rostro curtido por el sol y la brisa de Padrón, lugar donde
había pasado el verano. La pequeña Aura era ya una personita, sentada en el
regazo de su madre, tratando de cogerlo todo. Alejandra se hallaba ausente
porque, ante la tesitura de tener que permanecer todo el curso en Simancas, Manolo
había decidido matricularla en la escuela femenina de la villa, liberando a
su madre de las obligaciones de maestra. Al segundo día de clase, la niña se
había negado a ir acompañada de la doncella: ya tengo diez años -había
protestado-: no necesito niñera. Y, en cuanto a su padre, había
solicitado una licencia semanal para ir a presentar sus respetos al nuevo Ministro;
y es que, aunque el destino simanquino fuese detestado al unísono por el
matrimonio Murguía, no dejaba de significar un razonable sueldo fijo y un
posible trampolín para puestos mejores. Era a lo más que podían aspirar,
una vez embarrancada la deseada carrera política del historiador de Galicia, que
ni siquiera había sido propuesto para diputado de las Cortes Constituyentes[24].
-
¿Y usted, amigo Hipólito?,
preguntó Rosalía. ¿Qué tal le ha ido el pasado verano?
-
Maravillosamente -bromeó-,
habida cuenta de que estuve en su Galicia: En el Valle de Oro,
precisamente.
-
Conozco Mondoñedo y estuve una
vez en Vivero, pero nunca paré en o Valadouro -informó Rosalía, usando
el topónimo gallego con una sonrisa-.
-
Paré en una posada de Ferreira,
detalló Hipólito, y, además de descansar y disfrutar de la naturaleza, intenté
poner al día el poco gallego que recordaba de mi abuelo, pero -no crea- que,
aún siendo un mero dialecto, no había forma de seguir la jerga de los aldeanos.
La escritora
replicó:
-
Es que, aunque yo misma lo he
calificado de tal en la introducción a mis Cantares, empiezo a pensar,
cuanto más lo trabajo, si no estaremos en presencia de un verdadero idioma[25].
-
Ese camino llevaba en la Edad
Media -osó opinar Rivero-, como lengua galaico-portuguesa pero, a estas
alturas, me parece que, si hay un idioma de origen galaico, este no es otro que
el portugués moderno.
-
Tal vez -consintió Rosalía-,
pero bueno será que recojamos el gallego como actualmente se habla y le demos
un impulso literario, antes de que se pierda definitivamente ante los embates
del castellano.
Hipólito captó
que la conversación tomaba unos derroteros peligrosos y se dedicó durante unos
momentos a hacerle fiestas a la niña. Luego, cambió de tema:
-
Supongo que su esposo le haría
llegar la Historia de Valladolid, que le dejé en mi anterior visita.
-
Desde luego, y perdone mi
olvido, al no darle hasta ahora las gracias. Está muy bellamente escrito y
editado. Por él se aprecia que, en efecto, su ciudad tiene una historia
larga y muy interesante.
-
Pese a lo cual, me temo que
seguirá sin visitarla…
-
Mis circunstancias siguen
siendo las mismas -lamentó-; incluso peores, pues las repetidas ausencias de mi
marido me dejan aún más sola y desasistida. Como comprenderá, no puedo
pretender seguirlo con las dos niñas. El único viaje que nos podemos permitir
es el de vacaciones de verano y, si acaso, de navidad a Galicia.
-
A propósito de su marido -se
sinceró Hipólito-, supongo que le contaría que nuestra entrevista no fue
precisamente muy distendida…
-
Sí, repuso Rosalía, adoptando
un gesto serio. Ya me comentó que la Universidad no estaba dispuesta a ayudarlo
y que tendría que pedir amparo al Ministro.
Iba a replicar
Rivero, pero su interlocutora, sin parar de hablar, aportó un torrente de
disgustos y agravios que, según ella, venía sufriendo su esposo desde que se
había hecho cargo del archivo, comenzando por las pésimas condiciones de la
vivienda y siguiendo por las jugarretas de Don Paco y los demás
familiares del archivero anterior, la falta de apoyo del rector Cantalapiedra
-Rosalía evitaba meter en el mismo saco a Hipólito- y, últimamente, los abusos
y malos modos de un influyente investigador, apellidado Gayangos[26], que se creía el amo de
los oficiales del archivo. Rivero la escuchó hasta el final, pacientemente,
pero luego osó preguntar:
-
Por lo que me dice, su marido
tiene una rara habilidad para malquistarse con todo el mundo de por aquí. ¿No
será que, unas veces, no tiene razón y, en otras, la sostiene con muy mal
genio?
Y, deteniéndose
en la discusión habida días atrás, Hipólito aludió al prejuicio infantil
de que trataran mal a Murguía por ser un gallego en Castilla, cosa que, de
ser cierta, no podía subsanarse con exabruptos ni textos ofensivos en
publicaciones de amplia difusión, sino trabajando bien y continuadamente,
defendiendo el propio derecho con justeza y buenas formas. En fin, un varapalo
en toda regla, en el que Rivero tenía en el punto de mira, más a Rosalía y sus Cantares,
que a Murguía y sus historias. El catedrático concluyó:
-
Bueno, tranquilicémonos, pero
quiero dejar clara una cosa para finalizar. Me encantará conversar con usted a
cada día que venga con libros, pero eso habrá de ser si podemos hablar no
estando su marido delante. De otra manera, prefiero que me saquen una muela
antes que soportar la segunda parte del memorial de agravios del Señor Murguía.
Colegiata de Santa
María (Iría Flavia, Padrón)
Rosalía, de
momento, nada contestó. Rivero, experto en cambiar oportunamente de
conversación, pasó a disertar sobre las calidades del vino de la tierra en un
año como aquel, cálido y bastante seco. A Rosalía se le alegró el corazón al
ponderar, a su vez, los buenos caldos que se elaboraban en su querido Pazo de
Arretén, propiedad de su familia materna[27]. El tiempo fue pasando y
estaba ya cercana la hora en que Alejandra regresaría de la escuela[28]. No queriendo que la
pequeña pudiera irse de la lengua cuando regresara su padre, Rivero dio
por terminada la charla y se despidió muy sonriente. Rosalía lo correspondió.
Iba ya el profesor a alejarse en busca de Berta cuando la poetisa
preguntó con franqueza:
-
¿Habría alguna forma de que
usted supiera de las ausencias de mi marido? No querría dejar de recibir su
visita mientras tenga usted que venir a traer libros.
Hipólito era muy
previsor y lo traía todo muy estudiado:
-
Los permisos y licencias de su
marido han de ser concedidos o, cuando menos, informados y tramitados por
conducto del rectorado[29]. Ya montaré la vigilancia
pertinente.
***
En esas estaban,
cuando Hipólito recibió la carta con que su tío de Manzanares contestaba por
fin la suya del 15 de mayo anterior. La misiva venía acompañada de un recorte
de almanaque, cuya aportación se explicaba en el texto de aquella:
En un almanaque para este año, adquirido
por tu prima Ascensión, he descubierto un poema de la escritora de la que me hablabas
en tu última carta. A escondidas de su dueña, he arrancado las dos hojas
pertinentes, que incluyo en el envío. Por cierto, me ha extrañado que, siendo
una poetisa con hijas pequeñas, haga consideraciones sobre el amor que parecen
las de una vieja…
La poesía llevaba
por título ¡No sueñes! y venía acreditada a Rosalía Castro de Murguía.
Hipólito la leyó con una atención que, poco a poco, fue trocándose en sorpresa
y en emoción. En efecto, la observación de su tío era totalmente correcta: los
versos parecían de un anacronismo chocante, en la pluma de una mujer de treinta
años, hasta el punto de colocar al lector informado ante una disyuntiva: o
Rosalía inventaba situaciones y sentimientos -licencia común a todos los
creadores-, o había pasado por tan intensas y negativas experiencias, que la habían
incapacitado, no solo para amar, sino para creer en un amor futuro. En este
caso, la poeta había empleado el idioma castellano, para cantar -llorar- así:
“Tú para mí, yo
para ti, bien mío/-Murmurabais los dos-/”Es el amor la esencia de la vida”/”No
hay vida sin amor”¡Qué tiempo aquel de alegres armonías!/¡Qué albos rayos de
sol!/¡Qué tibias noches, de susurros llenas,/Qué horas de bendición!/¡Qué
aroma, qué perfumes, qué belleza/En cuanto Dios crió,/Y cómo entre sonrisas
murmurabais/”No hay vida sin amor”!/Después, cual lampo fugitivo y breve,/Como
soplo veloz,/Pasó el amor… la esencia de la vida…;/mas… ¡aún vivís los dos!/¿Y
aún, vieja encina, resististe? ¿Aún late/Mujer, tu corazón?/ No es tiempo ya de
delirar, no torna/Lo que por siempre huyó/No sueñes, ¡ay!, pues que llegó el
invierno/Frío y desolador;/Huella la nieve valerosa, y canta/Enérgica la
voz/Amor…, llama inmortal, rey de la tierra,/Ya para siempre ¡adiós![30]
No tardó en
presentarse la ocasión de tomar la vía de Simancas con otra remesa de libros
para su Archivo. La mala salud de Murguía comenzaba a presentar sus
achaques otoñales, que Hipólito rezaba para que no contagiasen a su esposa,
pues iba dispuesto a aclarar muchas cosas, con base en aquel No sueñes
que, pese a su forma dialogada y a su regusto romántico, malamente podía
encubrir su fondo de sentimientos personales de la autora[31]. Tuvo suerte, si bien el
frío de los días finales de octubre determinó que el encuentro tuviera lugar en
el salón de la casa, ante una enorme chimenea que apenas calentaban haces de
sarmientos de las vides, recientemente vendimiadas y podadas. Y, contra lo que
Rivero suponía, halló a una Rosalía de buen color y muy animada:
-
Es que mi estancia en el
desierto castellano -explicó con malicia- me está resultando muy productiva en
el aspecto poético. No sabe lo que inspiran la soledad y la penuria[32].
-
Sí, claro -replicó Hipólito,
dispuesto a ir inmediatamente al grano-. Como lo que dicen de la falta de amor,
que no hay nada que nos haga más valerosos y enérgicos.
Casa-Museo de Rosalía de Castro (Padrón)
Rosalía acusó el
golpe, tal vez por recordar esos dos epítetos como de su cosecha poética:
-
Bueno -matizó-, no hay que
exagerar. La cuestión estriba en que, cuando pasa el amor, hay que
sobreponerse…, resistir… En una palabra, seguir viviendo.
-
Siendo aún tan joven, supongo
que no será ese su caso, aventuró Hipólito.
La interpelada
pareció dispuesta, por unos momentos, a responder francamente, pero al punto
cambió de idea. Con todo, nada pudo ocultar a la perspicacia de Rivero, en la
medida en que trajo a colación a Murguía[33], sin que viniese
aparentemente a cuento:
-
Ya vienen los fríos. Mi marido,
que ya pasó aquí parte del invierno pasado, me ha puesto en guardia, sobre
todo, con la niña pequeña, que ya parece a punto de soltarse a gatear.
-
Pero, ¿cómo se marcha a cada
poco, dejándolas solas aquí? -protestó osadamente Hipólito-. El sueldo de
archivero es bueno y se puede ir y venir en el día con toda facilidad de
Simancas a Valladolid. Yo que usted, cogía a las niñas y me iba a vivir a la
capital: mejores colegios, atención médica, vida social, bibliotecas y librerías…
¡Dónde va a parar! Si usted quiere, yo empiezo a buscarles un piso en alquiler,
céntrico y no caro.
A Rosalía le
brillaban los ojos y sonreía en una especie de éxtasis de la imaginación.
Hipólito insistió:
-
¡Vamos, decídase, piense en la
pequeña Aura, en una habitación bien calentita y paseando en brazos de una
fornida niñera! ¿No me dijo el otro día que conocía en Santiago a un médico de
toda su confianza? Él estaría de acuerdo conmigo.
-
El doctor Teijeiro[34], respondió Rosalía. Puede
que lo conozca usted pues, con el pretexto de hacer reformas en la Facultad de
Santiago, lo trasladaron forzoso a Valladolid en el curso 67-68.
-
No tuve el gusto, pues no vine
trasladado a mi ciudad hasta el curso siguiente. Pero, a lo que íbamos…
-
A lo que vamos, mi buen amigo
-cortó Rosalía- es a que procuraremos hacer esta casa todo lo confortable que
podamos y a que, contando con la buena salud de las niñas, en adelante vamos a
acompañar a su padre en todos los viajes de cierta duración que haga a Madrid,
donde seguimos teniendo casa[35].
-
Bien están esos propósitos,
aunque el segundo de ellos impida que siga visitándola, lamentó Hipólito. No
sabe lo que me agrada su conversación y su compañía.
-
Pues, ¿qué diré yo? -repuso la
poeta-, que vivo, como san Jerónimo, en una gruta pétrea del desierto, solo que
sin león. Sus visitas me hacen tanto bien, que rezaba al santo patrono de los
imposibles[36]
para que no se acabasen los libros que usted traía. De todas formas, Hipólito,
tal vez fuera tiempo de privarnos de tan grata asiduidad, no sea que Paco Díaz,
o Serapio, el custodio de su mula, acaben atizando los celos de mi marido
quien, por motivos bien a la vista, se siente inseguro en cuanto se me acerca
un caballero.
-
¡Qué le vamos a hacer! Todo sea
por la paz matrimonial. No me perdonaría ser el causante de una desavenencia
entre ustedes, aunque sea sin fundamento.
-
Pues despidámonos por ahora, como buenos
amigos. Y, si le apeteciere alguna vez saludar a esta su amiga, no es preciso
que espere a que mi marido tome alguna licencia. Él es un poco hosco en el
trato profesional, pero educado y agradable en la vida social; puedo
asegurárselo.
Por el momento,
estaba todo dicho. Hipólito se despidió, depositando un beso en la mano de
Rosalía. En todo el camino de vuelta, no abrió la boca, ni para arrear la mula.
Llegado a Valladolid, se dirigió de inmediato a la biblioteca universitaria y
dijo al conserje:
-
Avise al señor Benavides que,
cuando le plazca, puede enviar los libros que faltan, a portes debidos. Se está
echando encima el frío y ya no me apetece llevarlos en mano hasta Simancas.
4.
Epílogo
Rivero regresó de
su narrado último viaje a Simancas, con el propósito de repetirlo a la
primavera siguiente. Ya he lidiado con el Murguía que da la murga. Será el
momento de conocer al sujeto educado y agradable, en palabras de su
esposa. Pero el hombre propone… En fin, tampoco es precisa mucha
intervención divina para que un profesor de buen ver, con poco más de treinta
años, encuentre a una joven de familia ilustre, profesora de piano, y ennovien
con los mejores propósitos.
Así pues, llegó
la primavera del año 70 y nuestro historiador no se hallaba en las mejores
condiciones anímicas para retornar al Archivo a servir de paño de lágrimas a
una señora razonablemente bien casada, que no se sabía hasta qué punto
sentía, y sufría, de forma real, o como simple recurso literario. ¡Cuánto había
cambiado Hipólito, ahora que contemplaba lo pasado con el egoísmo y la
prudencia de un enamorado, en vísperas de pasar por la vicaría!
Claro, el verano
no era momento: Seguro que habrá huido del bochorno estival del desierto
castellano, y estará disfrutando de las delicias de Padrón. En otoño, la
visitaré sin falta. Y tal vez podría ir con Clara. Las dos son muy musicales[37]: Seguro que
congeniarían.
En el claustro general de comienzo de curso, hacia el 15 de
octubre, Rivero se acercó a cumplimentar al rector Laorden[38]. Este, que lo recordaba
bien, le preguntó:
-
¿Sabe que ya no tendremos que pelearnos
más con el archivero de Simancas?
-
Pues ¿qué?, ¿ha cambiado de
carácter?, preguntó Hipólito, bromeando.
-
Mejor aún, replicó el rector:
Ha cambiado de aires… Cesó en el cargo el pasado día diez[39].
[1] La estancia de Manuel
Murguía y Rosalía de Castro en Simancas (1868-1870) y las razones de la misma,
son de general conocimiento. La veracidad de la mayoría de los datos concretos
que ofrezco -entre ellos, el esencial de que Murguía solicitase el envío de
libros históricos duplicados de la Universidad de Valladolid- tiene una fuente
prácticamente irrefutable: Ángel de la Plaza Bores, Archivo General de
Simancas. Guía del investigador, 4ª edición corregida, Ministerio de
Cultura, Madrid, 1992, pp. 49-50. Muy interesantes, así mismo, los siguientes
artículos: Alicia Calvo, El paso de la escritora gallega por Valladolid. La
casa desolada de Rosalía en Simancas, Diario de Valladolid, 3 de enero de
2017; Redacción de Diario de Valladolid, Un marido de carácter fuerte y un
jefe polémico, íbidem.
[2] Remoquete de la Revolución
de 1868, que destronó a Isabel II y que se consolidó entre septiembre y octubre
de dicho año.
[3] Atanasio Pérez
Cantalapiedra (c. 1804-1876), jurista, filósofo y político liberal, Rector de
la Universidad vallisoletana entre diciembre de 1863 y julio de 1869.
[4] Entre Valladolid y
Simancas median unos diez kilómetros. Allí se instaló en 1540 el Archivo
General de la Corona de Castilla, por decisión de Carlos I. En el
censo de 1890, Simancas contaba con unos 1.200 habitantes y era calificado sin
ambages de pobre y feo lugar de Castilla por Juan Ortega y Rubio, Los
pueblos de la provincia de Valladolid, edit. Diputación Provincial, tomo I,
Valladolid, 1895, p. 191.
[5] Antiguo Colegio Mayor,
cuya espléndida biblioteca formaba entonces el grueso de la universitaria de Valladolid,
con más de veinte mil obras impresas, aparte los manuscritos y documentos
sueltos.
[6] O Desamortización de
Mendizábal que, al expropiar numerosísimos conventos, dio lugar a la
destrucción, cesión, compra, etc. de los fondos de sus bibliotecas.
[7]
Todas las referencias de este párrafo se ajustan estrictamente a la verdad de
los hechos.
[8] Si bien Murguía tuvo que
residir formalmente en Simancas de diciembre de 1868 a octubre de 1870,
hay discusión sobre el tiempo que lo hizo Rosalía (entre once y quince meses,
suele sostenerse). A los efectos de este relato, aventuro que Rosalía ya estaba
en Simancas para mayo de 1869. Me parece muy poco tiempo once meses, habida
cuenta de que, tanto ella, como su marido, aseveraron que la casi totalidad de
su extenso poemario Follas novas (1880) fue escrito en Simancas, el desierto
castellano.
[9] La pequeña historia ha
conservado el nombre de ese presunto autor de certificados médicos de
complacencia, en interés de Murguía: Se trataría del doctor Marcial Taboada de
la Riva. Véase sobre él la ficha de la Real Academia Nacional de Medicina de
España (accesible por Internet), de la que Don Marcial fue académico de número
entre 1885 y 1913.
[10] El Señor García era don
Manuel García González quien, durante unos cuarenta años (1826-1867) fue de
facto archivero jefe en Simancas, donde tenía un gran arraigo. Véase Ángel
de la Plaza, Archivo General de Simancas…, cit., p. 49.
[11] No se sabe con certeza
dónde residió Rosalía en Simancas, fuera de la referencia a una casona fría y
sin comodidades. En mi relato, doy por sentado que se tratara de una
dependencia aneja al archivo. Me baso en el dato -sin duda, insuficiente- de
que el archivero tenía obligación de residencia en Simancas, lo que supondría
la obligación administrativa de facilitarle vivienda, para lo que en el Archivo
había lugar más que suficiente.
[12] Rosalía de Castro tendría
a la sazón 32 años; su hija Alejandra, 10 recién cumplidos, y la pequeña Aura,
cinco meses. El padre de Alejandra ha dado a entender, por escrito, que aquella
permaneció en Galicia, al cuidado de su abuela materna: véase Manuel Murguía, Los
precursores, Latorre y Martínez, La Coruña, 1886, p. 184 (hay ediciones
facsimilares posteriores: 1976, 2004…). De todos modos, la presencia de
Alejandra en Simancas la utilizo como mero recurso narrativo.
[13] Durante un tiempo, los Cantares
gallegos (1863) fueron tenidos por muchos como poesías populares anónimas,
que Rosalía se había limitado a recopilar y transcribir. El hecho de que el
gran erudito catalán, Manuel Milá y Fontanals (1818-1884), estuviera entre
ellos nos da idea de lo extendido de tal confusión.
[14] Al jubilarse en 1867, el
archivero de facto, Manuel García González -que lo había sido desde
1826, aunque con títulos de Oficial primero y Secretario- dejó, por lo menos, a
dos parientes empleados en el Archivo de Simancas: el oficial primero,
Francisco Díaz Sánchez, que se las tendría tiesas con Murguía, a quien sucedió,
sin nombramiento especial, nada menos que por más de veinte años (1869-1890); y
otro deudo, apellidado García Maíllo, del que no ofrece más detalles Ángel de
la Plaza, Archivo General de Simancas…, cit., p. 49. Manuel García
González era gallego, de Monforte de Lemos; Francisco Díaz Sánchez, Don Paco
el Andaluz, era natural de Almuñécar.
[15] Matías Sangrador y
Vítores falleció en Valladolid el 29 de abril de 1869, a los cincuenta años de
edad. Su excelente Historia de Valladolid comprende dos tomos,
relativamente independientes, cuya primera edición data de 1851 y 1854,
respectivamente.
[16] Solo traduciré dos
palabras bastante ajenas al castellano, a tenor de las acepciones recomendadas
en pressbooks.com para el glosario de Cantares gallegos: enfouzar
= ensuciar; lama = lodo.
[17] Los cinco tomos de la
monumental Historia de Galicia de Manuel (Martínez) Murguía fueron
viendo la luz entre 1865 y 1903. Solo los dos primeros habían sido editados
cuando, en mérito a ellos y otros textos, se le promovió a archivero y jefe del
Archivo de Simancas. En dichos volúmenes (editados por Soto Freire en Lugo,
años 1865 y 1866) late la tan censurada vena racista de Murguía, para potenciar
su nacionalismo gallego, hasta el punto de entrar -según muchos opinan- en el
antisemitismo. La postura de Murguía, que bien pudo inficionar a su esposa, no
dejaba de ser tan radical y cerril como la castellanista que pretendía
combatir. Una vez más se cumplía el aforismo paradójico de que los extremos se
tocan.
[18] Los catedráticos de las
Universidades españolas formaban, desde 1847, un Cuerpo central y escalafonado
de funcionarios, cuyos sueldos venían fijados y abonados por el Gobierno, a
través del Ministerio de Fomento. No así los profesores auxiliares y
supernumerarios, hasta el año 1902. Véase Luis Enrique Rodríguez-San Pedro
Bezares (Coord.), Historia de la Universidad de Salamanca, Volumen II:
Estructuras y flujos, Edic. Universidad de Salamanca, Salamanca, 2002, pp.
809-810.
[19]
Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895), una de las figuras más prominentes de la
Revolución de 1868. En las fechas del relato (mediados de 1869), ocupaba las
Carteras de Fomento y de Gracia y Justicia.
[20]
Cantalapiedra dejaba de ser rector de Valladolid el 6 de julio de 1869. Ruiz
Zorrilla cesaba en Fomento el 13 de julio de 1869, conservando la Cartera de
Gracia y Justicia.
[21] José de Echegaray y
Eizaguirre (1832-1916), matemático, ingeniero, político y escritor, premio
Nobel de Literatura de 1904, fue Ministro de Fomento entre el 13 de julio de
1869 y el 4 de enero de 1871. Es de destacar que su primer drama no se estrenó
hasta 1874, cuando Echegaray era ya cuarentón.
[22] Andrés de Laorden López
(1813-1902), famoso cirujano y anestesista, ejerció el cargo rectoral de la
Universidad vallisoletana en varias ocasiones; en la de referencia, del 1 de
agosto de 1869 hasta el 16 de octubre de 1870. En efecto, era un bibliófilo
acreditado, lo que demostró como rector.
[23] Traducible por la
suerte ayuda a los que se arriesgan, frase de Virgilio en la Eneida,
frecuentemente corregida -mal, ciertamente-, sustituyendo audentes por audaces.
[24] Pese a ese nombre, las
Cortes prosiguieron sus sesiones después de aprobarse la Constitución (junio de
1869), manteniéndose en los escaños los mismos diputados elegidos en enero de
1869, hasta el 2 de enero de 1871.
[25] Así lo calificó Rosalía,
supongo que intencionadamente, en la presentación de su libro Follas Novas,
de 1880, que escribió casi íntegramente durante su estancia en Simancas, según
confesión de ella misma y de su esposo, aunque este, bastantes años después,
cometió el error de aludir a los años 1870 y 1871, en vez de 1869 y 1870.
[26] Pascual de Gayangos y
Arce (1809-1897), ilustre catedrático de la Universidad de Madrid y académico
de la Real de la Historia, pero un verdadero caradura, que tenía a tres de los
siete oficiales del Archivo de Simancas, gratuitamente y en horas de despacho,
dedicados a copiarle los documentos que le interesaban para un trabajo personal
sobre las relaciones diplomáticas entre España e Inglaterra durante el reinado
de Felipe III. La indignada intervención de Murguía transformó las condiciones
de la ayuda, en un trabajo remunerado por el mandante y fuera de las horas de
oficina. Como era casi inevitable, Murguía se granjeó con ello un enemigo
formidable.
[27] Se ve que Rosalía, al
precisar innecesariamente lo de materna, no quería dar lugar a que su
interlocutor pudiese preguntarle por la paterna, por desconocer formalmente la
identidad de su progenitor.
[28] Obviamente, en aquel
tiempo y hasta un siglo después aproximadamente, los sábados por la mañana eran
lectivos en las escuelas.
[29] Este extremo se ha constatado con motivo del
amplio permiso que, nada más tomar posesión como archivero, solicitó Manuel
Murguía para trasladarse hasta Compostela para conocer a su recién nacida hija
Aura (enero de 1869).
[30] Sobre las diversas
versiones de este poema, hasta llegar a la de En las orillas del Sar (edición
de 1909), así como su contexto a partir de la primera versión conocida
(1867), véase: Lucía García Vega, Rosalía de Castro, Manuel Murguía, su hija
Aura y el contexto revolucionario de 1868, Madrygal, nº 15 (2012), pp.
67-76.
[31] La opinión de Hipólito
Rivero y de su tío ha sido compartida por muchos estudiosos rosalianos, que ven
en este poema de una mujer de treinta años un reflejo, ya definitivo, de su
actitud ante el amor y la vida. A título de ejemplo, véanse: Marina Mayoral, Rosalía
de Castro, Cátedra, Madrid, 1986, espec. pp. 75 (inutilidad de hacerse
ilusiones con el amor) y 88 (el amor es un conjunto de ilusiones juveniles que
el tiempo destruye; hay que aceptar la soledad y el desamor en el invierno de
la vida); María Antonia Nogales de Muñiz, Irradiación de Rosalía de Castro.
Palabra viva, tradicional y precursora, edit. Ángel Estrada, Barcelona,
1966, p. 25 (estado de ánimo obsesivo en Rosalía: el amor es desgraciado).
[32] Recuerdo que la mayor
parte del extenso e importante poemario Follas novas se redactó durante
la etapa simanquina de Rosalía.
[33] Lejos de mi intención
llevar a los lectores la idea de que Manuel Murguía fuera un mal marido para
Rosalía mujer, pero sí parece cierto que, desde muy pronto, el amor no
presidió su matrimonio. El propio Murguía, consciente de ello y del
desprestigio que podía acarrearle ante el predicamento social de la Rosalía poeta,
trató de borrar cuanto pudo los textos rosalianos demasiado transparentes de
otros amores y del desamor conyugal; una conducta que Murguía fue corrigiendo
después de morir Rosalía y hacerse él viejo: Véase Marina Mayoral, Sobre el
desamor en Rosalía de Castro y sobre la destrucción de ciertas cartas,
Cuadernos Hispanoamericanos, nº 233, Madrid, 1969, pp. 1-16.
[34] Maximino Teijeiro
Fernández (1827-1900), famoso médico, catedrático de Patologías Médica y
Quirúrgica en la Facultad de Santiago. Con el tiempo, fueron tantos los males y
achaques por los que le consultó Rosalía de Castro, que la llamó cariñosamente
su enferma eterna. Rosalía lo recordó en su dedicatoria al doctor
Teijeiro del libro Cantares Gallegos. Por su parte, Murguía, Los
precursores, cit., espec. pp. 171-177, presenta, siempre con medias
palabras, la vida rosaliana como un rosario de enfermedades y de dolores a
causa de ellas, ofreciendo un solo detalle algo preciso (p. 175: heridos
pulmones), que induce a pensar en la tisis, como algunos autores ya han
sostenido.
[35] Véase Lucía García Vega, Rosalía
de Castro, Manuel Murguía…, cit., p. 73, nota 21, ubica ese domicilio en la
calle de Claudio Coello, nº 13. Allí pasó Rosalía sus temporadas matritenses
desde finales de 1869 hasta 1871.
[36]
Rosalía debía de referirse a San Judas Tadeo.
[37] Rosalía de Castro tenía
una notable formación musical, aunque no de conservatorio o alta escuela. He
aludido a ello en mi relato (publicado en este mismo blog), Amor y
poesía en Rosalía de Castro (I). Juventud, cap. 2, nota 21.
[38]
Curiosamente, Laorden cesaría como rector de Valladolid al día siguiente.
[39] En efecto. La dirección
del Archivo simanquino pasó al famoso Paco Díaz, alias El andaluz,
la cual ejerció hasta su retiro, en el año 1890. En cuanto a Murguía, su
siguiente cargo archivístico fue el de archivero jefe del Archivo del Reino de
Galicia, sito en La Coruña, cargo en el que permaneció hasta 1875. En cuanto a
Rosalía de Castro, es obvio que no volvió por Simancas, ni me consta tornara a
encontrarse con Hipólito de Rivero después del periodo historiado en el
presente relato.
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