Crónicas de un
claustro (II)
Por Federico Bello Landrove
Continúa en este relato la saga iniciada en Crónicas
de un claustro (I), que es conveniente
haber leído antes, para tomar contacto con algunos personajes comunes a ambos.
A saltos, del Instituto masculino al femenino, vamos conociendo las anécdotas
jugosas y los deslices chocantes de ciertos claustrales, con el tono humorístico
y comprensivo de Esiquio - el bedel narrador principal- y mío, como buen discípulo suyo, cuando menos
en eso.
5. Intercambio generacional
¡Oh divino paraíso, con su ángeles
guardianes y todo! Alude mi exclamación a los Institutos femeninos de antaño,
deliciosos gineceos a los que Adán tenía vedado el acceso, a no ser que
vistiese de traje y corbata, o llevase uniforme azul marino con botonadura
dorada.
¡Oh
ejemplos de inescrutable sabiduría divina, más liberal que en las escuelas,
donde los corderos y las corderas eran pastoreados únicamente por zagales de su
mismo sexo!
Permítaseme tan metafórico introito, para
presentar una dinámica frecuente entre muchas adolescentes y jovencitas
estudiantes, y ciertos profesores atractivos por su ciencia y carácter, que no
rebasaran los cuarenta. Este era el caso de don Raúl, catedrático de Francés,
excelente por casi todos los conceptos. Todo el claustro de profesores era
consciente de la popularidad e intenso afecto que Monsieur concitaba entre sus alumnas de los últimos cursos, cuyas
clases eran las únicas asumidas por él. Lo de llamarle Monsieur –en realidad, Mesié-
había sido una impagable simplificación de un bedel del Femenino, quien no lo
tragaba, desde que había suspendido a su hija en junio y setiembre, con la
justicia insobornable que lo caracterizaba. Y no era el único en desdeñar a
aquel ídolo del alumnado. Don Severo, el de Ciencias Naturales, había estado a
punto de llegar a las manos con Raúl, cuando este se hubo enterado de que el
primero le llamaba el encanto de las
nenas y el castigador de los ojos
garzos. Pura envidia, naturalmente. Ni don Raúl embelesaba a las mozas con
su físico, ni llevaba su contacto más allá de la charla amistosa y la caricia
paternal.
Pero, claro, estaban las excursiones al vecino País[1], y ahí
las fantasías se disparaban, por más que don Raúl –a quien asignaré el apellido
Solsona- se hiciera acompañar de algunos otros profesores, medida muy prudente,
se mire como se mire. Ahora bien, condición inexcusable era la de dominar la
lengua de Molière y evitar todo favoritismo en la selección. Y esos eran dos
requisitos que no cumplía Benita Landero, esposa de Solsona y catedrática de
Griego en el mismo Instituto: una lástima, como veremos.
Convendrán mis lectores en que no era
fácil la posición de doña Benita, por mucha que fuese la confianza que tuviera
en la fidelidad de su esposo. Tampoco contribuían a ayudarla los puntazos y
chascarrillos de ciertos compañeros,
ni la circunstancia de que ella fuera una docente desvaída y con pocas alumnas,
situación totalmente opuesta al exitazo que tenía su marido.
No sé cómo pudo llegar a Esiquio, en el
Masculino, la noticia sobre la famosa gota que hizo desbordar aquel vaso. Lo
cierto es que, años después, me lo contó así:
-
Fue don Ricardo Mesa, el cura que daba Latín en el
Femenino. Un buen día, se entrevistó en secreto con doña Benita en la capilla
y, de la forma directa y campanuda que solía emplear, le echó en cara que fuese
tan tolerante con las confianzas que
su marido se tomaba con algunas alumnas, y estas con él. La pobre mujer ya
estaba madura, después de tantos cursos soportando chanzas ajenas y dudas
propias. Así que le siguió la corriente y, muy avergonzada por lo que sucedía,
le pidió consejo. Don Ricardo debió indicarle que, de la forma mejor y más
expeditiva que se le ocurriese, hiciera ver a don Raúl lo que ella sufría con
su comportamiento, del mismo modo que le pasaría a él, si las cosas fueran a la
inversa.
-
Algo impensable, conociendo a la mujer y con el
machismo que entonces imperaba –apostillé-.
-
¡Hombre!, se trataba solo de que no se acogiera él
al cómodo expediente de que era una exagerada y una histérica, por hacer un
mundo de una nadería. Tú ya me entiendes.
¿Cómo no iba a entender a Esiquio, con lo
bien que se explicaba? Quien seguramente no entendió las cosas correctamente
fue doña Benita. En cualquier caso, se le acabaron yendo de las manos.
***
Había llegado al Instituto, recién
licenciado, gracias a su notable expediente y a cierta influencia del
Inspector. No tenía en su voluminosa cabeza otra idea fija que adquirir
experiencia y conocimientos para presentarse a las próximas oposiciones de
Griego. Para él no había charlas con otros profesores, tonterías con las
alumnas, ni cafés en el recreo. Simple ayudante recién venido y con semejante
actitud, se estaba convirtiendo en un hombre
de celofán, como llamaba el de Filosofía a los colegas que pasaban
completamente desapercibidos.
Naturalmente, algunos sí se habían
percatado de que el profesor Lozano existía. Uno de los perspicaces era Carmina
–colega y coetánea de Esiquio en el Femenino- , que no resistía a los novatos
que entraban pisando fuerte, como si fuesen a comerse el mundo. Lozano, por el
contrario, era de los que permanecían a la expectativa, captándolo todo, aprendiendo
de todos, incluso de las bedelas:
-
No veas la de preguntas que me hace –comentaba
Carmina-. Claro, como dice que yo soy la memoria viva de este Centro…
Otra que no tenía más remedio que saber de
la existencia y labor de Lozano era doña Benita, la catedrática de su
asignatura. Y, si no se fijaba, para eso estaba él, siempre modesto y
servicial, poniéndola en el sitio que ella siempre creyó merecer, aunque muy
pocos se lo reconocieran. Sus pláticas en la antigua biblioteca –que servía de
despacho para el seminario de Clásicas- eran cada vez más extensas y variadas, por
más que siempre arrancaban de las preguntas de Lozano acerca de la opinión o el
criterio de Benita sobre temas académicos. Pocos profesores tenían con ella
confianza suficiente para embromarla a este respecto: Solo don Ricardo Mesa,
quien al cruzársela un día en el pasillo, guiñó el ojo y con su aguardentosa
voz, le dijo:
-
Espero que te estés tomando en serio lo que te
advertí.
La interpelada sonrió y asintió. Por
primera vez en varios meses, la asiduidad del joven Lozano y las sugerencias
del padre Mesa confluyeron en la mente de Benita de un modo consciente y
finalista. ¿Quién mejor para tratar de dar achares a su marido que este
jovenzuelo, escasamente atractivo y con toda la pinta de padecer anafrodisia?
Dicho y hecho. Después de todo, la cosa no
era tan desagradable: incluso tenía ese encanto, no digamos de lo prohibido,
sino de lo ambiguo. Así que Benita,
de modo paulatino y hasta púdico, empezó a realizar algunos avances e
insinuaciones a Lozano –por nombre, Anselmo- y, cosa menos grata pero más
eficaz, a hablar muy elogiosamente de él a otros colegas y citarse para charlar
en la sala de profesores, o de camino hacia las aulas.
El profesor Lozano, como es natural, no
tardó en darse cuenta del favor que iba hallando ante su jefa y lo achacó a
distanciamiento con el marido y a los naturales anhelos de una mujer de su edad
por seguir siendo atractiva. En el fondo, tampoco él la encontraba tal, pero en
fin…
… En fin, que Anselmo –como buen varón de
aquella época- tomó la iniciativa, de una forma que Benita había olvidado o,
tal vez, no había conocido nunca. Menos mal que, antes de que las cosas se
desbocaran de modo irreversible, alguien vino a ponerles inopinado remedio. Alguien
que poseía una llave de la sala del seminario de Clásicas: el mismísimo don
Ricardo Mesa, involuntario provocador de toda esta historia.
-
¡Cielo santo!, exclamó el dómine, al tiempo que
cerraba la puerta, tras contemplar a la sorprendida pareja entre un revuelo de
faldas. ¡Componeos y salid inmediatamente de aquí! ¡Tú primero!, ordenó a
Lozano, reteniendo del brazo a Benita.
Salió Anselmo y don Ricardo mandó sentar a
la profesora, abochornándola durante unos minutos con toda suerte de reproches
y dicterios:
-
… En un mozalbete, pase: es hombre y con todo el
vigor de la juventud. ¡Pero tú, una señora casada y con hijos,… una
catedrática! ¿No habéis tenido bastante en el matrimonio con las liviandades de
tu marido?
-
Pues de eso se trataba –balbuceó al fin doña
Benita-. Como usted me dijo que sería bueno que le hiciese pasar por lo que él
a mí…
-
¡Esto es el colmo! –tronó Mesa-. Ahora resulta que
voy a ser yo el culpable, o que es lo mismo tontear con las chicas que
entregarse a un subordinado.
-
Oiga, don Ricardo, que yo,… que nosotros no…
-
No, no… Lo que es, si no llego a entrar yo, ¡adulterium consummatum!
Ambos callaron. El recreo había concluido
y era hora de dar clase. Benita miraba de hito en hito a su colega, con una
muda súplica, que él concedió:
-
¡Buenas están las cosas en este Instituto, como para
dar un escándalo de campeonato! De eso te vales. Lo tomaré como secreto de
confesión. Como dijo Nuestro Señor, anda y, en lo sucesivo, no peques más.
Benita, como una penitente confesa, besó
la mano del sacerdote y se alejó santiguándose, a fin de robustecer lo del
secreto, que era lo que más le interesaba. Ya en la puerta, oyó la voz áspera
de don Ricardo:
-
En cuanto a ese perillán, tú y yo nos encargaremos
de que, terminado el curso, no vuelva a aportar por aquí.
Y así fue, sin que a nadie extrañase, ya
que se trataba de un profesor ayudante interino. Sí que sorprendió más que doña
Benita Landero se trasladase al Instituto masculino, tan pronto quedó libre por
jubilación la cátedra de Griego. Carmina, la bedela, lo resumió en cuatro
palabras, creo que acertadamente:
-
Ojos que no ven…
6.
La venturosa indisolubilidad matrimonial
Si le hubiesen preguntado a Esiquio por su
profesor favorito, sin dudar se habría inclinado por Carlos Lafuente, el
catedrático de Física y Química, cuyo laboratorio quedaba justo debajo de la
pequeña vivienda que correspondía al bedel-jefe. El mismo ordenanza que se
negaba en redondo a pasar el polvo a los bichos
de Naturales, no dudaba en limpiar personalmente los complicados artefactos
físicos y los delicados vasos y recipientes de Química.
-
Pero, Esiquio –lo reñía sonriente don Carlos-,
¿cuándo vas a dejar en paz los tubos de ensayo? Los vas a desgastar de tanto
sacarles brillo.
-
Ya será menos, doctor Lafuente. Además, me pilla de
camino, según subo o bajo las escaleras.
Cierto: doctor por la Universidad Central, y con ampliación de estudios
en Cambridge, donde le había sorprendido el inicio de nuestra Guerra civil. No
es extraño que el flamante investigador optase por permanecer a orillas del
Cam, en vez de andar pegando tiros por los campos de Aragón o en el frente de
Madrid. Luego, una mitad de miedo a las consecuencias de tal deserción y otra mitad de desengaño
amoroso, le llevaron a prolongar su estadía en tierras inglesas, colaborando
durante la Guerra
Mundial al desarrollo y perfeccionamiento del radar. Así,
cuando decidió volver en el cuarenta y siete, el Régimen no se atrevió a
importunar a un condecorado por el rey de la Gran Bretaña. Sacó
la cátedra de Instituto con la mayor brillantez y decidió sepultarse en
Castellar, para compensar su anterior abandono de la familia, reducida ahora a
términos de dolor y de pobreza. De
Cambridge a Castellar –decía irónicamente-; a fin de cuentas, las dos empiezan por Ca.
He dicho hace un momento que un desengaño
amoroso había contribuido en parte a que Lafuente demorase su retorno. Tal
desengaño se llamaba Pilar Alvarado, conocida desde siempre, amiga y
condiscípula de Instituto, novia en los años de Facultad, que para ella lo fue
la de Filosofía y Letras. Lo suyo parecía un camino sonrosado y rectilíneo
hacia el matrimonio y eso que denominan juntos
para toda la vida. La verdad es que la cosa había empezado a torcerse
cuando el joven migró a Madrid para hacer el doctorado. Pilar, a la sazón
estudiante aventajada en la mitad de su licenciatura, intuía que aquella
escapada a la Capital
sería el principio de un largo periodo de ausencia, y la política convulsa de
la época no parecía oportuna para separaciones. Como casi siempre, la alevín de
filósofa acertó: los meses se volvieron años y los años, más de una década.
Total, Pilar abandonó los sueños imposibles y se casó en el cuarenta y uno con
un médico de Sanidad militar, que había conocido durante nuestra guerra, cuando
ella servía de ayudante de clínica voluntaria en el Hospital Militar
castellarense. De los contactos de Carlos con las inglesas, había muchas
habladurías –hasta se rumoreaba algo de un matrimonio abocado al divorcio-. Lo
único cierto es que, al regresar a España, estaba vacunado de amores y amoríos,
como no fuesen los que sentía por su profesión y por las mujeres de su familia
–hombres, pocos había dejado la guerra y la terrible represión que la
acompañó-.
Esto va pareciéndose a una novela, de tan
largo que es el preámbulo. Para abreviar, cederé el uso de la palabra a
Esiquio, que era un experto en ir al grano:
-
No digas bobadas de vacuna contra los amores, y
otras memeces semejantes. Lo que pasó es que a Pilar le fue fatal en su
matrimonio, por culpa del marido, que era infiel y más bruto que el que mató a
César. Afortunadamente, contó con el apoyo de los Superiores de su esposo y
pudo separarse legalmente y venirse para acá con su hija; eso sí, sin ver ni un
duro de pensión. Pero la chica tenía agallas y, con la ayuda de su familia, se
buscó la vida de mil maneras, hasta acabar de profesora de Literatura en esta
santa casa.
-
Supongo que algo ayudaría también don Fernando, el
catedrático. Se ve que la tiene un cariño imponente.
-
Ese vino más tarde, cuando lo readmitieron después
de lo de las responsabilidades políticas. Para entonces, Pilarina se había
hecho un nombre como escritora y periodista, y había ganado no sé qué premio
con una novela.
Nada, que esto es el cuento de nunca
acabar. Lo que quería que les contase Esiquio era eso de que, tan pronto se
enteró don Carlos Lafuente del fiasco matrimonial de su antigua novia, fue como
si no hubiese pasado un montón de años entre lo uno y lo otro. De forma sutil,
pero insistente, se hizo notar, empezó a acompañarla y la ayudó económica y
afectivamente. Pilar sentía por él una mezcla de rencor y de ternura, que tardó
mucho tiempo en acomodarse en confianza y perdón. Y así iban las cosas cuando,
de golpe y porrazo, se produjo el nombramiento de la Alvarado como profesora
adjunta de Lengua y Literatura del Instituto masculino, donde su especial amigo
llevaba trazas de convertirse en eso que llamamos una institución.
¡Y qué dos profesores tan distintos, según
yo los recuerdo en su madurez! Ella era severa, muy exigente, empeñada en que a
todos nosotros nos saliese por las orejas el conocimiento de los textos y el
dominio de la escritura. Su catedrático la reservaba para la Literatura, dejando la Lengua para otros colegas.
Y allí, doña Pilar se movía con una soltura increíble, de no saber que era una
poeta notable y excelente narradora. Vuelvo la vista atrás y constato que no
adquirimos con ella una cultura libresca importante, pero sí el inmenso valor
de la lectura comprensiva -¡ah, aquellos comentarios de texto!- y el gratísimo
placer de escribir con precisión y galanura. Todavía hoy repaso mis redacciones
y cuentos de antaño y los hallo más frescos y ricos en léxico que las líneas
que hoy escribo premiosamente.
Pero don Carlos fue mi favorito. Era la
claridad y la precisión en marcha,
pues explicaba peripatéticamente, arriba y abajo en el estrado, por el aula,
del laboratorio al encerado. Con su voz dulce, sin escatimar las buenas notas,
rodeándose de un cenáculo de alumnos especialmente interesados en su
asignatura, supo formarnos en el conocimiento de las fuerzas y las estructuras
del mundo natural, usando el lenguaje matemático para resumir y aclarar, nunca
de manera abstrusa, ni reticente a la experiencia del laboratorio. ¡Qué
quieren, yo era de Lafuente hasta las cachas, como Esiquio! Y lo sigo siendo,
aunque lo traicionara con el Derecho
y haga casi treinta años que no me da por coger un libro de problemas de Física
–la Química siempre me ha
resultado menos grata y estoy por asegurar que a don Carlos le pasaba otro
tanto-.
***
Lo de juntarse en el mismo claustro debió
de ser por el cincuenta y cuatro o el cincuenta y cinco, poco antes de que yo
empezase mi andadura académica por allá. Habían pasado bastantes años desde
nuestra guerra; pocos estaban ya al tanto de las relaciones pasadas y presentes
de Pilar y Carlos. Ellos se encargaron de que el menguado número de iniciados
no aumentase, por su indiscreción. Apenas cruzaban otras palabras que las de
saludo cortés. En las reuniones y festejos académicos, se colocaban a cierta
distancia y pocas veces los delataba alguna mirada amorosa. Esa actitud
contagiaba a los conocedores de su realidad, que mantenían sobre ella un
respetuoso silencio. Y, si eso era de puertas para adentro del Instituto, otro
tanto acaecía en el ámbito de aquella ciudad, corta y chismosa, que Castellar
era entonces. Uno y otra vivían en casas propias, diferentes de las familiares,
sin otra compañía por parte de Pilar que su hija, pronto alejada durante el
curso para estudiar en Madrid, creo que Arquitectura. Como en los casos
policiacos, la situación tenía un punto flaco, cual era que los apartamentos de
ambos radicaban en el mismo inmueble. La feliz coincidencia había sido
plausiblemente disfrazada de utilidad botánica por Carlos, último en ir a vivir
en aquella casa:
-
Es un ático con una terraza formidable para las
plantas. Un Cambridge en plena y seca
Meseta. Os invito a visitarlo.
Era cierto: un auténtico vergel y un
amenísimo pensil, todo en uno; de los tomates, a los rododendros, con el Paseo
a sus pies y el Parque Grande cual mar de verdor. Aunque don Carlos no hubiese
tenido otras cualidades, la de dueño de aquel paraíso le habría hecho
irresistible.
Me decía Esiquio que don Fernando, el
catedrático de Literatura, especie de padre y mentor común para la pareja, les
había preguntado un día, lleno de sinceridad y buena fe:
-
Queridos, ¿no encontráis un poco agobiante y hasta
ridículo tanto disimulo? Los tiempos cambian y las mentalidades con ellos. En
último extremo, ¿qué os importan las habladurías de los necios?
-
¡Ay, don Fernando! –contestó Pilar-, no sabe usted
lo ricamente que estamos así, diciendo buenas noches y cerrando la puerta de
casa, en vez de solo darse la vuelta en la cama.
Carlos, algo avergonzado, puntualizó:
-
Es que, desde aquello,
Pilar nunca ha estado segura al ciento por ciento de mis sentimientos.
-
¡Toma! –agregó ella-, ni de los míos. Libertad y
amor, juntos y para siempre.
Y es que, como concluía Esiquio:
-
Me figuro que, aunque ella no tuviese una hija y
hubiese divorcio en España, no se casarían.
En efecto, llegó el año 1981 y, con él, la
legalización del divorcio en nuestro País. Me acordé inmediatamente de esta
entrañable pareja de jubilados y me atreví a mandar una carta a don Carlos,
ofreciéndole gratuitamente mis servicios de abogado para promover el divorcio
de doña Pilar y su marido. Esta me contestó muy amablemente:
… y
le agradezco muy sinceramente su gentileza, la cual es una prueba más de su
afecto hacia nosotros, que no erosiona el tiempo ni empece la distancia. De
todas formas, ya no tengo razones para promover la ruptura del vínculo
matrimonial, pues quien fue legalmente mi marido falleció hace unos años… Por
las señas de su carta, intuyo que desconoce que así mismo ha fallecido su
profesor de Física, va para un año. Puede estar seguro de que en repetidas
ocasiones habló de usted con cariño, habiendo llegado incluso a perdonarle que
le pisotease por inadvertencia sus cebollinos… Por mi parte, no puedo sino
congratularme, por su profesión y por su carta, de comprobar que su expresión
escrita se ajusta con elegancia a las normas aprendidas antaño… Afectuosamente…
***
Vuelvo con cierta frecuencia a Castellar y
visito el viejo cementerio donde reposan mis deudos. Me pierdo inevitablemente
en los paseos y entre los cuadros del camposanto, lo que me obliga a fijar la
atención en decenas de panteones y lápidas. Tras la ofrenda floral y la breve
oración, busco la salida, ya más avisado, pero aún con cierta dificultad.
También en este retorno me entretengo en buscar nombres conocidos, cosa que,
por desgracia, hallo cada vez con más frecuencia. En uno de esos recorridos,
tuve la constancia de un dato, que bien puede cerrar este relato: El inevitable
R.I.P., la inscripción Pilar Alvarado de la Cuesta, la fecha de su
óbito y algunos otros nombres en la lápida, antes y después del suyo. Me
acerqué, leí y comprobé que el amor y la libertad seguían yendo unidos y, ahora
sí, para siempre: Carlos Lafuente Carranza no estaba enterrado allí.
7.
Del amor al odio…
… No hay más que un paso. Así decía
Esiquio y en el Instituto se tenía un buen ejemplo.
Alfredo Salvoechea había venido de las
entonces llamadas Vascongadas, como catedrático de Dibujo, llamando enseguida
la atención por su aventajada estatura y su relativa juventud. Entre las
féminas del claustro, también se valoró de inmediato su soltería, iniciándose
una puja por pescarlo. Él se dejaba
querer, sin hacer mucho caso de las aspirantes, pues su objetivo inicial en
Castellar era otro: destacar y hacerse valer en funciones administrativas y de
organización del Centro, para llegar pronto a donde yo lo conocí, Secretario y
mano derecha del Director.
Con todo, el vasco tenía su corazoncito o,
al menos, sus apetencias por el sexo femenino. Forastero y sin mucha vida
social, optó por elegir una entre las flores claustrales que por él pugnaban y
así acabó ligando –entonces empezaba a emplearse este verbo- con Paula, adjunta
de inglés, más o menos de su edad, y que nos encandilaba con su llamativo vestuario,
que bien podía haber sido diseñado por Mary Quant y adquirido en Portobello
Road.
Así pues, Alfredo y Paula pasaron a la
categoría de novios –tan formalista a la sazón-, sin recatarse dentro ni fuera
del Instituto. Durante un tiempo, ella fue el centro de envidias y críticas de
las postergadas, y él, inquirido con insistencia por la fecha de una hipotética
boda, que eludía fijar con los más variados pretextos. Finalmente, un comienzo
de curso, estalló la bomba: Alfredo y Paula habían roto su relación, se
cruzaban por los pasillos desviando la mirada y, en las reuniones de
profesores, no se dirigían la palabra. Hasta
ahí, todo corriente, decía Esiquio. Normal y corriente, dentro de la
tensión que genera la proximidad no deseada, pero inevitable. Lo malo es que
las cosas no quedaron así, sino que empeoraron hasta extremos difíciles de
soportar.
La verdad es que nadie sabía bien por qué.
Unos querían ver la causa en que Alfredo hubiese vuelto a ser, en expresión del
lenguaraz don Filomelo, la miel de las
doncellas. Otros aludían a posibles desatenciones de Salvoechea cuando
Paula solicitaba los servicios de Secretaría. Yo me atengo a la versión de mi
admirado jefe de bedeles:
-
En ocasiones como esta, siempre hay alguien
dispuesto a andar con chismes e indiscreciones: que si Alfredo dice; que si
Paula me ha contado… Los dos lo encajaron muy mal, sobre todo ella, que había
sido la más ilusionada y era más vulnerable. Ya se sabe: del árbol caído, todo
el mundo hace astillas.
El hecho es que, poco a poco, del silencio
y la omisión del saludo, se fue pasando a la indirecta, la pulla y, finalmente,
la discusión por los motivos más nimios. Uno y otra aprovecharon sus relaciones
para crear bandos y frecuentemente acudían a la Dirección o la Jefatura de Estudios con
quejas y demandas recíprocas. Las reuniones de Claustro se convirtieron en la ocasión
pintiparada para enfrentarse y alzar la voz, con el consiguiente disgusto de la
mayoría, deseosa de acabar pronto y no perder la paz y la paciencia. Hubo
varios intentos de lograr la armonía o, cuando menos, el apaciguamiento. Poco
antes de la jubilación de Esiquio, una delegación de catedráticos veteranos
había visitado al Director para que se dejase de evasivas y llamase seriamente
al orden a los contendientes. Don Fernando, el de Literatura, había llegado a
poner el dedo en la llaga del temor y del amor propio de la Dirección:
-
Y, si nosotros no podemos afrontar solos la
situación, tal vez tendríamos que informar a la Inspectora…
Así estaban las cosas –como digo- cuando
el festejo de despedida de Esiquio, al que no acudió Paula para no tener que
coincidir con el Secretario. En los corrillos, algunos profesores decidieron
que había llegado el momento de tomar medidas por su cuenta. Alguien debería
haberlos frenado, al constatar que eran de los más impetuosos y estaban un poco
achispados. Pero nadie reparó en ello.
***
A principios del siguiente curso, mis
condiscípulos de Inglés se encontraron con que las cortas y alegres faldas de
Paula no ondeaban por el Instituto. Quienes tenían hermanas o amigas en el
Femenino supieron que la popular profesora había aterrizado en este Centro,
algo que no todos lamentaron, pues su carácter se había ido agriando en los
últimos tiempos. Hubo algún alumno más decidido –como mi buen amigo Torrecilla-
que preguntó al catedrático por los motivos, recibiendo una respuesta menos
notable por su precisión que por la risa contenida de que fue acompañada:
-
Un concurso de traslados, pero no os preocupéis:
vuestra conducta no ha tenido nada que ver con su decisión.
Una vez más, me sacará de apuros la
sabiduría de Esiquio, aunque me fuese revelada bastantes años después. He aquí
su versión, tal y como yo la recuerdo:
-
Doña Paula fue la más sorprendida cuando el Director
–que tenía la buena costumbre de leer cotidianamente el Boletín- la llamó
intrigado, para confirmar la noticia de que le había sido concedido por el
Ministerio el traslado al Femenino. Resultó que ella no sabía nada, ni había
presentado la solicitud. El señor Director, oliéndose ya la tostada y tratando
de evitar un escándalo, llamó al Negociado correspondiente y pidió como favor
especial que le remitiesen la instancia original. Le contestaron que había sido
presentada a través de la
Secretaría del Centro; de modo que ahí tendría que haber una
copia exacta, gracias al papel carbón. Y, en efecto, en el expediente de doña
Paula figuraba tal copia, clarísima, con su firma al pie. La profesora no tuvo
más remedio que reconocerlo y concluir que algún
desgraciado se la habría puesto a la firma, como si se tratase de un
documento intrascendente de los de fin de curso. El Director le echó en cara
tan grave desliz, que le recordaba –textualmente- al del necio que firmó su propia sentencia de muerte, por no leer lo
que suscribía. Ella no cedía en su propósito de elevar al Ministerio una
denuncia pues –decía- ese sinvergüenza
está detrás de todo esto; la remisión de la instancia a través de Secretaría lo
delata. Vuelta el Director a hacerle ver que ella nunca habría firmado nada
que le presentase don Alfredo o sus oficinistas. Ella, erre que erre, que las
cosas no iban a quedar así. Y el Director: Pues
tú verás, Paulita, porque si nos pones a todos en evidencia sin pruebas, voy a
tener que dar cuenta de la incompatibilidad de caracteres con el Secretario y a
pedir, con el apoyo del Claustro, que te trasladen, con arreglo a la normativa
administrativa aplicable. Ella se comprometió a pensarlo unos días y el
Director la despidió recordándole que, en el mejor de los casos, el tema no se
resolvería antes de dos o tres años, durante los cuales sería el hazmerreír de
los dos Institutos y no bien acogida en el Femenino por despreciar una plaza
que –se mire como se mire- es más adecuada a tus excelentes dotes
docentes.
¡Pues vaya con los ignotos profesores de
ese Guasa Club! Aunque, si el fin
justifica los medios, no seré yo quien los ponga en la picota.
[1] Por
razones políticas, hubo una época en que el País francés era el vecino y el portugués, el hermano. Quizás ahora pueda afirmarse
que todos somos primos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario