Crónicas de un
claustro (I)
Por Federico Bello
Landrove
La jubilación de un bedel, con el ambiente
etílico y evocador que provoca, da lugar a que los asistentes al homenaje
cuenten pequeñas historias –casi siempre sentimentales o picantes-, que casualmente captará en su mayor parte un alumno que andaba por
allí. Más de medio siglo después, cuando esté cierto de que todos los aludidos
están ya criando malvas, aquel adolescente –ahora casi tan viejo como el
entonces homenajeado- las dará a conocer, con todas las reservas que el caso
requiere.
1.
El catedrático y la dependienta
Don Orencio
Ramírez de Acuña no era un profesor corriente; no, señor. Además de los
méritos indiscutibles que suponía su bien ganada cátedra de Ciencias Naturales,
aquel docente acreditaba una oratoria fluida, que la estirpe grecolatina de muchos
de los vocablos empleados elevaba hasta la ininteligibilidad; una sólida
formación investigadora, de la que daban fe un doctorado universitario y varios
artículos publicados en revistas de renombre, y –lo que hacía nuestras
delicias- la regencia de un modesto museo del que, de vez en cuando, afloraban
huesos, rocas y especímenes disecados. Semejante alarde solo se producía de
Pascuas a Ramos, pues lo usual era remitirse en lo gráfico a las páginas
monocromas del libro de texto, o a las vetustas láminas que colgaban de las
paredes del aula al alcance del puntero.
El viejo Esiquio
no tragaba con las exigencias de don Orencio, quien más de una vez se había
quejado al Director de la falta de diligencia de los bedeles a la hora de
quitar el polvo a los objetos más delicados del gabinete, tarea que las
limpiadoras del Instituto se negaban a realizar por carecer de medios adecuados
y el temor a causar un estropicio. Tengo para mí que, entre el catedrático y el
bedel, había un motivo más antiguo y profundo de desavenencia pues –según un
tío mío que lo había conocido cuando la República- Esiquio
había sido un proletario concienciado,
aunque sin afiliación política. Yo, en aquel entonces, apenas entendí tales
palabras, pero creí entrever ciertas connotaciones políticas en aquella larvada
batalla del polvo entre el jefe de
los bedeles –impoluto uniforme azul oscuro con botones dorados; blanquísimos
bigotes colgantes- y aquel catedrático, un tanto ampuloso y pagado de sí mismo,
que un día habría de llorar abrazado a su irreductible antagonista.
***
Para eso, tuvo que
producirse el inesperado fallecimiento de la esposa de don Orencio, que sumió a
su viudo en una depresión de la que daban fe constantes lagunas de memoria y lo
arrugado de sus trajes, que otrora fueran el orgullo de la raya diplomática y
el multicuadros a lo Príncipe de Gales. Dicen que fue en esa tesitura cuando,
apreciando un lamparón en la indumentaria del catedrático, el jefe de bedeles se
ofreció a limpiarlo. Ese rasgo, generoso e inopinado, provocó el abrazo
sollozante de aquel orgulloso oscense, ahora abandonado y vulnerable.
Si cuento esto,
aún a riesgo de que sea apócrifo, es para explicar lo que vino después. Volvió
a salir el sol, a afirmarse su voz, a ser planchados los ternos; las mejillas
se sonrosaron y su abdomen aumentó la curvatura. Todos lo notamos, tanto más,
cuanto que venía acompañado de una actitud más apacible y un talante casi comprensivo.
Esiquio, convertido de pronto en inesperado confidente, lo podría haber
explicado, más o menos, de esta forma:
-
Don
Orencio, desconfiando de la honradez de su asistenta, empezó a ir de compras
por la tarde a aquellas tiendas que había frecuentado su esposa. En particular,
acudía a Ultramarinos Santa Rita, muy cerca de su casa en el Paseo.
Allí, además del matrimonio de los dueños, atendía una familiar de estos,
soltera y cuarentona, de cuyas cualidades no puedo opinar, salvo por
referencias. El caso es que don Orencio, entre pedidos y consultas
alimenticias, empezó a tirarle los tejos,
pese a la gran diferencia de edad entre ellos: pues fíjate, más de
veinte años.
-
Buena
compensación para la disparidad de clase social y el porqué del catedrático.
-
¡Oye,
mocoso, que no todas las mujeres humildes se dejan pescar por el interés! Don
Orencio tenía aún buena presencia y una labia que no veas. Así que...
… Así que la
pareja de tronados tortolitos empezó a salir a hurtadillas y supongo que a
convivir lo poco que permitía el rigor moral de aquel tiempo. Apenas llegó a
haber habladurías por el Instituto, fuera de comentarios sobre lo bien que
había superado, al fin, la viudedad el
señor Acuña. De mutuo acuerdo, los novios pospusieron la boda a la
jubilación del profesor, celebrando esta en la intimidad.
- ¡Qué remedio! Los hijos de don
Orencio se indignaron de la rijosidad paterna y de la vergonzosa infidelidad al
recuerdo de su madre, negando su asistencia a la ceremonia. De sus antiguos
compañeros, pocos; los dueños de Santa Rita y algunos más.
- ¿Y a ti, Esiquio, te invitaron?
-
¡Qué ocurrencias tienes!
-
Hombre, después de haber llorado sobre tu hombro...
2. Geografía e Historia
En la segunda
época de Esiquio –que fue también la mía- la coeducación era un crimen de lesa
pedagogía. Ello puede explicar que cada sexo tuviese puntual conocimiento de
sus cojeras y tendencias desviadas pero,
al propio tiempo, desconociese a tope las peculiaridades análogas del sexo
opuesto. Es una obviedad, cuya referencia hallará explicación en lo que sigue.
Ambas andaban por
los treinta y tantos y se repartían las dos mitades de una misma asignatura. Geografía era alta, esbelta, de hermosos
ojos verdes, expresión imperativa y constantemente vestida de oscuro. Historia era menuda, morena, suave de
voz y apagada de genio, aunque de carácter firme. Probablemente habían llegado
al liceo en la misma época, en concepto de profesoras adjuntas –que mantenían-
y se conservaban solteras y sin aparente interés por dejar de serlo.
Una reciente
desgracia familiar dio lugar a que un sobrino de Geografía trasladase su matrícula a nuestro Instituto, mediado el
bachiller de entonces –es decir, cuando andábamos por los trece o catorce
años-. Los enterados, tan abundantes en una pequeña ciudad, comentaban que
acababa de fallecer el padre de aquel sobrinísimo,
y su tía profesora lo había acogido bajo su amparo. Y empleo el superlativo
precedente con precisión y cierta malicia: Aquel muchachote, a quien llamaré
Antonio, algo mayor que nosotros y con una estatura prócer, era
intelectualmente torpe y poco aficionado al estudio, viéndose doña Geografía obligada a dedicarle una
atención en clase, que el resto de los alumnos juzgábamos enchufe y el afectado, insoportable tutela.
A partir de aquí,
la narración se oscurece, pese a la colaboración de Esiquio y a retazos tomados
aquí y allá de rumores y confidencias. En lo que todos coincidían era en que Geografía, muy preocupada por el bajo
rendimiento de Antonio, había pedido a otros profesores que le diesen algunas
clases particulares en sus domicilios, siendo Historia una de las solicitadas.
-
Pero,
Esiquio, ¿qué sentido tenía que le pidiera tal cosa a la señorita Historia? ¿No podía darle clase su tía
de esa asignatura?
-
Puedes
pensar lo que quieras, pero así fue. Sus razones tendrían.
Sus razones tendrían…, muy en especial
el mozo, que adelantó tanto en Historia,
que algunos creen no pudo ser más. Otros dicen que solo llegó al sobresaliente.
Vuelve a caer la
niebla sobre el escenario. Cuando se levantó, a principios del siguiente curso,
ni la señorita Geografía, ni su
sobrino Antonio aparecieron por el Instituto. La mayoría del alumnado apenas se
preguntó por la ausencia. Tuve que ser yo, admirador precoz del color esmeralda,
quien trajese a colación el tema, con la oportunidad que ha solido
caracterizarme:
-
Esiquio,
¿qué ha sido de la señorita Geografía?
Aunque seria y exigente, era una buena profesora. A mí me caía bien.
-
Se
trasladó a otro Instituto. No siempre la Geografía casa bien con la Historia.
Cuando, haciendo
valer esta información, lo expuse así ante un grupo de condiscípulos, Antolín
Recio, el Abuelo -¡nos llevaba cuatro
años!- se echó a reír y me espetó:
-
¡Todo
lo contrario, chaval! Lo que se llevaban era demasiado bien.
Gracias, en parte,
a la lejanía académica del sexo femenino, tardé algún tiempo en comprender
perfectamente lo sugerido por el Abuelo.
Para entonces, la señorita Historia era
solo un grato recuerdo en la corta nómina de mis maestros. Tanto mejor.
3. Los ministros del Señor
Nunca recibí mayor muestra de afecto y respeto por parte de Esiquio, que
cuando me fue a buscar al patio de recreo y me llevó a su legendaria vivienda
en la torre derecha del edificio –fue su último ocupante, felizmente consentido
aún después de la jubilación-. Apenas me permitió traspasar el umbral, pero la
intimidad era suficiente para lo que tenía que decirme:
-
Delgado, le tengo calado a usted: es un
alumno estudioso pero muy inexperto en las cosas de la vida... ¿Tiene buena
voz?
Me quedé de piedra, entre otras
cosas porque nunca había calibrado mi calidad vocal.
-
Pues no sé –respondí-. Fuera de tocar la guitarra de
oído, no tengo mayor inclinación por la música.
Esiquio me miró fijamente durante unos momentos. Luego, agregó:
-
Le voy a dar un buen consejo. Cuando don Filomelo le
haga la prueba para el coro, desafine cuanto pueda.
El tal Filomelo era sacerdote, uno de los profesores de Religión
del Centro y buen conocedor de las técnicas del armonio y la música coral.
El bedel-jefe concluyó:
-
Ea, ya está todo dicho. Hágame caso y, si tiene
alguna duda, no lo comente con nadie de aquí: Hable con sus padres, que todavía
se acuerdan de mí.
Esta vez, no necesité de mayores aclaraciones. Don Filomelo empezaba a
ser famoso por los pellizcos en los mofletes y los paseos con el brazo echado
al cuello. Personalmente, lo rehuía, pues me desagradaban su voz meliflua y sus
perdigones salivares. Por otra parte, no tenía interés alguno en perder
el tiempo –así opinaba- cantando Con flores a María o Adiós con el
corazón. De modo que hice la prueba y fui reprobado, sin gran esfuerzo por
mi parte. Todos mis compañeros más queridos también fracasaron. Se ve que no
estábamos unidos por la voz ni por el oído, sino por el corazón.
No duró mucho más la estancia de aquel director de coro en el Instituto.
Tal vez se trasladase a uno femenino, cuyas voces fueran de mejor afinación.
Alterando un poco el conocido verso del Ariosto,
Forse altra
canterà con miglior tatto[1]
***
La jubilación de Esiquio casi coincidió con la promoción de otro de los
profesores de Religión a uno de los cargos directivos del Centro. Este docente,
así mismo sacerdote, era persona de talante progresista, formación en parte
francesa y, que se sepa, no le daba por el toque musical, como a otros. Por lo
demás, era tan laborioso y competente, como para ser merecedor del cargo. Y,
sin embargo:
-
¿Qué te parece Manolín –diminutivo nada
irrespetuoso por el que lo llamábamos-, cómo va sacando los pies del tiesto?,
preguntó uno de los profesores. Mucha bicicleta y mucha prédica obrera pero, al
final, todos se agarran a la ubre.
-
Hombre -respondió el de Filosofía-, no ha quitado a
nadie el puesto, que estaba vacante por jubilación.
-
Ya, ya –insistió el primero-, pero por algo se
empieza. Que si son tan profesores como todos; que si ganan menos que las
limpiadoras. Al final, aún sin oposición, nos merendarán a los demás,
solo porque llevan sotana.
-
Pues este, de vez en cuando, va de clergyman,
precisó la señorita Historia, tratando de evitar una discusión.
-
Fíate de los curas progres –intervino otro-. Apenas
nombrado para el cargo, creo que ha propuesto al Director hacer obligatoria la
asistencia a Misa. Y bien sabes tú cómo las gasta cuando nota que a alguien no
le gustan sus homilías.
La señorita Historia enrojeció. Había sido la interpelada por
Manolín a la salida de Misa, por habérsele escapado un gesto de desagrado
durante su prédica.
Por fin, el Director –algo mosca con las críticas, pues él había
propuesto el discutido nombramiento- terció contemporizando:
-
Señores, no exageremos. El puesto de Jefe de
Estudios no lo quería nadie, que bien que lo ofrecí antes de encasquetárselo
a don Manuel. Y lo de la Misa ,
ya se verá. Por de pronto, los padres algo tendrán que decir al respecto.
Allí fue Troya. Galdós, el represaliado adjunto de Matemáticas, rugió:
-
¡Los padres, los padres...! ¿Quién va a atreverse a
dar un paso en este País? ¡Lo que hay que decirle a ese cura es que, si se
encuentra la capilla vacía, se pregunte por los motivos!
-
Quizá sea la hora. Estos chicos no están
acostumbrados a madrugar, a diferencia de los aprendices y dependientes de su
edad. De modo y manera que habrá que robustecer su hombría. Eso forma parte de
nuestro deber como educadores.
Quien así había hablado era el ínclito Manolín, que se había incorporado tardíamente al ágape y acercado
sigilosamente al corro de los discutidores. Estos, aún rezongando, callaron o
desviaron la conversación. Todavía escuché una coda entre el Director y su flamante
Jefe de Estudios, contra cuya resolución habría de revolverme días después, con
toda la decidida fiereza de un tímido de dieciséis años:
-
Don Manuel –decía el Dire-, todos los alumnos serían demasiados para los bancos de la
capilla. Tal vez, si lo hiciésemos por turno de los distintos cursos…
-
Bueno. Podemos empezar por eso y luego, más
adelante, tal vez…
No hubo un más adelante. O,
tal vez, sí: Cincuenta y tantos años después, cuando escribo estas letras,
todavía seguimos en España mareando la perdiz de la legalidad y el estatus de
la enseñanza de la Religión
y de sus profesores. Pocos de ellos, desde luego, tan buenos y controvertidos
como Manolín, el cura del ciclomotor
desvencijado y la Misa
de las ocho y media, de los Ejercicios Espirituales y las excursiones de bajo
presupuesto. ¡Todo un hito en la formación de nuestro carácter!
***
Con el tercer personaje sacerdotal, Esiquio nada tuvo que ver, pues
vivió y ejerció en lejanas tierras. Con todo, bebo la anécdota en fuentes tan
limpias y frescas como las de mi entrañable bedel; de manera que pueden
creerme, si no rechazan la verdad, aunque la hallen en un cuento.
Don Benedicto Sobrino era toda una autoridad en el mundo académico de
aquella provincia. Lo de sacerdote, por así decir, era en él lo de menos. Doctor universitario,
catedrático de Latín, inspector –no sé si Jefe- de Enseñanzas Medias, carácter
severo y genio endemoniado, tenía todas las cualidades para imponer su criterio
y voluntad en el profesorado público. No digamos en el de los Centros privados,
tan dependientes de sus decisiones, avaladas en el caso de los religiosos por
la sotana del ilustre dómine.
Un buen día, hubo que llevar documentación de un Colegio o Instituto
rural hasta la Inspección
de la capital. Asumió la tarea doña Angelita, señora metida en años y en
carnes, todavía de buen ver, que apenas conocía al gran Benedicto de las
visitas de inspección y algunos actos oficiales. Llegada a las oficinas de
destino, se hizo anunciar al inspector y guardó antesala durante una media
hora. Durante este intervalo, el visitado se asomó a la puerta del despacho,
echó una mirada envolvente a la profesora y, con su mejor sonrisa, le aseguró:
-
Solo un momentito, hija.
Aunque el momentito valiese diez minutos más, Angelita esperó ya más
conforme. Al cabo, don Benedicto volvió a salir, la invitó a entrar y cerró
tras ambos la puerta de acceso. Seguidamente, en lugar de tomar asiento a un
lado y otro del buró, el inspector se arrellanó en el sofá de las visitas
distinguidas y señaló un sillón del mismo tresillo, para que lo ocupase la
profesora.
-
Angelita, ¿verdad? Pues bien, Angelita, ve ordenando
las actas por orden cronológico y de asignaturas… No te apures, que tenemos
tiempo.
Mientras la señora se concentraba en la ordenación sugerida, don
Benedicto se levantó, desplazó su humanidad hasta quedar a espaldas de Angelita
y, acto seguido levantó la faldamenta de su sotana y desabrochó la bragueta del
pantalón. Y así, volvió a tomar asiento en el sofá, cogió de la mano a su visitante
y trató de llevarla a sus partes pudendas, acompañando el ademán de estas –o
parecidas- palabras:
-
Hija, no sabes el bien que puedes hacerme; y tú, al
fin y al cabo, no pierdes nada.
La profesora, atónita y horrorizada, liberó su mano, se puso en pie de
un salto y salió del despacho como alma que lleva el diablo, tras abrir la
puerta con la llave que había dejado echada el prudente inspector. Atrás
quedaban como mudo testigo las actas de marras, bastante menos ordenadas de lo
que don Benedicto había aconsejado.
***
Por muy vergonzosa que fuese Angelita y por mucho que necesitase su empleo,
no se privó de alertar a las compañeras, tan pronto regresó a su colegio. Para
su sorpresa, todas la creyeron, se sorprendieron pocas y hasta algunas retozaron
de risa:
-
Angelita, mujer, pero ¿no sabes como llaman a don
Benedicto abreviadamente?... Pues don Pene.
4. El matrimonio tardío
Tampoco esta historia tiene nada que ver con la jubilación de Esiquio,
ni con el Instituto de Castellar. Una vez más, retornamos a esa provincia
norteña de cuyo nombre no quiero acordarme, donde no ha mucho vivía una pareja
de profesores de lo más dispar. Él, temido y un tanto adocenado catedrático de
Física –y Química-, era conocido por su sonoro apellido gallego, Vilaboa, y su
recalcitrante soltería nada había tenido que ver con el apartamiento del sexo
opuesto, sino todo lo contrario. Ella, modesta, laboriosa y exigente adjunta de
Matemáticas, era generalmente llamada Lucita, y su celibato sí tenía bastante
relación con haber frecuentado al sexo masculino en plan estrictamente profesional.
Añádase, aunque poco o nada tenga que ver con el relato, que Lucita había
conseguido notoriedad y una pequeña fortuna como regente de una academia de
clases particulares, remedio casi infalible para sus alumnos del suspenso y la
supuesta aridez de las Ciencias Exactas.
A lo largo de su ya dilatada vida académica, Vilaboa y Lucita habían
coincidido en más de un Instituto y se decía que en tales encuentros habían
fermentado sentimientos heterogéneos y confusos, fruto de caracteres fuertes,
inclinaciones muy dispares y espíritus independientes. Las amigas de ella –a
quienes yo frecuenté- acababan por reconocer que Lucita había estado enamorada
de Vilaboa, pero el orgullo despectivo y la ligereza de cascos del galán habían
apagado el fuego, hasta límites de mero rescoldo. Lo cierto era que, en los
últimos años, ambos profesores habían evitado coincidir en el mismo Centro o, dicho
de otro modo, esta no es una crónica de
un claustro, sino de dos.
Pero los años no pasan en balde y aquél catedrático fue perdiendo
fuerzas y atractivo, hasta ese punto en que muchos galanes se estremecen al
mirar hacia el futuro. Tampoco habían pasado de balde para Lucita las hojas del
calendario, pero ella lo llevaba mucho mejor, incluso físicamente. He aquí un
perfecto caldo de cultivo para aproximar posturas y rememorar los días pasados.
Eso hubo de pensar Vilaboa, cuyo renacido interés por Lucita fue bien recibido
de esta, hasta el extremo de que, pasando por alto edad, mañas y buenos
consejos, la pareja tomó –sin pasión pero sin pausa- la senda de la vicaría.
Todo marchaba viento en popa, cuando de pronto la prometida pareció
empalidecer. Las compañeras y amigas, aunque pesimistas acerca del futuro de la
pareja, se compadecieron de Lucita y decidieron, individualmente o de consuno,
echarle una mano con el problema, cualquiera que fuese. Mas, en llegados a este
punto, la novia sonreía de medio lado, quitaba importancia, cambiaba de
conversación, o meramente reconocía la existencia de ciertas cosillas y daba las gracias por el
interés. Vamos, todo menos cantar la
gallina, como drásticamente le exigió Ana, su bragada compañera de
Literatura, soltera como ella.
Al fin, quien logró llevarse el gato matemático al agua de la confesión
fue Marita, la astuta profesora de Francés, tocando la casi infalible tecla del
amor propio:
-
¡Deja de hacerte la interesante, con tantas ojeras y
suspiros! Lo que pasa es que Vilaboa ha vuelto por sus fueros y te está poniendo
los cuernos. ¡Si hasta me han dicho con quién! –mentira absoluta-.
-
¡De eso nada! Más bien, todo lo contrario –replicó
Lucita, un tanto confusamente-.
-
¿Cómo, que eres tú la que se los pones? Nunca lo
creí de ti.
Y así, primero forzada y tímidamente, luego con toda suerte de detalles
–que les ahorraré por razones de buen gusto-, Lucita relató lo siguiente:
Con escasísima experiencia en materia sexual, la profesora de Ciencias
Exactas había decidido ponerse al día de cuanto debe conocer al respecto una
mujer casada. Adquirió el famoso Libro de
López Ibor[2]
y se empapó de sabiduría teórica y práctica, hasta donde pudo llegar. Entra
dentro de lo probable –en esto Lucita fue muy ambigua-, que la cultura libresca
fuese ampliada o, al menos, ilustrada con la cooperación de Vilaboa, a quien el
famoso psiquiatra valenciano tenía poco que enseñar. Pero, poco antes de la
boda y con la prometida en condiciones de sacar notable en la asignatura de
educación sexual, el novio se desmandó.
-
¡Ay, Marita, si vieses las cosas que me ha enseñado
en revistas que, según él, ya se venden en los quioscos! Y lo malo es que
pretende que yo le haga otro tanto. Chica, yo ya no tengo edad ni mentalidad
para tanto, por no decir que algunas técnicas,
como él dice, me dan náuseas.
-
¡Claro!, el caballero tiene mucho mundo y no poco
rostro. Quiere que por el día des tus clases, lo cuides a cuerpo de rey, lleves
la casa y atiendas la academia y luego, por la noche… ¡juerga!
-
Mujer, creo que exageras un poco, pero lo cierto es
que estoy muy preocupada. ¿Tú qué harías en mi lugar?
-
¿Yo? ¡Meterme monja!
***
Me consta que Lucita desoyó tal consejo y contrajo matrimonio con
Vilaboa, como estaba programado. Incluso, estoy cierto de que el novel
matrimonio llevó a vivir con ellos a la anciana madre del catedrático de
Física. Cualquier otro dato adicional sobre el caso tendrán ustedes que fiarlo
a su fértil imaginación.
[1] Literalmente: Quizás alguna cantará con mejor
tacto. Creo que la alusión a los tocamientos lascivos o ligeros del susodicho
director de coro es evidente.
[2] El afamado psiquiatra Juan José López Ibor
(1908-1991) publicó su conocido y muy reeditado El libro de la vida sexual en 1968 (editorial Danae, Barcelona). Se
trataba de un texto de alrededor de 650 páginas.
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